Una hora más tarde Walden Yapp seguía sumido en un estado de vicaria desdicha. Durante los largos años que había dedicado a investigar los nidos de pobreza, el aislamiento de los viejos, la discriminación racial y sexual, y las miserias infligidas por la sociedad opulenta, jamás se había encontrado con un caso de alienación comparable al de Mr. Coppett. Que una persona profundamente sensible y amante de los animales, que un ser de Crecimiento Restringido como él, casado con una mujer estéril y frustrada de Inteligencia Extremadamente Limitada (IEL), se viese obligado a ganarse la vida como desollador, era un ejemplo monstruoso del estrepitoso fracaso de la sociedad a la hora de atender a las necesidades de los que carecen de todo privilegio. Estaba pensando en cuál sería la mejor forma de clasificar el caso de Mr. Coppett de acuerdo con el léxico Sociológico, y había decidido que lo más apropiado sería referirse a «catástrofe genética individual», cuando cierto olor le dejó paralizado. Estaba sentado al borde de su cama, y olisqueó el aire.
De la cocina subía el inconfundible olor de la tripa cocinada con cebollas. Yapp apretó los dientes y se estremeció. Aunque Mrs. Coppett podía ser prácticamente subnormal, por fuerza tenía que haber algún límite para su insensibilidad. Pero el hedor que le llegaba hizo que Yapp pusiera en duda esta idea. Los enanitos del jardín y los supermachos de la cocina insinuaban que aquella mujer estaba poseída por un sadismo, quizá inconsciente, pero incontrolado. Sin duda, en el fondo de su débil cerebro, culpaba a su marido de sus propias desgracias. La crueldad doméstica se aliaba a la miseria social. Yapp se levantó y bajó para dirigirse a su coche. Alojándose en casa de los Coppett les ayudaba en el plano económico, pero no tenía intención de quedarse allí para ver cómo la mujer humillaba a aquel ser de Crecimiento Restringido durante la cena. Yapp bajó a la ciudad en busca de alguna cafetería.
Pero, como solía ocurrir, su diagnóstico erraba. En la cocina del número 9 no había mal alguno. Ya podía el profesor referirse a los enanos con sus eufemismos: a Willy le encantaba que le llamasen enano. Esto bastaba para darle una posición en Buscott, donde todo el mundo le trataba siempre con amabilidad, y donde siempre podía hacer algún que otro trabajo extra en sus horas libres. Es cierto que algunos elementos de esta sociedad creían que era una vergüenza que Willy tuviese que meterse por las alcantarillas armado de alguna herramienta cada vez que se atascaban, o que, en una ocasción, le hubiesen bajado, atado a una cuerda, al fondo del pozo que está detrás del ayuntamiento para que recobrase el sombrero del alcalde, que le había volado mientras pronunciaba un discurso una tarde muy ventosa, pero Willy ignoraba la preocupación de esos pocos. Sabía disfrutar de la vida, y con frecuencia montaba en la grupa del caballo de Mr. Symonds, uno de los participantes en las cacerías de Bushampton, mirando hacia la cola de la montura, con lo cual se ahorraba la visión de la matanza de los animales y obtenía en cambio una magnífica panorámica del paisaje campestre.
