Durante toda la guerra me pasé el tiempo diciendo que me iría en cuanto acabara. Qué tontería. Mi sueño adolescente aún estaba intacto. El Gobi, el Kalahari, o las costas del Mediterráneo, por donde deambularía, andariega y libre de amores, y pasaría suaves noches de vino y rosas. Tan pronto como la guerra terminó de verdad, y lentamente fuimos siendo conscientes de los terribles estragos causados por doquier, el sueño acabó, sin más… se había desvanecido.
Las noticias que provenían de Europa, de Alemania, Rusia, hablaban de destrucción, desgracia, muerte, campos de concentración, refugiados, niños perdidos. Lo habíamos contemplado y escuchado ya en otras ocasiones, en otros muchos lugares del mundo. Pero entonces, todos creíamos que iba a ser la última vez en que la humanidad sería lo bastante estúpida para permitir tal sufrimiento, tal desastre. Aún faltaba mucho tiempo, décadas, para que dominara la sospecha, cada vez más extendida, de que la humanidad no controla lo que sucede, que está inerme. La Guerra de Corea, cinco años más tarde, aquella horrible «pequeña» guerra, produjo el mismo tipo de sacudida que provocan hoy las guerras de la antigua Yugoslavia en la idea que de sí misma tiene Europa. Era sencillamente imposible que después de todo aquel horror de la Segunda Guerra Mundial la humanidad permitiera Corea.
Las noticias que Gottfried recibía de Alemania hacían volver a la vida la imagen que nos había pintado de la condesa y sus fiestas, la niñera todo amor, el erudito padre, la hermana cuyo prometido, decía lentamente Gottfried, era el «eterno estudiante que nunca llegaría a nada». Al empezar la guerra, Klaus e Irene se encontraban fuera de Alemania. Volvieron a Alemania, aun arriesgando su vida, porque era su deber como comunistas. La madre actuaba como si la guerra no existiera.
A pesar de que escuchar la BBC podía suponer pena de muerte, ella la escuchaba abiertamente. La familia decía que estaba loca. Se salió con la suya, incluso cuando en una ocasión tuvo a los de las SS instalados en casa. Una vez Irene escondió a Klaus, que era judío, de los nazis, en su propia casa. El padre de Klaus era médico: consiguió que borraran el nombre de Klaus de las listas de condenados a muerte a cambio de practicar un aborto a una nazi de alto rango. Cuando llegó la época del hambre al acabar la guerra, Irene, una mujer bajita y frágil, recorrió kilómetros para ir al campo y volver a Berlín, dos o tres veces por semana, cargando en la espalda un saco de patatas que compraba en una casa de campo. Así mantuvo viva a la familia. El eterno estudiante pasó a ser un alto oficial de la Alemania del Este.
Las noticias sobre los campos de exterminio nazis llegaron en primer lugar a través de Hans Sen, que había escuchado rumores como representante de la Cruz Roja, pero no se los había creído del todo. Él y Gottfried se pasaban horas juntos, en nuestro piso, o en un café, en silencio. O se intercambiaban comentarios que sonaban como si se rociaran de ácido su propia carne. Tenían opiniones encontradas en todo, pero compartían algo de lo que no parecían conscientes, una ironía, un escepticismo sobre la llamada a la civilización que se percibía en el tono de sus voces, si no en el sentido de sus palabras. En ocasiones teníamos a diez o doce personas instaladas en nuestra sala hasta muy tarde, o incluso durante toda la noche, escuchando los noticiarios, comentándolos. Y mientras se libraba la batalla en el Pacífico, bombardeaban ciudades de Japón hasta reducirlas a polvo y ruinas. Lo que imaginábamos del Japón no era exacto, por desconocimiento. Al final de la guerra muy poca gente hablaba de «buenos alemanes». Hay un libro, que ha pasado injustamente desapercibido, The Forgotten Soldier (El soldado olvidado), de un tal Guy Sajer. Ofrece una imagen de la guerra desde el punto de vista de un soldado muy joven, ignorante, que combate en el frente ruso, mientras su ejército va retrocediendo por el avance de los rusos, a veces sin nada que comer durante días, en invierno, con raída ropa y botas ya inservibles. Era medio francés, medio alemán. Sólo por casualidad luchó con los alemanes. Mataron a la mayoría de los jóvenes con quienes luchó. Al final de sus días como soldado de Hitler, a Guy Sajer (un apellido que se puede pronunciar tanto en francés como en alemán) le propusieron unirse a los ejércitos de Ocupación. La propuesta corrió a cargo de un oficial francés ansioso por salvar la vida de este soldado que era un fantasma medio muerto de hambre, que apenas había cumplido los veinte años. De este libro surge un sombrío y airado dolor, una comprensión, que no podemos denominar «protesta»… porque las capas de experiencia en las que profundiza van mucho más allá. Cuando leí el libro años más tarde, identifiqué en él el estado de ánimo, en aquella época, de los refugiados amigos de Salisbury, Rhodesia del Sur. También era el de mi padre. Sus recuerdos de la antigua guerra se habían convertido en una defensa para no pensar en ésta, que le perturbaba tanto que mi madre escondía los periódicos. Pero no podía impedirle que escuchara las noticias de la radio, con respiración jadeante, con ojos que miraban como si mentalmente estuviera viendo las bombas que caían sobre las ciudades japonesas, y contemplara la retirada de los japoneses, isla a isla. «Muy bien…», musitaba. «¿Pero de quién es la culpa? Nosotros no empezamos la guerra, ¿verdad?» Como si le acusaran. «¿Por qué lo hicieron, por qué bombardearon Pearl Harbor? ¿Por qué? Y mira ahora lo que les está pasando». Y todos los días comentaba, como si acabara de enterarse de ello, que Harry estaba muy sordo por el fuego de los cañones en el Mediterráneo: Harry estaba ingresado en un famoso hospital inglés especializado en problemas de oído. «Pero no tenía que haber sucedido», susurraba, su mano huesuda apretando mi muñeca. «Si hubieran hecho caso a Churchill…» Y, luego, inmediatamente: «En las trincheras solíamos…». Yo aprovechaba para salir y reunirme con los de la RAF, los protegidos de mi madre, que estaban sentados en el tramo de escaleras de piedra que daba a la terraza, jugando con el perrito de mi madre. La guerra terminó antes de que acabara su instrucción y para siempre les quedaría la sensación de que su juventud les había impedido la auténtica experiencia de la vida. Cuando me alejaba en coche, seguro que comentaban que yo era la hija que se había casado con un alemán y que estaba incitando a los kaffires al levantamiento, etc. Si hubieran permanecido en la colonia, en seguida les habrían integrado.
