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La biblioteca de la Universidad de Kloone no es un edificio de extraordinaria belleza. Se encuentra en un herboso montículo que domina la refinería, los depósitos de propano y las instalaciones químicas que se suponía que iban a ser una fuente de inspiración para los estudiantes, así como una fuente de importantes ingresos para la propia universidad. Si lo primero resultó un fracaso, lo segundo lo fue todavía más. Porque, en la práctica, la universidad sólo resultó atractiva para los estudiantes de bellas artes con menos talento y peores notas de todo el país, mientras que por otro lado Kloone acabó consiguiendo una gran fama debido a que los científicos que salían de ella eran malísimos, de una incompetencia comparable solamente a la de los que salen de Oxford.

La construcción del edificio de la biblioteca había sido responsable en buena parte de este fracaso. Al principio fue proyectado, a finales de los años cincuenta, como una estructura solemne, y sólo adquirió sus actuales dimensiones tras la visita accidental de Sir Harold Wilson, que por entonces no era más que Harold a secas, en los entusiastas comienzos de su primer gobierno. Debido a la niebla y a la tendenciosidad política del jefe de policía encargado del tránsito rodado, el primer ministro fue a parar a Kloone en lugar de ir a Macclesfield, y se quedó tan pintiparado ante la tremenda modificación experimentada por el Club de los Trabajadores desde su anterior visita a la localidad, durante la anterior campaña electoral, que pronunció un discurso en el que pidió con auténtico apasionamiento que se creara allí «una biblioteca que conmemore y apoye los progresos tecnológicos que, gracias al gobierno laborista, van a experimentar y ya han experimentado las masas populares, a juzgar por este ejemplo de mejoras radicales que tenemos ante nosotros». A fin de fomentar el desarrollo de aquella magnífica obra, el primer ministro se sacó del bolsillo el talonario de cheques allí mismo y entregó un donativo de cien libras, no sin antes haber anotado en el resguardo que esa suma debía ser deducida del pago de impuestos bajo el epígrafe de «gastos imprescindibles». No hubo modo de dar marcha atrás después de este acto de fortuita generosidad. A fin de proteger la reputación del primer ministro, importantes industriales y financieros que pagaban pólizas de seguros para prevenir los desmanes izquierdistas, así como grandes sindicatos, funcionarios del partido, empresas multinacionales que ya soñaban con el petróleo del Mar del Norte, diputados y eminentes visitantes del presidio, enviaron también una lluvia de donativos a la Universidad de Kloone para la ampliación de su biblioteca. La propia universidad abandonó de inmediato su primitivo plan, y ofreció un premio al arquitecto que supiera expresar más adecuadamente en su proyecto ese progreso tecnológico que con tanta elocuencia había profetizado el primer ministro. La biblioteca actual cumplía estos requisitos al pie de la letra.

Construida con hormigón armado de cuya estructura emergía un laberinto de conductos metálicos y columnas de fibras de carbono que sólo servían para sostener media hectárea de cristal, aquella biblioteca violaba todas y cada una de las reglas del manual de conservación de la energía. En verano se formaba en su interior una agobiante atmósfera de calor post-tropical, hasta tal punto que la única forma de impedir que los ascensores se quedaran atascados entre los pisos fue instalar un complicado y carísimo sistema de acondicionamiento de aire. Durante el invierno, el edificio tenía ambiente ártico, y la temperatura descendía tan bruscamente que con frecuencia había que utilizar hornos microondas para descongelar y abrir aquellos libros que tanta humedad habían absorbido en verano. Para poner remedio a estas temperaturas bajo cero, hubo que reduplicar el sistema de acondicionamiento de aire con una calefacción central que utilizaba los ya mencionados conductos metálicos, a los que por fin se había encontrado una utilidad. Incluso así, y debido a la obsesión del arquitecto por la idea de la tecnología avanzada, y a su consumada ignorancia de sus aplicaciones prácticas, la llegada de unos días de buen tiempo seguidos de una pequeña nube amenazaban a los estudiantes que estaban tomando baños de sol con una repentina congelación.

