Si, por un lado, el sargento, en su intento de comprender al menos qué clase de delitos estaba investigando, fue introduciéndose cada vez más en un marasmo de confusiones, por otro, Lord Petrefact también estaba teniendo sus dificultades.
Walden Yapp, tras salir de la habitación de los niños, sólo tenía una idea en la cabeza: largarse de aquel espantoso edificio. Y, en cuanto saliera, lo primero que haría sería demandar al maldito Lord Petrefact por privación ilegal de libertad, graves daños físicos, e intento de asesinato. La otra mitad de su cerebro buscaba desesperadamente un motivo que explicase aquella horrible conspiración, pero no conseguía hallarlo. Además, no sentía los menores deseos de seguir a Croxley, tal como éste le pidió, y no quería volver a ver a Lord Petrefact en su vida.
—Pero si lo único que quiere es disculparse —dijo Croxley.
—Pues como sus disculpas tengan la más mínima relación con su bañera, prefiero que no me las dé.
—Le aseguro que lo del baño ha sido un simple accidente.
—Pues lo de encerrarme en esta habitación no creo que lo haya sido —dijo Yapp—. Fue usted quien lo hizo. Lo oí perfectamente. Y pienso ir a la policía a presentar una denuncia.
Croxley sonrió tristemente.
—En ese caso, basta con que se quede por aquí. La policía está abajo, interrogando a todo el mundo, y seguro que también querrá hablar con usted.
—¿Conmigo? —dijo Yapp—. ¿Y por qué?
—Pregúnteselo a Lord Petrefact. Él podrá contestarle mejor que yo. Lo único que yo sé es que aquí se ha cometido un delito gravísimo.
Y, dicho esto, abrió la puerta de la habitación de Lord Petrefact. Yapp, sumisamente ahora, se dejó conducir. Al verle, Lord Petrefact alzó su vendada cabeza y le dirigió una sonrisa tan espantosa como siempre.
—Ah, querido Yapp —dijo—, siéntese. Creo que tendríamos que charlar un ratito.
Vacilante, Yapp se sentó al lado de la puerta.
—Bien, Croxley, puede irse —dijo Lord Petrefact—. Baje y asegúrese de que nadie nos interrumpe.
—No será fácil —dijo Croxley—. La policía anda rondando por todas partes y…
No hizo falta que continuase. Lord Petrefact encajó la noticia tan mal como todo el mundo.
—Largo —gritó—. Y como algún policía meta la nariz por esa puerta, le juro que le arrancaré la cabellera, Croxley.
Éste se fue, y Lord Petrefact volvió sus terribles encantos hacia Yapp.
—Lamento que se haya producido esta desdichada circunstancia. Haré todo lo que esté en mi mano por evitar que se vea usted complicado en las investigaciones de la policía —murmuró.
Yapp le miró con escepticismo, y empezó a decir que se sentía muy ofendido, cuando Lord Petrefact le interrumpió:
—Naturalmente que sí. En su lugar yo también sentiría lo mismo. No hay nada tan horrible como pensar que nuestro nombre puede ser arrastrado por el fango en los grandes titulares de la prensa. Procesos judiciales, investigaciones de las compañías de seguros, todo eso… Haremos todo lo posible por impedir que eso ocurra.
Yapp dijo que se alegraba de oírlo. Aunque en realidad no estaba muy seguro de qué estaba diciendo Lord Petrefact, el magnate parecía, al menos, tenerle menos antipatía que Croxley.
—Por otro lado, me han tenido encerrado en una habitación —empezó a decir, pero el viejo le interrumpió.
—Eso es culpa de ese idiota de Croxley. Le he reñido con la mayor severidad, y no tiene usted más que decir que lo desea, y despediré a ese mentecato.
Lord Petrefact contempló encantado a Yapp, que mordía cándidamente el anzuelo.
—Desde luego que no —dijo el profesor—. Jamás toleraré que nadie pierda su empleo por mi culpa.
—¿Le parece, entonces, que le suspenda de empleo y sueldo un par de meses?
Yapp estaba escandalizado, y trató de encontrar palabras con las que expresar la repugnancia que sentía ante este acto de explotación capitalista, pero el viejo se le anticipó.
—Bien, vamos al asunto de la historia de la familia. Supongo que ya ha leído el contrato y que acepta las condiciones, ¿no?
—¿Aceptarlas? —dijo Yapp, que, después de las extraordinarias experiencias vividas a lo largo de aquella madrugada y de toda la mañana, ya no se acordaba casi del objeto de su visita, y creía más bien que todo aquello no era más que una trampa.
—No me dirá que le parece poco dinero, ¿no? Desde luego, estoy dispuesto a pagar aparte todos los gastos de la investigación.
