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Muy pronto, mucho antes de que yo pueda recordarlos, empezaron dos temas o corrientes que dominaron mi infancia.

Uno era el mundo de los sueños, que siempre me ha resultado familiar. Hasta llegar a los diez años aproximadamente, muy a menudo eran pesadillas. Algo muy frecuente en el caso de los niños. Pero yo llevaba a cabo rituales para evitarlos o hacerlos inofensivos. Había aprendido muy pronto que una pesadilla contiene un germen de algo cotidiano, una palabra, una frase, un sonido, un olor. Si se permitía que este momento —o sustancia— de excitación se deslizara por el sueño sin ser examinado, uno se encontraba indefenso. Pero se podía desarmar a aquellos enemigos. Cada noche antes de acostarme repasaba los incidentes del día, aquellos que parecían contener el material de potenciales pesadillas. Hacía pasar una y otra vez por mi cabeza incidentes cargados de emoción, hasta que parecían domados, inofensivos. Creo que ésta es la técnica utilizada para que la gente se familiarice con el miedo a las arañas o serpientes. Las arañas aparecían a veces en mis pesadillas, pero también existían en mi vida, por todas partes y en todo momento. Gritaba para que viniera mi padre y sacara de la habitación a algún negro monstruo con cuernos, o una gran araña cazadora, con manchas grises y pálidas, agazapada para confundirse con el yeso, que yo estaba segura de que me saltaría encima. Mi padre siempre venía, refunfuñando, exigiéndome que creciera de una vez. Pero arañas y serpientes eran lo de menos. Mi padre era peor, y yo sabía la razón. Las «cosquillas» de mis primeros años. En aquellos sueños, grandes manos me apretaban y pellizcaban las costillas y yo gritaba y me revolvía, y brutales y desalmadas caras se asomaban, no necesariamente la cara de mi padre, porque el hacedor de sueños se servía para sus fines de cualquier material que tuviera cerca: la cara de Mr Larter, o la de Mr MacDonald, que vivía al otro lado de la sierra. También había el sueño del pozo, que no puedo hacer concordar con un recuerdo concreto, y un muchacho con un palo. Las otras pesadillas eran las que tiene todo el mundo: la escalera que se nivela de repente y nos hace caer hacia atrás, o desemboca en el aire y nos hace salir despedidos hacia el vacío; los grandes peldaños o los pequeños del dormitorio procuraban material para este sueño.

Pero no son las historias de aquellos sueños —los argumentos— lo que me interesa, sino cómo aprendí a inmunizarlos, a despojarlos de peligro, repasando minuciosamente, una y otra vez, reduciendo aquel interminable día a algo parecido a una historia ilustrada cuyas páginas hojeamos cada vez más rápidamente. Y esto no sólo inmuniza, sino que acorta. Estaba aprendiendo a acortar el Tiempo… no, claro, los días aún se arrastraban, se arrastrarían aún durante años, pero yo podía reducir un día a unos pocos incidentes. Como todo el mundo, he sufrido ocasionales pesadillas a lo largo de toda mi vida, pero cuando ya fui adulta, muy pocas. La peor época fue la de los siete, ocho, nueve, diez años. Y por lo que sé, quizás antes.

El otro tema, o motivo recurrente, o… no, estas palabras contienen un sentido de continuidad y lo que subrayo aquí son aquellos momentos especiales, en que uno se siente vivo y plenamente lúcido, como si de repente le hubieran inyectado una sustancia cuyo efecto es que uno puede ver más claramente.

Uno de estos «momentos» valdría como ejemplo.

Salgo de la jungla, donde he estado sola, y me paro cuando veo a mis padres sentados uno al lado del otro, en dos sillas, delante de la casa. Por alguna razón, quizás por mis pensamientos en la jungla, los veo con gran claridad, aunque con los ojos de una niña: dos personas viejas, grises y cansadas. Aún no han cumplido los cincuenta. Ambas caras están ansiosas, tensas, llenas de preocupación, casi con toda seguridad por el dinero. Están sentados entre nubes de cigarrillo, e inhalan con fuerza humo y lo exhalan lentamente como si cada inhalación les dejara narcotizados. Allí están, juntos, pegados, retenidos allí por la pobreza y —mucho peor— por la secreta e inadmisible necesidad que proviene de lo más profundo de sus dos y distintas historias. Me parecen intolerables, patéticos, insoportables, es su indefensión lo que no puedo soportar. Me planto allí, una orgullosa niña inflexible que no perdona, que se dice a sí misma: no quiero. No quiero. No quiero ser así. Nunca voy a ser como ellos. Nunca me quedaré sentada llenándome de desagradable humo los pulmones, sosteniendo cigarrillos con dedos manchados de naranja. Recuerda este momento. Recuérdalo siempre. No te permitas olvidarlo. No seas como ellos.

Queriendo decir: nunca te dejes atrapar. En otras palabras, yo estaba rechazando la condición humana, siempre atrapada por las circunstancias.

Se dieron muchos momentos como éste a lo largo de toda mi infancia, las más poderosas influencias de mi vida.

No quiero. No quiero.

Y ahora, temas relativos al Convent. El primero tiene que ser la comida, porque ¿cómo se puede escribir sobre un pensionado y no hablar de lo que más obsesiona a los niños? La comida, en realidad, era mejor que la que habitualmente se da en los colegios, pero a nosotras nos parecía horrible, pesada, y llena de grasa y de gustos desconocidos. Era la comida alemana campesina de aquella época. Tomábamos espesas sopas harinosas sazonadas con alcaravea y a menudo vomitábamos después. Comíamos gruesas tajadas de carne rebozada con grasiento pan rallado, y pesados estofados con bolas de pasta hervida. Cuando las monjas de la cocina nos preparaban exquisiteces para los diversos días de fiesta, siempre solían ser tortitas empapadas en algún tipo de aceite, dentro de las cuales había pequeños rollos de papel grasiento que escondían minúsculos objetos sacros, como rosarios y cruces. Nunca nos daban fruta o ensaladas, y las verduras eran patatas y col excesivamente cocidas, también con gusto a alcaravea. Según las ideas en curso, esta dieta es la peor posible. Sobrevivimos. Mientras, las monjas nos reñían en cada comida por lo que dejábamos, por nuestro desprecio a los preciosos dones de Dios. Ahora sé que sus voces lacrimógenas se debían a lo que la comida representaba para ellas. Todas provenían de familias hambrientas, y en la época en que salí del Convent, la Depresión había empeorado aún más las condiciones de vida en Alemania. Por toda Alemania había cocinas para los pobres, colas para la comida, disturbios por comida, y allí estaban aquellas desagradecidas y malvadas criaturas. Tigger divertía a mamá y papá, hasta hacerlos llorar de la risa, con historias acerca de la comida.

