19

La razón de que nos mudáramos de nuevo fue que en esta ocasión conseguimos una casa, pequeña, con la estructura tradicional de dos habitaciones y terrazas delante y detrás, pero además con un jardín para el niño, con una gran jacaranda. En la parte trasera de la casa, en el kia del servicio, vivía Book, porque volvíamos a tener criado. No tenerlo suponía demasiados problemas, no valía la pena. Corría la voz: No tienen criado… y aparecían para suplicarnos, rogarnos, por favor, baas, por favor missus…

La población blanca de Salisbury era entonces de 10.000 habitantes y se calculaba que la población negra era de 100.000, y parecía que la ambición de cada uno de los 100.000 era trabajar en una casa blanca. Eso, por lo menos, suponía que tenían una situación legal en la ciudad, y sus ventajas correspondientes, los alimentaban, disponían de un lugar donde dormir y de algo de dinero. Book era un joven listo, que ya tenía la casa limpia a las nueve de la mañana y que inmediatamente aprendió a cocinar. Decidimos que era un desperdicio de inteligencia innata y nos ofrecimos a pagarle una escuela nocturna. Lo imaginábamos, al cabo de dos o tres años, contable u oficinista, con un sueldo muy superior al que le pagábamos. Pero se resistió a todos nuestros intentos de convencerle para que prosperara. Contaba veintidós años. Conseguir aquel trabajo con nosotros le parecía la suerte máxima. ¿Por qué tenía que pasarse las noches en el colegio? Se divertía mucho, porque era campeón de baile. Tenía una elegante novia. Y ahí estaban aquellos formales blancos con ideas propias de misioneros. Lo que quería es que nosotros le pagáramos más. Ya le pagábamos mucho más de lo habitual, después de que nos prometiera que no se lo contaría a los otros criados. Naturalmente, se lo contó. Una vez más fuimos objeto de las iras de furiosos cabezas de familia que nos dijeron que si nosotros podíamos regalar el dinero, ellos no podían. Nos dijeron a la cara, y también a nuestras espaldas, que una cosa así sólo se podía esperar de gente que había organizado la Reunión en la Zona Segregada. A todos nos sorprendía y nos consternaba que se siguiera hablando de aquella Reunión en la Zona Segregada como símbolo de algo peligroso, insurrecto, revolucionario. De nada servía decir a aquella gente asustada: «Pero si yo estuve en la Reunión en la Zona Segregada y no se dijo ni una sola palabra revolucionaria. No se dijo nada que uno no pueda oír todos los días en boca de cualquier negro, si se está dispuesto a escucharlos». Ellos nunca hablaban con la gente negra, sólo con los criados.

Es fácil decir ahora que este nivel de estupidez blanca hacía inevitable su derrocamiento, pero a nosotros, entonces, que nos encontrábamos tan en minoría, la «supremacía blanca» nos parecía invencible. Con anterioridad, no mucho antes, aquella alegría, exuberancia —vitalidad— que se nutre de lo inverosímil, nos había hecho reír, por ejemplo, de Charles Olly, o de un recorte del Herald que empezaba: «No todo el mundo comprende que el estómago nativo no se adapta a la dieta europea. Las verduras frescas sólo les pueden provocar trastornos estomacales y…». Pero ahora nuestra moral era baja. Sólo escapar de aquella estupidez, escapar: escapar…

Tal vez porque estábamos tan bajos de tono, y porque todo el mundo estaba sediento de buenas noticias, después de tanto horror, hubo un enorme entusiasmo por la noticia de la penicilina, los nuevos descubrimientos médicos. De todos mis recuerdos de aquella época éste es el más intenso, porque parecía que todos los programas de radio hablaban del final inminente de la malaria, de las enfermedades transmitidas por los insectos, de la sífilis. Incluso organizamos una conferencia pública, a cargo de triunfalistas médicos, ante un público que nos recordaba la época en la que dábamos por supuesto que cualquier reunión que nosotros organizáramos llenaría la sala.

