Me casé con Gottfried Lessing en 1943, pero sólo porque en aquellos tiempos la gente no podía tener líos amorosos, y no digamos ya vivir juntos, sin provocar comentarios desagradables. En este caso habría sido peor. Él era un extranjero enemigo y se arriesgaba a que lo devolvieran al campo de concentración. Ser comunista cuando se suponía que no debería meterse en política ya era bastante problemático, pero tener una relación pública con una mujer joven que era buena, en cuanto ciudadana de Rhodesia del Sur y por tanto fuera de su alcance como alemán y extranjero enemigo, pero mala, porque muy recientemente había pasado por un divorcio desagradable, era algo sencillamente estúpido. Mi deber revolucionario era casarme con él. Ojalá pudiera pensar que fue tan sólo una más de nuestras bromas, pero probablemente no lo fue. Estábamos liados porque éramos los dos únicos sin pareja dentro del grupo. No obstante era una historia que no tenía importancia. ¿No éramos unos muertos de permiso? ¿No eran irrelevantes para la lucha los «problemas personales»? Sabíamos que no estábamos hechos el uno para el otro. Nos decíamos: No importa, nos divorciaremos cuando se acabe la guerra.
Desde el principio él me consideró inadecuada como mando comunista. El problema era profundo: se trataba de mí, de mí misma, de mi carácter. Lo que más me gustaba de mi persona, lo que me importaba, era lo que le gustaba menos a él. Cualquier interés por la intimidad de otra persona era «hacer psicología», era… freudiano. Moscú había catalogado a Freud para siempre como reaccionario. Si yo me despertaba y me parecía que un sueño iluminaba algo, él no lo soportaba. Él nunca soñaba, y apenas podía creer que hubiera gente que soñara. Los sueños y el acto de soñar eran reaccionarios. Sobre mi interes por los cuentos populares, las leyendas, los mitos, los cuentos de hadas… él decía bromeando que en la Unión Soviética me podrían fusilar por ello. (Había gente dentro de «El Partido» que negaba sin más que existieran ejecuciones en la Unión Soviética; otros no podían comprender por qué alguien tenía que molestarse en negarlo. Había que zafarse de elementos podridos). Cuentos populares, folclore… Él solía citar a Lenin y su dictamen sobre «la idiotez de la vida pueblerina». En reuniones de grupo, cuando el orden del día llegaba al apartado de «críticas», me reconvenía fríamente por éstas y otras retrógradas tendencias pequeñoburguesas.
Gottfried Anton Nicolai Lessing había nacido el 1917 en San Petersburgo, y huido de la Revolución en un tren, con la familia, un bebé en brazos de su nodriza, su tata, su otra madre, de vuelta a Berlín. Su tatarabuelo, de apellido Levy, amasó la fortuna de la familia. Era uno de aquellos comerciantes del siglo XIX que hicieron fortunas y las perdieron, en parte en Rusia. Construyó barcos, ferrocarriles, abasteció a toda Rusia de clavos de herradura. El propio Lenin elogió a la familia por ser un ejemplo del capital bien empleado y fructífero. Tuvo muchos hijos, y eran altos, iban cargados de ropa y pieles y joyas, y vivían, principalmente, de lo que él había legado, en enormes casas de Berlín. Una fotografía suya recuerda a los primeros Forsyte, o a los Buddenbrook. Uno de ellos, el padre de Gottfried, era un industrial y un especulador, como el que inició la fortuna, pero su corazón estaba en su biblioteca. Se casó con una hija de una familia alemana rusófila, que trabajaba en su empresa de Moscú, es decir, era una mujer avanzada para su época. La casa en el Nicolassee de Berlín era grande, agradable, pero nada que ver con los semipalacios de la segunda generación. En la familia y entre los innumerables visitantes se hablaba ruso, alemán y francés. Gottfried describía así al matrimonio: «Ella salía mucho y organizaba fiestas, pero él se instalaba en la biblioteca y estudiaba historia». Los dos hijos, Irene y Gottfried, eran jóvenes ricos y confiaban en seguir siendo ricos, porque la familia repetía lo que decía la madre, quien dictaminó que Hitler era un vulgar advenedizo al que no había que hacer caso. Gottfried estudiaba Derecho en la universidad. De repente la categoría de jóvenes aptos para reclutamiento bajo las Leyes de Nuremberg cambió: Gottfried, sólo en parte judío, había sido eximido, pero ahora, al ser sólo en parte judío, era elegible para luchar por Hitler. La familia era de las conversas, no se consideraban a sí mismos judíos. Gottfried decía que Hitler le había convertido en un judío: era una cuestión de honor. Creo que llegó a Londres, como refugiado, en 1937. Tenía poco dinero, apenas para comer. Los domingos unos amigos de negocios de los Lessing le invitaban a una gran casa cerca de Park Lane, para almorzar. Comía finas lonjas de buey marrón oscuro, una lonja de fresco budín Yorkshire oscuro, tantas patatas como podía, col fresca, un trocito de tarta de fruta y una onza aproximadamente de queso duro. Siempre iba, porque estaba hambriento. Londres, se quejaba él, podía resultar agradable para la gente con dinero. Era un comunista quien hablaba, pero no había descubierto las desventajas de la pobreza hasta encontrarse en una habitación con derecho a cocina en Londres.
Mientras, en otra parte del bosque… Los Lessing en Berlín habían hecho buen uso del sistema de «au pair» en pro de su hija, Irene. Una muchacha que pasó tiempo en la casa de Berlín fue Margaret Morgan, la hija de un galés millonario que se había hecho a sí mismo. Otra muchacha «au pair» era de Johannesburgo, la hija de una familia de millonarios: el padre era un judío del Báltico y había hecho su fortuna en los primeros tiempos de Johannesburgo, con la madera y los negocios inmobiliarios. Su hija tenía varios hermanos; el hijo mayor de los Schneir se enamoró de la bella muchacha galesa. Él era muy inteligente, literario, de buen ver, pero melancólico, o así se hablaba en aquellos tiempos antes de que nos acostumbráramos a términos como «esquizofrénico», «maníaco-depresivo». Maggie se casó con él, e intentó salvarle de sus demonios, pero perdió la batalla, y él se lanzó al mar desde un barco que se dirigía a Sudáfrica. Era lógico que Margaret buscara entonces a Gottfried, a quien había conocido en casa de la familia de él. Ella era desgraciada, una viuda muy joven. Él era desgraciado y solitario. El hijo de los Schneir había hecho de Margaret una comunista. Ella hizo de Gottfried un comunista.
Me costó años darme cuenta de algo obvio: las condiciones eran las idóneas para una conversión. Aquel joven rico se encontraba sin ni cinco en una ciudad extraña. Su fe en sí mismo, su propia imagen y la de su familia habían sido pisoteadas por las grandes botas negras de Hitler. Llevaba meses mal alimentado y no sabía qué le depararía el destino, sólo que sería algo malo. Se enamoraron. Fue un amor apasionado. La verdad es que, cuando conocí a Gottfried, aquélla había sido la experiencia más intensa de su vida. Maggie era bella, de pelo negro en un moñito de bailarina, ojos oscuros. Llena de la desinhibida vitalidad galesa. No tiene nada de inglesa, decía lentamente Gottfried.
