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En la habitación contigua, Lord Petrefact estuvo saboreando su cigarro en la oscuridad durante un rato, pero también se maldijo a sí mismo por haber sido tan estúpido. Y maldijo también a Croxley por el asunto del cerdo recortado, y si le hubiese tenido a su alcance le habría dicho al muy cerdo que tenía una semana de plazo para buscarse otro empleo. Pero Croxley había decidido irse a dormir al primer piso, Fawcett House tenía de todo menos ascensores, y Lord Petrefact era demasiado sensato para pensar siquiera en la posibilidad de hacer subir su silla de ruedas por la escalinata de mármol, máxime teniendo en cuenta que se trataba de una escalinata de mármol que ya había demostrado sus tendencias asesinas en la persona del tío abuelo Erskine. Lord Petrefact recordaba la tragedia con viva satisfacción, aunque seguía siendo un misterio el motivo por el cual su tío abuelo se meó en la balaustrada antes de dar, vestido solamente con un condón, el paso que le precipitaría a la muerte. Era probable que el viejo cabrón hubiera confundido a una de las estatuas de mármol del rellano con una doncella.

Pero eso no importaba. Lo importante era que el agregio Croxley estaba arriba, y que como él estaba abajo tendría que esperar hasta la mañana siguiente para descargar su furia contra aquel imbécil. Pero en realidad lo que más le fastidiaba era haberle ofrecido a aquel otro imbécil de Yapp unas condiciones tan generosísimas, cuando el pobre chalado hubiera sido capaz de realizar la investigación por amor al arte. Por otro lado, también se sentía irritado pensando que quizá, pese a su reputación, Yapp no fuese el hombre más adecuado para la tarea. La educación con que había actuado durante la cena no parecía corresponder a la imagen de implacable verdugo que Lord Petrefact se había hecho de él. Y pensando que no le quedaría otro remedio que dirigir los pasos del profesor en la dirección adecuada, Lord Petrefact se fue traqueteando hacia su dormitorio y hacia los cuidados de su U.V.I. particular, cuyo personal femenino tenía adjudicada la poco envidiable misión de meterle en cama por las noches y levantarle por la mañana.

Yapp terminó de estudiar el contrato en la sala y, recordando que tenía a los criados despiertos por culpa suya, se fue hacia su habitación. Había analizado detalladamente incluso la letra pequeña del contrato y, hasta donde él sabía, no había allí nada que le impidiera escribir la más brutal historia de la familia que nadie pudiera imaginar. Era extraordinario. Y, encima de hacerle el regalo de todos aquellos datos socioeconómicos, iban a pagarle cien mil libras esterlinas. Resultaba inquietante. Casi tan inquietante como saber que iba a dormir en la misma cama que antaño había ocupado el tirano del Congo.

No fue de extrañar que a Yapp le costara mucho dormirse. Mientras Lord Petrefact meditaba en el piso inferior cuáles de sus parientes se sentirían más molestos por las investigaciones de Yapp, el gran Historiógrafo Demótico luchaba denodadamente por conciliar el sueño, sin el menor éxito. Se despertaba una y otra vez, y se quedaba mirando hacia la ventana, asombrado ante su buena suerte, para luego volver a adormecerse. Y cuando lograba dormir, soñaba en cerdos que iban montados en sillas de ruedas, y veía una imagen distorsionadísima de Lord Petrefact, cuyos pies aparecían en el sitio donde normalmente están los omóplatos. Para empeorar aún más las cosas, no había lamparita de noche junto a la cama, y no podía acunar su imaginación con la lectura de los sufrimientos de los afiladores de Sheffield en 1863, tema de la tesis doctoral de uno de sus alumnos que se había llevado consigo para utilizar como lectura nocturna. Pero, sobre todo, estaba sin Doris. Si hubiese podido teclear el contrato en su computadora, estaba seguro de que ella hubiese encontrado el fallo. Pero para eso no le quedaba más remedio que esperar al momento de su regreso a Kloone.