Así viví personalmente esta nueva aurora. Era a mitad de invierno, junio o julio de 1947, el tiempo era frío, seco, polvoriento. Una mañana, en la cara y los brazos y, luego, en seguida, en las piernas y en todo el cuerpo del niño aparecieron unas manchas rojas y casi inmediatamente una erupción que se convirtió en una inflamación que supuraba. Tenía ocho meses. No había estado enfermo con anterioridad. Vino el médico, un interino, recién licenciado. Dijo: «Y ahora presenciaremos un milagro». En un frasco bastante corriente había una solución hecha de penicilina, y la pasó por el cuerpo del niño. «Volveré dentro de un par de horas para dar un vistazo. Le aseguro que nunca he visto nada semejante». El bebé gimoteó y se quejó, porque las inflamaciones debían de atormentarle terriblemente. Luego… fue ciertamente un milagro, porque las inflamaciones dejaron de supurar. Más tarde se secaron completamente. Volvió el médico, y al verle, se rió triunfalmente, lo levantó y bailó con él por la terraza. «¿Sabe qué significa? ¿Se da cuenta de lo que estamos presenciando? Es el final de la enfermedad. Malaria… se acabó. Fiebre amarilla… bilharziosis… cólera… enfermedades venéreas… tuberculosis… ya casi están vencidas. ¡Puede creerlo! Aveces, yo no puedo creerlo. Pero es verdad». Untó de nuevo todo el cuerpo del niño. «¿No le dije que era un milagro? No se librará de mí; volveré más tarde». Al anochecer había costras secas sobre la piel aún enrojecida. Llegó precipitadamente el médico, apenas incapaz de contener su entusiasmo: «Lo utilizo en el hospital africano. Dicen que es mágico. También lo digo yo». A la mañana siguiente habían caído las costras, la piel volvía a ser de color rosado. Todo en menos de veinticuatro horas.

Gottfried, aún con dos trabajos, estaba agotado y —sobre todo— desanimado por la larga espera y, como en mi caso, dormía mucho y siempre estaba cansado. Con unos amigos visitamos Zimbabwe, Fort Victoria, las ruinas que cuarenta años más tarde darían el nombre a todo el país.

Cuando entré en el salón, supe que era mi casa ideal. O una de ellas, la otra es el palacio de Granada: de un extremo a otro del mundo. No hay que pensar en el alquiler, ni en si es sensato o conveniente: se trata de palacios de ensueño. La habitación principal era ancha y larga, como una gran sala, y el tejado de paja configuraba un alto techo abovedado. El suelo era de losas de piedra, con una gran chimenea y, a un lado, ventanas que daban a los kopjes y la jungla. Era la casa en la que crecí, pero grande y sólida, sin peligro alguno de sucumbir a las termitas. En otro edificio estaban los dormitorios, como en el hotel de Macheke, habitaciones construidas en dos franjas que unían las dos partes traseras de las terrazas. Desde allí vi cómo hacían subir a un caballo por la colina y se lo daban a Gottfried, luego cómo el encargado negro subía a Peter, un bebé valiente, al caballo de Gottfried, y el niño se sentaba delante de su padre, reclinando su espalda sobre él, mientras se agarraba a la parte delantera de la silla, su cara tensa de éxtasis y terror, soltando gritos de entusiasmo y de alarma, y seguidamente partían al trote, el hombre, el bebé y el caballo, por el bosque.

Hacía mucho calor. Una tarde Gottfried salió a montar a caballo y yo cogí en brazos al niño, que iba desnudo, sólo cubierto con la mosquitera, y me instalé con él en la terraza. Se durmió y yo cabeceé. Cuando abrí los ojos vi abierta la puerta de un dormitorio. En la cama, una mujer semidesnuda estaba inclinada sobre un niño desnudo de unos cuatro meses. La mujer llevaba el pelo suelto, rubio, que le caía por la espalda, y sus ojos azules se encontraban con los míos de vez en cuando, mientras ella lamía lentamente, como un gato con un cachorro, un leopardo hembra con su retoño, los bracitos del bebé, su estómago, y, tras darle la vuelta, su espalda y sus nalgas. Acabó, echó atrás su mata de pelo y me sonrió, mostrando sus blancos dientes.

En el comedor la mujer se sentaba delante de su marido, el bebé en un cochecito junto a ella. Llevaba pantalones blancos y una blusa de cuadros. El pelo rubio recogido en un moño. Había un toque oficial en su elegante y joven marido. Quizás acababan de licenciarle. Cuando ella se fue del comedor, empujando el cochecito, me lanzó una rápida mirada de acentuada camaradería.

