11

En New House, Emmelia estaba sentada, escribiendo cartas a la luz del crepúsculo. Por las puertaventanas abiertas veía las flores de Frau Karl Drushki, plantadas por una tía muerta hacía ya mucho tiempo para conmemorar, con no poca ambigüedad, el fallecimiento de su esposo. Como los aficionados al cultivo de las rosas llamaban a la Frau «Fría maravilla blanca inodora», y como su tío era un apasionado de las mujeres que usaban perfume, Emmelia se había preguntado muchas veces si no sería que su tía había decidido plantar esa flor porque su esposo, además de apreciar a las señoras perfumadas, tenía amantes de raza negra. A Emmelia le hubiera gustado estar informada de si era, efectivamente, así, pues en ese caso la elección de aquella rosa hubiese tenido un regusto picante muy de su grado, y una sutil discreción comparable a la suya propia. Pero ahora no tenía tiempo para estas consideraciones. Estaba muy ocupada escribiendo cartas de advertencia a sus sobrinos y sobrinas, a sus primos y a sus tres hermanas, y a todos y cada uno de los parientes que tenía espaciados por todo el mundo, acerca del malévolo plan de Ronald.

«Nuestro honor y también, estoy segura, nuestra fuerza, se basan en la oscuridad —escribió numerosas veces—. Ese ha sido nuestro capital más importante, y no voy a consentir que ahora lo profanen».

Con la arrogancia típica de los Petrefact, dio por buena la imagen: para ella, cabía la posibilidad de profanar un capital, y, por otro lado, si la riqueza servía para garantizar la reputación de la familia, esa misma reputación también era un medio para mantener y aumentar la riqueza. Ponga usted a un Petrefact en cualquier lugar del mundo, aunque sea sin un céntimo, y a base de mucho trabajo, astucia comercial y egoísmo acabará convirtiéndose en un millonario. El hecho de que ese presunto Petrefact pudiese pedir préstamos al banco familiar o, en caso necesario, utilizar el prestigio de su apellido para obtener un capital de otras fuentes, no importaba. Lo que Emmelia veía claramente es que sin el apellido se acababa el crédito, y se había propuesto lograr que el nombre de los Petrefact siguiera siendo desconocido excepto para ciertos círculos. No en vano hubo otras familias que habían dispuesto de las mismas oportunidades que la suya, pero que por culpa de su excesiva ostentación habían acabado desapareciendo, hundidas en la pobreza y en la oscuridad más absoluta. Los Petrefact no seguirían su ejemplo. El profesor Yapp se encontraría con puertas cerradas cada vez que tratase de obtener alguna información.

Y tras haber terminado su última carta, dirigida a su sobrina Fiona, que vivía en Corfú con una escultora moderna, y formando lo que ellas llamaban una familia monosexual, se recostó en el asiento y meditó sobre cuál sería el mejor modo de ejercer su influjo sobre aquellos parientes más viejos y más lejanos que apenas reconocían su autoridad. Por ejemplo, tía Persephone, que ya había cumplido los noventa años hacía tiempo, y estaba confinada en una residencia próxima a Bedford, en parte por su ancianidad, pero sobre todo porque tras cuarenta años de viudedad les había salido con que pretendía casarse con un cobrador de autobús, un jamaicano que ya estaba casado, y que se había distinguido a los ojos de la anciana arriesgando su propia vida cuando ella trataba de subir a su autobús en el curso de su visita semanal al zoo. Bastaría hablar con la directora de la residencia para que el profesor Yapp se encontrase con que se le negaba el acceso. El juez Petrefact, por su parte, no constituía ningún problema. Echaría al historiador con cajas destempladas. Lo mismo haría el general de brigada Petrefact, que dedicaba los años de su retiro a un intento de criar roedores de la familia de los jerbos cruzándolos con gatos siameses. A lo largo del desarrollo de su proyecto, eran ya muchas las hembras de ese roedor que habían fallecido antes de quedar embarazadas. Por otro lado, el intento de inseminar artificialmente a las gatas con el producto de las masturbaciones de los jerbos tampoco estaba saliéndole bien. A Emmelia le parecía que estas aficiones familiares, aun siendo desagradabilísimas, eran al menos inofensivas, y además, aunque el militar retirado fuese un monomaníaco, no había riesgo de que le diera ningún tipo de informaciones a Yapp. Quedaba atender el caso de los Petrefact irlandeses, pero se trataba de una rama secundaria de la familia que ni siquiera tenía relaciones económicas con el tronco principal, de modo que Emmelia dejó de preocuparse por ellos.

