Lord Petrefact pulsó el timbre del brazo de su silla de ruedas y sonrió. No era una sonrisa encantadora, pero casi todos los que conocían bien al presidente del Grupo de Empresas Petrefact, que eran un grupo de desdichados poco numeroso, jamás esperaban de él sonrisas encantadoras. Incluso su Majestad la Reina, que, contra su juiciosa opinión, se dejó convencer por un nada escrupuloso primer ministro y acabó concediendo a Ronald Osprey Petrefact un título honorífico, pensó que su sonrisa era casi amenazadora. A los dignatarios de categoría inferior les reservaba sonrisas que iban desde lo reptilino hasta lo francamente sádico, según la importancia que él les diera, cosa que dependía exclusivamente de la utilidad temporal que tuvieran para él, o, en el caso de sus sonrisas más memorables, de que no le sirvieran absolutamente de nada.
En pocas palabras, la sonrisa de Lord Petrefact era simplemente la aguja indicadora de su barómetro mental, cuya escala jamás registraba tendencias más optimistas que tiempo bonancible, aunque por lo general anunciaba borrascas. Y desde que contrajo su enfermedad, causada por los esfuerzos combinados de uno de sus asesores financieros (que desprestigió sin querer unas acciones recientemente adquiridas por Lord Petrefact) y una ostra especialmente resentida, su sonrisa había adquirido una tendencia ladeada tan notable que, a veces, los que estaban sentados a uno de sus lados podían creer que, más que sonreír, estaba enseñando la dentadura postiza.
Pero esta mañana en particular casi rozaba la afabilidad. Se le había ocurrido, por decirlo con su metáfora preferida, una forma de matar dos pájaros de un tiro, y como uno de esos pájaros era un miembro de su familia, el plan le resultaba especialmente agradable. Al igual que muchos grandes hombres, Lord Petrefact detestaba a sus más próximos y queridos parientes, y su grado de proximidad, así como, en el caso de su hijo Frederick, su altísimo costo económico, estaban en proporción directa con la intensidad de su odio. Pero lo que se le había ocurrido no iba a servir solamente para dar la patada a su familia más inmediata. Los numerosos e infernalmente influyentes Petrefact que se encontraban esparcidos por el mundo se indignarían infinitamente, y como ellos le habían criticado siempre, a Lord Petrefact le proporcionaba un inmenso placer saborear por anticipado sus reacciones de furia.
De hecho, tuvo que utilizar toda su astucia financiera, más la colaboración de una empresa norteamericana que había comprado subrepticiamente, para poner fin a los entrometimientos familiares en lo que hasta entonces había sido el negocio de la familia. Incluso su título nobiliario provocó notables acritudes, frente a las cuales su único argumento convincente fue que, a no ser que le permitieran elevar su apellido a la aristocracia, profanaría a toda la tribu de los Petrefact consiguiendo que le metieran en la cárcel. Los Petrefact se enorgullecían de ser una de las más antiguas familias anglosajonas, y contaban entre sus antepasados a varios personajes anteriores a la Conquista. Sin embargo, no se habían destacado nunca en el mundo de la alta sociedad. Habían procurado permanecer encerrados consigo mismos, hasta el punto de que el tío Pirkin, que estaba construyendo el árbol genealógico en Boston, tuvo que inventar varias esposas espúreas a fin de ocultar la mancha del incesto.
Debido sin duda a siniestros motivos, los Petrefact habían producido un número estadísticamente anormal de hijos varones. Aunque sólo fuese por una vez, Lord Petrefact tuvo que conceder que estaba de acuerdo con el tío Pirkin. Las pruebas de anormalidad, tanto estadística como sexual, habían aparecido bajo su mismo techo, con sus hijos. Su esposa, la ya fallecida Mrs. Petrefact, se había jactado con cierta precipitación de que nunca hacía las cosas a medias, pero contradijo inmediatamente su afirmación dando a luz unos gemelos. Su padre saludó el doble nacimiento con cierta decepción. Se había casado con ella por dinero, y no por su capacidad para producir gemelos como quien no quiere la cosa.
—Quizá podría haber sido peor —admitió a regañadientes cuando le comunicaron la noticia—. Hubiese podido engendrar cuatrillizos, y todos niñas.
