9

El pueblecito de Buscott (7.048 habitantes) se encuentra al abrigo del Valle de Bushampton, en el corazón de Inglaterra. Eso hubiesen tratado de asegurar al ingenuo turista las guías de viajes, en caso de que se hubieran tomado la molestia de mencionarlo en sus páginas. En realidad, se hallaba apretujado junto al sucio río del que se deriva la primera sílaba de su nombre, y al que los Petrefact habían arrancado buena parte de su fortuna inicial. El viejo molino está a la orilla del Bus, y los restos de su rueda van oxidándose gradualmente en medio de un montón de botellas de plástico y latas de cerveza. Fue ahí donde los Petrefact habían molido el grano durante siglos, y también, si Yapp no se equivocaba en sus juicios, donde habían molido las vidas de los vecinos del pueblo. Pero era río abajo, en el Nuevo Molino, construido en 1784, tal como le había dicho Lord Petrefact, donde se hallaba el monumental epicentro que todavía proporciona a la población su única industria y su única fuente de empleos, con sueldos, naturalmente, de hambre. En el interior de las horripilantes paredes grises de esta fábrica, generaciones sucesivas de Petrefact habían vivido un breve aprendizaje, para después, escarmentados por la experiencia, pasar a ocupaciones más importantes y más beneficiosas para sus bolsillos.

Pero sólo los Petrefact llegaban a abandonar el lugar. Porque el resto de Buscott, o Bus Stop, como con escaso cariño lo llamaba la gente de la comarca, debido a que hacía muchos años que los autobuses habían dejado hasta de pasar por allí, apenas habían cambiado en los últimos decenios. Sigue siendo lo mismo que había sido, una pequeña población apretujada en torno a su fábrica, aislada debido a su lejanía del resto de Gran Bretaña, al cierre de su canal por la acumulación de sedimentos, a la supresión de la vía férrea que en tiempos había pasado por allí, y, esto era lo más curioso, a la misma industriosidad de sus habitantes. Por mucho que se pueda decir al respecto hablando del resto de Gran Bretaña, en Buscott los trabajadores trabajan; la última huelga, muy breve, ocurrió en 1840, y nadie la menciona jamás. Por si estas rarezas fueran pocas, el clima y la geografía aúnan sus fuerzas para dejar a Buscott más encerrado incluso. La imagen de televisión que llega al pueblo es muy neblinosa, y el tiempo es tan variable que en invierno las carreteras quedan frecuentemente cerradas por la nieve, mientras que en verano sólo las transitan los montañeros más atrevidos.

Fue de la guisa de uno de estos últimos como Yapp se presentó en Buscott. Con unos pantalones cortos que le llegaban hasta debajo de las rodillas y que eran un préstamo de un tío socialista, cruzó los páramos cargado con una mochila. De vez en cuando se detenía para apreciar el paisaje. Brezos, tuberas, y alguna que otra arboleda sirvieron para confirmar sus sospechas. Era justamente lo que se había esperado. Incluso las escasas casitas aisladas que llegó a ver de camino a Buscott le llenaron de satisfacción, pues le recordaron, por el hecho de que estaban deshabitadas, el despoblamiento rural ocurrido en el siglo XVIII. No se le ocurrió pensar que jamás hubieran sido más que refugios y cabañas de pastores. Su sentido de la historia demótica prevaleció. Esto era la tierra de los Petrefact, y estaba convencido de que los pequeños terratenientes habían sido arrancados de estos brezales para proporcionar forraje para el molino y espacio para las aves silvestres.

Cuando llegó al valle de Bushampton, Walden Yapp era un hombre feliz. El recuerdo de su estancia en Fawcett House se había borrado, su cheque ya estaba depositado en el banco, y le habían llegado varias cartas manuscritas de Lord Petrefact en las que le daba los nombres de sus parientes que mayor información poseía. Pero a Yapp no le interesaban tanto los recuerdos personales de los plutócratas como las condiciones objetivas socioeconómicas de la clase obrera, y cada nueva zancada le hacía sentirse más convencido de que Buscott le proporcionaría, en microcosmos, los datos que confirmarían las investigaciones que ya había realizado en la biblioteca de la universidad.