En aquellos años llegó el cine sonoro y aunque las monjas lo detestaban, los padres insistieron en que los niños tenían que tener lo mejor de todo, y así, en largas procesiones, con nuestras chaquetas de alpaca marrón y camisas amarillas, con nuestros sombreros de paja con la cinta amarilla y marrón, nos dirigíamos al Bioscope. Vimos Rio Rita. Vimos Sonny Boy, de Al Jolson. De vez en cuando leo que los expertos dicen que los niños no se ven afectados por lo que ven en una pantalla. Después de Rio Rita, docenas de muchachas se sumergieron en las fantasías en las que tenían a John Boles y su bigote entre sus brazos. Después de Al Jolson, bebés enfermos y moribundos añadieron un intenso placer melancólico a los funerales de las monjas. Entonces no había filmes violentos como los que hoy pueden ver los niños, pero, caso de haber visto algo parecido sin duda hubiéramos fantaseado con matar a la monja del fuego del infierno. De haber tenido la oportunidad —y la información de cómo hacerlo— puedo fácilmente creer que habría fantaseado con la idea de matar a aquella mujer, y no habría dudado de que ella se lo «merecía», porque personificaba la crueldad y la matanza. Creo que fue Orwell quien dijo que no hay más loco que un intelectual, refiriéndose exactamente a esto, a este tipo de estupidez inteligente, surgida de la pura línea de lógica cerebral, sin ninguna relación con la experiencia. También llegó el jazz. Con el jazz que sonaba en un pequeño gramófono portátil con manecilla montado en la mesa del refectorio entré en contacto con la segunda influencia más importante de nuestra época.

Cielos azules me sonríen,

sólo cielos azules veo yo.

Tan triste es la música que, durante años, pensé que se trataba de cielos grises.

Velas rojas en el crepúsculo

Velas rojas en el mar

Triste, triste, triste.

A partir de esta emoción que inundaba el jardín del refectorio, escribí una obra shakespeariana en un acto, llena de belicosos reyes y reinas, que las monjas dijeron que era demasiado madura para ser mía, y también una composición muy corta, no más de un párrafo, sobre Eco, quien, cuando los que lo oían investigaban, era «sólo un muchacho cansado y tendido sobre las rocas». Lo que recuerdo es la intensa y placentera tristeza, la timidez de aquel «muchacho cansado». Mi madre dijo que era demasiado madura para ser mía. Pero hay que preguntarse, si una condensada épica feudal y el «muchacho cansado» eran demasiado maduros, ¿por qué no Bebe Daniels en brazos de John Boles y todas aquellas lágrimas kilométricas en las mejillas de Al Jolson?

Ya tenía diez años y era una muchacha mayor, y estaba preparado el escenario para todo tipo de crisis, no la menor de ellas un examen para el que recibía clases particulares, por haber faltado tanto al colegio. Estaba en el dormitorio de las mayores y había quedado atrás aquella gran habitación con sus veinticuatro camas e imágenes sangrientas. Era la parte vieja del convento, con tantas resonancias de lo antiguo —por lo menos de treinta años—, y los fantasmas eran lo de menos. Existían habitaciones más pequeñas y cada cama tenía una cortina, lo que significaba que, como en los aposentos de las monjas, junto a cada cama había largas presencias blancas. Aquellas cortinas de algodón blanco se suponía que debían correrse para ocultar la cama después de que nos metiéramos en ella. Si éramos católicas, dormiríamos con las manos cruzadas sobre el pecho, y en nuestros labios las palabras: «Madre Santa, si es voluntad vuestra que muera en el sueño, llevaos mi alma…» y así sucesivamente.

Mucho antes de que llegáramos a este dormitorio, nos instruían en el miedo. Preparábamos el escenario para todo tipo de fantasmas, monjas muertas, compañeras de clase muertas… ¿Qué tenían que ver los Idus de Marzo con un convento en medio de África? Pero eran las palabras, el chirriar y farfullar sobre mortajas, lo que resultaba irresistible. Fue en aquel lugar donde por primera y última vez en mi vida caminé en sueños. Los lavabos se hallaban al pie de unas empinadas escaleras que bajaban desde los dormitorios, y me desperté intentando subirme a las tazas, pensando que eran una cama. Subí corriendo las escaleras a oscuras hasta llegar a la oscuridad del dormitorio en el que brillaban tenuemente las formas blancas.

Mi madre me decía en cada carta que tenía que sacar buenas notas en aquel examen tan importante y escribía y telefoneaba a la tutora. «Tigger» estaba bajo control, y yo hacía payasadas y era respondona e «inteligente» con Mrs (creo) Baxter. Tenía un aspecto físico con el que me he tropezado muchas veces en mi vida: el de una mujer sana, rubia, pecosa, que supongo que me trae recuerdos de cierta calidez de mis primeros años, probablemente recuerdos de la mujer danesa, Mrs Taylor. A las cartas de mi madre, casi incoherentes por la ansiedad, respondía yo con alegres cartas «inteligentes».

Y luego, la liberación: cogimos la tiña, todas. Teníamos las extremidades llenas de hinchados círculos que picaban. Más tarde tuvimos piojos en el pelo… todas las chicas del dormitorio de las «mayores». Comparecieron los padres, venidos de todo Mashonaland, y sacaron a las chicas del colegio, yo entre ellas. ¡Piojos en el pelo de su hija!: para mi madre era la degradación suprema. Como enfermera, había tenido que tratar con niños de barrios pobres que tenían piojos en el pelo. Sabía que la pobreza y la suciedad provocaban piojos. Piojos arrastrándose por mi cuero cabelludo. Cuando me miraba el pelo en el espejo lo podía ver moverse, y por las mañanas los piojos se arrastraban por la almohada.

Mis piojos se curaron con parafina, remedio que mi madre había utilizado entre los pobres de Whitechapel. Había que peinarse el pelo con parafina, luego se mantenía una toalla apretada y al cabo de nada los piojos habían desaparecido. La parafina hace también que el pelo sea espeso y brillante.

Esta crisis de suciedad e insectos se produjo exactamente después de otra más seria. Pasé por una repentina conversión al catolicismo. Todas las chicas protestantes consideraban que tenía que ocurrir en algún momento: sabíamos que la Iglesia de Inglaterra y sus sanas costumbres no se podían comparar con las fantasmagóricas monjas, el agua bendita, las campanas, la Virgen María, así como las visitas de los curas de St George, el mismo colegio pero para los chicos, que reducían a las monjas a muchachitas nerviosas, cuando melosas manos masculinas con anillos se adelantaban para que las besaran. Las monjas hacían una genuflexión y se sonrojaban, y nosotras las chicas —también las protestantes, que habíamos suplicado que nos dejaran participar— nos sonrojábamos y proferíamos risitas seguidamente.

Mi conversión fue repentina y total. Es decir, podía parecer repentina, si no se tenían en cuenta los besos en el anillo y el atractivo del incienso y el canto de las agudas voces. Y la amorosa amabilidad de la hermana Antonia, porque ahora me resulta claro que yo no me desplazaba de la Iglesia Anglicana a la Católica, sino de la hermana Antonia a la Virgen. Pasaba cada minuto libre en la iglesia católica, al final de la calle, que entonces me parecía un alto e indefinido lugar lleno de misterio, pero, por encima de todo, estaba la estatua de la Virgen, y ante ella me arrodillaba suplicándole que aceptara mi amor, e intentando persuadirme de que la veía sonreírme. Me obligué a creerlo… casi. En el bolsillo de mi chaqueta había una botella llena de agua bendita, y me entrenaba para santiguarme y hacer una genuflexión cada vez que pasaba por delante de un Sagrado Corazón o de cualquier imagen o estatua de la Virgen. Mi fiebre de aquella época era como estar enamorada, un estado que yo conocía muy bien, pero era el cielo lo que daba vueltas a mi alrededor, lo que me hacía distraída y estúpida. Las monjas vieron el agua bendita en mi bolsillo y se preocuparon. Por favor, me suplicaron, ¿verdad que les diría a mis padres que no me habían presionado? Parecía algo irrelevante. Si la Verdad nos rodeaba por todas partes, en estatuas, imágenes, agua bendita, ¿cómo podían decir que había habido presión alguna?