A comienzos de primavera y otoño no había más remedio que hacer funcionar simultáneamente los sistemas de refrigeración y calefacción, o de alternarlos bruscamente, a fin de mantener un ambiente moderadamente soportable. Fue durante uno de esos cambios repentinos cuando un gran fragmento de cristal, menos dispuesto que otros a adecuarse a las tensiones que se le obligaba a soportar, se desintegró, desintegrando también al vicejefe de la biblioteca, el cual se encontraba en los lavabos, setenta metros por debajo del susodicho cristal, dispuesto a empezar a masturbarse. Desde aquel horrible día los estudiantes comenzaron a llamar a los lavabos Calle de la Muerte, y muchos de ellos dejaron de frecuentarlos, para escándalo de los bibliotecarios supervivientes y con un desprecio por la higiene que normalmente nadie espera de una institución dedicada a los estudios superiores.

Ante los ultimatums del personal de la biblioteca, y haciendo un frenético esfuerzo para devolver los excrementos a unas zonas de mayor garantía sanitaria que las que se utilizaban en tiempos premedievales, las autoridades universitarias hicieron colocar una alambrada de gallinero justo debajo del techo de cristal, con la esperanza de que esto bastara para devolver la confianza en los lavabos. El éxito de esta operación fue solamente parcial. Aunque permitió que muchísimos volúmenes valiosos dejaran de ser utilizados inadecuadamente, tuvo la desventaja de hacer imposible toda ventilación. Por si eso fuera poco, la limpieza de la cara interior del cristal se convirtió en una ímproba y minuciosísima tarea de escaso valor. Antes de que transcurriera mucho tiempo, aquella gran estructura de cristal había adquirido un color verde moteado y vivísimo que, al menos, tuvo la virtud de dar a la biblioteca un aspecto ligeramente botánico, vista desde el exterior. Desde el interior, el «ligeramente» podía ser suprimido. En aquel particularísimo clima comenzaron a proliferar las bacterias, los líquenes y las formas más inferiores de vida vegetal. Una luz verdosa se filtraba hasta los anaqueles, y con ella una fina niebla de algas que, tras haberse condenado bajo el techo, encontraron un hogar en la alfombra de la sala de lectura y, de forma más irrevocable, entre las tapas de los libros. En el piso décimo cuarto estallaron varios estantes, y en la sala de manuscritos varios papiros irremplazables, entregados en préstamo por la Universidad de Port-Said, se entremezclaron y combinaron de tal modo con sus anfitriones que no hubo modo luego de descifrarlos ni restaurarlos, ni siquiera parcialmente.

En pocas palabras, el costo de mantenimiento de la biblioteca acabó siendo catastrófico para la economía de la universidad. Los departamentos de Ciencias y Tecnología languidecieron poco a poco, los laboratorios comenzaron a carecer de las instalaciones más imprescindibles, y los físicos, químicos e ingenieros decidieron emigrar a establecimientos más generosos para con sus alumnos.

Paradójicamente, las Humanidades, y en especial las Ciencias Sociales, florecieron. Atraídos por el espíritu de innovación tan patente en la biblioteca Kloone, eminentes eruditos a los que nadie había hecho caso en Oxford y Cambridge, o que ya estaban hartos de los antiguos caserones de ladrillo visto, acudieron en rebaño a la universidad de hormigón. Y aportaron a esta institución un fervor evangélico por la experimentación, el radicalismo, el anarquismo y la tolerancia en las relaciones de todo tipo, que resultaba mucho más avanzado incluso que el de los propios universitarios de aquellos años de mitad de los sesenta. Lo que en otras universidades tenía que ser pedido por los estudiantes, en Kloone les era impuesto a los alumnos por el mismísimo profesorado.

Mujeres jóvenes procedentes de respetables hogares proletarios se vieron metidas a la fuerza en residencias multisexuadas con baños y lavabos unisexuales. Cuando se quejaron de que la obligatoriedad de compartir con varones los dormitorios, camas y, casi en todos los casos, sus propios cuerpos, no aparecía mencionada en los programas de estudios, y afirmaron que de aquella forma no había quien pudiera dedicarse seriamente a trabajar, tuvieron que soportar que se las acusara de lesbianismo latente, cosa que en aquellos tiempos todavía no se había convertido en una actitud vital respetable.

