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Aquella guerra afectaba a todo el mundo, y a muy distintos tipos de personas y de situaciones. ¿Qué podían tener en común el soldado que luchaba en Italia, o en Birmania o en Stalingrado: los auténticos combatientes; los refugiados; los prisioneros de guerra; los civiles aplastados u ocupados y todos aquellos que a cientos de kilómetros de los campos de batalla los observan desde la retaguardia? Sí, había algo. Que la gente se movía de un lado a otro en un torbellino de cambios, y se producían encuentros de personas que, de otro modo, nunca se habrían conocido. Cuando hoy miro atrás es lo que me sorprende en primer lugar, encuentros inesperados entre personas, e inmediatamente siento una exaltación, una alegría, una energía. ¿Era lo que sentí entonces? Sí, a menudo. Pero la memoria es una gran autora de comedias. Un acontecimiento que resultó doloroso o incluso aterrador nos puede parecer, años después, meramente absurdo. Tengo que recordarme a menudo que las discusiones o sucesos a los que me he referido aquí humorísticamente acababan a veces en violencia física. Hoy me resulta inconcebible que mi buen amigo Mark atacara a mi buen amigo Abe por llamarle «intelectual típico». (Siento la tentación de preguntarme: ¿por qué se peleaban realmente?) O que en una conferencia sobre Lysenko, el científico soviético, protegido por Stalin, y sobre la herencia de características adquiridas (la «consigna» requería adhesión a la propuesta), un grupo de «Trots» cuestionara esta «consigna» y, como resultado, se entablara una pelea fuera de la sala que acabó con dos hombres en urgencias. O que Jane (una comunista de Londres) prefiriera abandonar completamente la política antes que estar en la misma habitación con Mary (de Ciudad del Cabo), quien, según ella, albergaba prejuicios raciales porque decía que todas las familias afrikaner de Sudáfrica llevaban «sangre» negra en las venas. Se objetaba la palabra, no el hecho.

Puede que la clave sea la madurez, que nos hace más flexibles y nos conduce al encogimiento de hombros y a la sonrisa, pero el motor de los acontecimientos era el áspero roce del tiempo. Ya entonces la conjunción de Kurt y Esther nos parecía un paradigma de guerra surrealista. El simple hecho de visitarlos ya invitaba a pensarlo, porque, aunque el jardín de Esther parecía un pequeño paraíso, desde allí se podía ver la alta alambrada del cercano campamento de la RAF. Nadie podía mirar aquella alambrada sin un encogimiento de corazón. Nunca habíamos visto un tipo de alambrada semejante. Nuestras alambradas eran bajas y desiguales, y con el alambre anudado a árboles (protegidos con trozos de neumáticos) o a postes de corte desigual. Su alambrada, en cambio, indicaba profesionalidad. Cuando uno se fijaba en ella, era inevitable que pensara en otros campamentos de la fuerza aérea en diversos lugares de África, el enjambre de hombres uniformados de gris y azul, que en su mayoría estaban allí contra su voluntad, detrás de alambradas y vigilados. Era inevitable pensar en la guerra.

Aquel nuevo barrio residencial de Salisbury, uno de los muchos levantados precipitadamente alrededor de una ciudad que crecía con rapidez por la guerra, se imponía al veld en un rápido cruce oscuro de calles, con una estrecha carretera mal pavimentada que salía de la carretera principal en dirección a Umtali. Este barrio parecía tan provisional como los campamentos, pero en 1956, cuando pasé por delante en coche, unos jardines rodeaban las baratas casitas. En la época en que las construyeron, aquellas casas, a modo de cajas colocadas en hileras, se hallaban encerradas en cuadrados de alambradas que circundaban un terreno áspero y estragado. Pero en cuanto se abandonaba la carretera principal, entre todos los restos de alambres y cascotes de los constructores, se veía un jardín que, como un estallido exuberante de color, surgía entre sus ligaduras de alambre como un ramillete. Era la casa de Esther y Kurt. De camino a la casa, a través de un caminito de ladrillo rojo ya conquistado por la verdolaga y el tomillo, uno se veía rodeado de rosas, plombagina, cañacoro, jazmín, adelfas. La terraza que había justo enfrente apenas era visible. En los peldaños había macetas llenas de plantas, y las vigas de la terraza estaban cubiertas por cortinas de helechos. Las casas eran todas iguales: dos habitaciones, la sala de estar delante, y detrás el dormitorio, y en la parte trasera una pequeña cocina con una terraza minúscula. La terraza delantera era ancha y sombreada, como una tercera habitación. La sala de estar estaba convenientemente amueblada, con mesa y sillas de madera trabajada por los nativos. En el suelo alfombras de junco. Cortinas de cretona que pregonaban Inglaterra, Inglaterra. Pulcros jarrones de flores casi por doquier. En las paredes, acuarelas inglesas y reproducciones de Pieter Brueghel de los museos de Viena.