—La verdad es que no sé —dijo Yapp—. ¿Quiere en serio que investigue las bases socioeconómicas de su familia? —Lord Petrefact hizo un gesto de asentimiento. Lo que más deseaba era justamente que aquella fuerza destructiva se pusiera a trabajar en el estudio del pasado y el presente de su familia. Cuando el muy cerdo terminara, la mitad de sus parientes habrían muerto de infarto.
—¿No habrá condiciones?
—Ninguna.
—¿Me garantiza la publicación de mi trabajo?
—Desde luego.
—En ese caso…
—Hecho —dijo Lord Petrefact—. Firmaré el contrato ahora mismo.
Momentos después, y con Croxley en el papel de testigo, los contratos quedaron firmados.
—Bien, supongo que querrá ponerse manos a la obra —dijo Lord Petrefact recostándose en sus almohadas—. De todos modos, antes de que se vaya… Oiga, Croxley, ya no le necesito. Váyase.
—Sí que me necesita. Acaba de llegar una patrulla de la brigada criminal.
—Dígales a esos cerdos que se larguen. Aquí no se ha cometido delito alguno, y no pienso permitir que unos policías…
—Mrs. Billington-Wall no les ha dado esa versión. Les ha dicho que usted estuvo haciendo cosas con cerdos, y el chef ha acabado convenciendo al sargento de que ese caparazón de tortuga no sirvió solamente de receptáculo para esa sopa de lata…
—Santo Dios —dijo Lord Petrefact—. ¿Qué quiere decir con eso de que he estado «haciendo cosas con cerdos»?
—Eso no es más que parte del problema —dijo Croxley, que prefirió no entrar en detalles sobre ese asunto—. Esa mujer también ha dicho que el profesor Yapp trató de asesinarle a usted. Y el médico ha declarado que oyó varias detonaciones de madrugada.
Lord Petrefact se incorporó.
—Croxley —dijo en un tono tan amenazador que hasta Yapp se estremeció—, como no baje a hablar con la policía y convenza a esos agentes de que esto es una propiedad privada, y que no pienso permitir sus entrometimientos, y que el profesor Yapp estaba simplemente dándose un baño, le aseguro que…
No hizo falta que terminara. Croxley ya se había ido.
Lord Petrefact se volvió a su invitado.
—Puede empezar usted en Buscott. Ya sabe que allí está la primera planta industrial de la familia. Es una fundición que data de 1684, y que, hasta donde yo sé, todavía funciona. Un sitio espantoso. Yo mismo aprendí allí a llevar los negocios. En fin, le servirá para que se haga una idea de cuál fue el modo en que mi familia obtuvo sus primeros beneficios. Mi hermana pequeña, Emmelia, es la que está actualmente a cargo de todo. Creo que fabrica vestidos tradicionales o folklóricos, o algo así. La encontrará usted en New House, en el mismo Buscott. No tiene pérdida. En el museo del pueblo encontrará los documentos más antiguos. No creo que tropiece con ninguna dificultad. Si las hubiere, telefonéeme.
—Una carta de presentación bastará para resolverlas —dijo Yapp.
Lord Petrefact estaba convencido de lo contrario, pero buscó una solución de compromiso.
—Le diré a Croxley que le prepare un cheque en cuanto se libre de esos condenados policías. Ahora, si no le importa, los acontecimientos de las últimas horas me han dejado sin fuerzas.
Y, tras haberle recordado una última vez a Yapp que debía comenzar sus investigaciones en Buscott, Lord Petrefact le despidió y se dejó caer agotado en la cama, animado solamente por la idea de que aquel tipo haría trizas a Emmelia y a todos los demás Petrefact de la zona de Buscott.
Pero cuando Walden Yapp se alejaba por el pasillo, no tenía ni idea de que éste fuera el objetivo oculto del encargo de Lord Petrefact. Seguía deslumbrado por el brusco giro que había experimentado su vida cuando le propusieron que delatara las desgracias sociales que habían permitido a los Petrefact amasar su fortuna y construir esta espantosa y malévola mansión. No era, pues, capaz de pensar en problemas remotos. Ni tampoco, si vamos a eso, en los más inmediatos. Su cerebro, dedicado casi exclusivamente a temas como la demostración estadística de los padecimientos de la clase obrera que podrían arrancar del análisis de los documentos y archivos de los Petrefact, no podía pensar en nada más, de modo que sólo cuando llegó a la escalinata llegó a ver que en el vestíbulo de la casa había concentrado un extraordinario número de agentes de policía. Por fin se detuvo y les miró con recelo. A Yapp no le gustaban los policías. Según su filosofía social, los policías eran en realidad los guardaespaldas de los propietarios de los medios de producción, y en sus conferencias más elocuentes solía llamarles «la guardia pretoriana de la empresa privada».
