Mis catorce años fueron un año de ahora o nunca, un año de nadar o ahogarse, un año de renovarse o morir, porque yo luchaba por mi vida contra mi madre. Así lo veía yo. Así era.
La batalla campal se centraba en la ropa, en lo que yo llevaba. Tenía una prima en Inglaterra, que poseía todo cuanto mi madre quería para mí. Era alumna de un buen colegio de señoritas y cada carta de su madre se refería a dinero y amigos elegantes. Su ropa llegaba en bonitos paquetes para mí. Capas de papel de seda envolvían vestidos tan exquisitos como los de mi madre, cortados años ha para jugar. Recuerdo un vestido de seda verde manzana, con pequeños volantes y mangas abombadas. Pero no sólo mi prima era mucho más joven que yo, sino que además aquellos vestidos de chica nunca se podrían llevar en la región. ¿Dónde? ¿Cómo? Todo el mundo se habría muerto de risa. Alice Larter, cuando recurrieron a ella, dada mi incapacidad de entrar en razón, se mostró preocupada… por mi madre. Actuaba con tacto, intentaba rescatarme, me invitaba a su casa… de nada servía. Yo sabía lo que quería mi madre, cuando me regañaba y me acusaba, continuamente alargándome aquellos vestidos de niñitas de buena crianza. «Bueno, ¡por lo menos pruébate éste!» Eran tallas demasiado pequeñas para mí. Está loca, exclamaba para mi fuero interno. Y lo estaba, un poco, en aquella época. Nos peleábamos por la comida. Yo había caído en la cuenta de que la razón de que estuviera gorda era que comía demasiado. ¿Estaba gorda? En realidad no, pero era la «gorda y bulliciosa Tigger». A cada comida intentaba no comer tanto, y ella con la cara tensa de preocupación, intentaba llenar mi plato. De repente, se obsesionó con la idea de que yo estaba demasiado tiempo sola en la jungla. Todos aquellos años yo había vagabundeado por ahí, en ocasiones kilómetros de casa, y por prudencia no había dicho lo mucho que me alejaba, pero ahora decir la Verdad era una cuestión de principios, y nos peleamos. «Si es tan peligroso ¿por qué nunca me ha atacado nadie?» «Sí, pero siempre hay una primera vez».
Loca, locos, todos ellos, me ponía a gritar, dando puntapiés fuera de la casa.
Hay algo en las adolescentes que provoca las más curiosas reacciones en sus padres. Nancy Mitford ha explicado cómo su padre daba el latazo a las chicas advirtiéndoles del peligro que corrían de acabar siendo víctimas de la trata de blancas. Supongo que no carece de sentido que un padre piense que sus hijas, por muy bien custodiadas y guardadas que estén, corren un cierto riesgo en la perversa Londres. Pero, qué sentido tiene que un padre, que ha estado sentado en su silla de despacho contemplando las montañas durante horas, haga venir a su hija, que estaba tendida y leyendo bajo un arbusto en la falda de la colina, para decirle: «Cuando vayas a Inglaterra nunca hables con un desconocido. En particular con una mujer. Pueden sentarse a tu lado, ponerte una inyección, y el paso siguiente es que te encuentres en un burdel de Río».
Loco, loco, loco, exclamé yo, pero para mis adentros, puesto que estaba demasiado enfermo para pelearme con él. Y me adentré en la jungla, enferma y furiosa y ardiendo de compasión frustrada. Cuando me encontraba lejos de mi madre, era capaz de conseguir un aceptable nivel de compasión. Mis padres, mis pobres y enfermos y medio locos padres… Había sido la guerra, había sido la Primera Guerra Mundial, lo que les había provocado esto. Durante años mantuve claro en mi pensamiento, como escenas de una película, lo que ellos habrían sido sin aquella guerra. Ella, una alegre, eficiente mujer inglesa, probablemente dirigiendo un Instituto de la Mujer para toda la Gran Bretaña, o algún departamento de enfermería, un tipo de mujer con quien yo no tendría demasiado en común, pero lo importante era que habría sido ella misma, no aquella víctima acosada y sobreexcitada. En cuanto a mi padre, me bastaba con mirar sus fotografías de antes de la guerra —aquellas idealizaciones negaban cualquier otra posibilidad y elección—, pero estaba segura de algo: mi padre había sido fuerte, vigoroso, en pleno dominio de sí mismo y así habría seguido siendo, y ahora era un enfermo, sin esperanza de recuperación. Yo vagabundeaba por la jungla o me sentaba sobre un hormiguero, furiosa hasta el punto de volverme también yo loca, al ver cómo eran ahora mis padres y no lo que podían haber sido… Y a partir de aquí sólo hay que dar un paso para llegar al pensamiento siguiente: Si hacemos que la guerra sea imposible, el mundo estará lleno de gente sana y cuerda y maravillosa que… Imaginaba un lugar utópico en parte extraído de la literatura y en parte creado a partir del anverso de lo que vivía en realidad: sociedades adorables y cariñosas donde yo incluía a la gente negra, en particular a los niños negros; gente cariñosa, generosa, feliz, en ciudades donde nadie iba a la guerra, gente negra, mestiza, blanca, todos juntos…
Ensueños… y mis padres, ambos, estaban también perdidos en ensueños e imaginaciones. Mi padre había cribado en busca de oro, abriendo pozos y cavando trincheras en busca de yacimientos, durante años. Pero ahora era su ocupación principal. La agricultura era algo que llevaba a cabo de forma rutinaria, para que diera el dinero suficiente y pudiéramos tirar adelante, pero de ella no cabía esperar ya un golpe de suerte. No, una afortunada cantera sería nuestra salvación. Esperaban ansiosos los resultados de las apuestas, incluso jugaban a la lotería.
Todas las noches escuchábamos las noticias de Londres por la radio, iniciadas por las sonoras notas del Big Ben, tan llenas de presagios como las de la catedral católica. Mi padre se enfurecía por las estupideces del gobierno británico y su ceguera respecto a Hitler, a quien también escuchábamos vociferar y delirar desde Alemania. Yo apenas si podía soportar escuchar la radio, y resultaba duro permanecer sentada y oír a mi padre. Se apoderaba de él la personalidad del diabético. Era hipocondríaco, quejumbroso, autocompasivo, malhumorado… ¿dónde estaba mi padre?
Dios mío, la implacable lucidez del adolescente, agudizada por el miedo de que también ése pueda ser nuestro destino. «No seré así, no seré así», no dejaba de repetirme, como una máxima. Mientras, papá y mamá se observaban mutuamente, y veían algo que no era muy distinto de lo que yo veía. Mi madre, la enfermera, conocía muy bien la personalidad del diabético; miraba el inevitable deterioro de su guapo y valiente marido. Por lo que se refiere a él, una escena se repetía una y otra vez, y así durante años. Él ha pedido algo, o ella ha perdido un objeto en una bandeja de té o en la mesa del comedor, y salta de su asiento como si la hubiesen disparado y se lanza, cabizbaja pero levantando su hostigado rostro, a la búsqueda de una cucharilla de té o un jersey, como si huyera de un incendio o de una reprimenda, mientras él dice, lleno de inquietud: «Por el amor de Dios, muchacha, siéntate, sólo es una bandeja». Porque ella no se daba tregua. Nunca permanecía quieta. Y seguidamente yo oía cómo hablaba al «boy», con aquella voz de riña, insistente, represora, llena de disgusto, que tantas mujeres blancas utilizaban con sus criados… y que aún utilizan en algunas familias blancas de Sudáfrica. Mi padre detestaba su forma de comportarse con el servicio. Le recriminaba. «Pero si son unos inútiles, unos inútiles», exclamaba ella, con su rostro sofocado y desesperada.
«No seré así, no seré así», me repetía en silencio, y me alejaba de allí. Y lejos, también, de los lamentos de mi madre: yo no tenía futuro, ¿qué iba a hacer yo conmigo misma, al dejar la escuela?
Cuando mi hermano llegaba a casa, ella le regañaba porque no conseguía que le hiciera caso. Se había convertido en un chico educado, frío, que parecía escuchar pero sin dar importancia a nada. Bajaba a las tierras con su padre, y hacía todo cuanto podía, pero a fin de cuentas él era un estudiante, su lugar era el colegio. Y su tarea. Ella le decía constantemente que tenía que entrar en la Marina, o en el Ejército, tenía que «salir de aquel país de segunda clase»… En todo cuanto ella decía quedaba implícito que él tenía que huir de su país, que era la jungla, la tierra, el paisaje. Yo solía decirle: «¿Por qué no le plantas cara?». Pero él respondía: «Ah, ella tiene razón, la verdad». No parecía darse cuenta de nada. Es decir, de nada que perteneciera al reino de las emociones. Estaba bloqueado. Y también respecto de sus padres, a quienes ya llamaba M y P. No padre y madre, ni mami y papi, ni siquiera Maude y Michael. No, eran Eme y Pe, y así fue hasta que ellos murieron, M. y P. M.ami y P.api. M.adre y P.adre.
Me fui una vez más. Amenacé con huir de casa, con risas, o malhumorada y pendenciera. Mejor dicho, Tigger reía, pero yo me fui. Fui a pasar unos días a Umtali con los James. Mrs James era la matrona cariñosa de Rumbavu Park, y vivía en una torrecita con un lujurioso jardín tropical lleno de guayabas y mangos y peras y granadillas, junto a su hija, Audrey, sus dos hijos, y un maridito dócil. Una vez más el ambiente de pobreza de buen tono… ¿hay algo peor? Escribí al respecto en Going Home, pero la clave de mi situación era que allí había una «pandilla» de jóvenes, modelados a la americana, todos mayores que yo, citándose y «saliendo» y organizando meriendas en el campo y bailes, y yo era dos años demasiado joven para ellos.
Con cada correo llegaban cartas de mi madre. Eran frenéticas. Desorganizadas. Podían tener diez o veinte páginas, y me acusaban en cada párrafo de mis delitos habituales, egoísmo y obstinación, pero ahora me amenazaban además con un final inevitable en los burdeles de Beira. «Allí es donde acaban las muchachas como tú, ya verás». Y así páginas y páginas. Pero yo vivía con una familia de lo más convencional, en la que la oración de acción de gracias se decía antes de las comidas y se invocaba a Dios cada dos frases. Yo no podía soportar leer aquellas cartas, ni me podía imaginar que algún día me parecerían sólo un síntoma de la general locura humana.
Sucedió algo más, sobre lo que he tenido que meditar muchas veces desde entonces. En una Misión de la Antigua Umtali hubo una féte de tarde, y la gente negra así como la blanca paseaban bajo los árboles, bebiendo té y comiendo pastel. Yo nunca había estado con gente negra de igual a igual, en un acto social. Me encantó. Sentí curiosidad. Me sentí violenta y no supe cómo comportarme. Me acerqué a dos hombres negros que estaban por ahí de pie, cada uno con una taza de té en la mano, y empecé a charlar, fruslerías sociales, en las que mi madre era tan experta. Charlé y ellos me escucharon, mirándome con seriedad. Luego uno dijo amablemente: «¿Sabes?, yo soy demasiado viejo y tú demasiado joven».