El jardín era cosa de Esther, que se ocupaba de él a primera hora de la mañana antes de ir a trabajar y por las noches después del trabajo. Cuando los fuimos a visitar, y nos quedamos en el sendero de ladrillo, percibimos un movimiento en las profundidades del jardín, y luego salió a la superficie Esther, entre olas verdes de flores, y dijo: «Qué bien que hayáis venido, por favor, pasad». Se nos acercó con cuidado, sonriendo, y aceptó que le tendiéramos la mano para ayudarla, aunque decía que no era necesario. Subió la escalera delante de nosotros hacia la terraza diciendo: «Shilling… té, por favor». Y se oyó la voz de Kurt amonestándola: «Esther, querida, llámale por su verdadero nombre, por favor».

«Lo siento mucho», dijo ella sin darle importancia. «Siempre lo olvido».

En la terraza, entre el verdor de las frondas colgantes, era la viva imagen de una bonita inglesa, pequeña, erguida, con un vestido discreto y gruesos guantes de jardinera. Entró con ligereza en la sala de estar, diciendo: «Mira, querido, qué agradable, tenemos visita».

Kurt estaba pensativo en una butaca demasiado pequeña para su tamaño. Era un hombre alto, pesado más que gordo, con una piel tan oscura que parecía verdosa o de bronce. Un hombre de bronce, todo él hecho de planos inclinados, como su pesada cara, con largas mejillas, una gruesa nariz achatada, y pequeños ojos oscuros e intensos bajo gruesas cejas. Llevaba el pelo corto, lo que dejaba al descubierto el desigual modelado de su cráneo. Era un hombre feo, aunque de fascinante personalidad. Había nacido y crecido en Viena, pero todos coincidíamos, y él lo aceptaba con indiferencia, en que debía de tener antepasados mongoles. En aquellos tiempos la gente decía: «Fulano de tal debe de tener sangre mongol», o, mejor dicho, lo decían si no eran «progresistas». Dado que la palabra «gen» aún no había acudido a salvarnos —a nosotros, los progresistas— de la palabra «sangre», las discusiones estaban siempre llenas de escollos. No para Esther, que carecía de interés por la política. Contemplando a su marido con su sonrisa fría pero afectuosa, meditaba: «Pero si piensas que durante muchos siglos los mongoles dominaron la zona donde naciste, es lógico que haya mucha sangre mongol. Como nosotros con los vikingos».

«Esther, te lo ruego, no utilices la palabra sangre».

«Pero, ¿por qué no?»

«Hitler», mascullaba él, clavando en ella su mirada afligida, tan llena de historia. Una mirada, no obstante, que ella siempre sostenía valientemente. «Pero yo no soy Hitler, ¿verdad?», solía apostillar.

Provenía de una ciudad inglesa de provincias. La otra cara de la medalla, su antítesis, era sin duda Kurt: la de Kurt era sin duda Esther. Estos dos seres, ella tan ligera, pizpireta y sensata, él tan grave, estricto y atormentado, hacían inevitable que cualquiera que los viera juntos se sorprendiera de las incomprensibles elecciones de la naturaleza. Ella era maestra y pobre, porque mandaba casi todo lo que ganaba a la familia, a su madre, que estaba enferma. Él no había conseguido un puesto de trabajo mejor que el de oficinista en el Departamento de Obras Públicas. Era doctor en Filosofía. Ésta había sido su preparación para la difícil Europa de Hitler. De no haberse declarado una guerra, con toda seguridad se habría pasado la vida entre gente de universidad o de un periódico, charlando en los cafés. En realidad había pasado la mayor parte de su vida, desde los doce años más o menos, hablando. En pocas palabras, era un intelectual, una palabra que en aquella época aún resultaba más emotiva.

Lo que a nosotros, burdos sudrhodesianos, nos parecía más fascinante era que estos refugiados se mostraran constantemente, día y noche, tan políticos, tan ideológicos. Por supuesto que nosotros —en particular los de las regiones campesinas— hablábamos de política, pero no habíamos pensado que las extravagancias del gobierno y de la Company significaran política. Las lealtades intelectuales de estos inmigrantes eran tan importantes para ellos que nos las decían antes de contarnos cualquier otra cosa sobre sus personas. «¿Sabes?, soy freudiano». «Soy marxista-leninista». «¡Reich!» «¡Jung!» Nunca paraban de discutir, polemizar, pelearse. Llevaban a cabo venganzas silenciosamente, despectivas o abiertamente apasionadas.