La guerra aún no había estallado. La oleada de refugiados alemanes pudo elegir entre ir a Rhodesia del Sur o Canadá. Gottfried eligió Rhodesia del Sur y se encontró en la áspera y poco elegante ciudad colonial donde su lánguida y suave apostura, su elegancia, su sofisticación, le convertían en blanco de chistes. Se parecía a Conrad Veidt, muy adecuado para el cine, pero excesivamente guapo para la vida real. Entabló amistad con una refugiada de Viena, una bonita mujer a la que sentaban bien las blusas con volantes, los pañuelos de cuello y las joyas. Llevaba el pelo encrespado con la «permanente» de la época y ricitos. Era tan cosmopolita como él, una persona de ciudad. Cuando se sentaban en el salón del Grand Hotel (desde un punto de vista económico, más elegante que el Meikles), formaban una pareja elegante, pero por encima de todo, extranjera. Más tarde el grupo la llamó La Viuda Alegre, o la Condesa de Gottfried. No tenía ni cinco, pues, como todos, había llegado con lo puesto. Pidió un préstamo y puso en marcha la primera tintorería de lavados en seco de Salisbury. Alquiló una de las casas pequeñas y subarrendaba una o dos habitaciones.
Cuando se declaró la guerra, a Gottfried lo internaron en un campo de concentración durante seis semanas. En Gran Bretaña internaron a todos los extranjeros, nazis y antinazis, a menudo juntos. Me dicen que la isla de Man, donde internaron a los refugiados, resultó un lugar tan agradable como una universidad, pero no fue así en Rhodesia. Gottfried había tomado la precaución de entablar amistad con el hombre de la oficina de la CID que se encargaba de su caso. Le deslumbró hablándole de su vida de rico en Berlín y de su madre, la condesa Schwanebach. No era condesa, pero no importa, la mentira era útil. No se me ocurre otra razón que explique por qué le dejaron salir del campo casi después de entrar. Algunos alemanes, también antinazis, estuvieron recluidos durante toda la guerra. Cuando se le preguntaba cómo era el campo, Gottfried sonreía y sentenciaba: «No estaba mal. No se puede esperar que un campo de concentración sea como un campamento de colonias de verano». Cuando le dejaron salir, un abogado llamado Howe-Ely actuó de garante de su buena conducta. Quería un abogado barato para crear un bufete de abogados. Howe-Ely consiguió una ganga. Nunca le pagó a Gottfried más que un escuálido sueldo mínimo: cuando Gottfried entró en la firma, ésta se componía de un anciano ridículo, su estúpida esposa y una mecanógrafa… yo. Cuando se fue en 1949, el bufete consistía en grandes oficinas elegantes, varios socios y tenía éxito. Había una sala llena de secretarias y mecanógrafas. Todo fue creación de Gottfried.
Cuando Gottfried no trabajaba en el despacho de Howe-Ely, ayudaba a su «debilidad» vienesa a limpiar la ropa sucia, antes de meterla en las máquinas, una técnica que ya debe de estar obsoleta. No estaba enamorado de ella, porque seguía enamorado de Margaret Morgan, pero estaban liados. Intentaban que ella se casara con alguien. Yo aún era una romántica y me sorprendía la frialdad de todo aquello, pero no fue la última vez que Gottfried me fulminó con estas palabras: «Aprende a morderte la lengua en cosas de las que nada sabes. Todas vosotras, las chicas coloniales, sois como unos pollitos, no sabéis nada de la vida. Mizi [no es el nombre real] ya no es de las más jóvenes. Necesita un marido. Tiene que casarse con un oficial del campamento de la RAF y entonces cuidarán de ella». Esto fue lo que sucedió. Se casó con un teniente coronel del aire. Un tipo correcto y cariñoso, como un joven perro labrador, que la adoraba y con quien ella se volvió a Inglaterra. ¿Y luego?
A todos los refugiados les fue bien en Rhodesia del Sur. Fueron, según se dice ahora, inmigrantes con éxito. Hace un par de años recibí una carta con una firma que intenté situar. «¿Recuerdas…?» Digamos, Nina. Era una de las refugiadas elegantes que asistía a las reuniones del Club de la Izquierda: no podía ser comunista, decía ella, porque era una socialdemócrata, un término que entonces evocaba todo un trasfondo de historia política. Se presentó en mi casa una alta mujer de edad, con vestidos caros, demasiado elegante, cubierta de joyas de oro. Intentó recordar cuando le pregunté si alguna vez pensaba en las reuniones del antiguo Club de la Izquierda. Dijo que había ganado mucho dinero, las cosas le habían ido bien en Rhodesia del Sur, pero no estaba dispuesta a vivir bajo un gobierno negro. Se iba a Australia.
No mucho después de dejar a Frank y a los niños enfermé. Inmediatamente di la razón a la gente que decía que la culpa la tenía dormir tan poco y alimentarme de patatas fritas y cacahuetes, pero yo ya sabía por qué estaba enferma. Necesitaba dormir y soñar para volver a ser yo misma. Estaba totalmente dividida. Podía patearme la ciudad día y noche, ser la encarnación de la confianza y la competencia, pero en mi sueño, menos que corto, se hundían escaleras a mi paso, me examinaba de asignaturas que no había estudiado, me esperaban en escena, a punto de subir el telón, pero yo no me sabía mi papel. Los sueños disparatados, tan divertidos, me llenaban de ansiedad, porque tan pronto como me levantaba en el aire el darme cuenta de que estaba volando me hacía volver a caer. Parecía que, en cuanto cerrara los ojos, me encontraría encima de barrancos y golfos en los que el antiguo e implacable lagarto, casi petrificado, casi muerto, me miraría con su frío ojo vidriado por el polvo. Habían vendido la granja, mis padres se mudaban a la ciudad, y la casa en la que había crecido se desmoronaba en mi sueño, demolida por blancas hormigas e insectos barrenadores; el techo dejaba caer las antiguas vigas que se extendían en sucias pilas sobre la tierra ennegrecida por un reciente incendio en la jungla. Los sueños siempre han sido mis amigos, llenos de información, llenos de advertencias. Insistían de cien maneras en que yo era peligrosamente desgraciada por los niños que había dejado atrás, por mi padre —¿qué novedad había en esto?—, por mi madre y porque deseaba con tal fuerza escribir, pero no podía ver cuándo esto sucedería.
Me gustaba la soledad, pero tenía que luchar por ella contra mi pobre y solitaria patrona, contra mi madre. Los camaradas me visitaban a diario después de mi trabajo. Los hombres de la RAF aparecían siempre que podían escaparse del campamento. A mi patrona le parecía agradable que recibiera tantas visitas, pero se preguntaba qué pensaría mi madre de todos aquellos hombres a los que recibía en mi habitación.
Por aquel entonces todas las chicas del grupo o de su entorno habían recibido peticiones matrimoniales de los hombres de la RAF. Mi altruismo seguía perjudicando mi sentido común. Nunca se me ocurrió, ni tampoco a las otras mujeres, que aquellos pobres jóvenes escapados de la amarga pobreza de la Inglaterra de antes de la guerra pudiera gustarles la idea de casarse con privilegiadas muchachas coloniales. Cuando Gottfried lo comentó, me sorprendió su cinismo. Y la verdad es que él era muy, muy cínico. A todos nos embargaban el idealismo y los sentimientos de camaradería, estábamos enamorados la mayor parte del tiempo, vivíamos en una tierra prestada llena de posibilidades. El cinismo, o el «realismo», es a menudo una guía deficiente de lo que está pasando.
