12

Nos mudamos de nuevo. Nos seguimos mudando. ¡Sin remedio! Éramos propietarios de nuestros vestidos, de nuestra ropa de cama, de una extraña butaca y de la famosa mesa, y de libros, montones de libros. Una pequeña furgoneta nos transportó a otra de las casas pequeñas. Todas estaban amuebladas de forma semejante. Si muchas granjas aún utilizaban muebles improvisados, karosses, cortinas de sacos de harina, estantes de cajas de gasolina, en la ciudad los muebles de «tienda» eran la regla. Un kaross era un homenaje consciente al mundo rural. Había aquel tipo de sillas cuyos respaldos se ajustan con muescas, sillas de rejilla de paja. También cuadros de Jacarandas, crepúsculos, kopjes, leones, nativos, elefantes e innumerables gamos levantando la cabeza para contemplar al espectador. Pero no importaba. No iba a quedarme en esta vida, me decía, desesperada, atrapada, pero comportándome con exquisitez, haciendo todo lo debido, a pesar de que el niño me agotaba. Desde el momento en que se despertaba con un grito a guisa de saludo al maravilloso nuevo día, hasta la noche, en que costaba que se durmiera, nunca estaba quieto. Incluso ahora, cuando veo algún bebé dócil encantado en su cuna, recuerdo a John a la misma edad y me maravillo. Literalmente, apenas si lo podía tener en brazos. No formaba parte de su carácter que le arrullaran. Tampoco le gustaba que le hiciera dar saltitos sobre las rodillas. Parecía aceptarlo como algo que no tenía más remedio que dejarse hacer. Le encantaba tenderse en el suelo, sus piernas como las de un ciclista, o que Frank le subiera en brazos, aunque incluso a él le costaba dominar aquellas extremidades inquietas, o de pie sobre mi muslo mientras yo le sostenía. Cada comida era una experiencia penosa porque quería aguantar la cuchara y se enfadaba por no poder hacerlo, intentaba agarrar el biberón, y chillaba cuando se le escurría. Los hijos de las otras mujeres dormían por las mañanas y por las tardes, pero él no. Cuando Frank se iba a su oficina a las siete y media, en ocasiones yo ya estaba paseando a John por las calles, porque el movimiento le tranquilizaba. Y hacia las diez aproximadamente estaba preparada para aquellos tés matinales que yo despreciaba. Las mujeres jóvenes se daban cita unas en casa de las otras, con sus bebés y niños pequeños. Se suponía que yo tenía que ser amiga de las esposas de los colegas de Frank. Era un grupo de unas diez mujeres. He narrado el ritual del té de la mañana en Un matrimonio convencional, pero si lo escribiera sobre la gente ahora, le daría más énfasis, subrayando cómo fomentaba que nacieran más bebés. Una del grupo acaba de tener un bebé, y allí está con aquella cosita, la cabeza desvalida apoyada en el hombro de ella. De repente tu pequeñito se ve enorme, incluso inmenso. Recuerdas la intimidad que tuviste con el bebé. Quizás habrías dicho antes: «Aún no voy a tener otro hijo… o quizás no lo tenga nunca», pero de repente, con la criatura en brazos, te pones «melancólica». «Ah, por favor, me pongo melancólica»… y rápidamente devuelves la peligrosa criatura a su madre, quien parece la persona más envidiable de este mundo, a pesar de estar deformada por el parto y por darle el pecho. Pero es demasiado tarde. Las hormonas han recibido una sacudida y estás perdida. Muy pronto anunciarás en algún té matinal: «¡Estoy embarazada!». «¡No me digas! Pero si dijiste… ah, qué envidia. ¿Para cuándo?»

No importa si te gustan o no aquellas mujeres, o si les gustas a ellas. «¡No tenemos nada en común!» No me hagas reír, tenéis la base biológica en común, sois mujeres jóvenes que os reunís y ya es bastante. Hoy en día todos sabemos que entre mujeres que se ven continuamente se dan casos de periodo sincronizado, y esto es sólo el principio. Ahora sabemos que al cabo de pocos momentos de estar juntos los miembros de un grupo, sus ondas cerebrales se sincronizan (La danza de la vida). Ah, desde luego, hay que vigilar de quién te rodeas, pero las mujeres jóvenes en período de lactancia pasan todo el tiempo con otras. Si el bajo índice de nacimientos es algo que preocupa a un país, que procuren que mujeres en tiempo de lactancia se reúnan un par de horas diarias. Yo me aburría, me rebelaba, odiaba las reuniones matinales para tomar el té. Las anhelaba y me odiaba por anhelarlas. Volvía a casa y le contaba a Frank que prefería morir antes que asistir a otro. Pero al día siguiente iba. Para empezar, a John, sociable desde el principio, le encantaba, le interesaba, tenía que contemplar qué pasaba. «A John, mirad a John, andará a gatas en cualquier momento».

Teníamos un «boy», un criado. Todos tenían uno. Limpiaba las dos o tres habitaciones hacia las ocho de la mañana, y cotilleaba con sus amigos en la parte trasera. Preparaba la comida. Frank volvía con gente de la oficina para el almuerzo y comíamos y, sobre todo, bebíamos. Después del almuerzo yo paseaba interminablemente a John en el cochecito por el parque y las calles. A última hora de la tarde nos llevábamos a John al Club con nosotros o a casa de amigos. Allí estaba el muchachito, todo inteligencia, contemplando lo que pasaba y siempre intentando levantarse, o trepar y sobrepasar a cualquiera que le tuviera en brazos. «Eh, Tigger, mira esto, debes estar agotada». «No, no pasa nada». Decía llena de modestia, aunque agotada. Si —raramente— nos quedábamos en casa, la gente se dejaba caer y el criado nos preparaba comida. Era su costumbre esperar hasta que sus patronos volvían de las copas de la tarde, por si había que preparar algo de comer. Esto significaba que entraba el té de la mañana a las seis, no tenía nada que hacer la mayor parte de la mañana y de la tarde, pero podía estar levantado hasta las nueve o las diez de la noche. Se desconocían las horas de trabajo reglamentarias. Frank y yo pagamos más de lo habitual a los criados en todas partes donde estuvimos, arriesgándonos a la ira de los vecinos. «Los viciaréis. No debéis darles rienda suelta». Las mismas palabras que se utilizaban con los bebés de meses, en realidad. «Tenéis que hacerles saber quién manda».

Todos los hombres que Frank traía a casa por lo menos me aventajaban en diez años. Yo era la guapa mujercita de Frank y él estaba orgulloso de mí. Me gustaba que me admiraran, tanto a mí como a mi pletórico hijo. El hombre al que más recuerdo era un escocés, colorado, delgado, irónico, un agente de bolsa, Sonny Jameson, cuyos comentarios sobre aquella ciudad de provincias distaban mucho de los estereotipos sobre la Preservación de la Civilización Blanca o Mejorar a los Nativos, que aún dominaban en el Rhodesia Herald y en la mayoría de las personas que conocíamos. Leía. Me pidió prestados mis libros de la colección Everyman. Me prestó los clásicos latinos. Si yo quería comprender Rhodesia del Sur, decía él, entonces debía leer a los clásicos: las actitudes de nuestros administradores no eran muy distintas a las del procónsul romano en una colonia de África del Norte o Este. Sesuda lectura para la esposa de un funcionario. Él no hacía este tipo de comentarios en presencia de otros.

«Cuando se está en las provincias, se aprende a tener la boca cerrada».

Otra cosa memorable era que se bebía, decían, una botella de whisky diaria. La verdad es que apenas comía. Durante años supuse que llevaba muerto mucho tiempo, pero luego me enteré de que estaba vivo y próspero. Seguro que esta historia no complacerá a los dietistas.

Stendhal —el Stendhal de El rojo y el negro— era mi amigo y mi aliado. Es el autor ideal para alguien que se siente totalmente atrapado.

«En las provincias…» así podía empezar una dosis fatal de odio hacia la mediocridad, y me identificaba con su lista, saboreando desprecio.

«En las provincias todas las lenguas excepto la inglesa son guturales», volví a oír en Harare, en 1992: «La alemana es tan gutural».

«En las provincias cualquier mujer con ideas propias es una pedante».

«En las provincias cualquier alimento no inglés es grasiento». La verdad es que esto último ya ha pasado a mejor vida.

