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Todo grupo, de cualquier especie, no importa cómo empiece, acabará como un grupo religioso o místico. Así lo aseguran los psicólogos.

El nuestro empezó como una mezcla de gente de izquierdas de todos los rincones de Europa, durante un breve periodo pasó a ser estrictamente comunista, por lo menos en teoría, pero al perder pureza comunista se convirtió en una filial de la asistencia social y de la caridad.

Podríamos decir que, durante los dos últimos años antes de irme, no existía. Con toda seguridad, Gottfried estaría de acuerdo con ello. Pero ¿sólo se puede hablar de grupo si su composición sigue siendo la misma? El nuestro era como la ola que se levanta y retiene su forma mientras el agua se precipita por ella. De los miembros originales, sólo quedábamos Gottfried y yo, y Nathan. Pero Nathan estaba metido en la política del Partido Laborista. Varios refugiados, que empezaron como comunistas, habían prosperado y adoptado opiniones liberales. Aparecían Charles Mzingele y sus amigos, cuando podían, pero la verdad es que venían en busca de libros e información. Había otros a los que no he mencionado: puede que no deseen que se recuerden sus pasados revolucionarios.

Apareció entre nosotros un hombre joven, quien, cuando paseábamos con él por el parque, o íbamos a un restaurante, o estábamos en la calle, provocaba que nos lanzaran miradas furiosas y asqueadas. Era delgado, muy bronceado, llevaba pantalones cortos blancos y ligeros, sandalias doradas, pendientes, y su pelo rubio le llegaba hasta el hombro. Hoy nadie volvería la cabeza, pero él fue el primer presagio de un largo e intenso verano. Era inteligente, culto, melómano, no podía pasar ni un solo día sin nuestra compañía, y estaba bastante loco.

Vivía solo en una habitación con cocina en la que los enchufes de la lámpara eléctrica le mandaban mensajes del KGB, que controlaba sus pensamientos. Nunca había conocido a nadie así, me fascinaba, y siempre estaba dispuesta a que me contara el último comunicado de Moscú. Ha sido mi destino verme relacionada con unos cuantos excéntricos en distintos aspectos, y al cabo de diez años, si por casualidad alguien decía que el KGB o la CÍA le espiaban a través de la bombilla de la luz, ya había aprendido a decir: «Ah, querido, ¿estás seguro? Bien, no importa».

Este hombre aparecía todas las noches, se comía lo que yo estuviera cocinando, se sentaba golpeteando con su sandalia dorada y esperaba a que la conversación le diera cabida, lo que sucedía casi inmediatamente, porque parecía que todo el mundo deseaba contar anécdotas sobre casas embrujadas, mesas que se levantaban, y brujos. Kurt no podía irse. La muchacha que estaba tristemente enamorada de Gottfried, y su media naranja, siempre estaban con nosotros. Personas a las que llevábamos meses o años sin ver volvían de nuevo. Leíamos poemas rusos de aquel periodo embriagador cuando la revolución, personificada por locos jinetes, místicos monjes y sibilas, había subido la temperatura en Moscú y Leningrado treinta y pico años antes. Cualquiera que haya vivido en África sabe algo de brujería y chamanismo. Tales evidencias de Pensamiento Superior fueron acorraladas por imperativos de la lucha de clases, pero hoy resulta evidente que todo el mundo creía en lo oculto, más incluso que en el socialismo. Siempre ha habido sólo un paso entre el socialismo y el comunismo y cierto nivel de misticismo; el ejemplo más visible fue Annie Besant, que empezó organizando a las cerilleras y acabó inventándose Krishnamurti.

Nuestro periodo de misticismo popular no duró mucho. Tras la charla sobre sesiones espiritistas y fantasmas, el siguiente paso es la práctica. Alguien conocía a una médium, y a partir de ahí la gente se desperdigó y se fue en busca de noches más interesantes.