No se lo conté a Gottfried: se habría mostrado sarcástico, ofendido, amenazado. Entre sus compañeros había un joven de la RAF que aún esperaba la vuelta a casa. Era un cockney de clase obrera, de una familia numerosa, muy atento y servicial con nuestro hijo. Le conté lo de la joven mujer que lamía a su hijo de arriba abajo, como un gato, pero él se limitó a decir: ¿No hubiera sido más fácil darle un baño?

Se pensaba, en aquellos tiempos, que Zimbabwe en sí —la ruina— la habían levantado los árabes. Subí a la colina que da a la ruina, y me senté en una roca. Vi a Gottfried cabalgando a lo lejos, mucho más abajo. El coche estaba bajo la sombra de unos árboles. En el coche estaba el bebé dormido en la canasta, y el de la RAF, también dormido. El silencio de pleno mediodía en el veld, el arrullo de las palomas, cigarras, grillos. Había otro sonido que me ha perseguido desde entonces. Allí abajo, de algún lugar, de una cabaña que yo no podía ver, o de alguien sentado debajo de un árbol, me llegaban notas de un tambor, una nota aguda, luego una de grave, luego un intervalo, luego dos notas más. Aquellas notas no se consiguen con un piano, y el intervalo es propio de una región no familiarizada con el oído europeo. Como dos gotas de lluvia cayendo, tap… tap, luego silencio; tap… tap, y silencio. Así sucesivamente. Muy pronto todo —las ruinas, el paisaje, las rocas, las neblinosas llanuras y el caluroso cielo poblado con las nubes de la tarde—, todo parecía entrar a formar parte de aquellas dos notas que se repetían, y repetían, y seguían, y seguían hasta que bajé de la colina un par de horas más tarde y allí me encontré al joven dormido, repantigado y sofocado por el calor, y al niño durmiendo en su canasta, con la mosquitera en su sitio y llena de moscas.

Aquellas dos notas… Abrían una obra teatral que escribí, con la confianza de que lo que yo oía constantemente en mi cabeza pudiera oírlo de alguna manera quien compusiera la música. La obra era pura, simple y llanamente de agitación subversiva. Por aquella época había una tira cómica en todos los periódicos sobre un hombre negro de caricatura, más bien un patán negro, un gamberro negro, o negrito, o kaffir, que personificaba cualquier desagradable estereotipo racial. Figuró en los periódicos todas las semanas, durante años. Situé la obra en lo más profundo de las minas de oro del Rand, y el héroe era un minero, con la cara cubierta por una máscara de aquel kaffir de tira cómica, quien junto con sus compañeros, con máscaras similares, organizaba una huelga. (Las huelgas en el Rand siempre se reprimían y castigaban sin piedad). El argumento era sencillo. Cuando se levantaban contra los propietarios de las minas, representados por un brutal capataz, se soltaban las máscaras, y cuando se rendían, se las ajustaban de nuevo, y los mineros se quedaban protestando, mientras intentaban sacarlos por la fuerza. Utilicé la danza de guerra zulú, suavizada y desinfectada, tal como se muestra a los turistas, para empezar, pero luego aquella danza, desinhibida, pasaba a formar parte del cuadro final, que era la lucha entre los mineros y los soldados en las profundidades de la mina. Las máscaras se sueltan, caen y desaparecen. El problema era que necesitaba un músico. No conocía a ninguno, y desde luego a ningún músico africano. Me llevé la primera versión de esta obra a Inglaterra. Pero el lugar para ella era Sudáfrica, ni siquiera Rhodesia del Sur, aún inmersa en actitudes coloniales. Se la mandé a Brecht, y recibí una carta de respuesta en la que me decía que le gustaba, pero el Partido ya le criticaba por utilizar el expresionismo y el formalismo y otros vicios semejantes, y no podía permitirse poner en escena una obra con máscaras.

