4

Walden Yapp se desplazó a Fawcett en un coche de alquiler. Generalmente iba a todas partes en tren, pero Fawcett House estaba lejos de todas las estaciones de ferrocarril, y tras haber consultado a Doris, la computadora, quedó confirmado que no había ningún autobús ni ningún otro medio de transporte público que pudiera acercarle a la mansión. Y Yapp se negaba a ser propietario de un coche particular, en parte porque creía que el Estado debía de ser el propietario de todas las cosas, y también debido a que poseía esa tendencia ecologista que Lord Petrefact había diagnosticado con tanto acierto. Pero, por encima de todo, porque Doris le había señalado que las doce libras y setenta y cinco peniques que se gastaba en combustible para un coche bastaban para proporcionar comida y medicinas suficientes para mantener con vida a veinticuatro niños de Bangladesh. Por otro lado, Doris contradijo este argumento demostrando que, comprándose un coche, Yapp proporcionaría trabajo a cinco obreros ingleses de la industria automovilística, o bien a dos alemanes, o a medio japonés, según la marca que eligiera. Después de haber luchado con su conciencia, que le criticaba por dejar en paro a cinco obreros ingleses, Yapp decidió no comprarse ningún coche, y entregó el dinero ahorrado a una institución benéfica tercermundista, no sin reflexionar compungidamente que su generosidad serviría seguramente no tanto para alimentar a los hambrientos como que para que un par de oficinistas ingleses siguieran trabajando al otro lado del mostrador.

Pero cuando comenzó a avanzar por la avenida de Fawcett House no pensaba precisamente en el mundo del subdesarrollo. Estaba más bien concentrado en la tosquedad, la vulgaridad y la exageración de la vanidad de los Petrefact, que les había inducido a hacer aquella descarada exhibición por medio de la grandiosa casa que se elevaba ante su vista. Más que casa aquello era un repugnante y auténtico palacio, y sólo pensar que todavía existían personas tan ricas como para vivir en una edificación tan enorme le hizo sentir la mayor repugnancia. Pero esta repugnancia aumentó incluso más cuando frenó ante la puerta principal y se le acercó inmediatamente una amable señora uniformada que le dijo que el billete de entrada para visitar la casa costaba dos libras.

—Mi visita es de trabajo —dijo Yapp.

—La entrada de servicio está en la parte de atrás.

—Una cena de trabajo con su majestad —dijo Yapp, pasando al sarcasmo. Pero la dama uniformada no lo pilló.

—En tal caso, llega usted con cincuenta años de retraso. La última visita real que tuvimos fue en 1929.

La mujer volvió a entrar en la casa. Yapp cogió la bolsa de viaje Intourist que le habían prestado, lanzó una mirada despectiva a la figura doblada de un jardinero que estaba escardando un parterre, y por fin entró.

—Por si no me he explicado con suficiente claridad…

—No hace falta que lo intente —dijo la señora uniformada.

—He venido a ver al mismísimo cabronazo en persona —dijo Yapp, subrayando con notable violencia sus orígenes proletarios.

—No hace ninguna falta que sea tan ordinario.

—En un sitio así, lo difícil sería no serlo —dijo Yapp mirando las pilastras de mármol y los dorados marcos de los lienzos con visible mala uva—. Todo esto apesta a insoportable abuso de la opulencia. En fin, he venido porque el propio lord me ha invitado. —Rebuscó sus bolsillos, tratando de encontrar la carta.

—En ese caso, le encontrará en el ala particular, a su derecha —dijo la señora—. Aunque la verdad es que no le envidio la compañía que se ha buscado para esta noche.

—Y, a mí, sus criados me la soban —dijo Yapp, y comenzó a recorrer el largo pasillo que conducía a una puerta forrada de bayeta verde en la que había un cartel que decía «Particular». Yapp la abrió de un empujón, y entró. Otro largo pasillo, esta vez alfombrado, le saludó, e iba a avanzar por él cuando un hombre bajito y muy bien vestido apareció en una puerta a su derecha y le estudió un momento.

—¿El profesor Yapp? —preguntó el hombrecillo por fin, con una deferencia tan insultante, a su modo, como los malos tratos de la mujer del uniforme.

—Soy yo —dijo Yapp, dispuesto a ser tan brusco como él.