Es más, en una de esas cacerías le convencieron para que se metiera en la madriguera de un tejón, donde se había refugiado provisionalmente un zorro, diciéndole que el terrier debía de haberse atascado o se había hecho daño. El hecho de que el zorro se hubiese largado ya hacia otro escondrijo, y de que el terrier estuviese comprometido en un combate de vida o muerte con un grupo de tejones furiosos que primero se enfadaron ante la intrusión del zorro y luego por la del terrier y finalmente por la de Willy, no fue tomado en cuenta por los cazadores. Willy tuvo menos fortuna; tras haber recibido un mordisco en la nariz —se lo dio el terrier, que confundió su intento de rescate con un ataque por la retaguardia— tuvo suerte de no perder una mano ante un tejón especialmente rabioso. Al final tuvieron que cavar la madriguera para sacar a Willy y al terrier. Luego fueron conducidos, medio desangrados, a un veterinario, al que le parecían muy mal las cacerías de zorros. Tan enfadado estaba el veterinario que a punto estuvo de dejar a un lado a Willy —cuya naturaleza humana era irreconocible— para atender primero al terrier, pero Willy alzó su mano para llevarse un embarrado y ensangrentado pañuelo a la nariz. El susto que se llevó el veterinario al ver que se trataba de un enano fue tal que tuvieron que llevárselo a los tres al Buscott Cottage Hospital. Una vez allí el veterinario declaró que se oponía firmemente a los deportes que suponían derramamiento de sangre, y que su oficio no consistía en asesinar enanos, pero su actitud no gustó en absoluto. Por otro lado, cuando le preguntaron a Mr. Symonds cuál era el motivo de las heridas de Willy, contestó que todo empezó cuando Willy se ofreció a echarles una mano.
—¿Echarles una mano? —dijo el médico de urgencias—. Podrá considerarse afortunado si no se queda sin ella. ¿Y qué diablos le hizo esa monstruosidad en la nariz?
Todo ha sido por culpa de su pañuelo —dijo el veterinario—. Si no se le hubiera ocurrido sacar ese diminuto pañuelo…
El médico se volvió como una fiera hacia él:
—¿Insinúa usted que un simple pañuelo ha podido causar ese desastre en su nariz? ¿Está loco? Y no vuelva a quejarse de que casi le mata. La verdad, viendo cómo ha quedado el pobre, no lo ha conseguido usted por muy poco.
Pero el estoicismo de Willy y su cariño por los animales resolvió la situación. Se negó hasta a echarles la culpa a los tejones.
—Me metí por el agujero. No veía nada —dijo, con voz nasal. Gracias a esta negativa suya a echarle las culpas a nadie fue premiado con cerveza a litros en los bares de Buscott, y logró también que su popularidad creciese más aún. Los únicos que protestaron fueron los delegados del ministerio de Sanidad.
—Tendría que estar en un asilo —le dijeron a Mrs. Coppett cuando ella fue a visitarle al hospital.
—Allí es donde estaría si no estuviese aquí —dijo Mrs. Coppett con lógica intachable—. Y la verdad es que lo tienen puesto ustedes muy bien.
Y, como Willy quiso irse en seguida a su casa, no les quedó a los funcionarios más remedio que acceder, y enviar de vez en cuando a algún inspector para que comprobase sus condiciones de vida. Los informes de la inspección decían siempre lo mismo: que Mrs. Coppett era una excelente madre suplente, y que satisfacía perfectamente todas las necesidades de Willy. Lo que no estaba claro era si Willy podía, a su vez, satisfacer todas las necesidades de su mujer, asunto que, en opinión del inspector, quedaba abierto a toda clase de especulaciones.
—La verdad es que yo diría que el pobrecillo debe de pasar sus apuros si lo intenta —dijo un delegado de Sanidad—. Aunque, claro. Nunca se sabe. Siempre se habla de los talentos ocultos de ciertas personas. Recuerdo que cuando estuve en el ejército había un tipo gigantesco que tenía…
—Las cosas claras —interrumpió su jefe, antes de que el hombre terminara sus explicaciones—: no estamos aquí para meter las narices en la vida sexual de la gente. Lo que los Coppett hagan o dejen de hacer en la intimidad de su dormitorio no tiene nada que ver con nosotros.
—Afortunadamente —dijo el delegado—. Y hablando de narices…
—Creo que la asistenta social encargada de los problemas matrimoniales tendría que hablar con ellos —dijo otro funcionario—. La edad mental de Mrs. Coppett apenas alcanza los ocho años.
—Yo diría que cuatro, los días buenos.
—Por otro lado, no carece de encantos…
—Miren ustedes —dijo el jefe de Sanidad—, por mi experiencia de las asistentas sociales, en general causan más daños que otra cosa. Ya me ha venido a ver una mujer subnormal exigiéndome un aborto postnatal, y no tengo ganas de que esa clase de situaciones se repita.