Durante las últimas semanas había proporcionado a Doris los datos que había ido obteniendo. Los censos de población mostraban que la cifra de habitantes del pueblo habían permanecido casi constante a partir de 1801. Averiguó también que el Nuevo Molino había fabricado hasta época reciente productos de algodón de una calidad tan excelente, y de un precio tan bajo, que había podido resistir la competencia extranjera durante mucho más tiempo que las fábricas de todo el resto de Gran Bretaña. Supo también que más de la mitad de los vecinos del pueblo eran empleados de los Petrefact, y que el noventa por ciento de las familias no eran propietarias de sus casas, sino que se las tenían alquiladas a los condenadamente ubicuos miembros de la familia Petrefact. Hasta las tiendas de Buscott eran propiedad de la familia, y a Yapp le pareció bastante probable que se encontrara, una vez allí, con que aún prevalecía el sistema del pago de los salarios en especie. Nada podía sorprenderle, le dijo a su computadora, y Doris se mostró de acuerdo con él.

Pero, al igual que en otras muchas ocasiones, las teorías de Yapp no fueron confirmadas por la realidad. Cuando ascendía la última ladera y pudo por fin dominar el valle a vista de pájaro, se llevó una decepción, pues no encontró los clásicos síntomas de la miseria, la típica separación entre la zona de los desdichados y las casas residenciales de los millonarios. Desde lejos, Buscott parecía un lugar notablemente alegre y pulcro. Ciertamente, las casitas de obreros que esperaba se encontraban allí, pero no eran como se las había imaginado: estaban pintadas de colores brillantes, tenía jardines rebosantes de flores, y la mansión señorial que se elevaba en la colina poseía una amable elegancia que hacía pensar en un grado de buen gusto por parte de los Petrefact mucho mayor del esperado por Yapp. Era una magnífica casa estilo Regencia, con bonitos balcones de hierro forjado y un magnífico baldaquín en la fachada. Una avenida engravillada ascendía por uno de los lados del cuidado césped, al otro lado del cual había unos floridos arbustos. Por fin, un gran invernadero se encontraba adosado a la casa. Ni siquiera Yapp hubiese podido afirmar que aquella casa dominaba Buscott de la forma sombría y opresora que él esperaba. Luego volvió la vista hacia el Nuevo Molino, de nuevo para llevarse una decepción. La fábrica se elevaba, ciertamente, sobre el río, pero su situación le daba un aire alegre y próspero. Mientras la miraba, una furgoneta de luminosos colores cruzó la verja y entró en el amplio patio enguijarrado. El conductor salió, abrió las puertas traseras, y en seguida la furgoneta comenzó a ser cargada con una celeridad y una eficacia que Yapp no había visto nunca en las numerosas fábricas que había estudiado. Y lo que todavía era peor, los obreros parecían estar riendo, y no cabía la menor duda de que los obreros sonrientes caían fuera de la órbita de su experiencia.

En conjunto, sus primeras impresiones de Buscott se apartaban tanto de sus esperanzas que descargó la mochila, se sentó en un banco y buscó los emparedados. Mientras masticaba desganadamente, revisó las estadísticas que poseía sobre Buscott: sueldos bajos, alto nivel de paro, falta de servicios médicos adecuados, absoluta ausencia de sindicalismo, número de casas sin baño, tasa de mortalidad infantil, etc. Ninguno de estos sombríos datos armonizaba con sus primeras impresiones directas, ni servía para explicar las risas que le habían llegado desde la fábrica.

Y así, pensando que había sido muy prudente por su parte la decisión de ir a hacer una inspección personal del pueblo antes de enviar a un equipo de sociólogos e historiadores de la economía de la universidad, se puso en pie y comenzó a descender bosque abajo hacia el río.

En su despacho de la fábrica, Frederick Petrefact terminó de buscar errores en las pruebas del último catálogo, hizo algunos comentarios acerca de ciertos fallos de las fotografías de color, y decidió que ya era hora de irse a comer. La comida de los jueves traía consigo la presencia de tía Emmelia, una conversación aburrida, gatos por todas partes, y, en el plato, cordero frío. Frederick no había llegado nunca a resolver cuál de las cuatro cosas le fastidiaban más. El cordero frío tenía al menos la ventaja de estar muerto, aunque, por la inercia de algunos de los gatos sobre los que se había sentado en diversas ocasiones, cualquiera hubiera dicho que también el zoo particular de tía Emmelia pertenecía al reino de los muertos. Pero en realidad, pensó, lo peor de todo era la presencia de tía Emmelia combinada con su espantosa conversación. Y la situación se empeoraba si tenía en cuenta que gracias a ella él ocupaba su posición actual, circunstancia que le impedía tratarla con la descortesía que su tía merecía. Tampoco es que le gustara vivir en Buscott ni dirigir la fábrica, pero esperaba reunir allí la fortuna que su padre le había negado. Y tía Emmelia tenía al menos una cosa en común con él: detestaba al padre de Frederick.