Vino a verme Gottfried. Más adelante dijo que fue la primera ocasión en que se encaprichó de mí o, tal como él lo expresó, en que me vio como potencial compañera de cama. Los hombres a los que resulta difícil salir de su caparazón de timidez disfrutan siendo amables con enfermas muchachas postradas. Se mostraba paternal y me traía helados del carrito que pedaleaba arriba y abajo de las avenidas, o una caja de pasteles de crema de Pockets, el elegante salón de té. «Sí, y debes comértelo», decía, alargándome una cucharilla que había pedido a la patrona, y mirándome hundir la cuchara en el helado. No se puede decir que la vida de grupo deje mucho tiempo para el cortejo, o, como se decía entonces, para «salir juntos», y el hecho de que yo estuviera enferma en cama precipitó que nos lanzáramos al juzgado y a un matrimonio precipitado, una escena recreada con modificaciones en Al final de la tormenta. Fue con Cerco de tierra (Landlocked) cuando dejé atrás la autobiografía. Para empezar, hubo un vacío de años entre Al final de la tormenta y Cerco de tierra. Escribí El cuaderno dorado por aquella época, otros libros, otras narraciones. No podía encontrar en mí el tono adecuado durante aquella época, un tiempo tan malo, lento, frustrado, cerrado. Al final la vida misma me proporcionó la combinación de ingredientes psicológicos, la receta adecuada para Cerco de tierra, una obra melancólica, saturada de la desilusión de la posguerra. Incluso en Al final de la tormenta había modificado la experiencia directa, porque no puse a Gottfried en la obra. A fin de cuentas él vivía y yo criaba a su hijo. Me inspiré en el marido de una amiga de Londres, cuya historia y apariencia eran distintas, pero que respondía al mismo tipo psicológico. Era un pobre muchacho, de un barrio marginal berlinés, el producto del paro y la política violenta de los años veinte y treinta, amargado por el odio de clase: un hijo de la Primera Guerra Mundial, en pocas palabras. Era comunista a los diez años, perteneció al grupo de alemanes que se opusieron a Hitler. Una organización de refugiados lo llevó a Inglaterra. Este pobre muchacho, y Gottfried, el niño rico, eran iguales en cuanto a fanatismo, formaban parte de aquellos a los que el Partido Comunista solía llamar «los del 150 por ciento»… no sin admiración. «Siempre enloquecen, o repentinamente pasan a ser 150 por ciento anticomunistas». El original de Anton Hesse ni enloqueció ni se convirtió en un anticomunista; su personalidad de activista serio, dedicado y adusto pareció desaparecer sin más de la noche a la mañana. El mismo hombre que antes solía lanzar un discurso e increpar a alguien ante el más leve indicio de «incorrección», pasó a ser una persona afable, encantadora y sociable que decía: «No me interesa la política». Mientras tanto, el niño rico se había convertido en parte de la clase dirigente comunista en la Alemania del Este. Cuando conocí al original de Anton Hesse, a principios de los años cincuenta, fue como un sueño dislocado, porque oía las palabras de Gottfried, veía sus reacciones, en aquel frío estilete del comunismo, de ojos azules, alto, delgado, rubio.
Si bien no tuve tiempo para escribir las novelas y las narraciones que se me ocurrían constantemente, escribí poemas. La melancolía, la profunda tristeza de mis sueños establecieron el tono, colocaron palabras y frases en mi lengua, y me podía despertar musitando:
At evening strolling lovers pause outside town
Where an acre or so of crosses lean in the sand…
«Por la noche los amantes que van de paseo se paran fuera de la ciudad
donde un acre, o más, de cruces se inclinan en la arena…»
Incluso al escribirlos desconfiaba de ellos, porque temía los placeres de la tristeza.
Se publicaron en una revista que se llamaba The New Rhodesia, cuyo director era N. H. Wilson, un hombre que había estado en la cárcel por desfalco, pero nadie parecía tenérselo en cuenta. En general no caía bien por su inteligencia impaciente, sus críticas a la mejor de las colonias posibles. The New Rhodesia era una publicación idiosincrásica, una revista semanal con pocos pero influyentes lectores. Se consideraba de extrema derecha, pero mal encaminada por su actitud «progresista» hacia los africanos: había que pagarles mejor y educarlos. N. H. Wilson era uno más de aquellos hombres entrados en años que me distinguían con su amistad, a mí, aquella incendiaria, brillante, obstinada joven tan distinta a las chicas coloniales. Probablemente ellos abrigaban románticas fantasías, pero yo los consideraba viejos. Ahora veo que estaban solos: ser hombres inteligentes, que habían leído mucho y a los que les interesaba el mundo, era en aquella ciudad una segura condena a la soledad. Les gustaba hablar conmigo, me invitaban a tomar té en Pockets, o a visitarlos en sus oficinas, me prestaban libros, me utilizaban —como yo sabía muy bien— para saber qué pensaban los rojos. Mr Wilson publicó mis poemas y, también, las cartas enérgicas que tan a menudo escribía precipitadamente en defensa de la Unión Soviética, del comunismo, del socialismo, o para atacar el mal trato que recibían los africanos. Discutía mis opiniones políticas pero me concedía el derecho a tenerlas.
Otro amigo entrado en años era Max Danziger, ministro de Economía. Su fría, irónica, por no decir «negativa», aproximación a la vida me parecía un agradable contraste a las pasiones del grupo. Cuando discutíamos de política, me hacía añicos con citas de los griegos o de los latinos, Adam Smith, o quizás una cita de Erasmo.
Había otro, un juez, amigo de Frank Wisdom, más tarde de Gottfried, que me casó sucesivamente con aquellos dos hombres, en ambas ocasiones mostrando, con el escepticismo afable de su cerrar de ojos, que no esperaba demasiado de estas alianzas.
Reuní a estos dos hombres cosmopolitas, hastiados, solitarios en uno: Mr Maynard en Hijos de la violencia. Otro era un periodista del Herald. Apareció en Going Home. Le debía mucho. Las extravagancias del pensamiento político quedan ilustradas por mis mofas, compartidas por los camaradas, en el momento en que él rechaza a los revolucionarios comunistas de China diciendo: «Siempre han existido jefes militares en China», pero ahora me pregunto si era tan ridículo, a fin de cuentas.
Cuando el grupo me preguntaba qué me proponía, paseando y charlando con el ministro de Economía o con aquel reaccionario de Wilson, o aquel juez, o aquel representante de la prensa capitalista, les respondía inmediatamente que sondeaba al enemigo. El hecho de que ellos se rieran demostraba cuánto nos habíamos alejado de las apasionadas certezas de sólo dos o tres años antes.
No obstante, aún creíamos que el futuro del mundo dependía de nosotros. Nunca se nos ocurrió preguntarnos qué requisitos cumplíamos para sentirnos capaces de cambiar el mundo entero, y para siempre. O, ya que viene al caso, qué requisitos cumplía Lenin. Si nos hubieran dicho y preparado para creerlo —muy improbable— que éramos la personificación de la envidia, la venganza, la ignorancia, nuestra actitud habría sido la misma que cuando la gente dice que tal o cual sacerdote es un delincuente o incluso un criminal: representa a Dios, y sus requisitos personales son irrelevantes. Creíamos personificar las preferencias de la Historia. El carácter de cada uno de nosotros seguía siendo tan poco adecuado como siempre: mientras tanto no dejábamos de soñar en utopías. Quizás exista una relación.
