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Las horas en la telefónica no eran muchas. Me matriculé en una escuela nocturna de secretariado para mejorar la velocidad en mecanografía y taquigrafía, y contesté anuncios. Mi único título era el carnet de conducir. En aquella época no era frecuente la mujer-chófer. En un par de ocasiones me encontré con que me entrevistaba un sorprendido patrón, que había interpretado mal aquel título. Intenté un puesto de trabajo en el Herald, pero tendría que dedicarme a los ecos de sociedad. Seguidamente, recordando mi éxito en la tienda de Hemensley, por donde aún me dejaba caer para charlar un poco, me entrevisté con Mr Barbour, propietario de la mayor tienda de señoras de la ciudad, concejal y personaje público importante. Me ofrecía encantado un puesto de escaparatista, pero con un sueldo que me supondría vivir en un albergue para chicas pobres. Me recomendó uno subvencionado por el Ayuntamiento. «Tigger» no pudo dejar de señalarle que él utilizaba su posición pública para conseguir mano de obra barata para su tienda. El problema es que el descaro contiene su propio antídoto. Le encantó discutir los pros y contras cuanto yo quisiera. Nunca había oído presentar el interés propio tan convincentemente como un bien público aunque, a fin de cuentas, yo había crecido entre el pensamiento más retorcido del mundo. Mr Barbour me explicó que sacar provecho era una señal de éxito, que el éxito comercial formaba parte de los intereses de este nuevo país, por lo que, cuando el Ayuntamiento subvencionaba el alquiler de sus empleadas, estaba contribuyendo a la prosperidad general.

Trabajé en la telefónica durante un año. La mayoría de las personas, cuando les cuento que fui una operadora telefónica, se siente incómoda: sería mucho mejor, parecen pensar, que olvidara ese desafortunado episodio. (El buen tono de la expresión «au pair» redime de ser una niñera). Me sentaba muy bien. Para empezar, comprendo perfectamente a las mujeres que, cuando se les pregunta por qué aceptan un trabajo aburrido y repetitivo, y siguen con él, responden: Porque me permite pensar en lo mío.

Me tomó aproximadamente un día aprender la mecánica: un proceso semejante a aprender a montar en bicicleta, que inmediatamente se convierte en algo automático. Creo que una centralita de aquel tipo ahora sólo sería posible en alguna ciudad remota de África o Sudamérica. Llevábamos unos cascos. Frente a nosotras teníamos un panel con clavijas en alambres que se sacaban y se conectaban a enchufes en otro panel de delante… conectando ciudadanos de Rhodesia del Sur con Johannesburgo o Ciudad del Cabo, o incluso Londres. Y estaban las líneas compartidas, que se repartían entre granjeros esparcidos a lo largo de un mismo camino. Conectar una granja a una línea compartida, digamos, cerca de Salisbury con otra cerca de Sinoia podía costar media mañana, porque en las granjas la gente tiende a salir a los campos o dar una mirada a los animales, y no oye el teléfono. Allí leí Resurrección, sabiendo que cada palabra se podía aplicar a este «joven» país, a gente a la que tal vez yo conocía. Lo que me interesa ahora es que era a la literatura a lo que yo tenía que recurrir para semejantes pensamientos: la crisis de los propietarios rurales de Tolstoi, su visión de sí mismo, provenían de la religión.

Había unas diez chicas aproximadamente y una celadora. Familiar, ésta es la palabra para la vida en la centralita. Recientemente encontré a la mujer que dijo que me sustituyó en la centralita cuando me casé. Al preguntarle qué le pareció el lugar, dijo que aterrador en un principio, pero que tuve paciencia con ella. Yo era una persona tranquila y pensativa, así lo expresó ella. Me encantó oírlo, puesto que lo que recuerdo es la brillantez parlanchina de «Tigger», la persona que se encargaba de la vida social que inmediatamente me arrastró a la bebida y al baile.

Mientras tanto tuve un encuentro —recreado con algunas licencias en Martha Quest— con los «rojos» locales, de quienes se hablaba con asco, en voz baja, porque eran sediciosos, peligrosos y, sobre todo, les gustaban los kaffir. Dorothy Schwartz, más tarde amiga mía, me esperó a la salida de la telefónica una tarde, para decirme que se había enterado de que a mí me interesaba el Problema de los Nativos, y quizás debería conocer a la gente del Club del Libro de la Izquierda. Eran un hatajo de blandos socialdemócratas, pero mejores que nada. En provincias, no hay que molestarse en averiguar cómo es que alguien no ha oído hablar de uno. El tedio da alas al chisme.

Mi decepción aquella tarde exageró mis reacciones. Pero recordemos que aquella gente era la última palabra en intrepidez social, era el no va más del pensamiento. Las mujeres eran las peores. Todas tenían aspecto de gitanas, con ruidosos collares de colores, y faldas de hilo y blusas húngaras. Se pasaban la tarde quejándose de su suerte y las quejas iban dirigidas contra los hombres que siempre se disculpaban por haberlas llevado a este país y haberlas cargado con hijos que les impedían desarrollar su auténtico yo. Los hombres eran los villanos, los hombres eran unos delincuentes. ¿Acaso no habían decidido casarse?, yo las acusaba (en silencio). ¿Las habían forzado a tener aquellos hijos? ¿Quién les había apuntado a la cabeza con un arma? (Dos o tres años más tarde yo habría dicho: las armas de la guerra). ¿Acaso no tenían nodrizas negras? Quizás su autocompasión se disparaba a causa de aquella muchacha tan joven, atractiva, libre de trabas, que las contemplaba tan críticamente.

Los tres maridos, las tres esposas, eran maliciosos con los miembros del grupo que no estaban presentes. Todos lamentaban no estar luchando en la Guerra Civil española… lo que me pareció un espejo incómodo.

Al irme recibí instrucciones de anular mi suscripción al Observer, demasiado reaccionario, e inmediatamente encargar el New Statesman, del que no había oído hablar. Me recordaron que los mentores, cada uno de ellos muy seguro de sus credenciales, me habían ordenado comer sólo verduras o carne, o evitar productos lácteos, o no comer nada que no hubiera sido cocinado al vapor.

Su poca amabilidad pospuso mi compromiso con la izquierda durante cuatro años. Pero la razón principal para que me asquearan tanto no está en Martha Quest, porque no tenía nada que ver con ella. Lo que yo no podía perdonar era cómo aquellas mujeres trataban y humillaban a sus hijos, llamándoles, en su presencia, estorbos, cargas… no queridos. Sí, eran niños de corta edad, pero podía acordarme de mí misma, de pequeñita, oyendo semejantes comentarios.

Mis planes para llegar a ser una buena secretaria no duraron ni un mes. Hombres jóvenes pronto llamaron a mi puerta. Había demasiados jóvenes en la ciudad, o, para decirlo de otra manera, demasiadas pocas chicas para los hombres; es decir, para hombres como aquéllos, que frecuentaban el Sports Club y eran la juventud dorada de la ciudad. No es infrecuente que las muchachas atractivas entiendan mal esta situación. ¿Y si hubiera habido demasiadas chicas? Me hubiera defendido, pero no me hubiera ido tan bien. Tenía dieciocho años. Pelo negro. Ojos negros. Un buen cuerpo, ya establecido en el ritmo que iría repitiéndose en lo sucesivo: delgada, luego rolliza… régimen estricto, luego delgada, más tarde rolliza. Estaba llena de salud y tosca vitalidad. Había escogido bien a mis padres, según la prescripción de Bernard Shaw. No puedo imaginar cómo, físicamente, hubiera podido tener un mejor comienzo, y abusé del don, como si la salud fuera inagotable. Contaba dieciséis años, en la granja, cuando encendí mi primer cigarrillo, después de haber despreciado durante años a mis padres por sus dedos manchados de amarillo, con los trocitos de tabaco que caían de sus cigarrillos liados manualmente, su aspecto de ávida necesidad del humo que salía de sus bocas. Se acabó el «No seré así. Yo no seré así». Lejos de marearme, aquella deliciosa bocanada de humo me dijo que yo había nacido para esto, y fumé con placer hasta que lo dejé un cuarto de siglo más tarde. Tan pronto como llegué a la terraza del Sports Club, empecé a beber. Todo el mundo lo hacía. En todas partes. En cualquier país. Era elegante. Era inteligente. Era una provocación a la autoridad. Pero los hábitos de la bebida en África del Sur debían haberse diseñado ex profeso para perjudicar al máximo. Los hombres salían de sus oficinas para beber en el hotel o en bares, durante el almuerzo. A menudo no comían. La bebida empezaba en serio para todo el mundo con los famosos sundowners, a las seis, y seguía, sin comer nada excepto un cacahuete o una patata frita, hasta la cena dos o tres horas más tarde. Si íbamos al cine, solíamos beber y no comer. Bailábamos con frecuencia, y bebíamos durante toda la noche. Bebíamos mucha cerveza, de la Castle Brewery, pero también un terrible combinado de coñac del Cabo y cerveza de jengibre. Los hombres bebían whisky cuando podían permitírselo, y las mujeres bebían ginebra. Ginebra y lima, ginebra y limón, ginebra y tónica. Pimm’s Cup. Bebíamos un buen número de licores, probablemente porque son dulces y el azúcar de la sangre era bajo. La mayoría de las noches nos íbamos a la cama por lo menos colocados. A menudo padecí resacas, no de las que impiden moverse, sino de las que provocan malestar y apatía. Los chicos siempre iban «zigzagueantes». Estar borracho era divertido. Bandadas de solícitas chicas metían en cama a incapacitados jóvenes, a veces uno tras otro. Maternales: los chicos siempre serán chicos. No hace mucho tiempo, en un pueblo rural de Irlanda vi cómo un banquete de boda alcanzaba su culminación. Los hombres bebieron hasta el atontamiento, interpretando el papel de perros alegres, mientras que las mujeres permanecían aburridas y pacientes apoyadas en las paredes, cada una con una copa de jerez, hasta el momento en que tenían que cargar con sus hombres y meterlos en la cama.

Todo esto se encuentra en Martha Quest, los usos y costumbres de la época, y es «auténtico»… en fin, más o menos: el ambiente, sí, el gusto y la textura y la tintura, sí, pero en ocasiones se ha agrupado a mucha gente para conseguir una y, como es natural, en la historia se han puesto las cosas en su sitio. Cada novela es una historia, pero la vida no lo es, más bien una proliferación de incidentes.