Gottfried decía que Kurt era sólo un intelectual. La auténtica educación de Kurt habían sido, según él, las conversaciones en los cafés de Viena y, más tarde, la etapa en que vivió en una comuna, en una idílica colectividad vienesa, que funcionaba según la ideología de uno de los genios psicológicos que sucedieron a Freud. Su conversación, mejor dicho, sus monólogos, siempre retrocedían a los años que había pasado en la comuna. Se sentaba en su butaca inclinado hacia delante, como paralizado por la necesidad de alcanzar una idea que él vislumbraba aún imperfectamente, pero el peso de sus huesos, de su cuerpo, las cargas de la vida material hacían que volviera a sentarse en aquella butaca endeble e irrelevante. Sus pensamientos no estaban a nuestro nivel… ¿cómo iban a estarlo? Su mente siempre perseguía alguna verdad que un día capturaría, y entonces, suya para siempre, la colocaría en la punta de un alfiler y nos la mostraría: «¡Aquí está! Os lo dije, ¿no?». No podía sentarse tranquilo, sino que bailaba y bailaba sentado, dando golpecitos con un pie, tamborileando con los dedos sobre el brazo de la butaca.

«¡Tenéis que comprenderlo! ¡Lo conseguimos! ¡Ésta es la cuestión! ¡Durante años vivimos la vida ideal, la vida de camaradas! ¡Auténticos camaradas!» Y en este punto lanzaba una mirada acusadora a Gottfried o a cualquier otro ejemplar de comunista que se diera el caso de que estaba por allí. «¡Lo compartíamos todo! No teníamos nada en propiedad, sólo nuestra ropa. Se nos permitían un par de pantalones y dos camisas y un jersey y algo de ropa interior. Esto era todo. Compartíamos la comida, el dinero y los libros». Y nos miraba a todos con una lenta mirada triunfal.

«Seguro que con los chicas no era tan fácil», observó Esther. Estaba cosiendo o con labores de punto, pero paraba la labor para sonreírle. Nunca se dirigía a él en otro tono que no fuera el del más suave respeto. La palabra adecuada es amor. Otra gente podía considerarlo irritante o —sencillamente— imposible, pero ella sabía que este Calibán personificaba algo maravilloso, y ésta era la razón por la que se había casado con él. Le llamaba Kurt, con erre sonora. La mayoría de nosotros, coloniales recalcitrantes, le llamábamos Curt, de la misma manera que ellos llamaban Godfrey a Gottfried.

«Si me llamáis Kuurt, demostrando vuestro respeto hacia mí y hacia mi lengua, ¿por qué no le dais a este hombre su propio nombre?» Se refería al cocinero. «Se llama Mfundisi. ¡Llamadle así!»

«Dice Shilling en su documento de identidad».

«Pero no es su nombre auténtico. Es que no comprendéis la importancia del nombre de un ser humano. Vosotros les habéis robado sus nombres y los llamáis cualquier porquería. Sixpence. Tickey. Shilling. Blackbird».

«Pero en ocasiones también les dan bonitos nombres bíblicos», dijo Esther, aprobándolos no por religión sino por motivos estéticos.

«Pero ellos no eligieron estos nombres, Esther, tienes que comprenderlo. Es importante».

«Yo no elegí Esther. No me lo preguntaron».

«La verdad es que sois imperdonables. La historia no os perdonará».

«Pero yo no les robé sus nombres. No estaba aquí. Llegué sólo unos meses antes que tú».

Y respecto a la comuna. «No lo comprendes, Esther. A veces dices cosas llenas de delicadeza y comprensión, y entonces yo pienso Sí, lo comprende… Pero no lo comprendes. Mira, las mujeres creían en aquel ideal de vida. A menudo eran nuestra inspiración cuando desfallecíamos. Nos mantenían apartados de la tentación. A ninguna de ellas les importaban nimiedades como los vestidos o el lápiz de labios».

Esther se puso otra vez a coser, con mirada culpable pero decidida. No estaba a favor de tener las manos desocupadas. Las nuestras sostenían cigarrillos. A través de nubes de humo contemplábamos la vida ideal, que no se podía encontrar en la mundana Salisbury, sino que remitía a Europa, a Viena, donde todos deseábamos haber estado, con otras nobles criaturas, viviendo una noble vida.

«Fue maravilloso», salmodió Kurt, mirando hacia las excavadoras que se abrían camino para ampliar el barrio: árboles destrozados, tierra removida, escombros llenos de piedras. «Demostramos que era posible la vida sin propiedad, sin propietarios».

En este punto Gottfried comentó: «Idealismo pequeñoburgués».

«Y sin celos. Nos prohibíamos los celos».

Aquí Esther enarcó las cejas.

«Sí, sí. Es cierto. Entonces una de las muchachas tuvo un bebé y fue el fin. Todo el mundo empezó a pelearse y repentinamente había parejas que se encerraban bajo llave en sus propias habitaciones. Fue horrible, horrible».

«Pero, Kuurt», dijo Esther con suavidad, «cualquiera te hubiera podido decir que todo marcharía de perlas hasta el primer bebé. ¿O es que tu profesor Fischel no lo sabía?»

