7

Por una vez, sus opiniones y las de Lord Petrefact coincidieron. La reacción del magnate cuando Croxley le anunció que la policía estaba ya en camino fue tan violenta que se levantó de la cama y se puso en pie antes de recordar que no tenía su silla de ruedas.

—Conseguiré que la ley destroce a esa furcia —gritó—. Por Dios que voy a…

Croxley le ayudó a levantarse del suelo y a meterse en la cama, para a continuación recordarle a su jefe que lo malo de la policía era que se trataba precisamente de la representante de la ley. Pero Lord Petrefact no estaba de humor para disquisiciones tan sutiles.

—Ya lo sé, so memo. No me refiero a esa clase de ley. Me refiero a mi ley.

—Ya. Y la suya es la que enseña los dientes, y los usa —dijo Croxley—. Siempre me ha interesado la dicotomía entre la ley…

—¿Dicotomía dice? —aulló Lord Petrefact—. Como vuelva a mencionar esa palabra una sola vez, después de haber hecho que me sirvieran ayer noche aquel cerdo dicotomizado, le juro que… —Se le agotó la provisión de amenazas y se quedó respirando pesadamente—. Y tráigame otra condenada silla de ruedas.

Croxley consideró la orden. Desde luego, le apetecía mucho más cumplirla que seguir hablando de cerdos.

—Ahí topamos con un problema —dijo por fin.

Lord Petrefact se tomó su propio pulso y se esforzó por permanecer en calma.

—Claro que hay un problema —dijo—. Y por eso mismo necesito otra silla de ruedas.

—Hoy es domingo.

Lord Petrefact le lanzó una mirada demente.

—¿Domingo? ¿Y qué diantres tiene que ver que sea domingo?

—En primer lugar, porque las tiendas están cerradas. Y en segundo, porque aunque no lo estuvieran dudo mucho que la oficina local de correos tenga sillas de ruedas a motor. Quiero decir que esto no es Londres…

—¿Londres? —gritó Lord Petrefact, haciendo caso omiso de las advertencias de su pulso—. Claro que no es Londres. Hasta el tonto del pueblo lo sabe. Esto es el maldito culo del mundo. Pero eso no quiere decir que no pueda usted telefonear a Harrods o algún sitio así para decirles que me manden una silla en helicóptero.

—Al decir algún sitio así, ¿se refiere a las islas Galápagos? —dijo Croxley, decidiendo jugársela.

Lord Petrefact le dirigió una mirada demente, pero no dijo nada. Era obvio que Croxley pretendía matarle a disgustos.

—No importa dónde la consiga. Pero consígamela.

—Haré cuanto esté en mi mano, pero no creo que la silla pueda llegar antes que la policía, y, por otro lado, tenemos que pensar en Yapp. Me refiero a que si le encuentran encerrado en la habitación de los niños, vaya usted a saber lo que pensará la policía o qué va a decir él.

Lord Petrefact lo sabía perfectamente, y no encontraba palabras para expresar sus sentimientos al respecto.

—¿Insinúa que todavía está…?

Croxley hizo un gesto de asentimiento.

—Pero si le dije que le dejara salir. Le dije que quería hablar con ese cerdo.

—Me costó bastante convencer a Mrs. Billington-Wall de que soltarle era lo más aconsejable. Ella parecía opinar…

—Pero si esa despreciable arpía no tiene ni derecho a pensar. En mi opinión, no debería tener ni derecho a voto. Y cuando yo digo que quiero que suelten a ese… Vaya ahora mismo y saque a ese bastardo de allí, Croxley, vaya y tráigamelo. Y si esa mujer se interpone en su camino, le doy mi autorización para utilizar la fuerza, hasta sus últimas consecuencias. Dele una patada a esa vaca en donde más duele.

—Absolutamente de acuerdo —dijo Croxley, y salió.

Pero Mrs. Billington-Wall estaba tan ocupada tratando de defender su propia reputación frente al interrogatorio de la policía, que no tenía tiempo para pensar en Yapp. El sargento y los dos agentes que habían ido rápidamente en coche hasta Fawcett House habían entrado en el vestíbulo antes de que ella pudiera detenerles.

—¿Y qué le trae por aquí, sargento? —preguntó Mrs. Billington-Wall poniendo cara de sorpresa.

—Usted nos llamó.

—¿Qué yo les llamé?

—Sí —dijo el sargento—. Recuerde que telefoneó a la comisaría y dijo que había habido una reyerta…

Mrs. Billington-Wall se llevó una mano que pretendía ser sorprendida a las perlas cultivadas de su collar.

—Debe de haber algún error, le aseguro que yo…

Se quedó a mitad de la frase. El sargento miraba los restos de la silla de ruedas y las manchas de sangre que salpicaban el piso de mármol.

—Es más, a juzgar por lo que estoy viendo, su descripción de los hechos ha sido muy acertada —prosiguió el sargento. Sacó su bloc de notas—. Una silla de inválido que ha sufrido graves daños, una gran mancha de sangre, una mesa de pino…

—Roble —dijo involuntariamente Mrs. Billington-Wall.