No, el peligro estaba en los descendientes directos de Samuel Petrefact, el constructor del primer Molino, que por este procedimiento lanzó a la familia de una riqueza de simples terratenientes a la inmensa fortuna de unos industriales que acabaron creando el Grupo de Empresas Petrefact. Sí, ahí radicaba el peligro, pues ahí estaba también ese fallo de carácter de su hermano, tan manifiesto en muchas de sus decisiones. Era como si el cambio de actividad hubiese provocado una mutación en la familia. Todo aquello resultaba desconcertante y preocupante. Porque si su hermano llevaba sobre sí aquella mancha, difícilmente había podido librarse ella de esa misma degeneración. Y así era.

Con una sonrisa que delataba un grado de conocimiento de sí misma que hubiese sorprendido a quienes frecuentaban su trato, Emmelia cerró las puertasventanas, apagó la luz y subió a su dormitorio.

Debajo de la barra del Horse and Barge, Willy Coppett estaba disfrutando de una magnífica velada. Allí podía dedicarse a lavar y secar jarras y vasos sin que nadie lo viera, podía tomarse una cerveza cada vez que le apetecía, y podía escuchar las discusiones de los demás sin necesidad de intervenir. Hacía un momento que había oído decir a Mr. Parmiter, en tono jactancioso, que le había alquilado su viejo Vauxhall a un catedrático, obteniendo un gran beneficio.

—Ha dicho que sólo lo necesitaba para una semana, pero me ha pagado un mes entero sin discutir el precio. Hay algunos catedráticos que entienden de negocios tanto como yo de latín.

—La verdad, lo encuentro muy raro —dijo Mr. Groce, el dueño del pub. Desde debajo del mostrador, Willy también opinó que aquello era rarísimo. Había visto el viejo Vauxhall de Mr. Parmiter aparcado delante de su casa de Rabbitry Road cuando regresaba del matadero, pero no se había enterado de que el realquilado fuese un catedrático. Desde luego, su aspecto no era de catedrático, sobre todo debido a aquellos extraños pantalones cortos y sus botas de montañero. Pero lo más sorprendente de todo era que, siendo un catedrático, hubiera elegido su casa. Muy raro, sin duda. Rarísimo.

—Y encima iba con pantalones cortos —añadió Mr. Parmiter—, como esos que nos daban en el desierto, que llegaban hasta debajo de la rodilla y te escocían la piel. Y cuando nos tirábamos al suelo para evitar que algún alemán nos volase la cabeza, la arena se nos metía hasta las partes.

Debajo de la barra, Willy consideró horrorizado la posibilidad de que el catedrático que se había alojado en su casa fuese un médico que tuviera intención de estudiarle. Era la única explicación que se le ocurría, y la idea no le gustaba en absoluto. Ya le habían estudiado más médicos de la cuenta, y siempre temía en el fondo de su alma que cualquier día encontrasen el modo de trasplantarle la mitad inferior del cadáver de algún tipo muy alto, a fin de darle una estatura normal. Lo cual podía estar muy bien para los enanos a los que les gustara esa posibilidad, pero él opinaba de otra forma. Willy se estremeció de sólo pensarlo, y abrió otra botella.