—Ronald es un calavera y un sinvergüenza —le dijo ella la primera vez que Frederick fue a verla para explicarle su problema—. No hubiese debido manchar el nombre de la familia aceptando el título nobiliario que le ofrecía ese malévolo hombrecillo, y dudo mucho que hayamos hecho méritos suficientes para merecerlo. No me sorprendería que cualquier día nos dijeran que ha huido a Brasil. Seguro que sería capaz de seguir el ejemplo de aquel que decidió pegarse un tiro.

Sorprendía esta actitud en una mujer aparentemente tan hogareña, pero muy pronto Frederick averiguó que tía Emmelia tenía al menos un principio al que se aferraba con todas sus fuerzas. Había elevado la oscuridad social a la categoría de cuestión de honor, y siempre citaba a aquel Petrefact del siglo XVII que solía decir que si el mismísimo Dios se limitó a contestarle a Moisés con aquello de «yo soy el que soy», a ellos, los Petrefact, les correspondía una actitud de absoluta modestia. Los Petrefact eran los Petrefact, y el apellido bastaba, sin necesidad de título alguno. A los ojos de tía Emmelia, su hermano había ensuciado vilmente el apellido familiar poniéndole delante ese «Lord» tan pedante. Y si Frederick consiguió granjearse su afecto y ocupar un sitio a su lado en la administración de la fábrica, no era por el modo en que su padre le había tratado, sino como venganza por su aceptación del título.

—Aquí podrás hacer lo que quieras —le dijo—. Los negocios sirven para ganar dinero, y, si eres un auténtico Petrefact, estoy segura de que triunfarás en el empeño. Sólo voy a ponerte una condición. Que no debes mantener ninguna comunicación con tu padre. Jamás en la vida quiero volver a relacionarme con él.

Frederick aceptó sin dudarlo. La última entrevista que había sostenido con su padre fue tan desagradable que no sentía deseos de repetirla. Por otro lado, el carácter de tía Emmelia era excesivamente sutil para su gusto. Nunca sabía qué estaba pensando aquella mujer, excepto en lo que se refería a su padre, y sospechaba que tras su fachada amablemente despistada se escondía una persona tan poco simpática como el resto de la familia.

Sus obras de beneficencia eran tan patentemente arrogantes o tan absolutamente contradictorias —una vez le dio un billete de una libra a un granjero muy rico que celebró la compra de unas hectáreas de tierra emborrachándose hasta el punto de caer en la alcantarilla de una calle, y que culminó este insulto diciendo que confiaba en obtener pronto el empleo de barrendero municipal— que Frederick nunca sabía a qué atenerse. Y hasta donde él podía decir, el resto del pueblo sufría la misma incertidumbre. Tía Emmelia se negaba a ir a la iglesia, y cuando diversos vicarios de la parroquia trataron de convencerla para que cambiase de actitud, ella respondió señalando los maravillosos logros obtenidos por los cristianos en Irlanda, Méjico y la Inglaterra de la Reforma.

—Yo me ocupo de mis asuntos, y espero de los demás que hagan lo mismo —dijo—, y escapa por completo a mi comprensión por qué motivos podría Dios encontrar valioso que un grupo de gente se reúna en un edificio para cantar himnos ridículos. Porque si fuera así, yo diría que está mal de la cabeza.

Por otro lado, se sospechaba que a veces se escapaba de su casa por la noche y metía dinero en los buzones de los pensionistas, y, por otro lado, New House era un hogar que recogía a todos los gatos recién nacidos que la gente deshechaba. Por fin, nadie estaba muy seguro de por qué no había querido casarse nunca. Tenía sesenta años y era todavía una mujer guapa. En general la gente decía que no se había casado para no tener que renunciar a su apellido. En general, tía Emmelia era un trabalenguas humano para todo el mundo.