Hasta Croxley, que normalmente dormía magníficamente bien, se encontró con que era presa del insomnio. Había conseguido librarse provisionalmente de la furia que se le había desatado a Lord Petrefact por culpa de aquel lechoncillo improvisado, pero no cabía duda de que a la mañana siguiente tendría que soportar un estallido de ira. Croxley se resignó a esta perspectiva porque era inevitable. Además, por mucho que el viejo tronara y le mandara al infierno, Croxley sabía cuál era el valor de su trabajo, y no temía por su empleo. No, se estaba cociendo alguna otra cosa mucho más grave, y en esta ocasión no tenía ni idea de qué se traía Lord Petrefact entre manos. ¿Por qué había invitado a Fawcett a aquel profesor subversivo? Croxley no lo entendía. Y si Lord Petrefact se maldecía a sí mismo por haberle ofrecido a Yapp una suma tan importante como pago por sus investigaciones, Croxley se culpaba a sí mismo de no haber aprovechado la oportunidad que le brindó la cena para sonsacar a Yapp y averiguar los motivos de su presencia allí. Fueran cuales fuesen, a Croxley no le parecía bien. Tratando de encontrar algún indicio en sus recuerdos, el único motivo plausible que se le ocurrió fue que todo aquello podría estar relacionado con el cierre de la fábrica de Hull. Esta era una operación que estaba preparándose en aquellos momentos, y quizá Yapp fuera el hombre designado para intervenir como árbitro de la disputa. En cuyo caso era posible que el viejo Petrefact estuviera tratando de sobornarle. Pero esto no bastaba para explicar que, además le hubiese estado adulando de aquel modo. A todo lo largo del medio siglo durante el que Croxley había permanecido fiel a Lord Petrefact y consagrado a la familia que él encabezaba, el secretario no recordaba haber vivido más que contadísimas situaciones en las que el viejo había hecho tantos esfuerzos por ocultar sus verdaderos sentimientos y mostrarse tan amable. Por ejemplo, la vez en que necesitaba las acciones de American Carboils que pertenecían a Raphael Petrefact para llevar a cabo la adquisición de esa empresa; o cuando necesitó la colaboración de Oscar Clapperstock para llevar a la quiebra a un competidor. Pero, aparte de estos dos momentos vitales de su carrera, Lord Petrefact había sido siempre concienzudamente desagradable con todo el mundo. Una de las cualidades del viejo que más admiraba Croxley era precisamente esta capacidad que tenía de perseguir implacablemente el provecho propio a expensas de su buena imagen. Pero, finalmente, hasta el desconcertado Croxley acabó durmiéndose, y Fawcett House recobró el sombrío silencio y el esplendor sepulcral que con tanta elocuencia parecían celebrar el sufrimiento de los millones de personas a cuya costa se había llegado a construir el edificio.

Pero fue precisamente el recuerdo del sufrimiento de todos esos millones de personas lo que acabó arrancando a Walden Yapp de su cama. ¿Cómo podía aceptar cien mil libras esterlinas ganadas de aquel modo? Y ofrecidas por un hombre cuya frase más difundida, y de la que más orgulloso se sentía, era una paráfrasis de Churchill que decía: «En el campo de la empresa privada, jamás tantos le habían debido tanto a una sola persona». La mismísima idea de ser pagado con monedas que estaban manchadas con la sangre, el sudor, las lágrimas y los esputos de los mineros silicóticos de Bolivia y Sudáfrica, así como por los cultivadores de té en Sri Lanka, los leñadores del Canadá, los conductores de las palas mecánicas de Queensland, así como de obreros de todas las partes del mundo, le resultaba intolerable. Y por si eso fuera poco, también tenía que pensar en el daño que aquel contrato podía causarle y su hasta ahora inmaculada reputación. La gente diría que Walden Yapp había sido comprado, que se había convertido en un lacayo, en el jefe de la publicidad del Grupo Empresarial Petrefact, que había renunciado a sus principios por sólo cien mil libras. Le atacarían los miembros del grupo de la revista Tribune, le echarían de la sede central de la confederación de sindicatos, y hasta le volverían la espalda por la calle tipos tan poco extremistas como Wedgire Benn, el líder de la izquierda laborista. A no ser, naturalmente, que hiciera donación de toda esa suma a una institución benéfica, como OIT, o para los fondos de la Campaña para la Salvación del Pol Pot. Un ademán de este tipo serviría como respuesta a las críticas que recibiría, y le permitiría llevar a cabo su investigación de los métodos de explotación utilizados por los Petrefact. Sí, esta era la solución, y, contento por la idea que había tenido, seguro de que nadie podría tachar su nombre de los anales del socialismo, se fue al baño y decidió que si le resultaba moralmente imposible dormir en la misma cama que había usado aquel vil monarca, podía al menos probar aquella bañera antediluviana. Sería un primer paso en su investigación de las formas de vida de los millonarios de tiempos pasados.