Fui a casa para las vacaciones y mi madre vio el agua bendita y el rosario bajo mi almohada y estalló en reproches. Esto marcó el principio de un rechazo de mi madre, como un portazo. Me convocó para que me sentara con ella delante de la casa, colocó su silla frente a la mía, y empezó a contarme la historia de las fechorías realizadas por los católicos. La Inquisición figuraba como la maldad principal, pero citó otras, por ejemplo la manera en que los misioneros convirtieron a los africanos a su religión. Yo escuchaba, llena de frío desprecio por lo que consideraba irracionalidad enmascarada de virtud. Perdí la religión de un suspiro; el Cielo huyó de mí en las alas de la Razón, cuando le dije que todo lo que me decía podía aplicarse a los protestantes, que habían quemado a los católicos en la hoguera, de la misma manera que los católicos habían quemado a los protestantes. Los libros forrados con papel de envolver de la biblioteca del Convent no sólo contenían narraciones preventivas sobre los peligros de la magia negra, sino también historias de las fechorías de los protestantes. Yo me había convertido en una atea, pero lo que verdaderamente hice fue acabar con el conflicto de ser una protestante en una iglesia católica, con los interminables y ansiosos interrogatorios de mi padre y mi madre sobre si los católicos me habían «atrapado». Y ya no pude soportar mi angustioso amor por la Virgen, con su dulce e indiferente sonrisa. Después de anunciar que era una atea, inmediatamente me encontré con mil aliados, porque el ateísmo era una convicción —por no decir, autoconvicción— tan rígida como la religión. Yo era heredera de todas las virtudes de la Ilustración —aunque entonces no lo supiera— pero, igual que si lo hubiera sabido, empecé a despreciar sin mala conciencia a la gente religiosa por debilidad mental y cobardía moral.

Me habrían sacado del Convent en aquel momento, pero existía el problema de la beca y del examen; por lo tanto allí volví, y sólo pudieron rescatarme los piojos y la tiña, argumentos mucho más poderosos que la amenaza de mi alma.

¡Adiós, Convent! Adiós, monjas. Adiós a aquel examen al que no me presentaría y no podría aprobar. Adiós, adiós. Los largos cuatro años se plegaron y se colocaron en un estante de mi pensamiento etiquetado «Convent», un lugar que no visitaría hasta al cabo de muchos años, excepto en sueños, puesto que allí sólo me esperaba el pesar, el dolor, y —siempre— la incómoda incredulidad de que aquellas grises eternidades se pudieran describir con las palabras «cuatro años».

Qué pulcro, qué bien quedaría si yo ahora pudiera decir: Así fue, así acabaron mis encendidos sentimientos hacia mis padres, cuando entré en una prematura adolescencia. Pero lo que entonces tuvo lugar fue la disentería, y quienes no la han padecido nunca no podrán imaginar la intensidad de los resfriados intestinales, como el de unos picos que te torturan o el de unas manos que te retuercen. Mi hermano la pilló, y yacía acobardado y tembloroso. Mi padre la padeció, estoicamente, como es propio de un exsoldado. Yo la padecí, y lo mismo mi madre, pero ella nos cuidaba a todos y callaba su sufrimiento. En mi convalecencia, le supliqué: «Ven a abrazarme, ven a abrazarme». Ella había tenido amorosamente en brazos al tembloroso niño, pero ahora, sin tiempo para recuperarse, se volvía a reclamar a la agotada madre. Se tendió cuidadosamente, me pasó el brazo para que yo pudiera descansar mi cabeza en él, y dijo: «Ah, cariño, cariño, qué aspavientos». Y se durmió. Yo apenas respiraba, pensando: Quizás cuando despierte…, pero, tan sólo a unos centímetros de su cara, la vi tensa por el dolor y la preocupación. Y luego, cuando le dije mimosa: «Ven a abrazarme, ven a abrazarme», la oí lamentarse, imitándome con su leve tono de burla: «Ah, ah, ven a abrazarme». Tigger se hizo eco de ella, tomando el pelo a la niña enferma y su inoportunidad. «Ven a abrazarme» pasó a formar parte del repertorio de bromas familiares, y me salvó la vergüenza de recordar que muy recientemente había suplicado afecto.

Y ahora tenía largos meses por delante antes de ir al Instituto, meses de jungla, meses de granja, en los que aprendía una cosa nueva cada día.

Lo mejor era ocuparse de las gallinas cluecas. Me enseñaron a seleccionar sólo los huevos más grandes, reunirlos en una caja llena de paja en un lugar seguro, esperar a que una gallina quisiera empollar los huevos. En tiempo caluroso había una gallina clueca casi todos los días. Pero se la podía inducir con una cucharadita de jerez, a que se acercara hasta los huevos seleccionados. Cuando la gallina estaba a punto, se dirigía hacia el nido, sus pezuñas clavándose suavemente entre los huevos. Hundía su pico en la lata de agua colocada en un rincón de la gran caja. Agitaba sus plumas e inmediatamente estaba dispuesta a picotear tu mano investigadora. Varias veces al día la vigilaba: ¿tenía agua, parecía tranquila? ¿Cómo era el tiempo para una gallina agachada allí todo el día, toda la noche, sus orgullosos ojos en guardia? Una vez al día se la apartaba de los huevos, chillando, y se la estimulaba para que comiera grano esparcido por el lugar, estirara las patas, vaciara grandes salivazos de excrementos de su trasero plumoso. Mientras, yo rociaba con agua templada los huevos, para que les resultara más fácil a los polluelos abrirse paso. Ella volvía a toda prisa y me picoteaba. Y así, día tras día, de modo que pesaban cada vez más. Cuando ella daba la vuelta a los huevos, a veces volteaba con su pico un huevo insatisfactorio hasta dejarlo en el borde del nido, y entonces yo me lo llevaba y lo tiraba en la jungla, donde se rompía con el pesado ruido sordo de un huevo podrido. Catorce, quince huevos bajo las grandes gallinas de Rhode Island, y aún más bajo una negra Australorp, cuyas vellosas cavidades inferiores parecen lo bastante espaciosas para empollar tantos huevos como se quiera. En ocasiones había una gran agitación y cacareo en la parte trasera de la casa, y, tras acudir corriendo, me encontraba con que uno de los perros se había acercado demasiado o había un halcón instalado en un árbol cercano. No era insólito que una rata apareciera a hurtadillas en la oscuridad, o incluso una serpiente. En una ocasión se encontró a una gallina tendida y muerta, los huevos fríos y esparcidos. Una serpiente se había llevado dos o tres. Pero los perros que rondaban toda la noche, y los gatos que parecían saber todo lo que pasaba, eran un buen sistema de alarma.

Y así habían pasado ya dieciocho, diecinueve, veinte días… Me sentaba sosteniendo un huevo caliente con las dos manos, procurando ver si se había descascarillado, o me lo acercaba a la oreja. Podía oír al polluelo dar vueltas y moverse, y luego aparecía una minúscula mancha desmenuzada en la cáscara, y pasaba a ser una diminuta estrella, y el pico del polluelo, con la punta pálida y endurecida, surgía por el agujero. Y, pronto, el huevo se partía en dos, y salía el patético y feo pollito, con una mirada como de lagarto —la cabeza caída, las grandes garras inútiles—, pero al cabo de unos minutos se había secado, convertido en un ser adorable, acurrucado en la valla exterior de las plumas de su madre, chip, chip, mientras debajo de la gallina los polluelos aún no incubados golpeaban y se agitaban dentro de sus cáscaras. Ser adorable era un estado que le duraba un día aproximadamente, porque luego se le vería fibroso y grumoso durante las semanas de su crecimiento, hasta que se convertía en una hermosa bestia, como su madre, destinada a una vida de incubar huevos y sentarse, o, si era un pollo, con peores perspectivas, porque acabaría antes en el puchero. Ni siquiera un bien nutrido grupo de gallinas necesitaba más de un par de pollos.