Cuando John cumplió los nueve meses, a punto de echarse a andar, decidimos tener otro hijo. Pero la mitad de mi ser sabía que no iba a seguir con aquella vida. No tenía un plan o programa serios. No, meramente soñaba con una vida junto a almas gemelas en París o Londres. Yo no formaba parte del lugar donde vivía. No obstante, nadie lo hubiera notado porque aparentemente yo me las apañaba muy bien. O, mejor dicho, Tigger, brillante, despreocupada, divertida, una mujer joven, competente y atractiva. «Tigger Wisdom la lista» podía hacer comentarios que provocaban una incómoda risa, o decir: «Ten corazón, hombre, ¡esto no es justo!», pero vivía aquella vida como si hubiera nacido para ella. ¿Fui yo quién decidió tener este segundo hijo? Probablemente. Pero era el Zeitgeist. Nos rodeaban jóvenes parejas que decían: «Tengamos otro, liquidaremos esto ahora que aún somos jóvenes». Tres o cuatro años antes había asegurado: «No voy a traer un hijo a este mundo, ¡no temas!». No obstante, mientras Frank y yo analizábamos los problemas del segundo hijo, ya hablábamos de cómo cargaríamos los dos niños en brazos y vagaríamos por el Sur de Francia, o viviríamos en París.

Me quedé embarazada a la semana de dejar el diafragma. Este método de control de la natalidad se considera hoy demasiado antiestético, pero funciona. El caso es que hay que utilizarlo habitualmente. Algo fácil dentro del matrimonio, pero nada fácil en una vida de historias y aventuras. Inmediatamente me mareé y padecí indigestiones matutinas, aunque sabía que pronto pasarían. Y allí estaba John, que empezó a andar sin pasar por el estadio intermedio de arrastrarse, y corría por todas partes; más tarde se dedicó al vecino vlei —hoy ya desaparecido debajo de edificaciones— y a pesar de que yo corría con rapidez, pronto le perdía de vista. Iba de casa en casa llena de pánico, suplicando a la gente que mandaran a sus criados a buscarle. Al cabo de una hora aproximadamente aparecía un grupo de negros con John dando sacudidas entre sus brazos, y se admiraban de que aquel niño ya se debatiera para que le bajaran y poder correr de nuevo. No sabía qué hacer con él. Tirantes y ataduras herían sus sentimientos. Si le ponía los arreos para atarlo a una correa, me lanzaba una mirada que decía: «Se supone que eres amiga mía, ¿cómo me puedes hacer esto?». Indignidad, incredulidad, acusación, exclamaciones de indignación, seguidamente lágrimas. En mis brazos, rígido de emoción, sollozaba, lanzándome miradas del reproche fruto de la incomprensión. Por tanto había que llevarlo al parque, donde corría sin restricciones entre los lechos de flores, gritando de gusto. Luego yo le cogía, por miedo a que se escapara del parque, y hacía que se sentara en su cochecito, donde inmediatamente se ponía en pie, de espaldas a mí para poder ver adonde iba.

Le paseé en cochecito por todas partes, durante horas y horas. O así me lo parecía. No hay aburrimiento como el de una mujer joven e inteligente que se pasa el día con un niño muy pequeño. Mientras empujaba el cochecito, escribía poemas mentalmente.

RAIN

Rain-clouds rest on the trees of the higher town,

Here rain sweeps off the rusting tin,

Beats again the patched shutters,

Batters the leaning roofs.

Storm water scours the gutters,

Flooding away banana skins,

Straw, sweepings, filthy and dirty rags,

Gurgling through in broken bottles,

Creeping beneath the crazy floors.

Already walls show patches of damp.

Thin faces of children

Peer through cracks

To their playground the street.

Soon, when the street lamp shines down

Gold, crimson and blue Will wash across the tarmac.

But now, through the grey rain

And grey steam that drifts up from the street

A small black child runs shivering

Clutching his rags and a milk bottle

To the better house among the trees

Where the hen-voice impatient shrew

His white mistress is waiting.

LLUVIA

«Nubes de lluvia descansan sobre los árboles de la parte alta de la ciudad,

aquí la lluvia se lleva la lata oxidada,

golpea las contraventanas remendadas,

bate los tejados inclinados.

El agua de la tormenta busca las alcantarillas,

se lleva nadando pieles de plátano,

paja, heces, porquería y trapos sucios,

gorgoteando entre botellas rotas,

trepando bajo suelos disparatados.

Ya las paredes muestran manchas de humedad.

Magras caras de niños

miran por rendijas

su patio de juegos, la calle.

Pronto, cuando se apague la farola

oro, carmesí y azul

limpiarán el alquitranado.

Pero ahora, a través de la gris lluvia

y el gris vapor que sube de la calle

un niño negro corre temblando o

sujetando sus harapos y una botella de leche

hacia la casa distinguida entre los árboles

donde la impaciente arpía con voz de gallina,

su patrona blanca, le está esperando».

Esta poesía tan convencional me supuso muchos problemas con Frank. Me dijo indignado que yo era injusta. Mostró la poesía a su hermana Mary, y también ella dijo que yo era injusta. Pero la indignación de él era teatral. Su cara, acusadora; su mirada, furiosa y ofendida. Fue entonces cuando empezó un ambiente de falsedad, de irrealidad, en un principio sólo intermitente. Cuando un hombre considera amenazadores el trabajo o los intereses de su mujer fuera del matrimonio, suele expresarlo indirectamente. Frank siempre estuvo de acuerdo en que yo buscara un trabajo, cuando llegara el momento; en que yo escribiera, cuando pudiera. Pero yo me alejaba de él, con gran rapidez, y él lo percibía, a pesar de que yo no podía ser más cariñosa, agradable, dispuesta a complacer. El instinto de las mujeres de agradar, que confunde a los hombres, también confunde a las mujeres. La verdad es que yo no entendía por qué él estaba malhumorado, y me preguntaba: «¿Por qué eres tan injusta conmigo? ¡Pues no nos va tan mal a nosotros!», mascullaba. No obstante, Frank pensaba que sí, que a nosotros —en particular a las criticonas esposas blancas— nos iba mal, y se mostraba crítico con la «superioridad» blanca. Más tarde tuvo que pagar las consecuencias de ello. A partir de entonces hasta el final del matrimonio hubo momentos, imprevisibles y peligrosos, en que él estaba malhumorado, a veces durante días, furioso, compadeciéndose, lleno de reproches y siempre sobre cosas que los dos sabíamos que no venían al caso. Mientras tanto yo me mostraba brillante, falsa, «razonable»… hipócrita.

Sus iras no sólo las provocaba yo, sino también no haber ido al Norte, al desierto, con sus amigos. En cuanto regresaba a casa desde la oficina, ya se quería ir al Sports Club. Bebía mucho. Ninguna novedad al respecto. Es increíble lo que llegábamos a beber todos nosotros, pero así era. En los años veinte —es decir, después de la Primera Guerra Mundial— beber demasiado no sólo estaba permitido, sino que se consideraba algo elegante, inteligente… de moda. Hay testimonios de ello en todas las novelas, memorias, historias de la época. No sólo en las colonias se bebía demasiado. La cultura de Rhodesia del Sur era una cultura de bebida. Hoy todos estamos obsesionados con la comida, leemos sobre comida, seleccionamos lo que hay que comer, dejamos a veces de comer durante días. Entonces bebíamos, dejábamos de beber, bebíamos cerveza y no alcohol, bebíamos alcohol y no cerveza, decidíamos no beber hasta las seis de la tarde y la hora de los sundowners. Se podía mandar al cuerno a amigos íntimos exigiéndoles que dejaran de beber, pero todo el mundo sabía que aunque volvieran a la terraza tomando bebidas sin alcohol, después de «abandonar la bebida» para siempre, al cabo de pocos meses estarían enganchados de nuevo. El Sports Club empezaba a resultarme casi insoportable, pero Frank quería que yo le acompañara, y también su hijo. Yo estaba cansada. Me encontraba profundamente agotada. Nunca en mi vida me he sentido tan cansada.

Y, no obstante, estar cansada no figuraba en mi orden del día. ¿Por qué tenía que estar cansada?

Y cuando mi madre llegaba precipitada desde la granja, para decirme que era una irresponsable al tener otro hijo tan pronto, yo me defendía: por qué una mujer joven y fuerte no podía tener un hijo tras otro, todas las mujeres negras lo hacían, ¿no? «Ay, cariño…» Y se iba a quejarse a mi padre, pero en aquellos tiempos él estaba demasiado enfermo para escucharla.

Una vez más yo me dedicaba a confeccionar vestiditos y peleles, llenando cajones con pañales que John ya no llevaba. No era de los que se conforman con tener el trasero húmedo. Sin demasiado esfuerzo por mi parte, se acostumbró a «utilizar el lavabo». O sea, a estar «limpio».

Pasaron los meses. Nos encontramos en 1941, la phoney war ha tocado a su fin, bulle la guerra por toda Europa, los alemanes invaden Rusia, y todo el mundo dice que esto será el final de Rusia, porque sus tanques están hechos de cartón. Nada marcha bien para nosotros, los aliados. No se puede parar a Hitler, según parece.