—¿Quiere usted seguirme, por favor? Llamaré a uno de los criados para que le conduzca a sus habitaciones. Lord Petrefact estará disponible a las seis y media, sin duda deseará usted mudarse de ropa.

—Oiga, jefe, dejemos las cosas claras. En el mundo del que procedo, con lo cual me refiero al mundo real, y no a la selva de Tumbuctú, nadie se cambia de ropa para cenar. Y no necesito que ningún mayordomo sobrealimentado y malpagado me acompañe a ninguna habitación. Dígame dónde está y ya la encontraré yo sólo.

—Como usted diga, señor —dijo Croxley, reprimiendo sus ganas de replicar que, hasta donde él sabía, la gente corriente jamás se había mudado para cenar, ni había tampoco selva alguna por los alrededores de Tumbuctú—. Su habitación está en el primer piso. Es la suite del rey Alberto. Si necesita alguna cosa, me encontrará aquí.

Y regresó al despacho, dejando solo a Walden Yapp. Este avanzó por el pasillo, ascendió una escalinata curva, y comenzó a avanzar por otro pasillo.

Al cabo de veinte infructuosos minutos ya estaba de nuevo abajo.

—La suite del príncipe Alberto… —comenzó a decir tras haber abierto la puerta sin llamar. Croxley le miró con palpable desdén.

—La suite del rey Alberto, si no le importa, señor —dijo saliendo del despacho—. El rey Alberto de Bélgica se alojó aquí en 1908. Desde entonces, tenemos esa suite reservada para invitados de ideas progresistas.

—¿Ideas progresistas? Pues sí que está de broma. Ese cerdo hizo que les cortaran las manos a los africanos del Congo, y fue responsable de muchas atrocidades más.

—Eso es lo mismo que yo tenía entendido, señor —dijo Croxley—. Pero nosotros, la gente corriente, también gastamos nuestras bromas, sabe. Es una de las escasas alegrías de los domésticos.

Y mientras Yapp digería esto, Croxley le condujo a sus habitaciones, muy satisfecho de sí mismo.

Desde detrás de Croxley, Yapp echó una ojeada a la suite: con repugnancia, con curiosidad y también con la intranquilizadora sensación de haber caído tontamente en una actitud gauchiste debida sólo a la provocación. Al fin y al cabo, el único culpable era el sistema, y aquel hombrecillo tan pulcro —y hasta la señora del uniforme, si vamos a eso— no era más que un criado que tenía que mantener a una familia. Si en el curso de los años él y otros como él habían sucumbido a la tentación de, por citar una de las frases que más repetía en sus cursos, «adoptar una identidad deferente», no era en absoluto incomprensible. De hecho, lo más sorprendente era que todavía les quedaba algún resto de dignidad humana. Y el hombrecillo, con su traje oscuro y su chaleco y sus brillantísimos zapatos, había demostrado poseer una encantadora conciencia de su situación al declararse miembro del populacho. De modo que Walden Yapp decidió reservar sus pullas referidas a su propio origen social para Lord Petrefact.

En espera de ese momento pasó revista a la habitación donde antaño se había alojado el rey que afirmaba ser el propietario exclusivo de todo el Congo Belga. Se trataba de una habitación adecuadamente falta de elegancia, tosca incluso, con aquella enorme cama, el tremendo tocador en el que Yapp colocó en plan desafiante su bolsa de viaje Intourist justo encima de la corona real taraceada en su superficie, y una chimenea sobre la cual colgaba un retrato del rey vestido con uniforme militar. Pero fue en la habitación contigua donde encontró algo que le interesó de verdad. Siendo como era un historiador tendenciosamente objetivo, y muy atento a «las pruebas artefacciosas de la disparidad entre las clases sociales», por citarle de nuevo, encontró en el baño un auténtico tesoro de fontanería victoriana. La bañera, el retrete y el lavabo estaban rodeados de apliques de caoba. Había un grandísimo espejo, un cordón que accionaba el timbre para llamar al servicio, un gran radiador que además servía de toallero, y un armario cargado de toallas de grandes proporciones. Pero fue la bañera en sí, o más bien aquel montón de grifos, manómetros y palancas, lo que más le fascinó. La bañera era notablemente grande, profunda y adornada como una cama con baldaquino, con sus cuatro postas y su toldo, de donde caían unos cortinajes impermeables. Yapp se inclinó sobre la bañera para leer los manómetros. Uno de ellos era el indicador de temperatura; otro informaba acerca de la presión del agua; mientras que un tercero, mayor que los anteriores, estaba dotado de una palanca y una esfera en la que estaban grabadas ciertas marcas. Yapp se sentó en el borde de la bañera para leerlas mejor, y durante un espantoso instante tuvo la sensación de estar cayéndose hacia un lado. Pegó un brinco, se puso en pie y miró con recelo la bañera. No cabía la menor duda: aquel maldito artefacto se había movido. Ante sus atentos ojos, la bañera recuperó la horizontalidad.