Tras haber impuesto los objetivos ostensibles del Feminismo antes que nadie, las autoridades universitarias comenzaron a inculcar sus ideales de sociedad sin clases a unos jóvenes cuya propia presencia en la universidad era una prueba de su determinación de escalar posiciones sociales por el único medio que el Estado del Bienestar ponía a su alcance. Los catedráticos que, de acuerdo con la moda, ensalzaban las virtudes del proletariado ante los hijos y las hijas de obreros industriales, mineros y siderúrgicos, se vieron enfrentados a unas actitudes de absoluto desconcierto, así como a una extraordinaria epidemia de neurosis. Y así, mientras otras universidades se convertían en campos de batalla donde se enfrentaban los enragés con matrículas de honor contra los cátedros protofascistas, todos los intentos de crear militantes de extrema izquierda en Kloone acabaron fracasando. No hubo allí sentadas; nadie que estuviera en sus cabales habría querido sentarse voluntariamente en la biblioteca, y no había ningún otro edificio lo suficientemente amplio como para acomodar a la enorme cantidad de gente necesaria para crear fenómenos de histeria colectiva; no hubo tampoco peticiones de poder estudiantil; nadie invadió la secretaría para quemar los archivos; y se produjo una firme negativa a acudir a los seminarios de autocrítica de los miembros del claustro. Incluso los grafitti tan ineptamente pintarrajeados por los profesores fueron prontamente borrados por estudiantes voluntarios, y las únicas exigencias que se oyeron allí fueron en nombre de la reimposición de los exámenes y la introducción de una disciplina estricta, con una plétora de reglas y normativas que liberaran a los alumnos del tormento de tener que tomar decisiones.

—Si al menos no escucharan tan atentísimamente en las clases —se quejó el catedrático de Mecánica de Ingeniería Sociopolítica después de haberse pasado una hora fulminando los excesos militaristas de las democracias contemporáneas—. Te dan la absolutamente falsa impresión de que comprenden las condiciones objetivas que permiten la manipulación de ellos mismos por parte de los mass-media, y luego escriben trabajos que parecen copiados de un artículo de la prensa de derechas.

El catedrático de Criminología Positiva se mostró de acuerdo con él. Sus intentos de persuadir a los alumnos de que el asesinato, la violación y otros delitos extremadamente violentos contra las personas no eran más que formas de protesta social, y por lo tanto estimabilísimos, y sólo superados en este sentido por los atracos a bancos, los robos y los fraudes y estafas, habían fracasado de forma tan estrepitosa que la policía fue a verle dos veces, para investigar qué había de cierto en las denuncias de los estudiantes, según los cuales sus clases eran una incitación al delito.

—A veces pienso que encontraríamos un auditorio mejor predispuesto en las reuniones de los diputados de la derecha conservadora. Como mínimo, habría un poco de polémica. Mis alumnos se limitan a copiar todo lo que digo, palabra por palabra, para luego repetirlo, pero llegando a conclusiones tan opuestas a las mías que sólo se me ocurre pensar que creen que todo se lo digo en plan irónico.

—Es que no piensan —dijo el catedrático de Mecánica—. En mi opinión, han sido adoctrinados tan burdamente desde su primera infancia que son incapaces de sostener el más mínimo pensamiento conceptual.

En este ambiente de desilusión entre los profesores y de auténtico esfuerzo entre los alumnos, la singular figura de Walden Yapp, catedrático de Historiografía Demótica, destacaba por ese rigor que, antiguamente, la Universidad de Kloone había querido convertir en su principal característica. Desde el punto de vista ideológico, su pedigree no admitía crítica alguna. Su abuelo, Keir Yapp, murió cuando participaba en la marcha desde Jarrow, y su madre, cuando todavía no era más que una jovencita, fue camarera a tiempo parcial de las Brigadas Internacionales, antes de ser capturada, violada y encerrada en un convento por las tropas de Franco. Su huida en un carro, sus viajes como leprosa itinerante hasta Sevilla y luego Gibraltar, en donde le fue negado el acceso por constituir un riesgo para la salud, y su desesperado intento de obtener la libertad a nado, que sólo le sirvió para ser recogida por un buque de guerra soviético que acabó conduciéndola a Leningrado, dieron a Elizabeth Hardy Yapp una prestigiosa posición en los círculos de la extrema izquierda. Además, se pasó los dos primeros años de la Segunda Guerra Mundial denunciando al gobierno por su actitud de capitalismo belicista. Tras la entrada de Rusia en la contienda utilizó los buenos oficios del ministerio de Información, y sus propias dotes histriónicas, para exortar a los obreros industriales a que derrotaran a Hitler y eligieran un gobierno laborista en la siguiente convocatoria general a las urnas.