Enseñé la obra a Dorothy y Nathan Zelter. Siempre criticaban lo que yo escribía basándose en razones ideológicas. Bueno, sí que les gustó una pieza corta muy satírica que escribí a los dieciocho años. Me solían devolver los relatos con el comentario: «Siento decirte que los dos estamos muy decepcionados». Con un clip en el manuscrito solía figurar una nota: «En el tercer párrafo sugieres que los africanos son supersticiosos. Este tipo de cosas son armas para nuestros enemigos».

Sobre mi obra de agitación subversiva: «Los dos opinamos que las máscaras son por definición reaccionarias».

Vi a Nathan por vez primera cuando yo tenía diecinueve años y él era un joven casi demasiado guapo, un ferviente amante de la humanidad y de las mujeres, y le conocí cuando era ya muy viejo, cuando parecía Matusalén, y aún soñaba con crear una comunidad ideal para liberar Zimbabwe. Aquellos a los que él había considerado como sus almas gemelas habían decidido hacía tiempo que no tenían nada en común con él. Resulta difícil escribir sobre él, porque era —bien, en una palabra— ridículo, pero al elegir esta palabra me siento culpable, como me sentía siempre con Nathan, él que era tan amable y generoso. «Maldita sea, Gottfried», solía exclamar: «No, no iré a cenar, es una persona imposible». «Sí, sí», decía Gottfried, «es cierto, pero, aun así, iremos los dos a cenar».

Llegó de Rumania antes de la guerra, como refugiado, y trabajó con un pariente en una empresa de importación-exportación. Confío en que a estas alturas no tenga que decirles que era comunista. El Club de la Izquierda fue sólo temporalmente su hogar espiritual, porque era demasiado blando para él. Allí conoció a Dorothy, una «mujer nueva», una verdadera nota de exotismo en el Salisbury de los años treinta: una delgada muchacha morena que llevaba pantalones largos, a menudo de lino verde, blusas bordadas, moño. Tenía unos sinceros ojitos azules directos y a cada lado de su cara inteligente y sencilla colgaban dos exóticos pendientes. Era una maestra muy buena, a menudo con la oposición de unos padres que querían saber por qué les enseñaba a sus hijos aquellas ideas avanzadas. Fumaba cigarrillos baratos en una cara boquilla de ámbar y plata. Su historia amorosa los escandalizó a todos. Era la época del amor libre que acabaría con la falsedad de la moral convencional. Pero el amor libre no se había enraizado en Salisbury. El guapo joven, como un lebrato, con sus dorados ojos sin pestañear, fijos en la verdad, y su instruida chica, se querían mucho y se negaban a casarse, ella para molestar a su madre, él por principios. Él tenía muchos principios y hubiera ido a la horca por ellos. Fue él quien, al ver que yo había colgado en la pared —aún estaba casada con Frank entonces— una reproducción de Augustus John, la descolgó y la partió en dos, no por razones estéticas, sino porque una mujer lavando la colada no debería ser un tema artístico. Fue él quien, al ver que yo leía los afables ensayos de un tal Lin Yutang, me lo arrancó de las manos, porque la Larga Marcha había puesto fin a la larga historia de China, que a partir de entonces sería la historia de los campesinos. Fue él quien, cuando vio en mi pared un auténtico y valioso grabado japonés que mi amante artista de Ciudad del Cabo me había regalado, dijo que yo debería avergonzarme de tener en propiedad la representación de una cortesana: es decir, una mujer explotada. Más tarde, cuando le pedí que lo mirara con atención, lo rompió.

Me lo imagino como un personaje secundario en Los endemoniados. Kirilov está sentado, solo, avanzada la noche. Un golpecito en la puerta. «Entra, Nathan». Pero está tan absorto en sus pensamientos que apenas ve a su invitado, que se halla en un estado de profunda emoción. «¿Qué sucede, Nathan? ¿Has comido? Hay un poco de pan en la alacena». «No, no, no, no puedo comer», dice Nathan, distraídamente abriendo la alacena, mirando el pan, cerrando la puerta de la alacena. «Kirilov, he paseado… He paseado durante toda la noche». «La Luna brilla», dice Kirilov. «Lo vi antes. ¿Crees que hay habitantes en la Luna, Nathan? Si es así, ¿estará llena de traidores y delincuentes como nosotros? ¿Tú qué crees?» «No, no», susurra Nathan, mientras le resbalan las lágrimas. «Lo acabo de comprender. Era lo que te venía a contar. ¡Muy pronto la vida será bella! Acabarán los delitos… acabará la crueldad… no más pobreza ni niños hambrientos». «¿Eso es lo que crees? También yo solía creerlo», dice Kirilov distraídamente. «Kirilov», dice Nathan, sirviendo kvass en un vaso usado. «Soy tan feliz, tan feliz…»