En este momento, no obstante, daba la sensación de que estuvieran haciendo precisamente lo contrario. Croxley estaba discutiendo con un inspector, cuya atención estaba concentrada en la mancha de sangre que había en el suelo.
—Le digo y le repito que todo fue un simple accidente —dijo—, y que no tiene ningún sentido la presencia de la policía en esta casa.
—Eso no coincide con la declaración de Mrs. Billington-Wall.
—Ya sé lo que ella ha declarado. ¿Quiere que le diga lo que opino? Esa mujer está chalada. Lord Petrefact me ha dado instrucciones…
—Antes de formar mi propia opinión, quisiera ver a ese Lord Petrefact —dijo secamente el inspector.
—Lo comprendo —dijo Croxley—. Por otro lado, él no siente deseos de verle, y sus médicos han dado órdenes de que no se le moleste. Su estado no lo permite.
—En ese caso, tendrían que llevarle a un hospital —dijo el inspector—. Una de dos. Si está tan mal que no puede recibirme, debería irse de aquí. Mandaré llamar a una ambulancia…
—Como haga eso, lo lamentará —dijo Croxley a voz en grito. El secretario estaba alarmadísimo—. ¿Cree usted que Lord Petrefact acepta el tratamiento de los hospitales corrientes? O la London Clinic, o nada.
—En tal caso, subiré a hablar con él un momento.
El inspector se dirigió a la escalinata, y comenzó a subir los peldaños. Yapp pensó que era el momento adecuado para esfumarse. Cruzó el vestíbulo camino de la salida, y hubiera logrado su propósito si no hubiera sido porque Mrs. Billington-Wall reapareció en el vestíbulo justo en ese preciso instante.
—¡Ahí está! —gritó—. ¡Ahí está la persona a la que estaba buscando, inspector!
Yapp se detuvo y dirigió una mirada a aquella horrible mujer, pero varios agentes le habían cercado, y en seguida se lo llevaron a empujones hacia lo que antiguamente fuera la sala principal de la mansión. El inspector también se encaminó hacia allí.
—Protesto —dijo Yapp—. Esto es un ultraje.
Era lo que solía decir cuando le detenían en alguna manifestación política. Pero sus protestas no disuadieron al inspector.
—¿Nombre? —dijo éste, sentándose a una mesa.
Yapp estudió la pregunta y decidió no contestarla.
—Exijo ver a mi representante legal —dijo.
El inspector anotó que el testigo se negaba a cooperar.
—¿Domicilio?
Yapp permaneció en silencio.
—Conozco mis derechos —dijo luego, cuando el inspector terminó de escribir que el sospechoso se negaba a decir su nombre y domicilio y que había adoptado una actitud agresiva desde el primer momento.
—No lo dudo. No es la primera vez, ¿eh? Seguro que tiene antecedentes.
—¿Antecedentes?
—Y alguna que otra temporada de vacaciones pagadas…
—¿Insinúa usted que he estado en la cárcel?
—Óigame —dijo el inspector—. No insinúo nada, excepto que no ha contestado a mis preguntas y que ha actuado de forma sospechosa. Bien…
Mientras comenzaba por fin el interrogatorio, Croxley, muy satisfecho, subió al primer piso. Mrs. Billington-Wall era, sin duda, una fuente de confusiones, pero haber podido contemplar a tres policías que se llevaban a Yapp a empellones le sirvió de consuelo. A Croxley le escocía aún la afrenta que había supuesto el hecho de que se hubiera firmado un documento en su presencia, pero sin que él tuviese ni idea del contenido. Quizá se trataba del testamento de Lord Petrefact, pero en ese caso la firma de Yapp hubiera sido innecesaria. No, seguro que era algún tipo de contrato, y, como secretario confidencial de Lord Petrefact, él tenía todo el derecho de saber qué clase de contrato. De modo que cuando entró en el cuarto del viejo estaba contento, pero sólo a medias.
—Aquí se va a armar la gorda —dijo.
—¿Armar? ¿Qué gorda? —dijo Lord Petrefact, despertando alarmado de su sopor.
—Ahí abajo, en el gran salón —dijo Croxley—. Esa mujer, la viuda de Billington, ha delatado a Yapp.
—¿Delatado?
—Yo mismo he visto cómo se lo llevaban. Ahora deben de estar interrogándole.
—Pero ¿no le había dicho que echara de aquí a esos cabrones? —gritó Lord Petrefact.
—No se excite, no sirve de nada. Les he dicho que se fueran, pero no me han hecho caso. Por la forma de hablar del inspector, tengo la impresión de que está convencido de que usted ha fallecido. No se irá sin verle.
—Conque sí, eh. Pues lo hará —gritó el viejo, y se acercó al borde de la cama—. Llame al equipo médico y tráigame esa maldita silla de ruedas… —Se interrumpió para pensar un momento en el destino sufrido por el tío abuelo Erskine en la escalinata de aquella misma casa, y también en las palpablemente letales propiedades de su silla de ruedas—. Pensándolo mejor, olvide lo que le he dicho. Sé que hay una silla de manos en el ala de los invitados. Me conformaré con ella.