No obstante, estábamos cambiando, y con rapidez. Es decir, la mayoría de nosotros. Gottfried no cambió… o no pareció cambiar. Durante un tiempo pasó a ser como un indicador o un monolito contra el que nos medíamos. Incluso su forma de sentarse durante una reunión, alerta, silencioso, parecía hacerlo inevitable. Nada más sencillo para impresionar a la gente que permanecer en silencio y acto seguido intervenir con unas pocas palabras decisivas. Pero hay que tener la personalidad adecuada, y Gottfried la tenía. ¿Descubrió este truco por casualidad? ¿La timidez le mantenía callado, y luego, obligándose a hablar, vio el efecto, y lo utilizó? Todo el mundo temía a aquel hombre frío, silencioso, con sus brillantes gafas que enfocaban al que hablaba y luego al de al lado, permitiendo que su mirada relámpago expresara por él su crítica. Cuando la gente le conocía, su actitud cambiaba, se hacía tolerante, o humorísticamente cariñosa. Pero era demasiado distinto a los otros para mantener su posición de autoridad. El caso es que era un comunista intelectual, una calificación que podíamos haber oído, pero que no comprendíamos. Su Margaret le había metido en el marxismo como un sistema de pensamiento, sin ninguna experiencia de los tiempos difíciles, y él mantenía la pureza ideológica mediante la lectura de los clásicos marxistas. Conceptos, ideas y clasificaciones se adecuaban a su temperamento. Una idea engendra otras ideas, del mismo tipo y sustancia, y la política tal vez sea el mejor lugar para comprobarlo. El razonamiento lógico lleva una premisa a sucesivas posiciones intelectuales, expresadas, a menudo, en terribles crueldades. Arthur Koestler en Darkness at Noon explora la fragmentación de la lógica del comunismo. No por causalidad se nos llenaban los ojos de lágrimas ante la noticia de que Stalin solía apoyar su mano sobre la tierra, como un símbolo de «la vida tal como es». (Si no era cierto, nosotros creíamos que lo era). Nuestras mentes eran un caos de ideas mal digeridas y de alguna manera sabíamos que precisábamos de un Anteo.
Gottfried siempre estaba en lo cierto. Sus claros y fríos pensamientos le hacían estar seguro de ello. Nosotros solíamos decir, en broma —«nosotros», coloniales a los que él despreciaba— que habría sido un buen inquisidor. Cuando se enteró, lo tomó por un cumplido. Alguien, al decidirse a abandonar el grupo, en un ataque de asco le gritó que era el tipo de individuo capaz de matar a cien personas antes del desayuno por haber seguido «la consigna» equivocada, y acto seguido comérselo todo y disfrutarlo. «Os equivocáis», dijo lentamente Gottfried, «ordenaría a otro que los matara». Nos reímos: ¡ahí está de nuevo Gottfried! Durante mucho tiempo pensé: Bien, es sencillo, si uno lee a Lenin y a Stalin día y noche, el asesinato político no será sólo un deber, sino una heroicidad. Pero para nadie es tan sencillo, ni siquiera Gottfried, que intentaba tan esforzadamente parecerlo, ser de una pieza. Más tarde me di cuenta de que él era el tipo corriente de revolucionario, o de círculos de izquierdas (y por lo que sé, de derechas). A estos hombres les cuesta tener amistades y amores sencillos, corrientes, fáciles, y se parapetan tras paredes de fría autoridad. Gottfried parecía blindado en la arrogancia. Entonces, ¿qué es la arrogancia? Aquí he de meterme en el tipo de especulaciones que tanto me ocuparon en aquella época: ¿es siempre la arrogancia una defensa contra la timidez? ¿Es la timidez algo tan sencillo? Yo no comprendía a Gottfried. No sé ahora, ni sabía entonces, qué es lo que yo no comprendía.
Años más tarde me encontraba en Munich invitada por el British Council, y después de una conferencia se me acercó una encantadora mujer mayor, que se me presentó como la primera novia de Gottfried. A esta escena no le faltaba su ironía, y aún más en aquel lugar repleto de entusiastas cazadores de dedicatorias. Y, también, porque cuando hoy coinciden una persona alemana y una británica de la misma edad, entre ambas hay el recuerdo de las dos guerras, el pensamiento de que eran enemigas, y de que los padres respectivos fueron enemigos… Una pesada, fatigosa, dolorosa incredulidad —¿cómo pudo suceder?—: como una magulladura que no se ve pero que ambas saben que está ahí. La gente circulaba por el lugar mientras ella me describía aquella casa en el lago de Berlín, expresando lo maravillosa que le había parecido. Era una chica muy joven, llena de respeto por la madre rusa, una anfitriona impulsiva y generosa que aún hablaba ruso, por el erudito padre, y por la niñera rusa que dominaba a la familia hasta el punto de decirles qué debían vestir o comer. Gottfried contaba veinte años, era impresionantemente guapo y elegante. Pero, «¿No se le ocurrió nunca preguntarse, querida Mrs Lessing, que había algo en Gottfried… algo…?, no sé como expresarlo». «Sí, se me ocurrió, algo… pero ¿qué?» «Fui su primera novia. Siempre me he preguntado…» «Sí, ya sé, pero no comprendo…» «No era como los demás». «No, un hombre extraño». «¿Le faltaba algo?», sugirió ella. Pero un hombre no es un rompecabezas. No imaginen que fue una conversación de dos ancianas disolutas. Nos preocupaba algo más, la desazón que la gente sentía con Gottfried. Pero ¿quién quiere que le juzguen por cómo era a los veinte años?
Nuestra vida sexual fue triste. Él era muy puritano e inhibido. Yo llegué a pensar que era virgen, pero obviamente no podía ser cierto. ¿Era, pues, que no me encontraba atractiva? Pero había indicios de lo contrario. Solía contarse un chiste —y quizás aún se cuente— según el cual algunos hombres reaccionan ante el ardiente o incluso corriente acto sexual de la misma manera que un patrón blanco o bwana reacciona ante la excesiva familiaridad de un subordinado negro: no te acerques demasiado. Una caricia que le excitaba demasiado, y que ni siquiera era genital, le ponía a la defensiva y le enfurecía. Y, no obstante, parecía comprender la sensualidad, porque recuerdo un comentario sobre una pareja de refugiados de Yugoslavia, obviamente mal emparejados en otros aspectos —ella era inteligente y él estúpido—: «Tienes que comprender que hay parejas que permanecen juntas por los placeres de la cama». No obstante, por lo que se refería a mí, él no sabía nada de los placeres de la cama, y esto mucho antes de que yo me paseara por las costas salvajes del amor. Todo era un misterio para mí. Solía meditarlo, sopesarlo y pensarlo, intentando comprenderlo. Cuánto tiempo me pasé entonces, meditando sobre Gottfried… pero sin sentirme desgraciada. Para empezar, no íbamos a seguir casados. Pero supongamos que yo nunca hubiera tenido una pareja sexual. Supongamos que yo no hubiera ya tenido satisfactorias experiencias sexuales. Habría creído que la infelicidad de Gottfried, mi infelicidad, en la cama, era todo culpa mía. Las mujeres siempre se culpan por este tipo de fracaso. Pero hoy me siento sobrecogida al pensar en las muchachas —a millares, ¿o millones?— que habrá casadas con hombres a los que no conocen y con quienes pueden estar mal emparejadas. Por doquier, por todo el mundo, silencioso sufrimiento, desiertos de infelicidad…
Some day he’ll come my way
The man I love.
«Un día se cruzará en mi camino
el hombre al que amo…»
O quizás, o incluso…
Night and day I think of you…
«Noche y día
pienso en ti…»
Aceptémoslo, pues: estábamos mal emparejados.