Puede que Nathan abandonara el grupo comunista por principios, y pasara a ser a partir de entonces un insípido, contemporizador socialdemócrata, lacayo de la clase dirigente y todo lo demás, pero siempre asistía a nuestras reuniones, y por la calle se nos acercaba diciendo: «Aquí está el traidor Nathan. ¿Vendréis a cenar el jueves?». Admiraba a Gottfried, es decir, su intelecto. Aquel pobre muchacho de cierto barrio bajo de Bucarest nunca podía perdonar al rico muchacho berlinés, y cuando ya era un anciano, aún decía: «Pero si solía colocarse una redecilla sobre el pelo cuando se vestía. Yo lo vi». Y yo le decía: «Pero Nathan, era una época decadente en Berlín, ¿lo has olvidado?». «Una redecilla para el pelo, Tigs, una redecilla para el pelo». Hasta su muerte, Nathan insistió en llamarme Tigger, un nombre al que yo me negué a responder desde el momento en que abandoné Rhodesia. «Nathan, ¿por qué utilizas este nombre, si yo lo odio?» «Yo no lo odio», decía él, tranquilo y con razón.

Nunca se reía. No, esto no es verdad. Reía. Pero siempre con sarcasmo, rabia, desprecio, o con una tristeza temblorosa; que reconocía lo inevitable. «Bien, ¿y qué más?».

Nathan trabajó muy duro para el Partido Laborista rhodesiano y para Relaciones entre Razas, y cuando Charles Olly introdujo por debajo de las puertas de sus enemigos sucias cartas anónimas, atacando a Mrs Maasdorp, él solía ir personalmente a discutir los pros y los contras del caso con ciudadanos que se mostraban inquietos al verse frente a aquel extranjero apasionado y exótico, que les decía: «Bueno, pues si no están de acuerdo con el socialismo, aunque algún día verán que es la única solución posible, cómo reconcilian su actitud con el cristianismo… que es el fundamento de esta cultura. De lo que llaman cultura».

Levantaba acta y anotaba minuciosamente todo lo que sucedía, reuniones, eventos, escándalos, conversaciones. Solíamos decir que, si bien Nathan lo grababa todo, con todo detalle, su interpretación, su informe, no tendría sentido: porque nunca comprendió nada de lo que estaba sucediendo.

También creó una revista, en la que colaboré con notas sobre cocina, narraciones y le conseguí anuncios de atónitos hombres de negocios. «¿Por qué voy a anunciarme en una revista que aboga por mi abolición?» «Vamos, por qué no, lo puede deducir de la declaración de la renta».

Parecía trabajar dieciocho horas al día. Y es que se había casado (se casaron cuando ella se quedó embarazada) no sólo con Dorothy sino también con la madre de ella. Dorothy estaba casada con su madre: era lo que nosotros decíamos, interpretando aquella relación, y muchas otras, con la ayuda de D. H. Lawrence. A las nueve de la mañana, Harty (el apodo le sentaba bien) comparecía en casa de su hija y se quedaba allí durante todo el día. Rígida de resentimiento, tímida de inhibición psicológica, que yo comprendía tan bien, Dorothy se sentaba delante de su madre, sonriendo con amargura, las dos mujeres fumando elegantemente, luciendo sus largas boquillas de ámbar. Harty era alta, deportiva, chillona y bebía mucha ginebra con tónica, cosa que también hacía Dorothy, por el agobio de todo ello. Harty siempre se mostraba descortés con Nathan. Decía, por ejemplo: «Dorothy se casó con un judío sólo para fastidiarme». Le aconsejábamos que la echara, que le dijera que no podía pasarse todo el día en su casa. Él dijo que le correspondía a Dorothy echarla, no a él. Entre nosotros había tres mujeres que nunca, como se decía, «se habían enfrentado a sus madres», un acto ritual necesario para su salvación psicológica. Sabíamos cuál era el problema de aquellas mujeres que sólo eran capaces de vivir a través de sus hijas: necesitaban trabajo y una vida propia. Teníamos razón. Pero formaban parte de una generación distinta. En cualquier caso, las hijas sufrían. Si «se enfrentaban» a sus madres, como yo, se sentían despiadadas. Si no lo hacían, eran como conejos hipnotizados por los faros de un coche.