Nuestros «análisis de la situación» iban, francamente, de capa caída. Gottfried vivía ya, mentalmente, en Londres. Lo mismo me pasaba a mí. Ahora pienso que lo único en lo que nosotros, es decir, los progresistas, fuimos útiles a la gente negra fue que prestamos y dimos libros a todo el que los pidiera. Charles traía amigos que traían amigos, y, antes de sentarse, sus ojos recorrían rápidamente nuestras estanterías. Había que tomar precauciones para que Book, nuestro criado, no supiera nada de estas reuniones. Inmediatamente habría informado a todo el vecindario de que sus patronos recibían a negros, y esto le habría supuesto a Charles aún más problemas con la policía. Nunca llegaban al mismo tiempo, sino uno o dos cada hora. A veces traían un trozo de madera y una sierra, o simulaban ser vendedores ambulantes de algo. Les preparaba té y luego me instalaba en la terraza para asegurarme de que no nos interrumpiera ningún vecino, por lo que se podían tomar el tiempo necesario. Siempre resultaba doloroso ver cómo aquellos hombres —siempre, entonces, hombres— tocaban los valiosos libros, y cómo, cuando veían un libro del que no tenían ninguna referencia, pero que les atraía, lo sostenían entre sus manos con una delicada reverencia por las posibilidades que ofrecía, puesto que iban en busca de la educación que a la mayoría de ellos se les había negado. Yo miraba de vez en cuando por la ventana de la terraza y los veía inclinados respetuosamente sobre libros a los que nosotros ya no dábamos importancia. También les pedíamos libros por encargo, diciendo que sabíamos de una fundación que facilitaba los libros a los africanos. Poco después de llegar a Londres recibí una carta: «¿Se acuerda de mí? Soy fulano de tal, usted me dio libros y aprobé mi examen».

¿Quién lleva a cabo, hoy, esta función en un país condenado siempre a verse privado de libros? A menudo es el British Council, que en Harare tiene salas llenas de libros de texto y vídeos y materiales didácticos diversos. Siempre están abarrotadas de personas, en su mayoría jóvenes, tan sedientas de educación como los hombres a los que conocí en nuestra época. El gobierno negro no ha hecho nada para abastecer de libros, ni subvencionar bibliotecas. A la larga, esta desidia —a pesar de que resulte difícil a veces creer que se trata de una cuestión política— resultará ser el más estúpido de sus errores.

No vayan ustedes a creer que me sentaba en la terraza llena de pensamientos adultos y benévolos. Contemplaba a aquellos honrados y valientes hombres salir, de uno en uno, simulando que eran criados o mensajeros, nerviosos porque cualquier ama de casa blanca «lumpen» podía empezar a chillarles, y me consumía la rabia. (Es una lástima que la palabra «lumpen» del vocabulario comunista haya caído en desuso: resulta muy expresiva). Este tipo de rabia es perjudicial. La rabia exaltada, exuberante y generosa se alimenta de la creencia de que tú puedes hacer algo, cambiar algo. Pero hay una rabia que es como ácido que se activa dentro del estómago, encerrándote en el cinismo y la impotencia. Estupidez, estupidez, estupidez, musitaba, muchas veces al día, como si me hubieran ordenado mirar, sin pestañear ni mirar hacia otro lado, un acto de deliberada crueldad, como el de un niño que tortura a un pájaro. La verdad es que no podía compartir este dolor con Gottfried, quien habría reaccionado con lo de «Que viene la Revolución…».

La Revolución en Europa: él había perdido ya sus esperanzas respecto a África. «Quizás dentro de cien años…», declaraba. El «dogma» seguía siendo que sólo un proletariado negro podía liberar a África. Pero allí no había proletariado negro en el sentido al que se referían los Padres de la Teoría. Existían mineros negros y algunos trabajadores de la industria de servicios, pero el nacionalismo negro era, sencillamente, una desviación reaccionaria… omito el resto de los adjetivos. El «análisis de la situación» de Moscú había llegado a esta conclusión. Recuerdo a Gottfried diciendo lentamente que lo mejor que podían hacer aquellos camaradas era pasar un tiempo en África.

No obstante, siempre estábamos pendientes de rumores, editoriales, noticias en el Herald, o chismes, sobre posibles líderes negros. Charles Mzingele no conocía ni uno. Hoy se podría decir que estaba ensayando su papel de Tío Tom, pues aunque estaba a favor de cualquier líder negro, y había hecho todo lo posible para ayudar a cualquiera que tuviese aptitudes, le disgustaba el violento lenguaje del nacionalismo. ¿Cómo iba a ser si no? Durante años, décadas, había mantenido —sólo mantenido— su posición, siempre tan precaria debido al ataque de los blancos, que le llamaban agitador incendiario, comunista, etc., a base de tacto, buen humor, paciencia. Era por naturaleza amable, pensativo, considerado. Y, además estaba haciéndose viejo, y triste. A pesar de que la iglesia católica le había amenazado con la excomunión, dependía de su religión. «Sólo Dios puede ayudarnos», insistía en una habitación llena de ateos convencidos. «Sólo Dios y sus ángeles».