Nada grave, se me dirá. Me habían propinado el más suave de los desaires, con una sonrisa que todo lo perdonaba. Pero no se trataba de eso. Había algo en la ocasión, los hombres mayores, las palabras, que «me tocó». Sabía que me habían tocado. Pero ¿qué? ¿Qué sucedió? No obstante, durante años nadie me dijo nada tan importante, que me hiciera pensar tanto, que me forzara a utilizar las palabras, el incidente, los hombres mayores, como si escondido en ellas hubiera algún tipo de excelencia original, que debiera servirme de referencia. Pero nada se había dicho, si lo consideramos objetivamente. Y no obstante todo se había dicho. Mucho más tarde, cuando me sucedió algo del mismo tipo, y volvió a suceder y, luego otra vez, si una persona, inconscientemente, sin saberlo ni tan siquiera ella —él—, espera oír algo, espera que algo le afecte, y lo necesita, es fácil que palabras aparentemente tan vacías como «Hace buen día» puedan producir el mismo efecto. Pero se precisaba tiempo para que aquel pequeño incidente se instalara en mi pensamiento como un paradigma, y mientras tanto yo me encontraba en un hervidero de confusión, de rebelión.
De vuelta a casa, la misma situación, pero peor.
Mi padre pasaba menos tiempo en las tierras: antes solía estar por allí, mirando a los trabajadores toda la mañana, toda la tarde, con sólo una media hora para dar una cabezada. O pasaba todo el día en la jungla para buscar oro. Ahora dormía después del almuerzo durante un par de horas, y lo mismo hacía ella. Yo entraba de puntillas en su dormitorio y los veía allí tendidos, él boca arriba, como siempre, su pata de palo tiesa y fuera, la mano agarrada a los barrotes de la cama como si temiera que una oleada de viento lo arrastrara. Ella estaba enroscada, y en su cara se percibía una infinita preocupación. Al lado de ambos, sobre sus mesillas de noche, había vasos de agua con sus dientes postizos dentro. Siempre tuvieron problemas con aquellas dentaduras que encajaban mal.
Papá y mamá se estaban volviendo sordos.
«¡No seré así, no seré así!»
Se suponía que mis ojos aún no estaban del todo curados, y a pesar de que yo no dejaba de leer, mi padre empezó a leernos a las dos, al anochecer, después de las noticias. Eran siempre libros sobre la guerra, sobre las trincheras. Solía llegar a algún pasaje terrible y luego dejar el libro, su cara convulsa por la rabia, con lágrimas.
Y yo, por mi parte, me iba hundiendo.
Cuando me metía en la jungla, me sentía aquejada de un misterioso agotamiento, y me dejaba caer bajo un árbol que no distaba ni cien metros de la casa. Si bajaba con mi padre a las tierras, buscaba un lugar umbroso y leía. Pero leía y releía los mismos libros: leía como ayuda para soñar despierta. Me iba hundiendo lentamente.
Soñaba con futuros brillantes. Era bailarina, era cantante, diseñaba ropa, dirigía nightclubs en perversas ciudades. Principalmente era una bohemia en París o deambulaba por las orillas del Mediterráneo. Esto sucedía mucho antes de que cualquier jovenzuelo de cualquier parte supiera que puede irse cuando quiera, a donde le apetezca. Soñar con Marsella o Niza era como… Ahora no hay comparación. A Timbuctú o Chimboraxú se llega fácilmente en avión. Entonces el mundo tenía aún lugares insólitos.
Mi madre no conocía mis fantasías sobre nightclubs, ropas o aventuras amorosas. Pero si me encontraba tocando el piano, o me oía cantar una melodía de la radio, si se daba el caso de que yo dibujaba, o bailaba sola en el dormitorio y ella me pillaba, inmediatamente anunciaba que «cuando nos vayamos de la granja» yo tenía que recibir clases apropiadas y luego… quedaba implícito que me esperaba una gran carrera.
Hemos llegado a lo que explico en Martha Quest, que empieza en esta época… y es necesario dar explicaciones. A los lectores les gusta pensar que una narración es «auténtica». «¿Es autobiográfica?» es la típica pregunta. En parte lo es, y en parte no lo es, es la típica respuesta de la autora, a menudo con voz bastante irritada, porque la pregunta le parece irrelevante: lo que ella ha intentado hacer es sacar la historia de lo personal para trasladarla a lo general. «Si hubiera deseado escribir una autobiografía, lo habría hecho. No habría escrito una novela». Una de las razones para escribir esta autobiografía es que cada vez caigo más en la cuenta de que formé parte de una época extraordinaria: el final del Imperio Británico en África, un momento concreto en una ocupación que duró exactamente noventa años. La gente ya no sabe cómo era aquella época, ni siquiera los que viven en Sudáfrica. Mis propios hijos suelen sorprenderse cuando les cuento algo y quizás se desconcierten ante la dureza de aquellos tiempos, con las mantas hechas de pellejos, muebles de cajas de gasolina, cortinas de sacos de harina. Las relaciones a veces paternalistas, a veces brutales entre los blancos y negros de entonces han cambiado. Mis amigos africanos, mis amigos blancos, tal vez se enfurecieran o tal vez se divirtieran con el filosofar de mi padre y Old Smoke durante horas, sentados a ambos extremos de un tronco, mientras contemplaban cómo trabajaban los «boys». Los blancos se niegan a creer en las brutalidades de Cyril Larter o Bob Matthews, o en el hecho de que los padres no reprendieran a sus hijos adolescentes por simular, en broma, que atropellaban a un hombre o a un niño negro con el coche por el camino, o que los hombres blancos más estúpidos llevaran a cabo bromas crueles con sus empleados.
El año pasado, una compañía de televisión se preparaba para realizar una serie sobre Martha Quest hasta el momento en que ella se va a Londres. Muy al principio de las negociaciones dije en broma que la única persona capaz de escribir los guiones era… yo, puesto que hoy no queda nadie que sepa cómo era todo aquello. Un escritor sudafricano, uno muy bueno, hizo unos guiones de prueba, y me di cuenta de que aquella época había pasado irrevocablemente, puesto que se equivocó en pequeñas cosas, y además la historia tenía un aire sudafricano. Había otro error. Cuando yo escribí Martha Quest, pasé aproximadamente una década respondiendo a la siguiente pregunta: ¿Cómo puede ser que una chica aislada en la jungla albergara ideas tan lúcidas sobre la vida y las relaciones entre razas? Mi explicación de que ella se había empapado durante años de lo mejor que se ha dicho y escrito no los satisfacía. Por eso introduje en la historia a la familia Cohen, dueños de un almacén en Banket, pero intelectuales y con ideas políticas. No había tenderos judíos en Banket y probablemente en parte alguna de las regiones rurales. Mi familia Cohen provenía de experiencias posteriores, puesto que ciertamente llegué a tener mentores intelectuales judíos. El guión otorgaba mucho espacio a los Cohen. Y aquí hay una contradicción. Si la serie hubiese sido simplemente una narración… ¿por qué no? Pero mi interés era que fuese histórica. Verdad. Hechos. Todas estas cosas. Me vi atrapada en mi propia cobardía. Una y otra vez en mi vida he lamentado los momentos en que me suavicé o cambié la verdad por alguna razón, para satisfacer la presión exterior, o facilitar las cosas. Y la verdad es que la novela no habría sido tan informativa si yo no hubiera objetivado mis batallas mentales, encarnando las ideas en personas. El largo y lento proceso que supone llegar a la comprensión de algo a través de lo que leemos, observamos u oímos no es tan efectivo como cuando vemos a Mrs Cohen sentirse herida porque sus hijos no respetan las leyes dietéticas. O cuando le «preguntan el catecismo» a Martha Quest pero de forma política. Esto me sucedió diez años más tarde, y mi satírico regocijo me costó un amigo.
También estaban los afrikaners, los Van Rensberg. La novela empieza con las dos mujeres, una inglesa de clase media y una afrikaner, hablando, mientras Martha escucha. Los Van Rensberg influyen a Martha. A Mrs Van Rensberg la modelé a partir de Alice Larter, pero una mujer maternal se parece mucho a otra, no importa de qué cultura. Conocí a gente como los Van Rensberg. Estaban en los eventos deportivos, en bailes, confraternizando con los suyos, clanes de gente a cuyas hijas conocí en el colegio, tanto en el Convent como en el instituto.
En pocas palabras, cuando escribí Martha Quest yo era una novelista y no una cronista. Pero si la novela no es la verdad literal, en cambio es auténtica en ambiente, sentimiento, más «auténtica» que este recuento de los hechos, que intenta ser factual. Martha Quest y mis narraciones cortas africanas son una imagen fidedigna de la región en los viejos tiempos. Claro está, desde un punto de vista blanco. En una ocasión conocí a un hombre que había sido «piccanin» junto con su padre y hermanos mayores, trabajando en las granjas de Banket, cuando yo era una niña. Hablamos. Hablamos. Nos esforzamos. Lo que él más recordaba resultaba conmovedor, puesto que los trabajadores negros de las granjas, tanto en grupos dependientes de un jefe o de un líder de clan, como en familias, siempre iban de una granja a otra, en busca de mejores condiciones o porque un pariente de más edad había llegado de Nyasaland. La mayor parte de la mano de obra de la región provenía de Nyasaland. A él le parecía que todas las granjas eran iguales: lugares pobres, feos, mal construidos. El hombre envejecía y veía con humor lo que en otro tiempo había sido amargo. Pero le quemaba en lo profundo una ira, la ira histórica, la misma que la mía respecto a la Guerra: «Pero ¿cómo pudo suceder?».
Martha Quest tiene un argumento sencillo. Su infancia transcurre en la jungla, se pelea con su madre, los muchachos Cohen le hablan de política, lee, se escapa a la gran ciudad —Salisbury—, aprende taquimecanografía, planea todo tipo de atractivos futuros, pero se ve arrastrada a bailes y diversiones, y se casa convenientemente con un funcionario mientras suenan los tambores de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras mi madre hablaba de mi brillante futuro, yo permanecía tendida en mi cama, soñando despierta, o leyendo libros que había leído veinte veces antes, en particular los anodinos libros norteamericanos para chicas. Sucumbí a lo que se denominaba «fiebre intermitente». ¿Existe una enfermedad así? Tenía más o menos una décima de fiebre día y noche y apenas si podía levantarme de la cama, y me quedaba en ella, con la puerta abierta, sujetada por las piedras, mirando al exterior, a la jungla, y los dos perros en el suelo, meneando las colas con miradas suplicantes cada vez que parecía que finalmente iba a levantarme y a salir con ellos, según consideraban que era su derecho, para pasarnos horas y horas en la jungla.
Acudió un doctor desde Sinoia, y no sólo una vez sino varias. En aquella época eso suponía una verdadera excursión, no como el recorrido de cinco minutos de hoy día. Mi madre le dijo que yo tenía «fiebre intermitente» y le pidió que me recetara quinina. Así lo hizo. Durante la estación de las lluvias solíamos tomar cinco gramos de quinina por la noche y por la mañana, pero ahora la dosis era mucho mayor. Las tabletas eran grandes, de color rosa brillante, cada una de cinco gramos. Pero la quinina no me producía ningún efecto. Mis oídos pitaban tanto que apenas podía oír. Me sentía dentro de una claridad estridente, envenenada, enloquecida de quinina.
Y entonces empecé a ir a Salisbury, a menudo aprovechando el coche de alguien, debido al precio de la gasolina, para que me visitara una curandera. Era una mujer de unos treinta y cinco años, inglesa, soltera. Mi padre decía que estaba enamorada del curandero más conocido con el que formaba, pues, una especie de grupo de trabajo, y él decía, a su manera —la aproximación de un campesino a tales asuntos, que en aquel caso se mezclaba con un sentimiento de pena por ella— que no estar casada era lo que la afligía, no la religión. Aquella figura, la mujer soltera de una cierta edad de quien todo el mundo se compadece o se burla, ha desaparecido de nuestra cultura. Eso implica que existe el progreso. Miss —he olvidado el nombre, digamos Burnett— invocaba a un piel roja quien a veces hacía que aparecieran monedas durante las sesiones espiritistas, lo que garantizaba su autenticidad. «¿Por qué no a un egipcio? ¿Por qué no a un brujo negro, si lo tiene más a mano?», preguntaba mi padre, mientras mi madre miraba al suelo y sufría. Ella, enfermera, y a favor de la ciencia, se sentía incómoda.
