Croxley contempló desde la balaustrada del primer piso los últimos momentos de vida de la silla de ruedas, que seguramente también iban a ser los últimos de la de su patrono, con una mezcla de decepción y alegría. Ya había arriesgado su vida y su integridad física rescatando al egregio profesor Yapp de lo que parecía una combinación de una sauna descontroladamente calurosa y un baño en las rompientes de una costa escarpada, y había logrado convencer al afligido y zarandeado profesor de que nadie había tratado de asesinarle. Y la verdad es que Yapp no había sido fácil de persuadir.
—¿Cómo demonios iba yo a saber que ese condenado artilugio llevaba sesenta años sin ser utilizado? —chilló Yapp mientras Croxley le sacaba a rastras del jaleo.
—Ya le advertí que esto era como vivir en un museo.
—Pero no se refirió a la existencia de ninguna cámara de los horrores, ni me dijo que esa jodida bañera era un instrumento pensado para la aplicación de la pena capital. Tendría que haber una ley que prohibiese la instalación de bañeras con tendencias asesinas. Podría haber muerto abrasado por esos chorros.
—Cierto —dijo maliciosamente Croxley. Si Walden Yapp le había parecido poco agradable cuando estaba vestido, una vez desnudo, con la piel enrojecida, llena de moretones y exudando por todos los poros la alarma y el escándalo, parecía la personificación de sus opiniones políticas. O eso le pareció a Croxley. Luego le dejó solo, no sin antes haberle comentado, aprovechando aquella magnífica oportunidad, que confiaba en que Lord Petrefact no fuese a llevarle a los tribunales por haber estropeado aquella valiosísima muestra del ingenio victoriano, así como, a juzgar por lo que se veía a través del agujero del suelo, por los destrozos que había causado en el piso inferior.
Pero cuando llegó a la balaustrada las cosas habían cambiado de aspecto. Era dudoso que Lord Petrefact llegara a vivir las horas suficientes para llevar a nadie a los tribunales. Por el aspecto de aquella cosa que colgaba de la parte trasera de la silla de ruedas, el viejo estaba a punto de convertirse en cliente de una funeraria. Durante un horrible segundo, Croxley pensó que aquello no era más que un pantalón de pijama que se había caído de una de las cubas antisépticas, y que trataba por todos los medios de alcanzar la silla de ruedas en su loca carrera. Sólo cuando aquel repugnante revoltillo dio contra la pared y la silla se estrelló contra la columna de mármol, llegó Croxley a reconocer a su jefe. Impulsado por un sentido del deber que demostró ser superior a sus sentimientos personales, bajó corriendo las escaleras y se arrodilló junto al cadáver para buscarle el pulso, aunque sin esperanzas de localizarlo. Y, en efecto, no parecía que le latiese. ¿Y dónde diablos estaba el maldito equipo de vigilancia intensiva? Si alguna vez habían sido necesarios sus servicios, ese momento era ahora. Pero después de gritar «¡Socorro!» varias veces y de no obtener resultados, Croxley se vio obligado a emprender aquello para lo que tan concienzudamente se había preparado y que siempre había rezado pidiendo no tener nunca que llegar a hacer. Alzando la ensangrentada cabeza de Lord Petrefact —el hecho de que todavía sangrase parecía rebatir la hipótesis de la muerte del muy cerdo—, cerró los ojos y aplicó sus labios a los de aquel cuerpo, para hacerle la respiración artificial. Sólo cuando ya le había insuflado aire tres veces abrió Croxley los ojos y comprobó que su ojo izquierdo estaba clavado en la demoníaca mirada de Lord Petrefact. Croxley dejó caer la cabeza al instante. No era la primera vez que veía aquella mirada asesina, pero jamás la había visto tan de cerca.