Fue como consecuencia de un discurso especialmente emotivo que pronunció en Swindon como conoció a alguien llamado Ernest, con quien pensó en la posibilidad de casarse, y de quien tuvo un hijo. Al igual que casi todo en su tormentosa vida, esta relación fue muy breve. Animado a actuar con antinatural combatividad por la tremenda retórica de su amante, y quizá también pensando que muy bien podría tener que pasarse el resto de su vida escuchando sus arengas, Ernest decidió no hacerle un gran servicio a su patria —hasta entonces era un obrero especializado cuya destreza le había merecido un puesto de trabajo en la fabricación de armamento— alistándose en el ejército y logrando que le matasen en su primer combate.

Miss Yapp sumó su muerte a la larga lista de quejas que tenía en contra de la sociedad, y utilizó el aura que todavía rodeaba el apellido Yapp en Jarrow para presentarse a diputada en una circunscripción en donde siempre ganaba el candidato laborista. «Beth la Roja» representó a partir de entonces a sus electores con un extremismo tan desafortunado y tan carente de sentido práctico que jamás permitió que su reputación quedara manchada por el ofrecimiento de un ministerio. Lo que hizo más bien fue continuar sus campañas, acusar a los líderes de su propio partido de haber traicionado a su clase, así como a las bases de todos los demás partidos como sucios capitalistas, sin olvidarse entretanto de que su hijo Walden recibiera la mejor educación que pudieran comprar sus invectivas, y dejándole por lo demás al cuidado de una tía sorda que era una persona de profunda religiosidad.

En estas circunstancias, no resulta sorprendente que Walden Yapp acabara convirtiéndose en un joven muy singular. En realidad, lo sorprendente es que acabara convirtiéndose en algo, que no muriese por el camino. Aislado del mundo corriente de los niños por los temores de su tía a que aprendiera de ellos malas costumbres, y alimentado por una dieta intelectual formada por el Apocalipsis y la inflamatoria retórica de su madre, a los diez años había fundido ambas corrientes en una única y personal doctrina que le condujo a cantar himnos religiosos en las conferencias del partido Laborista, y «Bandera roja» en la parroquia de su barrio. Pero su singularidad no se limitaba a su acrítica confusión de la religión y la política: a su personal modo, Walden Yapp era un genio. Gracias a la determinación con la que su tía procuró que sus pensamientos siguieran siendo siempre puros y santos, la buena mujer le impidió leer nada que no fuera la Biblia y la Enciclopedia Británica. Walden había leído tantísimas veces ambas obras de cabo a rabo que a los nueve años ya era capaz de decir, sin dudarlo un instante, que ZZ era una abreviatura usada en Medicina y Alquimia en las edades Antigua y Media para representar el jengibre. Sus conocimientos eran, pues, literalmente enciclopédicos y, aunque su organización fuera alfabética, resultaba demasiado prodigiosa para la tranquilidad de sus profesores. También le pusieron en cuarentena frente a los otros niños, a quienes les daba igual cuál pudiera ser el origen de la letra A o que un ábaco pudiera ser una forma primitiva de instrumento de cálculo. Walden siguió su propio camino. Cuando se cansaba de recordar qué eran todas y cada una de las cosas, se dedicaba al único tipo diferente de lectura de que disponía en su casa, una serie de horarios de ferrocarril que habían pertenecido antiguamente a su abuelo.

