Y luego se dio un repentino cambio de rumbo, como cuando abandoné la religión, dejé el colegio, o me fui de casa para convertirme en una niñera. Estos cambios o «conversiones», en realidad, no son abruptos, sino el resultado de unas lentas pero subterráneas acumulaciones de sustancia o sentimiento, distintos de los que dominan en un determinado momento.
Me había encariñado con la familia, en particular con el bebé. Estaba agradecida a Jasper. Había acabado por considerar a mi compañero de cama como algo parecido a un perro o a un gato inoportuno, que precisaba que le acariciaran o le pasaran la mano. Por lo que se refería a la señora de la casa, ahora ya no la consideraba una sencilla jungfrau con sus faldas y trenzas campesinas. Para empezar, ¿quién le había hecho todo el trabajo durante más de un año, mientras ella permanecía en el sofá, con sus aires de complacencia maternal, los ojos volcados en su costura?
Muchos años más tarde, en la sala de espera de un aeropuerto, los vi a ella y a su Jasper, uno frente al otro. Ella era una madchen entrada en años con sus trenzas grises recogidas en forma de corona, sus bonitos ojos azul flor siempre fijos en el hombre inmensa, exagerada, terriblemente gordo en que se había convertido él. En otra época, él le había perdonado la vida. Ahora ella decía, con su suave y candida sonrisa: «Es la hora de tus pastillas, querido. Te las dejé en el bolsillo… ¿las encuentras?, ¿te las busco yo?».
En ocasiones veo a una amiga cuya hija adolescente se comporta terriblemente mal y me siento llena de indignación por cómo tratan a mi amiga y de desprecio por cómo se comporta la muchacha… pero, espera un poco, me digo, mirando hacia aquellos párpados bajos y furiosos, la boca fría y apretada, ¿has olvidado cómo eras tú?… y le digo a mi pobre amiga: ¿No lo ves? Te considera una amenaza, eres demasiado fuerte para ella, teme que te la tragues. ¿Yo, una amenaza? Pues ninguno de nosotros se considera tan fuerte, más bien una frágil criatura que por suerte aún flota en un mar cruel. No fue la fuerza de mis padres lo que me hizo sentir amenazada, fue su debilidad.
«No seré, no seré una víctima de la guerra».
Y por las noches me instalaba a escuchar las Noticias desde Londres en la radio y oía el rugido de los alemanes que apoyaban a Hitler: Sieg Heil! Sieg Heil!, mientras él vociferaba y desvariaba. Tenía miedo. La voz de aquel hombre, lo que era, atacaba los nervios, actuaba subliminalmente; era inútil decir: ¿Qué te pasa? ¿No ves que él está a miles de kilómetros?
Allí estaba mi padre, un hombre traicionado. Todo lo que había dicho durante años pasaba a ser cierto. No hacía falta ni que dijera «ya os lo advertí»: la historia misma lo decía por él. Había dicho: Cuidado con los alemanes, van a recuperar lo que perdieron en Versalles, y nadie les hacía caso ni a él ni a los otros soldados, nadie en Gran Bretaña escuchaba ahora a Churchill, él que sabía lo que había que hacer… El Newsletter de Stephen King Hall contaba la verdad. Pero a aquella casa también llegaban los incendiarios panfletos de los Israelitas Británicos, una secta peculiarmente atractiva para las clases altas británicas, puesto que aseguraba que era por Gran Bretaña por donde deambulaba la Tribu Perdida de Israel, que nosotros éramos el Pueblo elegido (¿Los judíos? Bien, estaban en un error, ¡eso es todo!), y Dios nos había elegido para gobernar el mundo, cosa que hacíamos a través del Imperio Británico. Armagedón estaba programado: pronto habría siete millones de muertos en Jerusalén. Rusia y Alemania serían aliados y como representantes del Mal lucharían contra los ejércitos de Dios que eran —claro— Gran Bretaña y Norteamérica. Estoy sintetizando un credo que funcionaba con la inexorable coherencia que es propia de un material tan maleable: con él se puede demostrar cualquier cosa a través de la Biblia, o a partir de Nostradamus. Aún puedo oír la crítica, irritada y obsesiva voz de mi padre: la voz de la enfermedad, del fracaso; y ver a mi madre sentada con la mirada baja, sus dedos jugando, jugando con el pelo canoso que caía sobre su oreja, el cuerpo tieso, como si se reprimiera una casi irresistible necesidad de saltar de la desvencijada silla y escapar de la pesadilla en la que se encontraba embarrancada, aquel marido cada día más enfermo, aquella grosera y antagónica hija, su educado y acorazado hijo.
