18

Cuando regresé de Ciudad del Cabo pensaba: No durará mucho, pronto me iré… No obstante, ya sabíamos que nada sucedería con rapidez. De hecho yo me encontraba en uno de aquellos períodos de la vida en que no se puede mover nada. Hay un obstáculo, una marisma, unas arenas movedizas, un peso en tus pies. No fue la última vez en que me encontré en manos de las circunstancias. No se puede hacer nada, excepto ir tirando. Durante la guerra habíamos bromeado: «Érase una vez una guerra de cien años…». Pero no había lugar para bromas después de la guerra. Si la guerra lleva consigo una brisa de general regocijo, la posguerra es gris mediocridad y depresión. ¿Cómo es posible que semejante atrocidad se haya producido? Eso es lo que la gente piensa secretamente, como cuando, después de una larga y mala experiencia personal, uno sólo quiere dormir. Si yo dijera: «Sólo duró tres años y medio, apenas nada», sería deshonesto. No sabíamos que duraría tres años y medio. No sabíamos que todas las oficinas que se encargaban de pasaportes, visados, naturalización, repatriación, estaban abarrotadas hasta el techo de peticiones y solicitudes. Gottfried, como abogado, conocía a personas de los departamentos relevantes que le decían cómo se movían las cosas… lentamente. Además, el bufete de Howe-Ely, como cualquier despacho de abogados, estaba muy ocupado con antiguos refugiados que querían la nacionalidad británica, o intentaban saber qué había sido de sus familias. Fue entonces cuando llegaron las noticias sobre lo que realmente había sucedido en Alemania. En un principio fue duro asimilarlas, «interiorizarlas». Hoy, cuando oímos que otro dictador extermina a cientos, miles o millones de personas, no nos sorprende. Hitler, Stalin, Mao, Pol Pot, Jomeini, Saddam Hussein, parece no existir un final. Ossip Mandelstam lo dijo por todos nosotros:

Animal mío, época mía, ¿quién podrá

mirarte a los ojos?

Cruel y débil mirarás atrás

con la sonrisa de un imbécil:

un animal que antes podía correr,

mirando ahora sus propias huellas.

Durante aquellos años trabajé para Mr Lamb y gané bastante dinero. Me gustaba: política por la puerta trasera. Nadie criado como yo, con las noticias de la BBC como momento cumbre del día y entre conversaciones constantes sobre los gobiernos en las terrazas, puede orillar realmente la política. Ahora puedo preguntarme: Si nunca, nunca en tu vida, hubieras leído un periódico o escuchado las noticias, y nunca te hubieras relacionado con la política, ¿qué diferencia habría supuesto para ti o para el mundo? Es inútil: la política me parece eternamente interesante. Además, Mr Lamb era un anciano y le gustaba contar y volver a contar historias de su pasado de joven sudafricano ambicioso. Personalidades… enfrentamiento y color… intrigas, batallas entre el capital y la mano de obra… ésa era la historia que yo conocía a través de Jack Alien y de Mrs Maasdorp, pero desde otra perspectiva política. «Menudo viejo reaccionario», me advirtieron, cuando les contaba lo que oía durante mis tardes de mecanógrafa. «Menudas mentiras capitalistas», y Mr Lamb decía: «Pequeña, hay que recordar lo que decía Terencio: “Tantos hombres, tantas opiniones…”, y ahora, pon la máquina a un solo espacio para lo que sigue; se trata de Max Danziger y sus planes para arruinar al país con sus próximos presupuestos. Probablemente es el hombre más engreído de Sudáfrica. Siempre que habla creo estar oyendo: “Ah, feliz Roma, nacida cuando yo era cónsul”. Supongo que usted está familiarizada con Cicerón, ¿no? ¿Podemos empezar? “Encabezaré mis presupuestos con una cita de Francis Bacon: Quien no aplique nuevos remedios debe esperar nuevos males, porque el tiempo es el gran innovador.” Bien, si quiere citar a Francis Bacon —no, no, no escriba esto querida—, si se trata de citar a Bacon, más le valdría a Danziger recordar que dijo que el remedio era peor que la enfermedad… ¿Volvemos a empezar? “Encabezaré mis presupuestos…”».

«Cuando empiezan con las citas en latín», dice Jack Alien, «ya sabes que quieren salirse con la suya en algo».

Por las mañanas yo aprendía a escribir. Por entonces escribí y reescribí Canta la hierba, narraciones y, como siempre, poemas. Hoy veo mi actividad poética como el equivalente a lanzar cosas, desde la parte trasera del trineo que avanza por la nieve, para distraer a los lobos de la melancolía.

Algunas narraciones se publicaron en una revista de Johannesburgo que se llamaba The Democrat, otras en Trek. En general, escribía algo y lo rompía, escribía y lo rompía, escribía y lo rompía.

En octubre de 1946, exactamente el día en que tocaba, como en mis otros partos, me fui al Lady Chancellor. No me hacía ilusiones, porque ya llevaba dos veces equivocándome, pero me encontraba en mi habitual estado de agradable entusiasmo, estimulada por la necesidad de pintar todo el piso o andar treinta kilómetros. Esta vez ya sabía que toda aquella energía anunciaba el nacimiento inminente.