Al final, la experiencia superó sus expectativas. Tras haber leído de nuevo las instrucciones, Yapp accionó la palanca que ponía en funcionamiento los manómetros, fijó el termostato en 35.º centígrados, y esperó hasta que la bañera se llenara hasta los dos tercios de su capacidad, a fin de poner en marcha el sistema de oleaje artificial. Justo entonces cerró el grifo del agua caliente y entró en la bañera. O, mejor dicho, hubiera entrado si aquel artefacto no se hubiera desplazado lateralmente, propinándole un golpe que le hizo perder el equilibrio. Al siguiente instante trató de mover la palanca, pero la bañera se movió hacia el otro lado. Yapp se deslizó hasta el fondo y chocó con el grifo, y cuando trataba desesperadamente de agarrarse a él, la bañera, con un espantoso y estridente ruido, cambió de dirección y, al mismo tiempo, empezó a vibrar. Luego, ayudado por una pastilla de jabón, Yapp volvió a resbalar, pero consiguió no obstante alcanzar la palanca y girarla hasta donde estaba grabada la palabra CHORRO. El indicador cumplió su promesa con un entusiasmo cuyo origen debía de estar en los muchos años de comprensible abandono que había tenido que sufrir. Un chorro de agua caliente y herrumbrosa comenzó a salir de unos agujeros situados en el perímetro de caoba del armatoste. Yapp soltó un chillido, se agarró a la cortina y trató de ponerse en pie. Pero no cabía la menor duda de que la bañera tenía sus propias ideas al respecto. Cuando la cortina cayó, rotas sus oxidadas anillas por el peso de Yapp, y aquel devoto de las computadoras y de las máquinas complicadas se estrellaba de nuevo en la bañera para sufrir los embates de los ardientes chorros de agua, aquel infernal cacharro puso en marcha todos y cada uno de los artilugios con que su chiflado diseñador lo había dotado. Había allí olas, chorros, vibraciones y también, ahora, una nube de vapor. De una serie de orificios salían los chorros; de otra, un denso vapor que hizo fracasar todos los intentos que hizo Yapp por cambiar la palanca de posición para detener todo aquello. Cuando tanteaba para tocarla, ni siquiera la veía. Y, entretanto, seguía oyéndose el estruendo de los golpeteos y chirridos del anticuado mecanismo que animaban el Baño Sincronizado.

Fue este incesante ruido lo que despertó por fin a Lord Petrefact, que ocupaba la habitación situada exactamente debajo de la de Yapp. Abrió los ojos, parpadeó, buscó a tientas las gafas, no logró hallarlas, y se quedó con la vista clavada en las molduras de estuco que tenía justo encima de él. Aun estando desprovisto de sus gafas, supo que algo estaba fallando: podía ser su hígado —hipótesis desmentida por el estrépito— o quizás era que todo aquel maldito edificio había empezado a derrumbarse. Lo primero que se le ocurrió es que se había producido un tremendo terremoto, pero los terremotos jamás duraban tantísimo tiempo. Ni tampoco iban acompañados, hasta dónde él sabía, del ruido típico de los motores de vapor.

Un fragmento de estuco cayó del techo y se estrelló en el vaso donde había dejado su dentadura postiza. El retrato de su abuelo se desprendió de la pared, y quedó empalado en el respaldo de una silla. Pero lo que aclaró las cosas fue la mancha de herrumbroso líquido pardo que iba extendiéndose por todo el techo. Eso, y la araña, que después de haber estado dando botes, empezaba ahora a describir círculos cada vez más rápidos y amplios. La caída de aquella condenada lámpara podía resultarle fatal, y desde luego Lord Petrefact no pensaba quedarse en la cama para comprobar si era así. Con un vigor sorprendente en un hombre supuestamente paralítico, Lord Petrefact se arrojó al suelo y se arrastró hacia su silla de ruedas para pulsar el botón rojo.