Fue en este terreno donde salió a la luz por primera vez su genialidad. Mientras otros muchachos estaban experimentando la desorientación de la pubertad, Walden se dedicaba a descubrir el mejor modo de ir de Euston (Londres) a King’s Cross (Londres) vía Peterborough, Crewe, Glasgow y Aberdeen. En su opinión, el mejor modo era siempre el más complicado. Que la mitad de las estaciones ya no existieran, y que muchas líneas hubieran sido suprimidas, carecía para él de importancia. Le bastaba saber que en 1908 hubiera podido viajar a todo lo largo y ancho de Gran Bretaña sin tener que preguntar ni una sola vez la hora de llegada y el destino del siguiente tren en ninguna taquilla. Todavía le parecía más emocionante tenderse por la noche en la cama y visualizar los efectos que se producían cambiando las agujas en tres puntos a la vez. Eligiéndolos estratégicamente, cabía según él la posibilidad de desviar todos los trenes de las compañías LMS, LNER y la del Gran Ferrocarril del Oeste, hasta provocar su catastrófica y completa detención. Fue aquí precisamente, en estas extraordinarias maquinaciones mentales elaboradas con conocimientos inútiles, y con cálculos matemáticos y especiales igualmente baldíos, donde se fraguó el brillante futuro de Walden Yapp. La realidad le importaba un pimiento.

Por otro lado, su prodigiosa capacidad de comprensión de las teorías dejaba tan boquiabiertos por igual a sus profesores y examinadores que, ignorando las limitaciones del intelecto del muchacho, se vieron forzados a hacerlo pasar lo más rápidamente posible del colegio al instituto y de allí a la universidad, en donde obtuvo un doctorado cum laude. De hecho, su tesis doctoral, que trataba de «La incidencia del carcinoma cerebral en las mineras durante 1840», que pudo llevar a cabo gracias a las estadísticas de los hospitales y asilos de la zona de Newcastle, fue tan apabullante y contenía detalles tan repulsivos que fue aprobada tras su primera presentación. Es más, uno de los miembros del tribunal se limitó a echar una superficial ojeada a sus primeras páginas, y con eso se dio por satisfecho.

Fue debido a su reputación de radicalismo irreflexivo, y gracias a su pensamiento irreflexivo, que le ofrecieron una cátedra en Kloone. A partir de este injustificado paso, Walden Yapp jamás volvió la vista atrás, o, para ser más exacto, jamás dejó de mirar atrás sin por ello dejar de avanzar hacia adelante. Su segunda monografía, «La sífilis considerada como instrumento de la lucha de clases durante el siglo XIX», contribuyó a reforzar su reputación, y sus clases llegaron a disfrutar de tal grado de popularidad —conjugaba en ellas una tendenciosidad en estado puro con estadísticas irrefutables, hasta el extremo de que sus alumnos quedaban tan libres de la necesidad de pensar y de la incertidumbre intelectual como si les hubiesen exigido que se aprendieran de memoria el listín telefónico— que su elección como catedrático de Historiografía Demótica no fue más que cuestión de tiempo y de incesantes publicaciones.

De este modo, a los treinta años ya tenía fama de ser el más espeluznante cronista de los horrores padecidos por el Obrero inglés durante la Post-Revolución Industrial, como mínimo desde los escritos de G.D.H. Cole y hasta de Thompson. Pero había otra cosa más importante incluso, al menos desde su propio punto de vista, y es que había llegado a convertir la historia demográfica en poco menos que una forma de expresión artística, gracias a una serie de comedias de televisión que trataban de las desgracias domésticas de la época victoriana, bajo el adecuado título genérico de «La prueba del pudding». Y si esta serie no sirvió para mejorar su imagen en los círculos académicos e hizo vomitar a más de un telespectador, contribuyó como mínimo a que el nombre de Walden Yapp se hiciera famoso, y a que el de la universidad de Kloone permaneciera en pie.

Tampoco esto era todo. En el terreno de las relaciones laborales también dejó su marca. Los diversos gobiernos, que trataban de mantener una imagen de imparcialidad en la guerra nacional entre empresarios y sindicatos, siempre podían confiar en Walden Yapp como árbitro de aquellas huelgas que se hubiesen prolongado más de la cuenta. La fórmula pacificadora de Yapp, aunque indigerible para los monetaristas, siempre era bien recibida por los sindicatos.