Pero Frederick no podía resistirse a la llamada del deber, y, como de costumbre, tomó el coche y fue a New House. Por una vez, tía Emmelia no estaba arrodillada junto a sus matas de hierbas aromáticas, y tampoco se encontraba en el invernadero.

—Está enfurruñada desde que ha recibido esa carta —le dijo Annie—. Lleva metida en la biblioteca desde hace no sé cuánto tiempo.

Frederick cruzó el vestíbulo y entró en la biblioteca. Pero su paso era vacilante. Había varios motivos personales por los cuales él mismo podía ser la causa del enfado de su tía, pero trató de olvidarlos.

Tía Emmelia estaba sentada a su escritorio, mirando por la ventana.

—He recibido una carta absolutamente ridícula de tu tío Pirkin —dijo, y se la pasó a Frederick—. Naturalmente, toda la culpa es de tu padre, pero que a Pirkin no le haya escandalizado lo que dice, me hace pensar que está aquejado de senilidad.

Frederick leyó la carta de cabo a rabo.

—Delirios de grandeza, como siempre —comentó sin alterarse—. Pero no me explico por qué ha podido papá elegir a un hombre como Yapp para escribir la historia de la familia.

—Lo ha elegido porque sabe que me pondré furiosa.

—Pero tío Pirkin parece opinar que…

—Pirkin ni opina ni piensa —dijo Emmelia—. Es un coleccionista y un bobo. Primero le dio por los nidos de pájaros, y en cuanto la artritis le impidió trepar a esa clase de árboles, se pasó a los genealógicos.

—Iba a decir que da la sensación de que Pirkin tiene intención de proponerle a ese Yapp que le permita colaborar con él.

—Y eso es justamente lo que me irrita. Pirkin no es capaz de hilar ni dos palabras seguidas. ¿Cómo va a escribir un libro?

—Como mínimo, podría impedir que Yapp se metiera en honduras. Un mes colaborando con Pirkin es suficiente para minar la resistencia del mejor historiador. Por cierto, ¿de qué me suena el nombre de Walden Yapp?

—Ni idea.

—Me suena que es una especie de Oapu.

—Hombre, ahora sí que has resuelto el acertijo. Un oapu. ¿Te refieres quizás a cierta especie ya extinguida de pato australiano? —dijo tía Emmelia con cierta sorna.

—Ya sabes que eso son las siglas de Organización Autónoma Paraestatal Unipersonal.

—Preferiría no saberlo. De modo que tenemos que suponer que, encima, a tu padre le impulsan motivaciones políticas, ¿no?

—Casi seguro —dijo Frederick—. Si no me equivoco, el profesor Yapp ha sido contratado varias veces para darles a los huelguistas todo lo que pedían, pero de forma que pareciese que no era así.

—Todo esto me parece muy desagradable —dijo tía Emmelia—. Y si ese sujeto cree que voy a ayudarle en algo, pronto se llevará una decepción. Haré cuanto esté en mi mano por lograr que su proyecto se hunda lo antes posible.

Y así, se encaminó hacia el cordero frío y los más recientes chismorreos familiares. Una hora más tarde Frederick regresó aliviado a la fábrica. Por el camino se cruzó con un hombre alto vestido con unos anticuadísimos pantalones cortos, pero apenas se fijó en él. De vez en cuando llegaba a Buscott algún que otro autostopista, y Frederick no tenía ni idea de que el virus mortal inventado por su padre acababa de presentarse en aquella población.

Tampoco Yapp tenía la menor conciencia de su papel. Sus primeras impresiones de Buscott fueron confirmadas por las siguientes. En lugar de ser la sórdida población industrial de sus prejuicios, Buscott parecía muy próspera. El ayuntamiento, con una inscripción que proclamaba que fue construido en 1653, estaba siendo restaurado; el edificio de la Asociación Científica y Filosófica conservaba parte al menos de sus propósitos originales pues albergaba no sólo un bingo sino también las aulas de los Cursos de Enseñanza para Adultos. Pero todavía le aguardaban cosas peores. En la calle mayor del pueblo competían varios supermercados, la antigua plaza de armas había sido transformada —con notable gusto— en un centro comercial, el mercado de ganado estaba rebosante de granjeros que comentaban las ventas del día, había una librería de segunda mano en la que había no sólo montones de libros sino también muchas antigüedades de gran belleza, y cuando echó una ojeada a través de la verja de hierro forjado que cerraba el acceso a la Petrefact Cotton Spining Manufactory pudo comprobar que, aunque el algodón ya no fuese un negocio productivo, aquella gente había sabido encontrar otra actividad con que sustituir a la que le dio origen. En conjunto, Buscott era un pueblo aislado, pero en modo alguno era un rincón muerto.