Nuestro primer hogar: las habitaciones amuebladas de siempre, en esta ocasión en una casa en la que la esposa era una mujer exageradamente gorda. Había muchos hijos, algunos ya adolescentes. Un día nos despertó una sonora risa en la terraza. Nos encontramos a la mujer sentada en una silla sosteniendo a un niño recién nacido. No se había dado cuenta de que estaba embarazada. Su bebé se había escurrido suavemente hasta el suelo mientras ella preparaba huevos y tocino, y bebía bicarbonato sódico, para curarse lo que creía que era una indigestión. Nos sentamos todos a la gran mesa de la terraza, mientras la criatura, vestida apresuradamente de largo con prendas de bebé guardadas, pasaba de mano en mano por la familia, de un abrazo a otro. Su marido estaba encantado. También ella. Este acontecimiento despertó la admiración del grupo.
Todos decidimos que tenía que haber más tiempo para la «vida personal». Era «contraproducente» tener una reunión todas las noches.
Mientras, intentábamos «entrar en contacto» y «preparar posibles cuadros» con la gente negra. Había el problema de que la «consigna» —de Moscú, naturalmente— era que sólo un proletariado negro podría liberar a la gente. El nacionalismo negro se anatemizaba con la retórica habitual, «lacayos», «lameculos», «perros de caza» y así sucesivamente. Albergábamos dudas respecto a la «corrección» de esta «consigna», y hubo encendidos debates al respecto. No teníamos contacto con grupos organizados de negros, por la simple razón de que aún no existían. No en Salisbury, aunque nos dijeron que en Bulawayo existían informales y sindicatos negros ilegales. Teníamos el nombre de Joshua Nkomo, de quien se decía que era un orador que atraía a multitudes. Pedimos a los camaradas de Bulawayo que establecieran el contacto, pero nos informaron del fracaso. Veinte años después le pregunté a Joshua Nkomo al respecto y me dijo que no lo recordaba, pero probablemente había pensado que se trataba de espías del gobierno.
El único negro con quien estábamos constantemente en contacto era Charles Mzingele, durante años el africano «de muestra» en el Club de la Izquierda. Allí, en aquellas reuniones, suave y humorísticamente había repetido que Gran Bretaña, por la cláusula salvaguardada en la Constitución, que concedía independencia a la colonia, era responsable del mal trato a los nativos, no obstante nadie le recordaba este abandono del deber. Con nosotros pasaba lo mismo. Para él, éste era el meollo de la cuestión. Si se conseguía que Gran Bretaña fuera consciente de ello, él se encargaría de decirle al gobierno de Rhodesia del Sur que se portara bien. Por regla general venía solo a nuestras reuniones, aunque a veces se acompañaba de un amigo. Se iban con una selección de nuestros panfletos y libros, rechazando los brillantes ofrecimientos de la Unión Soviética, aunque aceptaban agradecidos cualquier información sobre la situación de su gente. Sentían aversión hacia el comunismo. Los desmembramientos y faltas de sinceridad de «la consigna» les parecían irrelevantes. El pacto nazi-soviético resultaba incomprensible. No comprendían por qué los comunistas insultaban al Partido Laborista, a los socialistas, como ellos. Escuchaban las proclamas de que esta guerra era «a favor de la democracia» con sonrisas educadas, quizás con suspiros, y con un movimiento de cabeza. Cuando se les apremiaba, decían que no podían ver que el trato que sus pueblos conquistados recibían de los nazis fuera peor que el que ellos, los nativos, padecían en Rhodesia del Sur.
Hoy aquellos que siempre, a lo largo de toda su vida, han formado parte de una estructura de opiniones bien vistas consideran a Charles Mzingele una especie de Tío Tom, ellos que nunca, jamás, han sufrido por sus ideas. (Ya que viene al caso, Tío Tom era un personaje bastante admirable, no lo que se considera Tío Tom, pero dejémoslo). ¡Ah, Charles Mzingele!… se burlan ahora. Charles se había documentado por cuenta propia para su oposición a los blancos, en una época en que existía una malhumorada o airada oposición, pero muy poca información. Por cuenta propia, a menudo sin ningún tipo de aliados enviaba cartas y presionaba y acosaba sin descanso a los periódicos, a los parlamentarios, a las comisiones gubernamentales. Cuando le conocimos era un hombre de mediana edad, cansado y triste porque era católico, devoto y feligrés, y un par de curas le habían visitado en su casa para decirle que si insistía en crear un sindicato le excomulgarían. Era un sindicato de oficinistas, pero él soñaba con un sindicato de mineros. No le fue muy bien con el sindicato de oficinistas, porque los botones y chicos de recados formaban una élite, mejor pagada que la mayoría, y no estaban dispuestos a poner en peligro sus puestos de trabajo con una actividad sediciosa.
Cuando Charles o un amigo o dos asistían a una reunión, nos saltábamos el orden del día y hablábamos de sus intereses. Venían a la oficina del Club, o a cualquier otra oficina que utilizáramos, porque estaban bajo la vigilancia de la CID y en aquella época ninguno de nosotros disponía de un piso o de una casa donde se pudiera invitar a gente negra. Las reuniones no resultaban fáciles. El sentido africano del tiempo hacía inútil quedar a las seis y confiar en verle allí a esa hora. Si decíamos a las cuatro, pensando en las seis, él podía llegar a las seis o inesperadamente a las cuatro. Y además existía el toque de queda. Todos los negros que no vivían en la ciudad tenían que haber regresado a su Zona Segregada, más allá de la zona blanca de la ciudad, hacia las nueve. Charles iba en bicicleta, siempre temía que se la robaran… como había ocurrido en más de una ocasión. La tenía que subir por las escaleras y entrarla en la oficina. En broma decíamos que a la bicicleta de Charles le teníamos que otorgar el derecho a voto. A mitad de una conversación o discusión Charles y su amigo se levantaban, después de consultar el reloj, se disculpaban y se iban como era característico en ellos, sonriendo, pacientes, pero obstinados. Cuando se habían ido, nosotros estallábamos de rabia frustrada, odiando tanto aquello de lo que formábamos parte, o nos quedábamos deprimidos, por nuestra impotencia, apenas capaces de mirarnos mutuamente. Sabíamos que aquellos hombres se separarían, una vez llegados a los límites de la Zona Segregada, y se irían con sumo cuidado a sus casas, donde esconderían los libros y papeles que les habíamos dado, a causa de la policía de la Zona Segregada, una clase de negros particularmente desagradables que actuaban con una irreflexiva y alegre brutalidad que los hacía fácilmente reconocibles incluso cuando iban de paisano. Cuando Charles contaba que estos hombres le habían pegado en más de una ocasión, o nos contaba cómo habían invadido su minúscula casa y habían roto sus panfletos, propinándole golpes delante de su esposa y de sus hijos, y nosotros nos indignábamos, le parecíamos graciosos, como niños arropados a quienes se les dice que el mundo es perverso. «Sí, así son las cosas, así van las cosas entre nosotros», decía, paciente, sonriente.
Siempre nos pedía que recordáramos al Parlamento británico sus obligaciones. Siempre mandábamos cartas, copias de borradores, notas de resoluciones, partes relevantes de la Constitución, a los parlamentarios de Westminster considerados «buenos» en temas coloniales, pero si nos llegaba alguna respuesta, era de educado rechazo. Estábamos en guerra, le decíamos a Charles, la gente en Gran Bretaña no tenía tiempo para nada, excepto para la guerra. «Antes de la guerra tampoco tenían tiempo para nosotros», decía, sonriendo como siempre. Ni que decir tiene que ningún miembro del Parlamento de Rhodesia del Sur se mostraba interesado. Charles Mzingele era un agitador, y basta.