Cuántas cosas en verdad metí dentro de aquel año. No sólo conecté llamadas telefónicas y bailé y confeccioné vestidos y fui al cine. Leí. Cuánto leí. Seguí con Lawrence, puesto que poseía una calidad embriagadora que ahora no se percibe, por lo menos yo no la percibo. Thoreau y Whitman. A Olive Schreiner se había añadido Virginia Woolf. Me sentía como con dos hermanas mayores, un papel que, según me dicen, ahora interpreto yo para alguna gente joven, no sólo mujeres. Si los que me rodeaban no me comprendían, lo harían Virginia y Olive. Me pregunto qué habría sacado Virginia Woolf de Olive Schreiner. U Olive de Virginia. Es un pensamiento con el que entretenerse a solas. Leí libros para los que era demasiado joven, Carlyle y Ruskin y Renán, por ejemplo. Pero los rusos, que entraron en mi vida como un trueno, Tolstoi y Dostoievski y Bunin y Chéjov y Turguénev y el resto, todavía siguen aquí. Proust, Thomas Mann, Stendhal: un torbellino de exploración siempre acelerado, a medida que iban llegando los paquetes de Londres. Mrs…, ya he olvidado su nombre, entraba con un nuevo paquete y me decía: «Ayer noche vi luz bajo tu puerta. No deberías agotarte». Pero lo que ella quería era hablar y, en consecuencia, parte de lo que hice aquel año consistió en sentarme en la terraza trasera y hablar con… ¿una viuda? ¿Una esposa abandonada? Se había pasado la vida en granjas y minas y ahora estaba sola y quería prepararme tazas de té y decirme que mi vestido para el baile era bonito y que ella había tenido uno igual cuando era joven. Me hacía de madre. Cuando mi madre aparecía como una exhalación, toda angustia y nerviosismo por sus fantasías sobre lo que yo estaría haciendo, me encontraba de charla con la patrona. Entonces ella pasaba revista a mis actitudes. «¿Verdad que no se mete en la cama hasta pasada la medianoche más o menos?» «Sí, verá, pero la gente joven tiene que divertirse». «¡Bebes demasiado!», me acusaba. «Tonterías», le decía yo, lo que significaba: Es lo que hace todo el mundo. Y la verdad es que había algo contradictorio en mi afición de entonces a la bebida. La realidad era que yo no sabía beber, lo que quizás me salvó. La idea de que alguien debía aprender a beber ni se me había pasado por la cabeza, junto con otras cosas que me hubiera sido útil aprender. Como, por ejemplo, que las actitudes hacia las chicas varían precisamente según la cantidad y la calidad de la provisión de chicas. O… cualquiera de las otras cosas que tuve que aprender dolorosamente por cuenta propia.

En 1938, 1939, mi idea de mí misma, de mis posibilidades, tenía poca relación con la realidad. Me encontraba en un crescendo de emoción, pública y privada, como si pudieran separarse. La influencia de la guerra en mi infancia se veía reforzada por publicaciones que llegaban de Inglaterra, la BBC, la radio local… y por lo que decía la gente. En la voz de cualquier hombre (y muy pronto también serían las mujeres) que ha luchado en cualquier guerra, o ha vivido alguna, siempre se percibe aquel tono de añoranza de una experiencia intensa. Somos unos viciosos de las sensaciones, predispuestos hacia el entusiasmo, y si esto significa peligro y muerte, estamos preparados para ello. Se induce a cada generación a una nueva guerra a través de las nostálgicas evocaciones de la guerra anterior. Durante todo aquel año soñé con salir disparada en cuanto se declarara la guerra, para convertirme en enfermera… soldado… paracaidista en territorio enemigo… espía a favor de mi país… conductora de ambulancia. ¿Y qué me detuvo de abandonar Salisbury hic et nunc, para irme al lugar adecuado, Londres, en el momento preciso? Para empezar, el dinero. No tenía ni cinco. A mis padres no les podía pedir dinero. No sólo me lo impedía el orgullo. En ocasiones me pregunto por qué nosotros —mis contemporáneos— habríamos preferido morirnos antes que pedir apoyo a nuestros padres, y abandonábamos la familia cuanto antes, y luego hemos dado paso a una generación y después a otra cuyo objetivo consiste en prolongar la dependencia tanto como sea posible. No es una crítica ni de unos ni de otros. Se paga un precio en ambos casos. Si se cortan las amarras con la familia cuando se es muy joven, también se cortan amarras sentimentales. Si se vive con la familia, tampoco resulta barato. Pero lo interesante es por qué el imperativo de una generación —que se da por descontado, por lo que ni siquiera hay que manifestarlo— se transforma en lo contrario en el caso de sus hijos,

No tener dinero era una parte del problema. Mi experiencia era la granja, Vumba, aquella pequeña ciudad colonial y, brevemente, Johannesburgo. Era tan novata e inexperta como una muchacha negra hoy de la misma edad en Zimbabwe, cuya carencia de dinero y oportunidades convierten a Gran Bretaña, Europa, en algo tan lejano para ella como las estrellas. Pero, en teoría, podría haberme ido. En cambio leí, bailé, flirteé y soñé con heroicas aventuras. Exploraría el Gobi, viviría por mis propios medios en una cabaña en Kalahari.

La otra embriaguez era mi cuerpo. ¿Hay un orgullo mayor que el del cuerpo de una joven? Ahora leo y me dicen que todas las chicas se sienten insatisfechas con sus muslos, cinturas, pechos, piernas, de algo, de todo. Yo no me he visto afectada por años de anuncios, de revistas de belleza, de moda. Nunca se me ocurrió avergonzarme de lo que tenía, ni siquiera en mi fase rolliza. Solía plantarme entre la gente, con el conocimiento de que mi cuerpo era fuerte y bonito, debajo de mi vestido, y regocijarme secretamente, o contemplar un brazo al aire, o mi pelo en el espejo, y vibrar de emoción. Esta fuerza oculta me sostuvo a lo largo de aquellos meses en que me sentía como remontando unos rápidos.

Y ahora una pequeña nota, tan sociológica como literaria. En Martha Quest hablo de Martha tendida en la bañera, contemplando su desnudez, mientras fuera se oyen el estruendo y los golpes provocados por una tormenta, y su patrona espera para prepararle una taza de té y reñirla por… algo. Cuando lo escribí, tuve muchas dudas sobre si debía describir el gozo en su pelo púbico, joven y brillante, con sus tres perfectos remolinos. Pero supe que traería problemas y, si se trataba de una cuestión de principios, no lo consideraba esencial. Más adelante, en los años setenta, escribí una narración titulada One off the Short List, y en ella se habla de una mujer que tiene matas de pelo dorado en los sobacos. Un editor norteamericano, y luego unas revistas, se negaron a editar el cuento debido a esta alusión. No obstante, en Norteamérica se puede narrar todo tipo de asesinatos, torturas, violaciones, horrores de la guerra, crueldades. Pero nada de pelo de sobaco en una historia sobre seducción y sexo. No obstante, yo insistí, porque por aquel entonces sí se había convertido ya para mí en una cuestión de principios.

Y la embriaguez mayor, la música de baile. En cuanto de la granja llegué a Salisbury, inmediatamente me vi poseída por la música. Como todos nosotros, bailando al compás de los ritmos fuertes y seductores de los años veinte y treinta. ¿Ha estudiado alguien —en serio, quiero decir— sus probables efectos en una generación entera de jóvenes perpetuamente arrastrados por el ritmo de música narcotizante? Y —pero ahora entramos en el ámbito de lo que denominan «místico»— seguramente no deja de ser relevante que en cualquier parte del mundo se bailara al son de las mismas canciones, a menudo al mismo tiempo.

I’ve got you under my skin,

I’ve got you deep in the heart of me

So deep in my heart

You are really a part…

«Te llevo dentro de mí,

te llevo en lo más profundo de mi corazón

tan dentro de mi corazón

que no eres sino parte de mí…»

Pues sí, a menudo me lo pregunto.

Una escena. Luzco un vestido de noche de terciopelo negro que he confeccionado aquella tarde. Era terciopelo de algodón: al cabo de un año, tras pasarle la mano por encima, lo arrumbaría inmediatamente. El vestido era de un corte clásico en aquella época, escotado por la espalda hasta la cintura con un cuello en forma de collar, bajo por delante, ajustado en los muslos y suavemente acampanado. Un hombre mucho mayor que los chicos del Sports Club está sentado en el brazo de una butaca, examinándome con una sonrisa que por mi juventud no puedo saber que contiene las añoranzas de un seductor entrado en años. La música retumba desde la sala de baile y yo estoy inquieta, ya medio bailando, con el deseo de abandonarme a la música.

Heaven, I am in heaven

And my heart beats so that I can hardly speak.

And I seem to find the happiness I seek,

When we’re out together dancing cheek to cheek…

«En el cielo, estoy en el cielo

y mi corazón late tanto que casi no puedo hablar.

Y creo haber encontrado la felicidad que busco

cuando salimos a bailar, mejilla contra mejilla…»

Dice él: «¿Quién baila contigo?». Le digo: fulano de tal. «Este vestido se va a echar a perder con ese niñato», dice él, sonriendo, su boca amarga. Da la vuelta a mi alrededor, con la autoridad de la sexualidad masculina y luego, en una exhalación, pasa a ser una persona distinta. «¿Llevas sujetador?» «No». «¿Bragas?» «Naturalmente», le digo indignada. «Bien», sentencia él, «tienes una figura perfecta. Pero es una lástima que tu pecho izquierdo esté un centímetro más bajo que el derecho». «Me parece que conseguiré sobrevivir». «Sí, me parece que sí».

Este pequeño recuerdo se puede considerar el equivalente de los retratos de su yo joven que las mujeres ancianas colocan en lugar preeminente para que las visitas puedan verlas. Es como si dijeran: No os imaginéis que siempre fui esta anciana bruja que veis aquí, en esta silla; en absoluto, así soy yo realmente.

Muchos años más tarde compartí una habitación, por alguna razón, con una bonita muchacha de veinte años que se dedicaba más de lo normal a su cuerpo. Deliberadamente dejaba caer la toalla con la que se cubría, dejando al descubierto una bella espalda. Se daba media vuelta, sonriendo, como si hubiera un invisible notario de sus encantos entre bastidores, por lo que yo podía ver unos pechos que quizás tuvieron, o quizás no, algún centímetro de defecto. Me sonreía, fría, triunfante, y salía. Me reconcomía el dolor por lo que yo había perdido. Y, también, porque sabía que había sido tan arrogante y cruel como aquella muchacha.

Una mujer joven sensibilizada por la música, y cada molécula sonriendo en degradante respuesta a los tambores de la guerra, una mujer joven enamorada de su propio cuerpo: no tenía la oportunidad de escapar a su destino, que era como el de todas las mujeres jóvenes de aquella época. Si me hubiera podido ver entonces con mi frialdad actual… pero no, no me habría salvado. De nada sirve decir: «no seré así…» cuando los Hados interpretan la música de la guerra, la música de baile…

La Naturaleza (¿Gea? ¿La Fuerza Vital?) estaba preparándonos para hacer crecer la población, destinada a mermarse. Pero no ocurría así, por lo menos no en Gran Bretaña y Norteamérica, por lo que quizás la Naturaleza (¿La Gran reguladora? ¿La Gran Madre?) estaba respondiendo a la última guerra, la Guerra Mundial Número Uno, la Guerra para acabar con la Guerra, con sus millones de muertos, de la misma manera que los generales siempre están preparados para la anterior guerra, no para la actual.

Una pregunta: en Rusia, en Alemania, en Japón, donde de hecho habría millones de muertos, ¿acaso la Naturaleza (o el Zeitgeist) se estaba mostrando también menos severa con las chicas, por medios justos o tramposos, para que cabezas y úteros estuvieran preparados para cooperar?

La trama, una de las diez básicas tramas: una mujer joven, o un hombre, en dificultades, llegan a la gran ciudad. Después de muchas vicisitudes él encuentra un benefactor, ella un marido. Yo encontré un marido, Frank Wisdom, un funcionario. Yo no estaba enamorada de él, pero eran tales las embriagueces de la época que resultaba fácil creerlo así. Él no estaba enamorado de mí. En realidad estaba comprometido con una chica en Gran Bretaña, donde había ido de permiso el año anterior. Yo podría excusarme diciendo que él era diez años mayor que yo, y que no mencionó a la chica hasta que fue demasiado tarde. Pero no es esto lo que importa; lo que importa es mi tranquila crueldad cuando ocupé su puesto. Es una crueldad típicamente femenina, empedernidamente femenina, y viene de tiempos más antiguos que el cristianismo o cualquier otro lenitivo de actitudes salvajes más suaves. Es mi derecho. Cuando he visto surgir esta criatura en mí misma, o en otras mujeres, he sentido pavor.