Aparte de las decepciones que iba llevándose paso a paso, Yapp tuvo que hacer frente a unos cuantos problemas de tipo práctico. El primero de todos era el del alojamiento. Se negó, por principio, a pedir habitación en ninguno de los dos hoteles. Sólo los ricos y los viajantes se alojan en hoteles, y Yapp no quería tratos con los unos ni con los otros.

—¿Conocen alguna pensión? Con que me den cama y desayuno me basta —les dijo Yapp a las mujeres que despachaban en el mostrador de la Panadería y Bollería de Buscott, y a las camareras del saloncito de té del mismo establecimiento, en donde había pedido un café. Tras el mostrador se produjo una conversación en susurros. Yapp trató de captar algunas frases.

—Mrs. Mooker solía aceptarlos, pero me parece que lo ha dejado correr.

—Y Kathie…

La tal Kathie les pareció muy poco adecuada a todas ellas.

—Esa no sabe ni cocinar. Si Joe la dejó plantada, aparte de sus demás motivos, fue por las cosas que le hacía comer.

Las mujeres volvieron la cabeza hacia Yapp, le miraron un momento, e hicieron un gesto negativo.

—Lo único que se me ocurre —dijo por fin la que parecía dominar el grupo— es mandarle a casa de los Coppett, en Rabbitry Road. A veces aceptan huéspedes para completar lo que les da la seguridad social. Siendo como es el pobre Willy Coppett, no es de extrañar. Claro que no hay que olvidar que su mujer…

—En realidad —intervino Yapp—, no me preocupa mucho la comida.

—El problema no estaría tanto en la comida como en que Mrs. Coppett…

Pero Yapp no llegaría a enterarse de los defectos de esta señora. Había entrado una cliente y la conversación pasó a tratar el tema del accidente sufrido por su esposo. Yapp pagó su café y salió a buscar Rabbitry Road. Al final consiguió encontrarla, gracias a un mapa del Estado Mayor que adquirió en un quiosco, puesto que no le habían ayudado en absoluto las dos personas a las que les preguntó anteriormente el camino: una de ellas le mandó en una dirección y la otra en la opuesta, dando por sentado que, como aquellas señas no eran de Buscott, sin duda debían estar en alguna parte. Por otro lado, Yapp llevaba andados ya dieciocho kilómetros desde que se apeó del tren en la estación de Briskerton, y empezaba a arrepentirse de haber tomado aquella absurda decisión. Aunque Buscott fuese un pueblo pequeño, su densidad de población era bajísima, y Rabbitry Road parecía estar tan a las afueras que casi formaba parte del campo.

Yapp preguntó por algún autobús, le informaron que allí no había transporte público, y terminó en un local que parecía un cementerio de automóviles pero que tenía un rótulo que anunciaba: Alquiler de Automóviles.

—Sólo voy a necesitar el coche durante unos días —le dijo a un hombre gordo y calvo que salió de debajo de una furgoneta antiquísima y dijo que era «Mr. Parmiter, para lo que usted guste».

—Los alquilo únicamente por meses —dijo—. Pero le saldrá más a cuenta comprarme esta magnífica furgoneta. Es una ganga: ciento veinte libras.

—No quiero una furgoneta —dijo Yapp.

—Se la dejo por ochenta, sin permiso de circulación. No puedo bajar más.

—Es que lo que yo quiero es alquilar un coche, oiga.

Mr. Parmiter suspiró y le llevó hacia un gran Vauxhall.

—Cinco libras diarias. Mínimo treinta días —dijo.

—Pero eso son ciento cincuenta libras…

—Yo mismo no habría sido capaz de expresarlo mejor —dijo Mr. Parmiter asintiendo con la cabeza—. Esa furgoneta está muy bien de precio a ciento veinte, con permiso de circulación incluido. Puede venir a cogerla el lunes. Por ochenta, podría llevársela ahora mismo.