El proceso en sí era tranquilizador. Te sentabas en una habitación a oscuras, Miss Burnett detrás de ti, mientras sus largas manos bajaban suavemente por los hombros y los brazos, y ella dejaba escapar con suavidad el aliento y, con esto, los venenos que provocaban la enfermedad. El ligero silbido de su aliento, como aire que se escapaba de un reventón, los rítmicos movimientos de la mano, resultaban hipnóticos. Pero la diabetes no mejoraba, ni tampoco mi fiebre intermitente. Ni los achaques de mi madre. Un año más tarde mi madre aseguró que las radiografías en el hospital habían revelado que un curandero había curado un tumor cerebral, pero mi padre decía que habían cambiado las radiografías por las de otra persona.
La familia formaba parte de un «círculo de oración»: en ciertos momentos precisos del día la gente de toda Rhodesia y Sudáfrica «se reunía a distancia» y decía las mismas oraciones, solicitando salud y gracia. Permanecí en cama, «reunida a distancia», con el oído que me estallaba. En el momento en que me sacaron de allí, la dosis era de quince tabletas de quinina al día, mientras mi fiebre seguía inamovible.
Una sociedad benéfica pagó para que yo pasara seis semanas en las montañas al sur de Umtali, en un lugar llamado Vumba, en una casa de huéspedes dirigida por una notable anciana famosa en muchos kilómetros a la redonda. La abuelita Fisher contaba ochenta años y sólo muy recientemente había dejado de caminar por las montañas hasta Umtali una vez por semana, kilómetros de difíciles senderos llenos de baches, avanzando a grandes pasos delante de una hilera de portadores nativos, que llevaban las provisiones para la posada sobre sus cabezas, subiendo por las montañas. Era una vieja dama baja, gorda, mandona, que dominaba a sus huéspedes con ojo y lengua agudos, pero era amable y generosa. Su vieja casa era grande, con tejado de paja, llena de habitaciones y terrazas. Había un huerto y un jardín de árboles frutales, y criaba vacas. Pero ¿de dónde sacaba el dinero? Nos atiborraba de comida… hoy nadie, en ningún lugar del mundo, podría comer así. Nada de pesticidas, fertilizantes, venenos. Las vacas, cuando enfermaban, morían si no se recuperaban con remedios tradicionales. Sus excrementos servían de abono para el huerto. El aire era limpio. Tomábamos cinco grandes comidas al día. Grandes jarras de crema de leche iban siendo sustituidas a intervalos regulares durante la comida. El budín favorito de todo el mundo era pulpa de granadilla batida con crema de leche: mitad y mitad. Mi labor consistía en colectar las granadillas, que por entonces crecían por todas partes. «¡La gente joven debe tomar mucha crema de leche y mantequilla!», ordenaba ella, inclinándose hacia delante con feroces miradas mientras sostenía la jarra de la crema para que pudiéramos mirar las espesas ondulaciones amarillentas que iban cubriendo las gachas, la fruta, los pasteles. Nos reíamos y fingíamos proteger nuestros platos con las manos. Debía de haber unas veinte o treinta personas alrededor de aquella larga mesa. A veces venían a comer algunos amigos de los huéspedes, y amigos de amigos, y ella les alimentaba a todos. O se quedaban a dormir en un rincón de la terraza. Aquella escena de abundancia ilimitada, de ofrecimiento, de generosidad, se repitió cuarenta, cincuenta años más tarde cuando mi hijo, John Wisdom, hizo de granjero en Vumba.
Las terrazas de la posada daban a las grandes montañas y a otras montañas más bajas, colinas, lagos, ríos. Abajo de la casa había un gran estanque o pequeño lago donde las vacas se pasaban la mayor parte del día bajo los árboles que había cerca, o metidas en el agua que les llegaba hasta las rodillas, masticando y satisfechas, meneando la cola. Cuando mugían era como una conversación de chismes, nunca los furiosos mugidos de las bestias quejándose de su suerte. No les apartaban sus terneros, puesto que la abuelita Fisher no era partidaria de esta práctica. Los terneros estaban con sus madres durante todo el día, pero durante la noche se les separaba, por lo que el ordeño principal se hacía por la mañana, cuando los gatos, los perros, los niños, los gansos, esperaban a la puerta del establo de las vacas su ración de leche.
Yo me pasaba muchas horas del día en el estanque. Se creía que la bilharzia penetraba por cortes e inflamaciones, o a través de la uretra, y luego subía hacia los riñones y desde allí se abría camino enrevesadamente por el cuerpo. Hoy sabemos que puede penetrar por cualquier parte a través de la piel. Mantener a los niños alejados del agua es imposible, por lo que se nos permitía bañarnos sólo si acababa de llover y los charcos o ríos estaban llenos, o si nuestra piel no presentaba rasguños —pero en la piel de los niños siempre hay cortes y arañazos— o si nos asegurábamos de que nuestras partes íntimas no entraban en el agua. Pero la abuelita Fisher, como Alice Larter, no creía en la bilharzia. «Tonterías, os hará bien un poco de ejercicio».
Había juncos y hierbas alrededor del estanque, excepto por donde las vacas se habían abierto atajos. Yo me quedaba un rato con la dulce agua marrón cubriéndome los pies, luego avanzaba con pasos cautos, con el barro medio líquido colándose por los dedos de mis pies, hasta que me tumbaba y permitía que el agua me sostuviera. No nadaba, sino que flotaba, de espaldas, haciendo el muerto, balanceándome con las ondulaciones. Encima de mí un impecable cielo por el que volaban milanos y águilas. En los árboles de alrededor del estanque colgaban centenares de nidos de pájaro. Varios ejemplares de Martín pescador pasaban raudos a través de los juncos. Las golondrinas rozaban el agua. Acto seguido las vacas bajaban cuidadosamente a través de los juncos y se quedaban no muy lejos de mí, y sus colas en balanceo producían ondas que llegaban hasta sobre mi cara. Sus terneros se quedaban agrupados bajo un árbol. No había pasado ni una semana cuando decidí que yo no estaba enferma, me negué a volver a caer enferma nunca más. Desde aquella distancia podía ver claramente que en mi casa aquellas dos personas infelices y desesperadas utilizaban sus enfermedades reales e imaginarias para hacer que la vida fuera soportable. ¡Nunca más! Y la abuelita Fisher, quien tenía instrucciones de vigilar mi fiebre intermitente decía: ¡Tonterías! Esta niña no tiene nada.
Cuando no flotaba en el estanque vagabundeaba por las colinas y los lugares altos de detrás de la casa que eran muy distintos a nuestra parte del país, el alto veld, estimulantes anuncios del gran mundo donde yo iría algún día. Hierba corta trillada por los rebaños, pequeños manantiales y lugares húmedos, vientos que soplaban en los flancos de las montañas más altas, y grupos de ovejas, blancas sobre verde, por doquier.
Escribí un poema:
Take what moonpaths he will
Over the sea-ways,
or where sheep-known outcrops,
grass-flowers shimmer in a thinner air,
let him move disdainful on the heights there,
glance down once at the populated valley,
pass to the higher ranges, if he will.
He will seek towns at night,
linger in square-lit doorways,
and when arms glean, quick-glance eyes invite,
will saunter through the night-haunts or
take what love he can wait for.
He will change tales of travel in a lighted bar
hear many strange Irue stories in the night.
But there comes time for all
men who must follow new ways:
for will old fevers chill him,
coming when the sun is low?
Shall the nights deceive him as the years go?
He will return to the small unchanging valley,
learn to talk to children, after all.
(«Que siga los rastros de la luna que quiera
por los caminos del mar,
o donde las cosechas que conoce el ganado y las flores en la hierba
brillen en un aire más diáfano,
dejadle que transite desdeñoso por las cimas,
que mire abajo, al poblado valle,
atraviese las cordilleras más altas, si así lo desea.
Buscará ciudades de noche,
se adentrará en portales mal alumbrados,
y cuando brillen brazos e inviten furtivas miradas,
deambulará por refugios nocturnos o
conseguirá cuanto amor pueda desear.
Intercambiará historias de viajes en un bar luminoso,
oirá historias extrañas y ciertas por la noche.
Pero llega un momento para todos
los hombres que deben buscar rutas nuevas: ¿le helarán antiguas fiebres,
llegadas cuando se desvanece el sol?
¿Le decepcionarán las noches al paso de los años?
Regresará al pequeño valle inalterable,
al final, aprenderá a hablar con los niños.»)
Estos versos no figuran aquí por su valor: me interesan. En primer lugar, la escritora era una niña de catorce años… pero, esperen, no puede ser cierto. Algún poeta clásico ha tomado posesión de aquella alma inquieta. Es él quien sigue los rostros de la luna, él quien se aventura. Si hubiera sido ella quien frecuentara los antros nocturnos, sería algo muy distinto, que nos llevaría al meollo de la diferencia masculino-femenino. Y, además, en el poema no hay indicio alguno de que la autora supiera que la «poesía moderna» ya contaba por lo menos veinticinco años. Finalmente —y es lo más importante— cuando yo estaba escribiendo, es decir, cuando me mostraba más sincera, no creía en la eficacia del hechizo, de las palabras mágicas que yo siempre repetía cada vez que recordaba. No seré, sencillamente no seré. El poema proviene de un nivel distinto de conocimiento. Ni es ésta la fácil y agradable melancolía que constituye uno de los ámbitos de la poesía.
Salud fue una de las dos cosas que me procuró aquella larga estancia, de casi dos meses. La otra no había sido prevista por mis padres, y fue el regalo de la abuelita Fisher, cuya vida había sido tan dura que le parecía simplemente estúpido querer proteger a los niños. Cuando era niña, y pobre, estuvo en las granjas y minas de Sudáfrica. Conoció Johannesburgo cuando la ciudad estaba en plena fiebre del oro, con gente que vivía en tiendas de campaña por las calles o en chabolas metálicas alumbradas por lámparas a prueba de viento. Allí la castidad era la menor de sus preocupaciones, porque mantenerse viva era lo importante, con broncas, asesinatos y asaltos y, por encima de todo, la ebriedad, que era de lo que hablaban todas las mujeres de aquellos tiempos que yo he conocido. Los hombres se emborrachaban todas las noches, y las mujeres debían beber con ellos o apartarse de su camino. Ella había estado casada. Tenía una hija ya entrada en años en alguna parte. Todo un pasado de picaresca se encerraba en aquella «abuelita». La buena de la abuelita, ella sí que es un personaje.