Pero para cuando los gemelos, Alexander y Frederick, llegaron a la pubertad, hasta aquella madre que tanto les idolatraba comenzó a tener sus dudas.
—Seguro que se les pasará con el tiempo —le dijo Mrs. Petrefact cuando él se quejó de habérselos encontrado en el baño, haciendo cada uno el papel del otro—. No es más que un simple problema de identidad.
—Lo que yo he visto no me parece simple precisamente —cortó Petrefact— y, por lo que se refiere a la identidad, me sentiré capaz de distinguirles cuando uno de esos sodomitas deje de usar pendientes.
—No quiero ni oír hablar de eso.
—Tampoco yo quiero verlo. Así que a ver si guardas bien cerrados en algún sitio tus malditos ligueros.
—Pero, Ronald, si hace muchísimo tiempo que ya no llevo ligueros.
—Pues me gustaría que todos los que viven en esta casa te imitaran —dijo Petre Petrefact, cerrando de un portazo para dejar bien patente su enfado. Pero el incierto género de sus hijos siguió obsesionándole y persiguiéndole, y sólo cuando Frederick demostró su masculinidad, al menos en parte, dejándose seducir por una de las mejores amigas de su madre, Lord Petrefact pudo por fin sentirse seguro de que tenía un descendiente varón. En cuanto a Alexander, no había modo de saberlo. O no lo hubo al menos hasta una noche, años más tarde, en la que Frederick, que hubiese debido estar en Oxford, se presentó en una recepción en honor del ministro paraguayo de Minería, que estaba a punto de negociar la venta del noventa por ciento de los derechos mineros de su país a una empresa de Petrefact, la Groundhog Parities.
—Lamento tener que anunciar que acabamos de perder un miembro de la familia —dijo Frederick a los presentes, dirigiendo una mirada apesadumbrada a su madre.
—No… No puede ser —empezó a decir Mrs. Petrefact.
Frederick hizo un gesto de asentimiento.
—Lo siento, pero mi hermano ha decidido cortar por lo sano. Yo quería disuadirlo, pero…
—¿Quieres decir que se ha suicidado? —preguntó esperanzado Lord Petrefact.
—Ay, mi pobre Alexander —gimió su esposa.
Frederick esperó a que los sollozos de su madre fueran claramente audibles.
—Todavía no, aunque no hay duda de que cuando despierte…
—Había entendido que decías que había muerto.
—No ha muerto, pero ha pasado a otra vida —dijo el terrible Frederick—. En realidad, lo que he dicho es que hemos perdido un miembro de la familia. Sería difícil encontrar un modo más delicado y hasta más exacto de decirlo. Por ejemplo, no se me ha ocurrido decir…
—Pues no lo digas —gritó Petrefact, que por fin había captado el sentido en que su hijo había empleado la palabra «miembro». Su esposa se mostró más obtusa.
—¿Por qué has dicho entonces que ha cortado por lo sano?
Frederick se sirvió una copa de champagne.
—Yo diría que esa clase de operaciones consiste justamente en cortar por lo sano, ¿no? Y, desde luego, hay que admitir que Alexandra, o Alexander, que es como se llamaba hasta entonces, ha cortado sin duda…
—¡Calla! —aulló Petrefact, pero Frederick no pensaba dejarse silenciar fácilmente.
—Yo siempre había querido tener una hermana —murmuró—, y aunque quizá yo sea un poco torpe, al menos puedes consolarte, querida madre, pensando que, más que perder un hijo, has ganado un neutro.
Pero no acabó aquí la cosa. Cuando conducían a la desmayada Mrs. Petrefact a una habitación en donde atenderle, Frederick le preguntó al ministro paraguayo si la iglesia católica tenía sobre el cambio de sexo opiniones tan estrictas como sobre el aborto.
Sin esperar la respuesta, Frederick añadió:
—Pues claro que no. Basta recordar los coros de castrati que había en Roma.
Luego se volvió hacia la esposa del ministro y le dijo que confiaba en que no le hubiera resultado dolorosa aquella misma operación cuando se la hicieron a ella.