«¿Y por qué tenía que saberlo? Era un gran hombre. Sólo le interesaban las posibilidades reales del ser humano. Abolimos la propiedad —¡le pusimos fin!— y luego llega un hijo, ¡y zas! Así fue. El nacimiento de un hijo no es sólo asunto de los padres, un hijo nace para todo el mundo, para toda la comunidad humana». Se paró para observar la reacción de su público. Algunos ojos brillaban emocionados. Otros, claramente no. «Nos queríamos. Confiábamos los unos en los otros y entonces ¡ca-tracac! Un bebé… ¡y se acabó!»

Aquello condujo la conversación hacia el tema de las posibilidades reales de los seres humanos.

«Espera un poco, Kurt», pidió amablemente Jane, una de las chicas. «¿Estás diciéndonos que dormíais unos con otros y nadie sentía celos?»

«Sí, esto es lo que nos dice Kuurt», aseguró Esther, hilvanando una aguja, o contando puntadas.

«¿Quieres decir que si dos hombres se enamoraban de una chica, o dos chicas de un hombre, todo era un camino de rosas?»

Kurt subía y bajaba la pierna, daba golpecitos irritadamente con sus grandes y desmañados dedos, miraba hacia la pared, o a su invisible ideal. «No lo comprendéis. Todos nos queríamos. Cuando algo de ese tipo sucedía actuábamos con delicadeza».

Mientras tanto los camaradas cruzaban sonrisas pacientes e irónicas: lo que ocurrió después les daba la razón.

«Sí, pero seguro que no faltó el dolor en muchos casos», reflexionó Esther.

«La vida», sentenció Kurt, «debe contener dolor. Son nuestros dolores al nacer los que nos empujan a la verdadera condición humana».

Todos medimos este comentario, desde nuestras respectivas posiciones ideológicas.

Esther dijo: «Creo que dice mucho a vuestro favor que consiguieseis que funcionara durante tanto tiempo».

«Sí, y casi fueron tres años. Y no lo olvido, la guerra…»

«No duró demasiado», dijo Jane, una neófita. «No creo que me resultara difícil sumergirme en el Ideal durante un año o dos. Seguro que os sentíais muy a gusto con vosotros mismos. ¿Estabais en análisis?»

«Naturalmente. Éste era el meollo de la cuestión. El profesor Fischel nos analizaba a todos».

«¿Te refieres a que una persona os analizaba a todos? ¿Cuántos erais en la comuna?»

«Ocho. Bueno, mucha otra gente quería entrar, pero no todo el mundo era adecuado».

Un silencio.

«La verdad es que me parece un logro impresionante», insistió Esther, lanzándonos una mirada. «Pero me parece que el profesor Fischel tenía que haber hecho algunas concesiones respecto a los sentimientos de propiedad sobre el bebé».

«La naturaleza humana», dijo Jane.

«Una tragedia», se lamentó Kurt. «El nacimiento de un niño fue la muerte de un sueño».

«Por tu manera de expresarte, podía ser tuyo», comentó Jane.

«No», respondió Kurt. «Yo soy muy responsable en estos temas».

Ni Kurt ni Esther asistían a reuniones. Esther, porque le parecían infantiles las reuniones políticas; Kurt porque le parecían infantiles aquellas reuniones. Pero siempre aparecía por nuestro piso. Yo empezaba a darme cuenta de que hay gente que no puede estar sola, ni siquiera una hora. No Esther, siempre feliz leyendo o cuidando del jardín. Pero Kurt invadía mis preciosas mañanas libres de compromisos. Si otra persona similarmente afligida comparecía, les dejaba solos, cerraba la puerta y trabajaba de pie, utilizando el mármol de la cocina como escritorio.

Se estarán ustedes preguntando: ¿acaso no tenía que trabajar Kurt? En el Departamento de Obras Públicas su trabajo se localizaba en las carreteras, revisando su estado, o supervisando reparaciones, o comprobando plazas de armas, o desagües u otros servicios públicos. No estaba mucho en su oficina.

«El objetivo de mi vida no es el Departamento de Obras Públicas», anunciaba, tomando té a su peculiar manera, interrumpiendo su atormentada mirada en busca de lo inalcanzable durante el tiempo suficiente para tragarse media taza de una vez, sentado y mirando la taza con sombrío disgusto hasta que volvía a llenarla. «No, no estaba destinado a este tipo de tonta ocupación y no puedo fingir ser lo que no soy».

«Pero, ¿qué te dicen en la oficina?»