Yapp se sintió desdichado. Le dolían los pies de la forma más horrible.

—Le alquilaré el coche —dijo, y se consoló pensando que sus gastos corrían a cuenta de Lord Petrefact. Sacó su talonario de cheques.

Mr. Parmiter lo miró con escepticismo.

—¿No tendrá por casualidad esa suma en metálico? —preguntó—. Quiero decir que no me importa esperar a que abran los bancos mañana por la mañana. Además, si paga en metálico le aplicaré un descuento.

—No tengo esa suma en metálico —dijo Yapp indignado—, ni apruebo la evasión de impuestos.

—Un descuento no es una evasión de impuestos —dijo Mr. Parmiter con indignación—. Lo que pasa es que no me fío de los cheques. Hay gente que los usa sin tener fondos.

—No es mi caso, se lo aseguro.

De todos modos, Mr. Parmiter le pidió a Yapp que escribiera su nombre y dirección en el dorso, y luego quiso que le enseñara el permiso de conducir.

—En ningún lugar del mundo me habían tratado así —protestó Yapp.

—Pues haber comprado la furgoneta, oiga. Es lo lógico. Ya me dirá: entra un tipo y rechaza una furgoneta a precio de ganga, y luego decide alquilar un coche que le sale más caro…

Sin embargo, al final Yapp se fue de allí al volante del Vauxhall, y comenzó a ascender la cuesta de Rabbitry Road.

Fue allí donde por fin encontró el tipo de pobreza que le habían hecho imaginar sus estadísticas. Una hilera de casas escuálidas a cuya espalda había una especie de cantera abandonada; y una calle «de los conejos» que seguramente debía su nombre a la enorme cantidad de agujeros que había en su calzada. El Vauxhall se detuvo y Yapp se apeó. Sí, éste era justamente el tipo de medio ambiente social que esperaba encontrar. Animado por la idea de que ahora sí que se veía capaz de descargar los embates de su furia justiciera contra Buscott y los Petrefact, se internó por un jardín del que nadie parecía cuidarse, y llamó con los nudillos a la puerta.

—Busco a Mr. Coppett —le dijo a la vieja que la abrió.

—¿Ya ha vuelto a atrasarse en el pago del alquiler?

—No —dijo Yapp—. Me han dicho que acepta huéspedes.

—Y cómo voy yo a saber si los acepta o no. Qué me importa a mí lo que haga, ¿no le parece?

—Lo único que pretendo averiguar es dónde vive.

—Si es usted de la Seguridad Social…

—No soy de la Seguridad Social.

—Entonces, el número 9 —dijo la vieja, y cerró la puerta. Yapp regresó a la calle y buscó el número 9. Lo encontró al final mismo de la hilera de casas, y se sintió aliviado al descubrir pruebas de pulcritud en el jardín. Así como las demás casas parecían fundirse con el sombrío paisaje, la del número 9 tenía una individualidad singularísima. El pequeño césped estaba atestado de adornos, en su mayor parte enanitos esculpidos en piedras toscas, y también alguna que otra rana o conejillo del mismo material. Aunque Yapp tenía ciertas reservas estéticas ante esta clase de objetos —y hasta objeciones políticas, pues pensaba que eran formas de escapismo de las condiciones sociales concretas y objetivas exigidas por la verdadera conciencia proletaria—, allí, en Rabbitry Road, le parecieron casi un consuelo. La casita estaba pintada con gusto y tenía un aspecto alegre. Cuando Yapp estaba a punto de llamar a la puerta, la voz de una mujer gritó desde la parte de atrás:

—Venga, Willy, ven acá y coge a Blondie antes de que Héctor la emprenda a mordiscos con ella.

Yapp rodeó la casa y encontró a una mujer voluminosa escondida detrás de la sábana que estaba colgando a secar. Al fondo, un perro cuyo aspecto delataba unos padres de razas genéticamente incompatibles, perseguía a un conejo por un huertecillo formado casi exclusivamente por coles.

Yapp soltó una discreta tosecilla.

—¿Mrs. Coppett? —preguntó. Una cara ovalada y rosa se asomó desde el otro lado de la sábana.

—En cierto modo, soy yo —dijo, y se puso a mirar los pantalones cortos de Yapp.

—Tengo entendido que acepta usted huéspedes.