—¿Se encuentra bien? —preguntó, y al instante lamentó haberlo hecho. La pregunta sirvió para galvanizar al viejo. Sufrir la presencia de la silla de ruedas y verse luego arrastrado por aquel enloquecido trasto a través de Dios sabe qué porquería había sido espantoso, pero recobrar la conciencia y encontrarse con que le estaban besando su propio secretario confidencial, tras cincuenta años de leales servicios, un tipo que además era una persona dotada de un perverso sentido del humor, capaz de construir un lechoncillo con los cuartos delanteros y traseros de un jodido jabalí, rayaba en lo más espeluznantemente insoportable.
—¿Bien? ¿Que si me encuentro bien? —chilló—. ¿Tiene los cojones de preguntarme si me encuentro bien? Y, además, ¿por qué demonios estaba besándome?
—Respiración boca a boca —murmuró Croxley. Pero Lord Petrefact estaba muy atareado ahora con el cordón del pijama. Ya se ocuparía de lo que fuese que Croxley había estado haciéndole cuando hubiera desatado el nudo infernal que amenazaba con provocar una gangrena gaseosa, o algo peor, en sus intestinos. Más que el cordón del pijama aquello parecía un torniquete ventral.
—A ver, permítame que le ayude —dijo Croxley, comprendiendo de repente el problema. Pero Lord Petrefact había tenido de sobra con los cuidados orales de su secretario.
—Nada de eso —gritó, y se apartó de su mano con una tremenda sacudida espasmódica. La silla de ruedas retrocedió un poco, y puso fin a sus intentos de desprenderse de ella. Soltando un sollozo, Lord Petrefact se quedó muy quieto, estaba a punto de ordenarle a Croxley que fuera por un cuchillo, cuando por fin se presentó el equipo de vigilancia intensiva.
—Está atrapado… —empezó a decir Croxley, pero le echaron a un lado aquellos expertos que creían saber de todo eso mucho más que él. Mientras uno de ellos preparaba una mascarilla de oxígeno, otro disponía los electrodos de un estimulador cardíaco. Segundos más tarde Lord Petrefact quedó silenciado por la mascarilla, y se empezó a enterar de lo que supone, para un corazón relativamente sano, recibir una descarga eléctrica.
—Y llévese la maldita silla de ruedas —ordenó el jefe del equipo—. No hay forma de trabajar con ese maldito cacharro por en medio. Además, los pacientes necesitan espacio para poder respirar.
Desde el otro lado de la mascarilla de oxígeno Lord Petrefact manifestó su desacuerdo, pero no estaba en condiciones de hacer oír su opinión. Cuando las descargas eléctricas comenzaron a agitar su pecho, y a medida que le bombeaban oxígeno hacia el interior de sus pulmones, y, momentos después, cuando uno de los miembros del equipo trató de apartar la silla de ruedas, Lord Petrefact supo que estaba muriéndose. Y esta vez no le importó. Estaba seguro de que el infierno le parecía una bendición si lo comparaba con lo que aquellos cerdos estaban haciéndole.
—Cabrones, asesinos —les gritaba desde detrás de la mascarilla, pero con el único resultado de una nueva sacudida, y el pinchazo de una aguja hipodérmica en el brazo.
Cuando estaba cayendo en la inconsciencia creyó ver a Croxley que se inclinaba sobre él provisto de un objeto ominosamente parecido a un cuchillo de carnicero. Durante un momento Lord Petrefact recordó el cerdo expurgado, y trató de detener esa mano asesina. Pero al siguiente instante ya había perdido el sentido y Croxley intentaba cortar el cordón del pijama. Fue como si el secretario hubiese calculado aquella acción como el mejor método para conseguir que los médicos confundieran radicalmente sus propósitos. Porque los enloquecidos acontecimientos tenían que haber sido provocados por alguien y, siendo científicos, era lógico que no creyeran que el culpable pudiera ser la silla de ruedas. Tampoco sabían que la causa de la destrucción del dormitorio de Lord Petrefact había sido una máquina, la que accionaba el Baño Sincronizado. Habían pasado el suficiente tiempo al lado de Lord Petrefact para saber que su secretario confidencial vivía en un estado de perpetua tensión. Por lo tanto, nada más fácil para ellos que deducir que aquel hombre había sido llevado por el duro trato de su jefe hasta más allá de los límites de la locura, y que, por lo tanto, lo que ahora se proponía era arrancarle las entrañas al tirano. Cuando Croxley cogió el cordón del pijama, los médicos cayeron sobre él y le sujetaron contra el suelo para, inmediatamente, quitarle el cuchillo de carnicero que sostenía en la mano.