Justo antes del nacimiento de mi hija, se firmó la Carta Atlántica, una muestra de espectáculo bélico que nunca ha sido igualada en cinismo. Roosevelt se encontró con Churchill en medio del Atlántico, durante el peor periodo de la guerra, mientras Rommel aún cosechaba éxitos en el Norte de África. Todos los que estén interesados en hasta dónde pueden llegar los mandatarios en su desprecio por sus súbditos deberían estudiar la Carta Atlántica. Todos los beneficios para la humanidad que se puedan imaginar se incluyen en ella. Paz. El derecho al trabajo. Libre circulación por todo el mundo. Suspensión del hambre y del miedo. Derechos democráticos. En la Carta Atlántica se nos promete un paraíso para todos nosotros. Su pariente inmediato era la Declaración Norteamericana de la Independencia. «Sabemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres han sido creados para ser iguales; que su Creador los ha creado con ciertos derechos inalienables. Entre ellos, la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». Creo que el cinismo de la Carta Atlántica fue una de las causas de la derrota de Churchill después de la guerra. La Fuerza Aérea encontró infinitas maneras de mofarse de ella; la gente que había escapado de la sombría y terrible pobreza de Gran Bretaña en los años treinta, sólo debido a la guerra, para encontrarse en aquel exilio en Rhodesia del Sur… no encontraban divertida la Carta Atlántica. A mí no me parecía divertida; sólo digna de una sombría sonrisa de ¿Qué otra cosa se podía esperar? Sonny Jameson ironizaba sobre la Carta. Frank, a quien le resultaba fácil admirar a la autoridad, la defendía. No muchas cosas, en lo tocante a la venalidad política, pueden ya sorprenderme, pero incluso hoy la Carta Atlántica sigue consiguiéndolo.

Si se están preguntando por qué tanto desprecio hacia estas promesas de paraíso terreno, cuando sólo al cabo de un par de años yo, como comunista, iba a prometer lo mismo, la respuesta es que nosotros, los rojos, creíamos en nuestras visiones. Churchill y Roosevelt no podían haber creído en la Carta Atlántica. Ellos eran cínicos, nosotros estúpidos.

Mi segundo accouchement no fue lo que esperaba. Lo aclaro por lo que dicen de que es la actitud mental la que determina el curso del embarazo. Me enfrenté a mi primera gravidez (como se solía denominar, muy adecuadamente, porque una podía pasarse meses en la cama) sin preocuparme por nada, sin esperar dolor, o dificultad, debido a mi arrogante salud joven. Pero el dolor fue terrible; luego el bebé acabó con mis fuerzas, probablemente por la exuberante salud que heredó de mí. Y por tanto en esta segunda ocasión yo estaba preparada para un parto doloroso y otro bebé peleón. Una vez más en la clínica Lady Chancellor, la mandona enfermera jefa, las alegres enfermeras que se aseguraban de que madres y retoños se vieran lo menos posible. Estuve en una habitación al otro lado de la entrada, la gemela a la que había estado antes: la vida en las pequeñas ciudades ofrece repeticiones que no sospechan los habitantes de las grandes ciudades. Ingresé, como la otra vez, por la noche, debido a ciertos dolores que ya conocía, que se pueden distinguir de otras punzadas, dolores súbitos, sensaciones, presiones de finales del embarazo, y por una inconfundible oleada de energía. La naturaleza, con su sabiduría, nos la procura. Entré en la habitación sola, después de bañarme y —naturalmente— afeitarme. Como siempre la clínica estaba saturada. «Pórtate bien», exclamaban las enfermeras, asomando sus sonrientes cabezas por la puerta.

Quería estar sola. Paseé, paseé toda la noche, fui a ver a los bebés que en un principio aún estaban dormidos, pero luego los evité cuando empezaron a berrear, un par de horas antes del momento de la lactancia. Miré por la ventana hacia las estrellas. Me pregunté cómo se las estaba arreglando Frank con John. Luego, a las diez de la mañana, entraron el médico y las enfermeras, y al cabo de media hora el bebé ya había nacido. Yo aún estaba esperando que empezaran los dolores del parto. Pocos dolores antes del cloroformo. Me mostraron a una niñita, más pequeña que su hermano, y que era evidente que estaba hecha de distinta pasta, una cosita bonita dispuesta a que la tuvieran en brazos y la acunaran. Pero: «Pronto se cansará de ella». «Por favor, enfermera, no se la lleve». «Bien, pero sólo un minuto». Los minúsculos labios cerrados sobre el pezón, de nuevo el milagro, con la vida que sabe exactamente lo que hay que hacer. Las enfermeras a mi lado, frunciendo el entrecejo. «No tiene aún la leche suficiente, ya lo sabe. La tendrá mañana». Y se llevan triunfalmente al bebé, y me dejan, preparada para llorar hasta quedarme sin lágrimas, en mi cama. Hubo otra vuelta de tuerca. La matrona prohibió que hermanos y hermanas visitaran al recién nacido, a causa de una infección. John vino con su padre y tuvo que quedarse al otro lado de la ventana sobre la grava, por lo que levanté al recién nacido y le saludé con la mano. Me sentía desgraciada. Él se sentía desgraciado. No puedo imaginar nada que provoque más celos al hermano del bebé, ni más ansiedad a una madre. Fue lo peor del segundo parto.

Al atardecer Frank me visitaba junto con otros padres. En el instante exacto en que la hora de las visitas tocaba a su fin, la enfermera jefe aparecía por la puerta. «Vamos, papaítos», exclamaba, coqueta pero severa, «ya basta. Voy a hacer sonar la campana. Ahora dejen descansar a sus pobres esposas».

Y repicaba la campana por todo el edificio, mientras los bebés chillaban.

La pregunta se impone: si el lugar era tan horrible, ¿por qué volviste allí? Ciertamente es una buena pregunta. La verdad es que no supe hasta más tarde lo horrible que era el lugar. Y «todos» lo utilizaban. En realidad no había otro lugar. No recuerdo partos en casa. Hablo, naturalmente, de mujeres blancas. Por lo que se refiere a la pasividad femenina, y buena parte de mi conducta se debía a ella, creo que a los hombres tampoco les falta pasividad cuando se trata de médicos.

Me instalé en una habitacioncita bastante oscura, cuidando de Jean mientras John tiraba de mí, intentando que la dejara a ella y lo eligiera a él. Recuerdo que yo pensaba: Eso significa que, pese a todo, él me quiere un poco… y él aullaba y se revolcaba, por lo que yo dejaba a la niña e intentaba consolarle. Y así días… y días. Yo estaba tan cansada. Ahora me pregunto cómo podía aguantar. Las jóvenes madres deben de estar provistas de cierto tipo de fluido u hormona que les permite soportarlo.

Nos mudamos una vez más. El caso era que los propietarios de casas solían cobrar el doble al ejército y a los de la RAF, que empezaban a inundar la ciudad. Frank dijo que estaba harto de tirar el dinero en casas alquiladas, mejor invertirlo en una hipoteca. En pocas palabras, íbamos a entrar a formar parte, tal y como lo considerábamos entonces, de la privilegiada clase media. ¿Cómo pude casarme con un Prohombre de la Patria? No le había considerado como a tal. Me sentía esposada en las muñecas y con cadenas en los tobillos. Pero sonreía y parloteaba. Tigger era siempre cariñosa y afectuosa y competente.

La casa era propiedad de unos viejos amigos de Frank. Todo cuanto alquilamos, arrendamos, compramos, fue a través de amigos de Frank: a fin de cuentas él había vivido en esta ciudad durante más de quince años. Compramos la casa amueblada, con cosas mucho mejores que las que nosotros teníamos. Los muebles eran ostentosos, pero las habitaciones no podían gustarme de ninguna manera: rosa y verde pálido, con zarazas suaves y alfombras oscuras. Todo parecía ligeramente descascarillado, o cascado, o descolorido. La sensación que me producía la recreé en algunas habitaciones soñadas de Memorias de una superviviente. La mujer a quien Frank compró la casa era Mrs Tennent. Aparece en Un matrimonio convencional, pero con muchos cambios. Pero si los hechos están cambiados para ajustarse a la trama, el papel que esa mujer desempeñó en mi vida no. Trataba a Frank como a un hijo y pensaba que yo llegaría a ser una buena nuera, convenientemente instruida.