Cuando hubo la Huelga en la Zona Segregada, tan famosa como la Reunión en la Zona Segregada, nos tomó por sorpresa y lo mismo le pasó a Charles. El líder de la huelga estaba en Bulawayo. Declararon la huelga contra el sueldo mínimo de una libra esterlina al mes. Era el sueldo de un cocinero, pero redondeado con víveres y regalos. Nadie podía vivir con una libra esterlina al mes. La petición de un sueldo mínimo fue rechazada por el Parlamento. Que los blancos adoptaran su natural actitud de ofensa, de alarma («Se levantarán y nos echarán al mar») era la habitual nota de farsa. Pero detrás había tal sufrimiento, tal dolor, tales brutalidades… Nosotros lo sabíamos muy bien, pero parecía que los blancos lo desconocían. Los «munts» no podían organizar una huelga por propia iniciativa: tenía que ser obra de los agitadores comunistas. Como remate, la casi inevitable nota de farsa. Los blancos hicieron algo muy estúpido. Estúpido desde su punto de vista. En aquellos días, había muy pocos negros motivados o informados de su propia situación, por no hablar de la situación en otros países. Apenas sabían de la existencia de los sindicatos. Además, durante los sesenta años de ocupación blanca les habían dicho día y noche que eran monos, ignorantes, retrasados, inferiores. Cuando las autoridades de la ciudad tuvieron la certeza de que su contingente laboral se encontraba dentro de la Zona Segregada, cerraron las verjas, y colocaron guardias en torno del recinto. La gente no podía salir. No se permitió la entrada de comida o avituallamiento. Los blancos mataban de hambre a los rebeldes para someterlos, y no lo disimulaban. Pero dentro de la valla también había «agitadores» que utilizaron muy bien su tiempo con aquel público cautivo, asustado. Durante cinco días, multitudes cada vez más furiosas oyeron ardientes descripciones de su situación, no comunistas, sino puramente nacionalistas, pero con comparaciones entre sus condiciones y las de los trabajadores en otros países. Fue un breve curso de teoría y práctica política. Nosotros no podíamos creer que la autoridad fuera tan estúpida. Pero toda autoridad, cuando está asustada, generalmente es estúpida. Los blancos se veían enfrentados a su pesadilla, siempre latente, de que los negros se sublevaran y les cortaran las gargantas.

Esta huelga y el cerco de la gente negra que moría de hambre y escuchaba propaganda subversiva, pueden ser considerados, a mi juicio, un episodio decisivo. La famosa Reunión en la Zona Segregada sólo ocasionó a los blancos deliciosos frissons a corto plazo; la mayoría de los negros ni siquiera había oído hablar de ello. Pero la huelga les demostró cuan crueles eran los blancos y, por encima de todo, cuan ignorantes de sus sufrimientos.

Desde entonces he visto el mismo fenómeno muchas veces y en varios contextos: los que tienen el poder, la autoridad, nunca parecen ser conscientes de que la gente a la que gobiernan vive y siente. Es como si existiera cierto mecanismo cerebral que los separara —por el mero hecho de estar en el poder, o en una posición de responsabilidad— de los gobernados, y les impidiera una verdadera comprensión. De no ser así, ¿cómo explicarlo? Obviamente, a los que están en el poder les conviene conocer la situación de sus ciudadanos. Muchas veces, en Londres, cuando les he explicado a amigos situados en altos cargos que tal y cual cosa pasaba en los estratos inferiores de sus departamentos o feudos, he tenido que oír: «Ah, no, es imposible, mis empleados no actuarían así, estás exagerando».

Sólo en una ocasión he leído sobre gobernantes que sí lo comprendieron. Fue en Oriente Medio y durante la Edad Media. Los gobernantes se aseguraron de que siempre hubiera inspectores, que pasaban por gente corriente, pidiendo trabajo o como empleados, para descubrir cómo se comportaban los cargos oficiales. Si eran incompetentes o crueles, los cesaban. De este modo, como todo cargo o persona en el poder sabía que la persona que tenía delante podía ser un inspector del gobierno camuflado, tendía a comportarse mejor que si tuviera un poder sin supervisión.

Gottfried: «Pero cuando tengamos una sociedad comunista, ya no habrá injusticia».