Esta escena fue el recibimiento que tuvo Yapp cuando salió de la suite del rey Alberto cargado con su bolsa Intourist, dispuesto a largarse de Fawcett House inmediatamente. Fue también la escena que vivieron los ojos de Mrs. Billington-Wall cuando compareció allí, dispuesta a abrir la casa para los turistas. Vestida ahora con un traje de mezclilla en lugar del uniforme del día anterior, tenía un aspecto más imponente que nunca. Echó una ojeada a la mêlée de médicos y Croxley en el suelo; otra a Yapp, que vacilaba en la escalera; y una última al inconsciente Lord Petrefact, y esto le bastó para tomar el mando de la situación.
—¿Qué diablos se han pensado ustedes que han venido a hacer aquí? —preguntó.
—Este hombre trataba de asesinar a Lord Petrefact —murmuró uno de los médicos.
—No es verdad —farfulló Croxley, tratando de recobrar el aliento—. Sólo pretendía cortar el cordón que… —Se quedó sin aire.
—Sí, todos dicen lo mismo —afirmó uno de los médicos—. Es un ejemplo clásico de esquizofrenia paranoide. Cortar el cordón umbilical…
Pero a estas alturas Mrs. Billington-Wall ya había captado perfectamente uno al menos de los aspectos de la situación.
—En parte lleva razón Mr. Croxley —dijo dirigiendo una mirada profesional a los rojos dedos de los pies de Lord Petrefact—. Es vidente que alguna cosa impide que su sangre circule libremente.
Y, con destreza y sentido práctico, deshizo el nudo del cordón del pijama y vio cómo los dedos recobraban su palidez normal. Los médicos, bastante turbados, se pusieron en pie.
—Era verdad, pero seguro que alguien ha intentado asesinarle. Su dormitorio está destrozado. Se nota que se ha defendido fieramente.
—Si buscan ustedes al culpable, mejor será que vuelvan la vista hacia él —dijo Mrs. Billington-Wall señalando a Walden Yapp, que seguía vacilando en mitad de la escalera, con todos los indicios de la culpabilidad inscritos en sus facciones—. Y como no le quiten la mascarilla a ese viejo, al final los culpables van a ser ustedes mismos.
Walden Yapp no esperó ni un segundo más. Había dudado porque, si hacía unos momentos había llegado a convencerse de que alguien le había engatusado para que acudiese a aquella casa con el propósito de que se chamuscara y muriera escaldado en aquella espantosa bañera, tuvo que volver a plantearse las cosas cuando vio a Lord Petrefact tendido en el suelo, desangrándose, y claramente in extremis. Luego, cuando trataba de deducir por qué motivos habían sujetado de aquel modo a Croxley, apareció aquella mujer señalándole con su dedo acusador. Supo que iba a convertirle en el cabeza de turco que tendría que pagar el crimen que hubiera sido cometido. Y al ver que los médicos se dirigían hacia la escalera mientras, por su parte, Mrs. Billington-Wall libraba a Lord Petrefact de aquellos auxilios que estaban a punto de acabar con su vida, Walden Yapp fue presa del pánico. Dio media vuelta y empezó a correr escaleras arriba y luego por el pasillo. A su espalda, los pasos de los médicos le empujaban a seguir corriendo sin darle tiempo a pensar hacia dónde dirigirse, pero prefería cualquier rincón antes que la suite del rey Alberto. De modo que, tras volver una esquina, y consciente de que sus perseguidores iban pisándole los talones, Yapp probó una puerta. Como no estaba cerrada con llave, se coló por ella, la cerró enseguida y buscó la llave. No había ninguna. O, si la había, estaba al otro lado. Pensó hacer una barricada con los muebles que tuviera a su alcance, pero las cortinas estaban corridas y la habitación en penumbra. Además, parecía hallarse desnuda, y, aparte de un objeto que parecía un caballo de cartón, no vio nada que sirviera para atrancar la puerta. Prefirió, pues, quedarse apoyado contra la pared, en silencio, y confió en que no le hubiesen visto entrar.