A pesar de estas objeciones, finalmente enviaron a la consejera matrimonial al número 9 de Rabbitry Road. Era una mujer que, fiel a la mejor tradición burocrática, no había recibido ni la más mínima documentación previa sobre el caso, y ni siquiera sabía que Mr. Coppett era enano. Y cuando al cabo de media hora descubrió que Mrs. Coppett seguía siendo virgen, hizo todo lo posible por inculcarle el sentimiento de privación sexual que según la consejera tenía que tener.
—Ya no estamos en la Edad Media. La esposa moderna puede reclamar su derecho a tener orgasmos de forma regular, y si su marido se los niega, tiene derecho a obtener inmediatamente el divorcio basándose en que su matrimonio no se ha consumado.
—Pero si yo quiero mucho a mi pequeño Willy —dijo Mrs. Coppett, que no tenía ni idea de qué era lo que pretendía aquella mujer—. Le tapo bien tapadito cada noche en su cama, y él se pone en seguida a soltar unos ronquiditos dulcísimos. No sé qué sería de mí sin él.
—¿No ha dicho usted que nunca había tenido relaciones sexuales con él? ¿Cómo es que ahora dice que tiene un hijo pequeño que se llama Willy? —dijo la asistenta social, sumergiéndose cada vez más en un pozo de incomprensión.
—Willy es mi marido.
—¿Y le acuesta en una cuna?
Mrs. Coppett hizo un gesto de asentimiento.
—¿Así que no duerme con usted?
Mrs. Coppett dijo que no con la cabeza.
—No sabe lo contento que está en su cuna —añadió.
Con todo el fervor airado de una feminista rampante, la asistenta social adelantó su silla.
—Quizá lo esté. Pero, si quiere que le dé mi opinión, su marido es, sin la menor duda, un perverso incapaz de satisfacerla sexualmente.
—¿En serio? —dijo Mrs. Coppett—. Jamás lo hubiera dicho.
—Ya lo veo. Y le garantizo que jamás tendrá tampoco relaciones sexuales como no interrumpa esta unión tan morbosa con su actual marido. El cual, por cierto, necesita las atenciones de un psiquiatra.
—¿Un qué?
—Un médico especializado en problemas mentales.
—Ya ha ido a muchos médicos, pero no pueden ayudarle. Es que es imposible, claro, siendo como es…
—Cierto, cierto. Se diría que es un caso totalmente incurable. ¿Y no preferiría dejarle de una vez?
En esta cuestión Mrs. Coppett se mostró inflexible:
—Jamás. El vicario dijo que teníamos que estar juntos toda la vida, y si lo dice el vicario seguro que lleva razón, ¿no?
—Quizá cuando lo dijo no estaba enterado del problema de su marido —dijo la consejera matrimonial, dejando a un lado su ateísmo a fin de no perjudicar la relación que trataba de establecer con Mrs. Coppett.
—Pues yo diría que sí lo estaba —dijo ésta—. Fue él quien le pidió a Willy que cantara en el coro infantil.
La consejera matrimonial entrecerró los ojos:
—¿Y su marido aceptó esta sugerencia?
—Desde luego que sí. Le encantan los disfraces.
—Ya lo veo… —dijo la consejera matrimonial, pensando mientras para sí que cuando pasara por una comisaría entraría un momento para hacer una denuncia—. Bien, amiga, si no quiere usted dejarle, lo mejor que puedo sugerirle es que trate de encontrar una vida sexual adecuada y sana en una relación extramatrimonial. Le aseguro que nadie se atreverá a acusarla de nada.
Tras haberle dado este consejo, se levantó y se fue. Cuando aquella tarde Willy llegó a su casa, Mrs. Coppett ya no se acordaba de lo de «matrimonial». Su mente sólo había retenido lo de «extra». Lo único que sabía es que aquella señora le había dicho que le convenía un «extra».