Encontró, no obstante, una aliada en Gladys Maasdorp, la alcaldesa de Salisbury. Cuando nos dejábamos caer por su oficina, solíamos encontrarle allí, y también a sus amigos, tomando té y hablando. Por aquel entonces todos éramos miembros del Partido Laborista. La actitud de Gladys Maasdorp hacia nosotros, los rojos, era la de pensar que lo superaríamos. Era una mujer notable. Como diríamos hoy, fue una mentora para mí y para las otras mujeres. De niña, luego muchacha, en Graaf Reinet en el Cabo, se había sentido tan aislada como Olive Schreiner, como explicaba cuando le preguntaban sobre su pasado. Se había informado por su cuenta, mientras formaba parte de la anticuada, racista sociedad de la época sobre el socialismo, el feminismo y la igualdad entre las razas. Estaba muy sólidamente casada, con hijos. Que una mujer de opiniones extremistas para aquella época y lugar pudiera ser alcalde por sufragio se debía a sus cualidades personales. Ocupaba un puesto prominente en el Partido Laborista, pero lo despreciaba, porque no era socialista, y sus actitudes hacia los africanos no eran mejores que las del Partido Unido. Sabía que no era posible que aceptaran a los africanos como miembros, pero propuso una sección para africanos. De la misma manera que los sindicatos habían obstruido durante años la promoción de los negros, con la excusa de que ellos sólo podrían formar parte de los sindicatos oficiales si percibían los mismos salarios —pero los blancos ganaban treinta veces más que los negros y seguirían así porque «preservar la civilización blanca» suponía mantener una gran distancia entre los blancos peor pagados y los negros mejor pagados—, por lo que el Partido Laborista rechazó la idea de una sección africana considerándola antidemocrática. He escrito sobre la gran batalla que siguió en Al final de la tormenta. La razón por la que Mrs Maasdorp nos quería dentro del Partido Laborista era que podríamos votar a favor de la sección africana.
Imaginemos la escena: la habitual oficina polvorienta, escuálida, con archivadores y una fea mesa funcional, tras la cual se sienta Mrs Maasdorp, una mujer alta, sólida, tranquila. Delante de ella, apretujados en una docena de sillas, los camaradas a quienes se les dice qué deben hacer. Todos reímos: la incongruencia de la situación, lo inesperado, porque no se nos había ocurrido nunca que seríamos bienvenidos al Partido Laborista. Además, la mayoría ni tan sólo poseemos la condición de ciudadanos. Yo no lo era, para empezar: al casarme con Gottfried me había convertido en una extranjera enemiga. (Esto me enfurecía tanto que me limité a olvidarlo. Tenía que personarme en la CID una vez por semana, pero nunca fui. Muy pronto tampoco Gottfried fue: tiempos y formas coloniales de manga ancha). Pero ¿y la RAF? ¿Y los refugiados? No importaba, aquella demócrata Mrs Maasdorp, manipulando una extraordinaria variedad de reglamentos, nos afilió a todos como militantes. Y a la vez puso las cartas sobre la mesa sobre lo que se esperaba de nosotros. Lo que hiciéramos fuera del Partido Laborista era asunto nuestro, pero si veía algún indicio de juego sucio comunista, ella en persona nos echaría. Mientras, todo el país, y no exagero en absoluto, estaba conmovido por el rumor de que los rojos tentaban a los nativos para que se sublevaran y lanzaran a los blancos al mar. Me habían criado con esta frase. Es curioso, porque el mar queda a cientos de kilómetros. La misma fórmula que describe a Inglaterra «montada en un mar de plata».
El principal de nuestros enemigos era Charles Olly, un concejal del consistorio de Mrs Maasdorp, y antiguo enemigo suyo. Era un hombre bajo, gordo y feo, con traje a rayas, al que algunos, como Max Danziger, catalogaban de vulgar arribista de tres al cuarto. Como los Lessing en Berlín, y Hitler. Charles Olly estaba lleno de engreimiento amenazador, porque él estaba en posesión de la verdad y constantemente escribía cartas a los periódicos: «Ciudadanos de Rhodesia del Sur. Ha llegado el momento de que despertéis ante lo que pasa. Agitadores y partidarios de los kaffires actúan en la Zona Segregada, incitando a la Revolución. Hay extranjeros y comunistas entre ellos. Los nativos no están preparados para la actividad política. Acaban de bajar de los árboles…» y así sucesivamente.
Nuestro breve intervalo en el Partido Laborista fue un jolgorio. Reuniones, conferencias, intrigas, discusiones llenaban nuestros días y noches. Estábamos llenos de la alegría que corre pareja con la incongruencia, con contrastes que rayaban en la farsa pero que en la colonia siempre resultaban dramáticos, en particular entonces, en tiempo de guerra, con la afluencia de gente tan violentamente contrastada. «Algo así sólo podía suceder en Rhodesia del Sur», nos recordaba la gente de fuera a nosotros, los lugareños.
Nuestras actividades, organizadas por Mrs Maasdorp, consiguieron dividir al Partido Laborista, que era la única alternativa posible al gobierno. Cuando se lo reprocharon, respondió que la auténtica alternativa al gobierno era la socialista, y que no había diferencias entre el Partido Laborista y el Partido Unido, lleno de arribistas.
Quizás Mrs Maasdorp se encontrara sola, como tantos otros de la gente «mayor» a la que conocí entonces. No compartía sus ideas políticas con su marido, lo sabíamos. ¿Quién podría comprender su lucha, en soledad, como muchacha, para saber del mundo? Charles Mzingele, para empezar. Eran verdaderos amigos, que sólo podían verse en la escuálida oficinita de ella, en ningún otro lugar. Ella me apreciaba, creo, porque veía en mí su propia juventud. «A cualquiera de nosotras nos lleva mucho tiempo crecer», decía, seriamente. También apreciaba a Gottfried, al tiempo que detestaba sus ideas políticas. Tenían en común su habilidad, y que los dos eran autoritarios por naturaleza. También ellos permanecieron horas sentados a la vieja mesa, hablando. Ella quería información sobre el movimiento laborista en Alemania, pero a él no le interesó la política hasta que se fue, y salió del paso con un comentario ligero: «Siento decirle que no tengo nada que contarle respecto a los socialdemócratas». Sentía curiosidad por la historia familiar de él, pero no sólo ella, sino todos nosotros, que la escuchábamos como una saga. «¿Por qué molestarse en leer novelas?», comentaba ella. Todos nosotros, los jóvenes a los que había reclutado para el Partido Laborista, estábamos locos por la literatura, la poesía y ni ella ni Gottfried lo compartían. «Lo siento, pero no puedo entender la poesía, es inútil que esperéis que la entienda», anunció, mientras Gottfried la apoyaba. «Todo lo que vale la pena decir, se puede condensar en un párrafo». «Tengo un punto débil, eso es todo», decía desafiante, con su inocente mirada azul, con la satisfacción que generalmente acompaña estas hazañas de hipocresía. O se recitaban mutuamente una o dos líneas de un poema y simulaban respeto o ignorante admiración. Pocos poemas aguantan un recitado enfático, con intención sarcástica.
«“Turning and turning in the widening gyre…”, («Girando y girando en espiral abierta…») ¿cómo lo pronunciarías, Gottfried? “The falcon cannot hear the falconer…”. («El halcón no puede oír al halconero…») Pero ¿qué significa esto?»