En el Lady Chancellor, como siempre, no tenían tiempo de ocuparse de las mujeres que no estaban en el pabellón de partos. Lo agradecí. Estaba en la habitación que había ocupado con John. Era de mañana y los berreos de bebés hambrientos se me metían en el espinazo, que es por donde, si se está en esta longitud de onda, se oye llorar a los bebés. Estaba a la escucha de aquel primer e inconfundible dolor que también se siente en el espinazo, que significa que el verdadero parto va a empezar. Los dolores eran suaves. Anduve por la habitación, hasta que una enfermera asomó la cabeza por la puerta para decirme que, si quería bañarme, que lo hiciera. Me apetecía, dije que sí y me pasé una hora en un baño caliente. Ningún dolor. De vuelta a la habitación me senté en una butaca e incluso dormí un poco. Desperté y me recriminé que así no podía seguir, e inmediatamente sobrevino el necesario dolor. Pero bueno, pensé, y esto ¿qué es? En pocas palabras, vi que podría dominar los dolores. Cuando me sentía cansada, me dejaba caer en la butaca con los músculos relajados. Acto seguido, me recuperaba, me levantaba y andaba un poco, diciendo: Ahora me dolerá… y así era. Nunca he leído nada al respecto en ningún libro, y si hubiera tenido a una enfermera allí, distrayéndome, nunca lo habría descubierto. ¿Era a esto a lo que se refería aquella negra doncella del pabellón, cuando le dijo a la mujer gorda, relajada, analfabeta, que tenía a su tercer hijo (a la cual yo me parecía ahora, y no me importaba): «Ahora eres una auténtica mujer»? No había similitud entre la mujer que era yo entonces, confiada y con dominio de la situación, y aquella muchacha tensa y retorcida por el dolor de mi primer parto. A cada momento me preguntaba: ¿cuándo van a empezar los verdaderos dolores? Con el segundo hijo había esperado los «verdaderos» dolores, que no llegaron hasta el mismísimo final. Así seguí durante un tiempo, toda la mañana, y de vez en cuando la enfermera entraba corriendo para decir: «¿Le apetecería una taza de té?», o «Son las prisas de la Navidad», o «Aguante un poco, pronto tendremos una cama vacía». Por fin a las dos, sin asomo de dolores serios hasta entonces, el frío dolor rebanó mi espinazo, y acerqué el dedo al timbre. Empecé a pedir a gritos cloroformo a pesar de haber dicho que en esta ocasión no lo quería. Estaba presente la enfermera jefe y, enseguida, el doctor Rosen, quien… y al cabo de un momento volvía a estar despierta y allí estaba la matrona, anunciando que era un niño estupendo. Una vez más, yo daba por descontado que tanto si era una niña como un niño, estaría sano, fuerte y entero. Que yo no le gustara abiertamente a la matrona me facilitaba pedir la placenta, cuando saliera. Se sorprendió. Recabé la ayuda del doctor Rosen, quien en broma dijo que al fin y al cabo era obra mía. Ella depositó la placenta en una cazoleta en forma de riñón y me la acercó durante unos cinco segundos a un centímetro de mi cara. En la suya, acusación y asco. El tiempo suficiente para ver que era como hígado crudo. Seguidamente pedí tener el niño en brazos sabiendo que ella me diría que ya tendría tiempo más que suficiente cuando me encontrara en la cama y «arreglada». En esta ocasión no lloré de rabia y frustración, porque tuve una aliada, una joven enfermera de Inglaterra, que no era un producto Truby King. Me trajo al bebé y se quedó muy cerca, detrás de mí, para protegerme cuando la matrona entrara con la idea de llevarse al bebé.

Ninguna mujer que haya tenido más de un hijo puede comulgar con la doctrina de que el carácter se hace y no se nace con él. Cuando coges a una criatura en brazos por vez primera, estás sosteniendo lo que el ser humano es, su verdadera naturaleza, y, le ocurra lo que le ocurra con posterioridad, esto es lo principal, la base, el fundamento. Este bebé era distinto del valiente y batallador John, distinto de la dulce y confiada Jean, era una criatura dormilona, pero cariñosa. Conseguí verle durante más tiempo que a los otros dos. También vio más a su padre. Gottfried consideraba una barbaridad la costumbre colonial de emborracharse con los amigos, y venía a menudo y en compañía de alguno de nuestros amigos que estaba por allí. Mientras que con los otros dos me sentía como organizando una fiesta para Frank, ahora ellos también eran mis amigos. Y a cada hora de visita había un grupo. Gottfried se limitó a ordenar a la matrona que permitiera que la enfermera entrara al bebé. Ella no opuso resistencia. Gottfried decía que sabía cómo tratar a una mujer perdonavidas. En consecuencia Peter se pasó parte del día acunado por gente distinta, y allí empezó una costumbre que seguiría una vez en casa. No sólo era el primer bebé del grupo, sino que además un hijo nacido poco después de una guerra proporciona un sentimiento de esperanza y de resurrección. Salí de aquel hospital seis días antes que en las dos ocasiones anteriores. Gottfried se limitó a notificar al doctor Rosen que yo me volvía a casa. Con una dulce, sonriente amargura la matrona me miró, o más bien a Gottfried, mientras salía y subía al coche.

La amplia habitación que se utilizaba para albergar a mucha gente pronto acomodó al bebé, que tenía una cuna en el espacio del pasillo. Pero la verdad es que se pasaba todo el tiempo con nosotros. Al ser el tercero, la canastilla era mínima y razonable. Un clima cálido no pide más que pañales, un par de docenas —que se secaban en un par de horas en los tendederos a la salida de los pisos—, camisetas y camisas. Mi madre estaba preocupada, lo consideraba parquedad y evidencia de mala voluntad hacia el bebé. Mucho antes de que naciera ya le esperaba su osito en la cuna. ¿Y para quién había comprado aquel osito? «¿Qué sentido tiene?», exclamaba mi madre. «Tardará un par de años en pedirlo».

En esta ocasión tener un recién nacido resultaba fácil y agradable, porque seguía la línea del doctor Spock, saludado como un libertador por todas las mujeres de entonces, como un escudo contra la enfermera social. Yo le gustaba tan poco a aquella mujer como ella a mí, pero se trataba de algo ideológico. Era una escocesa bastante agradable. No negaba que el bebé se desarrollaba bien, que la balanza sin la que ella no daba un paso me daba a mí la razón y no a ella. «Pero lo malcriará», exclamaba cuando le contaba que el bebé se alimentaba cuando lo pedía y no tenía un horario. «¿Y su carácter? ¿Ha pensado en eso?» A lo que yo le respondía que habían formado mi carácter a través del doctor Truby King, y francamente no me parecía muy recomendable. Muy pronto dejó de venir. No sólo Gottfried y yo disfrutábamos del niño: parecía como si toda la gente a la que yo conocía se inventara excusas para pasar y mirarlo mientras le bañaba o para jugar con él. De los campamentos venían nuestros amigos de la RAF, privados de vida familiar durante tres o cuatro años, y conscientes de que tendrían que esperar meses, o años, antes de conseguir volver a casa. Hombres muy jóvenes que normalmente no habrían tenido tiempo para dedicarlo a una criatura competían por tenerlo en brazos, llenar la mitad de la bañera y hacer nadar al bebé, una firme mano bajo su cabeza, mientras él daba patadas y gorjeaba.

Yo estaba enamorada de aquel bebé. Me cayó la venda de los ojos cuando una amiga, a quien le mandé una fotografía preguntándole si había visto alguna vez a un bebé tan maravilloso como éste, me devolvió la fotografía sugiriéndome que me la mirara bien y diciéndome: «Es como cualquier otro bebé. ¿Te has vuelto totalmente loca?». Y así era, pero a las mujeres les pasa, y sólo duró un par de meses.