«No es que no haga nada de nada. Trabajo bastante. Nadie trabaja duro en la Administración, y yo sólo me limito a ajustarme a ese estilo. Además, mi jefe disfruta despreciándome. Esther me dice que son imaginaciones mías, pero yo le digo, No, Esther, un corazón de oro como el tuyo, y tu acolchada educación inglesa, no han sido la mejor preparación para la vida. No entiendes la maldad. Para mí ese hombre resulta transparente, y él lo sabe. Le doy un expediente sobre cualquier cosa, carreteras o tonterías así, y le alargo el expediente y ya ha empezado a reírse con disimulo incluso antes de abrirlo. “¿A qué hora se metió en cama ayer?”, pregunta, y luego se ríe como si se hubiera inventado un verdadero chiste. “No lo va a creer”, le digo, “porque usted vive en un país donde la gente se duerme a las diez, pero hay personas en el mundo a las que dormir les importa muy poco. Prefieren pasarse la noche hablando. O incluso pensando.” Entonces abre completamente el expediente y se burla. “Repítalo. Las columnas no son correctas. Devuélvamelo luego y podemos hablar del asunto.” Y cierra el expediente, triunfante. En una ocasión me lo tiró por la cabeza. Y así paso los días. Cuando pienso en lo que me he convertido, me lleno de desesperación».

Por entonces, cuando acabó la guerra, los miles de refugiados habían dejado de ser pobres y tristes y desesperados; eran ahora hombres de negocios y granjeros y exportadores e importadores y constructores y dirigían empresas de transporte y tocaban en orquestas. Un colectivo lleno de talento. Un honor para la colonia. Pero Kurt siguió en Obras Públicas. «No tengo intención de malgastar mi vida ganando dinero», decía, mientras Esther le miraba afectuosamente. «Para empezar, una sola vida no da como para leer todos los libros que uno debería leer. ¿Has leído…?»

A menudo, no lo había leído.

«Eres muy ignorante. Cualquiera que viva en el siglo veinte y no haya leído todo Freud y Jung y Adler y Klein y Reich ignora las principales influencias de nuestra época».

«¿Qué me dices de Marx?»

«No digas ridiculeces».

«Pues parece que tiene cierta influencia».

«Meramente un fenómeno pasajero».

«¿Y Freud y Jung y el resto no son fenómenos pasajeros?»

«La verdad es que no puedo comprender cómo no te das cuenta», se irritaba.

Más adelante, como era de esperar, Esther pasó a ser directora de escuela. Esther quería que él dejara Obras Públicas y se consagrara a escribir su libro, que estaba entero en su cabeza, según decía él.

«¿Para qué publicarlo si ya es perfecto? ¿Para que los tontos lo interpreten mal?»

«Pero Kuurt, debes esperar que un libro realmente bueno sea incomprendido».

«Es mucho más que un buen libro. Es un verdadero libro. Sólo hay media docena de libros verdaderos».

«¿Como cuáles?», yo quería saber.

«En primer lugar, Don Quijote».

«¿Y luego?»

«Hamlet. Un hombre cuyo corazón es demasiado grande para la mezquindad de lo que le rodea. Y luego, El hombre sin atributos. Seguro que nunca has oído hablar de él».

«Siento decepcionarte».

«No lo habrías comprendido tampoco. Y luego Del amor, de Stendhal. Pero eres demasiado joven para comprenderlo».

«No puedo decir nada al respecto, ¿verdad?»

«No, no puedes. Pero el tiempo curará muchos errores tuyos».

La lista de libros verdaderos cambiaba, a menudo.

Por entonces sólo unos pocos habían leído el manuscrito de Canta la hierba —la versión final—, incluidos Kurt y Esther. A ella no le gustó porque no daba una imagen esperanzada de las relaciones entre razas. A Kurt porque estaba escrito en inglés: coincidía con Joseph Conrad en que es una lengua inadecuada para novelas, y sólo la francesa tiene la claridad necesaria. Nadie tuvo una palabra de elogio para la novela. Camaradas y amigos aparecían constantemente para decirme cómo debía reescribirla. Creo que el peor enemigo de cualquier escritor incipiente es el grupo de buenos amigos. La mayoría de ellos confían en ser escritores, y la historia que la pobre aspirante les ha confiado no es nada en comparación con lo que ellos mismos quieren escribir. Todo el mundo, hoy en día, cree ser un ideólogo de cierta especie. Ni que decir tiene que los camaradas la desaprobaron, y por las mismas razones que la apolítica Esther.

He conocido a mucha gente que guardaba mentalmente libros perfectos que nunca se podrían escribir, que tenían que mantenerse lejos de nuestros pensamientos vulgares y contaminantes.