Curioso. Yapp alargó cautelosamente el brazo y se apoyó en el marco de caoba. La bañera permaneció estática. Como no quería correr el riesgo de provocar nuevos movimientos traicioneros, se puso de rodillas en el suelo y desde esta posición se asomó a mirar otra vez las marcas del manómetro. En un extremo decía «OLAS» y en el otro «VAPOR». Entre estas dos órdenes, más bien alarmantes —y, pensándolo bien, aquel aparato le recordaba los que había visto en el puente de mando de los barcos de las películas—, había otras indicaciones. Después de «OLAS» aparecía «MAREJADA», después «GRANDES OLAS», después «NEUTRO» y luego tres clases de «CHORRO»: «FUERTE», «MEDIANO» y «FLOJO». Resultaba todo fascinante, y por un momento Yapp sintió la tentación de darse un baño y probar aquello que, a todas luces, era un notabilísimo ejemplo de aplicación de los sistemas automáticos a la fontanería casera, así como una demostración definitiva de la obsesiva preocupación imperialista por todo lo referente a la supremacía naval, el canal de Suez, las rutas comerciales y la India. Pero ya eran más de las seis y, tras haber tomado unas notas sobre este tema en el diario que llevaba siempre consigo cuando no estaba en contacto con Doris, decidió abstenerse. Prefirió dibujar esquemáticamente el aparato y apuntar las diversas marcas en él inscritas. Cuando ya había terminado, y estaba a punto de irse de allí, captó por el rabillo del ojo, en la pared que estaba junto al lavabo, un desteñido papel amarillo, enmarcado y protegido por un vidrio. Eran las instrucciones para el uso del BAÑO DE ABLUCIÓN SINCRONIZADA. Yapp las repasó rápidamente y vio que para conseguir un buen oleaje había que llenar la bañera hasta dos tercios y combinar esta operación con el Desplazamiento… El vapor y el tiempo había borrado el resto de la frase.

Salió al dormitorio y luego al pasillo que conducía a una escalera. Croxley estaba esperándole en el despacho, pero ahora no iba vestido tan severamente como antes. Se había puesto una americana deportiva, pantalones de franela, camisa de lana, corbata de punto, y parecía sentirse francamente incómodo.

—¿Por qué se ha tomado la molestia? —dijo Yapp, en tono desafiante.

—Nos gusta que nuestros invitados se sientan como en su casa —dijo Croxley, a quien Lord Petrefact había ordenado que no se vistiera con ceremonia.

—Será difícil que me encuentre como en mi casa en este lugar. Parece un palacio, y debería ser un museo.

—En realidad, durante la mayor parte del año eso es precisamente lo que es —dijo Croxley, y abrió una puerta—. Usted primero.

Yapp obedeció, y se llevó una gran sorpresa al encontrarse de nuevo en mitad de la década de los setenta. La sala era cómoda y nada ostentosa, a diferencia del resto de la casa, que tenía las características más opuestas. Una alfombra rojiza cubría el suelo. En una esquina parpadeaban las imágenes de un televisor. En una chimenea de acero inoxidable ardía un buen fuego, frente al que se encontraban una mesa baja y un amplio sofá de línea moderna.

—Sírvase una copa usted mismo —dijo Croxley señalando un mueble de una esquina—. Yo iré por el viejo.

Abandonado a sí mismo, Yapp miró pasmado a su alrededor. Las paredes quedaban ocultas por muestras de arte del siglo XX. Klee, Hockney, Matisse, dos Picasso, unos cuantos abstractos que Yapp no reconoció y, final y asombrosamente, hasta un Warhol. Antes, sin embargo, de que se recobrase de su sorpresa y empezara a sentir repugnancia por esta demostración de la explotación del mundo artístico, Yapp volvió a sentirse sobreexcitado. Por la puerta situada más allá de la chimenea le llegaba el sonido de una voz quejumbrosa, un par de zapatillas caseras y los cromados de una silla de ruedas.