Casi todas las tardes iba en coche a ver a mi padre, con el bebé. Se apoyaba en su codo, con dificultad, cogía la mano del niño y la examinaba como sólo lo hace la gente que compara la carne joven y resplandeciente con la Muerte. «Es mi mano», decía, mientras los deditos se aferraban a un huesudo dedo. «Es la mía, ¿no?», o preguntaba, incierto ahora, mientras me miraba de soslayo bajo sus blancas cejas. Yo sabía qué preguntaba, porque su pregunta no se refería a la mortalidad —la continuación, la herencia, la muerte— sino a la fatalidad, al secreto rechinar de las ruedas. «No se puede hacer nada de nada al respecto», podía haberle dicho, a aquel anciano enfermo. «¿No lo ves?» Pero ¿quién me había enseñado a verlo, tiempo atrás, probablemente incluso antes de que yo naciera? En mi pensamiento, demasiado a menudo, existía aquel largo, larguísimo, viaje de cinco días de Ciudad del Cabo a Salisbury, en el polvoriento cupé, mientras tamborileaban las ruedas del tren. Así son las cosas, así son las cosas, así son las cosas…

O me preguntaba a veces: «¿Por qué lo has hecho?», agachándose hacia delante para mirarme la cara. Parecía como si nunca la hubiera visto. Los moribundos a menudo ven cosas que nunca habían visto. La mirada atenta, cercana, inteligente, de un anciano o anciana moribundos se centra en la cara del otro, en una pregunta, pero ¿qué pregunta? Tal vez sea: «¿Por qué, en realidad, no había visto tu cara con anterioridad? ¿Por qué en realidad nunca me concedí tiempo para mirar, para ver las cosas como hay que verlas?». Y luego, con un suspiro, se dejaba caer sobre los almohadones, dejaba que su cabeza resbalara a un lado y se quedaba mirando a la vigorosa criaturita, que daba patadas junto a él. Era como si nunca hubiera visto a un bebé. A veces estaba demasiado drogado para despertarse del todo, o se despertaba y muy pronto volvía a caer dormido. Pero parecía saber que yo estaba allí, porque si yo empezaba a recoger mis cosas y las del bebé para escapar, veía cómo sus ojos oscuros se dirigían hacia mí, encendidos bajo el estante de sus blancas cejas, y hacía un gesto: Quédate. Me quedaba sentada durante una hora, o dos o tres, hasta el momento de llevar el niño a casa, a su cama. Y cuando volvía al piso, solía encontrarme con media docena de gente esperándome, esperando al bebé. Por aquel entonces empezó la Guerra Fría, de repente. De la noche a la mañana nos habíamos convertido en unos parias. Ciertamente, en un mes. Una experiencia saludable. Durante muchos años podíamos haber sido rojos, amigos de los kaffir y todo lo demás, pero éramos bastante queridos, por el Tío Joe, por nuestro esforzado enemigo. Una semana cualquiera, mientras bajaba por una calle, me paraban en varias ocasiones —«Eh, espera, ¿qué prisas tienes?»— personas que querían charlar, pero con mayor frecuencia, para que yo telefoneara a un funcionario, organizara una entrevista, escribiera un artículo, enderezara algún entuerto… En suma, asistencia social. En una ciudad pequeña, las personas pueden ser tan revolucionarias como les venga en gana, pero la realidad es que están relacionadas de alguna forma con el funcionamiento del gobierno o de la administración, lo que significa que tienen influencia e incluso amistad con la gente teóricamente enemiga. «Es verdad que es una mujer de derechas, pero tiene el corazón en su sitio. Pídele…» «Es un fascista, pero siempre se le puede invocar una cuestión de principios». Y ahora, de repente, antiguos amigos y conocidos cambiaban de acera cuando nos acercábamos. Fue cuando supe, exactamente al principio, lo que significaba la Guerra Fría, a ras de suelo. Más tarde, cuando conocí a norteamericanos que habían padecido bajo McCarthy, fue la misma historia. Esto no sólo es relevante a un nivel político. De vez en cuando en Gran Bretaña hay un escándalo político, y el culpable o la víctima dice a la prensa: «Tenía cientos de amigos, no les importaba beberse mi champaña o asistir a mis fiestas, luego sucedió esto y me encontré con que sólo tenía dos auténticos amigos». No, no quiero llevar esto demasiado lejos, porque, dado que éramos un grupo, no se nos podía aislar como individuos. Como grupo, se nos aislaba cada vez más. La experiencia tuvo su lado positivo. Los que vivían en países comunistas, donde uno de cada cuatro o cinco era un informador o un espía, desarrollaban aptitudes para juzgar a la gente, desconocidas por quienes vivían en democracias. Uno aprende a saber con quién podrá contar, llegado el momento. No es una experiencia amarga, aunque pueda resultarlo en un principio. Cuando se me prohibió la entrada, durante décadas, en Rhodesia del Sur, ninguna persona blanca dijo algo agradable de mí. Mi nombre ensuciaba. El tiempo pasa y los mismos que decían todas aquellas cosas me escriben cartas, me saludan con sonrisas, me invitan a dar conferencias y me ofrecen su amistad eterna. Así va el mundo. Y todos hacemos algo por el estilo.

Y ahora especulemos un poco… ¿Qué habría pasado, de no haber existido la Guerra Fría? Al cabo de unas semanas de empezar la Guerra Fría cayeron todas las organizaciones «progresistas», las primeras Ayuda Médica para Rusia y los Amigos de la Unión Soviética. No fue una gran pérdida, en ambos casos. Pero también la de Relaciones entre Razas, que facilitaba información —hechos, números, ideas— a gente que no tenía otra forma de conseguirla. De todas nuestras organizaciones era la más atacada, amenazada, constantemente mencionada en los periódicos como peligrosa. Los buenos ciudadanos de Rhodesia del Sur sabían que todas las ideas relacionadas con la mejora de la condición de los «munts» eran comunistas. Ahora que, oportunamente, el comunismo, o, más bien, la Unión Soviética, había pasado a ser un enemigo, era fácil cerrar la puerta a todas las nociones de progreso en ciernes. No hay manera hoy, en la última década del siglo, de transmitir —convincentemente— la estupidez, la idiotez, de las ideas de la persona blanca media sobre los negros. Cualquier cosa que yo diga tiene que sonar exagerada. ¿Hay bastante con decir que Mr Charles Olly, que adornaba cada perorata pública con frases como la de «Sólo son mandriles con pequeños cerebros, son una raza inferior, acaban de bajar de los árboles», fue alcalde de Salisbury? ¿Qué pasaría si dijera que en fecha tan tardía como los años setenta, un hombre reputado por sus ideas liberales sobre cuestiones de raza hacía que su criado recorriera por las mañanas diez kilómetros, para prepararle su primera taza de té, a las seis de la mañana, y que esto parecía normal? La cuestión es que las reuniones, conferencias, panfletos de Relaciones entre Razas, que ahora sorprenderían a todo el mundo, negros o blancos, por ser lamentablemente suaves, entonces se consideraban incendiarios.