Vale la pena citar el caso de un hombre al que conocí. Lo educaron en España los jesuitas, destinado al sacerdocio. Pasó a ser marxista, tan puro y tan poco desviacionista como lo había sido de seminarista. Se casó con una chica inglesa y la persuadió para que compartiera con él remolque y pobreza al Oeste de Inglaterra. Cuatro hijos. Londres, le dijo él, estropearía el yo esencial de ella. Vivían de la seguridad social. Él se pasaba el tiempo discutiendo puntos de doctrina en compañía de otros revolucionarios en bares y pubs de los bonitos pueblos de Somerset y Devon, o en Londres, con sus pares literarios. Mientras, estaba trabajando —mentalmente— en su libro. Te podía mirar fijamente y decir: «¿Por qué escribirla? ¿Por qué comprometerse?». Perdió su fe en el marxismo, pasó a ser anarquista y abandonó a su mujer en el remolque con los cuatro hijos. Se fue a París y se convirtió en un clochard. Allí, en un café, conoció a otra chica inglesa de clase media, fácil de persuadir de que la vida era un fraude. Juntos vivieron la vida de los pordioseros que, según parece, supone un arduo trabajo. Hay que hablar con otros todas las mañanas para saber dónde habrá comida gratis en exposiciones y ferias comerciales, qué instituciones caritativas la proporcionan, y la mejor manera de cambiar bienes robados en tiendas sin atraer la atención de la policía. Él se angustiaba ante la cantidad de energía vital que había que invertir en ello, y su chica se angustiaba con él. Pero durante todo el tiempo él trabajaba en su invisible libro. Luego la chica anunció que estaba embarazada y le ofreció criar al niño como un clochard. Era algo lógico, puesto que él le había enseñado que era la única forma de vida honrada. Dejando atrás la integridad, se la llevó al campo en Inglaterra, la instaló en una torre ruinosa, donde muy pronto hubo cuatro hijos. Vivían de la seguridad social. Nosotros sabíamos que alguna ideología acabaría por rescatarlo. Sí, resultó que las mujeres y los hijos son los envenenadores de la integridad. También abandonó esta familia y pasó a trabajar, en calidad de administrativo, en una de las innumerables organizaciones que ofrecen consejo a países que en otro tiempo fueron parte de los antiguos imperios europeos. Su jefa era una mujer negra, una feminista que criaba a cuatro hijos cuyos respectivos padres los habían ido abandonando. Él se fue a vivir a casa de ella: había encontrado su destino. A veces visita Europa. ¿Y cómo va su obra maestra? Te mira fijamente con una mirada tranquila, sin vacilaciones, llena de desprecio por las venalidades de la vida literaria. «¿Y por qué debería escribirla? Está a salvo donde está».

Esther intentaba por todos los medios discretos facilitar que Kurt escribiera su libro.

«Esther insiste en que debería verter mi libro sobre el papel», Kurt la acusaba.

«A mí, por ejemplo, me gustaría leerlo», decía Esther.

«Es extraño que un alma sensible como la tuya no pueda comprender algo tan sencillo».

Kurt nunca escribió su libro, ni quiso comentarlo con nosotros. Podía describir sus etéreas y fantasmagóricas mansiones, pero de una forma que no invitaba a comentarios. Existía, sin embargo, una persona a la que se lo contaba todo. Kurt no sabía conducir automóvil. Probablemente era la única persona blanca de la colonia que no conducía. Decía, sinceramente, que sería un mal conductor, porque le resultaría imposible mantener su atención en la carretera. El Departamento de Obras Públicas le asignó un conductor. Según su documentación, o situpa, el nombre de aquel hombre era Joshua, pero Kurt insistió en enterarse de su auténtico nombre, que era Muesaemura, y utilizarlo.

Pasaban mucho tiempo juntos, en coche por Salisbury, o incluso por fuera de Salisbury. No todos aquellos trayectos eran necesarios. Solían detenerse para mantener largas discusiones filosóficas en la jungla, lejos de la carretera, porque se arriesgaban a perder su puesto de trabajo si los descubrían en esta sediciosa actividad. Y de hecho ya habían amonestado a Kurt por su inaceptable actitud hacia los «munts».

«Me parece un verdadero insulto que te llamen Musa», insistía Kurt.

«Pero si mi madre me llama Musa. Y mi hermana. Y todos mis amigos. ¿Por qué tú no, Baas?»

«No me llames Baas. Es un insulto. Ya te he dicho muchas veces que si la gente abrevia o distorsiona un nombre significa una fundamental falta de respeto».

«Pero tú eres mi jefe. Un hombre blanco. Por tanto, el nombre que tú me des no puede ser más respetuoso que el nombre que utiliza mi madre».

(«Veis», decía Kurt, informando de tales conversaciones. «Tiene un innato sentido de la lógica. Quizás deberías contárselo a Charles Olly. Se convencería al momento.»)

«¿Y cómo te llama tu padre? Es significativo que nunca menciones a tu padre».

«No tengo padre».

«Pero no es posible, Musaemura».

«¿Cómo que no? Es posible para nosotros los kaffires. A menudo no tenemos padres. Mi madre era la hermana del cocinero que trabajaba en la casa de un parlamentario. Vivía ilegalmente en la habitación del cocinero en la parte trasera de la casa. Se quedó embarazada de un amigo del cocinero. ¿Un marido? Eso sería pedir demasiado. Ella tenía un lugar donde vivir. No un lugar legal, pero un lugar para vivir y además un marido es pedir demasiado. Para una mujer kaffir».