Si bien yo formaba parte del delirio general de entusiasmo, también era calladamente infeliz. La resaca, una sensación de ser arrastrada o empujada, de no ser yo misma, de haber perdido el control desde hacía tiempo, resultaba en una emoción tan fuerte como la que más. ¿Emoción?… no, era una falta de emoción. Quizás parecida a la insensibilidad, una especie de cloroformo, que invade a alguien que está siendo devorado por un león.

Mis padres se mostraron comprensiblemente sorprendidos cuando me presenté en la granja con Frank, después de anunciar durante años que no me casaría o que no tendría hijos que me ataran, por lo menos durante mucho tiempo, quizás nunca. Pero sintieron alivio, porque Frank era lo más cercano a su ideal de marido que podía encontrarse en la colonia: los médicos, abogados o militares, que mi madre quería para mí, estaban todos en Inglaterra. Mi padre dio por descontado que yo estaba embarazada. Lo estaba pero yo no lo sabía. «No puede sucederme a mí». Las mujeres jóvenes creen que no les puede suceder a ellas. Hay una absoluta barrera entre la idea de saber cómo es por dentro nuestro fuerte cuerpo (cada célula silenciosamente dedicada a la labor de quedar embarazada y luego de estar embarazada) un cuerpo que es el nuestro, así lo pensamos, y la idea de saber, pero saber de verdad, lo fácil que es quedarse embarazada. De forma similar podemos estar sentados día y noche al lado de una persona moribunda, pero por mucho que nos esforcemos, la conciencia real, el conocimiento de la muerte, que está experimentando esta persona —este amigo que no está ni a un metro de nosotros— no queda a nuestro alcance, no nos es accesible.

Si mi padre me hubiera dicho, utilizando la experta autoridad masculina que me había salvado en más de una ocasión: «Cometes un error. Vas a lamentarlo. Y eres demasiado joven e inexperta», yo me habría sentido secretamente aliviada.

Pero en realidad congeniábamos bien, por lo menos en aquella época. Para empezar, los dos teníamos que disimular nuestra ideas sediciosas sobre el Problema de los Nativos. Los dos estábamos suscritos al New Statesman, que los blancos consideraban como algo no muy distinto al Manifiesto Comunista. Los dos éramos racionales y nada religiosos, quizás debería decir antirreligiosos. Me resulta bastante difícil describir aquel particular tono o timbre intelectual, que quedaba muy lejos del «ciencia, no religión», y era más bien una cuestión de integridad personal. Llevábamos nuestro ateísmo, o agnosticismo (podríamos discutir el grado exacto de cada uno) como medallas religiosas. Formar parte de una minoría nos acercaba, nos hacía íntimos; nos creíamos hechos de la misma pasta y sustancia porque podíamos intercambiar comentarios sarcásticos sobre una tira cómica en un periódico o miradas irónicas ante una observación «reaccionaria». Y aparentemente teníamos un carácter semejante, porque compartíamos un modo de actuación, de presentarnos a nosotros mismos —un estilo, si quieren— que era sensato, práctico, impaciente ante las dificultades. Era sobre todo la confianza de dos jóvenes que han comprendido recientemente que pueden hacerse cargo del mecanismo de la vida adulta, algo que al principio la mayoría de nosotros pone en duda.

Se celebró una boda desangelada, que me resultó detestable. Recuerdo exactamente cómo me sentí: no es un problema de memoria inventiva. En las fotografías de la boda parezco una alegre matrona joven. Era «Tigger» la que se casaba.

Y nos fuimos de luna de miel a Beira. El equipo de rugby del Sports Club jugaba contra el Portuguese East. Nos acompañaba una joven pareja de casados, Joyce y Bill Blair: habían dirigido nuestro noviazgo, si ésta es la forma de expresarlo. Me parecían mundanos, sofisticados. Ella era de Singapur, todo encanto y llamativa ropa. Fuimos en coche hasta Beira, rápidos, borrachos, peligrosos… la carretera de Umtali era sólo un camino de jungla. Vimos elefantes y nos paramos a saludarlos. Por fortuna ellos se mostraron indiferentes. Beira tenía calles de arena bordeadas de hibiscus y casas y tiendas de un solo piso, la mayoría tiendas de indios.

Allí unos amigos portugueses de los Blair nos agasajaron con una comida, que se prolongó desde la una hasta las cinco o seis de la tarde: unos manjares que yo no sabía que existieran. En el atardecer nos bañamos, ebrios, en un cálido mar fangoso y luego nos fuimos al hotel, una vasta edificación de madera levantada sobre pilotes encima del mar, y seguimos bebiendo entre nubes de mosquitos y moscas. El hotel, la ciudad toda, estaban llenos de jugadores de rugby y de sus seguidores, que entonaban canciones y bromeaban con los dagoes. Treparon por las farolas, derribaron un par de estatuas, se comportaron como unos gamberros. Eso eran. Pero ya se contaba con ello, e incluso se les aprobaba.

Hubo indicios de comportamientos más civilizados. En el baile en honor de los jugadores de rugby me senté al lado de una mujer portuguesa y elogié, cuando entablamos conversación, su bolso de noche, un artilugio de lentejuelas doradas y rojas. Ella me lo regaló inmediatamente. Me inquietó, porque sabía que eran pobres. Pero no se admitía discusión al respecto. Me explicaron que hay sociedades en las que al elogio le sigue inmediatamente un regalo, y en las que hay que ir con cuidado respecto a lo que se alaba. Los moros habían colonizado Portugal, les habían enseñado la cortesía de la civilización árabe. Guardé aquel bolso durante años, como un talismán, y cada vez que me tropezaba con él, guardado en el fondo de un cajón, recordaba que había lugares en los que reinaba la gracia de espíritu.

Volvimos en coche por la noche a través de Portuguese East, los cuatro, hasta Umtali y, luego, subimos hasta Salisbury con el tiempo justo para que los hombres llegaran a sus oficinas, resacosos, sin lavarse, hambrientos, apestando a cerveza.

Yo era consciente de que me había casado con uno de los muchachos, de los chicos, pero ahora parecía como si toda la ciudad estuviera celebrando no sólo nuestra boda, sino también otras, puesto que cada día aparecía tímidamente una nueva pareja en la terraza del Sports Club, sorprendida por el amor, y todos los que estaban ahí empezaban a dar alaridos y a gritar y a pedir copas.

Vivíamos en un piso pequeño propiedad de unos amigos de Frank, una pareja de mediana edad que tenían propiedades en los barrios más populares de la ciudad, y un bar o pub que regían como si nunca hubieran dejado Inglaterra. Los dos eran bajos, fornidos, de pelo rubio como rastrojo, mejillas muy coloradas, ojitos azules. Me vigilaban, prudentes, sin juzgarme, mientras me daban pequeños consejos de cómo ser una buena esposa. Mejor dicho, de cómo adaptarme a Frank.

Cuando compramos una mesa de madera local, ella se quedó de pie a mi lado mientras yo le pasaba aceite y la pulía. «No sacarás nada de este bonito pedazo de madera a no ser que pongas tus cinco sentidos en ello, muchacha». Y cuando Frank se compró botas militares, porque como cualquier otro joven del país sólo pensaba en cómo entrar en el ejército, meses antes de que se hablara de movilización, ella se repantigó con toda su humanidad en una butaca, para verme sobar y ablandar aquellas botas con mis manos. «¿Sabes qué te digo, querida? Que no te debe preocupar que todo el esfuerzo que le dedicas no tenga la compensación que se merece». Así me advertía, mientras bromeaba con Frank: «¿Qué vas a hacer con estos pies tuyos cuando vayas de maniobras, Frankie? En el ejército tienes que utilizar los pies. El ejército no es un partido de rugby». Y él replicaba: «Ah, vamos, dame un respiro, no seas así, estas botas me servirán para todo».

Conseguir que el cuero duro sea tan suave como ante, dar brillo a una mesa hasta que se refleje tu cara en ella… Mi entrega a la vida de casada podría parecer total, pero la verdad es que constantemente soñaba con escaparme, no de Frank, a quien quería lo suficiente, sino de una forma de vida ante la que me mostraba cada vez más crítica. Aún estaba a tiempo de ir a Inglaterra, y conseguir entrar en combate. Las mujeres lo hacían, ¿no? Yo sabía disparar, ¿no? Yo era fuerte, ¿no? Desde luego, estaba más preparada que Frank, que acusaba los años que llevaba dándose a la bebida.

Su historia era muy corriente por aquel entonces. Sus padres llegaron de Australia a Rhodesia del Sur, para probar suerte, y trabajaron en granjas y minas. Tuvieron tres hijos, Frank, su hermano George, su hermana Mary, quienes pasaron una infancia de altibajos. Cuando Frank contaba quince años la familia pasó por un momento difícil y él abandonó el colegio y entró en la Administración, puesto que entonces era posible, siempre que uno se comprometiera a realizar los exámenes necesarios. Los había aprobado, estudiando por la noche. Había vivido en pisos amueblados, había contado el dinero. En su primer puesto conoció a Dolly Van der Byl, mucho mayor que él, y ella le protegió, enseñó al pobre muchacho campesino a valerse, le dijo que tenía que comer mejor, no beber tanto. Él siempre decía lo mucho que le debía, lo amable que ella era.

Mientras yo soñaba con salir del país, cocinaba para Frank, bailaba y tomaba cócteles, tuve conciencia de que estaba embarazada: un hecho que había resultado evidente para algunos de los mayores desde hacía semanas. Cuando me sugerían que podía estarlo, yo me reía. Mi médico dijo que no, que él nunca había realizado abortos y que las mujeres jóvenes y sanas debían tener a sus hijos cuando eran jóvenes. Éste era el plan de la Naturaleza. Hoy creo que habría mucho que decir sobre este punto de vista.

Los dos dábamos por descontado que era necesario un aborto. Los chicos y chicas del Sports Club se mostraban unánimes al considerar que era irresponsable tener hijos, porque el mundo era demasiado peligroso, demasiado precario. Las mujeres que querían un aborto se iban al sur, a Johannesburgo. Pero Frank no conocía a nadie en Johannesburgo, excepto a un estudiante con quien había jugado al rugby. Me dirigí en tren a Johannesburgo, seis personas en el compartimiento, de segunda clase, en una concesión a las esposas de los funcionarios. Encontré un hotel barato, y tomé un taxi hasta la facultad de medicina. Era la pausa de mediodía y me sentí observada por un centenar de estudiantes, todos hombres. Intentando estar a la altura de las sofisticaciones de la gran ciudad, yo llevaba un vestido elegante, un sombrero de paja negra brillante, con un bolso nuevo en el que había tan poco dinero que me iba a ser difícil comer. Le pregunté a un estudiante con quien me crucé si sabía dónde podía encontrar a fulano de tal, mientras advertía que se extendían por la multitud risas disimuladas y afectadas. Finalmente un joven se acercó desganadamente hacia mí y me dijo que estaba muy ocupado. Le dije que iba de parte de Frank Wisdom, que era la esposa de Frank, y Frank me había dicho que él, el amigo de Frank —¿recordaba el partido del año pasado en Salisbury?— podría indicarme dónde abortar. Me respondió que no comprendía por qué Frank había pensado que él… pero quizás la desamparada desesperación de una matrona de diecinueve años que se agarraba a su bolso le conmovió, y dijo en tono amable, ya sin risas disimuladas, que lo averiguaría y me dejaría un mensaje en el hotel.