—Ah, querido amigo, muchas gracias por haber venido hasta este remoto rincón —dijo Lord Petrefact tratando de sonreír, y dejando así a Yapp más perplejo que ante aquel abstracto «Desnudo a piezas» de un tal Jaroslav Nosécuantos que había empezado a estudiar. Para un hombre dotado de más experiencia mundana, aquella sonrisa hubiera sido un terrible augurio. Para Walden Yapp, que era profundamente compasivo, sólo significó un valeroso esfuerzo por ignorar el sufrimiento físico. De repente, Lord Petrefact, que hasta entonces sólo era un capitalista chupasangre, se había convertido en una Personalidad que padecía una grave parálisis.

—De nada, de nada —murmuró Yapp, tratando de resolver el embrollo de emociones contradictorias al que le había sometido la triste imagen de Lord Petrefact; y, sin darse cuenta de lo que hacía, se encontró estrechando la flácida mano de uno de los más ricos e implacables —eso pensaba al menos hasta aquel momento— explotadores del obrero inglés. Instantes después ya estaba sentado en el sofá, provisto de un whisky con soda, mientras el anciano parloteaba acerca de lo bonito que debía de ser regalar todo el talento que uno poseía a los jóvenes, sobre todo en un mundo como el actual, en el que tan aguda es la falta de hombres tan entregados como el profesor Yapp.

—Yo no diría tanto —se defendió él—. Hacemos lo que podemos, claro, pero nuestros alumnos no son precisamente muy inteligentes ni estudiosos.

—Mayor razón entonces para que disfruten del mejor profesorado —dijo Lord Petrefact sosteniendo un vaso de leche con una mano mientras con la otra se secaba los ojos a fin de estudiar más detenidamente a este presuntuoso joven que, en su opinión, representaba la especie más peligrosa de ideólogos hipócritas que existe en el mundo. Si Yapp tenía sus propios prejuicios acerca de los capitalistas, los de Lord Petrefact respecto a los socialistas no se quedaban atrás, y la fama de Yapp le había hecho esperar a un tipo más impresionante. Por un momento su resolución vaciló. No valía la pena encargarle a aquel tipo, que parecía un cruce entre un asistente social inexperto y un cura de pueblo, la tremenda tarea de hacer desgraciada para siempre a toda su familia. Aquellos brutos se lo comerían vivo. Pero, por otro lado, el aspecto de Yapp podía ser engañoso. Sus arbitrarias decisiones, sobre todo aquella que significó un aumento de sueldo de un noventa por ciento para los encargados del guardarropía y de los urinarios de la universidad, habían estado motivadas tan claramente por los prejuicios políticos, y fue tan monstruosa su afirmación de que los barrenderos debían cobrar lo mismo que los médicos, que no quedaba duda de que Yapp, por tonto que pudiera parecer, era una fuerza subversiva digna de ser tenida en cuenta. Lord Petrefact hizo estas reflexiones mientras se tomaba a sorbitos su vaso de leche y mientras seguía hablando de la necesidad de ampliar las oportunidades de formación de los jóvenes, con un entusiasmo teñido de melancolía que no sentía en absoluto.

En la esquina, incómodamente consciente de su vulgar americana de mezclilla, Croxley escuchaba y miraba. No era la primera vez que veía a Lord Petrefact interpretando el papel de inválido filantrópico, y sabía que, siempre que empezaba así, las consecuencias solían ser tremebundas. De hecho, tras haberle dado a Walden Yapp su segundo whisky y haber visto cómo lo ingería antes incluso de que llegara el mayordomo de alquiler para anunciar que la cena estaba servida, empezaba a apiadarse de aquel pobre necio. Para contrarrestar estos sentimientos tuvo que recordarse a sí mismo que Yapp no podía ser tan imbécil como aparentaba, pues entonces no hubiese ascendido tanto en el mundo universitario. Por otro lado, Croxley, que nació y creció antes de que surgiera el fenómeno de los estudios universitarios gratuitos, sintió una terrible envidia y rencor contra Yapp.