La casa era de las grandes, una de las mejores casas de las avenidas. Las primeras casas que se construyeron en Salisbury eran de un solo piso, de ladrillo, con tejados de hierro ondulado y varias terrazas. Las nuestras eran muy espaciosas. Tras la terraza delantera, donde había mesas y sillas, estaba el salón, una muestra de buen gusto improvisado, un comedor, y en la parte trasera un amplio dormitorio y dos pequeños. También había una amplia terraza cubierta, como otra habitación, donde estaban la nevera, la mesa de la plancha, cochecitos de niño, sillitas de ruedas, accesorios de jardín y butacas por si se quería descansar. Daba a la cocina, a la alacena y al baño. Tres criados, cocinero, «boy» y piccanin, este último un niño de diez años que lustraba los zapatos, hacía recados, algo de jardinería y ocasionalmente vigilaba al bebé. Una vez más les pagábamos mucho más de lo habitual, y una vez más las amas de casa aparecían llenas de reproches o furiosas para decirnos que estábamos echando a perder a los nativos. Tras la casa, a lo largo del pasillo con los pozos negros, donde por la noche se acercaban los carros que se llevaban el contenido de los baldes de los lavabos, estaban las habitaciones donde vivían los criados. A nuestra casa le correspondían dos. Todo el mundo sabía que en aquellas habitaciones vivía más gente de la prevista. En ocasiones la policía daba una redada para echar a esposas, novias e incluso niños de visita, que provenían del campo. No había manera de evadir a la policía porque toda persona negra llevaba un «situpa» donde figuraban detalles acerca de la identidad y el empleo. De todas las leyes impuestas por los blancos ésta era la más odiada. A nosotros los criados solían pedirnos que les escribiéramos un papel en el que diéramos permiso para quedarse: cuando digo «nosotros» quiero decir los progresistas, puesto que nuestra familia era revolucionaria comparada con la mayoría. La gente que venía a casa tendía a creer que «no se trataba con justicia a los nativos». Tenía que existir un sueldo mínimo, era en interés de los blancos por lo que había que mejorar sus condiciones, las leyes anteriores eran injustas. Durante las comidas hablábamos de estos temas, y también durante los sundowners, con la flema que corre pareja a la posesión de una reconocida posición política: seis años antes era algo sedicioso.

Nunca fui a las habitaciones de los nativos, porque creía que no era asunto mío lo que pasaba allí. En una ocasión, recabada la presencia de fumigadores para zafarnos de piojos, eché una ojeada: cada pequeña habitación tenía dos armazones de hierro para camas, con colchones y mantas y sábanas toscas. Las camas casi llenaban la habitación. Había ropa en las perchas de las paredes. Nuestro cocinero preparaba la comida de los criados en nuestra cocina: en la mayoría de las casas se cocinaba en un fuego en la parte trasera del jardín.

El cocinero cocinaba… nada más. El «boy» limpiaba y hacía la colada. La mayor parte del día los hombres se sentaban sobre cajas delante de las habitaciones hablando y fumando, con amigos de otras casas. Eran puestos de trabajo codiciados. Todos los días había hombres en la puerta trasera pidiendo trabajo. No se podía imaginar un sistema más ineficaz, pero por lo menos permitía que los hombres que querían estar en la ciudad vivieran allí legalmente, con comida y alojamiento. Les comprábamos sus cereales. Les comprábamos verduras, granos y cacahuetes. Comían carne dos veces por semana. La «carne para el servicio» era un bisté de carne picada, carne para asar, corazón, pedazos con nervios de las patas. Se llevaban buena parte de nuestras provisiones, con el consentimiento de todos. Todos los días, sobre la mesa de la cocina, se dejaban pan seco, pastel seco, restos de budines, restos de lo que fuera. «Puedes tomártelo, Indaba». «Gracias, Nkosikas». Apenas si recuerdo a aquel hombre que resistió todas mis tentativas de cordialidad, sin duda pensando que eran demasiado burdas para molestarse en tenerlas en cuenta.

Las verduras que compraba para los «boys» incluían batatas, col, tomates, espinacas, zanahorias; sólo diez años antes mi madre había intentado que los del «recinto» utilizaran verduras de nuestro huerto, por el bien de su salud, pero no lo consiguió.

Nuestros criados ya no llevaban los harapos corrientes en las granjas. El cocinero llevaba pantalones caqui, camisa, zapatos, y tenía una chaqueta. Lo mismo el «boy». Al piccanin le tuvimos que comprar pantalones cortos y camisa y chaqueta porque llegó en harapos. Se llamaba Matches.

¿Y qué comíamos nosotros? Sí, seguíamos con el sorprendente régimen de los británicos en el extranjero. Todas las mañanas abundantes gachas, huevos, tocino entreverado, fruta, tostadas, mermelada de naranja. Por entonces yo ya me había zafado del desayuno y me habían advertido que padecería las consecuencias. El almuerzo consistía en buey asado, frío o caliente, o pastel de carne picada o macarrones, y patatas y verduras y ensaladas, al estilo inglés, sin aliñar y sin hierbas. Budín. Queso. Yo preparaba budines y pasteles, aunque el cocinero no lo soportaba. Estaba orgulloso de sus habilidades, y le gustaba decir que yo les ponía demasiada harina o vainilla, pero le encantaba cuando yo le enseñaba algo nuevo. Los hombres venían a tomar el té. Pasteles, bollos, bocadillos. Un té inglés completo. Cuando íbamos al club para los sundowners, solíamos volver a casa con seis, siete y ocho personas para cenar. «Seremos siete para la cena», le decía al cocinero, quien se limitaba a añadir algo en lo que estaba preparando. «Sí, ama». «Sí, Nkosikas».

¿Y en qué colaboraba yo en todo esto? Hacía lo que debía bastante bien. Nos despertaban con té a las seis de la mañana. Después de lavarnos y vestirnos, desayunábamos a las siete. Seguidamente el cocinero entraba con el cuaderno de pedidos. Yo telefoneaba a las tiendas, o escribía lo que precisaba en los cuadernos que habían devuelto con el pedido del día anterior. El cocinero se plantaba a mi lado, esperando: «No tenemos cerillas… naranjas… harina… azúcar…». «Gracias, ya tenemos de esto». «Y la carne de los criados no era buena ayer». «Se lo diré». Aparecía el «boy» y decía: Necesitamos cera, necesitamos jabón, necesitamos velas.

Y después debería haber ido, como correspondía, a las reuniones para tomar el té. Pero yo ya no aparecía por aquellas habitaciones estrechas, porque tenía muchas cosas por hacer. Me ocupaba del jardín y cosía toda la mañana. Preparaba el pequeño equipo de John y de la niña, las camisas y los pijamas de Frank, todos mis vestidos y ropa interior, y los delantales y camisas de los criados.

Cuando asistía a una reunión de mujeres me veía incapaz de callar mis ideas. Era del dominio público que tenía todas aquellas ideas peligrosas… pero ¿qué ideas? Más bien eran una mezcla de emociones. En ocasiones, cuando me entrevistan, me preguntan: ¿cómo, con la educación que había recibido, pudo comprender la sociedad en la que vivía? La respuesta es: no la comprendí. Piensan aún, según parece, en la niña, de unos diez años, que afirmaba: Ésta es una sociedad profundamente injusta, y ¿cómo puede ser que una pequeña minoría blanca de cien mil esclavice a una mayoría negra de medio millón? Pero ni siquiera hoy sé cómo explicar aquello en lo que vivía, sólo sabía lo que yo sentía, y esto es algo muy distinto. Vivía la mayor parte del tiempo en un estado de incredulidad. ¿Cómo es posible que las cosas sean así? Podía partirme de risa por la incredulidad que me provocaba el Rhodesia Herald durante el desayuno. «¿Dónde está la gracia?», pregunta el joven marido, que se levanta para tomar parte en el gobierno del país. «¡Mira esto!» le pido, pasándole el periódico. Está de pie, tragándose el último sorbo de té, leyendo. «Hummm… no es muy inteligente, estoy de acuerdo». Frank tartamudeaba un poco, algo que tal vez empezó como una tentativa para adquirir gravedad cuando era un hombre muy joven que trabajaba con hombres de más edad. La página de las cartas al director era particularmente hilarante. «Quiero protestar por la costumbre de utilizar a las mujeres kaffir como niñeras. ¿Queremos que nuestros hijos crezcan como los kaffir? —Madre Indignada». «Con todos estos extranjeros y socialistas de Gran Bretaña llegados a nuestro país, corremos el peligro de que los nativos alberguen todo tipo de ideas indeseables. ¿Qué medidas tomarán las autoridades para prevenirlo? —Demócrata». «Frank, ¡mira esto!» Él se ríe. «Bien. Ten-ten-tengo que irme a la oficina. Te veré en el almuerzo». Me quedaba en la mesa del desayuno bebiendo té, meciendo con una mano el cochecito de Jean, una y otra vez, leyendo el Rhodesia Herald. No es posible. Pero a la incredulidad le sigue la ira, a la que sigue un ¿Qué otra cosa se podía esperar? que te hipnotiza hasta paralizarte. ¿Y qué medidas podía tomar yo? Por entonces ya comparaba a las mujeres jóvenes de las reuniones para tomar el té con mi madre… no la mujer de entonces, la derrotada e infeliz esposa de un hombre moribundo, sino la que había sido. En ningún momento de su vida se habría sentido feliz sentada toda la mañana hablando de bebés, hombres, costura, calceta, comida, servicio y exclamando: «¿Quién querría ser mujer?». Entre mujeres como mi madre, la abuelita Fisher y mi suegra y aquellas esposas de funcionarios existía un abismo que me hacía perder toda la fe en mí misma. No se nos pedía nada… ésta era la cuestión. Ninguna trabajaba, ni llegaba a plantearse tal posibilidad. Tendrían dos o tres, posiblemente cuatro, hijos, cuidarían de la casa, confeccionarían la ropa de todos, y en la madurez se dedicarían a obras benéficas. Así lo veía yo, pero en realidad el Destino tenía otros planes, porque fueron estas mismas mujeres las que en la Guerra de Liberación, treinta años más tarde, empuñaron armas para defender su estilo de vida. ¿Y qué hacían los bebés? Cuando John estaba en el jardín era feliz jugando con el piccanin. Risas cuando se escapaba a la calle y tenían que darle alcance y hacerle volver. Pero, a fin de cuentas, no siempre podía estar en el jardín. Dentro de casa, ya no era un niñito de buen humor. Se mostraba suspicaz, airado, celoso. Cuando yo cuidaba de la niña, se abalanzaba a veces contra nosotras, los puños en alto. O aullaba de rabia y se sentaba en el suelo mirando ferozmente a un ángulo de la habitación, traicionado. Cuando la niña tomó el biberón, la situación no mejoró. No le podía dejar a solas con ella. No era el mismo niño. En cambio, Jean era cariñosa y dócil, dormía cuando debía, exactamente como el niñito al que yo había cuidado —no hacía tanto tiempo— en una casa no lejos de aquí.