Pero lo que aprendías era la exacta medición del tiempo de la naturaleza. Si se paralizaba el periodo de crecimiento, si por alguna razón los huevos se enfriaban, no había nada que hacer, nada de polluelos, sólo huevos podridos: tenían que ser tres semanas, tenían que ser veintiún días. Como cuando se prepara un pastel, la medición del tiempo lo era todo.

Una medición del tiempo de lo más precisa y misteriosa regulaba las varias existencias que corrían paralelas a las nuestras en la jungla. Entraba desde la oscuridad todas las noches después de la puesta del sol y se instalaba en la tela metálica que cubría una ventana. Yo mojaba mi dedo en melaza y lo pasaba por un agujero de la tela, y la mariposa se arrastraba hasta ella y, aferrándose con sus patitas, se daba un festín… durante varios minutos, durante media hora. Una mariposa grande y suave, de maravilloso color marrón, con antenas como plumas. Luego se iba para volver a su vida en la jungla. Todas las noches. Una visita que hacía latir más aprisa mi corazón de amor y gratitud. Solía esperarla, miraba el contorno de las alas en la luz amarilla que caía desde la ventana. Y luego, de repente… así son las cosas, no volvía más; se había acabado su tiempo por la razón que fuese.

O nos sentábamos todos delante de la casa, en la oscuridad, más allá de donde alcanzaba la luz de la lámpara, para contemplar la vida de las estrellas, para atrapar el momento en que las estrellas caídas dibujarían líneas en el cielo. Entonces la jungla parecía abarcarnos con su vida, y la casa retrocedía y bajaba, haciéndose pequeña bajo el gran horizonte. Del cercado provenían sonidos de tambores y en ocasiones voces. Si era la estación seca, ardían fuegos en las colinas y sierras arrastrándose por la oscuridad en largas cadenas brillantes. Si era la estación húmeda, el cielo solía resplandecer o vibrar por los relámpagos. Tengo recuerdos aislados —un ñu, una polilla o la cobra que se arrastró dentro del comedor y tuvimos que buscar detrás de una librería—, pero hubo años y años de noches. «¿Sacamos las sillas fuera?», preguntaba mi padre. «Bueno, no olvides que tienen que irse a la cama», decía mi madre. Pero cuando nos encontrábamos fuera, bajo las estrellas y la luna, la insistencia de que debíamos ir a la cama perdía fuerza. Mi hermano se quedaba a veces dormido en su hamaca y había que despertarlo, y se levantaba frotándose los ojos y bostezando. En ocasiones, cuando me habían mandado a la cama, me deslizaba cautelosamente hacia la zona en sombras del exterior, mis manos sobre las cabezas de los perros, diciéndoles que permanecieran en silencio, y me quedaba mirando a mis padres en sus sillas bajas, mientras contemplaban la noche y fumaban, sus cigarrillos con un destello rojo, luego apagados, de nuevo encendidos. Bajaban la voz debido a la jungla y sus animales, debido a las chotacabras y las lechuzas. «Dios mío, querida», exclamaba a veces mi padre, con voz apasionada e incrédula, «esto, en fin, lo compensa todo, ¿no te parece?»

«Supongo que sí», asentía ella, pero suspiraba.

Aprendí a conducir durante aquellas vacaciones, porque mi padre nunca se sintió cómodo conduciendo con su extraña pierna, y mi hermano no siempre estaba allí. A los once años yo ya conducía. Todos los muchachos de las granjas conducían, pero no las muchachas. Un muchacho de tan sólo diez u once años podía conducir hasta otra granja con una pieza de un arado, un saco de harina, o un regalo de fruta, y si se daba el caso de que un policía del campamento de Banket se encontraba en el camino, montado en su caballo o en una motocicleta, no prestaba atención. Todo el mundo sabía que los hijos de los granjeros a menudo eran tan útiles a sus padres como sus ayudantes asiduos.

Mi padre aún no se había convertido en un enfermo y la esperanza mantenía optimista a la familia. Aunque no fuera el maíz o el tabaco —puesto que el tabaco había resultado ser menos rentable de lo que prometía—, alguna que otra de las cosechas podía subir de precio, como había sucedido con el maíz durante la guerra. Girasoles y cacahuetes, mijo y algodón, seguramente alguno de ellos tendría éxito. Mientras tanto, mi madre se quejaba de que estaba cultivando comida para pájaros y animales. Cuando las cabezas de girasol estaban maduras, los grandes pájaros removían las brillantes semillas negras con sus garras, y cada una de las enormes superficies ladeadas mostraban agujeros en las apretadas hileras de semillas. Los pájaros pequeños se agrupaban arriba y abajo de las plantas de mijo. Los cerdos extraían los cacahuetes del suelo. Pero no importaba, algo saldría bien. Repentinos golpes de suerte, ganancias inesperadas, la lotería, o una gomella en la que aparecía gran cantidad de oro en vez de lo poco que habitualmente encontrábamos; los dones de la fortuna aún no dominaban totalmente las conversaciones familiares, aunque muy pronto lo harían. Yo ya había aprendido a no escuchar, y también mi hermano. Solíamos intercambiar una sonrisa cuando la conversación versaba sobre «volver a la patria, a Inglaterra» donde empezaría la auténtica vida. Mientras, la Depresión empeoraba allí, y se hacía más profunda también aquí, y ansiosos jóvenes y magros hombres blancos seguían apareciendo por las granjas, a pie, para pedir trabajo, y nos llegaban cartas de mujeres suplicando que se les permitiera cuidar niños o venir una vez a la semana para la costura. Estas visitas y cartas surgían de un nivel extremo de pobreza. ¿Cómo íbamos a regresar a Inglaterra en plena Depresión? Era absurdo, y lo sabíamos. Pero esto no les impedía soñar despiertos. Soñaban despiertos, y en voz alta, respecto a la Patria, y Harry y yo sonreíamos y nos escapábamos a la jungla.

Se supone que la pobreza significa que uno no tiene crédito. Sin embargo todos los granjeros vivían de préstamos del Land Bank. Cuando nos encontrábamos en Salisbury nos dirigíamos al Land Bank; los niños nos quedábamos en el coche, revolviéndonos en los asientos traseros, eternamente, mientras los padres entraban para negociar un nuevo préstamo. Seguíamos cultivando sólo porque aquellos préstamos se nos renovaban, para reducirse luego en cada estación, y más tarde llegar al estadio anterior. Los granjeros blancos eran, más que ningún otro tipo de colono, la Civilización Blanca, y tenían que ser unos granjeros pésimos como para no obtener crédito. Pocos de los colonos poseían capital. Mi padre decía que su auténtico capital habían sido las trincheras y su pierna perdida: la pequeña suma de capital, 1.000 libras esterlinas, que se llevó consigo, no había durado mucho. Pero «ellos» se lo pensarían dos veces, decía él, antes de arruinar a un mutilado de guerra.