No sólo existía Hitler, sino también Mussolini en Abisinia y la contienda en España que, según mis padres, era el comienzo de la guerra en Europa.
Me apoyé en un árbol en el margen del campo donde se había cultivado, sin éxito, tabaco, aquel cultivo que enriquecía a otros granjeros, y miré el crepúsculo rojo y tumultuoso y pensé con tal fuerza en España que era como si me encontrara allí. ¿Por qué no me encontraba allí? Existía una Brigada Británica luchando para salvar la democracia y, si yo lo intentaba, quizás podría abrirme paso hasta Inglaterra y entonces… pero ¿dónde conseguiría el pasaje? Tenía diecisiete años y no me aceptarían… Los libros que yo había leído sobre mujeres que conducían ambulancias, enfermeras, directoras de hospitales de campaña en Francia, Rusia, Serbia, los recuerdos del Royal Free Hospital de mi madre… todo fermentó en aquella intensa y dichosa melancolía que es el alimento natural de la adolescencia, y en los primeros indicios de aquella exaltación, un secreto orgullo en el sufrimiento, que es el alimento emponzoñado de la guerra, la otra cara del «¡Jamás he vivido una camaradería como aquélla!» del exsoldado. Cadencias de la pena, elegiacos lamentos…
Leaves falling
Each one I have known with my fingers,
I walk over them
Feeling the dark veins burst as I tread,
Each one I have known through the days and nights,
My blood theirs…
«Caen hojas, las he conocido todas con mis dedos,
avanzo sobre ellas
sintiendo quebrarse las oscuras venas al caminar,
las he conocido a través de días y noches,
mi sangre es suya…»
Se titulaba Después de una guerra, aunque en realidad era Antes de una guerra.
Pero lo que yo escribía en aquellos momentos era prosa, mi primera novela, encaramada a la montaña de una máquina de escribir que había recorrido todo el trayecto desde Johannesburgo. Era una corta novela satírica, amanerada, afectada, que hacía mofa de la juventud dorada, de los jóvenes blancos cuyas maneras, en definitiva, sólo había vislumbrado. Yo me convertiría en uno de ellos en un año. Se contrastaban sus pretensiones, sus privilegios con las vidas de los negros. No sabía lo bastante para escribir al respecto. Más adelante rompí esas páginas, llena de turbación. Seguidamente escribí otra novela, con gran rapidez, en una especie de trance, pero esta vez manuscrita. En esta ocasión la inspiración provenía de Galdsworthy, cuyas novelas estaban por todas partes. Me sentía inquieta porque su prosodia establecía mi ritmo, y porque yo sabía que no era el mejor ejemplo. La Everyman’s Library me abastecía de algo mucho mejor: a la estación llegaban paquetes de libros y me los llevaban en sacos de correo. Abría los paquetes con el corazón palpitante, deseosa de las nuevas regiones literarias. Leía, en particular, a D. H. Lawrence, pero el intenso carácter físico de su prosa, la evocación de Inglaterra e Italia, era tan inmediata, que tras leer Aaron’s Rod o The Rainbow (El arco iris) me parecía estar allí, mirando las salvajes colinas de Italia o un bosque de campánulas en Inglaterra… No me ayudaba, su mundo y su atmósfera eran demasiado personales. Debió de influirme, pero yo no soportaba releer lo que había escrito. Rompí miles y miles de palabras y volví a intentar las narraciones cortas.