Pero sus miedos eran irrisorios en comparación con la consternación que reinaba en el Club Liberal y Sindicalista de Obreros de Buscott. Una de las características de esta pequeña población era el haber conseguido mantener unidos todos los colores del espectro político en una sola institución. Esto tenía, por un lado, la ventaja de ser muy económico, mientras que por otro mantenían la unidad y evitaba las escaramuzas políticas que solían producirse en otras poblaciones igualmente pequeñas. De hecho Buscott carecía de vida política y tampoco contaba con un diputado propio, y como la circunscripción votaba siempre al candidato conservador, los vecinos de Buscott creyeron que para estar a buenas con los partidos bastaba y sobraba con un club que los incluyera a todos. Desde un punto de vista más práctico, el club servía para impedir que los pocos alcohólicos de Buscott andaran rondando por las calles, a base de permitirles que bebieran juntos y en un solo sitio desde la mañana hasta la medianoche.

Fue allí donde Frederick Petrefact, de acuerdo con la tradición familiar que exigía ser útil en todos los terrenos a todos los hombres hasta que llegase el momento de mostrarse absolutamente desagradable y explotador para con todo el mundo, se dedicaba a jugar al billar y, de paso, a vigilar la llegada de los maridos cuyas esposas trabajaban a destajo en el sofá de su despacho de la fábrica. Y fue allí donde Mr. Mackett, tras haber advertido a Walden Yapp que no se metiera en donde no le llamaban, se presentó con la alarmante noticia de que había llegado un catedrático que tenía intención de rodar un documental sobre los efectos de los sueldos de hambre, las jornadas laborales excesivas, y la ausencia de sindicalismo en la fábrica.

—Ese cabrón ha ido a alojarse a Rabbitry Road, en casa de Willy —le dijo a Frederick—. Dice que se llama Yapp.

—Joder —dijo Frederick, que hasta ese momento no se había tomado apenas en serio la advertencia de su tía—. ¿Qué clase de documental?

—Para la tele. O algo así.

—Alguien se ha ido de la lengua —dijo otro de los presentes—. Seguro. Es la única explicación que se me ocurre. Tenemos un sistema tan hermético como el culo de un ganso, así no sé quién puede haber hablado más de la cuenta.

Para Frederick, sólo había una persona que podía haber cometido esa atrocidad. Fuera como fuese, su padre había averiguado dónde estaba él y a qué se dedicaba, y todo eso de que Yapp iba a escribir la historia de la familia no era más que un intento de entorpecer sus relaciones con tía Emmelia y de echar a perder sus posibilidades de hacerse rico. ¡Y menuda reacción había tenido tía Emmelia! Estaba a punto de estallar. Y si su padre lo sabía, también lo sabía el tal Yapp, en cuyo caso tía Emmelia también iba a enterarse tarde o temprano.

Mientras los demás discutían, Frederick estuvo calculando cuál podía ser la solución del problema que se le venía encima.

—Lo primero que tenemos que hacer es asegurarnos de que no llegue a cruzar el umbral de la fábrica —dijo Mr. Ponder—. No podrá hacer ningún documental sin nuestra ayuda, y ninguno de nosotros le va a ayudar.

—Seguro que alguien le está ayudando, de otro modo no hubiera llegado hasta aquí —dijo Mr. Mackett.

—¿No será Willy Coppett?

—Jamás de los jamases.

—Entonces, ¿por qué se aloja en su casa?

—A mí que me registren. El tipo dijo que estaba haciendo un estudio económico y no sé qué más del crecimiento de las pequeñas poblaciones.

—Pues ha hecho bien empezando con Willy. Más necesitado de crecimiento que él no podría encontrarlo —dijo Mr. Ponder.

—Me parece que iré a hablar con Mr. Coppett —dijo Frederick—. Es posible que sepa alguna cosa. Entretanto, sugiero que tratemos de hacer que ese profesor Yapp tropiece cuantas más veces mejor.

—Yo hubiera dicho que ya tropieza bastante él solo. A quién se le ocurre irse a vivir a casa de los Coppett… —dijo Mr. Mackett—. Me ha dicho Mrs. Bryant, que vive un par de casas más abajo, que Mrs. Coppett no deja que Willy use el retrete, por si acaso en el momento de tirar de la cadena se cae y desaparece por el agujero. La verdad, Rosie Coppett es más tonta que una piedra.