Dorothy no tenía ninguna vitalidad. Padecía jaquecas, migrañas, menstruaciones interminables, a veces varias semanas al mes, y siempre estaba enferma. Y a menudo se sentía desgraciada por culpa de Nathan, que viajaba por cuenta de la empresa por Rhodesia del Sur y del Norte y Nyasaland. Había proclamado, cuando se enamoró de Dorothy, que ningún ser humano podía estar enamorado de otro durante toda la vida, y él tenía claras intenciones de tener otras historias, pero sólo cuando se enamorara. Reafirmaba su declaración de principios antes de salir de viaje y, a la vuelta, informaba a Dorothy.

Llegamos a discutir sobre ello en grupo y colectivamente informamos a Nathan de que su comportamiento no era socialista porque era cruel.

«Estas cosas no se hacen», decía lentamente Gottfried, hablando no como socialista, sino desde una tradición muy distinta.

«Pues, lo siento», decía Nathan. «Como ser humano tengo mis derechos en este asunto. Creo en la honradez en todos los ámbitos, en particular entre un hombre y una mujer».

Algunos actos de Dorothy eran una forma de reafirmación que todos comprendíamos y explicábamos a Nathan, quien unas veces veía, y otras no, lo que era obvio. «Gracias, ya sé por qué esta mujer tiene que tener un período que a veces dura tres semanas y media». Dorothy no permitía que entrara en su casa cualquier alimento que pudiera considerarse extranjero, en particular nada de ajo, o hierbas. Nathan compraba arenques, me enseñaba cómo prepararlos, y pasaba por casa para comer arenques sobre pan de centeno untado con ajo, luego volvía a su casa y decía: «No, gracias, Dorothy, ya he comido. Tú y Harty podéis tomaros el buey frío».

Era exageradamente generoso. Daba dinero a cualquiera que se lo pidiera. Educaba a los hijos de sus criados. Cuando Rhodesia del Norte se convirtió en Zambia, se fue allí, y creó una cooperativa con indios y africanos, dándoles el mismo número de acciones, aunque el dinero y la experiencia fueran suyos. Para su sorpresa, todos ellos le estafaron. La empresa fracasó. Cuando vine a Inglaterra lo pasé mal, por lo que pedí al hombre más rico que conocía que me prestara cien libras esterlinas, pero recibí como respuesta una nota llena de excusas. No quería perder mi amistad, que valoraba: no prestaba dinero, por principios. Nathan, que en aquella época tenía muy poco, me mandó cien libras a vuelta de correo. Fue a los Zelter a quienes escribí, durante un año aproximadamente, desalentadas cartas de colegiala parlanchina, bastante parecidas a las de Sylvia Plath a su madre, cartas escritas para esconderse detrás de ellas, al tiempo que informaban de progresos.

Nathan estaba enamorado de mí… del siguiente modo: «Siento atracción física por ti. No vayas a pensar que estoy enamorado de ti. Esto es algo muy distinto». «Sí, te lo aseguro, lo entiendo». «Pero debo dejarte las cosas muy claras. Si nos encontráramos en la misma ciudad al mismo tiempo, sin Gottfried ni Dorothy, no podría responder de las consecuencias». «Pero, Nathan, afortunadamente yo sí podría». «¿Cómo? Estás diciendo… naturalmente, ¡lo comprendo! Estás tan enamorada de Gottfried que no puedes serle infiel. Es tan evidente que cualquiera podría darse cuenta».