Pero los pasos se habían detenido y ahora se oían murmullos en el pasillo. Aquellos espantosos seres de bata blanca estaban celebrando una conferencia. Luego oyó la voz de Croxley.
—Es el antiguo cuarto de los niños. No conseguirá salir de ahí. —Una llave hizo girar el cerrojo, los pasos se alejaron, y Walden Yapp se quedó solo, con la única compañía del caballo y sus atormentados pensamientos. Cuando hubo examinado a fondo la habitación y descubierto que las ventanas tenían rejas, comprendió a qué se refería Croxley cuando dijo que no podría salir de allí. Por otro lado, se sintió incapaz de imaginar qué clase de feroces niños pudieron necesitar unas ventanas enrejadas. Aunque lo cierto era que Fawcett House tenía tantos detalles extraordinarios que no le hubiera sorprendido que le dijeran que antiguamente se usaba el cuarto de los niños como jaula para un gorila recién nacido. Parecía imposible, pero no menos imposible era aquella jodida bañera. De modo que no pensaba acercarse al caballo, por si se trataba de un bicho accionado a motor. Eligió, pues, como asiento, un rincón del suelo, y trató de olvidarse de sus desdichas estudiando las de aquellas afiladoras del Sheffield de 1863.
Cuando Croxley y los médicos volvieron al vestíbulo, Mrs. Billington-Wall comenzó a dar órdenes a diestro y siniestro.
—Ustedes súbanle arriba, tiéndanle en la cama, lávenlo un poco y pónganle un pijama limpio —les dijo a los médicos—. Y no discutan. No le pasa nada que no se pueda curar con un simple reposo y un poco de desinfectante. Las heridas del cuero cabelludo siempre sangran profusamente. Fui enfermera durante la guerra, no vayan a creer.
Croxley miró a aquella mujer y se preguntó cuáles debían de haber sido sus experiencias bélicas. Mrs. Billington-Wall no era una mujer guapa precisamente, pero en tiempos de guerra los hombres solían estar muy desesperados… Por otro lado, no ardía precisamente en deseos de contemplar la reacción de Lord Petrefact cuando éste recobrara la conciencia y manifestara sus opiniones acerca de los invitados que se dedican a destruir las casas de sus anfitriones, y a poner en peligro hasta la misma vida de éstos, de modo que seguramente le resultaría ventajoso que, de acuerdo con las instrucciones de Mrs. Billington-Wall, el viejo quedará inmovilizado arriba unas cuantas horas. De modo que Croxley desapareció de la escena en cuanto los médicos, apremiados por las reconvenciones de Mrs. Billington-Wall, que afirmó no estar dispuesta a que los turistas que iban a visitar la casa se encontrasen con un par del reino en semejante estado, se llevaron a Lord Petrefact a uno de los dormitorios del primer piso.
De modo que hasta el momento en que Lord Petrefact despertó y se encontró limpio, vestido y metido en la cama de una habitación desde la que se dominaba el césped que se extendía hasta el lago, Croxley estuvo muy entretenido desayunando, leyendo la prensa dominical y pensando qué diablos podía hacer con Yapp. No le remordía la conciencia cuando pensaba que le tenía encerrado en la habitación de los niños, y, por otro lado, aquel cerdo podía resultarle útil. Si Mrs. Billington-Wall podía ser señalada como la persona responsable de que Lord Petrefact se encontrara en una cama del primer piso, y por lo tanto, alejado del sistema de comunicaciones del que estaba provisto el brazo de su silla de ruedas, Yapp podía ser el cabeza de turco más adecuado para todo el resto de la catástrofe. Y aquello había sido sin duda una catástrofe. El costo del inventario de los daños causados por el Baño Sincrónico y la silla de ruedas ascendía a una cifra que rondaba el cuarto de millón de libras esterlinas, o quizá más. Las piedras de jade, convertidas ahora en diminutos fragmentos, eran de un valor incalculable. Su estado actual era irreparable. Lo mismo ocurría con varias alfombras orientales, también muy valiosas. El baño había sido el causante de su destrucción: el baño, y el vapor que se había filtrado a través del orificio dejado por la araña. De hecho, el dormitorio de Lord Petrefact tenía el mismo aspecto que si hubiera sido arrasado por una riada de agua hirviendo. Sí, el responsable de todo aquello era Yapp, y Croxley dio gracias al Cielo por no haber sido él quien sugirió la posibilidad de que aquel animal se alojase en la suite del rey Alberto.