El Club de la Izquierda, a pesar de su nombre, daba conferencias sobre todo tipo de temas: y algunas distaban mucho de la «izquierda», porque no había bastante gente con ideas izquierdistas para mantener una conferencia semanal. Asistían a tales conferencias cien, doscientas personas. Aquellos que asistían regularmente habrían sido una levadura con la suficiente influencia para cambiar la forma de pensar, pero en vez de esto perdieron interés por las ideas, pasaron a ser reaccionarios, o amargados y desilusionados. Pronto la universidad sería una realidad. Siempre había sido un lugar estrecho de miras y provinciano, donde la poca gente auténticamente liberal había tenido que luchar contra todo tipo de políticas sectarias —en el momento de escribir esto: corrección política—. Si… aunque los «si» no valen nada cuando no los autentifican los acontecimientos. Pero una capa de gente informada y abierta de miras podía, quizás, haber evitado aquella guerra, aquella guerra estúpida, innecesaria, amarga e infinitamente peligrosa que duró diez años, y dio paso a un gobierno comunista, demasiado extremista para el temperamento natural y el estilo de la gente negra. Aquella Guerra Fría dejó heladas muchas caras, no sólo las actitudes hacia el comunismo y la Unión Soviética, de la misma manera que la creación en 1942 de un grupo «comunista» —la verdad es que hay que escribirlo entre comillas— provocó todo tipo de levaduras y fermentos para empezar a trabajar.

Debido al ambiente cada vez más enrarecido de la Guerra Fría, aún más gente se refugió en nuestro piso. No todos se decían comunistas, ni mucho menos: era gente con ideas «progresistas». Lo escribo entre comillas porque muchas de las ideas que entonces se decían progresistas dieron resultados equívocos. A partir de entonces hasta dejar la colonia en 1949, Gottfried pasó cada vez más tiempo con aquellos que hubieran sido sus amigos naturales, caso de convertirse realmente en un asesor de empresas en un país democrático, los abogados y los funcionarios con los que trabajaba y que admiraban lo que había hecho para el bufete de Howe-Ely, para el bufete y para el hombre. Su amigo íntimo seguía siendo Hans Sen, el católico, que nos visitaba y solía compartir nuestras sospechosas actividades nocturnas. Era un hombre feo, y odiaba a las mujeres o así lo manifestaba. Todas nosotras le demostrábamos afecto, por no decir ternura, como a un niño que no sabe el porqué de su rabieta. Cuando íbamos a Macheke, se plantaba en medio de un espacio vacío del vlei y anunciaba que allí construiría un torreón sin acceso de entrada, pero dejaría cestos debajo y nosotros le podríamos mandar libros y vino y comida. ¿No se sentiría solo?, le tomábamos el pelo, y concedía que nos permitiría que alguien —es decir, una mujer— entrara a limpiar, yo, o la chica casadera de Gottfried o, en fin, cualquier mujer que estuviera por allí. Decía que ser representante de la Cruz Roja y enterarse de lo que pasaba por todas partes era suficiente para convertir a cualquiera en una persona que odia a la humanidad, y afirmaba que nosotros, la raza humana, no merecíamos vivir. Miraba a la criaturita, el centro de atención, y fruncía el entrecejo mientras decía que, de haber sabido cómo era este mundo, no habría consentido nacer. Athen Gouliamis, en otro tiempo un muchacho pobre por las calles de Atenas, con muchos hermanos y hermanas, se sentaba junto al bebé, y suavemente le acariciaba sus enérgicos brazos y pies. Aquel hombrecito de piel aceitunada, con sus ardientes ojos negros, serio, orgulloso, no podía dejar de reír y sonreír mientras jugaba con el niño. El grupo de comunistas griegos venía a la ciudad ex profeso para pasar con Peter una o dos horas. «Nos mantiene cuerdos, ¿lo comprendéis?», nos decía Athen. Todos daban por supuesto que en un año o dos morirían. La guerra podía haber acabado en Europa y en el Este, pero todos se preparaban para iniciar su propia guerra, contra aquellos a los que siempre habían denominado «perros fascistas».

La relación de Simón Pines con el bebé fue premonitoria e instructiva. Se ponía junto a la cuna, el cochecito, o la cama donde estaba tendida la criatura, lo miraba —como Athen— con la mirada de un hombre que ha crecido en un lugar en el que los niños luchan por sobrevivir, y luego me daba lecciones a mí, o a Gottfried, sobre cómo equiparlo para la lucha por la vida. Simón no consiguió llegar a Palestina para la creación de Israel. Aquel hombre alto, fuerte, fornido, que se jactaba de no haber estado nunca enfermo, pilló la malaria y se sorprendió y asustó tanto que se dio por vencido, como una persona negra que ha recibido la maldición de un chamán… y murió. No lo podíamos creer. A veces aún no puedo creerlo.

Luchaba con todas mis fuerzas por conseguir tiempo para escribir. No contra el bebé, que era cariñoso y fácil, sino contra los enamorados del bebé y Kurt, y otros que precisaban de alguien que los escuchara. Por aquel entonces no se me había ocurrido que la gente con experiencia de infelicidad atrae a sus semejantes. Años más tarde, un diálogo en la obra dramática de John Osborne, Epitaph for George Dillon, me iluminó: Ella es un comedor de beneficencia. Desde entonces he pagado mi cuota de oyente, pero no me engaño a mí misma: sé que aquella víctima que aparentemente depende de ti para encontrar comprensión desaparecerá —si se la niegas— y se limitará a buscar a otra persona.