Ser pobre significaba que siempre estábamos en deuda con Dardagan, en el almacén de Banket. Significaba que mi padre protestaba cuando mi madre adquiría algo innecesario, como mermelada inglesa. Significaba que en Navidad el «regalo» que nos llegaba de Dardagan era una lata de galletas pasadas y una botella de jerez, mientras que los granjeros ricos como los Larter recibían una botella de whisky, cajas de bombones. Ser pobre significaba que mi madre cosía todo lo que llevábamos, incluyendo las camisas para la jungla de mi padre, y que escribíamos para que nos mandaran los zapatos que se anunciaban en los catálogos de nuestro país, Lilley & Skinner, Dolcis, mientras que los niños llevábamos zapatos hechos de cuero de vaca. Ser pobre significaba que los medicamentos (y la familia consumía muchos) se compraban a partir de un catálogo en el que los medicamentos corrientes como la aspirina, o el equivalente entonces de las vitaminas, como fosfato de cal o el Parish’s Chemical Food, se identificaban mediante números, no con marcas reconocidas, que costaban diez veces más. Ser pobre, en fin… era el ambiente en el que uno vivía, pero yo ya sabía que éramos afortunados. En el Convent, cuando salía para pasar el día fuera con una amiga, Mona, con el permiso poco convencido de mis padres, su padre, un hombre triste, fanfarrón y pesaroso, nos dejaba constantemente fuera de los bares donde él entraba para un tomar un trago más, volvía luego y decía: «Ah, aquí están mis muchachitas» y desaparecía de nuevo, para volver al cabo de un rato tambaleante, animado… y desgraciado. Aquello sí era pobreza y yo lo sabía. Mona no dejaba de decir que él había perdido su trabajo y que ella deseaba que él no bebiera, porque no podían pagar las facturas de comida.

La pobreza era el rápido deterioro de la casa, donde el piano, las alfombras persas, el jarro y la jofaina de cobre, la plata, los cuadros, ya parecían pertenecer a otra casa, a otro mundo.

A principios de los años treinta, todas las conversaciones en las terrazas de las granjas se referían a la Depresión, la caída de los precios, malas épocas, quiebras. Pero ninguno de los granjeros de nuestro entorno quebró. Los nietos de algunos de ellos aún cultivan allí y viven en las mismas casas, aunque más grandes y más elegantes, y se les conoce como los granjeros de «alta tecnología». Banket es la región de la «alta tecnología».

Durante toda nuestra infancia, Harry y yo fuimos de visita por la región, a pie o en nuestras bicicletas. La casa de los Matthews, los más cercanos, era visible desde la nuestra. Componían la familia el Gran Bob Matthews y la Pequeña Mrs Matthews, y Bobby Matthews, mucho mayor que nosotros y ya trabajando con su padre durante las vacaciones. En las regiones agrícolas, donde no se pueden elegir los vecinos, uno no puede permitirse el lujo de que no le guste éste o aquél, hay que entenderse, la vida consiste en dar y recibir. Pero la realidad era que a mis padres no les gustaba Bob Matthews. Ni a nosotros, los niños: quien nos gustaba era la pequeña Mrs Matthews, que telefoneaba para tentarnos con ir a tomar el té, un té escocés, con veinte pasteles distintos por lo menos, galletas, bollos, hojaldres, tortas, lo suficiente para que constituyera una verdadera fiesta. Siempre estaba sola, sus hombres en los campos. Sola y solitaria, como la mayoría de las esposas de granjeros. Pero nosotros no lo entendíamos, pensábamos que sus súplicas para que nos quedáramos un poco más, por qué debéis iros tan pronto, volved mañana… eran pura cortesía. La escuchábamos hablar y hablar, con su dulce voz escocesa, de su lejana infancia en Escocia, de cómo conoció al Gran Bob, un policía que estaba de ronda, de cómo se casó con él… y aún la puedo oír ahora, con todo su encanto, aunque hablaba de algo que nos era muy remoto. Y pronto, nos inventamos excusas cuando nos llamaba.

Los Whitehead hacía tiempo que se habían ido de la Mina Mandora. ¿Dónde? ¿Quién lo sabía? ¿A quién le importaba? La gente llegaba y se iba. Había un nuevo encargado de la mina, un lugar que Harry y yo visitábamos para ver los moldes mineros en acción, con la mena del mineral lavado con agua a través de limos. Un lugar caluroso, polvoriento, de olor ácido, con una oficina minera en la que un estante contenía ejemplares de trozos de roca de escollos de toda la Región. Harry y yo llevábamos alguno en ocasiones, y siempre nos decían: «No, esto sólo es oro falso, sólo son piritas». O: «No es un mal pedazo de roca desde luego. Hay un grano de auténtico oro aquí. Decidle a vuestro papá que recoja muestras de ésta».

A pocos pasos, pasada la mina, estaba la casa de los MacDonald, que tenían tres hijos, una de ellas Norah. Juntas hacíamos las cosas típicas de niñas, la una dejaba a la otra probarse su ropa y nos enseñábamos un nuevo plato de comida.

El viejo McAuley dirigía la Mina Ayreshire. Le utilicé en una narración titulada The Antheap. Sobre McAuley no inventé nada, pero el encargado y su mujer del relato surgen de otra mina, de otra región, de una historia que me contaron sobre un peón borracho y la mujer del encargado que le daba órdenes. Mr McAuley era un solitario, a pesar de que tenía hijos de color por el recinto. Le encantaba tenernos allí. Su casa era una choza de dos habitaciones bajo un tejado de hierro, y era terriblemente calurosa. Se alimentaba de buey grasiento y patatas hervidas. Era un hombre muy rico. Junto a su cama estaba Sin novedad en el frente, con los trozos obscenos subrayados. Mi padre desaprobaba profundamente a Mr McAuley, porque estafaba a sus trabajadores, empleaba a delincuentes de todas partes y no reconocía a sus hijos bastardos. Esto no impedía que los dos hombres se pasaran horas hablando de las trincheras.

El otro hombre muy rico de la región era Mr Muirhead, un fontanero australiano que llegó a Rhodesia del Sur porque era errabundo por naturaleza, y compró la tierra cerca de Salisbury que con el tiempo coincidió con el trayecto del tren Salisbury-Umtali. Compró una granja en Banket y contrató a los MacDonald para que trabajaran para él. Era vegetariano, sólo comía pan y verduras hervidas. Leía la Biblia y revistas de salud. A los noventa años podía subirse hasta el tejado de hierro ondulado de su pequeña cabaña de ladrillo para reparar una gotera. También contrajo malaria, porque no creía en medicinas, y mi madre atravesó a pie la jungla para cuidarle. Por aquel camino había un par de cobras amarillas, que Harry y yo habíamos visto allí. Mi madre se metió el revólver militar de mi padre, con el que despachar serpientes inoportunas, en su gran bolsa de cretona con asas de concha de tortuga, y se adentró en la jungla. Ya en la casa, encontró en la papelera sobres sin abrir que contenían cheques, y le riñó: «Si usted no precisa este dinero, Mr Muirhead, le puedo facilitar una lista de sociedades benéficas». «Sucio lucro, Mistress Tayler», le respondió a gritos, «es sucio lucro, así lo dice el Buen Libro». Correspondía a Mrs MacDonald vigilar a Mr Muirhead, pero era perezosa y, en cualquier caso, la familia se quejaba día y noche del sueldo que les pagaba Mr Muirhead. Mi madre sugirió a Mrs MacDonald, que si era agradable con Mr Muirhead, él quizás se portara bien con ella. Pero Mrs MacDonald no iba a rebajarse a vaciar sus orines, no por lo que les pagaba. Mr Muirhead no contrató ningún «criado»… quería ser independiente. Era un callejón sin salida. Mientras tanto, los MacDonald decían que mi madre se preocupaba por Mr Muirhead porque confiaba en que la tuviera presente en su testamento. ¿Por qué iba a hacerlo, si no? Mr Muirhead se compró uno de los primeros Packard y en él se iba a todo gas hacia Salisbury: un hombre pequeño como un gnomo, oteando por encima del volante. A veces mi padre le pedía que le subiera y protestaba cuando el anciano se lanzaba a ciento veinte por los duros y polvorientos caminos. «Me reuniré con mi buen Dios cuando llegue la hora», vociferaba Mr Muirhead, que era sordo. «¿Pero es su hora la misma que la mía?», respondía a gritos mi padre.