En una sombría habitación, llena de muebles que hoy resultarían difíciles de encontrar, tan espesamente barnizados que parecían hechos de caramelo, me instalé junto a la ventana y esperé la llamada telefónica. Escuchaba, también, a la Ossewa Brandwag (una organización nazi) manifestarse al final de la calle contra la posibilidad de que el gobierno sudafricano apoyara a Gran Bretaña y a Norteamérica en la guerra que se avecinaba. Me dejaron un mensaje en recepción de que debía dirigirme a tal y cual dirección. A la mañana siguiente me encontré en un edificio aún más sombrío, esperando mi turno junto con varias mujeres. Al final entré en una consulta en la que había una mujer de color tras una mesa de despacho, que me examinó con ojitos duros y hostiles. Estaba claro que no le gustaba lo que veía.

«¿Qué quiere?»

«Me han dicho que practica abortos».

Inmediatamente empezó a chillarme, a reñirme, dando porrazos sobre la mesa. Cómo se atreve, quién le ha dicho tan perversas mentiras, ella era una médica honrada, ella nunca… etc. Sólo después se me ocurrió que la puerta que daba a la consulta, donde había una enfermera sentada, estaba abierta. Quizás ella pensara que yo espiaba para el gobierno. Me encontré en la acera, llorando, mientras aún podía oír sus aullidos insultantes dentro. No recuerdo cómo di con la dirección de un auténtico médico que practicaba abortos, pero era en una habitación inmunda en un miserable edificio, en la misma parte de la ciudad donde había visto cómo Stanley se jugaba su sueldo de chófer. Retumbaba música de todos los rincones del edificio.

Do you want to be better off than you are

Carry moonbeams home in a jar…

«¿Quieres estar mejor de lo que estás?

llévate rayos de luna a casa en un tarro…»

Utilicé aquel lugar en una narración corta, Road to the Big City.

El médico era joven —es decir, joven de aspecto— con una mirada que yo conocía bien por los veteranos del Sports Club, como si algo los carcomiese por dentro. Era agradable. Estaba borracho. Le acompañaban sus amigos, todos avispados, cantando, bailando, pasándolo bien. Una mujer me metió en la cocina y me dijo que no debía permitir que aquel hombre me practicara un aborto. Era un amigo suyo, era un buen tipo, pero le habían expulsado del Colegio de Médicos por operar borracho. Si apreciaba mi útero, debía darle las gracias y decir que había cambiado de idea. Fue lo que hice. Él se mostró triste, irónico y generoso, porque debió de comprender que me habían prevenido contra él, y en concreto su amiga. De vuelta a mi habitación del hotel, contemplé desde la ventana a grupos de hombres jóvenes con sus chicas haciendo tiempo para entrar en los cines, las salas de baile, los antros de juego.

Y entonces llamó Mabel Griffiths, diciendo que su marido le había dicho que me comunicara que nadie deseaba presionarme, pero me sugerían que visitara a cierto médico… el suyo. Podía confiar en todo lo que él me dijera.

Me encontré en una resplandeciente, limpia, seria consulta, frente a un hombre serio que me examinaba y me decía que resultaba claro que yo no me daba cuenta, pero que el bebé ya contaba cuatro meses y medio. Me mostró una estatuilla sobre su mesa, de una delgada chica nadando: «Es de este tamaño», dijo él, acercándome suavemente la estatuilla. Mientras yo tenía la sensación de que estaban manipulándome y me notaba ofendida en aquella parte de mí que tan fácilmente se encendía de rencor, entendí que aquello era el fin. Y me sentí aliviada, se había acabado el conflicto. «Yo no operaría a mi mujer o a mi hermana… a nadie», dijo él, «en un estado tan avanzado».

Se lo agradecí. Los Griffiths pagaron la cuenta. No sabía que había escapado por los pelos.

Se dice que «toda mujer tiene un incidente de aborto». Éste es mi caso y la razón por la que cuando hay discusiones feroces sobre el aborto no sé de qué lado ponerme. Pienso que mi hijo John nunca habría vivido si yo no hubiera sido —a Dios gracias— tan incompetente. Hoy me parece obvio que yo siempre supe que estaba embarazada: estaba aliada con la Naturaleza contra mí misma. Pienso en las mujeres que conozco que han cambiado de idea respecto a abortar y lo agradecen posteriormente. Pienso en mujeres pobres que tienen un hijo todos los años y no se las puede ayudar, y envejecen y enferman, y mueren sus bebés o sus hijos pasan hambre. Pienso en aquella sucia consulta con la mujer deshonesta con su blanca bata grasienta, y sé lo muy desesperadas que deben de sentirse las muchachas que tienen que confiar en alguien como ella.

En consecuencia, volví a casa embarazada, y contenta por ello, y Frank se alegró y se lanzaron gritos y alaridos y se brindó a la salud del bebé en el Sports Club, y yo no dejé de bailar, pero durante el día me sentaba en el sofá en conversación con el feto, que compartía conmigo largos, lentos, fatalistas pensamientos sobre la guerra, la ineptitud de nuestros gobernantes y el miedo a Hitler, a quien oíamos vociferar y delirar por la radio, mientras las masas alemanas expresaban a gritos su unidad con él. En el Sports Club, en los hoteles, nos reuníamos para escuchar en silencio las manifestaciones nazis retransmitidas por la BBC, y nos íbamos sintiendo lentamente unidos por algo muy distinto de los chillones bailes y canciones, que ya parecían un anacronismo. Es algo raro, estar sentada durante horas, hipnotizada por el desprecio hacia tu gobierno —por aquel tiempo el gobierno británico también era el nuestro— aparentemente paralizado por Hitler, capaz sólo de mirar cómo un enemigo invencible se robustecía. Aún se consideraba a Winston Churchill como a un inconformista desencaminado. El 25 de agosto se firmó en Londres el Tratado Anglopolaco de mutua ayuda, pero Hitler hizo caso omiso e invadió Polonia el primero de septiembre.

Aquel día yo me encontraba en una granja en las afueras de Salisbury, para el almuerzo del domingo, con otra pareja de recién casados. El marido era un viejo amigo de Frank. La mujer, como yo, se veía arrastrada dentro de un grupo de amigos, todo hombres. Muchas bromas sobre sexo. Mientras bromeábamos, oíamos que los ejércitos alemanes invadían Polonia. Sentí la débil, inútil y pensativa ira, pero, también, la exaltación de aceptar el desastre del que me habían hablado durante toda mi vida. Lentamente, el secreto placer del dolor se debilitaría y moriría, mientras que la ira, la rabia, la pura incredulidad se fortalecerían. Mis emociones al final de la guerra no eran las mismas que al principio, ni tampoco me sentí abandonada mientras la vida real seguía su curso en algún otro lugar.

Los amigos de Frank eran de su edad, hombres ya hechos y derechos y establecidos. Me parecían viejos. Uno de ellos era Tommy Wolton, casado recientemente con Ivy. Estaba embarazada como yo y se convirtió en mi amiga íntima o, como solíamos decir, mi otra mitad.

Pasamos los días juntas, corridas las cortinas, escuchando, por decirlo así, el crecimiento de nuestros fetos. Era enfermera. Las dos teníamos manuales de instrucciones de aquellos que intimidan un poco y que se consideraban adecuados para jóvenes madres, y sabíamos al día qué les pasaba a nuestros retoños, si les crecían aletas o dedos, si perdían una cola, si adquirían capas de piel y las mudaban, si les crecían pequeñas uñas. Ivy era una mujer delgada, nerviosa, de ojos azul pálido, con pelo rubio suave y bonito cuando estaba feliz, pero lacio y húmedo cuando no lo estaba. Aparece en Un matrimonio convencional (A Proper Marriage), pero si hay que considerar este libro como un testimonio personal, su presencia no es suficientemente destacada. Fue mi primera y auténtica amiga, sólo porque pasábamos por las mismas experiencias al mismo tiempo. No podía compartir con ella nada de aquello en lo que yo creía, nada de lo que leía. «Ya sale otra vez con lo suyo», probablemente pensaba ella, si desprevenidamente me aventuraba a comentar una idea literaria o política. Sin interés por la condición humana, aportaba a veces su óbolo. «Los nativos están muy bien si no se les da rienda suelta».

Entre las mujeres que van a tener su primer hijo se establece una camaradería que no tiene parangón. Comparten un camino a través de revelaciones, aunque los estadios de lo que está sucediéndoles están escritos en un libro abierto sobre la mesa, porque lo que les pasa les ha pasado a todas las mujeres. La timidez, o un cierto sentido de la proporción, les impide reivindicar que son extraordinarias, pero así se sienten, y sólo la otra persona puede comprenderlo. Se pierden mutuamente en lo trivial, mientras que lo que pasa en ellas amenaza con disolverlas en su enormidad.

Existía entonces otro lazo: una alianza contra los médicos. En aquellos tiempos, no te atrevías a decir que tu bebé se había «empezado a mover» mucho antes de los oficiales tres meses y medio, ni que cuando aún estaba en el útero la criatura respondía a tus pensamientos y estados de ánimo. De nada servía decir que el niño conocía tu voz en cuanto nacía y era consciente de lo que pasaba a su alrededor, escuchaba con atención, intentaba enfocar sus ojos aún borrosos hacia las caras familiares. Era evidente que algunas personas que se acercaban demasiado resultaban desagradables, otras tranquilizadoras, porque el bebé reaccionaba con lágrimas y aprensión, o con evidente placer. Ante tales afirmaciones los médicos decían, perdonándote la vida, que eran imaginaciones tuyas, las mujeres imaginaban cosas, no debías dejarte llevar por tus fantasías. Hoy la ciencia ha dado la razón a estas historias de madrazas. ¿Pero han dejado los médicos de perdonar la vida a las jóvenes? Lo dudo. ¿Ha dicho algún médico a una mujer a quién ha calificado de madraza, con la implicación de que es una histérica: «Lo siento, estábamos en un error, siempre estuvisteis en lo cierto»?

Los maridos en aquellos tiempos corrían parejos con los médicos. Lo que implicaba que las mujeres se callaran lo que pensaban. Tener una amiga era esencial para el equilibrio, si no para la supervivencia. Con Ivy nos sentábamos horas y horas por la mañana para comparar sensaciones, insistiendo en que nuestros bebés respondían enérgicamente cuando bailábamos, o hacíamos el amor con sus padres, o nos permitíamos pensamientos inquietos sobre la guerra. ¿Nos preocupaba que lo que sentíamos y pensábamos se acordara tan poco con la biblia oficial? La verdad, no. «Bien, hazlo a tu manera», pensábamos, o algo parecido, mientras seguíamos con nuestras investigaciones particulares. La camaradería se interrumpió cuando las dos tuvimos que mudarnos. ¿Por qué nos mudamos? Todo el mundo se mudaba, constantemente. Y ya había empezado la guerra, habían comunicado a los hombres jóvenes de Rhodesia que pronto los llamarían para la instrucción. Sabían que los mandarían «al norte», a la guerra en el desierto. En Gran Bretaña se estaban acabando de perfilar planes para mandar a millones de hombres a Australia, Sudáfrica, Canadá, Kenya, Rhodesia del Sur, a campamentos de la RAF, para formar pilotos, bombarderos, marinos. Incluso más que el turismo, la guerra mueve a masas de gente por todo el globo.