Se me dirá: «Pero ¿tú aún creías en las perfecciones del comunismo? Seguramente sabías de…» la colectivización forzada, los juicios, y así sucesivamente. Por entonces circuló un libro titulado Escogí la libertad, de Kravchenko. Digo que circuló, pero personas como Gottfried y Nathan manifestaron que no les interesaba la propaganda antisoviética. Algunos lo leímos y lo comentamos. El problema era que la imagen que daba Kravchenko era muy distinta —en realidad opuesta— a todo lo que habíamos leído u oído al respecto. Naturalmente, existían dificultades, problemas, preocupaciones, en la Unión Soviética… pero ¿qué era una total tiranía? Vi repetirse esta misma situación a mitad de los años ochenta. Una muchacha rusa se había casado con un inglés y vivía en Londres. Iba a menudo a Rusia. De vuelta a Londres, o a Rusia, contaba siempre que era como formar parte del negativo de una fotografía: todo lo que se decía en Occidente sobre la Unión Soviética era lo contrario de lo que la Unión Soviética decía de sí misma. Al llegar allí, o de vuelta aquí, se sentía como si le hubieran puesto el cerebro del revés. Sentíamos, al leer a Kravchenko, como si nos dieran la vuelta a nuestro cerebro. Recuerdo exactamente, no es un retoque de la memoria, cómo me sentía: si lo que estaba leyendo era verdad, nada de nada de lo que creía era verdad, podía ser verdad.

No obstante, se podía decir que algo parecido a «una realidad alternativa» iba surgiendo lentamente, por lo menos en mi pensamiento. Las «monedas de auténtica fe» de Koestler caían con rapidez de nuestros bolsillos. Si no hay algo así como una «conversión» instantánea, es decir, un repentino vuelco de opinión, no un montón de pequeñas impresiones que se van acumulando en el cerebro, no se produce una repentina conversión a la inversa.

La palabra «paranoico» siempre aparece en discusiones sobre este tema.

El doctor Jerrold Post, un norteamericano experto en paranoia política, citado en el libro de Tom Mangold, Cold Warrior, sobre James Jesús Angleton, que dirigió la CÍA durante años (a pesar de estar bastante loco), define la paranoia como «una conclusión fija en busca de la evidencia que la confirme y el rechazo de la evidencia que no la confirma. La paranoia es un mecanismo adoptado. Surge y se aprende en el entorno familiar como una defensa contra el sentimiento de insignificancia o de no ser tenido en cuenta. Los paranoicos consideran que es mejor tener a la gente contra ellos que no ser tenidos en cuenta. También consideran que es mejor tener una opinión organizada del mundo que sumirse en el caos. Una visión clara, organizada, conspiradora del mundo es más fácil para ellos, porque les proporciona un sentido de seguridad psicológica.

»La paranoia no es fija sino que es dinámica y cambia a lo largo de una vida. La disposición mental de un paranoico consiste en mantener una solitaria vigilia y perseguir una tarea solitaria. El peso se carga en la espalda del paranoico.

»Los paranoicos son siempre las últimas personas que saben que están perturbadas. Y si tienen problemas, siempre creen que es culpa de otro. Quizás el público más importante para el pensamiento de un paranoico es su propia cabeza…».

Con esta definición resulta fácil concluir que la mitad de la raza humana es paranoica. (¿Sólo la mitad?)

La cuestión es que estos procesos no tienen relación alguna con la mente racional. Se trata de actitudes religiosas milenarias, que arden muy dentro de nosotros, a veces literalmente, por las llamas de la Inquisición.

Tardé cuatro o cinco años desde que en 1942 caí enamorada del comunismo, o mejor, del comunismo ideal, en pasar a ser lo bastante crítica para discutir mis «dudas» con la gente que aún se hallaba en el regazo comunista. Dos o tres años después, mis discusiones sobre hechos e ideas habrían supuesto, en un país comunista, la tortura y la ejecución. Hacia 1954, yo ya no era una comunista, pero hasta principios de los años sesenta no dejé de sentir los tirones residuales de la lealtad, no fui realmente libre. Es decir, me costó unos buenos veinte años no sentirme ya culpable, librarme de todo. Recuerdo con vergüenza lo difícil que me resultaba decir lo que pensaba a los que aún eran Fieles.