Cuando lanzaron la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki, no nos pareció mucho peor que la pulverización de Tokio y Osaka y Dresde y Coventry. Lo que pensamos era que, gracias a Dios, se había acabado la guerra. Sólo más tarde supimos que la guerra hubiera acabado en cualquier caso, y muy pronto.
Gottfried había decidido que quería quedarse en Inglaterra, sólo en parte porque yo pensaba vivir en Londres. No sería el primer Lessing que se convertiría en un británico: recientemente un primo había sido miembro del Parlamento. Otros miembros del inteligente clan habían vivido y trabajado en Gran Bretaña. Él pensaba hacer gestiones en Salisbury para conseguir la nacionalidad británica. Ahora, al recordarlo, su ansiedad parece innecesaria: conseguirla, en su caso, era puro trámite. Para empezar, ya era muy conocido dentro del colectivo de abogados. Pero después de diez años de exilio de su país se sentía y pensaba como un refugiado, es decir, como alguien que ha sido rechazado. Y, además, era un comunista, y se había pasado años con el miedo de que le devolvieran al campo de concentración por tomar parte en política, cuando se suponía que no debía hacerlo. Creía que no le aceptarían como ciudadano británico. Para divorciarnos, quería que yo esperara hasta que él fuera británico. Un divorcio le quitaría puntos, decía, y podía cargar el platillo de la balanza contra él. Creíamos que esto nos llevaría un par de años. Mientras, por qué no tener un hijo. Fue así, a la ligera, como informamos a nuestros amigos. «Vamos ahora a por el hijo, ya que no tenemos nada mejor que hacer». Nuestras discusiones eran aparentemente un modelo de sentido práctico y común. A fin de cuentas, nunca habíamos pensado en seguir casados: las circunstancias nos habían forzado al matrimonio. Cuando nos divorciáramos, pura formalidad, como la de casarnos, seguiríamos siendo amigos, y los dos nos responsabilizaríamos del niño. Más adelante los dos estaríamos demasiado ocupados como para «ir a por» el bebé. ¿Cómo reconciliaba él su comunismo, que permanecía intacto, con su cargo de asesor en el ámbito de la industria británica, un trabajo en el que sabía que destacaba? No lo reconciliaba. Durante aquellos años antes de irse de Rhodesia, la gente le pedía consejo para montar una empresa, ganar dinero, invertir… A todo esto dedicaba una parte de su cerebro, paralela a la de los pensamientos del camarada Gottfried. ¿Y si se hubiera quedado en Inglaterra y se hubiera convertido en asesor de negocios? ¿Habría sufrido una conversión a lo opuesto y habría pasado a ser, como sus padres, un buen liberal? Lo dudo. Habría sido una de aquellas personas —y he conocido a muchas— que mantienen la estructura comunista de sus ideas intacta en una parte de su mente, mientras viven la vida de un ciudadano convencional.
Me quedé embarazada más o menos por la Navidad de 1945, después de intentarlo durante un mes, y recibí el aplauso general… es decir, el de los camaradas. El primer niño que nace en un círculo de jóvenes recién casados, o con deseos de casarse, es un hijo afortunado, porque encarna las esperanzas de todos. Gottfried estaba encantado. Decía que sería bonito tener a un mocito avanzando a rastras y meándose en sus pañales. Obsérvese que contaba con que fuera un varón. Las mujeres hacían bromas: confiaban en que Gottfried compartiera el cambio de pañales. El feminismo no nació en los años sesenta.
Mi padre me dijo: «¿Por qué abandonar a dos bebés y luego tener otro?». Mi madre me acusaba con ferocidad, sin compasión.
Ahora pienso que nuestras racionales e inteligentes discusiones no tuvieron nada que ver con esto. De la misma manera que en 1939, cuando me quedé embarazada de John, y luego, muy pronto, de Jean, creo que fue la madre naturaleza la que lo dispuso, para compensar los millones de muertos. Ahí estaba aquella mujer joven, sana y fértil, que lo haría muy bien. Además, yo quería otro hijo. Suspiraba por tenerlo.