Se me ofrecían de forma enérgica otros futuros. Mi madre quería que yo fuera enfermera, como ella. La acompañé en coche hasta Salisbury. Esto significaba dejar solo a mi padre durante todo el día. Por entonces yo ya tenía mi permiso de conducir. Al cumplir dieciséis años me fui en coche hasta el campamento de la policía en Banket. Un hombre muy joven, de unos veinte años, un componente de la Policía Británica de Sudáfrica, recién llegado, se sentó a mi lado. «Conduzca por aquí», me ordenó. Avancé unos cincuenta metros en un camino de jungla. «Pare», dijo él. «Ahora dé la vuelta y vaya en sentido contrario». Así lo hice. «Ahora vuelva al campamento». Eso fue todo el examen de conducir. La policía del campamento estaba acostumbrada a que los hijos de los granjeros, que llevaban años conduciendo, aparecieran por allí para examinarse y a menudo consiguieran el permiso sin ni siquiera tener que conducir unos metros por un camino de la granja.
En el Hospital de Salisbury mi madre, con su sombrero elegante, guantes, su bolso primoroso sobre las rodillas, se sentó frente a la mesa de la enfermera jefa. Una muchacha enfurruñada contemplaba a aquellas dos antagonistas, llena de secreta burla, anhelando que la aceptaran, pero al mismo tiempo confiando que la rechazaran.
Mi madre dijo que yo era físicamente tan fuerte como un caballo, y también inteligente, y el hecho de que no poseyera títulos no importaba, ni tampoco que yo fuera demasiado joven. A la enfermera jefa no le sentó muy bien que el Royal Free Hospital le perdonara la vida, y pudo darse cuenta de que yo sería una enfermera insubordinada, que no aceptaría la disciplina.
Lo siguiente: ¿me gustaría ser veterinaria?, preguntó un hombre joven blanco y sonrosado llegado de Inglaterra, y bromeé diciendo que tenía una especial sensibilidad hacia los koodoos. Me castigó invitándome a contemplar una operación especialmente repelente —se la ahorro al lector— y decidí que si ser veterinario consistía en eso, pues no. No obstante, podía haber sido veterinaria, o médica, incluso enfermera jefa, porque tengo capacidad, como mi madre. O mejor aún, podía haber sido granjera. Todos sabemos en qué podríamos haber sido buenos. Y con cuánta melancolía me he preguntado secretamente qué tal lo habría hecho si una oportunidad favorable me hubiera llevado a formar parte de aquella compañía de relumbrones, los físicos, que han sido los aventureros de nuestra época.
Describo aquel año 1937 según el ánimo en que me encuentro al ponerme a recordar.
Es el año en el que escribí dos novelas de aprendizaje.
Fue el año de mi primer gran amor. Él trabajaba de ayudante en una granja vecina, contaba veinticinco años, y era muy distinto al resto de los que allí trabajaban. Era reservado, orgulloso, con el aire de estar en posesión de un secreto. Esto provenía de que no hablaba con franqueza. Recibía periódicos de Inglaterra, escuchaba la BBC y, como no podía permitirse ser crítico con los usos y costumbres de la región, hacía comentarios que provocaban que los granjeros y sus mujeres le miraran con suspicacia. Tenía una aceitunada piel mediterránea. En las terrazas decían que tenía algo de mulato. Todo lo que les perturbaba de aquel hombre desdeñoso, saturnino, se expresaba en murmullos: «Fíjate en los ojos… el pelo… las uñas». Ni que decir tiene que esto despertó una pasión protectora en mí e incluso lo quise más por ello. Cuando paseaba por la jungla aquel año, para matar palomas o gallinas de Guinea, lo hacía en un estado de trance amoroso. La luz del crepúsculo sobre las hierbas rosadas y ligeras del vlei, el apasionado arrullo de las palomas, me transportaban hacia… A mis sueños de amor les podían faltar los detalles que hubiera proporcionado la experiencia, pero eran tan intensos como una verdadera enfermedad.