Estaba felicitándose así mismo por su suerte, cuando uno de los médicos bajó a llevarle un mensaje de Lord Petrefact, que acababa de volver en sí y quería verle. Por el aspecto de las facciones del médico, Croxley dedujo que la salud de Lord Petrefact había mejorado notabilísimamente, al tiempo que se producía un marcado empeoramiento de su humor.
—Vaya con cuidado —dijo el médico—. Me parece que todavía no es el de siempre.
Croxley subió la escalera preguntándose por el significado de este críptico comentario. Y se quedó muy asombrado cuando vio que Lord Petrefact padecía un ataque de furia relativamente benigno. Mrs. BillingtonWall seguía al mando.
—Va a tener que quedarse aquí hasta que se encuentre mejor —le dijo la señora al lado más malévolo de Lord Petrefact, haciendo una demostración de arrojo que parecía confirmar que, en efecto, había sido enfermera de guerra y que seguramente había visto toda clase de cosas en toda clase de frentes—. No voy a permitir que le trasladen hasta que esté convencida de que se ha recobrado usted totalmente del espantoso ataque que ha padecido.
Lord Petrefact le dirigió una mirada furiosa, pero mantuvo silencio. Evidentemente, sabía que se había encontrado un ser que estaba a su misma altura.
—Y no vaya usted a excitarle —añadió dirigiéndose a Croxley—. Le concedo diez minutos como máximo. Después tendrá que irse otra vez abajo.
Croxley hizo un agradecido gesto de asentimiento. Diez minutos en compañía de Lord Petrefact era más de lo que él quería. Y si en aquellas condiciones podían ser un infierno, siempre era mejor diez minutos que cuarenta.
—¿Quién diablos es ésa? —preguntó Lord Petrefact cuando ella se fue.
—Mrs. Billington-Wall —dijo Croxley, decidiendo que la mejor forma de defenderse sería contestar a todas las preguntas con respuestas obtusamente literales—. Es la viuda del general de brigada Billington-Wall, medalla de servicios distinguidos, medalla…
—No me interesa el árbol genealógico de esa furcia. Quiero saber qué diantres hace aquí.
—Hasta donde puedo saber, está cuidando de usted. Generalmente se encarga de enseñar la casa a los turistas, pero hoy se ha tomado el día libre…
—Cállese de una vez —chilló Lord Petrefact, momentáneamente olvidado del estado de su cabeza. Croxley se calló y permaneció sentado, mirando al anciano con deferente antipatía.
—Bueno, diga algo —gimió Lord Petrefact.
—Si insiste… Primero me dice que me calle y luego se queja de que no diga nada.
Lord Petrefact miró a su secretario con un odio sin fisuras.
—Croxley —dijo por fin—, ha habido momentos a lo largo de nuestras prolongadas relaciones en los que he considerado seriamente la posibilidad de despedirle, pero le aseguro que jamás en la vida lo había considerado tan seriamente como ahora. Bien, dígame, ¿por qué estoy en el primer piso?
—Lo ha decidido ella —dijo Croxley—. Yo he tratado de disuadirla, pero ya ha comprobado usted por sí mismo qué clase de mujer es.
Así era. Lord Petrefact hizo un gesto de asentimiento.