Dos de sus huéspedes estaban comprometidos. En la Región esto implicaba, o se suponía que implicaba, castidad hasta la noche nupcial. Se mantenían las apariencias. Aquellos dos compartían una cama. Él conducía treinta kilómetros cuesta arriba por terribles carreteras, al anochecer, para pasar sus noches junto a ella. He olvidado su nombre, Lesley o Jackie o Billy, algún nombrecito de moda en los años treinta. Ella se pasaba el día sentada en la terraza desde la que se divisaban muchas leguas de tierra, y se preparaba el ajuar, bragas y camisolas y enaguas de satén. También copias de sujetadores Kestos, con retales de seda y gasa. Pero ¿para qué? Era robusta. Lisa por delante. Llevaba el rubio pelo corto muy aseado. No era bonita, pero, según decía la abuelita Fisher, resultaba sensual y atractiva. Sus labios escarlata eran burlones y sus ojos grises, fríos. Siempre que llegaba su prometido de Umtali, la encontraba cosiendo. Yo sabía que era una seductora, pero no comprendía su hostilidad hacia todo y hacia todos, incluso hacia su amado, un joven de buen ver, pero demasiado blando. (La abuelita Fisher: «Lo que ella precisa es un hombre con un sjambok»). Él la adoraba. No podía apartar los ojos de ella. Sus manos se movían constantemente, desobedientes a su voluntad, queriendo acariciarla. Pero si lo intentaba, recibía el rechazo de ella con una sacudida de su brillante pelo rubio, una risa, o la retirada rápida de un duro y largo muslo. ¿Le odiaba ella? Eso parecía. Cuando le miraba siempre era con una fría y jocosa insolencia. Dejaba claro a todos que no le gustaba dormir con él.
¿Por qué, si él no le gustaba, si no le gustaba el sexo, lo arrastraba tras ella «como un desgraciado cachorro atado a una correa»? («Ay, abuelita, eres tan cruel», dice un huésped). Pero yo no la miraba solamente a ella, utilizando los nuevos ojos que me habían conferido aquella situación y la abuelita Fisher, sino también, retrospectivamente, otras mujeres de la región, puesto que ahora era capaz de entresacar entre las admirables amas de casa abocadas al trabajo duro —las esposas de los granjeros— este otro tipo de mujer. Mujeres ultrajantes. Sinvergonzonas. Marranas. Sirenas. No obstante cada una de ellas tenía un halo provocado por aquella hostilidad medio secreta, medio ostentosa, hacia los hombres que esclavizaban. Yo no lo podía comprender. Que no fueran esclavas del sexo, no les gustara el sexo, no les gustaran los hombres, era lo que mantenía a los hombres corriendo tras ellas como cachorros atados a una correa.
Yo tenía muy presente en mi cabeza, como si se encontraran entre mis dedos, otros casos parecidos de parejas que había conocido en mi —cada vez más huidiza— infancia, y podía recuperar del pasado algunas conversaciones oídas en las terrazas. Por ejemplo, el caso de Reggie, quien acudía a mis padres para que le dieran consejos. Hijo pequeño de una familia de clase media, había llegado a Rhodesia del Sur, incapaz de encontrar trabajo en Inglaterra. Consiguió su granja a través del Land Bank. Contaba unos veintitrés años cuando empezó a ser el protegido de mis padres. Estaba medio loco de soledad, y decía que tenía que casarse, tenía que hacerlo, no podía soportarlo. Era un joven alto, muy delgado, que tartamudeaba, que trabajaba tan duro que mi padre decía que enfermaría. Tenía más graneros que los que un hombre podía controlar, pero permanecía levantado la mitad de la noche, trabajaba durante todo el día, se adelgazaba y enloquecía cada vez más… hasta que se fue a Ciudad del Cabo de vacaciones, para evitar hundirse del todo. Allí conoció a Vera, la muchacha medio inglesa, medio holandesa que ya había estado comprometida anteriormente en más de una ocasión. Se casó con ella allí y se la llevó a la gran casa de piedra construida entre rocas en un pequeño kopje. Allí ella se negó a acostarse con él. Él cogió el coche y se fue hacia casa de mis padres, conduciendo como un borracho… En cuanto vimos los remolinos de polvo que levantaba su coche por el sendero ya estaba entrando en nuestra casa, frenético, tartamudeando, sus ojos azules enrojecidos por el insomnio y la tensión. Estaba tan delgado que mi madre ordenó a un criado que sacara algo de la alacena para alimentarle. Pero él necesitaba hablar. Vera no quería, no quería sexo… así se dice hoy. Él dijo «hacer el amor». Ella le odiaba, dijo él.
Vera era una mujer alta y sólida, de piel aceitunada. Cada uno de sus movimientos era lánguido, controlado, lleno de desprecio. Tenía ojos castaños, pelo negro ondulado y llevaba elegantes vestidos entallados. Nos visitó en una ocasión, pero nuestra casa era demasiado desastrada para ella, y en lo sucesivo Reggie vino siempre solo.
«No permite que la toque», dijo él, apretando y abriendo las manos, apretándolas y temblando. «No lo soporta, dice ella, así que yo le pregunté ¿entonces, por qué te casaste conmigo?»
Todos sabíamos por qué se había casado con él, un buen partido con granja propia, pero él no podía admitirlo
Ella siguió igual. Él se adelgazó más. Empeoró su tartamudeo. Decidió llevar a Vera a Inglaterra para que la visitara un psicólogo. Aún no estaba de moda hacerlo. La verdad es que él no tenía el dinero, pero lo pidió prestado al banco, y se fueron.
Vera se sentó en la consulta de un precursor de los confesores de hoy en día.
«Bien, Mrs B., su marido me dice que usted quiere hablar conmigo».
«Yo no quiero hablar con usted. Es él quien quiere que yo hable con usted».
«Pero tengo entendido que usted estuvo de acuerdo en venir a verme».
«Le estoy viendo, ¿no? ¿No está usted sentado frente a mí?» Y perezosamente alumbró un cigarrillo, echó la cabeza para atrás y se puso a exhalar fragante humo.
«Vamos, vamos, Mrs B. Usted no es justa con su marido».
«¿Por qué? Le tengo la mesa a punto. La casa está limpia. No malgasto el dinero».
«Pero, Mrs B., se supone que el sexo forma parte del matrimonio».
«No entiendo por qué tengo que hacerlo. No me gusta. Nunca me ha gustado».
«¿Ha disfrutado alguna vez de algo… de este tipo?»
«No. No le veo la gracia».
«Ya veo. ¿Cree que le ayudaría visitarme mientras se encuentra usted en Londres?»
«¿Ayudar a quién?»
«Si le parece, a su marido. ¿No siente cierto aprecio por él?»
«¿Aprecio?» Meditó la palabra. «Debo apreciarlo, ¿no? Me casé con él».
Le dijeron a Reginald que era una pérdida de tiempo y dinero, puesto que nada se podía hacer con Vera, porque ella no quería cambiar.
Vera comentó que había disfrutado mucho de sus vacaciones en Inglaterra, siempre había querido visitar el país.
Tuvieron dos guapos hijos. Uno de ellos era una niñita por la que yo suspiraba de angustia y afecto. «Se quedó embarazada las dos únicas veces que dormimos juntos», decía Reggie, con una especie de mueca que dejaba al descubierto sus dientes. «Quería tener hijos. Ya los tiene. Y ahora… se acabó todo».
Reggie se convirtió en un cultivador de tabaco muy rico. Mucho tiempo después de que me estableciera yo en Londres, me visitó gente de la región. Me dijeron que Reggie era el terror de los negros, ¿por qué no le asesinaban? Se lo merecía. Él los odiaba. Por aquel entonces ya se había divorciado de Vera. Ella se había ido a Ciudad del Cabo donde vivía sola, bebiendo.
Existe una pequeña instantánea de Vera recostada en el antiguo Chevrolet. Luce un vestido de finales de los años treinta, enseña las rodillas. Tiene una cadera hacia adelante, indolente, insolente. Fuma con una boquilla muy larga. Sonríe a la cámara, tranquila, confiada.
La mala mujer. La mala esposa.
Detrás de ella se encuentra la esposa del granjero del otro lado del río. Es una alegre y rolliza mujer joven, que sonríe divertida. Todo el mundo la quería, todo el mundo detestaba a Vera. Pero también ella es una mala mujer, porque si bien Vera no quiere hacer el amor con nadie, menos aún con su marido, ella no sólo hace el amor con su marido sino también con otros hombres. Ella, como Vera, más tarde se divorciaría y se iría a vivir a Ciudad del Cabo. Los dos hijos de Vera, de Reggie, crecieron sin problemas, por lo que la Evolución (o la Naturaleza, o la Fuerza de la Vida) tan indiferente a las miserias de aquel matrimonio, debió de quedar satisfecha. Si alguien le hubiese dicho a Reggie —incluso mis padres, cuyos consejos él valoraba tanto por lo que podía hacer la travesía en coche para verlos dos o tres veces por semana—: «No te cases con ella. ¿No lo ves?», entonces él se habría reído a su manera, como una especie de rebuzno unido a una carcajada, y habría tartamudeado que la amaba.
Betty —como Franny o Jamie— no podía recostarse en una columna de la terraza, o doblarse para recoger el pedazo de seda rosa que ella había dejado caer descuidadamente, sin realizar un lánguido movimiento de cadera, o de muslo, y esbozar una sonrisa que proclamaba a los cuatro vientos que nadie nunca conseguiría de ella ni una pizca más de lo que ella quisiera… y, además, se enorgullecía por ello. Se sentaba junto a su pila de sedas, satenes y bordados de color café, y miraba más allá de su amante, recién llegado polvoriento de Umtali, y reía, y decía: «¿Y por qué no has pasado la noche en Umtali? ¿Acaso te he pedido que vinieras todas las noches?».
Entonces, con la cara pálida, herida, sus ojos ardientes y suplicantes, él tartamudeaba: «Pero que-queri-da, pero querida…».
«Ah, no importa». Y ella le sonreía, de una forma que mareaba y esponjaba mi corazón, y no digamos el suyo, como si le estuviera perdonando por algo. ¿Perdonando por qué?
«Ella es vulgar», dice la abuelita Fisher, «pero no hay manera de decirle la verdad a un loco».
Yo me pasaba horas con ella. Le gustaba tener allí a la pobre y patosa adolescente, maravillada ante su sofisticación. Era una secretaria inglesa que se había trasladado a la colonia para conseguir un marido mejor que el que podía encontrar en Inglaterra.
Bastante pronto, se casaron. Más tarde, se divorciaron. Las mujeres con este tipo de perezosa y mercenaria sensualidad acaban solas, aunque por regla general bien situadas.
Considero a la abuelita Fisher como una de mis oportunidades malogradas. De ella podía haber aprendido más sobre Sudáfrica que con cualquier otra persona. O mejor dicho, cualquier otra mujer: los hombres son otro mundo. Nunca he conocido a una mujer más notable. Ya entonces me di cuenta de que la forma directa, incluso descuidada, con la que trataba a la multitud de gente que pasaba por su casa, por su vida, significaba que poca gente podía haber tenido su experiencia. No sólo alimentaba y daba cobijo: todo tipo de gente pasaba por Vumba para pedir su consejo o su mediación con los de las altas esferas, puesto que parecía conocer a todo el mundo en la colonia. Gente conocida e incluso famosa llegaban a su vieja casa para descansar de los rigores de la vida social en Salisbury. Vi a la esposa de un ministro del gobierno y a su hija de dieciocho años sentadas a la hora de cenar al lado del topógrafo que hacía el mapa de las montañas Vumba, y luego conversando hasta bien entrada la noche en la terraza, las tres, almas gemelas que de otro modo nunca se habrían conocido. Fue esa mujer la que vertió, sólo por un momento, un poco de luz sobre el pasado de la abuelita Fisher. Se sentía en la obligación de hacer proselitismo sobre una nueva dieta: las muchachas en edad de crecimiento debían comer básicamente carne, preferentemente medio cruda. La abuelita Fisher la escuchó y luego dijo: «Me encontraba una vez en el norte del Transvaal durante una sequía. No teníamos nada para comer excepto buey salado. Los kaffirs y yo no comimos otra cosa durante dos meses. Y en otra ocasión me encontraba en una especie de pobre granja cerca de Stellenbosch y comimos calabaza y gachas durante medio año. El cuerpo se acomoda a lo que le eches», me dijo. Ojalá le hubiera preguntado más… Pero yo estaba demasiado fascinada por Phyl… o Pat o Tony. Quizás entonces yo no sabía lo bastante para hacerle las preguntas adecuadas.