A diferencia de Mr McAuley, a Mr Muirhead no le gustaba demasiado que nosotros, los niños, apareciéramos, esperando a que se nos invitara a sentarnos a la sucia mesa de su cocina para tomar té y charlar. Sus ojitos grises nos miraban con suspicacia. «¿Qué me envía hoy Mrs Tayler?, ¡mostrádmelo, mostrádmelo!» Porque ella le mandaba verduras de su exuberante huerto e, incluso, flores. Pero Mr Muirhead no les encontraba sentido a las flores.

La granja de los Dodd se encontraba cerca de la estación de Banket, y había cuatro hijos. Mrs Dodd era una amable mujer menuda, como Mrs Matthews, pero Mr Dodd era un hombre delgado, de aspecto intelectual, que se movía por la granja con sus cuatro hijos, todos ellos ayudantes suyos desde los seis años más o menos. Mrs Dodd había suspirado por una niña, pero Mr Dodd había dicho en presencia de los cuatro: «Vamos, querida, ya basta, no nos lo podemos permitir». Harry pasó a formar parte de inmediato del grupo exclusivamente masculino cuando los visitábamos, pero en ocasiones yo iba sola, y me pasaba el día junto a Mrs Dodd en la terraza, mientras ella se interesaba por mis cosas y sonreía amablemente y suspiraba, y suspiraba, y me acercaba otro pastelillo de mermelada, uno más, venga, un trozo de pastel más.

Los Colborne también vivían cerca de la estación. Mrs Colborne era una mujer delgada, seria, seca que, se quejaba mi padre, le metía dentro el temor de Dios. La verdad es que ella asustaba a su marido, un tipo gordo y alocado que bromeaba para defenderse. Mi madre y Mrs Colborne fueron amigas hasta que murió mi madre, dos mujeres inteligentes cuyas vidas no les permitieron utilizar sus talentos. Anne Colborne tenía que haber sido mi amiga, de la misma manera que Dick lo era de mi hermano, pero era una niñita educada y sumisa. Es probable que la triste niñita que vivía muy escondida bajo la máscara de «Tigger» y la asustada niñita que estoy segura de que vivía bajo aquellas formas obedientes se habrían entendido, si hubieran tenido la oportunidad de conocerse.

Con los Colborne intercambiábamos libros y revistas.

Ambas familias vivían lo bastante lejos como para precisar el ritual de ir a pasar el día: «Venid a pasar el día y quedaos a cenar».

Los Livingstone eran el capitán Livingstone, con su pata de palo, Mrs Livingstone, la esposa del capitán, y Master Livingstone, el hijo del capitán. Vivían en una gran casa de piedra que daba a una bella y agreste vista de los Umwukness, con sus cristalinas luces y distancias. Los tres eran gente apagada y educada, cada uno vivía dentro de una membrana invisible que contenía un espeso aire gris, que les hacía perder luz y los empequeñecía. Ingleses. Eran la gente inglesa «agradable» por la que mi madre suspiraba, pero, en realidad, le parecían demasiado buenos para ser reales. Utilicé al hombre y a la mujer, no al hijo, en una narración titulada The De Wets Come to Kloof Grange.

Los Shattock vivían en una casa que consistía en una media docena de rondavels entrelazados por pérgolas cubiertas de buganvilla, en el límite de un río que discurría a gran profundidad; cuando llovía río arriba, bajaba el agua rugiente hasta darse contra una pared de tres metros de altura. Por toda la casa había fotografías del bebé que se había ahogado. La familia había tenido su ración de desgracia. Había dos chicos, Jim y Nick. Nick era, según decían constantemente sus padres, tan bello como un ángel, e idéntico al bebé ahogado. Más adelante moriría en la guerra. Leonard Shattock, un hombre alto y quemado por el sol, lleno de incesante energía, murió repentinamente de bilharziosis. Nancy Shattock se fue a Inglaterra para hacerse monja de una orden contemplativa. Estuve locamente enamorada de Jim durante unos dos años. Pocas experiencias en mi vida han sido más eróticas que la de aquella vez en que, después de que los cuatro niños hubiéramos pasado una mañana trepando y moviéndonos por las kopjes cerca del río, Jim se plantó frente a mí, sus grandes ojos grises mirándome con fijeza, y suave, deliberada y lentamente fue quitándome, de la muselina que cubría mi reciente y aún cohibido pecho izquierdo, unas gruesas semillas, mientras yo me obligaba a devolverle la mirada, sin apenas respirar.

Después de que «pasáramos el día», volvíamos a casa en el viejo Overland a través de la oscura jungla, llena de animales.

Teníamos que parar con mucha frecuencia, porque unos ojos verdes o amarillos nos devolvían llameantes miradas y se apagaban como luces cuando el animal se daba vuelta y corría a adentrarse en la jungla: un ñu, un búbalo, una gacela, un gato montes. O bien un árbol junto al camino podía iluminarse con verdes luces de cuentos de hadas, y unos animalitos se sujetaban de las ramas y observaban nuestro paso. En una ocasión vi cebras. Se suponía que las cebras habían abandonado la región y cuando dije: «Paremos, hay una cebra», dijeron, «Tonterías». Pero sí que había cebras, cuyas rayas brillaban cuando las luces del coche les pasaban por encima. Probablemente estaban trasladándose de lugar, de camino al norte, lejos de las nuevas granjas. En 1992, me paré en la jungla y allí había excrementos de elefante a mis pies. «Ah, sí, pasaron por aquí hace poco. La sequía, ya sabe».

A una distancia que podía recorrerse en bicicleta también estaban los Watkins. Mr Watkins era otro de aquellos hombres delgados, dinámicos, casi negros por el sol, que luchaban por sobrevivir. Mrs Watkins era delgada, con el pelo rubio como de paja y ojos azules ardientes de convicción religiosa, que era miembro de la Ciencia Cristiana. Perdía hijos constantemente. Cada vez que Mr Watkins telefoneaba a mi madre, frenético por la ansiedad, y ella se dirigía allí se encontraba a su paciente moribunda por la pérdida de sangre y por negarse a tomar las medicinas. La enfermera McVeagh no perdía el tiempo con tonterías, sino que la metía en el coche y se dirigía con ella al hospital de Sinoia. Allí le salvaban la vida, y volvía de nuevo a casa, pálida y anémica. Los cuatro se sentaban en nuestra terraza. Mi madre se mostraba paciente e irónica; mi padre, irritable; Lyall Watkins, infeliz por la preocupación, y Mrs Watkins amargamente acusadora. «No debías, no debías, ¡va contra mi religión!» «Bien, querida, estás viva y no lo estarías», dice mi madre, razonablemente. «Sí, podías haber muerto y ¿qué me dices de nuestro bebé?», dice su marido. Esto tuvo lugar en más de una ocasión. Yo me inspiré en su seco pelo de paja para el personaje de Mary Turner en Canta la hierba (The Grass is Singing).