—Y antes de eso, ¿qué ha pasado? Croxley decidió que era mejor evitarse una repetición de la jugada del boca a boca, y limitarse a lo esencial.
—¿Empiezo por el principio?
—Sí.
—Pues todo empezó cuando ese tipo, Yapp, decidió darse un baño…
—¿Un baño? —balbuceó Lord Petrefact—. ¿Un baño?
—Un baño —repitió Croxley—. Al parecer abrió el grifo del agua caliente y esperó a que la bañera estuviese casi llena antes de meterse, y entonces…
Pero Lord Petrefact ya no le escuchaba. Era obvio que se había equivocado al juzgar a Yapp. No era el marica de mierda que se imaginaba. Si aquel animal era capaz de poner en marcha la serie de acontecimientos que había concluido con la completa destrucción de una habitación de la planta baja, incluido todo lo que contenía, aparte de provocar la caída de una pesadísima y carísima araña de cristal, y todo eso por el simple hecho de darse un baño, no cabía duda de que se trataba de una fuerza de la naturaleza con la que no se podía jugar. Más aún, aquel tipo era un cataclismo humano, una zona de desastre andante, un maníaco de actividades inimaginables. Dejarle suelto por los lugares donde rondaban los demás miembros de la familia Petrefact significaba exponerles a una maliciosa energía que daría buena cuenta de todos ellos antes de que supieran que les estaba pasando algo.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó, interrumpiendo el relato de Croxley.
—Le hemos encerrado en la habitación de los niños.
Lord Petrefact experimentó una sacudida tan fuerte que Croxley pudo verla a través de las mantas.
—¿En la habitación de los niños? ¿Y por qué?
—Hemos creído que era el lugar más seguro. Al fin y al cabo, la compañía aseguradora querrá enterarse de cómo…
Pero Lord Petrefact no tenía intención de oír la historia de los embrollos que podía armar Yapp enfrentado a una compañía de seguros.
—Suéltele inmediatamente. Quiero ver a ese joven. Vaya a buscarle ahora mismo.
—Pero ya ha oído lo que ha dicho Mrs. Billington-Wall…, oh, sí, claro, ahora mismo.
Salió y se dirigió a la habitación de los niños, cuando estaba a punto de descorrer el cerrojo le interrumpió Mrs. Billington-Wall.
—¿Se puede saber qué está haciendo? —le preguntó.
Croxley la miró malignamente. ¿No era patente lo que estaba haciendo? Hasta la inteligencia más mezquina podía comprender que estaba descorriendo el cerrojo de una puerta, y estaba a punto de articular en alta voz estos pensamientos cuando un destello de la mirada de aquella mujer le contuvo. Había en aquellos ojos más mezquindad incluso que en su inteligencia.
—Lord Petrefact ha requerido la presencia del profesor Walden Yapp —dijo Croxley, confiando en que quizá la ceremoniosidad serviría para aplacar a la dama. Pero no fue así.
—Entonces, está mucho más enfermo de lo que me había imaginado. Probablemente haya sufrido una fuerte conmoción. En fin, sea como fuere, no habrá ningún tipo de comunicación con ese monstruo hasta que la policía le haya interrogado.
—¿La policía? —chilló Croxley—. No me diga que… ¿Qué policía?
Los ojos de Mrs. Billington-Wall adquirieron las propiedades de un láser furioso.
—La del pueblo, naturalmente. He telefoneado a la comisaría para pedir que se presentaran aquí urgentemente. —Y, dicho esto, condujo a Croxley en la dirección por la que había llegado hasta allí. Sólo al encontrarse ante la puerta de la habitación de Lord Petrefact decidió Croxley plantarle cara aquella mujer.
—Oiga —le dijo—. Aquí hay una confusión. No me extraña que el profesor Yapp le resulte antipático. Tampoco a mí me gusta. Pero a Lord Petrefact le cae muy bien, y admito que no comprendo sus motivos, pero cuando él se entere de que ha llamado usted a la poli se va a poner hecho una fiera. Si aprecia en algo su propia vida, baje, llame otra vez a la comisaría, y dígales que no vengan…
—Me parece que conozco mis intereses bastante mejor que usted —dijo Mrs. Billington-Wall—. Y no pienso hacerme cómplice de una reyerta.