De este periodo, dos recuerdos, que van cargándose de significado con el paso del tiempo. Uno era el de cuando los rusos decidieron colgar, públicamente, en un patíbulo como un teatro, a los oficiales alemanes que habían cometido crímenes de guerra. Hubo protestas de todas partes por esta barbaridad. Es decir, después de cinco años de guerra, ahítos de todo tipo de atrocidad, el mundo aún podía reaccionar a una ejecución pública. Una vuelta a la Edad Media, al salvajismo, y así sucesivamente. Y, también… una nota que no se había escuchado desde 1941, porque lo de los «rusos y su condición de salvajes» se había dejado en suspenso: «Los rusos con su típica brutalidad e indiferencia ante la opinión pública…». Un suceso similar hoy pasaría casi desapercibido. Nos hemos tragado todos los horrores. ¿Quién protestaría? Mientras escribo, inenarrables horrores tienen lugar en lo que era Yugoslavia. Sí, sabemos que se producen. ¿Pero nos sorprendemos?… No lo creo.
El otro incidente: Simón Pins dio una conferencia en el Club de la Izquierda sobre la caída de Hitler y el nacionalsocialismo. Al final opinó que pronto Alemania volvería a ser nuestro aliado. Había dos o trescientas personas allí y el tumulto fue tal que en broma le dijimos que había tenido suerte de que no le hubieran linchado. Algo aún más notable: comentó, como de pasada, que se suponía que había que temer a Rusia, pero que él temía mucho más Norteamérica. A veces los que meditan sobre política desarrollan un sexto sentido para prever lo que puede ocurrir. Parecía una cosa estrafalaria lo de la hostilidad hacia Norteamérica. ¿Por qué lo dijo? ¿En qué se basaba? Era una actitud que pronto se iría consolidando entre gente de izquierdas, pero no hablo de eso ahora, sino de que en 1945 era sorprendente oírlo.
La Guerra Fría estaba entre bastidores, preparada para salir a escena.
Mientras tanto, quise tomarme un descanso antes de verme sujeta a las necesidades del bebé las veinticuatro horas del día. No porque yo no supiera qué significaba tener un hijo. Lo anhelaba, suspiraba por encontrarme fuera de Salisbury, salir al gran mundo, en particular porque pronto los de la RAF se irían: en realidad, tardaron más en irse, debido a la escasez de barcos para llevarlos a casa. Con toda seguridad yo era consciente de las contradicciones de mi posición, éste era el problema. Había decidido tener un hijo en el momento en que, por primera vez en mi vida, era libre para hacer lo que quisiera.
Me sorprende esta curiosa disposición mental, en particular cuando la veo en gente joven: nunca dudé ni un momento de que sería capaz no sólo de sobrevivir, sino de salir airosa de cualquier situación en la que me viera metida. O de cualquier obstáculo que yo misma pusiera en mi camino. Se expresaba en la silenciosa obstinación, incluso exaltación, incluso deleite, que sentía cuando pensaba en posibles futuros. No me parece fácil de explicar. ¿Por qué una mujer o un hombre joven se ve derrotado y a veces para siempre por lo que parece una nimiedad, mientras que otro, sin un momento de duda, sobrevive a océanos de dificultades?
Gottfried aprobó que me tomara unas vacaciones. Siempre fue un hombre generoso. Por ejemplo, cuando sólo ganaba el lamentable sueldo de Howe-Ely, me compró una nueva máquina de escribir. Me estimulaba a escribir, aunque nunca le gustara lo que yo escribiera. Contribuyó a mi partida a Ciudad del Cabo.
De nuevo, el viaje de cinco días en tren. Lo compartí con otras cinco personas, pero no las recuerdo, sólo cómo miraba por la ventanilla el Karroo, las montañas del Hex River Valley, e intentaba fijar mentalmente escena tras escena de aquel árido y solitario esplendor, que es tan peculiar de Sudáfrica. Aguardaba que llegáramos a aquellas pequeñas estaciones, donde las mujeres y los hijos de los capataces se acercaban a las verjas de alambre de los polvorientos y secos jardincitos para saludar el paso chirriante del tren hacia la gran ciudad al sur. Sabía lo que aquellos niños, aquellas mujeres, aquellas niñas con vestidos de mujer mayor y el pelo con permanente para seducir pensaban y sentían, mientras el tren desaparecía. A lo largo de toda la guerra escuché los gritos y lamentos de despedida en el tren que salía de Salisbury y se llevaba a la gente, y además muy lejos. Durante una generación, o más, por toda Sudáfrica, los tristes chirridos de un tren significaban pérdida, significaban despedidas, significaban dejarte atrás.
Puedo asegurarlo: el rugido de un jet no es en absoluto lo mismo.
Las dársenas de Ciudad del Cabo y los barcos que había en ellas ya no hacían pensar en submarinos y torpedos y convoyes, sino en libertad, escapada. Y yo estaba embarazada de tres meses.