—De acuerdo, una mesa de roble a la que le falta una pata… ¿Y qué es ese catipén?

—¿Catipén?

—Bueno, llámele hedor, olor, como quiera.

—No tengo ni la menor idea —dijo Mrs. Billington-Wall con absoluta sinceridad.

—Pues yo pienso averiguarlo —dijo el sargento, y tras haberle ordenado a uno de los agentes que montara guardia junto a la silla de ruedas, la mancha de sangre y la mesa de roble, dejó que sus pies le condujeran hacia donde le guiaba su olfato.

—Le advierto que milord se va a tomar a ofensa esta intromisión en su casa —dijo Mrs. Billington-Wall, tratando de recobrar el control de la situación, pero el sargento no pensaba dejarse amilanar.

—No sé cómo se lo va a tomar —dijo—, pero lo que es a mí, nada de lo que veo ni de lo que estoy oliendo me gusta en absoluto… —Y sacó un pañuelo del bolsillo para taparse la nariz—. Vamos a echar una ojeada por este pasillo.

Mrs. Billington-Wall le cerró el paso.

—No tiene ningún derecho a entrar sin permiso en una casa particular —dijo con firmeza.

—Sin embargo, dado que hemos venido porque usted nos lo pidió, creo que sí tenemos ese permiso —dijo el sargento.

—Pero le digo y le repito que yo no les llamé. Me gustaría saber a qué se refiere.

—Y yo voy a ver a qué me refiero cuando hablo del hedor éste. —Y empujándola a un lado avanzó por el fétido pasillo. Cuando vio la puerta forrada de bayeta, partida en pedazos y hecha un asco, ya no le cupo la menor duda de que Mrs. Billington-Wall no exageraba al decir que había habido una reyerta en Fawcett House. En todo caso, se había quedado corta.

—Una puerta partida en pedazos —anotó mientras alzaba las piernas para pasar por encima de los restos—, una alfombra manchada…

—Una alfombra persa —dijo Mrs. Billington-Wall—. Además, es de tipo shirvan, uno de los más apreciados.

—¿Es? Era —dijo el sargento—. No me gustaría ser el tipo que va a tener que limpiar todo esto.

—Ni a mí me gustaría estar en su piel cuando Lord Petrefact sepa que ha invadido usted su casa.

Cuando llegaron al destrozado dormitorio el sargento ya había anotado unas cuantas pruebas más en su bloc. Mrs. Billington-Wall, por su parte, ya daba su reputación por perdida.

—Joder, parece que un huracán haya barrido este cuarto —dijo el sargento pasando revista a toda aquella destrucción—. Y dicen que no hay nada peor que soltar a un toro en una tienda de porcelana. Y eso, ¿qué es?

Mrs. Billington-Wall miró el retrete con expresión de asco.

—No me atrevo a decirlo.

—Pues atrévase pronto. Voy a exigirle una declaración en la que quiero que haga constar qué ha pasado aquí. Y no sirve da nada que me ponga esas caras. Usted nos telefoneó y dijo que había habido una reyerta y que viniéramos inmediatamente. Pues bien, ya estamos aquí, y hay sangre en el suelo, y todo esto está como si un millar de gamberros recién salidos de un partido de fútbol hubiera pasado por este lugar. A ver, quiero que me diga por qué está todo como está. Diga algo. ¿Alguien le ha hecho chantaje?

Mrs. Billington-Wall sólo pensaba en los cerdos, y seguía muda. Se salvó gracias a la desmelenada y desastrada aparición de uno de los médicos, que cruzó por delante de la puerta con un orinal en la mano.

—La leche —dijo el sargento—. ¿Se puede saber qué ha sido eso? —Pero, antes de que Mrs. Billington-Wall pudiera contestar, ya había salido a comprobarlo personalmente—. Eh, alto —gritó.

El médico vaciló un momento, pero le bastó echar una ojeada hacia el vestíbulo para saber que estaba perdido. Otro policía vigilaba aquella salida.

—¿Qué quiere? —preguntó en tono beligerante.

—Quiero saber quién es usted y qué anda haciendo con eso —dijo el sargento echándole al orinal una mirada cargada de recelo.

—Pues resulta que soy uno de los médicos que atiende a Lord Petrefact —dijo—, y que esto es su orinal.

—¿Ah, sí? —dijo el sargento, a quien no la hacían gracias las ironías—. Y supongo que ahora va a decirme que Lord Petrefact necesita el orinal ahora mismo.

—En efecto.

—Yo pensaba que, a estas horas de la mañana, ya era un poco tarde para orinales. Ahí hay un retrete portátil y… —Se interrumpió. El médico dirigía la vista por encima de su hombro y, cuando el sargento se volvió, encontró a Mrs. Billington-Wall tratando de comunicarse con el médico hablando con los labios. Pero el sargento no pensaba permitir que nadie pudiese impedir la declaración de los principales testigos de lo que, a todas luces, era un grave delito.

—Muy bien. Agente, métalo ahí dentro —dijo—. Ya le interrogaré más tarde. Primero voy a arrancarle la verdad a esa mujer. Y llame entretanto a la brigada criminal. Nos enfrentamos a un asunto muy complicado.