Muy pocos —¿quizás una persona entre cincuenta?— respetan la intimidad de las mujeres. Si dices: «Me paso las mañanas escribiendo», esto no impedirá el golpecito furtivo en la puerta y, un momento más tarde, el perfil de una cara llena de culpabilidad, turbada y sonriente. «Sólo pasaba un segundo». El problema es que una buena parte de quien sufre la intrusión conspira con el intruso… en particular si se es una novelista. La mujer joven que venía más a menudo era una habladora compulsiva. En cuanto Marie empezaba, ya no paraba de hablar, no a mí, sino a cierto oyente invisible para mí y quizás para ella, sus ojos fijos en una mirada, en la nada. Era una chica menuda, con brazos y piernas llenas de pecas. Pelo lacio, fino y oscuro. Ojos como ciruelas en una carita pecosa. Trabajaba en una de las fábricas instaladas durante la guerra: industria auxiliar que se beneficiaba de las restricciones de la guerra, igual que más tarde de las sanciones durante la Declaración Unilateral de Independencia bajo Smith. Trabajaba muchas horas por un salario pésimo. La habían echado, o había escapado de una familia en la que el padre se acostaba con ella desde que era una niña, y también sus hermanos. Nunca había oído un caso semejante, aunque era del dominio público que en las regiones rurales de Sudáfrica había incesto entre las pobres familias afrikaner. Yo la escuchaba con aquella excitación producto del imposible y agudo choque de distintas sustancias: ella hablaba de lo que seguramente la mayoría de la gente calificaría de espantosa experiencia, como si su padre le hubiera propinado una bofetada y sus hermanos le hubieran robado unas cintas del pelo. Cuando decía que su madre no sólo no la defendió, sino que apoyó a su marido y a los hijos, lo hacía como si dijera que era una lástima que su madre fuera una mala ama de casa. Ahora tenía un hijo propio y un hombre que la pegaba, pero no se casaría con él porque quería un hombre que se portara bien con ella, después de todos aquellos problemas. Durante una, dos, tres horas, hablaba, la mirada perdida en el espacio. Luego, se levantaba precipitadamente, se alisaba su barato vestido floreado, anticuado, que bien podía haber pertenecido a su abuelita Boer, y decía: «Muy amable, Mrs Lessing, y gracias por el té», y se iba. En aquellos días existía una revista llamada True Love Stories (Historias verdaderas de amor), que contenían menos amor que sombrío melodrama, rayaban en la pornografía, y cuando el amor triunfaba era sólo después de asesinato, violación, amenazas, encarcelamiento, latrocinio y chantaje. Me imaginaba escribiendo la historia de esta mujer y ofreciéndola para publicación: «Querida Mrs Lessing, le agradecemos mucho su aportación, pero consideramos que ha rebasado los límites de lo que nuestros lectores considerarían verosímil».

En ocasiones dejaba a Marie y a Kurt solos y, desde la galería donde daba el pecho al bebé o reescribía Canta la hierba, oía el curso de dos corrientes distintas de conversación, una sobre los problemas intelectuales y sentimentales de su comuna en Viena, la otra sobre incesto en el Orange Free State. Ninguno de los dos escuchaba una sola palabra del otro, y aquello no podía durar, porque los dos necesitaban un oyente.

Mi hermano volvió a casa de su guerra. Más sordo aún, a pesar de haber sido operado por un especialista de fama mundial. Mi madre era sorda. Mi padre era sordo. Era una casa donde la familia hablaba a gritos, en presencia de los invitados no sordos de mi madre. Harry se mostraba lento, sonriente y parecía encontrarse tras una pared de cristal. Estaba bajo los efectos de una depresión de guerra pero no lo sabía, o por lo menos no habló de ello hasta años más tarde. Bajo su espectacular uniforme naval había un hombre guapo, educado, amable. Mi madre tenía ahora dos hijos mayores escudados en la cortesía, que la ayudaban con su moribundo esposo, le hacían compañía, compartían velas nocturnas, pero nunca le daban lo que ella necesitaba. Con Harry casi no hablábamos: en ningún otro momento de nuestras vidas tuvimos menos en común. No le gustaba Gottfried. Fue una vez en coche hasta la granja y de vuelta informó que era tan sólo un montón de hierba que se pudría entre vigas roídas por los roedores y pedazos de linóleo. No parecía preocuparle. Pronto un incendio en la jungla arrasó la colina y no quedó nada.

Harry y yo nos veíamos casi todas las tardes junto al lecho de mi padre. Forzábamos a nuestra madre para que saliera a dar un paseo en coche, de visita, que se fuera a cualquier parte, que se tomara un respiro de la monotonía de aquella tarea. A veces él la acompañaba en coche al parque y yo me quedaba allí.

Mi padre decía constantemente: «¿Por qué no me liberáis de esta agonía?», musitándolo furioso, mientras me agarraba fuertemente mi mano, o acariciando al bebé, apresurada y amargamente. También lo decía cuando Harry estaba allí. Harry, como se diría hoy en día, no era un hombre muy emocional… por lo menos no entonces, a pesar de que cuando llegamos a conocernos mejor, más tarde, los dos ya entrados en años, se mostró muy distinto. Cuando mi padre pedía que le diéramos una dosis letal de lo que fuera, Harry nos planteó educadamente la siguiente pregunta: «¿Qué os parece? ¿Es esto lo que él desea?». Esta expresión, lo que alguien desea, deseaba en realidad, podía desear, habría deseado, acaba apareciendo en algún momento cuando alguien está agonizante, y se la considera como el no va más de la hipocresía o, quizás, un útil anestésico del dolor gracias al uso deliberado de la banalidad. A mi madre le preocupó y, también, le enfureció. Tenía que pensar en ello, forzada por los requerimientos de él. «Lo haría con un perro». Pero ella sabía muy bien que era más complicado de lo que parecía. En ocasiones, cuando un moribundo dice que no puede más, que le den una dosis, quiere decir exactamente lo que dice, y otras veces cuando dice: «Esto es insoportable, y no comprendéis cuánto sufro»… está pidiendo que esa gente tan terriblemente sana y viva que está junto a su cama se sienta partícipe, pero de verdad, de lo que él siente. Puede ser que nosotros viéramos a nuestro padre como una copia o una parodia de su yo real, que viéramos a un anciano enfermo y quisquilloso, en vez de al hombre fuerte al que recordábamos, pero él estaba allí dentro durante todo el tiempo, inalterable, y no se identificaba con aquel cuerpo en descomposición. Cuando decía: «¿Por qué no me liberáis de esta agonía?», lo que decía realmente era: «¿Por qué estoy atado a este cuerpo… que no soy yo en absoluto?». O así lo creo. Solíamos oír los dolorosos diálogos entre mi madre y él. Ella tenía una opinión sencilla, por no decir práctica, de la vida eterna. «¿No lo ves? Nos encontraremos todos allí, será estupendo y seguiremos como aquí». «Yo no quiero seguir como aquí», decía él. «¿Por qué he de seguir como aquí? ¿Voy a verme atado a esto?» Se refería a su enfermedad, o a sus varias enfermedades, a sus hinchadas y blancas piernas inútiles, que miraba con horror, a su hinchado estómago blanco. «No, no, Michael, ¿no lo ves? Tendremos cuerpos nuevos, así se dice en la Biblia».

«Eso sí que me parece gracioso».

Nosotros preferíamos que muriera, porque la tensión resultaba insoportable, y porque pensábamos en lo terrible que tenía que ser para él encontrarse en aquel estado, aunque lo verdaderamente terrible para nosotros era pensar que él sabía que se encontraba en aquel estado.