Necesitaban nuestro pequeño piso para alguna finalidad bélica. Frank encontró un lugar —sólo temporal, me aseguró repetidamente— a unos veinte kilómetros de Salisbury, una pequeña chabola, abandonada para que se viniera abajo y se construyera una casa mejor. Allí me pasé los días y la mitad de las noches sola, puesto que Frank seguía trabajando en su oficina cuando no movía hilos para conseguir entrar en el ejército —era demasiado viejo— o bebía con otros hombres. Hacía mucho calor, era la estación de las lluvias, y la jungla había alcanzado la parte trasera de la casa, lanzando dentro de las habitaciones avanzadillas de arbolitos y plantas jóvenes, que levantaban los ladrillos y anunciaban que la casa se derrumbaría pronto, totalmente tomada por los árboles. Por entonces yo estaba muy gorda. «Estaba grandota», como solíamos decir. Además, se nos decía que debíamos comer por dos. Me sentía incómoda y no conseguía refrescarme. Llenaba una bañera de cinc con agua —no había agua corriente— y me sentaba allí a veces durante horas. El agua era tibia. Sentía frescor mientras estaba en el agua. Me comunicaba con la criatura a través de la pared de mi gran barriga: enérgica, mucho más que la criatura de Ivy. Escuchaba las noticias de Europa en la radio, con la mano sobre la barriga, asegurando que la guerra no le lastimaría, y pensando en las madres e hijos que corrían delante de los ejércitos en Europa.

Mi estado de ánimo era en todos los aspectos muy distinto al de las chicas que tienen hijos hoy. Nunca se me ocurrió que algo podría salir mal. Ivy estaba poseída por pensamientos de posible calamidad: al ser enfermera sabía lo que podía pasar. Pensaba que era imprudente soberbia que yo diera por sentado que aquel bebé y cualquier otro que tuviera saldrían sanos y salvos. Resultó que yo estaba en lo cierto, y para las dos. Me había negado en una ocasión y para siempre a estar enferma —a fin de cuentas, sólo hacía seis años—, y esta disposición mental gobernó mis expectativas respecto al bebé, lo que hacía imposible que naciera defectuoso o, una vez nacido, muriera. Estaba llena de un tranquilo y confiado regocijo. Me instalaba en el agua tibia, mientras las palomas se arrullaban, llamaban, canturreaban por toda la casa y en las ramas del árbol delante de la casa, y fumaba, o me levantaba para prepararme un bocadillo y volvía a la bañera. Leía los libros amontonados junto a la bañera. Escuchaba la jungla con el oído entrenado de mi infancia. Escuchaba a través de la radio cómo hervía silenciosamente la guerra en Europa. Puesto que Frank pronto se iría a la guerra —así lo pensaba yo—, me quedaría sola, con el bebé, y entonces… Pero me encantaba estar sola. En mis fantasías vivía una historia romántica con uno de los ingleses a los que ya se podían ver por Salisbury, uniformados o civiles, espiando el país, es decir, decidiendo si era adecuado para determinadas iniciativas bélicas. Finalmente tendría tiempo para escribir mi primera novela. Escribiría algunas narraciones más, pero, en esta ocasión, reales.

Este tiempo feliz de estar sola durante horas, largas horas de ensueños sólo interrumpidas por la llegada de Frank y sus compañeros inseparables, todos jactanciosa y optimistamente borrachos, acabó cuando volví a Salisbury, a una habitación amueblada que he olvidado. Una habitación amueblada como cualquier otra, todas con cortinas de zaraza o floreadas, y los muebles de caramelo. No tenía sentido buscar algo mejor puesto que Frank se iba a ir pronto. De vuelta a la alegría del Sports Club, las terrazas, las fiestas, la conversación sobre la guerra.

Ivy, mi media mitad, y yo reemprendimos nuestras mañanas juntas, pero no era lo mismo. Iban a movilizar a su Tommy, aunque ella le había dicho: «No puedes alistarte, no puedo arreglármelas sola». «Pero quizás deba hacerlo», dijo él, iluminada la mirada. «Y no voy a dejar que te metas en la cama con todas aquellas mujeres». «¡Qué mujeres!» «¡Te conozco, pequeño!» Risitas, risitas, mientras él adoptaba el aire de un rufián y se sentía halagado. Ella habló con las autoridades, hombres con los que se había pasado los diez últimos años flirteando, bailando, bebiendo, pero que ahora se habían transformado en comandantes y coroneles con poder sobre su Tommy. Siempre rompía a llorar al entrar en la oficina que fuese: «No puedo imaginarme sin mi Tommy», declaraba, sus ojos azules enrojecidos por aquellas lágrimas y las anteriores. Les recordaba que Tommy no era un mozalbete (como Frank), y ellos le prometían sacar su nombre de la lista de movilización. Mientras tanto, ella pasó a mostrarse dependiente e inútil, un aspecto que no convenció a ninguna de sus amigas, pero nos equivocábamos. Incluso estaba más delgada de lo habitual, la protuberancia de su embarazo pequeña y prominente, su pelo lacio y despeinado, y fumaba día y noche. Lamentos del tipo «A quién le gustaría ser mujer» ahora ocupaban el lugar de nuestros silencios cómplices, y estar junto a ella ya no era un consuelo.

Yo gozaba de un humor de triunfante logro, y deseaba que llegara el día del parto. No creía que fuera a resultar tan doloroso como decían, porque estaba muy sana y me sentía bien conmigo misma.

Mi historial ginecológico correspondería al de la mítica mujer campesina, que nunca ha padecido ninguna enfermedad. Tuve mi primer periodo a los catorce años. Mis menstruaciones duraban dos o tres días y nunca eran excesivas. A veces algo dolorosas. Por lo que se refiere a tensión premenstrual, nada de nada. Di a luz tres veces, normalmente, nunca me desgarré, ni me cosieron, ni utilizaron fórceps o cesáreas. Nunca he padecido inflamación de mama o herpes. Mis periodos finalizaron al poco de pasar de los cuarenta años, como es corriente entre mujeres fumadoras. La temida menopausia no tuvo lugar: se acabaron mis menstruaciones y se acabó todo. Más afortunada imposible. A mujeres con este tipo de historial —muchas de nosotras— en ocasiones las hacen sentir culpables, como si los problemas de útero fueran el destino que corresponde a toda hembra.

Lo digo en beneficio de las mujeres jóvenes, porque toda la propaganda en esta época se enfoca hacia la desgracia, se presenta su vida de hembras como una carrera de obstáculos con caídas durante todo el recorrido y que culmina en la derrota de la menopausia. Existe algo así como una sociedad secreta de mujeres que han pasado una menopausia sin dificultades, y sin ayuda de fármacos, pero apenas si se atreven a decirlo, porque sus compañeras las acusarán de mentir, o sugerirán que es algo impropio.

Ésta es la cuestión, y si insisto es porque me parece importante: cuando nosotras —mi generación— pensábamos con ilusión en nuestra futura vida como hembras, no estábamos llenas de miedo y malos presagios. La mirábamos con confianza, la teníamos bajo control. No nos bombardeaban con sombría información desde la televisión, la radio, los periódicos, las revistas de mujeres. Ahora sabemos —nosotros, los humanos— que respondemos a lo que se espera de nosotros. A menudo esto se relaciona con el contexto escolar, pero tiene una aplicación más amplia, ciertamente general. Si se les habla a las niñas, desde muy jovencitas, de las diversas formas en que lo van a pasar mal, desde la tensión premenstrual hasta las miserias de la menopausia, ¿no atraerán las dificultades? Mientras que nosotras, que nunca habíamos oído de —digamos— la tensión premenstrual, nos limitábamos a decir: Maldita sea, estoy algo irritable, debe de ser por la regla. Si una se ha pasado años temiendo el cáncer de pecho o útero, ¿está más predispuesta a tenerlo? Es una pregunta, no una afirmación.

La oleada de energía que anuncia un nacimiento inminente me arrastró con urgencia hasta la clínica Lady Chancellor donde habían nacido todos los niños con que uno podía tropezarse… blancos, naturalmente. Era un edificio grande, en North Avenue, con un par de salas a cada lado de la entrada, habitaciones en las alas, una terraza interior alrededor de un patio y una gran sala donde se cuidaba a los niños, lejos de sus madres.

Me recibió una enfermera muy joven, quien me anunció que estaban naciendo demasiados niños aquella noche —por culpa de la guerra— y me dijo que yo tenía que ser una buena chica y cuidar de mí misma. Eran las ocho o las nueve. Vagué por el lugar, sin que nadie me hiciera caso, escuchando los gritos de las mujeres que estaban de parto, y me acerqué a las cunas de los recién nacidos en el cuarto de los niños, con el deseo de acunar a uno de ellos. En cierto momento me dijeron que tomara un baño; luego, me afeitaron: así se hacía entonces.

Dirigía el lugar una mujer voluminosa, Miss algo, sin titulación, que siempre llevaba uniforme de enfermera y presenciaba la mayoría de los partos, como ayudante. Mantenía una relación afable con los médicos, no más de una docena, que entraban y salían de la clínica todos los días.

Se me acercó y con condescendencia me dijo que se alegraba de que no armara barullo como otras muchachas. No entré en el pabellón de parto hasta primeras horas de la mañana y allí me depositaron en una alta cama y me dejaron. Está narrado con bastante fidelidad en Un matrimonio convencional… y a ese libro me remito.

A veces las mujeres dicen: No es verdad que olvides los dolores del parto. Pero creo que lo que recuerdas es que tuviste fuertes dolores, no el dolor en sí: olvidas la intensidad de los dolores entre un dolor y el siguiente. El recuerdo real supone —aunque sea como un destello, un instante— volver a la experiencia misma. Recuerdas el dolor con dolor, el amor con amor, lo mejor de ti misma con lo mejor de ti misma.

Lo que me interesa ahora es la realidad del dolor, su fuerza. Aún no contaba veinte años. Estaba sana. Y si las expectativas gobiernan la experiencia física, el parto debió de haber sido tan fácil como los dos partos posteriores.

Quizás se debiera a que estaba muy sola y sin nadie que me consolara. La única persona que me reconfortó en aquel primer parto fue la mujer negra de la limpieza, que estaba fregando el suelo. Una y otra vez, en libros de recuerdos, novelas, autobiografías, leemos que algún blanco fue confortado, cuando más lo necesitaba, por la humana y sencilla calidez de algún negro.

¿Dónde estaba mi marido? Estaba divirtiéndose con los muchachos, como era obligatorio entonces. La idea de que los maridos confortaran a sus esposas… no puedo ni imaginar lo que la jefa hubiera dicho… «Mejor que no estén… son sólo un estorbo».

Los bebés también eran un estorbo y, en consecuencia, también nosotras, las madres.

Cuando nació el bebé, es decir, mi hijo John, me lo acercaron para que yo lo viera, un bebé largo y delgado debatiéndose en brazos de la enfermera. «Aquí tiene a un auténtico jugador de rugby», oí, mientras me sacaban sobre ruedas del pabellón de parto y me llevaban a alguna parte. Estaba dolorida y me sentía desamparada, anhelando tener al bebé en brazos. Cuando tímidamente pedí verlo, me dijeron: «Lo tendrá a todas horas muy pronto, ¿por qué tantas prisas?». Más tarde me dijeron que no me preocupara porque le daban sorbos de agua con azúcar, y ya le vería a la mañana siguiente. Intenté imponerme, Tigger débilmente bromeando con ello, y me lo trajeron aquella noche, es decir, casi doce horas después del parto, y sólo durante cinco minutos. La jefa se plantó a nuestro lado y tan pronto como los labios del bebé entraron en contacto con el pezón, se lo llevó de nuevo. «Ya es suficiente para la primera vez».