Frederick les dejó para que siguieran estudiando el modo de lograr que Walden Yapp no fijara su atención en la fábrica, y se fue al Horse and Barge, donde pidió un coñac.

—¿Está Willy por ahí? —preguntó.

La cabeza de Willy emergió entre las palancas de la cerveza de barril.

—He oído decir que tienen un realquilado.

Willy hizo un gesto de asentimiento. Temía a Mr. Frederick. Mr. Frederick era un Petrefact, y todo el mundo conocía a la familia. Eran hacendados.

Pero Mr. Parmiter acudió en su ayuda.

—Hay que ver lo rápido que corren las noticias. Estaba diciéndole a Willy que no me gusta el aspecto de ese Yapp, y entra usted y pregunta por él.

—Sólo quería confirmar el rumor que me ha llegado.

—Pantalones cortos —dijo Willy, dispuesto a intervenir en la conversación.

—Sírvale una copa —dijo Frederick, a modo de agradecimiento.

Mr. Groce sirvió un coñac y se lo pasó a Willy. Willy dijo que no con la cerveza pero aceptó la copa.

—Lleva pantalones cortos.

—Ese catedrático —dijo Mr. Parmiter, para explicar los crípticos comentarios de Willy— ha aparecido disfrazado de autostopista. Botas y pantalones cortos de color kaki. Ha venido a mi taller diciendo que quería alquilar un coche.

Frederick tomó un sorbo de coñac y escuchó el relato.

—¿Cree que es cierto eso de que es un profesor? —preguntó Mr. Parmiter cuando terminó.

—Me temo que sí. Ese profesor Yapp es bastante famoso. Ha formado parte de comisiones gubernamentales para el arbitraje en disputas laborales.

—Por eso ponía tan mala cara y empezaba a hablar de impuestos y zarandajas cuando le he ofrecido un descuento.

—Nos paga cinco libras al día —dijo Willy—. Ya se lo ha dado todo a Rosie.

Frederick pagó otra ronda.

—¿Y ha dicho qué ha venido a hacer por aquí?

Willy negó con la cabeza.

—Bien —prosiguió Frederick—. Voy a decirte lo que quiero que hagas. Quiero que escuches atentamente todo lo que dice, y que después vengas a contármelo. ¿Crees que serás capaz? —Frederick sacó un billete de diez libras y lo dejó sobre la barra—. Y te daré más de éstos si consigues informarme de los sitios adonde va y de lo que hace.

Willy hizo unos vigorosos gestos de asentimiento. El profesor Yapp se estaba convirtiendo para él en una inesperada fuente de ingresos.

—Ven a mi despacho en cuanto te enteres de algo —le dijo Frederick cuando se levantó para irse. Willy volvió a asentir con la cabeza, y desapareció bajo el mostrador.

—Es curioso —dijo Mr. Parmiter cuando Frederick ya se había ido—. Para que el amo Petrefact se muestre tan interesado, tiene que ser alguna cosa muy especial. Aunque eso de decirle a Willy que espíe al muy condenado me parece mucho pedir.

—No me extrañaría que acabara resultando que es del departamento de aduanas y control de importaciones —dijo el dueño del pub—. A lo mejor ha venido a ver qué es lo que produce la fábrica.

—Pues podría ser que acertaras. Y si fuera así, Mr. Yapp va a sufrir una desagradable sorpresa.