Volví a casa sana, llena de energía. Llevaba puestos unos sujetadores, que yo había confeccionado. Mi madre, al ver a aquella antagonista joven de recientes pechos que se le encaraba, se enfureció, y llamó «Michael, Michael» y siguió así hasta que apareció él, momento en el que ella levantó mi vestido para mostrar lo que yo llevaba puesto.
«Dios mío, pensé que se trataba de algo serio», dijo él, y se fue de nuevo.
Me consumía la rabia y el odio, como cuando había empezado a menstruar y ella corrió a anunciárselo a mi padre y a mi hermano.
Mi rabia era desproporcionada, el asco hacia ella tan fuerte, que durante años lo aparté del pensamiento. Pero más adelante sucedió algo que me hizo recapacitar. Años más tarde viví cerca de una anciana demente a quien la mitad del vecindario protegía para que no la metieran en un manicomio. No tenía ninguna vergüenza física, ni siquiera una sensibilidad normal. Te podía acercar sus sucios y apestosos pies para que se los lavaras, o sentarse y ponerse a arrancar trozos de piel y metérselos, con gusto, en la boca, o rascarse por todo el cuerpo con la lengua fuera y una mirada de voluptuoso placer. Se levantaba sus grandes pechos caídos para examinar sus erupciones, invitándote a mirarlo, o se rascaba la entrepierna con tal fuerza como si le pasara una toalla a un perro mojado. Era un asco sin fin, pero a fin de cuentas, era una demente, no podía remediarlo. La violencia de mi asco y rabia era irracional. Era desproporcionada. No tenía sentido… tiene sentido si uno imagina a un niño muy pequeño acorralado por un adulto grosero. ¿Quién? La mayoría de los padres contratan a una niñera o a una canguro tan descuidadamente como compran comestibles. Tal vez fuera la borracha Mrs Mitchell, con quien compartí una habitación. Tal vez incluso mi madre. Pero la menor infracción del sentido de la decencia le parece a la niña una enormidad. Llega una visitante, se inclina y sonríe desde arriba a la niña, y en su mentón hay un bulto redondo y brillante como el pezón de un conejo lactante. Allí crece un pelo pelirrojo, y aquel pelo parece una revelación de sucias prácticas secretas, incluso de crueldad. «Mami… ¿por qué?» «No seas tonta, sólo es un lunar». «¿Y por qué tiene ella un lunar en su mentón?» «No tiene nada que ver con la luna, tontita». Pero si el grano o el pelo de la axila húmedo por el sudor es parte del cuerpo de un progenitor, la criatura se escabulle, silenciosa, sin dejar de mirar, llena de asco.
Revela poco tacto, por parte de una madre, levantar el vestido de su hija de quince años para mostrar sus pechos al padre, pero no puede considerarse un delito.
La falta de delicadeza física implicaba algo más. También mucho tiempo después, trabé amistad con una terapeuta cuya especialidad era la relación entre madres e hijas. Es corriente, me dijo, que las madres se identifiquen tanto con una niña-mujer que apenas puedan ver la diferencia entre su propio cuerpo y el de la niña. Una dijo, después de que le reprocharan haber pegado a su hija: «Pero si es como si me pegara yo». Otra, después de chillar y gritar a su hijita, le dijo a la terapeuta: «Es entre nosotras, ella sabe por qué lo hago». No sugiero que mi madre ni siquiera se acercara a este nivel de neurosis. No obstante trataba mis miembros como si fueran suyos, o por lo menos como una posesión suya. A fin de cuentas había sido enfermera y había dispuesto del cuerpo de sus pacientes.
Cuando me zafaba de ella, defendiendo mi cuerpo, negándome a que me tocara, era como si le dijera: «No me infectará tu enfermedad, tu hipocondría, la diabetes, el lamentable muñón hundido y lleno de cicatrices, por la guerra, la guerra, la guerra… las Trincheras, no».
«Ya no soy una niña», le dije.
Había aumentado tanto de peso en casa de la abuelita Fisher que tenía que perderlo. Hoy la gente hablaría de anorexia, pero yo estaba provista de un agudo órgano de autoprotección. Podía no comer «nada de nada», según me acusaba mi madre, pero yo me había elaborado un régimen sano. Comía tomates y mantequilla de cacahuete, y perdía peso con rapidez, lo que sorprendía y asustaba a mi madre. De forma desproporcionada, pero poco hay en las relaciones entre madre e hija que tenga medida o ni tan siquiera sentido común.
El caso es que yo era tan sensata como —¿seguramente?— ella quería. He visto luego este sentido de autoprotección en jóvenes a las que uno consideraría destinados a autodestruirse. Avanzan por la cuerda floja —así veo yo el comportamiento de jóvenes que provocan situaciones en las que casi llegan a lamentarlo—, acaban por lamentarlo, débilmente, y una se resigna a que la hija se quede embarazada y aborte, tenga al niño, o que el hijo sea arrestado; pero luego no perdonan nada: sigue habiendo todo tipo de crisis y alarmas, pero la muchacha ha ido secretamente a la consulta de un médico y la han informado sobre métodos anticonceptivos y las locuras del muchacho se detienen exactamente antes de que tengan serias consecuencias.
En un rincón de la jungla, cerca de la gran extensión, me planté rifle en mano y de repente vi mis piernas como si las viera por vez primera. Son bonitas. Piernas morenas y delgadas y bien contorneadas. Me subí el vestido y me miré hasta muy arriba, hasta mis bragas, y me llené de orgullo por mi cuerpo. No hay nada más satisfactorio que esto: el momento en que una muchacha sabe que éste es su cuerpo, éstas son sus finas y suaves y bien formadas extremidades.
Yo no era en absoluto inferior a las modelos en las revistas. Pero mi ropa… no teníamos dinero. Ni cinco. Nunca comprábamos nada. Cada puntada era obra de mi madre. Pero lo que ella hacía eran vestidos para una niñita, y todo el día yo veía sus apenados ojos que condenaban mi nueva delgadez, mi nuevo cuerpo.
Aprendí por mi cuenta a utilizar la máquina de coser, pero no había dinero para telas. Fue entonces cuando empecé a llevar al carnicero, en días de reparto de correo, media docena de gallinas de Guinea, que había cazado a primeras horas de aquella mañana, corriendo de la casa a las tierras cuando estaba medio oscuro, para atraparlas antes de que bajaran de los árboles para alimentarse. Mi madre estaba fuera de sí. Se enfurecía y me acusaba y me insultaba, aunque lo que en el fondo me estaba diciendo era: «Me estás eludiendo, me abandonas, y yo estoy clavada aquí con esta terrible, desgraciada vida mía, y nunca seré capaz de escapar».
La tienda de Dardagan tenía estantes llenos de rollos de lino y algodón. Seis gallinas de Guinea me permitían conseguir suficiente para confeccionar un par de vestidos. Yo lucía mis nuevos vestidos de mujer, y mi madre exclamaba que en Inglaterra yo aún estaría en el cuarto de los niños, aquél era un país horrible si permitía que las chicas fueran unas adultas a los quince años.
Tuve que irme. En esta ocasión a Johannesburgo, la gran ciudad del profundo sur.
En una ocasión, en Norwich, en los años mozos de mi padre, él había bailado y flirteado con dos hermanas. Se había enamorado de las dos, aseguraba él, pero incluso más de su madre. Cuando lo contó, su pesar, su ironía fueron tributos a otras muchas pérdidas a lo largo del tiempo.
Una de las muchachas se había casado con un prometedor joven de la Cámara Minera, que ahora era un ejecutivo importante. Para no perder el contacto, había escrito a mi padre una carta, y en ella le contaba que su marido no tenía un carácter afectuoso, o sea, como diríamos ahora, que no le interesaba demasiado el sexo. Mi padre se lo contó a mi madre sin mirarla, como era frecuente cuando hablaba de cosas como ésta, y a la vez con pesar mezclado con irritación apenas contenida, que implicaba también una protesta que iba más allá de este triste caso en concreto.
Mi madre escribió a (digamos) los Griffiths para preguntarles si su hija («en una fase difícil, siento decirlo») podía visitarles. Un viaje en tren hacia el «profundo sur», el primero que hice. Para familias como la nuestra, es decir, colonizadores de después de la guerra, existía un descuento en el viaje en ferrocarril. Un trayecto de dos días, de segunda clase, con seis personas más en el compartimiento. En cada estación, donde el tren solía detenerse jadeante durante una hora, niños negros nos ofrecían tallas de animales, o una naranja, o albaricoques o unas guayabas, y los arrogantes y superiores blancos regateaban por unos pocos peniques, y se reían cuando les cogían las chucherías y las sostenían en alto fuera del alcance de los niños que temían que les estafaran, y luego tiraban las monedas exactamente cuando el tren se movía y volvían a reírse y a mofarse mientras los niños se peleaban entre el polvo. Nadine Gordimer describió esta escena en «The Train from Rhodesia».
En Johannesburgo, un coche con chófer me transportó al mundo de la abundancia, una amplia casa en el barrio residencial más rico, con servicio (aquí eran féminas, no como en nuestro caso, hombres), ventanas enrejadas, y un ambiente de asedio que en aquel tiempo era nuevo pero que se ha intensificado desde entonces. Mr Griffiths era escocés, había conservado su acento, enérgico, franco, inteligente. Casi siempre estaba en el trabajo. Entraba en la casa como un invitado, mientras que su esposa, una bonita mujer de mediana edad, con ropas caras, joyería, perfecto pelo gris encrespado, le servía con el aire de cumplir con su deber, pero sin dejar de mirarlo con reproche. Una vez más la típica pareja de polos opuestos destinados a hacerse desgraciados mutuamente. Las comidas eran breves, inglesas, en un comedor que yo consideraba ceremonioso y desagradable… como en realidad toda la casa, llena de cosas caras. Nunca me fui de nuestra desastrada y ruinosa casa sin pensar que era mucho más agradable que cualquier otra. Mrs Griffiths no trabajaba. En aquellos tiempos las mujeres ricas no trabajaban. Se aburría, se aburría a morir. Solía decir: «En fin, vamos a dar una vuelta en coche». El chófer era Stanley, un joven sudafricano, un hombre magro, tostado, de fría mirada, que provenía del mundo de la auténtica pobreza. Era fácil reconocerlo en él inmediatamente. Para empezar, existía su amargo odio hacia los negros, hacia la gente de color, y, una vez más, la ansiedad siempre tras los ojos. Hacía muchas cosas además de conducir el coche, cuidarlo, hacer recados, comprar. Era como un hijo, pero respetuoso, a la negligente manera sudafricana, y siempre al tanto por si había algo que hacer. Cuando dábamos un paseo en coche siempre era alrededor de los barrios residenciales ricos, llenos de casas similares. O por las tiendas caras.