Musa contaba unos veinticinco años. Era muy alto, delgado, inquieto y lleno de una violenta energía. Su vida había sido pintoresca, precaria, a veces delictiva. «No hace falta decirlo», comentaba Esther. «No puedes esperar buen comportamiento de gente maltratada». Musa era listo, un buen mecánico muy valorado por el Departamento. «No es un mal munt», comentaba el jefe de Kurt. «Pero será mejor que le vigile, le aviso».

«Ese hombre», se lamentaba Kurt, «tendría que ser primer ministro. Es un crimen que sólo sea un conductor. Se lo digo constantemente».

«¿Y él qué responde?»

«Dice: “Baas, ya sabes que un hombre negro nunca podrá ser primer ministro. Nuestras cabezas tienen una forma errónea. No tenemos bastante cerebro dentro de nuestros cráneos para ser primer ministro.” Me llama Baas. Esto me molesta. Le digo: “Muy bien, te concedo el derecho a insultarme de esta manera. No a mí, como individuo, sino como representante de la raza opresora. Estás en tu derecho al comportarte de forma desagradable. Apoyo tu derecho fundamental a las emociones negativas y a los impulsos destructivos, como pueblo oprimido.”»

«Pero ¿apoyas el derecho de los blancos a ser negativos y destructivos? A mí me multaron con dos libras la semana pasada en la Audiencia por estar borracho. Es la mitad de mi salario mensual».

«Te emborrachas por las frustraciones de tu vida», decía Kurt.

«Sí, esto es cierto, Baas».

«Yo te nombraría primer ministro. No podrías hacerlo peor que el que tenemos ahora».

La independencia, un presidente negro, un primer ministro negro, no llegarían hasta treinta y cuatro años más tarde.

«Yo con los blancos sería mucho peor. Sería terrible».

«No, creo que eres un alma noble y magnánima».

Como era habitual, estaban sentados bajo un árbol umbroso de la jungla. Kurt le pedía a Esther termos de té y muchos bocadillos porque Musa no comía lo suficiente. Kurt hacía que un bocadillo se le eternizara, y contemplaba cómo Musa se tragaba bocadillos, carne fría, queso, fruta. «Esto me lo llevaré para mis amigos», decía Musa, envolviendo las sobras. «Tienes demasiado dinero, Baas, y mis amigos están hambrientos. Y no voy a ser noble y magnánimo sólo para complacerte a ti, Baas. ¿Qué significa “magnánimo”? ¿Conozco esta palabra? Es algo en favor de los blancos, lo sé».

«Si no eres mejor que nosotros, ¿por qué molestarse en tener negros en el poder en vez de nosotros?»

«Porque tenemos el derecho a ser una mierda en nuestro país, si deseamos ser una mierda».

«Ya veo que os empeñaréis en pasar por todos los estadios de la estupidez en vez de aprender de nuestros errores».

«¿Aprender de vosotros a ser nobles? ¿Y mag-ná-ni-mos-maldita-sea?»

«Aprender que al final es mejor ser amable y magnánimo. A largo plazo».

«A vosotros los blancos, os ha ido bastante bien ser unos mierdas».

«Te equivocas. No a largo plazo».

«¿Y por qué tengo que preocuparme por algo a largo plazo? No quiero ser primer ministro sólo para complacerte, Baas. Quiero mi propio negocio como transportista, con mi hermano trabajando para mí. Cuando salga de la cárcel. Pero no tengo dinero. Tú podrías tener tu propio negocio, si quisieras, porque tienes el dinero suficiente. Podrías tener una compañía de transporte. Pero eres más tonto que yo».

«En ciertas cosas, lo soy».

«Ni siquiera puedes cambiar una rueda cuando pinchamos. No sabes dónde están las de recambio. Si tuviéramos una avería y yo no estuviera aquí, te sentarías a esperar a que pasara alguien».

«No tengo habilidad manual», admitía Kurt, queriendo mostrarse humilde.

«Entonces, ¿en qué eres hábil, Baas? Cuando vamos a un trabajo tengo que decirte lo que está mal. ¿Qué me dices de aquel conducto reventado ayer en la plaza de armas?»

«Comprendo la verdadera esencia de los movimientos intelectuales de nuestra época».

«Si esto sirviera para algo, no trabajarías en el Departamento de Obras Públicas».

Allí, en la jungla, al son de las palomas, de los pájaros, tordos, estorninos, mientras las hormigas enviaban a sus exploradores a por migajas y corrían frenéticamente sobre sus cuatro patas, blancas y negras, alineadas unas junto a las otras como compañeras, Kurt le contaba a Musa todo lo referente a su libro, el libro perfecto, que se abría eternamente en su cabeza como un cúmulo de nubes en un día caluroso.