El espíritu del doctor Truby King prevalecía en la clínica Lady Chancellor. Desde el principio, un régimen de comidas cada cuatro horas era la norma, a no ser que el bebé estuviera por debajo de cierto peso: el mío pasaba de los tres kilos. A un niño que quisiera comer antes de la hora prescrita se le dejaba llorar. «Tiene que aprender quién manda aquí». «Tiene que aprender que no se saldrá con la suya». Cuando los bebés finalizaban sus comidas —nunca los dejaban con sus madres más de una media hora— les sacaban de los carritos o los acunaban en brazos las enfermeras. El silencio reinaba por un corto espacio de tiempo en el que, con suerte, se podía dormir un poco. Muy pronto los bebés empezaban a berrear. Podían estar llorando durante una o dos horas, mientras las madres permanecían tendidas en sus camas anhelantes, sin poder ir hasta ellos, o pedir que se los trajeran. En aquellos tiempos se suponía que las mujeres debían permanecer en cama durante una semana. En fin, en tiempos de mi madre eran seis semanas. Permanecía tendida y desvalida en aquella cama, con los pechos que me escocían y llenos de leche, oyendo el llanto frenético de los bebés en la terraza, llena de rabia y frustración.

Mary McCarthy, en El grupo (The Groop) describe un sistema similar. La clínica Lady Chancellor no era una excepción. Pero si una comisión se plantea alguna vez cómo asegurarse de que las madres no se «aten» a sus bebés —o, como solíamos decir entonces, los quieran—, no podrían hacer nada mejor que estudiar la clínica Lady Chancellor. Me dicen que así lo hacen en Japón.

Vemos a menudo por televisión esta imagen: hay un carrito o anaquel o mesa, y encima puede que haya diez o más bebés, envueltos de forma idéntica, atados de brazos y piernas, y sobre aquellas criaturas informes hay una enfermera cuidadora. A ese anarquista, el bebé recién nacido, lleno de posibilidades explosivas y maravillosas, le enseñan su lugar en el mundo, le enseñan qué es qué. No confío en que las cosas cambien mucho. Con este sistema de mantener a las madres noveles y a sus bebés separados se alimenta algo muy profundo y desagradable, asegurándose de que los bebés lloren cada vez que quieren comer y que las mujeres se sientan inquietas e incómodas. «Debes hacerle saber quién manda».

Compartía la habitación con dos mujeres más. Una tenía su tercer hijo. Era alta, deforme, floja de carnes y yo la contemplaba desde la cama, secretamente llena de horror. Allí estaba mi cuerpo liberado, deseando volver a su forma habitual. Odiaba mis grandes pechos hinchados. (Lo que no impedía que me sintiera orgullosa de toda aquella leche). Una chica se define a sí misma en contra de su madre en primer lugar, luego contra el mundo, por su cuerpo bien formado, sus sedosos y pequeños pechos y, naturalmente, por el triángulo de brillante pelo púbico con sus bonitas espirales: es invulnerable a las críticas dentro de su nuevo cuerpo. Y de repente… se encuentra yaciendo en una cama, convertida en un saco de carne dolorida, como un caracol al que han sacado de su caparazón.

Junto a la cama de aquella hogareña y satisfecha mujer —así la veía yo—, se colocaba la doncella negra del pabellón que me había ofrecido su amistad, siempre que no la observaran ni la enfermera jefa ni las demás enfermeras. Admiraba a aquella mujer, y decía: «Para nosotros una mujer no es una auténtica mujer hasta que tiene su tercer hijo». «Por lo tanto ahora ya soy una auténtica mujer», decía la madre, divertida y complacida. (De forma similar, una mujer de la tribu shona me dijo: «Nosotros no pensamos que un hombre y una mujer están casados con la ceremonia nupcial: pueden pasar muchos años hasta que una pareja está realmente casada»).

En silencio me prometía que nunca más tendría otro hijo, nunca más volvería a estar fea y gorda. Pero aquella mujer quizás se había prometido lo mismo, y allí estaba, tan contenta consigo misma, su cuerpo como una gelatina láctea. Me sentía infinitamente desamparada, ansiosa, amenazada. Frank entraba y salía a saltos, a veces con sus compinches que, a fin de cuentas, también eran mis amigos ahora. Todos estaban contentísimos, conmigo, con el bebé. Mi madre entró precipitadamente y de inmediato dijo que aquel sistema de dar el pecho cada cuatro horas era ridículo para unos bebés tan recientes. Esto hizo que yo me pusiera de parte de las enfermeras: no podía permitirme estar de acuerdo con mi madre, que irradiaba acusación y pena, aunque ella no fuera consciente de ello.

Cuando me llevé a John a casa, fue la primera ocasión en que pasé más de media hora con él. No concordaba con las reglas en el manual. Para empezar, levantó la cabeza desde un principio, y se amamantaba con deleite y energía, sus piernas moviéndose como pistones, y sus ojos, supuestamente incapaces de enfocar, se mostraban alerta y observadores. Nunca buscaba refugio. Siempre se debatía para levantarse, conseguir que su cabeza estuviera lo bastante alta para ver por encima del borde de la cuna. Resultó claro que muy pronto habría que meterle en la cuna grande, con barrotes. Parecía hambriento. Yo engordaba a diario y me sentía desgraciada. La leche era sólo adecuada. Entre comidas yo me preocupaba porque mis pechos produjeran leche, puesto que con una comida se quedaban vacíos. El niño se sentía satisfecho durante un par de horas y, luego, berreaba. Pero las reglas decían que había que alimentarlo cada cuatro horas. Estaba angustiada, irritada, ansiosa, «dejando llorar al niño» según la prescripción, hasta que el reloj marcaba el instante en que podía cogerlo y alimentarlo. Ahora sé que era un niño al que habría que haber alimentado cuando él quería, y que realmente yo habría producido la leche necesaria. Empecé a desafiar a mis mentores cogiendo al niño a media tarde e intentando calmarlo, acunándolo amorosamente y conversando, con la confianza de que el contacto llenaría mis pechos que por entonces estaban vacíos. Me recuerdo de pie en la terraza, con una criatura entre mis brazos que parecía querer levantarse, su puño en la boca, pura encarnación del grito del hambre, y yo lloraba, y lloraba, preguntándole: ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer por ti?… porque era tan fuerte que yo quedaba agotada sólo de tenerle en brazos. No obstante, yo era una mujer joven y fuerte, y él era un bebé.

Para abreviar, era un bebé hiperactivo y, luego, un niño hiperactivo, aunque esa palabra no se utilizaba por aquel entonces. Me alegro. Probablemente le habrían dado calmantes, llenado de medicamentos.

Mientras tanto, los orgullosos padres estaban llenos de teorías, como suele ocurrir con el primer hijo. Frank había leído algún libro que hablaba de la necesidad de no mimar a los bebés, porque si se les enseñaba a pasar frío a temprana edad, más tarde serían impermeables a resfriados y gripes. Dejábamos al niño con una camiseta, una ligera chaqueta y un pañal, en la terraza, para que se robusteciera. Parecía no importarle, a pesar de que el aire estaba helado con la proximidad del invierno. Su llanto se regulaba respecto al tiempo que hacía que había comido. El primer hijo necesita tener aguante: recientemente contemplé a un niño de nueve meses al que alimentaban con queso al grill sobre una tostada, porque sus padres suponían que los bebés deben de encontrar aburrida su dieta.

Estaba frenética por las preocupaciones, asqueada por la gordura de mi cuerpo y las constantes visitas de mi madre, quien me acusaba de tratar mal a John y no se impresionaba ante su aumento de peso, la fórmula que los mentores consideraban adecuada para tranquilizarse. Dije que daría el biberón al niño. Ella dijo que era una irresponsable. Mi amiga Ivy, agotada por la angustia de tener que mirar siempre el reloj, había dado el biberón a su hijo y todo iba bien.

Nunca ha existido un sistema más eficaz para hacer que las jóvenes madres estén ansiosas, se sientan inadecuadas, poco eficientes, inferiores, ninguno más apropiado para que pierdan leche y —no hay ni que decirlo— todo el placer que proporciona tener un hijo. Pero de eso se trataba, estoy segura.

A veces me iba al piso de Ivy para compartir el ritual del baño matinal. Confiaba en ella y no confiaba en los mentores. Nos colocábamos una junto a la otra en la larga mesa en la que ella lavaba y cambiaba a su bebé. Su bebé frente a ella; frente a mí, mi bebé. Los niños al nacer suelen ser magros, arrugados, escuálidos, rojo intenso, quizás cubiertos de pelo; sencillamente, son inacabados. Nosotras sabíamos cuál era el problema: nacen demasiado pronto. La demostración es que al cabo de dos meses pasan a ser perfectos, consiguen lo que desde siempre les estaba destinado. Su hijita era rechoncha, bonita, con hoyuelos, dejaba escapar burbujas de saliva, movía en derredor sus suaves brazos. John era largo, delgado, con ojos inteligentes y brazos y piernas que nunca estaban quietos. Había que sostenerlo con una mano para que no saltara de cualquier superficie. Daba puñetazos al aire, levantaba constantemente la cabeza para ver a la niña que había junto a él.

«Eh, mira», dice Ivy, «ya la persigue». E instintivamente coloca la mano para proteger a su hija.

«Eres una maníaca sexual», digo yo. «Ivy, a los tres meses no es muy probable que la viole».

«Ah, no sé… ¡Mira esto! Ni hablar, voy a vigilarla, por la cuenta que me trae, mejor que la avise a tiempo. Y voy a vigilarle también a él, no lo dudes. John, ¿me estás escuchando? ¡Eh, John!»

El enorme pene y los testículos del macho recién nacido habían adquirido su proporción habitual, era normal. No obstante… aquella dulce niñita jadeante y con hoyuelos, aquel fuerte niño que la perseguía… Nos reímos. Nos pusimos a reír y no podíamos parar.

Recuperada la calma, le dije: «¿Y si tú hubieras tenido un niño y yo una niña?».

«¡Jamás! ¡Im-po-si-ble!» Ambas sentíamos en lo más profundo que ninguna podía haber dado a luz a otro, sólo a aquel bebé.

«¡Mira esta criatura! Mira qué cosa…» Señala, con teatral mofa, las intimidades de mi hijo. Luego se vuelve encandilada hacia su propia hija, y admira el monte de Venus, tan rechoncho y perfecto. «Igualito a un buzón de correos», dice en un arrullo. «Ah, me lo podría comer con un helado. Ah, podría mandar cartas por aquí. Ah qué dulzura de coño, cómo es posible que defiendas aquello…» y lo señala, con teatral mofa.

Cogimos, en un arrebato, a nuestras criaturas y bailamos por la habitación con ellos, cantando. «En el cielo, estoy en el cielo, y mi corazón late tanto que casi no puedo hablar. Y creo haber encontrado la felicidad que busco, cuando salimos a bailar mejilla contra mejilla». O «de noche y de día pienso en ti».