Se consideró bueno para mí que trabajara durante una semana en una tienda de ropa cuyo dueño era un amigo de la familia. Así lo consideraban. Durante todo el día entraban mujeres ricas, se sentaban, miraban displicentemente los trajes y vestidos que les mostraban. Yo no, puesto que era la ayudante de la dama encargada de las ventas. Generalmente no compraban, pero la tienda siempre estaba llena de mujeres cotilleando. Al cabo de mucho tiempo conocí a mujeres que habían estado casadas en Johannesburgo, pero se habían escapado a Londres huyendo del lugar y de la gente. Se aburrían, se aburrían hasta la muerte y la histeria, en su pequeño mundo que desde fuera parecía una cárcel o un internado caro. Sólo se conocían entre ellas, se encontraban todos los días en fiestas y eventos de beneficencia, y consultaban a las mismas echadoras de cartas. Luego vendrían los gurús indios y la ecología. A mí las ropas me parecían horribles. Le dije a Mrs Griffiths —las criaturas bien educadas no se debían dirigir a sus mayores por los nombres propios— que no me parecía que la tienda me hiciera ningún bien, es decir, si la finalidad era mejorar mi carácter. Lo único que conseguía era enfurecerme y hacerme malévola. Habló «Tigger». Pero Mrs Griffiths no era de las que veían las cosas con humor.
Había una exposición en Johannesburgo. Visitarla era una de las supuestas razones que harían que yo mejorara. La verdad es que intimidaba, con sus enormes pabellones rutilantes, la vulgaridad y las masas de gente, muchos blancos y del campo con sus mejores galas, intimidados por esta sofisticación, y muchos africanos, multitudes de africanos distintos a los que yo conocía, más estridentes, más seguros de sí mismos, mejor vestidos, agresivos, tomando buena nota de la exhibición de productos y oportunidades que no estaban destinados a ellos. Stanley dijo que los kaffires sé estaban volviendo descarados y necesitaban una buena paliza: esto, por lo menos, era como en casa.
Fui al cinematógrafo, una versión más llamativa que la de Salisbury. Los títulos de los filmes estaban iluminados fuera y, dentro, la gente se vestía con trajes de gala y joyería.
A veces decían a Stanley que nos llevara en coche a un té de mañana o de tarde, o a un elegante salón de té. Otra vez mujeres, mujeres, mujeres, charlando, jugueteando con sus cadenas y brazaletes de oro. «¡Nunca llevas demasiado oro encima!» Ésta era la voz de Johannesburgo.
Mi visita al «profundo sur» fue una entrada en el mundo de las mujeres aburridas y desgraciadas. Excepto en una ocasión, en la que Stanley, con instrucciones de conducirme para ver los lugares notables, me sacó del barrio rico, a través de calles cada vez más pobres, hasta que me encontré en una calle como las de Salisbury en sus principios. A lo largo de aquella calle, en mil películas del Oeste, han avanzado tambaleantes los carros y han vociferado los vaqueros. A lo largo de aquella calle, en pueblecitos de los Andes, los indios se apoyan en las paredes, mastican hojas de coca y contemplan a los turistas. Y en un extremo de Los Ángeles se llena de máquinas recreativas y casas de comida mejicanas antes de desembocar en un barranco. Aquí la habían construido lo bastante amplia para que, cuarenta años antes, dieran la vuelta los carros, con una sucesión de casas de dos pisos, minúsculos y desvencijados, que se veía interrumpida por un cine, una lavandería china, un salón de baile, algunos locales de comidas baratas y bares. Muy pocas caras negras en esta calle, porque era un área para gente blanca pobre. (No «pobres blancos», una expresión reservada para granjeros muy pobres, generalmente afrikaners que vivían en «barrios pobres rurales»). Había tiendas indias, con rutilantes alardes de colorido en el exterior.
Stanley aparcó el inmenso y lujoso coche y me dijo que si quería podía quedarme sentada allí, sólo tardaría un minuto. Pero entré con él. Era como un granero o salón, lleno de mesas de billar, cada una rodeada de hombres, en el paro, por la Depresión, y en la parte trasera había mesas en las que los hombres jugaban al póquer. Había dos mesas para el vingt-et-un. En éstas se veía a chicas muy maquilladas y con peinados a lo Verónica Lake o Jean Harlow, en traje de noche, moviendo las fichas con largos rastrillos aparentemente de oro. Como las fichas, hechas de oro, como las copas, de oro, y las botellas envueltas en papel dorado que atraían a los clientes al bar. Servían vino barato del Cabo y coñac del Cabo. Todos los hombres iban desarrapados, con camisas blancas lavadas muchas veces y deshilachadas, pantalones baratos grises y marrones, pero a veces con un pañuelo de vaquero anudado al cuello. Todas las mujeres vestían para resultar atractivas, con trajes de fiesta o de baile. Había unos doscientos hombres y tan sólo unas treinta mujeres. En una ocasión, la abuelita Fisher dejó escapar, de una forma que hubiera podido dar lugar a interesantes recuerdos si alguien le hubiera preguntado más, que ella se había encargado de un antro de juego en el Rand pero la policía lo había clausurado. En un principio no pude ver a Stanley, había desaparecido entre un grupo de hombres que echaban los dados en el bar. Su elegante uniforme caqui de chófer me lo resaltó. Llevaba allí unos veinte minutos. Nadie advertía la presencia de la muchacha con su vestido de algodón y sandalias, de pie junto a la pared, sintiéndose algo mareada por el humo del tabaco y el olor de la bebida. Cuando apareció Stanley, estaba cariacontecido y se limitó a hacerme una señal con la cabeza para que le siguiera. En el coche: «Siempre tengo mala suerte, siempre mala suerte, te lo digo, acabará conmigo». Me dijo que algunas noches cuando había acabado con los Griffiths trabajaba de barman. «Mabel no tiene idea de lo que hago, pero tengo que vivir ¿no?» Mabel y Stanley, pero Mrs Griffiths y Stanley: era a cuanto llegaba la democracia.
Mabel Griffiths siempre lanzaba pequeños sarcasmos respecto a la tacañería de su marido.
La otra hermana se encontraba en algún lugar de Sudáfrica. Más adelante también la conocí. Una mujer corpulenta y muy pintarrajeada, con «buenos» vestidos. Eran mujeres con las que mi padre, decía, nunca se habría podido casar porque eran descorteses con camareros y criados. Las dos me ofendieron, pero no se dieron cuenta de ello. Les faltaba la delicadeza de Stanley, que sin palabras me pidió que no «contara» dónde me había llevado, y la instintiva delicadeza espiritual que resultó tener Mr Griffiths. Apenas si me había dirigido la palabra mientras estuve allí. Pensaba que yo no le gustaba. Pero hizo que me enviaran de Johannesburgo a la granja una máquina de escribir, inmensa y ruidosa máquina que pesaba tanto que el cocinero rió cuando la entró en mi habitación, fingiendo tambalearse bajo su peso.
Mr Griffiths me mandó una carta corta y seca. Había sido un chico escocés pobre. Se había abierto camino por sus propios medios. Quería ofrecerme algunos consejos. Yo tenía que aprender cuanto pudiera, no importaba qué, porque alguna vez resultaría provechoso. Y había algo más. La gente joven a veces no se daba cuenta de que había oportunidades en su ambiente, si las buscaban. Con saludos cordiales, Alien Griffiths. También me mandó un Manual para Escritores y Artistas.
Volví a casa contenta de salir de la Ciudad Dorada. Mi madre estaba bastante enloquecida. Ahora me sorprende que no lo estuviera más. Entonces me sorprendía. Es posible saber que alguien «no lo puede remediar» pero al mismo tiempo dejarse llevar por la rabia y la frustración. Dinero, todo era dinero, dinero en cada frase, dinero, día y noche. Mi padre consumía los días y el dinero que no teníamos cavando zanjas y pozos, comprando dinamita. No le quedaba energía para la granja, pero podía pasarse horas en la parte trasera de la casa cribando muestras. Su pasión resultó ser desinteresada: cuando un buscador errante encontraba una roca con posibilidades y no había ni una pequeña mina de oro a tres kilómetros, mi padre estaba encantado, y salía para compartir sus conocimientos sobre rocas y suelos y su saber de zahorí. La granja seguía adelante, de alguna manera. Hoy me pregunto por qué mi madre, una mujer sumamente capaz, no se hizo cargo de la granja. Había mujeres en la región que cultivaban la tierra. Creo que no quería minar el amor propio de su marido. Mientras tanto, se enfurecía conmigo no sólo por ser egoísta sino por malgastar el dinero. ¿En qué?, le preguntaba yo. ¿Por qué no aportaba el dinero de las gallinas de Guinea al mantenimiento de la casa? Esto era una locura y ella lo sabía. La deuda en Dardagan’s pasaba de cien libras esterlinas. Era un callejón sin salida. Ella era una mujer cariñosa y generosa y le hubiera encantado gastarse el dinero conmigo. Pero aquella guerra nada tenía que ver con el dinero. Me hacía pensar en un pájaro o un animal revoloteando contra los barrotes. Me hacía pensar en una niñita maltratada. Yo enfermaba de compasión hacia ella y me salía de mis casillas por el odio.
Dinero, por qué malgastas tu dinero, ya sabes que nosotros no tenemos ni cinco, no te importa nada excepto tu propia persona…
En Salisbury, mientras mis padres volvían a soportar la entrevista humillante con el Land Bank para una ampliación del préstamo, me di una vuelta por una tienda de muebles en Manica Road, estimulada por la carta de Alien Griffiths. Eran todo muebles de «tienda», brillantes y elegantes, y desde el escaparate varias amas de casa de cartón de tamaño natural ofrecían decorosas miradas a la acera, por lo felices que se sentían con aquella mesa o aquella silla. Entré y pedí ver a Mr Hemensley. Era un hombre delgado pero barrigudo, en mangas de camisa por el calor, preocupado por la Depresión. Le dije que no tenía ni idea de cómo presentar sus productos, pero yo le escribiría poemas que podía incluir en la sección de anuncios del Herald todas las semanas. Llamarían la atención de la gente. Nadie se había anunciado así con anterioridad. Le divirtió mi descaro y me pidió ver alguno de muestra. Llevaba algunos dentro de la carta de Mr Griffiths. Cada poemita acababa con la exhortación, «Amueble su casa al estilo Hemensley». Pedía diez chelines por cada uno, pero al final quedamos en siete. Durante un par de años, siempre que precisaba dinero, garabateaba poemas y me dirigía a la tienda de Hemensley, donde él me ofrecía té y pastel, se interesaba por mis actividades con la melancolía de un hombre que ya añoraba su juventud, y se reía mientras «Tigger» le hacía pasar el rato. Decía que mis anuncios le habían procurado clientes. En las tiendas indias se podían comprar algodones y muselinas muy buenas por uno o dos chelines el metro. Un aceptable par de zapatos costaba diez chelines. Un buen bolso costaba una libra. Nadie llevaba guantes, ni medias.
El dinero de Hemensley nada hizo para mejorar las cosas en casa. Cada vestido, o falda, o sujetador era otro clavo en la cruz de mi madre. Y ahora nos peleábamos por la Barrera Racial, el Problema de los Nativos. El conflicto era que yo estaba poco documentada en cuanto a hechos o cifras, sólo tenía un vago pero potente sentimiento de que algo iba muy mal en el Sistema. Para empezar ¿por qué había toda aquella gente trabajando por tan poco dinero en nuestra granja? Ya aparecían cartas en el Rhodesia Herald, firmadas como «Sentido Común» o «Equidad», diciendo que los nativos eran poco eficientes porque no estaban ni bien alimentados ni bien alojados, y en cualquier caso tenían que recibir instrucción. Cada una de estas cartas tan «revolucionarias» levantaba polvareda, y al día siguiente aparecían otras firmadas por un «Indignado», o un «Treinta Años en el País», o una «Esposa de un Pionero», diciendo que los nativos no apreciarían nada mejor que lo que ya tenían, o que necesitaban una buena paliza, o que la educación los estropearía. Por mucha razón que yo tuviera, no había conocido a nadie que estuviera de acuerdo conmigo, ni había encontrado libros que me ayudaran. Sí, Oliver Twist era aplicable tanto a un niño inglés como a un niño negro de África, pero no servía como argumento para convencer a Cyril Larter o Bob Matthews o Mr McAuley.