Y eso es lo que aguardaba precisamente a Yapp. Cuando llegó a Rabbitry Road y aparcó delante de la casa que tenía el número 9, estaba imbuido del mismo sentimiento de benevolencia personal e indignación social que tanto gustaba a sus alumnos y tanto molestaba a sus colegas del claustro de Kloone. Pero en este momento su benevolencia se dirigía hacia los Coppett, y su indignación estaba centrada en la miseria de aquel barrio, así como en aquel tremendo fallo de la Seguridad Social, que había sido incapaz de proporcionarle a Willy una pensión por incapacidad laboral permanente. Para Walden Yapp, el crecimiento restringido era una forma grave de incapacidad laboral, y jamás se le hubiera ocurrido pensar que no sólo la autoestimación de Willy Coppett se sentiría muy ofendida si alguien le ofreciese una pensión por el hecho de ser enano, sino que en realidad disfrutaba por ser el único enano del pueblo. No, para el paradójico pensamiento de Yapp, el derecho al trabajo traía consigo el derecho a una pensión que permitiera no trabajar. Hacía mucho tiempo que había dejado atrás el argumento según el cual la clase obrera dejaría de ser clase obrera en cuanto no tuviese necesidad de trabajar. Para superar este obstáculo dialéctico le bastaba con decir que la clase ociosa de los millonarios, con unas pocas excepciones, estaba formada por gente que trabajaba muchísimo, tal como le había confirmado con sus datos estadísticos su querida Doris, la computadora.

Cuando bajó del coche y se dirigió a la casa a través de los grotescos adornos del jardín, que en la oscuridad perdían toda su individualidad de enanitos de piedra y le hicieron pensar durante un sorprendido momento que todos los parientes de Willy habían ido a visitarle, se preguntó si había alguna forma de utilizar su propia influencia para arrancar a los Coppett de aquel barrio horrible y darle un trabajo en la universidad. Decidió que se lo plantearía antes de irse. Rodeó la casa y entró por la puerta de la cocina. Todavía flotaba el hedor a tripas con cebolla por allí, pero ahora se le había sumado otro olor. Yapp se detuvo y olisqueó el aire; y justo en aquel instante surgió una aparición en el pasillo. Yapp dejó de olisquear y escrutó la imagen. No le cabía la menor duda de que se trataba de una aparición, ya que se le había aparecido, pero la lógica de su pensamiento se negó a llevarle más allá de esta constatación. El maquillaje de Mrs. Coppett era tan espectral, sobre todo los párpados verdes, y había sido aplicado con tanta torpeza, que a la media luz que reinaba allí parecía un cuadro pintado por Chagall en un día especialmente inspirado. Pero ¿a quién atribuir el estallido de olores? No hacía ninguna falta olisquear. La nariz de Yapp era incapaz de analizar uno por uno los numerosos estímulos que estaba recibiendo, con la sola excepción de los de la tripa con cebolla, que ahora ocupaban un puesto muy poco importante de la lista. Durante las horas que se había pasado esperándole, Rosie Coppett había cambiado de perfume muchas veces. Primero probó con Noches de París, y luego se aplicó varios frascos que su mamá le había dejado en herencia, y luego los de los perfumes que Willy le compró a lo largo de los años de matrimonio, y la combinación de unos y otros le había parecido muy divertida, pero al final cambió de idea y trató de sofocar todos los demás olores con ese tan característico del que se llamaba Noches de París. Y eso fue todo. Estaba tan aburrida que, para matar el tiempo, se fue a limpiar el retrete, después de lo cual le echó un aerosol con aroma intenso a pino, luego localizó unas cuantas moscas en la cocina y cortó de raíz su breve vida saturándolas prolongadamente de otro aerosol que encontró, que en realidad servía para dar lustre a los zapatos pero que ella se había comprado como arma para impedir que Héctor ladrase más de la cuenta.

Todo esto no le importaba a Yapp. Estaba traspuesto por lo que tenía ante sus ojos, a saber: Mrs. Coppett, en un estado de casi desnudez, pintarrajeada, y en una actitud y con unos olores tan nauseabundos, que el profesor dedujo que, además de ponerse el perfume, había estado bebiéndoselo.

—Estoy lista —dijo ella, adoptando una pose contorsionada junto a la barandilla de la escalera, y haciendo resaltar espantosamente sus ligueros putativos, que lograron fijar la atención del asustado Yapp.