Al final, Croxley había conseguido mitigar en buena parte las consecuencias más indigestas de la comida. La sopa de tortuga había salido de una lata, y el secretario se había asegurado de que la empanada de caza mayor fuese lo más ligera posible. El único problema insoluble había sido el lechoncillo asado. Lo que les envió el carnicero no había sido arrancado de las tetas de su madre. Aquello era un auténtico cerdo adulto, tan grande que no cabía en el horno, de modo que para poder cocinarlo hizo falta toda la experiencia del chef, que había decidido cortar un pedazo del tronco del bicho, y coser entre sí los cuartos traseros y los delanteros. Croxley, que había vigilado la marcha del proceso culinario, vaciló a la hora de ordenar que lo sirvieran con una manzana en la boca. Al final, como siempre, cumplió aproximadamente lo que le habían ordenado, pero tenía la seguridad de que la reacción de Lord Petrefact no sería agradable.

Ahora, cuando se dirigía al comedor detrás de Yapp, tuvo la tentación de ir a hablar otra vez con el chef, pero Lord Petrefact ya había tomado asiento a la cabecera de la mesa y miraba el caparazón de tortuga con auténtico arrepentimiento.

—Lo siento, pero no podré acompañarle —dijo—. Órdenes del médico, ya sabe. Y, además, soy de la firme opinión de que no está bien destruir la vida de ciertas especies silvestres para el consumo humano. —Dirigió una mirada siniestra a Croxley—. Me sorprende que haya usted pedido sopa de tortuga auténtica.

Croxley le miró de forma también siniestra y decidió que ya estaba harto:

—No ha sido así —dijo—. El caparazón es del Acuario de Lowestoft, y la sopa está fabricada por Fortnum and Mason.

—¿En serio? —dijo Lord Petrefact, consiguiendo sonreír a Yapp con la mitad de su cara, y lanzar una mirada asesina a Croxley con la otra mitad. Pero fue Yapp quien salvó a Croxley de nuevos ataques, con una erudita disquisición sobre los orígenes del sucedáneo de sopa de tortuga. Empezaba a disfrutar; por muchas que fueran las reservas que tenía respecto a las riquezas de los Petrefact, que seguían siendo tan inequívocas como siempre, podía dejarlas a un lado ante la posibilidad de ver de cerca la auténtica vida de los ricos. Era, como había dicho Croxley, lo mismo que visitar un museo, y, como mínimo, saldría de allí con una visión de primera mano de la psicosociología doméstica de los más refinados capitalistas. Le asombró sobre todo ver lo picajosas que eran las relaciones que había entre Lord Petrefact y su secretario confidencial. Casi parecía que el viejo le estuviera exigiendo a Croxley que le desafiara, mientras que, por otro lado, ambos personajes daban la sensación de estar unidos por una extraña camaradería basada en la antipatía mutua.

—No, no repetiré, gracias —dijo Croxley al terminar la sopa. Pero Lord Petrefact insistió.

—Tenemos que alimentarle bien —dijo, y le indicó a uno de los camareros que le sirviera otro plato, acompañando sus palabras de aquella inquietante sonrisa torcida. De modo que el secretario tuvo que tomar más sopa de tortuga, y lo mismo ocurrió con el caviar. Mientras Lord Petrefact jugueteaba con una cosa que tenía aspecto de tiritas de pescado hervido, y Yapp disfrutaba repitiendo de todo, Croxley parecía estar comiendo a la fuerza.

—A estas alturas debería usted saber que me gusta tomar cenas ligeras —dijo el secretario—. No puedo dormir con el estómago demasiado lleno.

—No sabe la suerte que tiene de notarse el estómago. Yo, en cambio, me paso las noches enteras despierto, tratando de recordar cuándo fue la última vez que cené de verdad.

—Fue más o menos cuando se tomó esa ostra —dijo Croxley. Y su frase debía tener algún significado esotérico porque produjo en Lord Petrefact una sonrisa tan viperina que hasta Yapp comprendió que no era del todo espontánea. Casi dio la sensación de que el viejo estuviera a punto de estallar, pero luego logró contenerse.

—¿Qué le parece el vino? —preguntó, volviéndose hacia Yapp. Yapp estudió el vino por vez primera.

—No soy un entendido, pero va muy bien con el caviar.

—¿De verdad? ¿No le parece demasiado dulce?

—En todo caso, quizá un poco seco —dijo Yapp.