Yo no me encontraba bien. Probablemente estaba anémica. El médico dijo que una mujer con un recién nacido y un aprendiz de andarín —una palabra interesante para John— era lógico que acabase cansada. Durante todo aquel tiempo nuestra incansable vida social siguió su curso. Nunca se me ocurrió no beber, o dejar de fumar. Estaba en mi derecho. Además, no me embriagaba, ¿verdad? Un poco colocada en ocasiones. Cuando Frank volvía de la oficina para el almuerzo e inmediatamente sacaba las cervezas, las botellas de ginebra, las tónicas, si yo me negaba, él exclamaba: «Pero si sólo se vive una vez». No podía comer más sano, pero aparte de esto, no hacía nada inteligente. Sólo quería dormir. Me desmayé varias veces, algo que no me había pasado antes ni me ha pasado después. Me sentía desgraciada y aturdida, dividida entre aquellos dos bebés.

Decidimos que me iría con John a Ciudad del Cabo durante un mes, dejando a Jean con una amiga. No sentí remordimientos entonces ni los siento ahora. Los niños pequeños precisan que se les haga dar saltos sobre las rodillas, los acunen, los levanten en brazos, los consuelen, y no tiene que ser necesariamente la madre. Cualquier mujer cariñosa hará las veces. En la casa de al lado vivía una mujer que había suspirado por una hija toda su vida. Ya pasaba de los cuarenta y no iba a tener otro hijo. No podía evitar acercarse a nuestra casa en la que la encantadora niñita hacía arrullos y sonreía y saludaba con sus pequeñas extremidades. Deseosa era poco para expresar cómo se sentía ante la perspectiva de poder cuidar del bebé durante un mes: cuando finalmente lo decidimos, lloró. No podía parar de darnos las gracias. Dijo que pensaba que yo estaba loca por perderme aunque fuera sólo una hora de aquella niñita perfecta, pero ella no se quejaría. Ya me daría cuenta.

Pospusimos aquel viaje porque el navío de mi hermano, el Repulse, se encontraba en el Pacífico, hundido cuando los japoneses torpedearon dos, el Repulse y el Prince of Wales. Primero llegó la noticia del hundimiento. Le di por muerto. ¿Por qué? Era porque la muerte por culpa de la guerra formaba parte de mi oculta y secreta orden del día. Me agarré a Frank y le dije que teníamos que tener otro hijo inmediatamente. ¿Puede existir una reacción más elemental, por no decir primitiva? Miraba desdeñosamente las noticias de muerte, muertes, miles de muertes cada vez que escuchábamos el noticiario. Frank dijo que yo estaba histérica: y era cierto. La verdad es que distaba mucho de la alegre competencia que me caracterizaba. ¿Qué se me había metido dentro?, se preguntaba él. Cuanto antes me fuera de vacaciones, mejor, decía. Yo lloraba, y estaba furiosa, porque no podía decir cuan profunda y apasionadamente culpaba a mi madre, y no con razonamientos lógicos como el siguiente: «Te esforzaste, luchaste, sufriste, moviste hilos para que tu hijo entrara en la Marina por lo mucho que sufriste en tu juventud cuando tu hermano suspendió los exámenes de ingreso en la Marina y tú habrías aprobado con tanta facilidad… tu hijo era tu yo enterrado y frustrado, y como consecuencia tuvo que entrar en la Marina. En las guerras hunden a los navíos. ¿Qué esperabas?». No era éste mi razonamiento, en absoluto. Miraba, de cerca, a mi enemigo con un profundo y terrible temor, que podía expresarse así: Si una mujer ha trabajado durante años, y contra semejantes obstáculos, para conseguir su deseo profundo, en este caso que su hijo entrara en la Marina, y finalmente lo consigue, naturalmente hundirán su barco. ¿Y más aún? Si Harry se hubiese ido junto con los otros rhodesianos al Norte de África, Némesis no se hubiera fijado en él.

Fue por aquel entonces cuando empecé a tener un sueño que se me repitió durante años. Me encontraba en un polvoriento y desgastado paisaje. Junto a un golfo o barranco, donde los estratos de los cataclismos del Tiempo yacían unos sobre otros. Esta visión se nos ha hecho familiar gracias al cine, pero entonces provenía de los largos ratos pasados junto a las trincheras de los buscadores de oro, que dejaban al descubierto las capas de la tierra. En el fondo del foso se encontraba algo con la forma de un gran lagarto… no, espera, era un lagarto, un antiguo dragón, preservado allí durante siglos. Pero no estaba muerto, porque su ojo vidriado por el polvo miraba al vacío, luego lentamente giraba hacia arriba, como el de un camaleón, y me miraba. O, en otros sueños, el ojo miraba hacia delante y, después de un buen rato, parpadeaba una sola vez.

No era el ojo dorado del pájaro ni el ojo de un rapaz en rápido descenso, pieza cobrada, y luego arriba y lejos. Recientemente vi un documental, hecho por realizadores japoneses y chinos, sobre la parte del desierto chino de la antigua Ruta de la Seda donde hay arenas movedizas que cubren antiguas ciudades y las dejan al descubierto cuando sopla el viento, revelando la frágil momia de una mujer joven, aún bonita, con sus tiras de seda desgarrada colgando de su cuerpo, y luego la vuelven a enterrar. Esto es lo que ve el ojo del viejo lagarto mientras parpadea, una sola vez.

Luego llegó la noticia de que a mi hermano lo habían rescatado del mar, junto con otros, aunque la mayoría se había ahogado. Más tarde Harry me contó que se había quedado junto a la escalera, que llevaba a cubierta, contemplando cómo los hombres pasaban por delante de él, subían y desaparecían, cuando alguien le dijo: «¿Tú no subes, Tayler?». Interesante que, cuando más tarde relató en una carta el hundimiento a sus padres, no lo mencionara. Yo no lo he olvidado. La vida depende de azares tales como el de la frase: «¿Tú no subes, Tayler?»… que hizo que él llegara a cubierta cuando el barco volcaba, pudiera deslizarse hasta el mar y alejarse nadando.

El viaje en tren de Salisbury a Ciudad del Cabo duraba cinco días. Creo que hoy tarda poco menos. Me metí en un compartimiento con John. Verse encerrada en un espacio del tamaño de un carro con un niño hiperactivo es algo que no recomiendo a nadie. El tren avanzó despacio hacia el sur, atravesando el centro del continente, el Karroo, las montañas del Cabo, mientras yo cantaba, entonaba canciones de cuna, recitaba todos los poemas que me sabía, me inventaba cuentos. Mientras tanto John iba de un lado para otro, se colgaba, trepaba por el lugar como un monito. Hacía mucho calor. Tenía que mantener la ventanilla cerrada, para que John no se lanzara por ella. Una película de polvo encima de los asientos, de las paredes, de nuestras caras. Mi vestido tenía una capa de polvo, los pantaloncitos y la blusa de John eran marrones. Pero volvía a ser él, no estaba enfadado, había recuperado a su madre, por lo que estaba de buen humor, cariñoso, con curiosidad hacia todo. Cuando nos paramos en las estaciones, de nuevo estaban allí los niños negros que vendían animales de madera, las mujeres que ofrecían por unos peniques un mango, naranjas, albaricoques. Pasaba el tiempo. El paso de una hora suponía una pequeña victoria. Por las tardes, encerraba a John entre mis brazos, por lo que no tenía otra alternativa que dormir un poco: estábamos pegados por el sudor y el polvo. Por la noche caía dormido, exhausto, y yo con él. Pasaron los cinco días, por fin, y me encontré en un hotel barato en Seapoint, cuya fachada estaba adornada con luces de colores que querían sugerir diversión y vacaciones, aunque ahora Ciudad del Cabo estaba llena de marineros y de tropas de camino a algún escenario de la guerra. También, llena de refugiados.