El diario Guardian había dicho que por supuesto su exitosa colega de Salisbury podía trabajar allí unas semanas. Dos eficientes inglesas de clase media habían iniciado la publicación del Guardian justo antes de la guerra, dos mujeres convertidas en comunistas a la manera de los años treinta. La fórmula de este diario comunista era la misma que la del Daily Worker en Londres. Los suscriptores tenían que sentir que era «su» periódico, y que lo financiaban. Cada número tenía una sección donde se anunciaban las cantidades de dinero conseguidas la semana anterior, con exhortaciones, a favor de la clase obrera, para incrementarlas. El Guardian, como el Daily Worker, recibía perennes acusaciones de «oro rojo», es decir, de recibir dinero de Moscú. Todos aquellos a los que conocí dentro del partido se reían a pleno pulmón con la idea del oro rojo, así como con lo de rojos bajo la cama. En realidad, lo de los rojos bajo la cama y, también, lo del oro de Moscú era cierto: sólo hace una semana leí (una vez más) cómo Moscú financió el Daily Worker. Si el Guardian recibió oro rojo de Moscú es algo que desconozco. Dado el carácter de las dos impresionantes damas que lo llevaban, no me parece posible. El Guardian había prosperado durante la guerra por la popularidad de la Unión Soviética, pero ahora las ventas bajaban. Por ejemplo, ya no se vendían ciento doce docenas de ejemplares en Salisbury, sólo un par de docenas, a los fieles.
Me destinaron a trabajar en el departamento de suscripciones, una habitación llena de mesas donde se instalaba la gente, algunos voluntarios, para escribir cartas a los suscriptores que fallaban, de esta guisa: «Vemos que no has renovado la suscripción este mes. Creemos que se debe a un descuido. Recuerda que el futuro de Sudáfrica depende de gente como tú. Con cordiales saludos llenos de camaradería…».
Había indios y mulatos trabajando en aquella habitación junto a los blancos, algo imposible en Rhodesia del Sur. Era una sección humilde y poco importante del periódico. Muy por encima de nosotros estaban los altos mandos, las estrellas, aunque Carina Baldry, una fundadora, aparecía todos los días para dictarme cartas de amonestación. Me sorprendía que dentro de un periódico socialista, considerado tan subversivo, y con una existencia tan marginal en aquel país, existiera una sólida jerarquía, y que todos protegieran sus privilegios. En pocas palabras, «que viene la Revolución» —una frase usada con satírico deleite—, es decir, si alguna vez hubiera llegado, aquella pequeña pieza de la maquinaria comunista se hallaba ya dispuesta para encajar dentro de una estructura de poder.
El periódico tenía contactos con las capas pobres, no con los negros, en aquella época no muy abundantes en Ciudad del Cabo, sino con los mulatos y los indios. En muchas ocasiones me acompañaron en coche hasta algún barrio miserable de Ciudad del Cabo, hasta una fábrica en la que chicas mulatas muy pobres, o indias, fabricaban productos baratos. Allí se percibía el familiar olor de la pobreza, de la privación, de la desesperación. Las chicas, con vestidos baratos y algo de bisutería brillante, te rodeaban para ofrecerte monedas por un ejemplar del Guardian, con sus embriagadores mensajes de libertad, pero lo que querían era información: vivienda, subsidios, subvenciones. ¿Era cierto que abrían una fábrica de zapatos en Woodstock? ¿Había trabajo para ellas como criadas o niñeras? Era como vender el Guardian en Salisbury, donde reconocíamos que invertíamos tres o cuatro veces más de tiempo en «trabajo de asistencia social» que en la venta del periódico, y donde habíamos comprendido desde hacía tiempo que el periódico era para ellos una especie de talismán para una vida mejor. Estos vendedores y mujeres del Guardian ofrecían consejo. Sí, llamaremos al médico, sí, llamaremos al Departamento de la Vivienda, sí, hay una clínica para la tuberculosis, pero no, no entra dentro de nuestra capacidad conseguir que vuestros patronos os aumenten los sueldos.
Entre los niveles miserables de aquellas vidas, y las que llevaban los camaradas, básicamente blancos y de clase media, existía un abismo.
El Partido Comunista de Sudáfrica por aquella época era legal. Había prosperado durante la guerra y en 1946 disfrutaba de un espíritu de confiado entusiasmo. Tuvieron lugar unas elecciones mientras estuve allí, creo que para concejales, y el partido presentó candidatos. La mayoría de las noches había reuniones ruidosas y efervescentes, y los nacionalistas, y grupos de las organizaciones nazis, como el Ossewa Brandwag, aparecían para hostigarnos. Siempre se producían refriegas y peleas. El ambiente de júbilo, o de pura temeridad, tenía mucho de autoparodia jocosa, visible en frases como «Que viene la Revolución» y «Te veré en las barricadas». En aquella época yo era demasiado inexperta para comprenderlo, pero luego me he dado cuenta de que éste es el ambiente de los grupos revolucionarios dentro de una democracia que no está en peligro inminente, y en buena parte proviene del gusto por sacar la lengua a la autoridad. Ningún grupo revolucionario dentro de un gobierno represor o brutal puede permitirse esta alegría, esta embriaguez. Y es que no se mofan de un papaíto indulgente; se enfrentan a la tortura y a la muerte. Cuando prohibieron el Partido Comunista de Sudáfrica tres años más tarde, sus dirigentes se evaporaron de la noche a la mañana, la gente que estaba allí para embaucar desapareció y los que se quedaron lo pasaron muy mal.
En los años setenta en Estados Unidos, los grupos «revolucionarios» se impregnaron de esa mentalidad de mofa, de sacar la lengua. (Por casualidad supe lo que estaba pasando). Por ejemplo, una mujer joven, con fama mundial de peligrosa terrorista, se lo pasó en grande al vivir casi enfrente de una comisaría de policía en Nueva York: «Ni siquiera me reconocéis, a pesar de que mi cara está en vuestros carteles». Otra, que se parecía a Patty Hearst, solía lanzarse a toda velocidad por las autopistas, para que la parara la policía, que le decía: «Eres Patty Hearst». ¡Ah, qué divertido, menuda emoción!