—¿Un extra qué? —dijo Willy, atacando sus huevos con jamón.
—Ya sabes, Willy —dijo ella riendo—. Lo que hacemos en la cama los viernes.
—Ah, eso —dijo Willy, que, aunque no lo manifestaba, siempre temía que uno de aquellos viernes pudiese morir aplastado o asfixiado.
—¿Te parece bien?
—Si lo dicen los consejeros matrimoniales, aunque me pareciera mal creo que no podría impedirlo —dijo filosóficamente Willy—. Pero no quiero que se enteren los vecinos.
—Jamás se me ocurriría contárselo —dijo Mrs. Coppett. Y a partir de aquel día se dedicó a tratar de conseguir extras tan asidua como fallidamente. Entretanto, la policía empezó a vigilar de cerca al vicario y al coro infantil. De hecho, Mrs. Coppett no quería ningún extra, pero le parecía que si aquella señora le había dicho que se los procurase, tenía el deber de hacerle caso.
Y ahora había llegado a su casa un auténtico caballero, y nada más entrar había dicho que también él quería extras. Indudablemente, era un caballero. Mrs. Coppett sabía distinguirlos a primera vista. Los caballeros siempre llevan pantaloncitos cortos, son un poco especiales, y hablan tan raro como esas personas tan inteligentes que intervienen en el programa «Alguna pregunta» de la televisión, y a las que ella jamás lograba entender. Mr. Yapp era igualito que esas personas, y hablaba con palabras complicadísimas. De modo que cuando Willy bajó al Horse and Barge, donde le daban cerveza gratis a cambio de que se colocara detrás —o, mejor dicho, debajo— del mostrador y les ayudara a secar las jarras, Mrs. Coppett se dispuso a obtener un extra. Sacó su mejor camisón del armario y se maquilló, prestando una especial atención verdosa a sus párpados, y luego estuvo estudiando varios anuncios de un Cosmopolitan de hacía tres años que se había comprado de séptima mano por dos peniques, y copió de una de las fotos el perfil que debía dar a sus labios con el carmín. Terminadas estas operaciones, se preguntó si debía ponerse además unos ligueros. Las chicas que salían en las revistas que compraba llevaban siempre ligueros, aunque ella no entendía por qué lo hacían. Por otro lado, era evidente que los ligueros eran un elemento esencial de los extras, y que Mr. Yapp podía mostrarse ofendido si ella aparecía sin ellos. Lo malo era que no tenía. Mrs. Coppett dio vueltas a su pequeña cabeza tratando de encontrar alguna cosa con que sustituirlos, hasta que finalmente se acordó de un viejo corsé que se compró una vez y no había llegado a usar. Podía cortar el corsé… Bajó, cogió unas tijeras, y se puso manos a la obra. Cuando terminó y se puso el resto de la prenda, de modo que quedara a la altura aproximada, fue a mirarse al espejo. La imagen que vio la dejó satisfecha. Ahora sólo le hacía falta un poco de perfume, y ya estaría lista.