En el hotel había una mescolanza de gente sólo posible en época de guerra. Algunos habían escapado de la caída de Singapur. En mi mesa estaba una mujer a la que metieron, cuando cayó Singapur, en una barca de remos con dos bebés, gemelos, y que luego había subido a un barco que trasladaba a centenares de personas a Ciudad del Cabo, con el temor constante de ser torpedeados en cualquier momento: no sabía si su marido estaba vivo. Las autoridades británicas en Ciudad del Cabo le dieron algún dinero. En las semanas que me alojé en el hotel los huéspedes hacían colectas para los refugiados que nada tenían. Las mujeres cuyos hijos ya llevaban pañales le dieron ropa de bebé, otras donaron todo un vestuario. Aquella mujer tan inglesa, nacida para llevar las mejores prendas de su clase, vestía con vaporosos e indecorosos vestidos, pero sus ojos azules, su cara suavemente pecosa, sonreía a partes iguales a la calamidad y a su imagen en el espejo, sin dejar de comentar que era extraño que «nosotros» orientáramos todos los cañones de Singapur hacia el mar, dejando sin defender la parte de tierra, por donde fácilmente podían llegar los japoneses. Similarmente, los británicos, «nosotros», habíamos dictaminado que era imposible que el Prince of Wales y el Repulse se hundieran. Como el Titanic. No obstante, unos torpedos hundieron los barcos de guerra en cuestión de minutos y un iceberg hundió el Titanic en cuestión de minutos. Estos sucesos no nos han impedido seguir creyendo en las declaraciones de los expertos militares. Durante aquellas semanas la inglesa y yo nos hicimos amigas, aprendiendo mucho una de la otra. Luego la guerra nos separó para siempre. Después de la guerra ella volvió a Inglaterra con sus mellizos y se reunió con su esposo, sano y salvo.

Frank me había dicho que aprovechase mi estancia en Ciudad del Cabo para ir a una clínica de control de natalidad y consiguiera el anticonceptivo más moderno, porque allí sería más fácil que en la pobre y provinciana Salisbury. No era cierto. En la clínica un guapo joven me palpó mis intimidades con su índice enfundado y respirando pesadamente. Yo pregunté con delicadeza: «¿Va todo bien?» y se acabó la historia. Nada es más extraordinario que el sistema de interruptores de los que las mujeres están provistas. No era una situación amorosa, pero sola con él en una playa a medianoche me hubiera derretido como el azúcar. Mientras lo escribo pienso que este incidente puede ser considerado acoso sexual. Sus cinco segundos de mala conducta le habrían supuesto la expulsión del colegio de médicos y yo, supuestamente, me regocijaría al ver arruinada su vida.

En el hotel había una mujer joven de Windhoek, que había acudido expresamente a Ciudad del Cabo para ir a esa clínica: tenía veintiún años y tres hijos ya. Su marido era un obrero del ferrocarril mal pagado. No podían tener más hijos. Era como Ivy, con pelo lacio suelto, cuerpo delgado y ansioso, defensiva, llena de humor, de justificaciones. De hecho aquella muchacha y su marido salían adelante eficientemente con sus tres hijos de corta edad, el más pequeño un bebé, lo cual no dejaba de tener mérito en aquel hotel barato. Se adoraban. La larga, demasiado delgada mano de él se adelantaba para acariciarle el pelo, o el hombro. Ella no podía dejar de sonreír de amor cuando le miraba. Ellos dos, con sus hijos, y yo, con John, nos reuníamos a menudo en su habitación. John estaba encantado con sus nuevos amigos, pero no con el bebé, una amenaza. Ella sacó una vez su nuevo diafragma de la capa de talco y dijo: «Pero fijaos en esto, fijaos, ¿cómo voy yo a utilizar semejante cosa?». «Pero, corazón, tenemos que utilizarlo». «Ah, caramba, pero soy yo la que debe ponérselo». «Pero si las veces en que lo intento por otros medios tú siempre te quedas embarazada». «Las pocas veces en que lo intentas, querrás decir». Y se abrazaron, riendo. La advertencia de mi médico, que yo había considerado una pura extravagancia, al final tenía sentido. «De nada sirve que te recete un diafragma si lo dejas en el cajón».

Se quedó embarazada antes de volver a su casa en Windhoek.

Al caer la tarde, una de las madres se ofrecía voluntaria para vigilar a todas las criaturas dormidas, mientras las restantes bajaban a tomar una copa al café de la playa. Por entonces yo apenas bebía. La bebida no me parecía un imperativo, a diferencia de cuando estaba en Rhodesia. Además, aquí se practicaba la cultura del vino. Y esta cultura, además, me interesaba mucho. Mi amiga de Singapur se sentaba con la pareja de Windhoek. La inglesa y la muchacha de la pequeña ciudad seca por el viento, muerta de sed por el sol, que soñaba con el gran mundo al oír los melancólicos chirridos de los trenes, se hacían mutuamente preguntas bien intencionadas pero torpes. Se reían de impotencia y al final abandonaban. Una podía decir: «Vivimos en una torre del ferrocarril cerca de las vías del tren y la mayor parte del tiempo nos mata la preocupación por el dinero y todo en nuestra casa está cubierto por una capa de polvo, y las moscas me enloquecen», pero es difícil para una mujer de un país acolchado de húmeda hierba comprenderlo. «¿Conociste a tu hombre en el colegio?» «Sí, conocí a mi marido en una escuela de verano». «¿Vais al colegio en verano en Inglaterra?» «No, era una escuela de música estival. Mozart y Haendel». «Si me ves en una escuela fuera de hora, es que no soy yo». Tampoco la inglesa comprendía que los tres diminutos niños se llevaran diez meses. Cuando le hablé de la incapacidad de la muchacha sudafricana para usar un diafragma, me dijo: «Pero esto es una locura». Y luego, empujada a dudar, tras haber entrado en contacto con una cultura que no hubiera imaginado antes de la guerra: «Porque, lo es… ¿no?».

Una noche, cuando su esposa montaba guardia con los bebés, yo estaba con el marido de la chica sudafricana en la playa. En seguida empezó a cortejarme. Me sorprendió. Estaba enamorado de su mujer, ¿no? «Al cuerno, te cansas de siempre lo mismo», dijo. «Pero yo no estoy enamorada de ti». Me replicó: «¡No me digas! ¡Vamos!». Se sintió ofendido y no pudo volver a mirarme después de esto sin mostrarse resentido. Yo no tenía idea de que ésta había sido una confrontación masculino-femenina en su quintaesencia.

En Ciudad del Cabo soñaba con un hombre, pero sólo con uno que representara la vida bohemia que sabía que albergaba aquella ciudad. Pintores, poetas, artistas de todo tipo vivían en un Barrio Latino rebosante de vino y amor libre. Pero no podía aspirar a tales maravillas en Seapoint con un niño. Si conseguía salir del hotel una noche y de los complicados sistemas de turnos de guardia, ¿dónde iría? Además, estaba tan cansada. John volvía a ser cariñoso, pero se pasaba el día corriendo y trepando, y yo persiguiéndole.

Recuerdo una mañana en que, al pensar en las implicaciones de «¿Tú no subes, Tayler?», bajé a la playa con John, y el mar estaba encrespado con olas que se elevaban hasta lo más alto, luego rompían, volvían a elevarse y rompían, mientras el viento levantaba arena y espuma fría contra mis piernas. John subía y bajaba, gritando de placer ante el ruido y el balanceo del mar. Se libró de mí y, como un cachorro travieso, dejó la correa en mis manos, y se echó a correr por la playa hacia donde las olas rompían, golpeaban, y retrocedían llevándose montones de arena, como si la playa se viera engullida por el mar, antes de que todo aquel batiburrillo de arena, agua y espuma surgiera de nuevo… Si una ola atrapaba a John, nadie podría adentrarse en aquel mar, lo engulliría. Yo corría tras él, gritando, pero el ruido del agua absorbía mi voz. Allí estaba él, corriendo, tan rápido como un chorro de espuma, y cada vez que rompía una ola yo pensaba que no volvería a verle, y corría y corría, pero no había podido atraparlo nunca desde que cumplió el año. Y de repente, había un hombre al final de la playa, y lo vio, y se plantó delante para que John cayera en sus brazos. Lo agarró, lo levantó y me lo devolvió. Tuvo que darme ánimos, porque yo estaba muerta del susto. Era un marinero en un día de permiso. Me entregó al niño y me dijo: «Uf, por poco». En su sonrisa pude vislumbrar la romántica aventura por la que yo suspiraba, pero un niño de dos años no es el mejor estímulo para el romance.