En 1946, en Ciudad del Cabo, los comunistas vivían como si no existiera el mañana. En sus oficinas vi un archivador y, dentro, un expediente sobre el Partido Comunista de Rhodesia del Sur, una entidad ya muerta y enterrada. Les conté a los efervescentes camaradas que no había Partido Comunista de Rhodesia del Sur. Habían estado en lo cierto durante todo el tiempo: no existía la base y fue una lástima que no les escucháramos. También comenté que era una locura tener los nombres de los miembros «secretos» del Partido Comunista sudafricano en archivos que cualquiera podía ver con tan sólo abrir un cajón. Se lo tomaron a broma pues decían que era obvio que existían informadores en sus filas. Se me puso de ejemplo entre los camaradas como un caso de paranoia: «nuestra vecinita del Norte» hacía gala del retraso propio de una colonia británica. Resultaba saludable alejarse de Salisbury donde yo era la cabeza del ratón, mientras que en Ciudad del Cabo yo era la cola del león… y en Londres ya no llegaba ni a cola de león.
A veces no tomamos suficientemente en consideración el que incluso una cola de león de visita puede hacer aportaciones útiles por el simple hecho de que supone una bocanada de aire fresco. Es imposible no vernos absorbidos por la forma de pensar de un grupo, o de un partido.
No llevaba más de un día o dos en Ciudad del Cabo cuando supe que alguien me «había echado el ojo», igual que la primera vez que llegué a Salisbury. Había una chica nueva en la ciudad. Yo estaba decidida a tener alguna historia amorosa en este viaje: consideraba que se me debía. (¿Quién o qué me lo debía?) En una caótica reunión electoral conocí a un sindicalista afrikaner, con quien flirteé. Más tarde, aquella misma noche, se me presentó un hombre que ya a primera vista parecía el perfecto candidato para un lío amoroso totalmente distinto de los que son posibles en Rhodesia del Sur.
Llegados a este punto, aparece de nuevo el problema familiar a todos los escritores, que es, cuánto contar, y qué omitir. El problema es que los hijos, los nietos, los redactores de tesis, los catedráticos, preferirían que el escritor naciera, digamos, a los cincuenta años, con un vestido de seda o un traje bonito, en el momento de recibir un premio literario, con una encantadora sonrisa. «Un sonriente hombre de sesenta años». O una mujer. Es bastante agradable contar con un pariente eminente, pero ¿por qué no se callan lo de su juventud disipada? «Ah, cielos, qué dirían, si se les cruzaba en su camino Catulo». El problema es que el viejo Catulo con cierta frecuencia reniega del joven Catulo. Cuántas veces una antigua amiga con quien compartí alguna aventura ha dicho: «¿De qué estás hablando? Estoy segura de que yo nunca…».
En aquella época, en Ciudad del Cabo, cualquiera habría sabido a quién me refería después de media docena de palabras: «Un artista afrikaner, alto, pintoresco, vestido de artista, con comportamiento artístico, pero que se burla de la bohemia porque siempre está por encima del bien y del mal». ¿Hoy? Probablemente nadie.
Le utilicé en En busca de un inglés (Pursuit of the English).
Era comunista, pero por aquel entonces ¿quién no lo era? El romance fue posible sólo por culpa de mi ingenuidad. Después de zafarme de mi primera oportunidad, el sindicalista (lleno de reproches, pero el amor lo disculpa todo), con una crueldad de la que ahora me maravillo, me largué con el artista, digamos Rene, en su coche, hasta las altas laderas encima de Ciudad del Cabo y contemplamos cómo caía lluvia desde las nubes sobre las colinas, como leche en un plato. Nos abrazamos. Con gran deleite y llenos de promesas. Seguidamente me instaló en su estudio en el District Six, y me dijo que tenía que irse fuera por negocios durante cuatro días. Se lo comuniqué al Guardian y disfruté del estudio, con su agradable olor a pintura y trementina, y con sus cuadros y reproducciones de obras maestras colgados por las paredes y, también, una colección de antiguas láminas que fueron una revelación para mí, como un barco del tesoro de la China ancestral. Estaba situado en un edificio antiguo, pequeño y de color blanco. Había un aire de peligro al entrar y salir. Pandillas de lo que entonces se denominaban los skolly-boys atemorizaban a todo el vecindario. En realidad, Rene estaba con otra mujer. Hacía malabarismos con las chicas, las mujeres, con un placer sonriente y carente de escrúpulos. Siempre tenía mujeres que le perseguían. Y es que adoraba a las mujeres. Le gustaba todo lo que se refería a nosotras, nuestro aspecto, olor, tacto, sonido… lo que somos. Hombres así resultan irresistibles (en particular por su escasez, como por ejemplo en Inglaterra), las mujeres en seguida se dan cuenta de su presencia, y los miman. (Este afecto femenino no se puede fingir). Tampoco deberíamos esperar de ellos fidelidad u otras virtudes domésticas o cívicas. Rene, en aquel estadio de su vida, estaba lleno de nostálgicos y tiernos remordimientos… supongo que por vez primera en su vida. Se había librado con suerte del matrimonio hasta este momento: tenía cuarenta años, pero había embarazado a una chica y tenía que casarse con ella. Yo le atraía. No me quería: los hombres así están inmunizados contra las pasiones. El sentimiento… éste es su alimento. Era lo bastante descarado como para darme un paseo en coche en compañía de su futura esposa, embarazada, como yo, que estaba sentada al lado del conductor, sonriendo. Era una muchacha campesina afrikaner, la esposa perfecta para él. ¿Me di cuenta de que era una de sus mujeres? No, no me di cuenta. Muy pronto, aproximadamente al cabo de un año (la madurez lo es todo), me habría bastado con sentarme en el asiento trasero para saber que eran amantes y que ella estaba embarazada. (¡Cómo te atreves! ¡Cómo puedes ser tan insensible! ¡Eres un monstruo!) Pero entonces yo no me habría liado con él.