Ivy, quien a fin de cuentas era una enfermera, anunció a su marido que como a la inspectora sanitaria se le ocurriese volver, probablemente la mataría. Yo le dije lo mismo a Frank. Él me dijo que hiciera lo que creyera más conveniente. La realidad era que nuestros maridos nos toleraban, y no les critico por ello. Estábamos obsesionadas con el desarrollo de los niños, sus comidas, sus escabeles, su peso, su sueño o su vigilia. Las mujeres salen de ésa época de inmersión en trivialidades sorprendidas de sí mismas.

Los maridos se pasaban los días y las noches con otros hombres, todos anhelantes del momento en que por fin podrían vestir sus uniformes en bares, en hoteles, en la terraza del Sports Club.

«Fíjate», dice Ivy, observando su pelo lacio y mustio, su cuerpo descarnado, y luego a mí, que había engordado tanto que hacía casi estallar mi vestido, «y éramos la sensación del Sports Club, ¿quién lo diría? Bien, al infierno con todo, es lo que yo digo».

Di el biberón al niño y mi madre dijo que yo era una egoísta, que sólo pensaba en mi persona. Era más de lo que yo podía soportar, y pasé a ser aún más fría, educada, paciente. Le decía sí a todo, y esta forma de rechazo, de taparle la boca, la sacaba de sus casillas. No dejaba de decir que las hijas necesitan a sus madres en esos momentos, y yo decía que sí y esperaba que se marchara.

Lo que pasaba en su vida era en verdad mucho más de lo que ella podía soportar. Por aquel entonces mi padre estaba permanentemente enfermo. Era un inválido: la palabra sugiere un estado estable, bajo, pero con él todo eran ataques, traumas. Había entrado en coma, o casi, porque había tomado demasiada insulina, o demasiado poca. Su hígado… intestinos… estómago… su pierna buena ahora era tan delgada que apenas podía andar. Allí estaba ella, a solas con él en la granja, y él ya no podía conducir con seguridad. Ella tenía que pedirles a los vecinos que la llevaran hasta la ciudad, y odiaba depender de otros. ¿Por qué no aprendió a conducir? Lo hizo más tarde, en la ciudad. Las cartas que me mandaba eran, hablando claro, gritos en demanda de ayuda. Para mí eran amenazadoras. Era una amenaza: media hora a su lado me dejaba exhausta. Después de una visita suya me metía en cama para dormir.

Mientras tanto, mi hermano estaba en Dartmouth, Inglaterra, preparándose para ser un oficial de la Marina. Ella había conseguido su gran ambición: un hijo en la Marina. Había movido hilos, había escrito cartas a Inglaterra, perseguido despachos, exhortado y suplicado. Y allí estaba él. Harry y Dick Colborne se fueron juntos a Dartmouth. Tiempo después él confesó que en época de paz nunca lo habría hecho. «Aquellos tipos de la Marina inglesa se limitaban a dar coba a las colonias, ¿sabes? Tenían que tener a un par de nosotros, para mostrarlos». Se encontró con que sus conocimientos en ningún aspecto estaban al nivel de los otros. Conseguir ponerse a la altura suponía trabajar sin descanso, día y noche, y aprobó los exámenes, pero muy justo.

Las cartas desde Inglaterra tardaban semanas. Él escribía, vivaces y animadas cartas a «M». y «P.». Conservo unas cuantas. Escribió poesía, también. Nada de su vida interior —lo que pensaba, sentía, o secretamente padecía— figuraba en aquellas cartas.

Yo escribía cartas a la granja. «Queridos Mamá y Papá. Sí, estoy muy bien, y John también. Ha engordado en la última semana. Frank está fuera, por lo de la guerra. Besos».

En cuanto el niño tomó el biberón, yo empecé a seguir un régimen y perdí kilos con rapidez. No me habría puesto a régimen antes de dejar de darle el pecho, ni habría adelantado ni un solo día el momento de darle el biberón al niño porque yo estuviese gorda. No haría trampas, de ninguna manera, pero una vez que mi cuerpo volviera a ser lo que era… entonces… Y recuperé mi figura, dentro de los vestidos ligeramente ceñidos que llevábamos todas, mi suave y brillante pelo, por lo que ya estaba a punto para la terraza del Sports Club, pero el Ejército había dicho la última palabra y todos los hombres estaban cerca de Umtali en un campamento, para que los convirtieran en soldados.

Las esposas los seguimos inmediatamente. Nuestros hombres no querían.

Me alojaba en un hotel barato, en una fea habitación, y era invierno. En aquel año, 1940, lloviznó y hubo niebla durante semanas. No conseguía secar los pañales. El niño contrajo una infección y sus excrementos por vez primera fueron dudosos, un semilíquido de leche no digerida en un limo amarillo. Berreaba o gimoteaba. Llamé a un médico, un hombre joven, cuya exasperada voz me dio a entender que me estaba comportando como una histérica. «Chicas, ¿qué estáis haciendo todas aquí? No van a dejar salir a vuestros maridos del campamento, ¿no lo sabéis?»

Recorría arriba y abajo, arriba y abajo las calles de Umtali, donde en cada casa retumbaba música de baile. Aquellas calles correspondían a otra vida en la que yo había sido muy desgraciada porque era demasiado pequeña para formar parte de los grupos adolescentes de chicos y chicas. Empujaba el cochecito durante horas todos los días bajo los hibiscus y Jacarandas, y soñaba que un soldado, escapado del campamento, se me había acercado tímidamente e iniciado una conversación y… no, yo no me interesaría por el bienestar de mi marido. Tales ensueños eran tan claros como escenas de una película: y eran las fantasías de una muchacha, no de una mujer joven. Nos besaríamos debajo de los hibiscus, besos llenos de angustia por las despedidas de la guerra, por la pérdida y el dolor de la guerra.

En un hotel mucho mejor, Brown’s, justo en la esquina, se encontraba otra esposa. No me gustaba ni yo le gustaba a ella. Un determinado compinche de Frank se había ido a Inglaterra de vacaciones y había vuelto con una novia. A nosotros, la gente de colonias nos deslumbraba, gente siempre dispuesta, ciertamente, a deslumbrarnos. Era una muchacha rica, de clase acomodada, que llevaba la «buena» ropa del tipo que admirábamos por su estilo, porque era una expresión exacta de las mujeres que la lucían. Era afable. Fría. Hoy veo que probablemente no comprendió con qué tipo de vida se había casado.

En las colonias, los esnobismos de clase siempre eran objeto de análisis, como si un engranaje que funciona perfectamente lo sacaran de su eje y diera vueltas inútilmente mientras está instalado en un obrador, para que lo inspeccionen. «¡Mirad cómo se mueve!» Cuando Ivy y yo hablábamos de Mary, era con pena hacia ella. ¿Qué sentido tenía ser esnob aquí, con nosotras?… Así lo considerábamos. Pero como actuación, la admirábamos.

Su marido era otro de los muchachos del Sports Club… mejor dicho, de los hombres que empinaban el codo. Bebía mucho, en realidad era un alcohólico, de buen carácter, amistoso, algo tonto. Lo que se había llevado consigo, como consuelo de su vida y compañera, era a aquella pelirroja de lengua afilada, estirada, directa, que solía decirle: «Ya basta, querido, vamos a casa, ya has bebido bastante por esta noche». En pocas palabras, ahí estaba el matrimonio arquetípico, que hemos visto un centenar de veces, entre un buen tipo, el compañero inseparable, el beodo, el borrachín, el hombre amigo del hombre, y la eficiente y moralista mujer que desprecia las debilidades porque las desconoce en ella. Es como si estos hombres transgresores sintieran que los reproches de sus propias conciencias no son suficientes: precisan asegurarse también del flagelo de una lengua.

¿Cómo explicar, si no, aquel otro matrimonio tan frecuente, entre el erudito, o sabio, o intelectual, y la prostituta, o camarera de bar, en cualquier caso, con una mujer frívola o sexy? Los dos pueden estar seguros de que tendrán día y noche una compañía que estará pensando: «¡Estás loca por el sexo!». «Que Dios me ampare, eres más seco que un palo». «¿Eres capaz de tomarte algo en serio?» «¿Siempre tienes que estar pensando? ¿No puedes darte un respiro de vez en cuando?»

Aquel buenazo, cuando estaba con su flamante esposa, siempre tenía una mirada humorística y de perro degollado. Ella, con él, era como una reina depuesta de su trono, como diría D. H. Lawrence. Se llamaba Mary.

Fui a tomar el té con Mary en su hotel. Sus excelencias no sorprenderían a los habituales de los grandes hoteles del mundo, pero yo disfruté de los buenos pasteles y de la chimenea con leña. Comprensiblemente, Mary no vino nunca a tomar el té a mi hotel. Su guapo, educado hijo vestía con ropa de Inglaterra. John, en aquellos tés, no se comportaba mal; se limitaba a manifestarse tal cual era. Mary podía decir ásperamente: «Está lleno de energía, ¿no?» mirando cómo él se debatía y luchaba en mis brazos, dejando caer ya todo el peso sobre sus pies. A mí me resultaba evidente que él ya se impacientaba con su condición de bebé: interesante que pudiera discutir esta idea en todas sus ramificaciones con Ivy, pero no con la «intelectual» Mary. Así la considerábamos. «¿Estás segura de que sólo tiene cuatro meses?», preguntaba Mary. Más adelante, cuando a los nueve meses se puso en pie y al año empezó a correr, la gente diría: «¿Estás segura de que tiene sólo un año?». Ésta es una de las cosas aparentemente «imposibles», pero que yo sé que son ciertas: durante años guardé mentalmente una lista de cosas que eran imposibles —porque la gente decía que lo eran— pero ciertas.

Me sentía orgullosa de John, pero avergonzada. No sabía por qué los bebés de otros permanecían tendidos tranquilos en sus cochecitos y permitían que les cogieran en brazos y les hicieran mimos. Mary me hacía sentir muy incompetente. Pero para disfrutar de aquella gran chimenea de leña hubiera soportado muchas más cosas. En mi habitación no había chimenea: existe la convención, en climas cálidos, de que nunca hace frío. En Salisbury los pañales se secaban al sol al cabo de una hora en el tendedero, pero aquí estaban húmedos, y compraba más y más para que por lo menos estuvieran secos.

Ivy se instaló en el mismo hotel que yo, pero luego se enteró de que no dejarían salir del campamento a su Tommy. Como máximo, sólo sería para un par de horas. Ella estaba fuera de sí. Perder a su marido por la guerra la había desequilibrado, como ella siempre había sospechado. Descuidada, irritada, dura, permanecía sentada mirando, con un cigarrillo que colgaba de su labio inferior, mientras el humo subía por su cara. No me oía cuando yo le hablaba. Estaba delgada. El pelo lacio y revuelto. La bonita rubia había conseguido gravedad. Aquella cara que miraba, los ojos vacuos: podía servir de modelo para la Desesperación. Estaba lejos de las nimiedades cotidianas, vivía en alegóricas y seculares regiones.

Llevé a cabo fútiles tentativas: «Pero, Ivy, la mitad de las mujeres del mundo debe de estar perdiendo a sus maridos por culpa de la guerra». «Y te las arreglabas muy bien antes de conocer a Tommy, ¿no?»

Me contemplaba desde una tierra remota, quizás con la vaga conciencia de que aquella idiota seguía parloteando. El caso era que estaba deprimida, auténtica depresión, de la que yo nada sabía. Cuando mucho después conocí a gente que la había padecido, entendí retrospectivamente cuál había sido el problema de Ivy. No era que yo esperara que ella «hiciera un esfuerzo» —la prescripción de Mary— sino que yo no podía creer que ella estuviera tan enferma como se veía. ¿Por qué iba a estarlo?