Pero lo hizo demasiado tarde. La araña había llegado al final de sus días. Lo que ocurrió exactamente fue que el pedazo de techo al que estaba sujeta se desprendió, con acompañamiento de un desagradable gruñido y un crescendo de cristales rotos, y cayó. Cuando lo vio venir, Lord Petrefact sólo pensó en una cosa. Tenía que alcanzar el botón rojo antes de quedar aplastado, partido en pedazos o ahogado. Un mugriento líquido pardo había comenzado a caer por el agujero del techo, y constituía un nuevo riesgo. Un pedazo de estuco que se soltó de la araña había caído en la silla de ruedas, tapando el juego de mandos y botones que Lord Petrefact ansiaba alcanzar. La araña se desintegró a su espalda y por fin quedó inmovilizada. Pero la silla de ruedas, puesta en marcha por el impacto del estuco contra sus mandos, comenzó a avanzar. Primero chocó con un gran jarrón ornamental y luego con un biombo de seda bordada que hasta entonces había ocultado el retrete portátil de Lord Petrefact. Tras haber tirado el biombo y vaciado el contenido del retrete, la silla retrocedió, con patente repugnancia y evidentes prisas, en dirección contraria. Cuando aquel maldito cacharro pasó junto a él, Lord Petrefact hizo un último intento de detenerlo, pero la silla de ruedas ya había visto nuevos objetivos. Esta vez se trataba de una vitrina que contenía unas cuantas piezas de valiosísimo jade. Horrorizado en parte por su conciencia de que eran objetos insustituibles, y que no estaban adecuadamente asegurados, Lord Petrefact contempló cómo la silla de ruedas arremetía contra el mueble, rompía el cristal y giraba varias veces sobre sí misma, destrozando así los tesoros de media docena de dinastías, para después encaminarse directamente a él.

Pero Lord Petrefact estaba preparado. No tenía intención de permitir que su propia silla de ruedas le decapitara, ni de reunirse en el rincón opuesto del cuarto con el contenido del retrete. Se lanzó lateralmente hasta esconderse debajo de la cama, y permaneció acurrucado, contemplando lívido los apoyapiés de la silla de ruedas, que se habían introducido bajo la cama y aún intentaban golpearle. Por otro lado, tampoco quería ahogarse, y una auténtica cascada casera estaba cayendo desde el techo para ir extendiéndose poco a poco por todo el suelo. Estaba pensando qué era mejor, si arriesgarse a un enfrentamiento con la silla de ruedas o empujarla desde donde estaba en alguna dirección menos letal, cuando se abrió la puerta y una voz gritó:

—¡Lord Petrefact, Lord Petrefact! ¿Dónde está usted?

Desde debajo de la cama, el gran magnate intentó comunicar su situación, pero el infernal estruendo de arriba, el que ahora se había unido a los gritos y el ruido del agua que seguía cayendo, ahogaron su contestación. Además, sin la dentadura postiza todavía debía de entendérsele peor. Frotándose las encías superiores contra las inferiores en su intento de hablar, reptó hacia la silla de ruedas sin perder de vista los pies de los miembros del equipo de vigilancia intensiva que se habían congregado en el umbral de la pieza y contemplaban el desastre.

—¿Dónde diablos puede haberse metido ese viejo estúpido? —dijo uno de ellos.

—A juzgar por el espectáculo, se diría que se ha volado la tapa de los sesos, no sin antes haberse vengado de todo lo que le rodeaba —dijo otro—. Siempre me había parecido que el muy mamón estaba más loco que una cabra, pero no me esperaba nada parecido a esto.