Mrs. Coppett volvió a fijarse en su cara tras arrancar con dificultades los ojos del atavío del profesor.

—Pensaba que era usted Willy —dijo—. Ese Héctor acabará zampándose a Blondie como yo no lo impida.

Y dejando a Yapp plantado se fue a participar en la mêlée del huerto. Finalmente salió con la cola de Héctor bien agarrada con ambas manos. Héctor seguía dando tirones, pero Mrs. Coppett no le soltó, y consiguió llevarlo a rastras a la cocina. Unos cuantos minutos más tarde volvió a salir con el perro atado a una cuerda, que anudó a un grifo.

—¿Decía usted? —preguntó.

Yapp esbozó una sonrisa de preocupación social. Era evidente que se encontraba ante un caso doloroso de pobreza, al que se sumaba la dificultad de un coeficiente intelectual de, a lo sumo, cuarenta.

—¿Ofrece usted «cama-y-desayuno»? —preguntó.

Mrs. Coppett le echó una ojeada e inclinó la cabeza a un lado.

—En cierto modo —dijo, utilizando un tono de voz que Yapp solía calificar en sus clases de «Síndrome de pobreza».

—Me gustaría quedarme en su casa —dijo, tratando de explicarse con la mayor sencillez—, suponiendo, claro, que disponga de una habitación.

Mrs. Coppett asintió repetidas veces con violentos movimientos de la cabeza, y le condujo hacia la casa. Yapp la siguió sin saber muy bien a qué atenerse. Estaba seguro de que había medidas sociales capaces de aliviar la pobreza y hacer que todos los seres humanos pudieran ser finalmente iguales en lo material, pero las desigualdades intelectuales seguían sin haber encontrado una solución en su política ideal.

Por otro lado, la cocina rivalizaba con los enanitos del jardín en lo que a principios estéticos se refiere. Yapp se encontró a sí mismo contemplando con desengaño aquellas paredes cubiertas de fotos de luchadores de catch, levantadores de pesas y tipos musculosísimos, todos ellos con evidentes deformaciones corporales debidas a un exceso de desarrollo, y con ropa a todas luces insuficientes para cubrir sus cuerpos.

—Qué guapos, ¿no? —dijo Mrs. Coppett, confundiendo sin duda el asombro de Yapp con auténtica admiración—. Me gustan los hombres fuertes.

—Ya —dijo Yapp, que sin embargo halló alivio al observar la pulcritud del resto de la cocina.

—Y tenemos tele —siguió ella, conduciéndole al vestíbulo y abriendo una puerta con notable orgullo. Yapp se asomó y sufrió otra conmoción. La habitación estaba tan limpia y arreglada como la cocina, pero también aquí las paredes estaban cubiertas de imágenes. En esta ocasión se trataba de postales y calendarios de colores en los que aparecían invariablemente animales peludos de tamaño pequeño y ojos grandísimos, muy expresivos, que le miraban con nauseabundo sentimentalismo.

—Son de Willy. Adora los gatitos.

A Yapp le pareció una observación gratuita. Los gatos dominaban la habitación. Calculando a bulto, excedían claramente en número a la cifra total de perritos, ardillas, conejitos y unos bichos que parecían mofetas arrepentidas pero que seguramente eran otra cosa.

—Le ayudan a olvidarse del trabajo —prosiguió Mrs. Coppett cuando comenzaba a subir la escalera.

—¿Y a qué clase de trabajo se dedica Mr. Coppett? —preguntó Yapp, pensando entretanto que ojalá no se encontrara la habitación que iban a destinarle empapelada de cajetillas de cigarrillos.

—Bueno, de día anda con las tripas, y de noche ayuda a secar —dijo Mrs. Coppett, dejando a Yapp con una idea muy vaga de las actividades diurnas de Mr. Coppett y con la impresión de que por la noche ayudaba a su mujer a lavar los platos.

Pero su dormitorio estaba al menos libre de toda clase de imágenes. En el tocador había unas cuantas revistas del corazón, pero, aparte de sus espantosas portadas y de una bandada de patos de cerámica en un estante, la habitación era de su gusto.

—Me gusta leer —dijo Mrs. Coppett ordenando las revistas.

—Es muy bonita —dijo Yapp—. ¿Cuánto cobran ustedes?