—¿Reyerta? ¿Qué reyerta? Santo Dios, ¿les ha dicho que ha habido aquí una reyerta?
—¿Y cómo calificaría usted los escandalosos acontecimientos que han ocurrido esta madrugada?
Croxley buscó una palabra apropiada, pero aparte de la expresión «desgracia fortuita», que aquella furiosa mujer encontraría sin duda demasiado frívola, no se le ocurrió nada más.
—Supongo que podría decir que…
—Una reyerta —le interrumpió ella—. Y parece olvidar usted que yo soy personalmente la responsable de esta casa en ausencia de Lord Petrefact, y como encargada…
—Pero él no está ausente. Lord Petrefact está aquí —dijo Croxley.
Mrs. Billington-Wall lanzó una mirada despectiva a la puerta de la habitación de Lord Petrefact.
—Tengo que admitirlo —dijo—. De todos modos, opino que no se encuentra en condiciones de analizar lúcidamente la situación. Legalmente hablando, está ausente. Y yo no lo estoy, y creo que…
—Ya, pero ¿qué me dice del escándalo? —dijo Croxley, que ahora luchaba con una desesperación de feroces acentos, debido a que sabía muy bien lo que haría Lord Petrefact en cuanto se enterase de que alguien había pedido a la policía que echase una ojeada a su vida privada. Aparte de los efectos que podría causar una llamada al ministerio de Hacienda solicitando que enviara una docena de inspectores a revisar sus libros mayores secretos, no había nada tan capaz de provocar en él una apoplejía mortal como la sola idea de que la policía pudiera encontrarse en su casa.
—¿Qué escándalo? —preguntó Mrs. Billington-Wall—. El único escándalo que ha habido aquí ha sido la destrucción de…
Pero Croxley la había cogido del brazo y se la llevó pasillo abajo, alejándola de la puerta.
—Cerdos —susurró en tono de conspirador.
—¿Cerdos?
—Exacto.
—¿Qué quiere decir con eso de «exacto»?
—Lo que he dicho —prosiguió Croxley, esforzándose frenéticamente por engañar a aquella mujer, meterla en un rompecabezas de confusiones del que sólo pudiera salir dispuesta a impedir que la policía cruzara el umbral de la casa.
—Pero antes ha dicho «cerdos» y ahora ha dicho «exacto». No tengo ni idea de qué está hablando.
—A buen entendedor… —dijo Croxley, esbozando con los labios una sonrisa que él trató de que fuese impúdica.
Mrs. Billington-Wall no le hizo caso.
—Óigame usted… Eh, ¿no estará tratando de insinuar que…?
—No diga ni una palabra más. Ha acertado —dijo Croxley.
—¿Así que ese anciano siente una atracción perversa por los cerdos?
Croxley alzó la mirada al cielo y le rogó a Dios que aquello no llegara jamás a oídos del viejo… En cualquier caso, sería mejor que la aparición de la policía. De modo que decidió insistir.
—Lechoncillos, concretamente —dijo, tratando de pronunciar cada letra con la más profunda repugnancia. Y logró su propósito. Mrs. Billington-Wall adoptó una actitud envarada.
—No me lo creo —dijo secamente.
—No le pido que se lo crea —dijo Croxley, por una vez con sinceridad—. Lo único que digo es que como la policía empiece a husmear por esta casa, el apellido Billington-Wall saldrá el domingo que viene en la primera página del News of the World, con unos caracteres enormes que dirán algo así como «La viuda del general cazada en plena orgía de bestialismo». Y si no me cree, vaya a preguntárselo al chef. Ayer noche Lord Petrefact ordenó que le arrancaran las tripas a un cerdo, para que se lo pusieran a la medida.
—¿Medida? —dijo Mrs. Billington-Wall con una extraordinaria expresión de repugnancia.