Desde debajo de la cama, el viejo mamón se lamentó de no ser capaz de verle la cara al que había hablado. Porque entonces aquel tipo se enteraría de lo que era capaz. Haciendo un esfuerzo final por salir, estiró el brazo y empujó la silla de ruedas hacia un lado. Durante unos instantes pareció que aquel cacharro dudaba, pues sus ruedas patinaban en el suelo embarrado. De paso, un extremo del cordón del pijama de Lord Petrefact se enroscó en torno al eje de una rueda, y al final el mecanismo quedó detenido. Detrás de la silla emergió Lord Petrefact, convencido ahora de que tenía una hernia estrangulada que iba a acabar con su vida de un momento a otro. Pero el equipo de vigilancia sólo tenía ojos para la silla de ruedas. Todos sus miembros estaban hartos de ver espectáculos grotescos debido a su dedicación profesional, pero era la primera vez que contemplaba una silla de ruedas en el momento en que sufría un ataque de locura. Porque ya había reanudado su camino; ahora se abrió paso por encima de los restos del biombo, trepó sobre el retrete portátil, rebotó contra la pared, derribó otra vitrina —ésta contenía una colección de figuritas de Meissen—, y todo ello ante la atónita mirada del grupo, que seguía traspuesto en el umbral.

Y tal actitud por parte de médicos y enfermeras fue un grave error. La silla de ruedas se había contagiado, evidentemente, de parte de la malicia de su usuario cotidiano, que ahora no era más que un apéndice del cacharro, y estaba siendo arrastrado de un lado para otro en pos de ella, y había adquirido además un aspecto prácticamente irreconocible. Encima, dio la sensación de que la silla, gracias a cierta telepatía mecánica, supiera identificar claramente a sus enemigos. En efecto, se abalanzó hacia la puerta, y cuando los médicos y enfermeras trataban de huir, los atropelló salvajemente. Lord Petrefact tuvo un breve momento de respiro cuando la máquina se encontró con dificultades para atravesar la puerta, pero luego lo logró y comenzó a correr por el pasillo cargándose todo cuanto se le ponía delante. Primero descartó a los médicos y enfermeras, limitándose a dejarlos tirados por la alfombra, pero la puerta forrada de bayeta verde no fue para ella más que un leve obstáculo, cuya única consecuencia fue que Lord Petrefact se diera un buen golpe contra la silla. Superada la puerta, la silla pudo correr libremente, rebotando contra las paredes del pasillo en su alocado avance.

Tras ella iba Lord Petrefact, que ahora estaba convencido de que ya no se encontraba solamente sufriendo una hernia estrangulada de carácter letal, sino que había llegado a las mismas puertas de la muerte. Y Lord Petrefact sólo pensaba en una cosa. Que si, y el condicional parecía un optimismo injustificado, si sobrevivía a todo esto, alguien tendría que pagarlo: no una persona, sino muchas, lo pagarían con su empleo, su futuro y, a poco que estuviera en su mano, también con su vida. Y no es que se encontrara en condiciones de establecer una lista de esos responsables, pero sí tenía muy claro que el inventor de aquella silla de ruedas ocupaba en ese catálogo una de las posiciones más privilegiadas, seguido a no mucha distancia por los distribuidores de aquel retrete portátil y teóricamente involcable. Y también formaba parte de esa lista Croxley, desde luego, y en cuanto le pusiera las manos encima…

Pero estos pensamientos eran subliminales, y hasta ellos quedaron borrados cuando la silla de ruedas, llevando su inexorable avance hasta su conclusión lógica, penetró en el gran vestíbulo de mármol. Durante un instante Lord Petrefact llegó a entrever un rostro borroso que se asomaba desde lo alto de la balaustrada del rellano cuando él se deslizaba por el piso de mármol. Pero luego la silla de ruedas dio un patinazo lateral, chocó contra una gran mesa de roble golpeando de paso a Lord Petrefact contra la pared, y por fin, en un último intento de lograr la libertad, se precipitó hacia la puerta principal de la mansión. Durante un terrible instante Lord Petrefact se vio a sí mismo arrastrado por los peldaños de la escalera y por la gravilla de la avenida camino del lago, pero sus temores no llegaron a hacerse realidad. La silla falló por un palmo en su carrera hacia la puerta y se estrelló contra una columna de mármol. El apoyapiés se desmenuzó estrepitosamente, todavía pudo oírse un leve zumbido, pero después el motor se paró, Lord Petrefact dio con sus huesos contra la máquina y, por fin, su carrera quedó frenada.