Pocas muchachas no han escrito cartas como las que yo escribí. Son cartas que forman parte del repertorio de: «Te quiero, por favor sácame de aquí». «Tu carta, debo confesarlo, me sorprendió hasta cierto punto». (¡Hipócrita! ¡Mentiroso!) «Confieso que siento algo más que una amistad, pero naturalmente tú eres demasiado joven».
Mi carta era imperdonable. Le decía que no me importaba su color, que todos los demás eran unos estúpidos llenos de prejuicios. Su respuesta fue fría, correcta: probablemente él no sabía que en la Región lo consideraban distinto. Durante años me sentí terriblemente avergonzada, pero ¿de qué sirve? Me sentí terriblemente avergonzada, sí. Es la aflicción de una persona joven, en parte debida al bochorno social, en parte debida a la sensación de que nunca acabarán las ineptitudes de la juventud. En cualquier caso, esto sigue de una forma u otra durante toda nuestra vida. «Realmente…», puede preguntarse a sí misma una persona de mediana edad, una anciana. ¿Realmente eras así de estúpida hace cinco años?
Cuando empezó la guerra, dos años más tarde, se alistó y muy pronto murió en África del Norte.
Tuve un admirador aquel año al que utilicé sin contemplaciones, como suelen hacer las chicas. Era el hijo mayor de los Watkins, de mi edad, muy gordo, lento, cariñoso y, confío, no tan perdidamente enamorado como yo. Cuando había un baile o un evento deportivo él era mi acompañante, y mi madre sufría por si yo me casaba con este muchacho que debía de encontrarse muy, pero que muy por debajo de la escala social a la que ella aspiraba.
La casa de los Watkins nos había fascinado a mi hermano y a mí. Levantada sobre kopjes de granito, siempre era muy caliente o muy fría, y cuando había una tormenta rebotaban pelotas de luz por la terraza y desaparecían por el teléfono con un ting. En aquellos tiempos la existencia de aquellas bolas eléctricas no había sido admitida por la ciencia. En una ocasión mi hermano se encontró allí durante una tormenta. «Exactamente como un partidito de fútbol», dijo él, «rebotan como las que más». El hijo de los Watkins no se interesaba ni por el alumbrado ni por la granja. Yo me reconocía en él: sólo deseaba largarse, irse a cualquier parte lejos del entorno de la infancia que le limitaba.
Hubo bailes aquel año en el salón del pueblo. De repente mucha gente joven, una nueva generación, acudió en coche hasta Banket, desde lugares que quedaban a muchos kilómetros de distancia para bailar al son de la insidiosa y embriagadora música de los años treinta en un gramófono de manecilla. Mi acompañante y yo, incapaces de bailar, yo demasiado torpe, él demasiado tímido, nos quedamos de pie junto al gramófono, dimos vueltas a la manecilla, colocamos discos y contemplamos a los jóvenes y a las mujeres de más años dar vueltas, rígidamente abrazados. Los muchachos que no abandonaban nunca sus viejas camisas caqui ni sus pantalones cortos, vestían feos trajes, pero las chicas relucían como helados en aquella fea y polvorienta sala. Estaban de moda el crep de China o los vestidos de satén de color blanco o azul pálido o rosa, cortados al sesgo, suaves sobre todas las curvas, con perlas en el escote en forma de «uve» u osadamente anudadas en la nuca para que se balancearan por una espalda abierta hasta la cintura. Eran las hijas y los hijos de correos, del garaje, de la tienda, de la estación del tren, juntos con los hijos de los granjeros.
Mientras los caballos pasaban raudos en las competiciones deportivas, el chico Watkins y yo nos quedamos en la barandilla, y él me contemplaba, mientras yo miraba más allá de él, a mi amor inalcanzable, que se mostraba atento, un perfecto caballero, con la esposa de su patrón, una dulce y desgraciada mujer de mediana edad, enamorada de él —según dijo mi padre—, pero él no podía dejar de lanzar miradas a la cara apartada de la rubia y delgada amazona, que estaba apoyada en la barandilla unos pasos más allá, en espera de que empezara la siguiente carrera. Pero ella se apartó lentamente, arrastrando su fusta, se dio vuelta y le lanzó una fría sonrisa. Esta escena se ha quedado grabada en mi recuerdo, con el título: La Comedia del Amor. Goya, creo.