Fui capaz de ser más libre que la mayoría porque soy una escritora, con la estructura psicológica de una escritora, que se coloca a una distancia de lo que está escribiendo. Todo el proceso de escribir consiste en situarse a distancia. Éste es su valor… tanto para el escritor como para la gente que lee los resultados de este proceso, que se basa en partir de lo que está en bruto, de lo individual, de lo no examinado, y de llevarlo al reino de lo general.

Quizás la mayor moneda que cayó de nuestros bolsillos fue la primera. El encargado cultural soviético y su esposa vinieron de Sudáfrica para apoyar oficialmente a Ayuda Médica para Rusia. Soñamos durante días con reunimos con aquellos representantes del bello mundo feliz que nacía en la Unión Soviética. La palabra «decepción» se queda corta. Eran la esencia de la trivialidad. La esposa, a quien las mujeres anhelábamos conocer, pues creíamos que sería el último grito de las «mujeres nuevas», era como una joven matrona de Salisbury, pero vestida a lo «Johannesburgo». («Nunca puedes lucir demasiado oro.») Él era todo brillantina y aspecto superficial. Les gustaban las novelas rosa y las malas películas. No sabían nada de la política de Rhodesia del Sur y no demasiado de Sudáfrica. Decían que la gente negra les horripilaba… ella con una delicada mueca de asco. Eran la esencia de aquello contra lo que la mayoría de nosotros había reaccionado.

Y 1947… 1948, sin duda la peor época de mi vida. Malos tiempos que parecían infinitos y hacían del corazón una especie de agujero negro, que absorbía toda la vida, toda la energía. Y así siempre, siempre. Hay algo en mi sino, o quizás en mi carácter, que me arrastra hasta aguas estancas donde permanezco en calma. Espero. Sé esperar. Esto, como cualquier otra cosa, tiene dos caras, el reverso en su esencia. Esperas que pasen cosas, porque sabes que te abrirán paso, o mejor dicho, una lógica interior de lo inevitable se va abriendo paso lentamente. Luego, cuando las cosas cambian, coges las riendas y te mueves. Pero esta espera también puede convertirse en un letargo, una pérdida de oportunidades. Bien, yo no tenía otra alternativa que esperar, entonces, en aquella época, aquella lenta, confusa, demoledora época de posguerra.

No dormía bien. Tampoco Gottfried. Nos quedábamos despiertos en camas separadas, sabiendo que el otro estaba despierto y era desgraciado. O fumábamos, mientras las puntas de nuestros cigarrillos se encendían y se apagaban como luciérnagas. Fuimos más amigos en aquellas largas y difíciles noches que durante el resto de nuestro matrimonio.

Él decía lentamente: «Sí, desde luego, esta época no es muy agradable».

Y yo decía: «Supongo que se acabará, ¿no?». «Sí, creo que no es ninguna temeridad suponerlo». Solía escuchar los trenes maniobrando y jadeando a unos setecientos metros, y la larga estela chirriante de la partida cuando un tren se iba a alguna parte. Solía oír el carro de la leche que pasaba por la calle, y paraba y se ponía otra vez en marcha, el caballo que se sacudía los arreos y la voz del lechero, que, para no despertar a los que, al alba, aún dormían, hablaba en shona, suave, persuasivo, al caballo.

Towards the hooves and clanking ofthe milk

The hours began to chime together

And there, dawn-lit, the church stood high against a sky of silk.

«Cuando sonaron los cascos y el rechinar de la leche

Las horas empezaron a repicar

Y allí, a la luz del alba, se erguía la iglesia contra un cielo de seda».

Soñé estos versos. Siempre me despertaba con versos en mi lengua. Qué lástima que yo no fuera una auténtica poeta. De serlo, aquel filtro o tamiz a través del cual los sonidos deben de caer desde el mar del sonido hasta convertirse en palabras, se afinaría y se haría más sutil. Solía pensar: Puestos a soñar secuencias de palabras, ¿por qué no son mucho mejores? Pero esto es, en verdad, pretender un don que no se tiene.