El verdadero acontecimiento de aquel viaje a la costa fue un encuentro tan estimulante como las palabras del anciano de Umtali. En nuestra mesa durante un almuerzo, comiendo —críticamente— la chuleta de cordero y calabaza al curry, que era nuestro alimento principal, estaba una prima de la madre de los mellizos. Era una mujer flaca, pálida, de unos treinta años, con un vestido de hilo color crema, y perlas que insistían, modestamente, en que eran auténticas. Frecuente y minuciosamente humedecía sus labios rosa pálido mientras fruncía el entrecejo ante el revoltijo en su plato, y me ofrecía un puesto de trabajo en su oficina. Por culpa de la guerra estaba atrapada en Sudáfrica, su esposo en el ejército y de camino —creía ella— al Este, a la India —pensaba ella—, pero hablar sin precauciones costaba vidas. Aquí aplicaba su inteligencia al fomento de las buenas relaciones entre razas: pertenecía a un organismo de la Iglesia católica que se dedicaba a esta labor. Al saber que yo era de Rhodesia del Sur se dedicó a criticar aquel país. Quizá quedaría mejor si yo incluyera ahora frases sentenciosas como «Ves, tú eres tan joven y yo tan vieja», pero no era esto lo que decía. «¿Qué se puede decir de gente que ha robado toda la tierra a los negros y luego hablan de subirles el nivel y de civilizarlos? ¿Cómo describir a un país donde 100.000 blancos utilizan a un millón de negros como criados y mano de obra barata, les niegan educación y preparación, y siempre en nombre del Cristianismo?» Pero lo que los hacía más penosos era que estaban muy satisfechos de sí mismos. «¿Por qué demonios son tan engreídos?»

Siguió de esta guisa mientras yo intentaba mantener a John en su silla el tiempo suficiente para embutirle la comida, mientras su prima daba cucharadas de papilla a sus mellizos, una, dos, una, dos, y decía: «Me recuerda a Singapur. El orgullo precede a la caída».

¿Podía sorprenderme esta visión de mi madre patria? No era una sorpresa sino una verdad estimulante no revelada desde hacía tiempo. Ninguna de las personas a las que yo conocía era capaz de decir algo tan elemental y tan obvio. Resultó verdaderamente una revelación y, por encima de todo, lo pasé mal por el desprecio de ella. Mis padres podían haber hablado de «este país pequeño y de segunda clase» durante años, pero no me había dolido tanto como me dolió oírla entonces a ella, o a un hombre, miembro del gobierno de Sudáfrica, que por alguna razón bélica había ido a parar a esta bulliciosa pensión: «¿Entonces tú provienes de nuestros inteligentes vecinitos del Norte?». (Los nacionalistas no llegaron al poder hasta 1949, el «sentimiento» de Sudáfrica aún era británico, y no perdonaban que Rhodesia del Sur se hubiera negado a ser una provincia de Sudáfrica en 1924, eligiendo en su lugar el autogobierno).

Mi hermano vino a Ciudad del Cabo para pasar un par de días, de camino al Aurora, que se pasaría el resto de la guerra combatiendo en el Mediterráneo. Se sentaba en la terraza del hotel, contemplándonos a John y a mí, mientras yo contemplaba al guapo oficial de Marina. Apenas nos habíamos visto durante años, no nos conocíamos. Por lo que se refería a su naufragio en el Repulse, no quería hablar del tema, y durante años se negó a hablar de lo que había supuesto para él. Nos sentábamos allí, coqueteábamos un poco, como coquetean un hermano y una hermana que raramente se ven. Y, además, también se aprovechaban las mujeres jóvenes del hotel, que pasaban con sus retoños arriba y abajo por delante de nosotros con mayor frecuencia de lo que era habitual.

Mi matrimonio se había acabado, pero yo no lo sabía.

Durante el lento retorno de cinco días, a través de las magnificencias de Sudáfrica, entretuve a John y pensé que, una vez en casa, haría… ¿qué, exactamente? La inglesa había dicho que, cuando su organización estableciera una oficina en Salisbury, esperaba que yo trabajara para ellos. Pero la iglesia no era lo mío. No obstante, sólo en misiones e iglesias se daba educación a los nativos.

Volví a ver a la niñita que se había pasado todas y cada una de sus horas de vigilia en brazos de su encandilada madre adoptiva, y a quien yo le parecería deficiente en comparación. Le dije a Frank que quería «hacer algo», y él lo aceptó. Que el puesto de una mujer era el hogar no formaba parte del pensamiento «progresista» con el que él estaba comprometido. Contratamos a una muchacha negra de niñera. Algo sencillo, aparentemente. Pero ya había cuatro hombres en nuestras dos pequeñas habitaciones. Hubiera sido normal para aquella época que compartiera el espacio con ellos, pero nos sentíamos incómodos al respecto. Le sugerimos que durmiera en la casa, con John —Jean dormía en nuestra habitación— cuando nosotros salíamos, que era casi todas las noches. Esta fórmula le permitía decir a la policía o a cualquiera que se interesara que vivía en el «kia» —las habitaciones de ladrillo— en la parte trasera; en realidad le permitíamos estar allí si lo quería, pero le dejábamos elegir entre aquel lugar o una cama en la casa. Una cosa así resultaba verdaderamente insólita. Escándalo. Sorpresa. Horror. Los vecinos nos hicieron saber que se habían enterado de lo «que pasaba». La mujer de la casa contigua, después de preguntar si era cierto que una mujer negra kaffir realmente dormía en la casa, dijo fríamente: «Siempre has sido tan bohemia, querida. Se aprovechará de ti». Mi madre se sorprendió, se preocupó y se fue a la oficina de Frank para protestar. Como siempre, él se mostró tranquilo y diplomático, pero no comprendía por qué mi madre siempre me provocaba arrebatos de exasperación, por qué no podía sino meterme en cama cuando se iba, o por qué lloraba de rabia impotente cuando ella entraba precipitadamente en la casa para ser descortés con el cocinero, insultar al «boy» y decirle al piccanin que ni se le ocurriera tocar al bebé.

Años más tarde un terapeuta quería que yo reconociera como señal de inmadurez el hecho de que nunca le dijera a mi madre lo que pensaba, porque nunca hubo una pelea encendida, de gritos, de chillidos, nunca le planté cara. Pero ella se hubiera hundido, deshecho. No puedo recordar a mis padres cruzándose una palabra fuera de tono o desagradable. No era su estilo. Mi compasión hacia ella me paralizaba, mi yo dividido me inmovilizaba y me comportaba siempre con una implacable corrección: mucho peor que chillar y gritar. ¿Y qué podía haber gritado? Sólo una cosa: Por el amor de Dios, ¡déjame en paz!

Yo podía intentar «vivir mi vida», una fórmula que ahora me parece infantil, pero tuve que posponerlo, porque nuestra casa estaba llena de gente. Extendimos la mesa del comedor, y las comidas eran continuas, yo cocinaba sin fin, sin reprimendas del cocinero, que precisaba ayuda. Me repetía el chiste a mí misma —puesto que nadie más lo habría entendido— de que éramos como una familia rusa, quizás en Yasnaya Polyana, la joven pareja de casados y sus hijos y sus siervos, los parientes políticos y sus hijos, la cuñada del campo que venía para pasar un día con su marido y los hijos, y los amigos de Frank de la oficina o del Club.

«Me parece que la cuenta de la carne es un poco alta, ¿no es cierto?»

«Bien, también la del alcohol».

Le había sugerido a Frank que bebiéramos vino del Cabo pero él se sentía incómodo. El vino se consideraba entonces una «presunción»… de nuevos ricos.

Recuerdo a la hermana de Frank, Mary, como la romántica heroína de una historia tan sencilla como una canción popular. Era delgada, grácil, de pelo ámbar partido sobre una amplia frente y recogido en un moño. Tenía enormes ojos grises, una bonita sonrisa y hoyuelos. Aquella muchacha encantadora había captado la atención de un lord que estaba de visita y que inmediatamente se enamoró de ella. La sedujo apasionadamente y finalmente ella se enamoró de él. Estaba segura de que se casarían y vivirían en Inglaterra. Pero él cambió de idea. A ella se le rompió el corazón: los corazones se rompen. Inmediatamente se casó por despecho con un hombre que a la bella Mary le parecía una bestia —aunque lo mismo le habría ocurrido con cualquier otro—: un ayudante de granja tosco, curtido, bien intencionado, que luego se convirtió en granjero. Él miraba a aquel ángel que estaba tan por encima de él, con una mirada mitad de adoración, mitad de rabia. Cada molécula del cuerpo de ella era sensible, suave, delicada, refinada, discernidora. A él le parecía divertido colocar un petardo debajo de la camisa del cocinero o matar un pájaro o un animal sólo para divertirse, no para comerlo, porque ella no lo soportaba, o dejar dinero en una habitación que muy pronto limpiaría el criado y mirar por una rendija cómo el hombre agonizaba de indecisión sobre si robar las monedas y, si lo hacía, aparecía él rápidamente y amenazaba con llamar a la policía, para estallar inmediatamente en grandes carcajadas: «Te he atrapado, canalla». Mary nunca dejó traslucir su sufrimiento, siempre se mostró paciente y de buen humor. Creíamos que había elegido a aquel pedazo de bruto por marido como castigo por permitirse ser tan poco prudente en el amor. Cuando nos visitaba, miraba mis libros, pasaba una página y suspiraba: «La vida ya es bastante triste, ¿por qué leer al respecto?». Cuando yo escribía fragmentos de aprendizaje y trozos de novelas, se lamentaba de mi visión morbosa de la vida, antes de volver a la terrible pobreza de su solitaria granja, a la casa minúscula, al bestia de su marido, y a sus dos hijos pequeños, que ella intentaba educar en el amor por la Belleza y la vida agradable.