Lord Petrefact le miró a él, luego a la jarra, y finalmente a Croxley, bastante desconcertado.

—Chablis —fue el críptico comentario de Croxley.

De nuevo se lanzaron ambos sendas miradas venenosas, pero fue con la aparición del siguiente plato cuando la encogida figura de Lord Petrefact pareció hincharse y alcanzar unas dimensiones tan monstruosas como su reputación.

—¿Y qué es esto, si puede saberse? —preguntó. Yapp se fijó en la expresión recogida de Croxley, que parecía estar pidiéndole ayuda a algún dios. Sólo entonces volvió la vista hacia el extraordinario objeto que el camarero sostenía con ciertas dificultades en la bandeja de plata que le habían acercado a él. Incluso a los ojos de Yapp, tan inexpertos para las rarezas de la haute cuisine, parecía extraña aquella criatura asada, y durante un momento tuvo la impresión de que estaba empezando a tener alucinaciones.

Lord Petrefact sí las tenía, sin duda. Su rostro se hinchó y fue cobrando color hasta adquirir un tono violáceo.

—¿Esto es un lechoncillo? —le chilló al camarero—. ¿Cómo puede llamarse lechoncillo a eso?

—Estoy de acuerdo —dijo el camarero, con una valentía que Yapp se sintió obligado a admirar—. Yo diría que el carnicero ha cometido un error.

—¿Error? Esto es más que un error. Seguro que ha adquirido este monstruo en el mismo lugar donde le dieron ese maldito caparazón de tortuga. Aunque lo más probable es que lo haya encontrado en algún circo especializado en animales deformes.

—Cuando dije error me refería a que quizá no se le transmitieron las órdenes adecuadamente, señor. Yo recuerdo haber oído al chef hablando por teléfono y pidiendo un lechoncillo. De modo que lo más probable es que en la carnicería no le entendieran bien y creyeran que había dicho… —El camarero se interrumpió y miró patéticamente a Croxley, solicitando su ayuda. Pero Lord Petrefact había captado el mensaje.

—Si alguien espera que me crea que esa jodida cosa que hay en la bandeja anduvo alguna vez por el mundo en este estado, le aseguro que está muy equivocado —chilló Lord Petrefact, fuera de sí—. Miren esas jodidas patas. Con unos miembros así, seguro que ni siquiera podía andar, seguro que iba arrastrando su jodido hocico por el suelo continuamente. Y me gustaría saber dónde tenía su condenado estómago.

—El estómago está en la nevera, señor —balbuceó el camarero. Lord Petrefact le miró con los ojos desorbitados.

—¿Qué pasa aquí? ¿Alguien pretende hacer un chiste? —aulló—. ¿A qué viene eso de traerme un cerdo enano…?

—Caramba —dijo Yapp, creyendo, erróneamente, que había llegado el momento de echarle una mano al camarero. Lord Petrefact le miró desafiante.

—¿Qué caramba ni qué historias? Claro que es un cerdo. Hasta el más necio vería que es un cerdo. Lo que yo quiero saber es qué clase de cerdo me han traído.

—Me refería a la palabra «enano» —dijo Yapp—. Yo creía que las personas educadas usaban otra clase de expresiones.

—¿Ah, sí? Entonces, me gustaría disfrutar del privilegio de saber qué expresión le parece a usted que deberían emplear las personas educadas. Y a ver si se llevan a ese engendro lejos de mi vista.

—Creo que sería más indicado hablar de seres de «crecimiento restringido» —dijo Yapp.

Lord Petrefact le miró con cara de chiflado.

—¿De crecimiento restringido? Me traen un cerdo que cualquiera diría que lo han dejado como un acordeón, y me viene usted con que si las personas educadas y los seres de crecimiento restringido. Ese bicho sí que ha tenido un crecimiento… —Pero lo dejó correr y se desplomó, agotado, en su silla de ruedas.

—El término «enano» tiene connotaciones peyorativas —dijo Yapp—, mientras que hablar de «seres de crecimiento restringido»…

—Óigame bien —dijo Lord Petrefact—, puede que sea usted mi invitado, y que yo esté mostrándome muy descortés, pero como alguien se atreva a mencionar otra vez cualquier tema que tenga que ver aunque sea remotamente con los cerdos, voy a… Disculpe.

Y, con un zumbido, su silla de ruedas dio media vuelta y salió velozmente del comedor. Yapp soltó un suspiro de alivio.