La tarde había sido una tortura para Yapp. Buscó una cafetería, y encontró varias. Todas estaban cerradas. Entró en un pub y pidió, como siempre, media pinta de cerveza. Luego preguntó si servían algún tipo de comida y averiguó que no era así. Pero que quizá tendrían algo en otro pub, el Roisterers’ Arms. Terminó la cerveza y, muy esperanzado, se dirigió a ese otro establecimiento, pero también se llevó una decepción. Encima, el dueño le trató de forma muy maleducada. Yapp pidió otra media pinta, en parte para aplacar al tipo, y también porque sabía que eran justamente estas personas amargadas las que mejores informaciones podían proporcionarle. Pero por muchos esfuerzos que hizo por conseguir que aquel hombre le hablara de la vida del pueblo, sólo llegó a enterarse de que procedía de Wapping y que lamentaba no haberse quedado allí. Buscott le parecía «un agujero muerto y vivo», y aunque Yapp no podía estar de acuerdo con aquella frase tan carente de lógica, sí logró entender a qué se refería. Pasó por otros dos pubs, y tampoco encontró solución a su problema. Era evidente que la vida nocturna de Buscott era muy limitada, y aunque la gente bebía enormes cantidades de cerveza, todo el mundo parecía haber cenado antes en su casa. Además, cada vez que él entraba en un bar, todas las conversaciones quedaban interrumpidas, y todos se mostraron desconcertadamente mudos cuando se trataba de hablar de la fábrica, de los Petrefact, o de cualquiera de los demás temas que él planteaba, en un evidente esfuerzo por tomar conciencia directa de la explotación que todos ellos padecían. Yapp supuso que estaban todos amilanados por el miedo a perder sus empleos. Tendría que ganarse su confianza explicándoles claramente que no estaba de parte de los patronos, y contarles de entrada que su padre había sido un trabajador, que su madre había combatido en la guerra civil española, y que él había ido a Buscott para obtener datos con los que preparar el rodaje de un documental de televisión sobre los bajos salarios, los largos horarios y la carencia de representación sindical en la fábrica. Cuando por fin se explicó, sus palabras fueron recibidas con una falta de entusiasmo que a Yapp le pareció desconcertante. Hubo incluso alguno de sus oyentes que llegó a adoptar una expresión de verdadera alarma.
—¿Y cómo ha dicho usted que se llamaba? —dijo uno de los tipos más habladores, aunque también más peleones, en el último de los pubs que visitó.
—Yapp. Walden Yapp. Me alojo en Rabbitry Road, en casa de los Coppett —contestó Yapp.
—Pues será mejor que no se meta en donde no le llaman —dijo el tipo. Y vació su jarra de cerveza con un ademán bastante amenazador. Yapp aceptó la insinuación, terminó su media pinta, e iba a pedir otra, más una pinta para su amigo, cuando el hombre, tras hacer un gesto de despedida dirigido solamente al dueño del pub, se fue. Yapp esbozó una sonrisa y se fue también. Quizá no le quedaría más remedio que mandar su equipo de investigación sociológica a Buscott, para atacar el problema desde el punto de vista estadístico. De todos modos, todavía estaba hambriento, y supuso que encontraría alguna cafetería abierta en Briskerton, en cuya estación de ferrocarril había dejado la maleta. Así que subió al Vauxhall y salió por la carretera de Briskerton.
No obstante, a pesar de la decepción que sentía al haber comprobado que Buscott no era como él lo había imaginado por medio de sus elucubraciones mentales y de los datos de su computadora, y aunque también se le hacía cuesta arriba pensar que tendría que derribar aquellas murallas de desconfianza casi rústica antes de llegar a comprender en su esencia el papel de los Petrefact en el pueblo, lo que más le preocupaba era la situación de desdicha y miseria hereditarias que afectaban a Mr. y Mrs. Coppett. Parecía casi como si, de la forma más aterradora, a esos dos seres les estuviera negada hasta la posibilidad de llegar a ese mundo feliz por el que luchaba Yapp con todas su fuerzas. Una profunda sensación de haber topado con una situación patética embargó a Yapp, y la cerveza ingerida aquella tarde no hizo sino contribuir a que la intensidad de aquella emoción aumentaría. Tendría que tratar de encontrarle a Mr. Coppett algún empleo en el que pudiera sentirse más realizado que trabajando en el matadero. Incluso cabía la posibilidad de convencer a Mrs. Coppett de que su marido era un hombre muy sensible, y de que servirle tripa con cebollas para cenar tenía por fuerza que turbar al pobre hombre.
Pensando bienintencionadamente en todas estas cosas, Yapp llegó a Briskerton, donde recogió su maleta en la estación. Sólo faltaba encontrar un sitio donde comer un poco. Pero en este aspecto Briskerton estaba tan atrasado como Buscott, y Yapp terminó bebiendo más cerveza de la que quería mientras esperaba que le sirviesen unos emparedados en otro pub.