Mientras el agente impedía al médico que cumpliera con sus deberes profesionales, no sin que éste hiciera oír sus protestas cuando, a empujones, le metían en el despacho de Croxley, el sargento volvió a dedicar toda su atención a Mrs. Billington-Wall.

—Pero si no sé que ha pasado —dijo ella, aunque con mucha menos firmeza que antes—. He llegado esta mañana y me he encontrado la casa… Bueno, ya ha visto cómo estaba, pero…

—Entonces, ¿por qué le ha dicho a ese médico del orinal que no dijera nada de los cerdos?

Mrs. Billington-Wall tragó saliva y dijo que no había dicho nada de eso.

—Mire —dijo el sargento—, en cuanto veo que un testigo se pone a hablar de cerdos con otro testigo, y que encima lo hace en susurros y a espaldas mías, empiezo a sentir la sospecha de que alguien trata de obstaculizar la acción de la justicia. Así que, vamos a ver, ¿qué pasa con los cerdos?

—Me parece que lo mejor sería que hablase usted con el chef —dijo Mrs. Billington-Wall—. Y, por favor, apunte en ese dichoso bloc que yo no he estado en esta casa en ningún momento de la noche. Lo juro.

El sargento dejó de mirarla para contemplar de nuevo el desastre en que se había convertido aquella habitación.

—¿Está insinuando que todo esto tiene alguna relación con los cerdos? —preguntó. Pero luego empezó a sospechar algo peor incluso—: ¿No será, más bien, que es a nosotros, los policías, a quienes llama usted cerdos?

—No, en absoluto. Siempre he sentido el mayor respeto…

—Muy bien. En tal caso, demuestre ahora ese respeto que dice sentir y cuénteme exactamente qué diablos ha ocurrido aquí.

—Sargento, le aseguro con toda honestidad que no tengo ni idea.

—¿Y dice, no obstante, que el chef sí está enterado?

Mrs. Billington-Wall hizo un amargado gesto de asentimiento, aunque interiormente deseaba que no fuese así. Se encaminaron a la cocina. Pero cuando, veinte larguísimos minutos más tarde, llegaron allí, el sargento no logró obtener ninguna información valiosa. El chef declaró que no tenía la menor idea de qué demonios podía haber sido la causa del caos reinante en el dormitorio ni de las manchas de sangre del vestíbulo, negó con histéricos acentos que le hubieran contratado para proporcionar placeres perversos a Lord Petrefact, y dijo que no sabía que el magnate disfrutara jodiendo con cerdos. Mrs. Billington-Wall pidió permiso para retirarse.

—No pienso permanecer aquí mientras este repugnante hombrecillo habla de esas cosas —dijo—. Después de lo ocurrido esta mañana, necesito descansar.

—¿Cree acaso que me gusta que me hagan esa clase de preguntas? —gritó el chef—. No soy un chef corriente…

—Eso mismo opino yo —dijo Mrs. Billington-Wall, y se fue.

—Olvídese de ella —dijo el sargento—. Vamos a ver, ha dicho usted que Mr. Croxley…, ¿quién diablos es ese Croxley? Ah, el secretario particular de Lord Petrefact. Bien, ¿así que ese Croxley le dijo a usted que cortara por la mitad al cerdo porque Lord Petrefact se lo quería tirar? ¿Es eso lo que estaba insinuando?

—Y cómo iba yo a saber yo para qué lo quería. Primero vino y me dijo que encargara un cerdo a la tocinería. Luego dijo que era demasiado grande, que no parecía que lo hubiesen arrancado de las tetas de su madre.

—¿De las tetas de…? Caramba —dijo el sargento, que empezaba a creer en la hipótesis de bestialismo lanzada por Mrs. Billington-Wall.

—Oiga, lo único que yo le digo es que me he pasado toda la vida trabajando de chef, y que jamás había visto un jodido cerdo tan grande como ese. No había modo de meterlo en el horno. Ni aunque hubiera sido dos hornos. O tres. En fin, no sé. Y encima lo de la tortuga…

—¿Tortuga?

—Sí, primero quería una tortuga. Mr. Croxley telefoneó al acuario…

—¿Acuario?

—Eso dijo. A mí me da igual. Si Mr. Croxley me dice que…

—Ese tal Croxley tendrá que contestar unas cuantas preguntas —dijo el sargento.

Tomó unas notas mientras el chef iba por el caparazón de tortuga y se lo mostraba. El sargento no se sentía capaz de creer lo que estaba viendo. La sola idea de que alguna persona pudiese encontrar cierto tipo de placeres carnales con una tortuga enorme le parecía más increíble incluso que la de que alguien pudiese sentir deseos de tirarse a un cerdo.

—¿Y dice usted que todo esto ocurrió entre las dos de la tarde de ayer y las nueve de la noche? —dijo, tratando de regresar a un mundo más corriente.

—¿Dos de la tarde? —gritó el chef—. ¿Cuánto tiempo cree usted que necesité para cortar a ese cerdo en tres pedazos y luego volver a coser los extremos entre sí?

El sargento prefirió no darle más vueltas al asunto. Y se fue en busca del médico.