Tomábamos parte en actividades sociales que en otro tiempo habríamos calificado de «burguesas» y, por tanto, despreciables. Bailábamos en el Highlands Park Hotel, a varios kilómetros de la ciudad, los sábados por la noche. Era un lugar cercano a donde yo había trabajado de doncella con los Edmonds, frente a Rumbavu Park. Una gran sala de baile, un bar, y un patio bajo árboles musasa donde podíamos sentarnos entre baile y baile. Gottfried sacaba su yo ruso, y rompía copas y decía a la orquesta negra que tenían que aprender música gitana. Yo me sentaba bajo los árboles y, bastante ebria, meditaba sobre cómo describir la atmósfera del lugar cuando escribiera sobre él: Cerco de tierra. Athen Gouliamis y su amigo, que había partido recientemente a Grecia, vinieron en una ocasión y dijeron que ahora comprendían por qué la burguesía era tan reacia a perder sus privilegios. La luna, una aparición triste, pasajera, asistía a estos saraos.

En una ocasión, entre los que bailábamos, un grupo provinciano, apareció una mujer con un maravilloso vestido negro de encaje, en brazos de un hombre que le doblaba en edad, todavía en uniforme (de nuestro ejército, no del de Gran Bretaña). Era bastante encantadora, pero su cara se descomponía, como una máscara de cera junto al fuego: ella sabía que yo comprendía su situación, que me resultaba familiar lo de una inglesa que se casa con un colonial para asegurarse el futuro. Nos quedamos juntas en la terraza a la luz de la luna y ella me dijo: «En Londres yo era modelo». Luego: «No puedo llevar este vestido aquí, ¿no te parece?». «¿Por qué no? Nos sube un poco el tono». Luego, de repente, una petición y una afirmación al mismo tiempo: «¿Seré feliz aquí?». Y después siguió bailando y bailando en aquellos complacidos brazos maduros.

Yo leía, leía, leía. Leía para salvar mi vida. Qué difícil resulta transmitir el tirón y el arrastre de los malos tiempos que parece que nunca acabarán, aptos sólo para contemplarlos a través del ojo sin pestañear del lagarto. Sugerí algo del horror de todo ello en Going Home. Dejémoslo. Leía poesía, recitando —silenciosamente, o por decirlo así, bisbisando— versos de Eliot, de Yeats, como oraciones. Leía a Proust, que me fortalecía al ser su mundo tan radicalmente distinto de lo que me rodeaba. Entre otras maravillas, aporta un mundo extraliterario, más parecido a la historia. Proust narra, en una ironía de once volúmenes, cómo los aristocráticos Guermantes acabaron por absorber a personas a las que antes, por desprecio, no habían querido ni siquiera conocer. La hija de la cortesana, Odette, casada con un aristócrata, la vulgar Madame Verdurin convertida en la princesa de Guermantes. Nos invita a observar aquel proceso siempre repetido —uno de los largos, lentos ritmos de la sociedad— en el que triunfan los rechazados y despreciados, y cómo ellos a su vez desprecian a aquellos que los suplantarán. Habría podido utilizar esta historia ejemplar para animarme respecto a las aparentemente indestructibles estructuras de la «supremacía» blanca, pero yo no era tan inteligente.

Noche tras noche soñaba con el mar, que avanzaba y retrocedía en mi sueño en tristes mareas de nostalgia, de añoranza. El título Cerco de tierra parte de entonces.

Empecé a estudiar afrikaans. ¿Qué podía ser más ridículo? «Bien, si no consigo salir de aquí mejor será que aprenda…» Mi profesora era una joven afrikaner y nos encontrábamos en el café del parque y nos reíamos mucho. Su marido, que era maestro, había escrito una novela que ella me trajo para que diera mi opinión. Era de esas novelas casi buenas pero necesitaba una segunda redacción. Estaba llena de aquel lirismo y aquel amor por la naturaleza y las mujeres para los que los escritores afrikaners están tan dotados. Pero le dije a él: «Oye, no puedes escribir un libro que es una copia de Adiós a las armas». Incluso el final, la lluvia que cae sobre el desconsolado amante, era idéntico. Él no había leído nunca Adiós a las armas, ni había oído hablar de la novela. No fue la última ocasión en que he recibido la novela de un aprendiz que es un plagiario inocente.