Una mañana apareció un hombre en el piso mientras estaba bañando al bebé para decirme que mi padre estaba agonizando en el hospital, y que si quería verlo, tenía que ir inmediatamente. No fui. En parte, porque no me lo creí, ya que durante años mi madre, o su sentido de lo dramático, me habían convocado muchas veces con urgencia a un inminente lecho de muerte. Pero también porque no quería estar allí cuando muriera. Me quedé bañando al niño, y sentía en mi interior como un chillido, o un grito. Quería matar a alguien o algo, pero ¿a quién? Podría arrancarme el pelo con los dos puños o arañarme las mejillas con las uñas. La sala general del Hospital de Salisbury no habría tolerado este tipo de cosas. Seguí bañando al niño.

Mi padre había temido durante toda su vida que le enterraran vivo, y le había hecho prometer a mi madre que le cortaría las dos muñecas por si volvía a la vida en la profundidad de la tierra. Cuando le vi, sus muñecas delgadas y exangües tenían pálidas heridas. No estaba, en absoluto, como «dormido» o «soñando» o cualquiera de las mentiras que utiliza la gente. Sencillamente, no estaba allí. Se había ido. Hasta hoy he visto morir o muertos a muy pocas personas, pero todas ellas se habían ido ya.

Le enterramos. Me senté al lado de mi madre en el coche camino del cementerio, y hablamos de seguros y testamentos. Me pareció todo bastante horrible e intenté rodearla con mis brazos y le dije: «Pobre mamá». Ella se zafó de mí, con una mirada de rechazo. Me estaba comportando de forma falsa y ella rechazaba la falsedad. Seguimos hablando de pólizas de seguros, como en una escena de Balzac, o de Samuel Butler.

Yo estaba tan furiosa… ah, estaba tan furiosa. No podía comprender qué relación tenía aquel servicio funerario con la muerte de mi padre, o con mi padre, y sabía lo que él habría pensado al respecto. Cuando vi el certificado de defunción quise tachar lo que habían escrito en el apartado Causa de la Muerte, fallo cardíaco creo que era, y escribir en su lugar, la Primera Guerra Mundial. Pasados muchos años, me digo a mí misma que este tipo de rabia indica inmadurez, y que ha llegado el momento de superarla. Pero ante cualquier música de la Primera Guerra Mundial, o las escenas de una película, o aquellas antiguas fotografías o instantáneas desde las trincheras que vemos de nuevo… una vez más… de nuevo salta la rabia, tan viva como siempre. Pero ¿de quién es la rabia?

Mi madre se encontraba sola. Al trasladarse a la ciudad, al «escapar de la granja» finalmente, había creído que su yo social tendría espacio para disfrutar. Había estado en reserva durante veinte años en la granja. Los cuidados hacia su marido le habían dejado poco espacio para la vida social. Sabía que nuestro piso, por las noches, estaba lleno de gente. Decía, con melancolía, que se había enterado de que conocíamos a mucha gente interesante. Con la finalidad de soñar despierta eligió olvidar que muy posiblemente se tratara de rojos, comunistas, amigos de los kaffires. Yo vivía atemorizada de que ella llegara a conocerlos. En más de una ocasión se presentó, la cara iluminada de placer al entrar en la habitación y ver tantas caras. Se sentó para tomar una taza de té y lentamente recuperó su habitual aspecto de valiente desaprobación. Yo solía preguntarme a quién, a quién… podía yo invitar que le gustara a ella o, mejor, que pudiera recibir su aprobación. Estaba Esther, de clase media, inglesa. Pero Esther estaba casada con Kurt. Estaban los Loveridge, ingleses, clase media, maestros. Pero no era posible invitar sólo a los Loveridge porque este tipo de formalidad no formaba parte de nuestro modo de vida. Además, cualquiera podía dejarse caer de repente. ¿Y Charles Mzingele? La verdad es que él era la persona más interesante que yo conocía.

Al cabo de poco tiempo, una mañana se presentó mi madre diciéndome que tenía que anunciarme una calamidad. Estaba pálida, perturbada. Me dijo que mi hermano iba a casarse.

«Pero ¿dónde está el problema? ¿Qué pasa? ¿Quieres una taza de té?»

«Ella es totalmente inadecuada. Es una tragedia».

La palabra «inadecuada» tenía que haberme alertado, pero, como siempre, seguimos sin entendernos. La chica era Monica Alian, y había estado saliendo y dejando de salir con Harry desde hacía unos meses. Era bonita. Era amable. Era inteligente. Tenía un padre rico. También era campeona femenina de natación por Mashonaland, un buen partido, ¿o no?

Recuerdo mi desasosiego: la verdad es que pensaba que la larga, larguísima agonía de mi padre la había perturbado. El problema era que yo ya llevaba años en compañía de gente de todas las clases, e incluso colores, aunque no muchos, y de varias partes del mundo. La mayoría creíamos que muy pronto se acabarían las clases, el prejuicio de raza y otras emociones indignas. Me había perdido en una tierra sin fin de bellos pensamientos y había olvidado, sencillamente, el mundo real. ¿Qué podía tener de malo Monica? Pues bien, no era de clase media inglesa. Su padre era uno de los mejores granjeros del país, gente de toda Sudáfrica visitaba su granja… pero no era de clase media. Y era escocés.

Se dirigió a mí, fuera de sí, infinitamente perturbada, levantando las manos en una súplica: «Tienes que hacer algo. Tienes que impedirlo. Él no me hará caso, nunca lo hace, nadie lo hace».

Si ella se sorprendió, también me sorprendí yo. Llevaba años adoptando con ella una actitud fríamente educada, pero de repente me encontré gritando: «Déjalos en paz. No interfieras. No se lo estropees». Se echó para atrás, tartamudeando. «Pero, ¿a qué te refieres… no te das cuenta…?» «Déjalos en paz», le ordené, haciendo lo correcto de forma errónea. A aquellos psicólogos que me han asegurado que tenía que «plantar cara» a mi madre, esta escena les demostrará que se equivocaban. Se dio la vuelta y se marchó tambaleante, perdida, sin ver adonde iba. Se quedó bajo un árbol del jardín —nos habíamos mudado de nuevo—, me dirigió una mirada larga, sorprendida, herida —pero por encima de todo, atónita—, y luego se metió en el coche y ahí se quedó, abatida, durante un buen rato.