Supuestamente el estudio no era apto como vivienda: o quizás fuera otra excusa para esconder a otra chica, no lo sé. Cuando volvió de su viaje con quien fuese, nos instalamos en una blanca casita con árboles en el jardín que le prestó un amigo. Durante unos días, no muchos. (Lo puntualizo porque ahora dicen que viví allí un año). De nuevo, la vigorosa forma de hacer el amor, aunque frecuente y prolongada. Nos reíamos todo el tiempo. Le horrorizaban mis ideas sobre comida y me enseñó muchos platos, tan desbordantes como su forma de hacer el amor, estofados de tocino, estofados de cordero, carne picada con especias y pasteles de carne de la cocina afrikaner, que le debe mucho a los malayos. Engordé. A él le encantaba. Le encantaba que estuviera embarazada. Colocaba su manaza encima de mi abultada barriga, como si auscultara a la criatura. Acto seguido se precipitaba a la paleta y dibujaba apuntes. Le gustaba Renoir. Probablemente Renoir fuera así, siempre ebrio por la generosidad de la naturaleza. De este periodo de su vida debieron de salir docenas de apuntes de mujeres embarazadas, de su esposa, de mí. Me gusta pensar que mi cuerpo de entonces, a lo Renoir, se encuentra en una pared de alguna parte. No mi cara. En los apuntes de Rene tendía a reducirse a una mejilla sólo insinuada, o desaparecía tras una caída de pelo. Aunque sin duda yo sonreía mientras él trabajaba, disfrutando de su gozo, la sonrisa debía de incluir ingredientes que a él no le gustaban. Cómo odiaba cualquier cosa que indicara que una mujer podía ser un observador neutral. Cuando no comíamos o hacíamos el amor, nos íbamos en coche a cumplir con lo que él calificaba de «mi deber revolucionario». Los grandes bloques de pisos donde vivía la comunidad mulata eran su especial responsabilidad, porque, como ellos, él hablaba afrikaner, y porque los quería. Montaba una caja de jabón —era una parodia deliberada—, se encaramaba a ella, con un altavoz en la mano, y empezaba. Una imagen sin duda insólita… por entonces. Era alto, huesudo, con largos rizos rubios y ropa chillona y amplia. Me encantaba aquella ropa, no se podía llevar nada parecido entonces en Rhodesia del Sur. Tampoco, ya que viene al caso, la podía llevar la mayoría de la gente en Sudáfrica. Inmediatamente las ventanas y balcones de los pisos se llenaban de gente que reía y gritaba. A mí también me hacía reír, aunque no comprendiera ni una palabra de afrikaner. Él era como Till Eulenspiegel o el barón Münchhausen, un mago venido de un mundo en el que era natural reír, insultar al gobierno y a la autoridad, donde la pobreza era sólo un chiste malo. El Partido Comunista, los camaradas confiaban en él para conseguir votos.
Luego me llevaba a visitar a amigos, por ejemplo a Jack Cope, el escritor, y a su esposa Lesley. Era un hombre alto, moreno y guapo. Ella era delgada y rubia y bella. Por aquel entonces los dos eran miembros del partido. Se llevaban cajas de jabón a Market Square y lanzaban arengas revolucionarias. Aquella bella pareja tenía mucho éxito, en particular Lesley, que era como una princesa. Los camaradas disfrutaban con el inverosímil espectáculo que ofrecía aquella pareja tan inglesa y burguesa subida a una caja de jabón. Así actuaban los Cope. Así actuaban todos.
Vivían en un pequeño piso en Seapoint, desde cuyas ventanas se dominaba el avance y retroceso de las olas, no lejos de aquel sórdido hotel con la guirnalda de luces de colores donde había estado yo seis años antes, con John. No pude evitar hundirme en la sugestiva y morbosa y agradable melancolía. Sabía que eso era un indicio de que estaba desmoralizada.
Rene, cuando nos íbamos en el coche, decía: «¡Eh!, ¿qué pasa contigo? No me gusta ver a mi chica con cara larga. ¿Qué te ha deprimido? ¿Estás pensando en que tendremos que separarnos? Ya verás, nos vamos a casa, nos metemos en la cama y volveré a hacerte feliz».
Yo no era la única mujer con cerebro que le preocupaba. Acababa de tener, o estaba teniendo, una relación amorosa con la mujer que luego sería la segunda esposa de Gottfried. Use era una refugiada de Alemania, una comunista, pero conocida en toda la izquierda como una mujer enérgica e inteligente… y muy valiente. Tenía que ser valiente para casarse con un indio en aquella Sudáfrica. Desafió la burocracia y las mezquinas persecuciones de la barrera del color con un coraje que hizo que la gente hablara de ella con admiración, y con ese tono particular que se gana la gente que no puede encajar en el espacio que le han concedido.