«“Things fall apart…”», («Todo se desmorona…»), perora Gottfried. «“The centre cannot hold…” («El centro no puede resistir…») ¿Qué se desmorona? ¿Qué centro? A eso me refiero: es todo tan impreciso».
A Charles Mzingele le gustaba la poesía. Le descubríamos poetas que él desconocía, y le pasábamos fragmentos de Shelley para inspirarle, y también a sus compañeros de conspiración. Recitaba: «Tyger, Tygerburning bright…».(«Tyger, Tyger ardiendo…»)
«Pero, Charles», decía Mrs Maasdorp, con seriedad. «No hay tigres en África».
«Tampoco hay corderos en Salisbury», podía responderle. «Sólo en las regiones del Este creo. “Little Lamh, who made thee? Dost thou know who made thee?”» («Corderito, corderito ¿quién te hizo?
¿Sabes quién te hizo?»), Y se le llenaban los ojos de lágrimas.
Ante lo cual Gottfried y Mrs Maasdorp, ateos convencidos los dos, le miraban con aquella mirada de diagnóstico político que sondea una posible herejía futura.
«Pero, ¿de qué sirve todo esto, Charles?»
«“Cruelty has a Human Heart,
And Jealousy a Human Face,
Terror the Human Form Divine,
And Secrecy the Human Dress…”»
(«La crueldad tiene un corazón humano,
y los celos un rostro humano,
el terror la humana forma divina,
y el secreto el vestido humano…»)
recitaba Charles, sonriendo, pero también suspirando. «Así ha sido mi vida, Mrs Maasdorp. Lo siento pero debo decirlo, lo siento».
Mrs Maasdorp tenía otro aliado natural, Jimmy Lister, un escocés de Umtali, factótum de una sección del Sindicato de Ferroviarios… blanco. Provenía de las luchas de 1930 en Clyde contra las fuerzas capitalistas, y era un apasionado socialista. No un comunista. Había conseguido lo imposible, también por la fuerza de su personalidad: que su sección apoyara a la Sección Africana. Cuando le preguntamos cómo se las había arreglado, porque necesitábamos saber cómo se hacía, nos dijo: «Me limité a dejarles que se salieran con la suya, eso es todo. Les dije que me avergonzaba de ellos como trabajadores, que no esperaran que yo les sacara las castañas del fuego si daban la espalda a los principios socialistas básicos». Y para demostrarnos que había avergonzado a sus colegas, obreros blancos, con unos versos de Burns, recitó:
«For a that, and a that,
It’s coming yet for a that,
That man to man the world over,
Should brothers be for a that».
«Para esto y lo otro
ya llega el momento
en que en todo el mundo
los hombres serán hermanos».
No tenía tiempo para poesía imaginativa, dijo.
Una escena en la oficinita de Mrs Maasdorp, abarrotada de gente. Tres pilotos en prácticas de la RAF recitan a Byron, Shelley, Keats, Blake, a Jimmy Lister, mientras Charles Mzingele —sentado en la misma mesa, algo sólo posible en estos círculos furiosamente revolucionarios— escucha y suspira y ríe: «Ah, sí, me gusta esto, me parece auténtico». Jimmy Lister, un hombrecito peleón, su combativo puño en alto, espera hasta que los tres privilegiados jovenzuelos, educadamente serenos, se paran y le contemplan, a la espera de que se rinda. Pero no va a ceder. «Och, weel, (En gaélico escocés, «ah, bien») es bastante bonito, sin duda, pero dadme Burns, Burns y sólo Burns». «Wee, sleeket, cow’ring timrous beastie», («Pequeña, lustrosa, cubriendo temerosa bestia.») recita el poema sobre el ratón, de corrido hasta el final. «Aquí lo tenéis, a ver si lo igualáis, igualadlo si podéis».
Allí sentado está Gottfried, con su pálido y elegante traje de hilo, y junto a él Mrs Maasdorp, como una ama de casa bien conservada, ambos irónicos, porque saben que tienen que hacer concesiones a las debilidades de la gente.
Jimmy Lister estaba casado con una mujer que no le aprobaba, como tampoco aprobaba sus principios. Se pasaba su vida laboral con hombres que le votaban pero que no le aprobaban. No era ni mucho menos el único de nosotros que encontraba allí un alivio temporal a su aislamiento. Más adelante metió la pata políticamente, he olvidado a propósito de qué —creo que apoyó al ala «reaccionaria» del Partido Laborista— y fue vilipendiado con todo el vitriolo que la izquierda utiliza con sus herejes.
Jack Alien, el viejo minero del Rand que se estaba muriendo de una enfermedad pulmonar provocada por el polvo de la mina, era el amigo íntimo de Mrs Maasdorp. Vivía en la frontera del barrio de color, en una minúscula casa siempre llena de niños negros, morenitos, y en la que era fácil encontrarse a Charles Mzingele y sus amigos, o miembros de la RAF de permiso, o a cualquiera de nosotros que tuviera media hora libre. Era de la generación de la abuelita Fisher, y lo que él recordaba no eran las marquesinas espectacularmente iluminadas ni las calles con latas ni las borracheras, sino las grandes confrontaciones en Johannesburgo entre capitalistas y obreros, es decir, obreros blancos. Y la pobreza, como la que yo vi con Stanley, el chófer de los Griffiths.
Una de las oleadas de jóvenes que fueron enviados a la colonia para formarse como pilotos estaba formada por estudiantes de Cambridge, que continuarían sus estudios interrumpidos cuando se acabara la guerra. Tres de ellos eran muy amigos nuestros. Uno era de clase obrera, como D. H. Lawrence, así le califiqué yo, en un contexto totalmente literario. Y así se veía él entonces. Otro era de familia burguesa y más tarde hizo una gran carrera en la Federación de Industria Británica. Otro había estudiado en Harrow, y decía que si uno sobrevivía a un colegio privado inglés podía sobrevivir a cualquier otra cosa; pero él no había sobrevivido. Le habían acosado muy cruelmente. Bebía en exceso. Dos de ellos habían sido amigos en Cambridge: los tres eran ahora buenos amigos. Para mí suponían una confirmación y una promesa. El típico sueño de cualquier joven: «Ah, si tuviera verdaderos amigos, alguien con quien hablar». Y allí estaban ellos. Los tres, que a fin de cuentas sólo iban a estar ahí unos meses, me cambiaron, me infundieron confianza, porque me acercaban a Inglaterra, el lugar al que yo podría ir algún día… y pronto, al minuto siguiente de finalizar la guerra. Una vez allí yo… podría, sobre todo, hablar… Qué agradable, hablar con los tres, hablar no con motivo de una discusión, argumento, confrontación, retórica, acusación, sino sencillamente por el placer de una conversación normal y amistosa. Hablar por puro placer. Habían llegado ya mucho después de que se evaporaran los ardores y las certezas del grupo y, en cualquier caso, el entusiasmo incondicional no era su estilo. Es su estilo lo que me interesa ahora. Eran la esencia misma del «Estamos defendiendo lo malo en contra de lo peor» y del «¿Qué otra cosa se puede esperar?». También era nuestro estilo, pero unos grados más intenso en ellos. Si algo salía mal —piezas de motores de avión mandadas al campamento de la RAF equivocado, o un error garrafal que había provocado escasez de víveres, o un parlamento en Londres más fatuo de lo habitual, o si aún se posponía el Segundo Frente—, nos reíamos, bromeábamos, nos burlábamos, hacíamos chistes sobre ello, nos encogíamos de hombros. Un suave, casi tolerante cinismo era general entre los de la RAF, porque todos sabían que defendían lo malo en contra de lo peor. Quizás ningún país pueda sumergirse en una década de una pobreza tan terrible —resultado de la Primera Guerra Mundial— como la de los años treinta en Gran Bretaña, y luego esperar que su población abrace una nueva guerra patriótica con puro fervor. Los tres compartían el estado de ánimo general de la RAF, pero había algo más: eran de Cambridge. Cambridge fue cuna de los famosos espías. No, no digo que aquellos tres fueran o pudieran ser espías, pero su tono o estilo especiales eran producto de aquella universidad. Incluso lo llamábamos «El estilo Cambridge» debido a ellos y a otros miembros de la RAF que provenían de Cambridge. Esta falta de confianza en su propio país —nuestra falta de confianza— era una especie de veneno. Este nivel de cinismo casi siempre se acerca al idealismo invertido o traicionado.