—No se preocupe —dijo Croxley, que le empezaba a coger afecto a Yapp por haber sido capaz de atraer hacia sí la furia de Lord Petrefact—. Para cuando terminemos de cenar se le habrá pasado todo.

—No estaba preocupado. Me interesaba, simplemente, observar el estallido de las contradicciones que manifiesta el comportamiento de la llamada clase alta cuando se enfrenta a las condiciones objetivas de la experiencia —dijo Yapp.

—Comprendo. Así que el cerdo recortado es la condición objetiva, ¿eh?

Terminaron la cena en un silencio interrumpido solamente por el sonido de las voces que daba en la cocina Lord Petrefact, que trataba de averiguar quién era el causante de la deformación del cerdo e, indirectamente, de su violación de las leyes de la hospitalidad.

—Si no le importa, me parece que me iré a la cama enseguida —dijo Croxley cuando por fin se pusieron en pie—. Si necesita alguna cosa, llame al timbre.

Se fue hacia el pasillo y dejó que Yapp regresara solo a la sala contigua. Éste tenía intención de decirle a su anfitrión cuál era exactamente la opinión que le merecía en cuanto le oyera pronunciar cualquier palabra subida de tono, pero Lord Petrefact, tras haber descubierto el origen natural de la especie que le habían servido a su mesa, no estaba con ánimos para seguir discutiendo con Walden Yapp.

—Disculpe mi estallido de furia, amigo —dijo con aparente buen humor—. La culpa es de mi maldito sistema digestivo. Cuando todo va bien me resulta espantoso, pero cuando… Sírvase una copa de coñac usted mismo. Sí, hombre, sí. Hasta yo me tomaré una copita.

Y a pesar de que Yapp protestó, diciendo que ya había bebido más de lo que acostumbraba beber en todo un mes, Lord Petrefact impulsó su silla hacia el mueble bar y le dio una llenísima copa de coñac.

—Ahora siéntese cómodamente y fúmese un buen puro —dijo.

Esta vez la negativa de Yapp fue muy firme. Dijo que no fumaba nunca.

—Me parece muy sensato de su parte. Muy sensato. De todos modos, dicen que sirve para calmar los nervios. —Y, armado de un gran puro y de una buena copa de coñac, maniobró su silla hasta dejar su lado benévolo incómodamente próximo a Yapp—. Bien. Seguro que se está preguntando por qué le he invitado a cenar conmigo… —añadió en un susurro casi conspiratorio.

—Dijo usted algo acerca de la posibilidad de que me encargue de escribir una historia de la familia.

—Exacto. Sí, señor —dijo Lord Petrefact haciendo grandes esfuerzos por aparentar indiferencia—. Y estoy seguro de que le pareció a usted una idea desconcertante.

—En efecto, me pregunté a qué se debía que su elección recayera sobre mí —dijo Yapp.

Lord Petrefact hizo un gesto de asentimiento.

—Exacto. Y, teniendo en cuenta que ocupamos polos opuestos en lo que se refiere a nuestras opiniones políticas, estoy seguro de que la elección tuvo que sorprenderle.

—La encontré extraña, y me parece que estoy en la obligación de decirle desde este mismo momento que…

Pero Lord Petrefact alzó su mano.

—No hace falta, amigo mío, no hace ninguna falta que me lo diga. Sé lo que iba usted a decirme, y estoy absolutamente de acuerdo con las condiciones que quería establecer. Por eso le he elegido a usted. Los Petrefact tenemos sin duda defectos, y no me cabe la menor duda de que usted establecerá un magnífico catálogo de sus peores manifestaciones, pero también le digo que pronto comprobará que entre estos defectos no está el de la tendencia a engañarnos a nosotros mismos. También podría decirse de otro modo, afirmar que carecemos de vanidad, pero eso sería ir demasiado lejos. Basta que mire esta casa infernal para ver todo lo que eran capaces de hacer mis abuelos cuando querían proclamar su superioridad social. Y la verdad es que les aprovechó mucho. Pero yo pertenezco a otra generación, a otra era casi podría decirse, y si hay una cosa que valoro por encima de todo, esa cosa es la verdad.

Y, cogiendo copa y puro con una sola mano, agarró la muñeca de Yapp con la otra.