Se pasaba horas sentada en una butaca mientras su bebé dormía —por lo menos la niña sí dormía— y cuando era necesario se ocupaba de ella. Ella no dormía. Yo entraba de noche y la encontraba en el mismo lugar donde se había pasado todo el día, el cigarrillo apagado entre sus fríos labios, mirando al vacío. Pronto ya no oyó que su bebé gimoteaba o se quejaba. Me acostumbré a sentarme en su habitación junto a ella, con una mano sintiendo a mi hijo, quien forcejeaba como siempre, mientras empujaba hacia delante y atrás el cochecito con el otro bebé. Si, cuando les tocaba el biberón, ella no se movía, yo se lo daba a los dos bebés, uno tras otro. Supongo que no se enteraba de que yo estaba allí.

Siguió así durante días, mientras su Tommy a veces le mandaba mensajes desde el campamento, pero no volvía. Luego la guerra volvió a rechazarle. Ivy era como la fronda de algas marinas fláccidas sobre una roca que luego la ola levanta. Reía, lloraba, profería risitas, se lavaba el pelo, se maquillaba, abrazaba a la niña y cuando Mary decía: «Veo que has vuelto a tus cabales», respondía: «Ah, vamos, ten corazón». Y así las tres esposas volvimos a Salisbury, con nuestros maridos como civiles de nuevo, para empezar una convencional vida de casadas. A la guerra le gusta la gente de veinte años. Frank tenía treinta, y problemas con los pies. La ciudad parecía llena de hombres amargados, que sabían que la vida los dejaba de lado, porque el ejército no los quería. Frank se sentía desgraciado. Ésta fue la ocasión en que supo que se había acabado su juventud: sólo dejarían a los «hombres viejos» en la ciudad. Los hombres descartados se pasaban el tiempo juntos, bebiendo: necesitaban comprensión. No fui desagradable, no, me mostré cariñosa, «Ah, pobre Frank, lo siento». Pero yo era demasiado joven para saber cómo se sentía él.

En Un matrimonio convencional el marido consigue llegar al norte y le licencian por invalidez. Regresaron muy pronto, amargados y decepcionados, los hombres que habían disimulado úlceras de estómago y otros impedimentos al médico militar. Su vuelta coincidía con la noticia de nuestras primeras víctimas de guerra en África del Norte. Cuando sus familiares decían cosas como «Pero podían haberte matado o herido», ellos no se consolaban.

La terraza del Sports Club estaba sembrada de hombres amargados. Yo los escuchaba y los escuchaba; a fin de cuentas ¿acaso aquella otra guerra no me había enseñado cómo hacerlo? Empujaba el cochecito arriba y abajo con una mano, aguantaba un cigarrillo con la otra, y escuchaba. Sentía aquel placer, casi una exaltación, que permite a una escritora reconocer que su vida concuerda con su disposición natural: sus capacidades. Escribí muy poco entonces. Pero escuché, seleccioné… reconociendo.

Las criaturas de un novelista nunca pueden salirse de la línea de comportamiento que su carácter —el del novelista— permite. ¿Obvio, me dirán ustedes? Lo que pasa cuando la mano —o la cabeza— de un escritor se niega sencillamente a escribir la siguiente frase, porque Tony o Susie actuarían fuera de su papel, no es ni mucho menos algo sencillo. No sólo incluye todo el tema de la identificación del autor con un personaje, sino también los varios yos posibles del escritor. Que pueden ser, a fin de cuentas, limitados. No encontraremos, digamos, a George Meredith utilizando a Crippen de modelo.

En una ocasión pensé escribir un libro titulado Mis vidas alternativas, utilizando las convenciones de la ficción espacial, algunas de cuyas ideas son las mismas que aquellas que están en la frontera de la física. Pero el argumento en este caso sería que las vidas de doctora, veterinaria, granjera, exploradora discurrirían junto con mi vida, en otros universos o «realidades» paralelos, que influyeran constantemente en la mía. Como en aquellos casos de personalidad múltiple, en que sólo lentamente las diversas personalidades de una mujer o de un hombre pasan realmente a ser conscientes la una de la otra, la heroína de este libro —yo, por razones argumentales— lentamente llegaría a saber que había otras personalidades de ella misma viviendo aquellas otras vidas. Una buena idea para un libro, pero el tiempo se acaba.

Mientras tanto, yo no era —y hubiera podido serlo muy fácilmente— una de aquellas mujeres jóvenes que son abandonadas con un niño en una habitación amueblada o que vuelven a casa de sus padres. Era la esposa de uno de los Prohombres de la Ciudad. Una broma que a Frank no le gustaba. No era mía… yo no era tan cruel, pero las bromas florecían, una cosecha amarga, en la terraza del Sports Club. «Eh, Frankie», grita alguna chica nueva, blandiendo su palo de hockey a grandes pasos por la terraza, o llama desde el otro extremo del salón, mientras baila con un hombre con uniforme de las Fuerzas Aéreas, al ritmo de «Colgaremos la colada en la Línea Siegfried». «Eh, Frank, ¿te gusta ser un Prohombrín de la Patria?»

Por lo que se refiere a mí, sufría uno de aquellos reveses para los que nadie me había preparado. Dieciocho meses antes, todos los hombres habían competido por mí —o por cualquier otra chica—, y ahora resultaba invisible. Me trataban con tanto respeto como si tuviera cincuenta años, a pesar de mi figura nuevamente estilizada y de mi cara de niña. ¿Quién era la estrella? John. El hijo de Frank Wisdom, que a los cinco meses ya se sentaba solo, luchaba por zafarse de las correas que le mantenían en el cochecito. «Mira este niño, no tiene espera para entrar en el campo de rugby con nosotros».

¿De qué más hablábamos en la terraza? Era la phoney war y nosotros nos alimentábamos de rumores. Hitler ocuparía África desde El Cairo hasta Ciudad del Cabo, y nos convertiría en esclavos. (Los kaffir, nos contaron, decían que no supondría excesiva diferencia para ellos). No parecía improbable: había ocupado toda Europa sin demasiada dificultad. ¿Se levantaría la población negra a la primera señal de los ejércitos de Hitler y se uniría a ellos para degollarnos? Esto se decía, no con remordimiento por nuestra conducta, que había hecho esto posible, sino con indignación, y más de un bufido respecto a la ingratitud de las clases serviles. En ocasiones cuando la gente joven me pregunta cómo era la Barrera Racial, les sugiero que hojeen ejemplares de la revista Punch hasta la Segunda Guerra Mundial: los chistes de doncellas cómicas y lo absurdo de la clase trabajadora son lo mismo. Por aquel entonces sabíamos que la RAF (Royal Air Force) utilizaría este país y Sudáfrica para preparar pilotos. No sabíamos que esto supondría cientos de miles de ingleses, todos hombres, que llegarían para vivir en campamentos cerca de esta ciudad y Bulawayo. Pronto, nuestros hombres, que habían partido hacia el norte, serían suplantados por una población masculina distinta. Nuestras vidas no cambiaron, excepto que hablábamos día y noche sobre las noticias de Europa, y nunca desconectábamos la radio. El Noticiario de la BBC interrumpía cualquier conversación, interrumpía el baile, y todos se apiñaban en torno de un aparato de radio. No nos faltaba nada, aunque pronto nos faltaría: ya no tendríamos productos de importación. Los hombres se aprovisionaron de whisky, y algunas mujeres jóvenes se hicieron con provisiones de lápiz de labios.

Yo vivía en otro hotelito. Frank intentaba encontrar, en una ciudad ya muy abarrotada, una de aquellas casitas que sólo un año antes eran tan fáciles de encontrar. El hotel estaba lleno de mujeres que me aventajaban en muchos años. Querían ser amables con aquella muchacha y su exigente y difícil niño.

Pero yo me quedaba en la habitación del hotel con John y confeccionaba bonitos vestidos nuevos. Con un extraordinario, por no decir obsesivo, cuidado por el detalle. Hoy me pregunto qué creía estar haciendo, ribeteando costuras interiores y rebajando ásperos bordes que nadie vería nunca, cuando mi forma habitual de enfrentarme a las cosas era una despreocupada pero feliz improvisación. A veces podemos ver que alguien arregla y vuelve a arreglar, una casa o un piso. Está ya perfecto, es impecable, pero de repente oímos que dice: «No está bien, voy a rehacer la cocina». Y así, cada dos años, repinta paredes ya perfectas, sustituye cocinas nuevas por otras. En realidad se reestructura a sí mismo, pintando las paredes de su psique… (O, como se decía en la terraza del Sports Club, de su «desagüe». «Eh, tú, ¿cómo está tu desagüe hoy?») De forma similar, una ansiosa mujer joven mira un vestido por dentro y cuidadosamente inspecciona cada costura, aplana cada borde áspero, rebaja costuras de la cintura y sobaqueras como si estuvieran fuera y no dentro. «Así estará seguro», musita algo en su interior, muy atrás de aquella radiante sonrisa defensiva. «Sí, esto está en orden… confío». De la misma manera que no hace tanto tiempo vestía y desvestía su muñeca, colocando ropas perfectamente dobladas en una cajita.

Las mujeres no tenían idea del terror que me provocaban: ¿Cómo iban a pensarlo? Todas eran mujeres amables, amistosas, cariñosas. Las contemplaba sentadas y murmurando mañana y tarde, conversaciones sobre mujeres, maridos, hijos, dinero, dinero, dinero, quién quería ser una mujer, el servicio cada vez más descarado, los hombres son como niños… Había contemplado cómo hablaban y hablaban las mujeres de la región, y me había prometido: «Nunca, nunca seré así. ¡Me niego!». Veinte años más tarde, esta forma de hablar —la crítica a los hombres, la insatisfacción con el destino de las mujeres— se convirtió en la conducta prescrita en el movimiento de mujeres, que se denominó Toma de Conciencia, y la actividad en sí, Rap Groups.

De aquel hotel nos mudamos a un par de habitaciones en casa de un amigo. De allí no a una casa entera, sino a la mitad de una. Todas se encontraban en calles y avenidas a cinco minutos en coche del centro de la ciudad. De esta época me llega un destello de auténtico recuerdo interior. Estoy sentada sola en la cama. Es de noche. Escucho dormir al niño en la cuna junto a la ventana. Zumban insectos alrededor de la bombilla sin pantalla. Mirados desapasionadamente son insectos bonitos, delicados, verde pálido, estilizados. Entran revoloteando desde la oscuridad hasta la bombilla. Llenan la habitación. Entra un gato de algún lugar, se precipita, un insecto inicia un pequeño grito, que sigue y sigue mientras el gato juega con él y sólo cesa cuando el gato lo aplasta. Otro grito chirriante, cuando el gato da un salto. La muchacha está sentada en la cama, se tapa con los dedos los oídos. Está histérica. Muerta de miedo. Aunque su inteligencia le dice que son insectos inofensivos, está a punto de echarse a chillar. El chirrido del insecto le ataca el espinazo, como, no hace demasiadas semanas, el llanto del bebé. Sale cautamente de la habitación llena de insectos a la oscura terraza y se sienta en el frío cemento cerca de la cuna, mirando los insectos volar hacia dentro de la habitación por encima de su cabeza. Llora, sin esperanza, fútilmente. Coge el puño del bebé dormido y solloza.

Acto seguido vuelve el joven marido. «No seas tonta, sólo son insectos». «Lo sé, pero no puedo soportarlos». «Lo que yo sé es que esto no es propio de ti. ¿Qué te pasa?»