A la salida de Salisbury estaba, y aún está, Mermaid’s Pool, con rocas que entran en el agua, rodeadas de jungla. Era y es un lugar para meriendas en el campo, «picnics», aunque hoy hay que pagar y venden perritos calientes y Coca-Cola. Los domingos solía coincidir allí una improbable amalgama de personas, unas veinte o treinta. Harry y Monica. Dora y sus dos hijos. Si estaba en la ciudad, Mary con sus dos hijos. Frank Wisdom y Dolly, ya casada con Frank. Jean y John. Gottfried y yo misma, y nuestro hijo. Hans Sen. Por regla general, una o dos de las chicas enamoradas de Gottfried, y algunos de los de la RAF, amigos nuestros o de mi madre. También, mi madre. Cuando ella se enteró de estas meriendas se quedó horrorizada, pero luego empezó a orquestarlas. Entonces fui yo la horrorizada. En un principio, los asistentes a los picnics éramos Gottfried y yo, el bebé, Hans Sen, nuestros amigos, y Dora. Ella habló de los picnics a Frank y él inmediatamente dijo que sería una forma agradable de que los niños vieran a su madre. Mientras tanto mi madre había estado organizando «encuentros» con los niños en situaciones cuidadosamente controladas. Controladas por ella. Me resultaron casi insoportables, y amarga —pero silenciosamente— la acusaba de disfrutar de la situación. Ella debía de pensar Se lo tiene bien merecido, pero la verdad es que el noventa y nueve por ciento de la gente habría sentido lo mismo. No Dora, mi querida Dora, quien nunca, jamás, me criticó, y con quien me veía a menudo para enterarme de cómo les iba a los niños. Nos pasábamos más o menos una hora tomando helados en la cafetería de Pockets, donde las esposas de los funcionarios que organizaban los tés matinales a los que yo había asistido me dedicaban comedidas sonrisas, y acto seguido me criticaban en voz baja. Dora se desprendía de su máscara de esposa convencional, y parecía veinte años más joven. Sus brillantes ojos de color avellana eran amables y picaros, sus rosados labios esbozaban una mueca de malicioso disfrute, era una guapa y divertida mujer, algo que poca gente llegaba a descubrir, y desde luego no su marido. (Lo gracioso es que a él le habría gustado mucho). «¡Querida! ¡Pero qué lumbreras, qué inteligentes, qué inteligentes llegan a ser! ¡Pues claro que los pobrecitos John y Jean deben ver a su madre con su nuevo marido y su nuevo bebé! Los pobres no comprenden un pepino, pero ¿qué más da? Estos Wisdom, tan tan listos, están bastante chochos, pero dejémoslo. Querida, ¿nos volvemos totalmente locas y nos tomamos otro helado?»

La verdad es que sería difícil imaginar una situación más confusa para los dos niñitos: allí, inexplicable y repentinamente, estaba su propia y auténtica madre, pero con otro bebé en sus brazos y con otro marido que no era su padre. Más tarde, al preguntarles sobre aquellos encuentros, dijeron que lo que más recordaban era que Gottfried les daba miedo. ¿Por qué seguí con eso? Para empezar, cuando una parece ser la culpable, no resulta fácil imponerse. Además, me sentía arrastrada por poderosas corrientes, y el problema era que resultaban contradictorias. Consideraba —y aún me pregunto si habría sido lo adecuado— que tenía que cortar radicalmente con los dos niños hasta que —la fórmula que se utiliza en semejantes situaciones— fueran lo bastante mayores como para comprenderlo. Me imaginaba en una casa propia, pero esta expresión no significaba sólo un piso o una casa, más bien una sensación de mí misma sólidamente instalada en alguna parte; no importaba dónde, ni se trataba tampoco de dinero, ni de respetabilidad, sino de haber conseguido una identidad que justificaría mi abandono. Mientras tanto, aquellas meriendas eran una pesadilla, y a partir de entonces siempre he puesto en duda lo de la «familia ampliada». Y por lo que se refiere a los dos niños, lo peor que me dijeron nunca fue el comentario de John —cuando ya era casi un hombre de mediana edad—: «Comprendo por qué tuviste que abandonar a mi padre, pero esto no significa que no te guarde rencor».

Mi madre no tenía idea de con qué —callada— amargura la acusaba, ni de mi fría y frustrada rabia. ¿Por qué iba a saberlo? Se limitaba a hacerlo lo mejor que podía, cumpliendo lo que ella consideraba su deber. Irrumpía siempre en mi vida imaginando que, tras dialogar conmigo, sus irrefutables puntos de vista me dejarían sin réplica y yo acabaría por convencerme de la bondad de sus planes. Pero en cuanto llegaba, su pobre cara de anciana se hundía en la contrariedad porque la joven que le plantaba cara en nada se parecía a la que ella había aplastado en la discusión. «Siéntate, madre. ¿Quieres un cigarrillo? ¿Una taza de té?… No, madre, no, no lo siento, no». Por aquel entonces sabía que Gottfried y yo estábamos divorciándonos, y secretamente, estoy segura, le complacía, porque luego yo me podría casar con un agradable inglés. Decía que se alegraba de que mi padre estuviera muerto, porque este nuevo disgusto le habría matado. Había llegado a la conclusión de que sería mejor que ella viviera conmigo y me organizara la vida, dado lo irreflexiva e irresponsable que yo era. La verdad, no obstante, es que ella quería vivir con mi hermano y organizar su vida y la de Monica. Y no podía darse cuenta de que aquello no podía ser.