Los vecinos a los que mejor recuerdo eran los Larter, a seis kilómetros: los Cyril Larter, puesto que había un hermano. Ciryl Larter era un hombre bajo, fuerte, con el pelo al cepillo, de fríos ojos azules y dientes siempre a la vista debido a la mueca sarcástica que se dibujaba en su rostro. Me daba miedo. Era, de todos los granjeros de la Región, que no se distinguían precisamente por su amabilidad, el más brutal con «sus» nativos. Y estaba orgulloso por ello. Siempre tenía algún incidente que contar respecto a su habilidad para el manejo de su mano de obra, mientras sus fríos ojos miraban en busca de reacciones. Fue él quien tuvo atado a un criado durante todo un día para que confesara el robo de cierto jabón, le pegó y, cuando el hombre se quejó diciendo que según la ley sólo la policía podía pegar a un trabajador, le ató al coche y le hizo correr detrás hasta la comisaría de policía de Sinoia. Siempre sacaba a colación alguna historia para sorprender a mi padre, y luego se daba la vuelta, sonriendo con su mueca. Llevaba consigo un sjambok, un látigo de cuero de rinoceronte que ya pertenecía al pasado. Cyril Larter era un prototipo —una especie—, un género. Se esparcían por las granjas y las minas por toda África del Sur. Se definían a sí mismos por su dureza con sus trabajadores negros. Nunca se les ocurría avergonzarse de ello. Podían ser justos, en el sentido de que pagaban los salarios regularmente y seguían la ley al pie de la letra, o podían ser injustos. Pero siempre eran brutales. Es probable que sus propias experiencias infantiles los hicieran así. Éste era un tipo europeo, no sólo británico.

Mrs Larter era un alma buena que, al advertir que mi madre y yo no nos llevábamos bien, me invitaba a su casa, durante días en ocasiones. Me daba una amplia habitación y nunca entraba en ella. Mi madre no comprendía que los hijos precisaran tener una vida privada. Solía irrumpir de repente en mi habitación, a cualquier hora del día o de la noche, no necesariamente porque sintiera curiosidad, sino de camino a alguna parte. A mitad de la habitación podía fruncir el entrecejo, algo en su repleta agenda le pasaba por la cabeza, y se paraba. ¿Había parafina en la lámpara de la pared, cerillas junto a la vela? ¿Me había cambiado las bragas aquel día? Recogía prendas de la cama vacía, las examinaba, me inspeccionaba el cuello o las manos, decía: «Te echarás a perder la vista leyendo a la luz de la vela», y volvía a salir a grandes pasos, perseguida por demonios y furias de preocupación.

Yo me sentaba con Mrs Larter en la galería y comentábamos lo que yo estaba leyendo… melancólicamente, puesto que ella no era una mujer con estudios, aunque le habría gustado serlo. Me confeccionaba vestidos apropiados para mi edad. Cuando yo me pasaba horas pululando por la gran presa, contemplando los pájaros de agua mecerse en las olas junto a mí, los halcones en el cielo, ella nunca me lo prohibía, y me tranquilizaba diciéndome: «La bilharzia precisa agua corriente». Y no se lo contaba a mi madre, que se hubiera puesto frenética. Era inconmensurablemente amable. Los niños o la gente joven que son desgraciados pueden sobrevivir aunque sólo haya una persona amable como Alice Larter de quien ser amiga. Pienso en ella a menudo. Sí, también ella se sentía sola; ¿cómo no iba a sentirse sola aquella alma buena casada con un alma brutal?

A un par de kilómetros de los Cyril Larter estaban los Latty. Ella era una alta y delgada criatura, esbelta, como las modelos de los libros de modas. Vestía con trajes largos, ondulantes y livianos, que ella misma se confeccionaba. Con frecuencia sus mangas eran mangas «abombadas»; la mitad de la manga estaba hecha del tejido del vestido, pero la otra mitad de organdí, cuya dureza transparente formaba una burbuja coloreada donde se podía ver entonces, tentador, un bello brazo. Resultaba evidente que consideraba a nuestros granjeros y a sus esposas aburridos y anticuados, pero organizaba bonitas fiestas y servía comida desconocida para nosotros. Tenía un nene de corta edad y ésta era la razón por la que yo no podía apartarme de ella. Lo adoraba, lo quería a morir, sólo deseaba mecerlo y tenerlo en brazos, como si fuera… no, no mi propio nene, en absoluto… era mi nene-hermano una vez más. A partir de recuerdos de este niñito soy capaz de deducir la fuerza de mi pasión por el pequeño Harry. Durante toda mi vida ha habido momentos en que me dolían los brazos, anhelaban sostener a un niñito, y eran los brazos de una niñita que quería a su nene-hermano. El Harry adulto no recordaba nuestro cariño de los primeros años.

La granja Latty también tuvo mala suerte. El hermano mayor, un guapo niñito, tuvo diabetes. «¡Puede morir en cualquier momento!», sollozaba Mrs Latty cuando telefoneaba a una granja tras otra, como si esperara que alguien, en alguna parte, pudiera tener una respuesta. Sucedía exactamente antes de que se descubriera la insulina y el niño, en efecto, murió. Y Mr Latty murió poco tiempo después creo que de fiebre palúdica. Mrs Latty volvió a Inglaterra, a la patria.

De esta época de mi vida provienen las narraciones Old John’s Place, The New Man, y Getting offthe Altitude.

Toda aquella gente tan distinta, que tenía tan poco en común, regulaba los asuntos de la región desde las terrazas, una «actividad informal» como la denominan los sociólogos, puesto que yo no recuerdo que se convocara ninguna reunión para discutir el delito de un vecino sobre un cercado, o los daños provocados por un incendio de la jungla. También hablaban de política siempre que se reunían, o por teléfono, y esto significaba hablar o bien del Problema de los Nativos, o bien de la Compañía… Lonrho. La Compañía era propietaria de granjas y minas, representaba los Grandes Negocios y era odiada por los ciudadanos, que se habrían quedado sorprendidos de haber sabido que compartían puntos de vista con los socialistas. De un extremo de Rhodesia del Sur al otro, en cualquier momento, uno de estos dos temas, o ambos a la vez, estaban siendo discutidos. También había frecuentes reuniones políticas, a los que acudía la Región en pleno. El Ayuntamiento de Banket no era lo bastante grande, y por eso el político que nos visitaba se instalaba sobre una plataforma hecha de cajas de gasolina montada en la terraza del Dardagan, y se dirigía a 200 o 300 personas que le escuchaban de pie. Detrás de esta multitud blanca podían encontrarse algunos nativos, pero se suponía que el mitin no les concernía.