Mis argumentos eran ruidosos y poco sólidos, y yo sabía que lo eran.
Pronto mi padre dijo que no podía soportar ni un día más ser el espectador de las peleas entre sus dos féminas. Dijo que, si yo no tenía nada bueno que decir respecto de ninguno de ellos, por qué no me iba. Puesto que tengo experiencia personal de la paternidad con adolescentes difíciles, lo comprendo muy bien.
Fui de niñera a un lugar cerca de Salisbury. (En aquellos tiempos «au pair» significaba que ricas familias intercambiaban a las hijas para que pudieran aprender lenguas y costumbres extranjeras). Yo suspiraba por una nueva experiencia. Ésta sonaba lo bastante romántica como para satisfacer incluso a la más ávida teenager. (Un vocablo que aún no se utilizaba). Mrs Edmonds, una rica y bella joven de la alta sociedad de Vancouver, se había enamorado de un granjero de Rhodesia, pobre pero de buena cuna, y se había casado con él a pesar de la oposición de la familia. Esperaba su segundo hijo, y yo debía cuidar del pequeño, de cuatro meses. La casa se encontraba en una colina al otro lado del valle de Rumbavu Park. Allí empecé con el trabajo de cuidar niños, que seguí realizando, con algunas interrupciones, durante años. La niña que se enternecía ante cada bebé o nene que tenía al alcance («Ven y méceme») ahora tenía a su cargo un niñito encantador, inteligente y tratable. Lo adoraba. Él me quería de la forma descuidada que es propia de los niños pequeños que ya han tenido una sucesión de niñeras y cuidadoras. Mrs Edmonds era en verdad bella, con piel de mantequilla ligeramente pecosa, pelo rubio, un tipo esbelto: el mismo tipo físico que Mona, en el Convent, que era delgada y angular, tan pecosa que su piel rosada apenas resultaba visible, su pelo mate y fibroso. Mona, que tenía un borracho por padre y un hogar dividido, que siempre parecía justificarse por su existencia, yo sabía que podría haber sido tan encantadora como Mrs Edmonds de haber tenido dinero. Mrs Edmonds era otra de las mujeres que me ayudaron a darme cuenta de lo competente que era mi madre. Suspiraba y arrugaba el entrecejo ante las tareas de la vida, en saltos de cama de crepé de China, mientras la gente la servía. Su nuevo bebé contaba más o menos una semana, era un «buen» bebé, y tenía además una enfermera. Al haber conocido a tantas mujeres que consiguieron salir adelante sin ayuda, me viene a la cabeza, por contraste, Mrs Edmonds, cuyo atractivo marido, atento y ansioso, la trataba como a una enferma. ¡Eran tan pobres!, decían constantemente. Yo había oído tantas conversaciones sobre pobreza que no les escuchaba, no podía. La pobreza de la clase media nunca es tan sencilla como parece. Vuelvo a mi pregunta, a mi búsqueda: ¿qué les habían prometido, y quiénes, para hacerles sentir que les habían defraudado?
Muy pronto me vi haciendo muchas más cosas aparte de vigilar a Marcus, quien precisaba que le vigilaran muy poco, porque corría detrás de mí como un alegre y reluciente cachorrito. Encargaba comida de las tiendas, cocinaba, instruía al «boy», ayudaba a la enfermera con bombeos para sacar leche del pecho y alimentos nutritivos.
Soñaba despierta con rutilantes futuros, ninguno derivado de tener una buena instrucción. Mis fantasías eran de guapos amantes, héroes ambiguos, familiares a las lectoras de novelas románticas, todos ansiosos por llevarme a mágicas islas, costas y ciudades que yo conocía a través de los libros.
También escribía narraciones y las vendía a elegantes revistas de Sudáfrica. Cuando al cabo del tiempo me encontré algunas de aquellas narraciones en un cajón, tuve tal sofoco de vergüenza que no pude sino romperlas al momento. Yo había escrito para gustar al mercado. Y lo había conseguido. Pero más tarde no pude hacerlo, aunque necesitara desesperadamente el dinero.
Me sentí aliviada cuando los Edmonds dijeron que no podían tenerme por más tiempo. Se hablaba de una auténtica niñera inglesa, a la que pagaría la familia de ella. Más tarde se divorciaron. Recuerdo a aquella gente encantadora y a su hijito como si fueran unos niños encantadores.
Pasé tres meses con ellos. (Ahora el tiempo ya era el de los adultos, o mejor dicho, el tiempo de los primeros años de adulto, muy distinto del tiempo de la madurez, o de la vejez). Y luego un año en Salisbury capital. La familia ya era de segunda generación. El padre había sido un hombre del norte de Inglaterra, que había creado una de las empresas más conocidas del país. Con la acomodada hija se había casado, por dinero, un joven ingeniero pobre, un refugiado de la Depresión económica de Inglaterra. Se la consideraba poco atractiva, y vestía con ropa recatada y poco a la moda, y con el pelo recogido en una trenza alrededor de la cabeza. Distaba tanto de adecuarse a la moda que resultaba evidente que había decidido no competir en absoluto. Pero a menudo lanzaba una sonrisita que conseguía ser a un tiempo apreciativa e ingenua, y probablemente pensaba: «Tal vez no sea bonita, pero mira lo que he conseguido», mientras coqueteaba seriamente con su guapo marido. El hermano soltero vivía en la casa y dirigía la empresa familiar. Era católico y un dechado de convencionalismo. Fue en aquella casa donde, con ocasión de un largo acontecimiento de la realeza que se retransmitía por radio —creo que el casamiento de la princesa Marina—, este joven se pasó el día levantándose cada vez que sonaba el himno real, lo que significó una docena de veces, aunque allí no había nadie que pudiera controlarle, excepto su conciencia. Mofas por mi parte, o de «Tigger», mientras el marido cruzaba una mirada cómplice conmigo, pero al mismo tiempo pronunciaba alguna observación conformista destinada a afirmar su puesto en aquella casa tan temerosa de Dios, tan patriótica. Jasper (digamos) pagaba un alto precio por su futuro de seguridad. Se consideraba un intelectual y era el equivalente de mis padres y sus amigos antes de la guerra. Estaba bien informado sobre la marcha del mundo, con opiniones sólidas, que había que mostrar con cautela.
De repente, en una situación trivial, como siempre sucede con estas revelaciones, quizás mientras cambiaba unos pañales, comprendí que ya no me merecía los calificativos que se utilizaban para mí. «Una chica tan inteligente, que lee todos aquellos libros», y así sucesivamente. Me había visto envuelta en fantasiosas lecturas repetitivas, hacía mucho tiempo… o así parecía. Las saludables heroínas del Medio Oeste norteamericano habían dejado paso a las fáciles novelas populares que se escribieron con tanta abundancia en los años treinta, ayudas para la fantasía; pero lo que Jasper leía era harina de otro costal.
El libro que había conseguido mantenerme despierta era The Shape of Things to Come, de Wells, pero podía haber sido cualquier otro. Existía un mundo de ideas del que yo nada sabía, era una ignorante. Probablemente cualquiera de nosotros mira atrás y ve a una asustada criatura desmañada, forcejeando; ve también que las personas mayores se daban cuenta de la necesidad y eran amables. Jasper era poco halagador, directo y saludable. Puso a mi disposición los libros políticos y sociológicos que él encargaba a Inglaterra, ciertamente no de izquierdas, porque él no lo era, y me hizo conocer la colección Everyman’s Library. Por vez primera oí opiniones que tenían que tomarse con seriedad —es decir, no de un «chiflado»— sobre el problema de los nativos, en el sentido ilustrado de provecho para uno mismo. Cuando Jasper decía que debía alimentarse y educar y albergar propiamente a los nativos, porque a la larga los blancos se beneficiarían, exponía este punto de vista de forma suave y juiciosa, como si se le hubiera ocurrido a él mismo… no, según sabía yo por discusiones a solas con él, porque ardiera de impaciencia por la ineficacia del sistema. Así entraron ideas sediciosas en aquella familia años antes de que resultaran respetables.
Mi trabajo, en esta ocasión, consistía en ocuparme de otro bebé, que entonces contaba cuatro meses. En realidad era mi bebé. No suponía ningún problema. En aquellos tiempos a los bebés de clase media a los que no se les daba el pecho se les alimentaba con leche en polvo. El trabajo de preparar una botella con agua hirviendo a partir de un recipiente al vacío, enfriarla con agua hervida en otro, alimentar al bebé, enfajar al bebé, mientras las botellas lavadas se esterilizaban solas en una gran cacerola para la comida siguiente, era sencillo y rápido. Aquél era un bebé satisfecho y simpático. No lloraba, le encantaba que le abrazaran, y dormía durante toda la noche y parte del día. No era que la madre no quisiera a su bebé: estaba orgullosa de él. Sencillamente, no era maternal. Tampoco era hogareña. Secretamente yo estaba llena de mi desprecio, demasiado conocido y corrosivo, por el hecho de que ella podía haber estudiado en cualquier parte, pero no le había interesado. Tenía un título de economía doméstica de una universidad del norte de Inglaterra, y utilizaba los cuadernos de notas de sus clases para las comidas de la familia. Domingo: roast beef. Lunes: escalopes (de carne picada). Martes: estofado de buey. Miércoles: carne en gelatina. Jueves: pastel de bisté y riñones. Viernes: estofado de col. Sábado: tripas y cebollas. Ser ama de casa apenas resultaba arduo. Había cuatro personas de servicio: cocinero, criado, jardinero y «piccanin». Por la mañana se telefoneaba al colmado y a la carnicería con el pedido del día, y muy pronto aparecía un hombre en bicicleta con los productos. Jasper, a quien le gustaba comer, hacía humorísticas sugerencias, tales como: «Quizás podríamos alterar ligeramente el orden… ¿qué tal escalopes el sábado?». Ella acallaba sus impertinencias con tranquilas y maternales sonrisas, diciéndole: «Pero si es más fácil seguir el plan establecido».
Él no se quejaba. Ni en realidad me dijo nunca nada a mí, pero acabé encargándome de los pedidos y, a menudo, de cocinar, a pesar de que al cocinero no le gustaba que invadieran sus dominios. La señora de la casa se instalaba en su sofá de cretona y cosía una delicada costura. Confeccionaba floreadas faldas de pliegues, que llevaba con blusas bordadas húngaras, por aquel entonces muy baratas y favorecedoras. Hacía bragas y enaguas con seda y satén caros que provenían de tiendas de primera: ni hablar de barata seda «japo». «Bonito», decía su guapo marido, al sentarse a su lado entre retales de rosa y malva, la cabeza ladeada. Entonces, con una sonrisa conscientemente caprichosa, y una muy veloz mirada hacia mí, pasaba la mano por el cuello de ella, hacía que levantara sus bonitos ojos, azul flor con pestañas negras, para mirarlos hasta el fondo. «Tortolitos», murmuraba él. «¡Uniditos!» Por encima de sus suaves trenzas y de sus ojos, una vez más cerrados, me miraba entonces largo y tendido, mientras yo permanecía sentada en el otro sofá meciendo a su hijo. Nuestra relación era perfecta. Yo sabía que a él le habría encantado seducirme. Sabía que él no lo haría, mejor dicho, no podía. Mientras tanto, yo intentaba seducir a su cuñado. Se metía en mi cama casi todas las noches, a no ser que tuviera una reunión con los Rotary o una celebración masónica, o pronunciara una conferencia en calidad de… si no de prohombre de la ciudad, porque no llegaba a los treinta años, digamos de prohombre in pectore. Se acostaba a mi lado, como un hermano, permitiéndose ineptos besos de prueba. Yo no podía comprender por qué esto era moral, mientras que practicar el sexo no lo era. Me parecían poco convincentes las delicadas razones de su teología. El caso es que él era tibiamente sexuado. Durante el año en que yo estuve allí todo siguió igual, y yo me sentía cada vez más frustrada y furiosa. Jasper lo veía todo, y opinaba que, a su juicio, yo estaba perdiendo el tiempo. Esto significa que se ponía en duda la naturaleza de aquel hombre, no su moral.