La madre de Frank se presentaba en casa, se quedaba durante un par de días y se iba de repente. La llamábamos «Mater» o «Wizzy». La habían dejado sin recursos, los dos hijos le pasaban pequeñas sumas de dinero y ocupaba su tiempo con visitas por todo el país, donde jugaba al bridge. Era una mujer baja, gorda, agradable, que no «interfería» con nuestra vida porque no le interesaba. Ya había pasado lo suyo, después de una precaria vida de los primeros tiempos, a veces con dinero, a veces sin. Para mí hoy ella es una oportunidad perdida, como la abuelita Fisher. Me daba miedo que se me acercara demasiado: con una madre ya tenía bastante.

Por aquel entonces Dolly Van der Byl vino a vivir a casa. «Por qué no le alquilamos una habitación; hoy en día, con la guerra, no es fácil conseguir habitaciones y ella es muy agradable, no es justo», dijo Frank.

Cuando Dolly ocupó una habitación que teníamos vacía, en ocasiones compartía las comidas con nosotros, pero no estaba en casa a menudo. Había sido una de las chicas del Sports Club durante años, conocía a todo el mundo en la ciudad, practicaba todo tipo de deportes, era acomodadiza, cariñosa, servicial, hacía de canguro de los hijos de amigos y de los nuestros, trabajaba para la Cruz Roja. A primera hora de la mañana, los tres tomábamos las últimas tazas de té en la terraza trasera, mientras Dolly repasaba con la plancha el vestido del día, y Frank y ella intercambiaban noticias de sus oficinas: ya no trabajaban en el mismo departamento. Si los niños estaban allí, ella era la personificación de la tía agradable, que siempre encontraba, con exclamaciones de sorpresa, pequeños regalos para ellos en el bolso. A menudo decía bromeando que ya empezaba a ser demasiado vieja para tener hijos: en broma aseguraba que no le importaría liarse con un hombre que ya tuviera hijos. Frank y ella a menudo se iban en bicicleta a sus respectivas oficinas. Ella iba a todas partes en bicicleta, a todas horas del día y de la noche, por toda la ciudad.

Más adelante la gente sugirió que habría estado en mi derecho de haber sentido celos de Dolly, pero ni en lo más deshonesto de mi ser me sentía tentada a utilizar semejante justificación. Para empezar, nunca sentí celos de Frank. Un hombre cuya esposa nunca siente celos tiene buenas razones para sentirse ofendido, pero sólo en cierto tipo de matrimonios. Nuestro matrimonio era bullicioso, lleno de camaradería, sin espacio para los celos. O, mejor dicho, lo había sido. Ahora Frank hacía escenas y estaba de mal humor, y quizás le habría encantado que yo también las hiciera. Este cambio en nuestra relación sentimental me confundía. De repente él me acusaba de coquetear. No obstante, yo actuaba como siempre y le decía que era injusto. No era la primera vez que una joven casada preguntaba amargamente: Entonces ¿por qué te casaste conmigo? Era mi personalidad, lo que yo era, lo que él criticaba. Siempre fui abierta, directa, honrada hasta rayar en la falta de tacto, por no decir agresiva. Era mi natural forma de ser. La intimidad instantánea con todo el mundo, era mi estilo, la moderna aptitud. Todo lo que quedaba por debajo de la franqueza absoluta con todo el mundo es un insulto a la honradez, a la amistad. Pero ¿por qué llamarlo coqueteo? Seguí siendo razonable. Bajo la presión de sus críticas constantes me dije que yo podía desquitarme diciendo que su afable familiaridad con las muchachas y las mujeres del Club se debía a que las había besado —y más que eso— en los asientos traseros de los coches, durante años. Pero sólo pensarlo ya me hacía sentir ridícula. Y, en cambio, ¿por qué Frank no se sentía ridículo haciendo irrelevantes acusaciones? Irrelevancia: me veía sumergida en ella cada vez más. Por lo que se refiere a Dolly, era cierto que me había sentido asustada y excluida cuando ella y Frank se pasaban horas hablando, pero, puesto que se conocían desde hacía veinte años, era lógico que sintonizaran.

La otra mujer que estaba a menudo en casa era Dora, la mujer del hermano de Frank. George había sido un estudioso de los clásicos, un piloto durante la Primera Guerra Mundial, luego funcionario del Ministerio de Colonias en Nigeria. Era una versión más sofisticada de Frank. Las cosas entre Dora y él no marchaban bien. «¿Sabes?», solía decir Dora, «la verdad es que no nos comprendemos». Era una mujer alta, morena, sonriente, guapa, llena de defensivos trucos femeninos. Había sido bella: existían fotografías del guapo y uniformado George junto con su novia envuelta en encajes. Cuando pienso en la época en que las parejas que no funcionaban no se podían divorciar, me acuerdo de Dora. Llevó su insatisfactorio matrimonio de la siguiente manera: como resultaba evidente que a los niños blancos les era imposible vivir en el terrible ambiente de Nigeria, ella permanecía en Inglaterra. Cuando aparecía George de permiso ella se encontraba en casa de parientes o amigos en otro país o incluso en otro continente. Apenas estaban juntos. Sus críticas respecto a él se reducían a murmullos de desaprobación. Él la criticaba con vehemencia, mientras ella sonreía culpablemente hacia él, hacia nosotros, subrayando que, de hecho, si ella y los niños vivieran con él, a él probablemente no le gustaría demasiado. «A George le encantan sus amiguitas… no creo que quiera verdaderamente a sus hijos… ni me quiere a mí verdaderamente». Y se mordía los labios con una imperceptible mueca humorística, como si dijera: era una lástima que a él no le gustaran el baile o el tenis. Ella le llevaba a paroxismos de irritación. Él pensaba que era tonta.

Yo solía contemplar secretamente a la encantadora Mary y al patán de su marido, a Dora con sus suspiros y a su ingenuo marido, y preguntarme una vez más cómo era posible que personas destinadas a hacerse desgraciadas mutuamente tan a menudo acabaran en la misma cama o, por lo menos, en el mismo dormitorio. Todavía no incluía mi matrimonio con Frank en esta categoría. En comparación, formábamos una buena pareja.

George bebía mucho pero no lo parecía. «Aguanta bien el alcohol»: No podía existir un cumplido mejor. Mientras él estuvo en Salisbury todos bebimos mucho más de lo habitual. Bailábamos, también, casi todas las noches, en Concursos de Bailes, Bailes del Sports Club, y bailes en los hoteles. «Sólo se vive una vez», les encantaba decir a los dos hermanos.

Por aquel entonces John, Jean y yo contrajimos tos ferina. Ellos dos se fueron a la granja para que mi madre los cuidara, y yo me quedé en la habitación de invitados para que los hijos de Dora no se contagiaran. Cuando mis hijos se recuperaron me fui en coche a recogerlos y encontré a mi padre fantasmal y desmejorado debido a sus varias enfermedades. Contemplaba a los pequeños jugando con los gatos y los perros y decía: «Sí, también tú eras así, erais unas criaturas tan encantadoras y mirad en lo que os habéis convertido. No vale la pena».

«Vamos», dice mi madre, quien seguramente en muchas ocasiones había pensado lo mismo. «Exageras».

«Ah no, no exagero», dice mi padre, blandiendo, como siempre, su pata de palo delante de él como si quisiera pegar a alguien con ella, aunque en realidad para aliviar la incomodidad de su muñón hundido dentro de los calcetines que le escocían. «¿En qué exagero? Te apuesto algo que, si preguntaras, la mayoría de la gente te diría que no valía la pena: tener hijos, tanto trabajo y tantas preocupaciones para que luego se conviertan en algo de segunda».

Estaban intentando vender la granja. Recientemente, visitando una vez más el lugar, sin verlo ya con los fantásticos ojos de la infancia, caí en la cuenta de que siempre había sido demasiado pequeño. Nunca podían haber prosperado allí. La pregunta es: ¿por qué no se dieron cuenta?