La realidad se entrometió por primera vez en su vida bajo el disfraz de un sobre que llevaba una cresta de grifón grabada en su envés. Walden imaginó que debía de ser un grifón, aunque desde su punto de vista tenía un alarmante parecido con un buitre. Como encontró este sobre en su nido de la Facultad de Historia, era lógico que sus singulares dotes asociativas le llevaran a imaginar por un momento que se lo había puesto en su casillero por equivocación. Pero no, estaba dirigido al profesor Yapp, y contenía una carta mecanografiada en una hoja de papel con la misma cresta, y que decía que Lord Petrefact se alojaría en Fawcett House durante el siguiente fin de semana y que agradecería disfrutar de la compañía del profesor Yapp para tratar con él de la posibilidad de que escribiese «una historia de la familia Petrefact y, sobre todo, del papel desempeñado por la familia en el mundo industrial».
Yapp releyó la última frase con profunda incredulidad. Conocía a la perfección el papel que la familia Petrefact había desempeñado en el mundo industrial. Un papel insuperablemente espantoso. Toda una lista de explotadoras fábricas, minas, acerías, fundiciones, astilleros y plantas industriales horribles se disputaban entre sí el dudoso mérito de ser la más repugnante y vil del país. La familia Petrefact hacía acto de presencia a lo largo de la historia allí en donde la mano de obra fuese más barata, allí en donde las condiciones de trabajo fuesen peores, y mejores los beneficios. ¿Cómo podía nadie invitarle a que escribiese la historia de una familia así? Teniendo en cuenta que él mismo se había referido a su condición de explotadores de la clase obrera en dos al menos de los capítulos de su serie de televisión, parecía una invitación inesperada. Tan inesperada como la de que los Rockefeller invitaran a Angela Davis a que escribiera una obra sobre su actuación en el campo de las relaciones raciales. De hecho, aquella insinuación que le hacía a él era más sorprendente incluso. Era hasta absurda. De modo que, creyendo que sin duda aquello era producto de la obtención del papel con membrete de Lord Petrefact por parte de algún estafador o bromista, Walden Yapp entró en el aula y explicó con tremendismo más acentuado que de costumbre lo ocurrido con motivo de la Huelga de los Obreros de las Fábricas de Cerillas.
Pero cuando regresó a su despacho la carta seguía en el escritorio, y el grifón tenía un aspecto de buitre más pronunciado incluso que antes. Durante un momento Walden Yapp consideró la posibilidad de discutir la cuestión con la computadora, hasta que recordó que era Lord Petrefact quien la había donado a la universidad, y que el juicio de la máquina podía ser, debido a esta circunstancia, poco objetivo. No, tendría que decidirlo por sí solo. De modo que cogió el teléfono y marcó el número de Fawcett House. Le contestó un tipo que dijo ser el interventor de alimentos congelados de una empresa de servicios domésticos, y que no sabría distinguir a Lord Petrefact de un filete de bacalao a simple vista. Y esta contestación dejó a Yapp más confuso todavía. A su segunda llamada contestó una voz tan histérica que tuvo la sensación de que quien así hablaba tenía cogido el auricular de su teléfono con unas pinzas quirúrgicas, y que se tapaba la boca con una mascarilla antiséptica. Sí, reconoció la voz, Lord Petrefact estaba alojado allí, pero no se le podía molestar bajo ningún pretexto.
—Sólo quería asegurarme de si es cierto que me ha invitado —dijo Yapp.
La voz dijo que, efectivamente, así era, pero por el tono en que lo dijo dio la sensación de que Yapp iba a ser tan bien recibido en Fawcett House como, pongamos por caso, una epidemia de fiebres tifoideas.
Yapp colgó, convencido por fin de que la carta era auténtica. Una mala educación como la demostrada por aquella voz arrogante no era la que podía esperarse de alguien que estuviera dedicándose a hacer una tomadura de pelo. Lord Petrefact estaba muy equivocado si creía que podía tratar a Walden Yapp como si no fuera más que un capataz de una de sus fábricas. Y si por un momento había llegado a imaginar que la historia de la familia que podía escribir Walden Yapp sería una elegía llena de alabanzas y gorgoritos verbales destinados a enaltecer a una familia que había ganado una fortuna gracias a la miseria de la gente corriente y trabajadora, pronto se enteraría de qué significaba la verdadera solidaridad de clase. Para asegurarse de que Lord Petrefact no se había formado ilusiones infundadas, se volvió hacia su máquina de escribir y redactó una carta en la que aceptaba la invitación, pero en la que también dejaba clara y petulantemente establecido que no le gustaba en absoluto ser el invitado de un chupasangres capitalista.