Él dijo que había llegado el momento de irnos de pesca. Sólo más tarde entendí que lo que quería era irse de Ciudad del Cabo donde todo el mundo le criticaba por tener un romance cuando estaba comprometido en matrimonio. Salimos bordeando la bellísima costa, que en aquellos días estaba casi totalmente salvaje y vacía de gente, con el mar que chocaba y se alzaba en chorros de espuma contra las rocas, sobre las blancas playas vacías. Luego nos dirigimos en coche al interior, por campos, a través de viñedos, hasta una tienda cuyos dueños me miraron, sonriendo: «¿Cómo debe ser esta nueva chica?», estarían pensando. Rene alquiló una minúscula casa o choza, de una sola habitación, a unos cien metros de la costa. Allí había una gran cama antigua, lámparas de aceite, una mesa, dos sillas. Fuera, bajo un árbol, un fuego de ladrillo. El mar rugía, chocaba, gruñía, batiendo toda aquella costa, y la tierra bajo nuestros pies parecía temblar. Inmediatamente nos pusimos en camino a través de bajos arbustos que olían a sal, hacia la costa, para conseguir la cena. Él cogió sus profesionales aparejos de pesca y se fue hasta un remanso entre afiladas rocas, donde el agua bullía y se arremolinaba, y lo cubría de espuma mientras vadeaba y se encaramaba a una roca que había en el centro; allí se colocó, con el mar enfurecido alrededor de sus rodillas. Rugía, reía, chillaba de alegría al lanzar la caña, una y otra, otra vez… hasta que sacó un escurridizo pez sinuoso, y con un fuerte movimiento lo lanzó hacia las rocas de la orilla del mar. Luego, empapado, oliendo a mar, me abrazó con la misma alegría, y corrimos abrazados a través de los arbustos salados hasta la pequeña choza, donde destripó el pescado moribundo y lo depositó sobre la parrilla casi recién salido del mar. Vino. Pan que sabía a sal. Uvas de Hanepoort. Fruta seca garrapiñada. Nos metimos en la cama con la llama de la lámpara de aceite muy baja. Las sombras y el sonido del mar llenaban la habitación. Hicimos el amor y escuchamos, hicimos el amor y escuchamos, nuestros cuerpos tan resbaladizos como peces, y luego dormimos y permanecimos despiertos, escuchando. Las olas chocaban y rugían, cada una parecía asaltar la tierra y luego arrastrarla en su retirada, y así durante toda la noche, toda la noche… como si aquella pequeña casa estuviera debajo del mar.
He sentido a menudo la tentación de escribir sobre aquel paraíso de placer físico, dejando de lado la verdad, que era que yo estaba deprimida. No la «auténtica» depresión, ni tampoco la melancolía agradable de «Mira qué triste estoy». Me imaginaba una historia en la que las individualidades de los amantes se disuelven en los sonidos del mar, mientras el viento se arrastra por los arbustos y la luz de la lámpara caía sobre una delgada espalda tan huesuda como la de un muchacho, donde un montón de minúsculas pecas doradas sobre la resbaladiza piel blanca habla directamente al corazón, una historia más auténtica que la que cuenta la cara estragada… la rodilla bronceada y sedosa de una mujer, su joven mano encima de las sábanas que huelen a humo del fuego. Casi me sentí capaz de dejarme llevar por la sensación de haber descubierto un tesoro de placer… y en ello el narcisismo desempeña un papel de cuya importancia sólo llegamos a ser conscientes cuando envejecemos. ¿Tenía que haber un gusano en esta manzana? A fin de cuentas, a mí no me importaba que Rene me protegiera, porque pronto me iba a ir… y ésta era la razón de que me sintiera enferma de infelicidad, porque tenía que regresar. Si las cosas hubiesen sido distintas, me habría podido quedar en Ciudad del Cabo y, probablemente, unos meses después, con o sin el caos de la posguerra, habría conseguido subirme en un barco y luego a Londres o a París. Desde luego no suspiraba por estar con aquel hombre… de quien no sabía aún que iba a casarse. Ni consideraba que mi destino fuera el de escribir a desperdigados subscriptores del Guardian.
Cinco días de trayecto en tren. No bajando por la costa, al mar, a la libertad, al amor, sino de vuelta otra vez a lo que sabía que era mi auténtico futuro, mientras el tren atravesaba montañas, atravesaba el Karroo, lenta, lentamente, parando en cada pequeño apeadero, rechinando al pasar por las casas de los capataces y las mujeres y niños que saludaban con la mano, mientras las ruedas retumbaban. Estoy de vuelta, de vuelta… mientras el tren se llenaba de polvo y yo, allí, tendida sobre un fardo, me sentía más infeliz que nunca. Volvía a enfrentarme a aquella doble espiral que se hundía en las raíces de mi naturaleza. No era que pensase: «Qué estúpido estar de nuevo embarazada cuando no debería estarlo». El problema era que no «debía» estarlo. Así sentía desde mi primera infancia. No era que pensase «Si no me hubiera casado con Gottfried Lessing por un romanticismo revolucionario y una temeridad que hoy me parecen estúpidos, ahora no viajaría de vuelta y lejos de todo aquello hacia lo que quiero ir». ¿De qué sirve decir: tenía que haber hecho esto, tendría que haber hecho lo de más allá? La cuestión era que nada distinto podía haber sucedido, dada mi naturaleza y las circunstancias. Y ahora podía —y gracias a Kurt y a otros estaba provista del vocabulario más preciso— aplicar a mi persona las etiquetas adecuadas e incluso los epítetos. Y aún había algo más que hacía inevitable que yo me encontrara en aquel tren viajando en la dirección errónea: la enfermedad de mi padre, su larga, lenta, muerte.