Cuando por fin me di cuenta, me resultó intolerable, casi peor que ver a mi padre muriendo de aquella manera. No se me había ocurrido que ella aún soñaba con volver a lo que había sido antes de encontrarse en la granja, donde lentamente se había visto apartada de la vida. Le había puesto a la granja el nombre de «Kermanshah», en recuerdo de la mejor época de su vida. La desagradable casita de una planta, que tanto odiaban ella y mi padre, que fue cuanto se pudieron permitir tras la venta de la granja, también se llamaba «Kermanshah». Pero estas sombras de «Kermanshah» eran sólo lugares de paso, hogares temporales, y luego la auténtica vida comenzaría de nuevo. Yo, su tan lastimosa hija, me había casado con aquel frío prusiano, pero su hijo se casaría con una bonita muchacha inglesa y entonces… Tal vez Harry había conocido a alguna chica durante su estancia en el hospital, igual que ella en el Royal Free, y luego ella, Emily Maude McVeagh, se encontraría a sí misma… (Los nombres con que la bautizaron eran Emily Maude pero suprimió el de Emily). Y no obstante ella sabía, tenía que saber, que su hijo sólo tenía un sueño, sólo uno, el de volver a su auténtico lugar, que era vagar por la jungla, por el veld, en camisa y con viejos pantalones cortos color caqui, porque no le importaba el éxito más de lo que le había importado a su marido.

Aquélla fue una cruel escena, y yo no llegué a darme cuenta del todo de hasta qué punto lo fue. Y permití que Harry se casara con Monica sin escenas ni reproches. Aunque él se hubiera casado con ella de todas formas, porque su manera de enfrentarse a la oposición seguía consistiendo —como siempre— en no darse cuenta de que existía. Hubo una boda y todo el mundo, excepto mi madre, estuvo encantado. Ella me dijo, llena de una pena que daba la razón al antiguo dicho, que «un hijo es tu hijo hasta que lo atrapa una esposa». «Pero», le dije exasperada, «¿qué esperabas?» Y ahora a las inverosímiles yuxtaposiciones de mi vida se añadían visitas a los Alian, los domingos por la tarde, con el bebé. Nos íbamos allí con el coche lleno, pero nunca con alguien que pudiera molestar a Mamie Alian, que no soportaba —por ejemplo— a Kurt. Me resultaba difícil entenderme con ella. A mí me toleraba a duras penas, y por lo que se refería a Gottfried… La guerra unió a muchas personas que en otra circunstancia nunca se habrían conocido, pero quizás aquellas tardes en la granja de los Alian representaban la quintaesencia de la improbabilidad. Miro atrás y veo a Gottfried con su atuendo siempre impecable, el suave bonete laqueado de su pelo negro, su cara que parecía pedir un monóculo, sentado y fumando con una boquilla de ámbar, respondiendo las precipitadas y desaprobadoras preguntas de Mamie Alian mientras le servía tazas de té o un bollo pulcramente servido encima de un pañito de adorno, mientras ella permanecía erguida en su trajecito «sastre», su pelo peinado como el de un terrier recién cepillado.

«¿Y le educaron en Alemania?» «Pero, Mrs Alian, ya ve, soy alemán». «Entonces ¿por qué no combatió por su patria?» «Para empezar, no a todos nos gustaba Hitler». «Entonces, ¿usted fue un objetor de conciencia? Nosotros solíamos encarcelarlos, y con bastante razón».

«Creo que hay distintas opiniones sobre este tema». «No, no estoy de acuerdo, no para gente bienpensante». Con David Alian, yo mantenía el mismo tipo de relación que con otros «hombres mayores». Pero yo maduraba y ya no pensaba lo mismo de ellos. A él le gustaba hablar conmigo de religión. Yo aún era una atea militante, y tenía todos los argumentos, que ahora me parecen insustanciales, alineados en mi cabeza como soldaditos de plomo. Era de la iglesia protestante y no se apartaba del sendero de la santidad. Era propietario de un toro muy valioso, que acababa de llegarle por avión, y decidió sacrificarlo porque había matado a un descuidado encargado negro. Al enterarse de aquella sentencia de muerte, la gente se dirigió allí para suplicar por la vida del animal: habían llegado coches llenos durante los fines de semana sólo para ver a la bestia que dentro del reino animal era el equivalente del Taj Mahal. Pero de nada sirvió. «Ha hecho daño y debe ser castigado». «Pero él no sabía que hacía daño», le dijo Gottfried. «La ley dice que para ser castigado por asesinato hay que saber que estás cometiendo un asesinato». «Ojo por ojo y diente por diente», dijo David Alian.

El tiempo se eternizaba y eternizaba… Mi vida era un puro caos, un batiburrillo, sin ninguna coherencia excepto por un pensamiento: Pronto (pero ¿cuándo?) estaría fuera de aquí. Por las noches, ahora se dejaba caer menos gente por casa. Nuestros amigos judíos se habían ido a Israel. Simón había muerto. Los de la RAF finalmente empezaron a irse. Más que nunca parecía que nos encontrábamos en un vasto escenario, como un desierto, sin límites, por el que la gente pasaba y se iba… A veces, enferma de ansiedad, dejaba a Gottfried leyendo historias de Bizancio, estudiando ruso, o hablando con Hans Sen y me iba a pasear por calles y avenidas. Había pocas farolas. Había pocos coches. La pequeña ciudad llana se hundía dentro de la tierra bajo la presión de las estrellas y de una luna siempre en rápido tránsito de una parte a otra. Paseaba bajo las jacarandas y los cedros de la India, pasando por delante de casas de las que me llegaban música y voces de las radios. Podía andar durante una hora, o dos, arriba y abajo, una y otra vez y oír la misma canción:

There’s a small hotel, with a wishing well,

I wish that we were there, together…

Love walked right in and drove the shadows away

Love walked right in and brought my sunniest day

One magic moment and…

«Hay un hotelito, con un pozo de los deseos,

desearía que estuviéramos allí, juntos…

El amor entró por fin y apartó las sombras,

el amor entró por fin y me trajo mi día más soleado,

un momento mágico y…»

Y así casa a casa, en el mismo instante, la canción se colaba en todas aquellas almas, y también en la mía, alimentando mi anhelo de amor y de escapada. Luego, hacia las diez, se apagaban las luces en las casas, las calles por las que yo paseaba quedaban a oscuras, sólo las farolas proyectaban charcos de luz. Avanzaba de oscuridad a oscuridad. Silencio. Una ciudad silenciosa. Me ponía bajo los grandes árboles para contemplar cómo la luz de la luna se filtraba a través de las hojas. Los perros ladraban. Pronto, muy pronto, yo me encontraría lejos de aquí… Noche y día pienso en ti… Nunca pensaba en las dificultades. Me lanzaría al espacio, en Londres, pero con mis propias alas. ¿No tendría dinero? La verdad, qué mezquina, por no decir pequeñoburguesa, que puedes llegar a ser. ¿Vivir en Londres, con un niño pequeño, sin dinero? Bien, ya me las apañaré. Y me las apañé, pero hoy me parece sorprendente que diera por supuesto que lo conseguiría. Seguramente alguien dijo que sería muy difícil, pero si me lo dijeron yo no lo escuché. Me escribía con dos de la RAF, ahora ya en Inglaterra, cartas de amor y amistad, y en las suyas aparecían descripciones de la posguerra en Gran Bretaña, pero no consiguieron desanimarme, porque cualquier sugerencia de dificultad aumentaba el entusiasmo de mi confianza. Haría amigos rápidamente, encontraría un amante, y además Gottfried estaría en Londres. Confiaba en que nos entenderíamos muy bien cuando ya no viviéramos juntos.