—¿Lista? —dijo él, con la voz afónica, no sólo por la tensión sino también por los efectos del betún en aerosol.

Mrs. Coppett sonrió. Mejor dicho, su lápiz de labios, que ella se había aplicado creyendo, erróneamente, que dibujaba una boquita amorosa, pareció torcerse hacia un lado, insinuando una media luna puesta boca arriba y notablemente torcida hacia la derecha. Pero la atención de Yapp seguía hipnotizada por el resto de la faja de la madre de Mrs. Coppett. Desde donde él lo miraba no había modo de decir qué era aquel engendro, aunque por otro lado tenía un aspecto claramente punitivo. Haciendo un esfuerzo, a lo máximo que Yapp podía llegar era a pensar que Mrs. Coppett había conseguido, aunque sólo a medias, librarse de una camisa de fuerza a medida para personas de crecimiento restringido, o que había sido pillada in fraganti cuando trataba de meterse en un tipo extremadamente primitivo de sujetador puesto del revés. ¿Y qué diablos podían ser esas lengüetas con una especie de botones al final? Pero sus especulaciones en torno a la arqueología de la ropa interior fueron súbitamente interrumpidas.

—No se preocupe. Willy está en el pub —susurró ella en una voz tan baja como si, en lugar de estar en el pub, Willy estuviera justo detrás de ella. Yapp no tuvo tiempo de considerar estos matices de la situación. Sólo pensó que ojalá se hubiese quedado también él en cualquier pub.

—Ah —dijo Yapp, tratando de ganar tiempo y de combatir la cada vez más intensa sensación de que su imaginación, o Mrs. Coppett, habían sufrido un ataque de imprevisibles consecuencias.

—Me dijo usted que quería extras —prosiguió ella—. Y me dio cinco libras…

—¿Extras? —dijo Yapp. Mrs Coppett abandonó su pose y se le acercó. Yapp se defendió detrás de la mesa de la cocina. La solitaria bombilla sin pantalla proyectaba una nueva y reveladora luz sobre la situación. Y, una vez enmarcada en el quicio de la puerta, Mrs. Coppett dejó de ser fantasma para convertirse en cosa. Cuando Yapp la miró por vez primera, asomaba tras la sábana en el jardín, aquella mujer le había parecido un ser sencillo, honesto y hasta maternal. El artificio de los cosméticos, aplicado con tan escasísima gracia, había provocado un cambio increíble. Casi desnuda, el camisón transparente dejaba ver lo que ahora Yapp comprendió que era un corsé mutilado. Y Mrs. Coppett había perdido todo rastro de honestidad y maternidad. Hasta su sencillez había desaparecido. Yapp se enfrentaba de hecho a una ninfómana, y aunque sus conocimientos acerca de esa especie no eran muy profundos, le bastaron para saber que el asunto iba a ser muy complicado. Los maníacos, por definición, son unos locos, y a Yapp no le hizo falta utilizar toda su capacidad de pensamiento abstracto para comprender que Mrs. Coppett estaba como una auténtica cabra. La sombra de ojos de color verde y el carmín bastaban para hacerlo evidente. ¿Y el maldito enano? Ella decía que estaba en el pub, pero podía ser muy bien que se encontrara escondido arriba, con su dichoso cuchillo de carnicero en la mano. Ante el espantoso aspecto que ofrecía Mrs. Coppett, Yapp notó que se desvanecían tanto su conciencia social como su preocupación por los que carecen de privilegios y hasta de lo más necesario. Por muchas desventajas socioeconómicas y mentales y físicas que ellos sufrieran, nada de todo aquello podía compararse con lo que él estaba a punto de sufrir en sus propias carnes.

Pero justo en el momento en que estaba renunciando a sus más sacrosantos principios, todo el esfuerzo de Mrs. Coppett se vino abajo.

—No le gusto —gimió la pobre, y se dejó caer en una silla tapizada de plástico, mirándole entristecida y empezó a llorar—. Usted me había pedido extras, y ahora que se los ofrezco resulta que no los quiere.