Harry y yo éramos crueles a la manera en que a menudo lo son los hijos adultos. Le decíamos que debía casarse de nuevo. Había un par de hombres nada despreciables que querían casarse con ella. A Harry y a mí nos parecían bien. Ella decía: «Pero, ¿cómo voy a casarme con otro después de haber estado casada con vuestro padre?». Y afirmaba: «Una vez que has estado verdaderamente casada con alguien no puedes casarte con otro». Una opinión sobre el matrimonio, o sobre su matrimonio, que hoy posiblemente muchos no comprenderían. Contaba poco más de sesenta años, era una mujer guapa, bien vestida, con un seco humor, eficiente, práctica y pletórica de energía. Vivía como habría vivido en Inglaterra: se dedicaba a obras de caridad y visitaba a gente agradable. Nunca la invitaron a la delegación del gobierno, como era su sueño. Frank la aconsejó económicamente, y lo mismo hizo Gottfried. «Es curioso», decía ella, con su desdén por las ironías del mundo, «con lo que Frank y Gottfried saben de dinero, y tú sigues siendo una inútil».

El significado de esto era: «No comprendo por qué no te preocupas por tu futuro, tu seguridad, las apariencias. ¿Y por qué te contentas con vivir de esta forma desastrada?». Porque Frank, con quien ya había vivido en muchos lugares desastrados, era ahora la esencia del conformismo. Ella estaba confusa. Y lo mismo me pasaba a mí. Cuando lo conocí, Frank proclamaba despreciar cualquier cosa que se pudiera considerar «burguesa», desde las hipotecas a la fidelidad.

Cuando tenemos veinte años, no nos resulta fácil imaginar que nuestros amigos, gandules o aventureros, nuestros colegas o compañeros tan dispersos, ineptos o revolucionarios, se convertirán en padres y madres de la patria, y en general gobernarán el mundo. Frank, que cuando yo lo conocí, no hacía ni diez años, era un funcionario en lo más bajo del escalafón, ahora ya rozaba los cuarenta y subía como la espuma. Más adelante pasó a ser presidente del Tribunal Supremo. Entonces era secretario de Justicia. Cuando fue secretario de Agricultura Nativa, su política resultó demasiado progresista para la época. Hizo cuanto pudo para aumentar el número de granjeros negros. Cuando Zimbabwe consiguió la independencia, el número de estos hombres (y mujeres) preparados y expertos permitió que la agricultura negra tuviera éxito, mientras que en países vecinos fue muy mal. El ministro de Agricultura Africana era Graham, duque de Montrose, un verdadero «alcornoque»… Esta biografía compendiada de su padre me la proporcionó John Wisdom en 1992: él se enorgullecía de su padre, aunque le costaba entenderse con él. El ministro no aprobaba las ideas progresistas de Frank, y tampoco los otros miembros del departamento las compartían. Dejaron a Frank «en un rincón», nombrándolo secretario de Justicia y, luego, lo ascendieron a otro «rincón», la Junta de Servicios Públicos. Varios de los miembros de la Junta de Servicios Públicos se opusieron a políticas que impedían que los funcionarios negros sobrepasaran un cierto nivel: el famoso «techo» ya no era algo tácito sino que se formulaba como ley. A Frank le pareció intolerable y dimitió, a los cincuenta y tres años. De haberse quedado, habría pasado otros doce años en la Administración. Se asoció con un compañero del Sports Club, un tal Chippy Pringlewood, en una compañía llamada la Guardian Trust, y trabajaron conjuntamente, como independientes, para el Tribunal Supremo.

Frank, años más tarde, era un hombre frustrado, en desacuerdo con la Política Nativa. Si los puntos de vista que él y otros como él defendían se hubieran aceptado, la historia de Zimbabwe habría sido muy distinta. Para empezar, habría existido un estrato de gente negra preparada en la Administración.