—Eso —dijo Croxley—. Era demasiado grande.
—¿Grande?
—Óigame, supongo que no querrá que le explique todos los detalles fisiológicos del asunto, ¿verdad? Yo pensaba que una mujer con tanta experiencia como usted…
—Olvídese de mi experiencia —dijo Mrs. Billington-Wall—, y le aseguro que jamás la he tenido de nada que se parezca al bestialismo.
—No lo dudo. Sin embargo…
—Y si cree que voy a ser cómplice del sanguinario trato que se le ha dado a ese cerdo al que usted se refiere, y para los fines que…
—Eh, un momento. Un momento —empezó a decir Croxley. Pero Mrs. Billington-Wall no era tan fácil de detener.
—Le aseguro que no voy a consentirlo. Como secretaria de la delegación de Fawcett de la Sociedad Protectora de Animales, me siento profundamente afectada por esta clase de dramas.
—No me cabe la menor duda de que es así —dijo Croxley, tan embebido en su sugestio porcine que estaba dispuesto a actuar con la mayor descortesía en caso necesario—. Y le garantizo que se va a sentir afectada muchísimo más profundamente incluso cuando la bofia le meta mano. Ya me dirá cómo va a explicarles a los detectives por qué hay en el congelador un pedazo que representará aproximadamente una buena tercera parte de un cerdo descuartizado. Ya me dirá el caso que van a hacerle. Muy bien. No me crea. Vaya a preguntárselo a ese jodido chef de los cojones, y compruébelo por usted misma.
Y, abandonando a la desconcertada mujer, Croxley se fue a la habitación de Lord Petrefact.
Mrs. Billington-Wall bajó la escalera tambaleándose de impresión, y poco después trató de conseguir que el chef le explicara exactamente qué había ocurrido la víspera. Y esto no fue especialmente fácil, ya que el chef era italiano, confundía unas consonantes por otras, y, además, se sintió ofendido en su orgullo profesional cuando ella insinuó que se había atrevido a transformar un cerdo grande en un lechoncillo por el procedimiento de despachar al pobre animal.
—¿Y cómo iba yo a saber para qué quiso que se lo preparasen así? Yo no me ocupo de esas cosas. Si me dicen que corte el cerdo, yo corto el cerdo. ¿Así que al tipo le gustan los cerdos pequeños? Pues, por mí, allá él.
Mrs. Billington-Wall no sentía la misma indiferencia.
—Me parece absolutamente repugnante. Jamás en la vida había oído contar nada tan monstruoso.
El chef se encogió de hombros con expresión filosófica.
—No es que sea repugnante. Sólo un poco raro. Lo admito. Pero siempre he oído decir que los lores ingleses son bastantes…, ¿qué palabras usan ustedes?
—Repugnantes —dijo empecinadamente Mrs. Billingtan-Wall.
—Excéntricos —dijo el chef, tras haber encontrado la palabra que estaba buscando.
—A usted podrá parecerle excentricismo, pero para mí es simplemente repulsivo.
Se volvió, dispuesta a abandonar la cocina, cuando se le ocurrió otra idea.
—¿Y qué hizo con…, esto…, con la cosa, luego? —preguntó, convencida ahora de que el consejo de Croxley era muy sensato.
—¿Luego? —dijo el chef—. Pues buenos somos nosotros como para desperdiciarlo, por mucho que al lord ése no le gustara. Nos lo comimos, naturalmente.
Durante un terrible instante Mrs. Billington-Wall se quedó mirando fijamente al chef con una expresión de repugnancia e incredulidad tan marcada que el hombre creyó que le estaban pidiendo más detalles.
—Está muy bueno. Crujiente…
Pero ella ya se había ido. Su sentido de lo tolerable tenía sus límites, y lo que acababa de oír… Cuando salía corriendo de la cocina, tratando de contener sus deseos de vomitar, decidió que en modo alguno podía consentir que la policía investigara la horrible cadena de acontecimientos que se habían producido en Fawcett House.