Este salto de lo fantasmagórico a lo patético dejó helado a Yapp. Y las lágrimas que resbalaban por la cara de Mrs. Coppett, arrastrando consigo parte del maquillaje y formando un horrendo pastel, bastaron para arrancarle de su breve viaje a la realidad. Volvía a ser el Yapp de siempre, un ser humano bueno, amable y solidario, para el cual todo había que hacerlo por los demás. Se identificó con el llanto, y en un instante Mrs. Coppett pasó de ser una ninfómana a convertirse en una mujer que soportaba dolidamente su explotación sexual. En pocas palabras, era una prostituta.

—Lo siento —dijo Yapp—. Lo siento muchísimo. No había entendido lo que estaba diciéndome. No tenía ni idea…

Los sollozos de Mrs. Coppett cobraron más intensidad. Si después de todos los esfuerzos que había hecho no podía conseguir sus extras (y de hecho apenas los deseaba, por mucho que hubiera dicho la consejera matrimonial), como mínimo podía disfrutar una buena llorera. Y así, dio rienda suelta a sus sentimientos, aunque fuera a expensas de los de Yapp.

Y Yapp supo reaccionar.

—Querida Mrs. Coppett, no crea que no me gusta usted —dijo, olvidándose de que Mrs. Coppett ya no estaba pendiente de él—. Al contrario, me gusta mucho.

—¿Sí? —preguntó ella, arrancada de su paroxismo de autocompasión por aquellas palabras.

Walden Yapp cometió la imprudencia de sentarse.

—No se avergüence. Cuando una persona ha sido tan explotada como usted, es muy natural que haya acabado apareciendo esta orientación sexológica.

—¿Sí?

—Por supuesto. La sociedad coloca al individuo en una situación anómala y analógica, le convierte en un artículo u objeto comercial cuya autoidentificación está en función de su valor monetario.

—Caramba.

—Y cuando un matrimonio es tan proporcionalmente descompensado como el suyo, el factor objeto acaba convirtiéndose en la motivación psicológica predominante. Se ve usted obligada a afirmar su valor objetivo en el terreno de la sexualidad.

—¿De verdad? —dijo Mrs. Coppett, para quien las palabras de Yapp, citas directas de su seminario sobre «La objetivación de las Relaciones Interpersonales en una Sociedad Consumista», eran tan incomprensibles como para la gran mayoría de sus alumnos.

Yapp asintió con la cabeza, y para ocultar la turbación que sintió al ver que aquella mujer era incapaz de comprender incluso aquellos conceptos tan elementales, le cogió la mano y le dio unos golpecitos de consuelo.

—Yo la respeto, Mrs Coppett. Quiero que sepa que siento un profundo respeto por usted como ser humano.

Pero Mrs. Coppett no tuvo nada que decir. Lo que las palabras de Yapp no habían logrado transmitirle, le había llegado hasta el fondo de su corazón gracias a su simple ademán. Era un auténtico caballero, y la respetaba. Y con su respeto surgió un sentimiento de vergüenza.

—¿Qué debe usted pensar de mí? —dijo, retirando la mano. Y cruzando los brazos sobre su generoso pecho, se fue corriendo arriba.

Yapp soltó un suspiro y contempló la patética galería de hombres musculosos que cubría las paredes. Muchas mujeres incultas y solitarias buscaban consuelo en todas aquellas monstruosidades. De modo que Yapp subió a su habitación, consciente de haber ampliado sus conocimientos de los efectos que produce la manipulación comercial de las pasiones humanas.

Afuera, en la oscuridad, Willy permanecía inmóvil e invisible entre los enanos del jardín. Lo que acababa de presenciar, y de interpretar de forma tremendamente errónea, no hizo más que redoblar su determinación de averiguar cuanto pudiera acerca del profesor Yapp, y no sólo para contárselo a Mr. Frederick.

Ahora también le impulsaba un resentimiento personal.