Nos sentamos uno al lado del otro para asistir al concierto de un grupo venido de Salisbury, en el mismo salón, pero con sillas, y yo cerré la boca para no decir lo que pensaba del chapucero espectáculo, porque a él le parecía magnífico. También él murió en el Norte de África luchando contra Rommel, poco después de que estallara la guerra.
Durante todo aquel año, mi padre padeció ataques de diabetes, ocasiones en las que lo acompañé en coche junto con mi madre hasta Salisbury por terribles caminos, y mientras se perdía por el hospital yo permanecía sentada en el coche bajo los árboles, a la espera. Durante horas. Por aquel entonces no sólo era la diabetes, sino también las complicaciones que la acompañan, que hoy se tratan mejor pero son aún bastante terribles.
Fue el año en que aprendí por mis propios medios mecanografía, y también taquigrafía.
Fue el último año en el que aún fui parte de la jungla, su criatura, y nunca, en ninguna calle, en ninguna ciudad, me he sentido más en casa. Mi último año como chica para todo de una granja: ya ha desaparecido la tecnología de aquella época, porque ahora todas las granjas disponen de cocinas eléctricas o de gas, luz eléctrica, agua corriente, neveras.
Fue el año en que… no se puede decir que fuera un incidente importante, es decir, comparado con los asuntos trascendentales de las naciones, pero pienso en ello, a veces, y tiene siempre una aplicación más amplia, puesto que este episodio no sólo nos hace volver al reino del Tiempo, los relojes exactos que gobiernan los procesos de la vida, sino al de la cruel Suerte.
Me dejaron en la granja, mientras unos vecinos acompañaban en coche a mis padres a Salisbury, porque mi padre estaba enfermo. Había una incubadora llena de huevos que debían empollarse. Mis padres repetían desconsolados que no debían dejarme sola, una chica de diecisiete años… y así sucesivamente, pero finalmente se fueron y me sentí triunfante por estar sola en mi casa, que era como mi otra piel. Hacía frío, mucho, el seco, polvoriento y amargo frío del invierno en el highveld, cuando la jungla pasa a ser un fantasma de sí misma, y por las mañanas las piedras entumecen las plantas de los pies y las manos son duras y patosas. La incubadora se encontraba en una pequeña habitación del fondo de la casa. La vieja ventana y la desvencijada puerta dejaban pasar todo el frío, y el techo de paja parecía cubrir un estanque helado. Debajo de la incubadora había una linterna de vela, cuyo calor se dispersaba a través de conductos entre los huevos que llevaban sólo cinco días incubándose. ¿Y si se apaga la vela?… Y yo podía ver la llama balancearse y agitarse con las corrientes de aire: si se apagaba, seis docenas de pollitos morirían en sus cascaras, yo sería la asesina de setenta y dos vidas. Tapé los antepechos de la puerta y de las ventanas con trapos. Los perros, a quien nunca se les impedía participar en cualquier cosa, gimoteaban y esperaban. Los gatos, heridos en sus sentimientos, maullaban y se mostraban mohínos. Yo apenas abandonaba la habitación en la que se desarrollaba invisiblemente el drama. Me tendía en la cama y leía, levantando constantemente la mirada para asegurarme de que la vela aún ardía. ¿Y si se nos acaban las velas? ¿O las cerillas? Cerca de la incubadora dejé una caja de jabones forrada con un viejo edredón donde había que trasladar a los pollitos una vez incubados. Fuera, en la cocina, gallinas libres, aún inconscientes de sus futuros corrían en busca de sus pollos. Cada tres o cuatro horas suavemente humedecía los huevos con agua templada e imaginaba a los embriones en su interior, feos, lo sabía. Daba la vuelta a los huevos como lo haría una gallina, asegurándome de que su gran pata no se olvidara un solo huevo, y meditaba sobre aquellos huevos como si el futuro dependiera de setenta y dos polluelos.