De vez en cuando Musa le preguntaba: «Pero ¿qué tiene de nuevo esto?». (La represión inconsciente. Incesto. El ello. Pechos buenos y malos. Incluso el inconsciente colectivo). «Lo supe desde que era así…» Y colocaba la mano a unos cinco centímetros por encima de la tierra en la que las hormigas se llevaban unas migajas que las superaban en tamaño. «Excepto que no tuve un padre, por tanto no pude matarle. Hay que ser un hombre blanco para tener un padre al que poder odiar. De haber tenido padre tendría más comida porque no habría de dar toda mi comida a mi madre y a mi hermana y a mis amigos. No, todo esto es para los ricos blancos. Vosotros tenéis dinero. Tenéis padres».

Y se quedaba sonriendo, mientras Kurt se defendía.

«Musa es exactamente igual que un amigo mío de la comuna. Se llamaba Wolfgang. Era escéptico por naturaleza. Fue él quien acabó con nuestra comuna porque insistió en que era el padre del bebé. Esto pasó después de que decidiéramos que el bebé no tendría ni padre ni madre sino que sería propiedad de todos».

«¿Y era el padre?»

«El bebé se le parecía».

«¿Le has hablado a Musa de tu comuna?»

«Se lo cuento todo».

«¿Qué opina?»

«Dice que les íbamos a la zaga porque entre los suyos todos los niños tienen más de un padre y de una madre. Como cosa natural».

Esto sucedió antes de que se empezara a hablar de que la familia ampliada era mucho mejor en todos los aspectos que el modelo del que disfrutamos en Europa.

«Musaemura nos considera muy primitivos. Recuerda cómo mordía los pechos de su madre porque ella no tenía suficiente leche. Dice que los pechos buenos tienen leche. Los pechos malos no tienen leche».

«¿Cómo puede recordarlo?», preguntó Esther.

«Tenía cuatro años. Les dan el pecho durante más tiempo que nosotros».

«¡Cuatro años! La verdad es que eso si me suena primitivo».

«No, no, Esther. Yo le explico que todos los seres humanos son primitivos, los blancos y los negros, tan malos los unos como los otros. Dice que prefiere ser primitivo como los blancos, con más dinero. Quiere que le prestemos dinero para montar una empresa de transporte».

«Pero nosotros no tenemos dinero».

«Para él, toda la gente blanca es rica. Me temo que alberga grandes ambiciones. Quiere tener una empresa de transporte y mercancías, a la misma escala que la de Hamish Van Doren».

«Pero Van Doren es un parlamentario».

«Ganó dinero con una empresa de transporte».

«No va a beneficiar mucho a Musa ser como Van Doren. Es un estafador de primera clase», dijo Gottfried.

Musa se había convertido en algo así como una piedra de toque. Si queríamos saber cuál era la opinión negra sobre cualquier tema —si se puede expresar de esta manera (y quién sabe si se podrá en el momento en que se publique este libro)— se lo preguntábamos a Musa. Me refiero a una opinión no política, sino informada. Las correctas opiniones políticas se las preguntábamos a Charles Mzingele. (Musa, la nueva generación, dejaba atónito a Charles, no aprobaba su anárquica falta de respeto por los asuntos serios. Musa pensaba que Charles era una reliquia sentimental). Invitamos a Musa a asistir a grupos de debate, pero lo rechazó. «Baas», dijo a Kurt, «tú y yo en la jungla, muy bien, sólo pueden vernos las hormigas y los camaleones, pero como empiece a entrar y salir de un gran edificio en Jameson Avenue, se armará jaleo. ¿Cuántas leyes violaría?»

«No creo que violases ni una sola ley. Siempre que vuelvas a casa para el toque de queda».

«Alguna ley habría. Siempre la hay».

«Con tal de que no quisieras casarte con una de las chicas», dijo Kurt, intentando un chiste, «¿quién iba a poner objeciones?»

«¿Y cómo sabes que yo no desearía casarme con una de tus chicas, Baas?»

«Uf», dijo Esther, cuando reprodujo esta conversación. «Todo esto está yendo demasiado lejos. Confío en que se lo dijeras».

«Le informaré de tu opinión, Esther, y luego te contaré lo que me dice».

«Si ese maldito estafador asiste a nuestras reuniones, ya podéis borrarme», dijo Simón.

«Vamos, vamos, camarada, ¿acaso hay en todo esto un cierto prejuicio racial? ¿Acaso preguntamos a la gente blanca que asiste a las reuniones si ha tenido problemas con la policía?»

«¿Prejuicio racial? ¡Y un cuerno! Si consiguiera el dinero para poner en marcha su compañía de transporte, exprimiría a todo el mundo».

«Diría que no hacía más que seguir nuestro ejemplo».

«No seguirá mi ejemplo», dijo Simón. «Yo estaré en Israel».