Un destello de inteligencia asomó a los ojos de la mujer.

—Depende —dijo.

—¿Le parece bien cinco libras por noche?

—Tendré que preguntárselo a Willy —dijo ella con una sonrisa tonta—. Por cinco libras querrá algunos extras, claro.

—¿Extras?

—La cena y los bocadillos y todo lo demás. Aunque, claro, si regresa temprano por la tarde, no hará falta que le consulte nada a Willy, claro.

—Imagino que no —dijo Yapp, incapaz de comprender la lógica de su comentario—. De todos modos, lo de los bocadillos me iría muy bien. Pasaré todo el día fuera.

Sacó la cartera y extrajo siete billetes de cinco libras.

—Oooh —dijo Mrs. Coppett, mirando el dinero con ojos desorbitados—. Ya veo que sí querrá extras. Estoy segura.

—Me gusta siempre pagar por adelantado —dijo Yapp, y le entregó los billetes—. Esto cubre una semana.

Y, con otra sonrisilla, Mrs. Coppett bajó.

Una vez solo, Yapp desanudó sus botas, antes de recordar que se había dejado la mochila en el coche. Volvió a atárselas, bajó, pasó ante los musculosos ídolos y los diminutos enanos de Mrs. Coppett, cogió la mochila y fue a preguntarle si no le importaría que se diese un baño. Mrs. Coppett vaciló, e inmediatamente después Yapp tuvo que sufrir las convulsiones de la turbación social. Seguramente los Coppett eran tan pobres que no tenían baño. Había vuelto a equivocarse, como siempre.

—Es que me gusta que Willy se duche antes de tomar el té —dijo ella. Yapp se mostró comprensivo.

—Así que si no gasta toda el agua caliente… —dijo Mrs. Coppett. Yapp subió a su habitación y, tras examinar sus pies y encontrarlos en un estado menos grave del que se había temido, cruzó el rellano, e iba a entrar en el baño cuando notó que la puerta del dormitorio de los Coppett estaba abierta.

Se detuvo un momento y echó una ojeada al cuarto, donde encontró una prueba más de las tragedias domésticas de aquella necesitada familia. Al lado de la cama de matrimonio había una cuna vacía. Como Mrs. Coppett no parecía encontrarse embarazada, y como, teniendo en cuenta sus características, no daba la sensación de que pudiera jamás llegar a estarlo, Yapp dedujo que la cuna era el símbolo de un sueño no realizado o —peor inclusode algún aborto. Hasta era posible que fuera cierta fantasía de maternidad, porque, sobre la almohada, había un pijama diminuto, muy bien doblado. Yapp soltó un suspiro y entró en el baño. También allí se quedó pasmado. La bañera estaba allí, pero no había ni rastro de ducha, como no fuera un tubo de manguera conectado a los grifos y colgado del techo. Pensando que la condición humana era, en algunos sentidos, irremediablemente desdichada, Yapp se dio un baño de pies.

Había terminado, y estaba secándoselos cuidadosamente, cuando le llegaron unas voces procedentes de la planta baja. Era evidente que Mr. Coppett acababa de regresar de su trabajo, fuera cual fuese. Yapp abrió la puerta, y se dirigía a su habitación cuando quedó revelado de golpe todo un montón de cosas hasta entonces incomprensibles: el oficio del marido, el significado de la cuna y del diminuto pijama, y, sobre todo, el empeño de la mujer por que su marido se diera una ducha antes de ponerse a tomar el té. Mrs. William Coppett era un enano (tan horrorizado estaba, que Yapp olvidó utilizar mentalmente la expresión más misericorde), y, encima, iba ensangrentado de pies a cabeza. De hecho, si no hubiera sido porque el hombrecillo comenzó a subir la escalera, Yapp hubiera podido confundirle con uno de los gnomos pintados con brillante rojo que había visto en el jardín. Desde su pequeña gorra hasta sus botitas de goma, originalmente blancas, de la talla treinta y dos, Mr. Coppett iba manchado de sangre fresca, y llevaba en la mano un cuchillo de aspecto temible.

—Buenas —dijo al ver a Yapp, que se había quedado traspuesto—. Trabajo en el matadero. Horrible.

Antes de que Yapp pudiera decirle que estaba completamente de acuerdo con el calificativo, Mr. Coppett había desaparecido en el baño.