Después de llegar hasta aquí y de archivar la carta en su archivo personal de la computadora para que así pudieran leerla sus colegas y de este modo nadie pudiera decir que había abandonado sus principios, cambió de opinión y envió un telegrama muy breve en el que decía que llegaría a Fawcett House el sábado. Walden Yapp tenía ciertas sutilezas de las que la gente no se había llegado a enterar. Al fin y al cabo se trataba de una oferta auténtica que le permitiría meter mano a una serie de pruebas documentales, los libros mayores y las cuentas de la familia Petrefact en su más detestable período de explotadores, sobre cuya base podría escribir una declaración de sus actividades gracias a la cual su nombre resultaría repugnante incluso para los círculos capitalistas.
Lord Petrefact recibió el telegrama con evidente complacencia.
—Espléndido, espléndido —le dijo a Croxley, cuya voz ya había expresado la opinión que le merecía la visita de Walden Yapp—, ha mordido el anzuelo.
—¿Anzuelo? —dijo Croxley. Una vez pasó diez minutos de terrible incomodidad viendo un episodio de «La prueba del pudding», para después tratar de borrar aquel horror de su memoria cambiando de canal para ver, por vez primera en su vida, «Tocata».
Lord Petrefact pulsó el botón que aceleraba su silla de ruedas y le hizo trazar un alegre círculo completo sobre el piso. Si aquella maldita ostra no le hubiera echado a perder su metabolismo, hasta habría bailado una jiga.
—El anzuelo, mi querido Croxley, el anzuelo. Ahora tenemos que preparar la red. Conseguir que se sienta interesado. ¿Qué cree que le gustaría para comer?
—A juzgar por lo que vi de su repugnante programa de televisión, supongo que pies de cerdo subalimentado y, de segundo, un poco de pan del mes pasado y un vaso de leche desnatada.
—No, no. En absoluto —dijo Lord Petrefact—. Debemos alimentar sus prejuicios. Tiene que comprender, Croxley, que nosotros los plutócratas, vivimos como reyes. Para satisfacer la imaginación de Yapp hará falta, como mínimo, una comida de ocho platos.
—Podríamos, entonces, empezar con ostras —dijo Croxley, a quien le fastidiaba que Lord Petrefact le incluyese entre los plutócratas.
Lord Petrefact hizo una mueca de dolor.
—Eso usted —dijo—. Yo no pienso ni probarlas. No, creo que comenzaremos con una sopa de tortuga auténtica servida en el caparazón de la tortuga. Casi seguro que ese tipo tiene ideas ecologistas, y un plato así le dará que pensar.
—Me parece que también va a dar que pensar a la empresa de servicios domésticos —dijo Croxley—. ¿De dónde diablos van a sacar una tortuga auténtica…?
—De la isla Galápagos —dijo Lord Petrefact—. Que nos manden una tortuga por vía aérea.
—Como usted diga —dijo Croxley, anotando mentalmente que debía decirle al jefe de cocina que encontrase donde pudiera un caparazón de tortuga y lo llenase de sopa enlatada—. ¿Y a continuación?
—Una gran fuente de caviar, auténtico caviar de Beluga. No me vengan con sus sucedáneos de siempre.
—No son míos —dijo Croxley—. Por otro lado, el caviar de Beluga es ruso. Seguramente le parecerá muy bien.
—No importa. Hay que darle la impresión de que cenamos así todas las noches.
—Menos mal que no es cierto. ¿Algún vino especial para acompañar el caviar?
Lord Petrefact se quedó pensando un instante.
—Château d’Yquem —dijo por fin.
—Santo Dios —dijo Croxley—, pero si ese vino es para los postres. Es repugnantemente dulce, y con el caviar…
—Claro que es dulce. De eso se trata. Parece no comprender, Croxley, que nuestros antepasados bebían vinos dulces con toda clase de platos.
—Serán los suyos —dijo Croxley—. Los míos eran más sensatos. Siempre tomaban cerveza.
—Los míos nunca. Basta que le eche una ojeada al menú que sirvieron el día en que invitaron, en 1873, al príncipe de Gales.
—Prefiero no verlo. Aquella gente debía tener una constitución de buey.
—Dejemos sus constituciones —dijo Lord Petrefact, a quien las referencias a su salud le gustaban tan poco como a Croxley que le clasificaran como plutócrata—. Bien, con el lechoncillo tomaremos…
—¿Lechoncillo? —dijo Croxley—. Tenemos ahí abajo una empresa especializada en alimentos congelados. ¿Cree que van a poder asar un lechoncillo supercongelado como si tal cosa?
—Mire, Croxley, si digo que quiero lechoncillo quiero decir que quiero lechoncillo. Y, de todos modos, basta con que arranquen de las tetas de su madre a un cerdo recién nacido…
—Como usted diga —dijo Croxley apresuradamente, evitando la espantosa descripción detallada que se anunciaba—. Lechoncillo.
—Eso. Con una manzana en la boca.
Croxley cerró los ojos. El morboso interés que demostraba Lord Petrefact por estos detalles referidos a los lechoncillos era casi tan desagradable como la perspectiva de la cena que estaban preparando.
—¿Y qué postre tomaremos después? —preguntó, confiando en interrumpir un menú que ya se le hacía demasiado largo.