Entonces, en una ventosa y amarga noche, me desperté, y vi que la llama se había apagado, sólo la lámpara iluminaba el techo de paja, las blancas paredes, los huevos. Me precipité hasta los huevos. Se enfriaban, pero no estaban fríos. Encendí la vela. Esparcí el edredón sobre la capa superior de huevos. ¿Estaban muertos? No lo sabría hasta el momento de la incubación. Mientras tanto, una llamada telefónica desde Salisbury: mi padre estaba muy enfermo, podía morir, y yo tendría que defender el fuerte. La voz de mi madre, era dramática, como siempre que anunciaba cosas así… pero yo ya no la escuchaba, no podía escucharla, la calamidad no debe anunciarse con tanta frecuencia.
Llegó el día de la incubación. Me instalé a observar los huevos. Era el momento de la verdad. Nunca, jamás, el tiempo ha transcurrido con tanta lentitud… o mejor dicho, el tiempo adulto. Me instalé en aquella pequeña habitación en la que las corrientes de aire parecían corrientes de agua helada, y entonces… apareció en un huevo el puntito duro que significaba… me acerqué el huevo a la oreja, y oí el tap tap del polluelo escondido, y lloré de entusiasmo y de alivio. Saltó un horrible polluelo, que al secarse se convertía en algo adorable, saltó otro… pronto por encima de los huevos que se partían se tendían y se esparcían las húmedas y monstruosas criaturas, y entre los huevos temblaban los bonitos polluelos secos. Salí corriendo, busqué la gallina más vieja y experta, la coloqué en un corral donde la caja nido ya estaba forrada de paja y plumas, y cuando llevé allí un par de docenas de polluelos, colocándolos uno a uno en el nido, pareció no reaccionar. De repente, fue como si cayera en la cuenta, cloqueó, y delicadamente se colocó entre ellos y se convirtió en su madre. Lo mismo pasó con otras tres gallinas. Pero cuando volvieron mis padres, una mirada a la cara de mi madre me bastó para entender que los setenta y dos polluelos iban a ser mi drama personal y particular. Solía contemplar aquellas carnadas de polluelos siguiendo a sus madres por la cresta rocosa de la colina, mientras las gallinas vigilaban a los halcones, y pensaba: ¿Y si me hubiera despertado diez minutos más tarde?
Un vendedor ambulante comentó que había puestos de trabajo disponibles en la telefónica de Salisbury. Consciente de que querrían impedírmelo si decía algo, conseguí que Mr McAuley me subiera en su coche, coqueteé con él como pago del trayecto —para lo cual «Tigger» tenía habilidad— y cuando llegué a Salisbury, me fui a la telefónica, y a pesar de no haber dado los pasos correctos, conseguí el trabajo inmediatamente de manos de dos hombres que dirigían el lugar. Me faltaban algunos meses, pero consideraron que me las arreglaría. Además, no recibían suficientes solicitudes del tipo de chica que necesitaban. Entonces conseguí una habitación, a partir de un anuncio en el Herald, en casa de una viuda… pero esto ya es Martha Quest. Aquella casa, de estilo antiguo, ahora está «protegida», porque se les ocurrió a las autoridades que habían demolido tantas casas antiguas que pronto no quedaría ni una para recordar a la gente los viejos tiempos. Lo que ahora construyen, y en las partes más agrestes e inhóspitas de Zimbabwe, son casas inspiradas (remotamente) en las torrecitas de tejado de paja de Inglaterra, pequeñas casas con remilgadas ventanitas y coquetonas buhardillas, sin terrazas delanteras, ni espacios umbrosos, ni entradas resguardadas. Ningún escritor puede inventar algo tan cruel como lo que la propia Vida, ese salvaje escritor satírico, inventa día a día.