—Como usted diga —dijo Croxley, no muy convencido. Pero era evidente que Lord Petrefact ya estaba decidido. Las imprecaciones del viejo persiguieron a Croxley a lo largo del pasillo.
Al cabo de veinte minutos, la silla de manos, cargada sobre los hombros de Croxley, dos camareros, el chef y los varones pertenecientes al equipo médico, descendió en volandas la escalera, mientras que, en su interior, Lord Petrefact rezaba, y soltaba también, de vez en cuando, alguna maldición.
—Como a alguien se le escape este maldito armatoste, le juro que se arrepentirá —gritó cuando estaba a mitad de la escalinata. Pero llegaron a la planta baja sin accidentes, y entraron en masa en el gran salón, ante el pasmo del inspector, que por fin había conseguido que Yapp admitiera que era el catedrático de Historiografía Demótica de la Universidad de Kloone. Al inspector le costó lo suyo creerle, pero ahora, ante la aparición de la silla de manos, el policía perdió definitivamente los nervios.
—¿Se puede saber, en nombre del Cielo, qué diablos es eso? —preguntó.
Lord Petrefact hizo caso omiso de la pregunta. Cuando tenía que tratar con funcionarios públicos, carecía de escrúpulos.
—¿Qué se cree usted que está haciendo en mi casa? No hace falta que me conteste. Tengo intención de presentar una protesta ante el ministro del Interior, y le aseguro que tendrá usted que darle explicaciones. Entretanto, le doy cinco minutos para que se largue de aquí con toda su pandilla. Si sigue aquí transcurrido ese lapso de tiempo, le acusaré ante los tribunales de haber violado mis propiedades privadas y de un montón de cosas más. Croxley, ponga una conferencia con el fiscal general del Estado y pásemela a mi despacho, El profesor Yapp me acompañará.
Y, sin añadir nada más, ordenó que le llevaran en la silla de manos al despacho. Yapp, aturdido, le siguió. Había oído hablar de las influencias del Establishment, y hasta había hablado varias veces sobre esta cuestión ante sus alumnos y auditorios, pero jamás había sido testigo de una muestra tan flagrante de esa vergonzosa práctica.
—No te jode —dijo el inspector cuando la procesión ya se había ido—. ¿Quién diablos nos ha metido en este condenado embrollo?
—Ha sido Mrs. Billington-Wall —dijo Croxley, que se había rezagado para no tener que cargar con la silla de ruedas, y para disfrutar del susto que por fuerza tenían que haberse llevado los miembros de la brigada criminal—. Si quiere librarse de un buen jaleo, le aconsejo que se la lleve usted a la comisaría y la someta a un interrogatorio a fondo.
Y tras haber obsequiado al inspector con esta sugerencia, que le serviría para causarle a aquella detestable mujer un buen problema, se fue en pos de Yapp hacia el despacho. Diez minutos más tarde se habían ido todos los policías. Mrs. Billington-Wall, muy en contra de su voluntad, les tuvo que acompañar.
—Esto es una maniobra de encubrimiento de algo muy gordo —gritó cuando la metían en uno de los coches de la policía—. Les aseguro que ese tipo que lleva la bolsa de Intourist es el que está detrás de todo.
Aunque no lo dijo, el inspector se sintió de acuerdo con ella. No le había gustado Yapp, desde el primer momento, pero tampoco le había gustado lo que le había oído decir al fiscal general por teléfono, y estaba seguro de que no iba a disfrutar precisamente de su inevitable entrevista con el jefe superior de policía. Como todo el peso de la autoridad había caído sobre los hombros de Mrs. BillingtonWall, la obligaría a hacer una declaración en toda regla, a partir de la cual él podría inventarse alguna excusa que justificase su actuación.
Fawcett House recobró en seguida su terrible vida corriente. El cartel que anunciaba que se admitían las visitas a dos libras por cabeza fue retirado. Yapp aceptó una copa de cognac. Croxley aceptó la dimisión irrevocable del chef, y despidió al resto del personal contratado para aquel aciago fin de semana. Los médicos prepararon una nueva cama en el despacho de la planta baja, y Lord Petrefact, tras haber sido instalado en ella, ordenó que tuvieran dispuesto el coche fúnebre reciclado, para que le llevara a Londres en cuanto hubiera descansado.
Por fin, Walden Yapp se fue en su coche de alquiler, con un cheque por valor de veinte mil libras en el bolsillo, e imbuido de nuevas animosidades clasistas como estímulo adicional para sus investigaciones. Ansiaba estar junto a Doris para contarle sus últimas experiencias.