—La verdad, caballero, es el último baluarte de la juventud. ¿Qué le parece la frase?

Para gran alivio de Yapp, Lord Petrefact le soltó la muñeca y se recostó en su silla, notablemente satisfecho consigo mismo.

—A ver, qué me dice —insistió—. Y no le servirá de nada buscar esta máxima en La Rochefoucauld ni en Voltaire. Es mía y, aun siéndolo, me parece acertadísima.

—Considero que es una idea muy interesante, sinceramente —dijo Yapp, que no estaba del todo seguro de haber captado hasta el fondo lo que le decía el anciano, pero que se daba cuenta de que aquello le concernía a él.

—Sí, la verdad es el último baluarte de la juventud. Y mientras los hombres estén dispuestos a mirar la verdad cara a cara y a estudiar el espejo de sus defectos, nadie podrá llamarles viejos.

Y, tras haber disfrutado con esta frase que recordaba a Churchill, a Lord Beaverbrook y hasta incluso a Baldwin, Lord Petrefact lanzó un perfecto anillo de humo al aire. Yapp lo miró hipnotizado. El anillo de humo, como si fuese un rizo ectoplasmático de la personalidad de Petrefact, se deslizó hasta la chimenea.

—Si le entiendo bien —dijo—, me está diciendo usted que está dispuesto a concederme la más absoluta libertad en la investigación de la historia de la familia Petrefact; que me proporcionará todos los datos económicos y financieros que yo estime necesarios; y que no tratará de entorpecer mi labor cuando extraiga mis conclusiones socioeconómicas a partir de esos datos.

—Exactamente —dijo Lord Petrefact. Yo mismo no hubiera sido capaz de expresarlo mejor.

Yapp tomó un sorbo de coñac y se preguntó a qué venía esta notable generosidad. Había decidido rechazar la oferta en cuanto Lord Petrefact insinuara en lo más mínimo que lo que quería de él era que escribiese un canto de alabanza a su familia —y de hecho había disfrutado pensando en esta oportunidad de expresar la elevación de sus principios—, pero lo que no se imaginaba era que iban a dejarle hacer lo que él quisiera. Lord Petrefact le observó, y saboreó su evidente confusión.

—Sin trabas de ninguna clase —dijo, pensando sin duda que aquella cena le había salido en el fondo muy barata—. Puede ir a donde le plazca, revisar los documentos que quiera, hablar con todo el mundo, leer la correspondencia, y le aseguro que es abundante, y muy reveladora, y todo esto por la…

Iba a decir «principesca suma», pero se abstuvo a tiempo. Habría sido una necedad ganarse la antipatía de aquel pobre tonto justo en el momento en que había conseguido que mordiese el anzuelo. De modo que decidió tantear en su bolsillo y sacar de él un documento.

—Cien mil libras —dijo—. Aquí tiene el contrato. Veinte mil en el momento de la firma, otras veinte mil cuando termine el original y sesenta mil cuando se publique. Me parece justo. Lea el contrato detenidamente, haga que lo analice cualquier abogado, y verá cómo no hay ninguna trampa. Yo mismo lo he redactado, de modo que estoy seguro de lo que digo.

—Tendré que reflexionar —dijo Yapp, tratando de contener la extraordinaria euforia que sentía, y echándole una ojeada a la primera página del contrato. Y, como si quisiera indicar que no quería que su personalidad se entrometiera en las reflexiones de Yapp, Lord Petrefact se alejó con el zumbido de su silla hacia la puerta, no sin haberle dicho antes que se sirviera lo que quisiera y que no se preocupase por las luces, porque ya se encargarían de ellas los criados. Y así, tras darle las buenas noches a Yapp, desapareció. Yapp se quedó sentado, aturdido por la brusquedad de todo aquel asunto, y mareado por la conciencia de que había estado en presencia de uno de los últimos ejemplares de la especie del gran capitalista ladrón de plusvalía. Veinte mil al firmar y veinte mil más… Y sin ninguna condición. Nada que le impidiera analizar documentalmente la explotación, la miseria proletaria, así como la rapacidad que había provocado esa miseria en la que los Petrefact habían hundido a su fuerza de trabajo a lo largo de más de un siglo.

Tenía que haber, seguro, algún truco por algún lado. Walden Yapp vació su copa, se sirvió otro coñac y se instaló cómodamente en el sofá a estudiar el contrato.