Lo que me hace volver a la pregunta: ¿por qué tenemos tantas expectativas? ¿Por qué nos sorprendemos tan amargamente cuando nosotros —nuestro país, el mundo— nos precipitamos a un nuevo barullo o a una nueva catástrofe? ¿Quién nos prometió algo mejor? ¿Cuándo se nos prometió algo mejor? ¿Por qué tanta gente de nuestra época ha experimentado emociones propias de niños traicionados?
Hoy pienso que podíamos haber elegido, con cierta razón, ver las cosas del siguiente modo. Gran Bretaña, gobernada por hombres débiles e incompetentes, se confabuló con Francia para permitir que el nazismo y el fascismo triunfaran en España, y permitió que Hitler se hiciera fuerte, a pesar de que ya había anunciado abiertamente qué se proponía hacer en Mein Kampf con toda exactitud. Churchill, que vio lo que sucedía, fue ridiculizado y marginado, y cuando al fin llegó al poder, Gran Bretaña no estaba armada ni preparada para la guerra. A pesar de esto, reunió sus fuerzas, libró la Batalla de Inglaterra en el aire, y la Batalla del Atlántico en el mar, hizo frente a Hitler cuando Francia se derrumbó. Luego, al tiempo que mandaba ejércitos al Norte de África, consiguió la muy notable hazaña de mandar —a pesar de los submarinos— cientos de miles, quizás millones, de hombres a Australia, Canadá, Kenya, Sudáfrica y Rhodesia del Sur, para preparar pilotos, un logro que seguramente nunca se ha igualado. Librábamos una guerra por tierra y mar en el Mediterráneo. ¿Nos podíamos permitir estar orgullosos? Podíamos, si nuestra disposición mental nos lo hubiera permitido.
Otra emoción nos paralizaba. La de que nada de aquello tenía que haber sucedido, la de que se habría podido prevenir. En el cine, contemplando cómo caían bombas sobre las ciudades, o al ver o leer sobre barcos hundidos, aviones derribados, tanques que explotaban, sentíamos una rabia enfermiza y paralizadora: por el despilfarro de recursos, de riqueza. Cuando veíamos caer una sucesión de bombas, pensábamos: Con esto se podría construir y equipar un hospital. O explotaba un tanque: Ahí va una biblioteca. Podíamos haber transformado el mundo con la riqueza que malgastábamos en la guerra. Hoy me gustaría saber si este sentimiento, tan intenso durante la Segunda Guerra Mundial, era nuevo: ¿éramos la primera generación que lo albergábamos? ¿Sentían de esta manera en guerras anteriores?
Hoy una incredulidad distinta y fatal nos aflige: no somos lo bastante inteligentes —la raza humana— para crear un mundo nuevo o ni siquiera prevenir la destrucción del viejo. Es una continuación de aquel antiguo cinismo, del ¿Qué otra cosa se puede esperar? que era la otra cara de nuestros ingenuos y descarados sueños.
Gottfried disfrutaba de la compañía de los hombres de Cambridge… hasta cierto punto. Con ellos podía hablar de historia y de ideas, pero le parecían poco claros, y su estilo divertido y casual le resultaba descorazonador, porque no podía participar de él. Los asuntos serios tenían que discutirse seriamente. Se sintió aún más solo por mi natural amistad con ellos, y criticaba nuestra forma de hablar de libros. No podía disfrutar de la literatura, sino que tenía que insistir en la consigna de partido. ¿Dónde estaba nuestra seria aproximación comunista a la literatura? Y, la verdad, ¿dónde estaba? Durante años en la Unión Soviética fue normal utilizar un lenguaje en situaciones oficiales, y otro distinto para fines corrientes. Hacía mucho tiempo que nuestro minúsculo grupo había desarrollado el mismo hábito. Nunca me he podido tomar en serio el realismo socialista. Me congratulo ahora de haberle plantado cara a Gottfried, a Nathan, a Frank Cooper —a cualquiera que adoptara «la consigna»—, pero esto no significa que yo no pudiera utilizar aquel lenguaje. Caso de encontrarme en un país comunista, ¿me habría enfrentado a las tiranías de «la consigna»? Me gusta pensar que sí. Puedo felicitarme por dudar al respecto, así como ante la pregunta: ¿Habría salido en realidad con los activistas y perseguido a los campesinos hasta la muerte durante la colectivización en Rusia a finales de los años veinte? Y, no obstante, sé que pocos consiguen resistirse a un imperante estado de ánimo, ambiente o «consigna». Nuestro grupito —en un país comunista— imagino que se habría resignado, por lo menos durante un tiempo, debatiéndose y angustiándose por gustos y definiciones literarias que podían significar encarcelamiento o incluso muerte.
En Salisbury, en Rhodesia del Sur —como en miles de ciudades en aquella época— nuestro grupo tenía posibilidades latentes. Fácilmente podía haberse convertido en una sociedad literaria. Todos confesábamos que queríamos escribir poesía, novela, narraciones. ¿Y en qué más se podía haber convertido? Muy pronto, descubriríamos que… Es un tópico de la sociología y la psicología que cualquier grupo, sea cual sea su primera inspiración, tanto política como literaria o incluso delictiva, acaba por ser religioso: «religioso» en un sentido amplio. Pero nuestro grupo había tenido sólo tiempo para discusiones y especulación. Éramos demasiado distintos, existía excesivo potencial para el cisma. Por la época en que llegaron los tres de Cambridge ya habíamos perdido a otros dos grupos de la RAF, es decir, de la RAF permanente, la tripulación de tierra, en su mayor parte obreros. No rompieron con nosotros. Se dejaban caer para tomar una cerveza, o recoger libros o panfletos. Tenían su propio grupo en el campamento. ¿Por qué no invitaron a los tres de Cambridge y a otros pilotos comunistas a formar parte de su grupo? Era una cuestión de clase, pero nunca lo hubieran reconocido: daban rodeos y se inventaban excusas. Consideraban que los pilotos, como nosotros los de la ciudad, eran gente de lujo y privilegios. Cuando le recordé a uno que Gottfried y yo vivíamos en habitaciones amuebladas y más tarde en un piso de una sola habitación, se rió de mí. De la misma manera que Charles Mzingele se reía de nosotros, como acariciando la cabeza de un niño: «Ya ves, así nos pasa a nosotros».
Este periodo, cuando los de Cambridge estaban con nosotros, una época con su aroma y gusto propios, pasó a formar parte de los fragmentos Mashopi de El cuaderno dorado, que acabo de releer. No hay duda de que la ficción es mejor que la realidad.