Se basaba en el simple supuesto de que la demanda debe ser el fundamento de la oferta, y de que lo que se aplicaba en el campo económico en sentido estricto también debía tener validez en las negociaciones salariales. Su aplicación de esta fórmula a lo largo de horas, días y noches insomnes de ininterrumpidas discusiones provocó la necesidad de nacionalizar varias empresas que hasta entonces habían estado produciendo beneficios. En los círculos de la extrema derecha esto dio pie a que se pensara que Walden Yapp era un agente del Kremlin.

Nada más lejos de la verdad. La vocación democrática de Yapp era tan auténtica como su creencia de que no tiene que haber pobres por la fuerza, pero que, mientras existan, han de tener forzosamente razón. Era una visión simplista, aunque jamás la expresara con este simplismo, y le ahorraba el problema de tener que tomar decisiones de carácter más personal.

Pero era en este terreno donde su vida le resultaba profundamente insatisfactoria. Carecía de vida personal digna de mención, y la poca que tenía no era en absoluto natural. Tras su infancia solitaria vivió una solitaria madurez, y ambas etapas fueron en él tan abstractas que no era posible decir si había llegado a ser niño ni si se había convertido en adulto. Permaneció soltero y singular, y, del mismo modo que los estudiantes entraban en manadas cuando él daba clase, los catedráticos se largaban de las salas de profesores en cuanto aparecía él, pues era la única forma de evitar aquellos monólogos inconsecuentes que eran, para Yapp, la única forma de «conversación» que conocía. En pocas palabras, la vida personal de Walden Yapp se limitaba a sus relaciones de preceptor con algunos alumnos, sus relaciones de director de tesis con algunos postgraduados, sus relaciones con los divertidos productores de televisión para tratar de sus guiones, y por fin, sin que ello suponga demérito alguno, sus relaciones con la computadora donada por Lord Petrefact a la universidad, con la que jugaba al ajedrez. Estrictamente hablando, la computadora era su única amiga. Y lo mejor de todo es que podía disponer de ella día y noche. Estaba situada en el sótano de la biblioteca, y jamás podía volverle la espalda o huir de él. Yapp podía sentarse ante un teclado en el mismo sótano, o bien, más cómodamente, conectar la terminal que tenía instalada junto a su cama, mecanografiar la contraseña, y ponerse inmediatamente en contacto con lo que en realidad era su alter ego electrónico. Incluso cuando se iba de la universidad podía llevarse consigo su Moden y reanudar sus discusiones con la computadora por el simple procedimiento de conectar su receptor. Como la había programado de acuerdo con sus propios criterios, su computadora poseía la estimabilísima virtud, ausente en los seres humanos que Yapp conocía, de no llevarle casi nunca la contraria, y cuando le contradecía nunca era en el campo de la opinión sino, como máximo, en el de los datos. Yapp volcaba en la computadora todas sus estadísticas, todos sus hallazgos y teorías, y obtenía de ella toda la compañía de la que disponía. Prácticamente sólo había una cosa que no podía hacer con ella, dormir, y no por que le molestara su presencia física, que a Yapp le parecía muy agradable, sino por temor a electrocutarse y porque tenía la sospecha de que su entrometimiento físico podía dar al traste con su bella, aunque platónica, relación.

Yapp no dudaba que se tratase de una amistad auténtica. La computadora le contaba cosas relacionadas con el trabajo de sus colegas, y le permitía pasar revista a su correspondencia y estudiar sus últimas investigaciones con sólo teclear las contraseñas de cada uno de los demás profesores. No le importaba que las susodichas contraseñas fuesen, en teoría, secretas. Las horas y las noches que se pasaba en compañía de la computadora le habían permitido comprender a fondo el peculiar dialecto de aquel ser, así como su forma de pensar. Era como si también aquella máquina (a Yapp le gustaba tratarla en género femenino) se hubiese pasado la infancia dirigiendo horarios de ferrocarriles para después reconstruirlos, como él, a su modo. Para Yapp no cabía duda de que ella, la máquina, era su mejor amiga, y creía que, con su ayuda, alcanzaría aquel conocimiento absoluto de todas las cosas que, debido a su peculiar educación, era para él la auténtica finalidad de la vida.

Entretanto, tenía que ocuparse de las fastidiosas intromisiones de la realidad.