En realidad, yo era infiel a Gottfried. Tenía aquel clásico romance que toda mujer ha vivido por lo menos en una ocasión. Era el hombre que dirigía la emisora de radio, que estaba a un nivel más alto que el de la mayoría de ciudadanos. Venía a casa por las tardes, avanzando por el sendero bajo el gran árbol sin mirar ni a derecha ni a izquierda, sabiendo que todos los vecinos corrían un poco las cortinas para verlo. Hablábamos de literatura, nos reíamos mucho, y hacíamos el amor, con un oído alerta por si llegaba alguien a la casa: a fin de cuentas, uno u otro siempre pasaba por ahí. En una ocasión fue mi madre. En otra, fue Nathan. Mi amante se escondía en el armario, que daba sacudidas con su risa, mientras yo contaba mentiras. Nuestra relación fue para ambos totalmente satisfactoria, pero me avergüenza decir que yo me enamoré. Esto me dejó anonadada. Todos los planes para abandonar la colonia en cuanto pudiera, y empezar una nueva vida en Londres, se habían esfumado ante la necesidad de casarme con aquel hombre, quien por mí abandonaría a su esposa e hijos. ¿Me lo creía? No, pero mientras una parte de mi cabeza discurría según este esquema, la otra hacía comentarios, mofándose, igual que él —mi socio en la culpa— se mofaba. «Estás loca. Para de una vez». Uno puede decir —las mujeres pueden decir— a la ligera o de otra guisa: «Estamos en manos de la biología», pero se necesita una experiencia como ésta para saber lo muy cruel que es este imperativo. Había llegado el momento de que yo tuviera otro hijo. Así lo decía la naturaleza.

Más o menos por aquel entonces unos dolores en la espalda me llevaron hasta el médico, quien me dijo que tenía un útero suelto, que había que coser, y que a la vez aprovecharía para extirparme el apéndice, que de nada me servía, al tiempo que me recomendaba un ligamiento de trompas de falopio, «mientras me tenía abierta». Me dejó veinticuatro horas para que me lo pensara. Gottfried me dijo que quizás más adelante me casara con alguien y quisiera tener hijos con el nuevo marido. Pero éste era el problema, que él no comprendía en absoluto. Yo sabía que, hasta llegar a la menopausia, me enamoraría muchas veces, y que en cada ocasión tendría un hijo. Mi naturaleza profunda actuaba contra mí, mi naturaleza coligada con la Naturaleza. Se me ofrecía la oportunidad de burlar la casi absoluta certeza de convertirme en una anciana cargada de hijos. Me intrigaba que el doctor Rosen pudiera darse cuenta. A aquel buen judío, amante de la familia, no le podía caer bien una mujer que había dejado a un marido y dos hijos y casi inmediatamente había empezado de nuevo. No me importaron sus motivos. Seguramente sea lo más inteligente que he hecho en mi vida. Un instinto profundamente enterrado de autoconservación trabajaba a mi favor. No pensaba en una conveniente vida sexual, porque mi vida sexual era, cuando se le daba una oportunidad, satisfactoria.

Mientras me llevaban en una camilla al quirófano vi cómo me sentiría en mi lecho de muerte, no por la operación, que no temía, sino porque me afeitó, me ató, me envolvió como a un cadáver, me recogió el pelo una enfermera de dieciocho años, tan fresca y rolliza como un bebé de dos meses. Por vez primera comprendí por qué en las novelas del siglo XIX aparecen mujeres de veintiocho años como si fueran unas ancianas.

Mientras me recuperaba de la operación, una joven, también operada por el doctor Rosen y que aún estaba semiconsciente, se pasó una media hora insultando histéricamente a los judíos, y en particular al doctor Rosen, que se encontraba en el pabellón. Nunca en mi vida había oído nada semejante a la porquería que lanzaba aquella convencional matrona rhodesiana. Había unas veinte mujeres, cada una en su cama, escuchando sus delirios en silencio. Más tarde una enfermera le mencionó que había dicho «cosas desagradables» sobre el doctor Rosen. Se sintió azorada y cuando él pasó su ronda, le dijo: «Creo que he sido cruel con usted. Lo siento». Él respondió, muy serio, que las pacientes que están recuperándose del cloroformo dicen cosas que no piensan. Y siguió su camino. Pero, si aquella mujer tenía tales opiniones, ¿por qué había elegido a un médico judío? Ella no sabía que en su interior se escondía aquel pozo de contenido tan repugnante, como mierda llena de cólera.