Dos veces durante aquel año, me acompañó a la granja, donde disfrutó de que se le considerara un pretendiente en potencia… por parte de mi madre. Mi padre, más lúcido, dijo que era un tipo curioso.
Esta historia mía con el medio pretendiente tiene un fondo oculto, seguramente del gusto de los moralistas. Si cuando llegué por vez primera a aquella casa yo no conocía a nadie en Salisbury, cuando me fui tenía multitud de posibilidades alternativas. A menudo podemos ver que una chica elige estar con un hombre joven que seguramente le va a servir de muy poco, por lo menos en aquella área en la que ella parece estar más interesada. ¿Por qué es así? Ella se protege no sabiendo o sólo sabiendo a medias lo que hace.
Dos veces le arrastré a la jungla en noches de luz de luna, y admiro la ingenuidad de mis tentativas de seducción, que incluían métodos contraceptivos caseros, encontrados en algún libro de historia prestado por Jasper. Una vez más, se permitía besos y caricias, pero reservaba su virginidad para su esposa.
Mi otra actividad en aquella casa era confeccionar vestidos. Me pagaban cuatro libras esterlinas al mes. El problema era que, de la misma manera que un par de años antes yo era demasiado joven para la pandilla o la vida de grupo de los adolescentes de Umtali, ahora era demasiado joven para la escena de los adultos. Los vestidos que confeccioné eran elegantes, e inadecuados para mi vida de niñera… ni tan siquiera para la de una sirvienta. Mientras me zambullía, o nadaba, o chapoteaba por las aguas poco profundas del mar de los adultos, la señora de la casa, compasiva, me ofrecía lo que le sentaba bien a ella, flores y pliegues, y se sorprendía cuando no eran un éxito.
Y tenía otra ocupación. Los bebés, que en un principio duermen dieciocho horas al día como los gatos, se convierten asimismo en unos felinos plenamente despiertos, y se les queda corto el parque de juegos: precisan que los entretengas. Me llevaba al bebé al parque todas las tardes durante un par de horas, empujando el cochecito arriba y abajo, porque no quería quedarme sentada y pasar a formar parte de aquella escena de féminas con cochecitos y bebés. Me aburría. Muy pronto iba a estar empujando por el parque el cochecito de otros tres bebés, uno tras otro, los míos, y recuerdo aquellas tardes como la cumbre, el Himalaya, del tedio. El tiempo se arrastraba casi como se había arrastrado años antes. Mientras empujaba el cochecito, y parloteaba con el cariñoso bebé, escribía poesía mentalmente. Entraba en trance. En los años siguientes escribí mucha poesía, casi toda a partir de aquel estado de intensa, agradable melancolía, que es como una droga. Quizás sólo una media docena de aquellos poemas sea salvable.
Hasta que dejé aquella casa, me ocupaba de todo, cocinaba y era totalmente responsable del bebé. Devoré los libros de Jasper, mantuve conversaciones clandestinas con él sobre política y el problema de los nativos, y me pasé la mayor parte de las noches luchando contra la virginidad de mi plácido pretendiente.
Yo me encontraba en plena fiebre de anhelo erótico, que había seguido a las románticas fiebres de mi infancia.
Podría decir con toda sinceridad que pasé mi adolescencia en el trance sexual que tan bien describe Christina Stead en For Love Alone, probablemente la mejor novela entre las que se han escrito sobre una muchacha en su pubertad. Y así lo denomino yo también cuando pienso en el Amor.
Con la misma sinceridad podría decir que pasé mi infancia, adolescencia y juventud en el mundo de los libros. O, deambulando por la jungla, escuchando, y contemplando lo que pasaba. Aquí llegamos al meollo del problema del recuerdo. Cada vez que recordamos algo concreto, nos parece lo esencial de un determinado momento.
Mantengo la creencia de que a algunas muchachas deberían meterlas en la cama, a los catorce años, con un hombre que les llevara incluso diez años, para que este aprendizaje del amor acabe de una vez. Ya sé que se me podría decir: se pueden romper corazones, pero igualmente se rompen. ¿Hay algo en esta idea que no tenga en cuenta las realidades de la vida? ¿Como el colegio y los deberes? Pero este mentor amoroso ideal insistiría en que se hicieran los deberes, y en que la joven llevara una vida social adecuada, y… En algunas partes del mundo, por ejemplo en la India, era habitual en otro tiempo que los jóvenes de trece o catorce años se casaran, y luego los encerraran juntos, a veces durante meses. Presumiblemente nadie iba a la escuela, ni se esperaba que lo hiciera. Basta de teoría: esto es lo que tendría que haberme sucedido a mí. El problema no es la lujuria, un apetito satisfecho por un medio u otro, sino el anhelo erótico de posibilidades finalmente satisfechas, de transformación, de entrada en… (esto podría ser objeto de discusión). Este tipo de anhelo es como la añoranza. Es un tipo de añoranza, quizás, de pasados y no futuros paraísos. Es una enfermedad, que incapacita.
En verdad creo que los sueños y deseos no colmados de los padres afectan a los hijos. Estoy segura de que las frustraciones de mi padre me afectaron. Que él estuviera bloqueado en su naturaleza sexual no era ningún secreto, por lo menos para mí. No sólo porque se transparentaba en la forma melancólica en que hablaba de las mujeres que le habían atraído y hacia quienes sentía una cordialidad instantánea, en la forma pesarosa en que hablaba de hombres y mujeres que se habían casado con frías parejas, sino también porque en más de una ocasión me dijo cosas que dejaban clara su situación. Naturalmente, yo deseaba que no fuera así, a pesar de que me halagaba ser su confidente. Pero yo era demasiado joven para comentarios como el siguiente: «Sobre este asunto, tu madre ha sido muy clara». Ninguna muchacha, la rival de su madre, oirá esto sin una punzada de triunfo, pero yo lo lamentaba por ella, me identificaba con ella y, en consecuencia, entraba en conflicto. Y cuando mi madre se me confiaba, no quería oírlo. Enfermedad y cansancio, según parecía, hacían que el sexo resultara algo excesivo para ella. Lo que me decían en voz alta y lo que me contaban sin saberlo, junto con la sencilla deducción, creaban la imagen que yo me hacía de ellos, confirmada por una escenita que vi cuando contaba siete u ocho años. Noche. Como siempre, mi hermano y yo nos encontramos en las camas de nuestros padres cerca de la habitación de la parte delantera de la casa, puesto que de no ser así habría una amplia habitación entre la habitación de los padres, iluminada de noche, la nuestra, la gran habitación oscura bajo vigas, sólo alumbrada por el débil resplandor de la lamparilla de noche, que más tarde sería mi dormitorio. Estoy en la cama de mi padre, y mi hermano, que está dormido, en la de mi madre. Mi padre y mi madre entran juntos en la habitación. Ella apaga la lámpara cuidadosamente. Él la rodea con sus brazos y le hace dar la vuelta para verla de frente. Él es galante y tímido, como un muchacho… o como un hombre desairado. «Y ahora que los chicos ya son mayores, ¿no es hora de que cambiemos las cosas y mantengamos cerrada la puerta entre nuestra habitación y la de ellos?» Él la besa, y ella se ríe, pero ha apartado su cara y mira por encima del hombro a los dos niños en las camas de sus padres, a los que ella trasladará dormidos a sus camas en la habitación contigua. La puerta entre los dormitorios siempre se mantuvo abierta por la noche hasta que yo insistí en que se cerrara.
Mi padre estaba muy enfermo cuando llegó al pabellón de mi madre. Se pasó en cama más de un año. Casi murió. Luego sufrió una grave depresión. Mientras tanto el médico con quien mi madre había confiado en casarse se había ahogado. Cuando mis padres se casaron los dos estaban «aplastados», los dos «desanimados». Mi madre se quedó embarazada inmediatamente y fue un embarazo difícil. Luego tuvo que luchar con una niñita «imposible». Ninguna de estas cosas estimula a hacer el amor. Y luego nació su segundo hijo, el chico tan esperado. Creo que se enamoró de él. Es propio de mujeres. Lo he visto en varias ocasiones. Puede que quieran a sus maridos, todo sexo y besos y luego el Accidente, un bebé, niña o niño, y ella cae enamorada… entontecida, obsesionada. El marido, pobre, ¿quién es? Queda en la intemperie. Creo que mi madre siguió enamorada de su niñito hasta que él dijo, «No, no, no» y se apartó de ella, un niño magro, escurridizo, atlético, lacónico, a quien el pensionado le había enseñado frialdad, y que la llamaba Eme. Eme de Madre.
Es fácil decir, aquí tenemos a un hombre sensible y apasionado, casado con una mujer fría y sentimental. La verdad es que él era apasionado y ella sentimental, pero no deja de asombrarme. Por cosas que los dos dejaron escapar, sin saber lo que decían, parece que Marie Stopes fue una buena guía para el control de la natalidad, pero una muy pobre fuente de información sobre sexo.
No debió de ayudar mucho a mi padre saber que el corazón de ella latía aún por un joven médico ahogado. O que sobre su cama, durante toda su vida de casados, colgara un cuadro monstruosamente sentimental de dos almas inadecuadamente envueltas por la parte de arriba en un paisaje celestial al pastel con las palabras: «Adivina quién te sostiene. No la muerte, sino el amor».
No debió de ayudar mucho a mi madre haber cuidado durante meses a aquel hombre gravemente enfermo y mutilado.
En pocas palabras… pero suficientes: las pasiones de ella se canalizaron en sus hijos, las de él, en sueños. Sueños de amor. Pesadillas de guerra.
Relaciono esta pregunta —eso es lo que es— con un recuerdo. Estoy leyendo a Bernard Shaw, y él dice que la raza humana es demasiado sexuada. Debo de tener más de catorce años, porque soy consciente a cada instante de mi delicioso cuerpo, que me sienta tan bien como un vestido nuevo y deseado. Me siento ultrajada. Me siento furiosa. Me siento incómoda. Incluso en aquella época en la que sabía que mis reacciones estaban fuera de toda proporción. Me sentía como si Shaw me arrebatara algo a lo que tenía derecho. Pero éste era el espíritu del tiempo, puro extracto del Zeitgeist. Nadie me había prometido sexo, amor, como un derecho, como lo que me correspondía. No obstante ya había aprendido a definirme de esta manera. ¿De dónde había soplado este viento? ¿De quién? Puesto que durante toda mi vida, hasta muy recientemente, cuando el sida dijo no al sexo, el placer del sexo ya que viene al caso, ha sido un derecho… para todo el mundo. Pero ¿por qué?
Un amigo mío, un historiador, sabio e intelectual, me dijo en una ocasión: «Vuestro problema [se refería a Occidente] es que todo lo veis a través del sexo y la política. Son vuestros imperativos. E, incidentalmente, esto hace que sea casi imposible que comprendáis el pasado, en el que la gente tenía unas prioridades bastante distintas».