Cuando volvía a casa, Gottfried aún estaba leyendo. Levantaba la mirada con el brillo de sus gafas que tanto intimidaba a la gente, y decía lentamente: «¿Dónde has estado?». «Paseando, eso es todo».

O se había metido en cama, y miraba cómo me desnudaba, lanzando descuidadamente mi ropa. Al ver su expresión, rápidamente la recogía y la dejaba fuera de la vista, en alguna parte.

Una noche, en que él había salido a cenar, yo necesitaba moverme, por lo que metí al niño en el cochecito y salí a pasear por las calles ya oscuras. De vuelta, Gottfried estaba sentado ya en el borde de su cama, pálido. «¿Dónde estabas?» «Paseando, eso es todo». «Pero no puedes llevarte un bebé a estas horas de la noche». «Por qué no, hace calor. Y está dormido». «No puedes hacer una cosa así», dice Gottfried. Un eco del «Sencillamente, no se hace» de mi madre.

No puedes hacer esto y ¿Por qué no? interrumpían nuestras discusiones y nos dejaban mirándonos mutuamente, frustrados, cerrados en lo más profundo de nuestro ser. Solía preguntarme por qué le hería yo tanto, cuando su excéntrica e impulsiva madre con toda seguridad se habría ido con el bebé a una fiesta de noche caso de apetecerle. O mejor dicho, si la niñera se lo permitía.

Poco podemos hacer con respecto a aquello con lo que hemos nacido.

«Pero ¿por qué no?», exclamaba yo, y entonces él: «Si no eres capaz de saber por qué, siento decir que yo no puedo ayudarte». Y se daba media vuelta, frío, furioso. «Bien, pues hablemos de ello. Intentemos comprenderlo. Por el amor de Dios, Gottfried, quizás aún nos queden años de estar juntos. Cientos de años…» «No, no imagino que dure tanto». «Muy bien… pero de qué sirve quedarnos así, mirándonos con odio. Aunque sólo sean seis meses». «No soy consciente de haberte mirado así».

Cuando las cosas llegaban a este extremo, lo solucionábamos tendiendo un puente precisamente entre los extremos que más nos separaban, es decir, su asco por la literatura, mi amor por ella. Encontramos un libro que a ambos nos gustaba. La historia del Santo Grial. Él leía un fragmento. Yo leía otro fragmento. Nos instalábamos en nuestra enrarecida habitación, el bebé probablemente aún no dormido, sino divirtiéndose por su cuenta en el suelo, y leíamos en voz alta. Cuando pasaban amigos por casa, se reían de nosotros, por lo absurdo de la situación y por cómo el acento alemán de Gottfried y mi acento rhodesiano se aventuraban por derroteros tan románticos. Los domingos salíamos a comer en el campo, en un vlei cerca de Salisbury, ahora edificado pero entonces un paraje con árboles junto a una corriente de agua en los que los hornbills se balanceaban y se peleaban en sus nidos, y leíamos el uno para el otro y para cualquiera que estuviera allí, Hans Sen, la chica de Gottfried, los de la RAF, amigos sudafricanos de visita. Todos lo encontraban bastante divertido, pero en realidad estábamos haciendo un esfuerzo para no enloquecer.

Las calles por las que yo me paseaba, noche tras noche, durante semanas, durante meses, nunca producían sensación alguna de peligro: ahora sería imposible para una mujer joven, negra o blanca, deambular por allí tan despreocupadamente. Hoy, de noche, resultan calles peligrosas. Ahora todas las casas están cerradas y con doble cerradura y vigiladas por perros, todas las ventanas con rejas, las terrazas convertidas enjaulas. Dentro de estas pequeñas fortalezas, familias negras y blancas miran la televisión, los mismos programas en cada casa. Los coches aparcados en la calle están cerrados y con cadenas. En aquella época nada estaba cerrado, ni casas, ni coches. Una mujer joven blanca podía deambular hasta pasada la medianoche. Y en Londres, cuando al final conseguí llegar, solía andar kilómetros a solas por la noche, y nunca se me pasó por la cabeza que pudiera ser peligroso. No creo que lo que ha pasado con nuestras ciudades —y también en el campo— tenga mucha relación con la posición política o racial de los gobiernos. Se trata de algo más.

¿Qué?

¿Qué es?

¿Es posible —y sé que mi descabellada hipótesis podrá parecer ridícula— que estemos envenenándonos a base de música? Nosotros, mis contemporáneos, a partir de la adolescencia, nos pasábamos día y noche escuchando música de baile, y era todo romántico o sentimental. Anhelos, deseos, añoranzas, necesidades… y expectativas, también, pues en algún lugar, en cierta ocasión se nos había prometido algo. Un día te encontraré… Nos sumergíamos en sueños. Pero desde entonces, la música ha cambiado. Sus ritmos ya no son lánguidos, bamboleantes ni lentos, golpean y machacan y empujan y el sonido es tan fuerte que se escucha con los nervios. En una ocasión al marcharme, literalmente mareada, de una fiesta en Nueva York porque la música era demasiado fuerte, una mujer negra que entraba me dijo: «¿Qué te pasa, cariño?», y se lo conté. Me dijo: «Pero no hay que escuchar este tipo de música con los oídos, se escucha con todo el cuerpo, se escucha con los nervios». ¿Qué nervios? Por lo que mi pregunta es: cuando una persona va a matar o a torturar o a mutilar, ¿podría ser que la música que la ha enloquecido la haya preparado para el delito? Durante cientos de años los chamanes han utilizado la música para crear estados de ánimo especiales, se prepara a jóvenes para matar con estimulantes marchas; las iglesias utilizan música inspiradora para mantener unida a su congregación; y sabido es que los verdaderos maestros espirituales utilizan la música, pero es un asunto tan delicado que los especialistas lo usan con mucho cuidado, en circunstancias especiales. Y, sin embargo, nos inundamos de música, de todo tipo, nos empapamos de ella, a menudo entra directamente en el cerebro a través de máquinas especialmente diseñadas para este propósito… y nunca nos preguntamos siquiera qué efecto puede producir. Así que creo —y no soy la única— que ha llegado el momento de que nos lo preguntemos.