—¿Postre? Nada de postre. Para una cena de ocho platos hacen falta ocho platos. Después del lechoncillo creo que tendríamos que pensar en alguna cosa más consistente.
Hizo una pausa mientras Croxley rezaba interiormente.
—Empanada de caza —dijo por fin Lord Petrefact—. Una empanada de caza mayor. Eso será nuestra pièce de résistance.
—No me extrañaría que lo fuese —dijo Croxley—. Si quiere saber mi opinión, le diré que ese tal Yapp va a salir por piernas de aquí antes de que trinche usted el lechoncillo…
—No pienso ni acercarme a ese lechoncillo —le interrumpió, lívido, Lord Petrefact—. Lo sabe también como yo. Mi estómago no lo resistiría, y, además, el médico…
—Cierto, cierto. Bien. Una empanada de caza mayor.
—Dos —dijo Lord Petrefact—. Una para usted y otra para él. Bien grandes las dos. Yo me limitaré a disfrutar del aroma.
—De acuerdo —dijo Croxley tras un breve coloquio consigo mismo en el que consideró la posibilidad de objetar que los artistas de la congelación que ocupaban la cocina encontrarían tantas dificultades para macerar la caza mayor como para dejar dorado y crujiente el lechoncillo. Pero prefirió callar.
—Y asegúrese de que las colas se caen solas —prosiguió Lord Petrefact.
—¿Las colas?
—Las colas. Hay que tener a los faisanes colgados hasta que se les caiga la cola.
—Dios mío —dijo Croxley—, ¿no se ha confundido usted? Yo diría que los faisanes no tienen…
—Las plumas de la cola, so borrico. Tienen que estar tan podridos que se les caigan las plumas tan sólo tocarlas. Cualquier buen chef lo sabe de memoria.
—Si usted lo dice —dijo Croxley, decidiendo de una vez por todas que ya se encargaría él de que los cocineros se olvidaran de la empanada.
—Bien, ¿cuántos platos llevamos?
—Seis —dijo Croxley.
—Cuatro —dijo Lord Petrefact testarudamente—. Después de la empanada me parece que tomaremos un zabaglione al champagne, y luego gorgonzola con Welsh rarebit…
Croxley trató de poner freno a su imaginación y tomó nota de las instrucciones.
—¿Y dónde intentará dormir el profesor Yapp? —preguntó cuando terminó el dictado del menú.
—En el ala norte. Póngale en la suite que usó el rey de Bélgica en 1908. Eso servirá para estimular su imaginación histórica.
—No creo que después de esa cena le queden ganas de imaginar muchas cosas —dijo Croxley—. Será mejor ponerle en un sitio donde tenga más cerca la unidad de cuidados intensivos.
Lord Petrefact hizo un ademán que desestimaba sus objeciones.
—Lo malo de usted, Croxley, es que no tiene intuición, que no sabe prever el futuro.
Croxley opinaba lo contrario, pero sabía que lo mejor era callarse.
—La intuición, Croxley, que es la característica de los grandes hombres, lo que les distingue. Ahora, por ejemplo, tenemos a ese tipo, Yapp, y queremos sacarle jugo, de modo que…
—¿Qué? —dijo Croxley.
—¿Cómo que qué?
—¿Qué diablos podemos obtener de un furibundo radical socialista como Yapp?
—Dejemos eso a un lado —dijo Lord Petrefact, que conocía de sobra la veneración que su secretario sentía por la familia Petrefact, y que quiso evitar una discusión prolongada—. Lo importante es que queremos una cosa de él. Pues bien, un hombre carente de intuición creería que la mayor forma de actuar consistiría en hacerle la petición de una forma indirecta. Sabemos que ese tipo es un izquierdista y que nos odia.
—Después de esa cena nos odiará más. Seguro.
—Hay cosas que usted no entiende, Croxley. Bien, a lo que iba. Para él, nosotros somos unos cerdos capitalistas. Y, por mucho que hiciéramos, jamás podríamos hacerle cambiar de idea. De modo que lo que tenemos que hacer es interpretar nuestro papel y aprovecharnos de su vanidad. ¿Queda claro?
—Sí —dijo Croxley, para quien no quedaba nada claro, con la sola excepción de un aspecto de aquel asunto: que le esperaba una auténtica indigestión como no llegara a algún acuerdo con los cocineros, y cuanto antes mejor.
—Ahora, si no le importa —dijo el secretario—, iré a encargarme de los preparativos de la cena.
Salió apresuradamente de la habitación. Mientras, Lord Petrefact pulsó el botón de su silla de ruedas y cruzó la estancia en dirección a la ventana. Una vez allí miró con profunda antipatía el jardín trazado tan meticulosamente por su abuelo. «El enano de la camada», solía llamarle aquel viejo bruto. Pues bien, ahora el enano se había convertido en el jefe de la camada, y estaba en disposición inmejorable para hacer pedazos la imagen pública de la familia que siempre le había despreciado. A su manera, Lord Petrefact sentía por su familia un odio tan intenso como Walden Yapp, aunque por motivos más personales.