Cuando terminó la reunión, Petrefact había tomado una firme e inalterable resolución: ni su hijo ni su supuesta hija heredarían jamás las propiedades de su padre. Tampoco la prematura muerte de su esposa, ocurrida unos seis meses después, sirvió para tranquilizarle. A Frederick le habían cortado el suministro de dinero y no recibía ni un céntimo suyo, cosa que, según Lord Petrefact, se tenía muy merecido; Alexandra por su parte, que se había dado ella misma un buen corte, cobraba una compasiva pensión que le permitió montar un salón de peluquería en un barrio periférico de Londres.
Aliviado de la presencia de sus hijos y de sus deberes conyugales, Lord Petrefact siguió elevándose hacia la fama y hacia una enorme fortuna con una implacabilidad que se alimentaba en su conciencia de que su testamento, pergeñado por todo un equipo de expertos en leyes, era indiscutible. Había dejado todas sus propiedades a la Universidad de Kloone, y ya había hecho instalar allí la computadora más avanzada, como prueba de su buena voluntad y demostración de su cordura. El Grupo Petrefact se había librado de paso de tener que sufragar por su propia cuenta los gastos de la computadora, y las ventajas fiscales obtenidas gracias a la inversión de los beneficios empresariales en una institución pública resultaron considerables.
Ahora, sentado en su oficina, que dominaba una panorámica del Támesis, los pensamientos de Lord Petrefact, que solían ser una mezcla de odio familiar y astucia financiera, se dirigieron de nuevo hacia Kloone. La universidad albergaba, por un lado, su computadora; pero también albergaba, por otro, a un sujeto mucho menos programable, que respondía al nombre de Walden Yapp. Y Yapp había sido designado árbitro de tantísimas disputas laborales que no había modo de tomárselo a la ligera. Petrefact estaba precisamente considerando lo bien que encajaban sus diversos planes cuando entró Croxley.
—¿Había llamado?
Lord Petrefact miró a su secretario privado con la acostumbrada antipatía. Día tras día le producía una terrible irritación que aquel tipo se negara a darle el tratamiento de «milord», pero Croxley llevaba con él casi medio siglo y su lealtad, al menos, estaba fuera de toda duda. Lo mismo que su memoria. Antes de la adquisición de la computadora, Croxley había sido el mejor sistema de almacenamiento de información que Lord Petrefact había conocido.
—Claro que he llamado. Quiero ir a Fawcett.
—¿Fawcett? Pero si allí no hay nadie que pueda cuidar de usted. Todo el personal fue despedido hace ocho años.
—Entonces, encárguese de que lo organice todo alguna empresa de abastecimientos y servicios a domicilio.
—¿Necesitará también una unidad de vigilancia intensiva?
A Lord Petrefact se le saltaron los ojos de las órbitas. A veces pensaba que Croxley tenía un cerebro de piojo. Y así debía de ser, dada su extraordinaria memoria, pero había momentos en que a Lord Petrefact le asaltaba la duda.
—Pues claro que quiero una unidad de vigilancia intensiva —gritó—. ¿Para qué diablos cree que sirve este botón rojo?
Croxley miró el botón rojo de la silla de ruedas como si lo estuviera viendo por primera vez.
—Y tráigame una predicción por ordenador de los posibles aumentos de producción de la fábrica de Hull.
—No hay.
—¿Que no hay? Tiene que haber. No he contratado a ese ordenador para que caliente la silla con el culo y se niegue a hacer previsiones. Eso es lo que ese condenado cacharro…
—No hay ningún aumento. De hecho, y según mis últimas informaciones, desde que se utiliza la nueva maquinaria, la producción se ha reducido en un diecisiete punto tres por ciento. Durante los meses de abril y marzo, la utilización de la fábrica…
—Bien, bien —cortó Lord Petrefact—. No hace falta que continúe.
Y tras haber despedido a su secretario privado con la idea también privada de que aquel condenado era una decimal periódica y que teniendo a Croxley era una bobada haber adquirido el ordenador y que por lo tanto jamás entendería por qué había decidido instalarlo, Lord Petrefact se arrellanó en su silla de ruedas y estudió cuáles podían ser sus siguientes pasos en su interminable batalla en contra de su fuerza de trabajo. El cierre de la fábrica de Hull sería una decisión simbólica muy apropiada. Pero antes tenía que manipular a Yapp. Y Fawcett House estaba cerca de Kloone.