Es de lo más extraño que uno pueda ser la imagen de la salud física, mientras es desgraciado interiormente. Cuando llegué a casa estaba embarazada de cinco meses, bronceada y vibrante de buena salud. Gottfried estaba encantado de que me lo hubiera pasado tan bien, pero desconcertado, porque cuando me fui tenía mi imagen habitual y ahora… Gottfried no podía ser más considerado respecto a mi embarazo, pero no era un hombre que disfrutara del proceso. Había tenido un romance con una de las chicas casaderas. Dado que hoy ella es un pilar de la sociedad, mejor no hablar más.
Gottfried y yo proseguimos con nuestro desgraciado pero comprensivo matrimonio.
No hay gran cosa en esta historia de la que me sienta orgullosa, pero Gottfried y yo, nacidos para desconcertarnos y sorprendernos mutuamente una docena de veces al día, lo llevábamos bien, ésta es la verdad.
Una escena: en uno de los innumerables pequeños dormitorios en los que vivimos hay una cómoda con cajones, donde diez pares de calcetines doblados, graduados por el color, están uno junto al otro. En el siguiente cajón hay calzoncillos y camisetas igualmente ordenados. En el cajón grande hay tres montones, ni medio centímetro fuera de lugar, de camisas limpias, de un solo color, de colores, a rayas. En el armario cuelgan sus trajes de lino, blanco, crema y color café, sin una arruga ni una mota de polvo.
Contemplo esta perfección con incredulidad y desesperación. Gottfried observa mis cajones abiertos, donde hay medias transparentes, sujetadores, bragas, jerseys, una ensalada de color. En mi armario están amontonados vestidos y pantalones. Al ver la expresión de su cara me hundo en el remordimiento. «Ah, Gottfried», exclamo, «lo siento, te prometo que voy a intentarlo». Y en un impulso lo abrazo. Él permanece rígido entre mis brazos. «Me alegra oírlo», dice, frío. «Pero me tomo la libertad de dudarlo». Está furioso. Mucho peor, se siente desgraciado, desanimado. «Por el amor de Dios, Gottfried, sólo es ropa». «No es ésta mi opinión», dice, dándose la vuelta.
Y luego él en su cama, y yo en la mía. Los dos miramos a la oscuridad. Él se dispone a decir algo y yo me rodeo con mis brazos. Pero luego él dice, lento, juicioso, humorístico: «Este tipo de incompatibilidad es más una desgracia que un delito».
Me echo a reír, de alivio. Él ríe, también aliviado de que yo ría.
Fumamos. El humo que se mueve por la habitación es visible en los rayos de luz que provienen de la escalera del piso de enfrente. También se oye música, música de baile del piso que está al otro lado del patio. Música de baile y humo de cigarrillo, nunca uno sin el otro. En el piso que está al otro lado del patio siempre hay una nube de música, día y noche, incluso a las tres o a las cuatro de la madrugada. Buenos tiempos…
Some day he’ll come along
The man I love
And when he comes my way
Will do my best to make him stay…
«Un día él aparecerá
el hombre al que quiero
y cuando se cruce en mi camino
haré cuanto esté en mi mano para que él se quede…»
Las voces de madre e hija que se han pasado la guerra bailando y organizando fiestas, y las de algunos selectos miembros de la RAF resuenan por nuestra habitación.
Somebody loves me, I wonder who…
wonder who she can be. Somebody loves me, I wish I knew…
«Alguien me ama, me pregunto quién…
me preguntó quién puede ser ella.
Alguien me ama, me gustaría saber…»
«Bien», dice con lentitud Gottfried, «dicen que es el amor lo que hace girar al mundo».
«Pues nadie lo diría, dadas las circunstancias», le digo.
Gottfried se aclara la garganta, como siempre que se prepara para decir algo chistoso. «Camarada, éste es un pensamiento negativo».
«Ay, cariño, cariño, lo siento».
Alumbra otro cigarrillo. También yo.
Al otro lado del patio siguen cantando.
They asked me how I knew,
My true love was true…
«Me preguntaron cómo sabía
que mi sincero amor era sincero…»
Lo tarareamos junto con la multitud de enfrente, buenos tiempos por poderes.
Oh, I of course replied,
Something here inside,
Cannot be denied.
Now laughing friends deride tears
I cannot hide
I just smile and say
When a lovely flame dies
Smoke gets in my eyes.
«Naturalmente respondí,
que lo que siento aquí dentro
no se puede negar.
Ahora, con risas, mis amigos se burlan
de las lágrimas que no puedo ocultar.
Me limito a sonreír y les digo
que, cuando una hermosa llama muere,
el humo se mete en mis ojos».
«No se puede negar», dice lentamente Gottfried, «que por lo menos la última frase es cierta».