El parlamentario por Lomagundi era el mayor Lewis Hastings, que había formado parte del primer gabinete de la colonia, con el primer ministro Coghlan. Era famoso por su oratoria. Y famoso por sus historias sentimentales, posiblemente porque escribía poemas no muy distintos a los de Rupert Brooke y buena parte de ellos eran poemas de amor. Era muy guapo, como un león. Y un dandy, con un amago de pavoneo militar, pero esto lo utilizaba como un efecto teatral. Se erguía cómodo en su plataforma de orador y distraía a los granjeros y sus esposas y sus hijos con charlas dignas de publicación, aderezadas con latín y griego. La multitud se repartía por el polvo rojo, los hombres con sus caqui, las mujeres con sus mejores vestidos, los niños detrás de él en la terraza, mientras los carros de bueyes pasaban mugiendo de camino a la estación, y el mayor Hastings decía (estaba hablando de la Política Nativa, pero no hay que imaginar que la desaprobara): «Volenti non fit injuria, que significa, como ustedes saben, “No se hace ningún mal a quien consiente”». Y todos se reían, pero dejando entrever que mediante este tipo de cosas no les seducirían para que aprobaran la política del gobierno. El mayor Hastings quería demasiado a su público para despreciarlo, pero al primer ministro doctor Huggins, que venía con menor frecuencia, se le veía al límite de dominar su irritación. Detestaba los apretones de mano y las caricias a los niños. El mayor Hastings lo hacía con un toque de parodia y su sonrisa nos invitaba a todos a compartir con él su estilo, su arrojo. ¿Cómo no iban las esposas a enamorarse de él? Por no mencionar a las hijas. Hay hombres que —con tan sólo un segundo de indecencia, con tan sólo una mirada—, quizás sin ni siquiera intentarlo, prometen a una adolescente que un día también ella será miembro de la masonería del amor. Por lo que se refiere al doctor Huggins, abandonaba precipitadamente el lugar cuando se había acabado un mitin, y no nos invitaba a votarle. Pero, ¿quién en realidad siguió de primer ministro, año tras año, y acabó siendo lord Malvern? ¿Y acaso no se hablaba de su partido, sencillamente, como el partido de «Huggins»?

Fue durante aquel año entre los dos colegios, cuando empecé con la obsesión por irme de casa, y ¿cómo no iba a suponer un conflicto, siendo como era la granja el lugar del que yo formaba parte? Pero tenía que alejarme. Siempre bromeaba con escaparme y las bromas me servían de consuelo. Me rescató una costumbre del país, más institucionalizada incluso que la de «ir a pasar el día»; la gente iba a pasar fuera más de un día, un par de semanas, un mes, por razones que Jane Austen habría comprendido, o Tolstoi: por las malas carreteras, los viejos coches desvencijados y, naturalmente, porque había servicio. Mis padres se alegraban de que me fuera, pero por razones distintas. Mi padre cada vez se irritaba más por nuestras riñas, las de mi madre y mías, y ella se pasaba la noche despierta por las escasas oportunidades sociales que podía brindar a sus retoños.

En una ocasión confeccioné una lista mental de todos los lugares en los que había vivido, después de tanto traslado, y pronto llegué a la conclusión de que el sentido común o la aproximación factual no llevan más que al error. Podemos vivir en un lugar durante meses, incluso años, y no nos afecta, pero pasamos un fin de semana o una noche en otro, y nos sentimos como si el equivalente de un viento cósmico hubiera rociado todo nuestro ser. Finalmente resultó ser una lista de unos setenta lugares, que incluía una terraza en la que había pasado una tarde, pero dejaba fuera una casa en la que mi permanencia había sido lo bastante dilatada para figurar en un censo por calles. En diversos momentos de mi vida llegué a conocer varias casas en Marandellas, pero sólo recuerdo bien una. Se encontraba a tan sólo a unos once o doce kilómetros del lugar de la jungla donde nosotros —la familia— acampábamos, cerca del colegio de mi hermano, dos o tres veces al año. Escribí al respecto en African Laughter. No recordaba que esta granja estuviera tan cerca del lugar de acampada, o en cualquier caso no la relacionaba con él. Casas de una misma calle pueden ser vistas por un niño como si pertenecieran a distintos mundos, y lo mismo habitaciones de la misma casa, cada una con su propio ambiente: aire, olores, textura de la luz. Lo que un niño percibe, al visitar una nueva casa, crea una imagen de ella que los adultos que viven allí no reconocerían. El tejido verde y suelto de una funda de lino es como una sonrisa, los rizos que cuelgan de la oreja de un perro dicen te quiero, el sudor que llena una arruga en un cuello rojo es casi insoportable, mientras que los platos planos de porcelana colocados en vistosas filas sobre una mesa parecen exigir un determinado comportamiento.

Estaría bien —podría ser útil— hablar con más detalle de esta casa situada en una región a la que el resto del país se refería diciendo «todos son granjeros de talonario allí», puesto que era una comunidad bastante distinta de la de Banket, donde casi todo el mundo había empezado pobre. Aquella gente tendía a ser acomodada. Muchos habían percibido que las cosas se ponían feas en la India y se habían establecido aquí. Criaban caballos. Había dos grupos de cazadores en la región; su presa… los leopardos. (Mi cuento Leopard George proviene de historias de tales cacerías). Me gustaría, también, poder relatar interesantes conversaciones con los criados que, en la región, no eran del norte de Nyasaland, como lo eran en Banket, sino gente de Shona, o de Manika. Vestían almidonados uniformes blancos y zapatillas de tenis blancas, y yo nunca había visto con anterioridad zapatos en pies negros. Parecía como si siempre estuvieran preparando o sirviendo, puesto que los rituales de la casa se centraban en la comida, empezando con el primer té de la mañana, que aparecía con galletas María, a las seis. El desayuno… el té de media mañana… almuerzo… el té de la tarde, piscolabis con las bebidas que llegaban a las seis, los famosos sundowners, copas de antes de cenar, la cena. Las comidas eran ocasiones propicias para una buena ración de proselitismo, puesto que en aquella casa las verduras se consideraban perjudiciales a no ser que se hirvieran «totalmente», mientras que los de mi propia casa estaban convencidos de que sólo las verduras ligeramente hervidas eran sanas. Los expertos presentaban ambas dietas como definitivas y para todas las ocasiones, igual que ocurre actualmente con cada nueva dieta: no se aceptaba ningún argumento, ni siquiera discusión.

La casa era del tipo habitual, varias cabañas unidas por pérgolas, pero hecha de bonito ladrillo y con buenos techos de paja, a diferencia de nuestra casa, ya en ruinas y desastrada. En el suelo, muy encerado, había alfombras tan buenas como las nuestras, y la misma pesada plata llenaba la mesa del comedor. Dos mujeres corpulentas y autoritarias se encargaban de mí. Llevaban vestidos que yo ya sabía que resultaban fuera de lugar, puesto que eran vestidos «ingleses», es decir, lanillas, y vestidos de lino y algodón de un cierto corte, con seguros pliegues y botones. Viviendo con ellas se encontraba un estirado y apuesto hombre, un antiguo militar del Ejército de la India, pero que compartía algo con mi padre: era un observador, miraba, se daba cuenta de todo. ¿Era el marido de una de aquellas mujeres? ¿Un hermano? Nunca se me ocurrió preguntármelo. Las dos mujeres eran lesbianas, así lo comprendí más tarde. El hombre era como un invitado en su propia casa: de eso me di cuenta y sentí afinidad hacia él. Pero, en realidad, mi atención se dirigía a los libros. Había miles. Cada cabaña estaba totalmente tapizada con estanterías para libros cuidadosamente encajadas, una proeza de la carpintería, puesto que las cabañas eran redondas: las paredes parecían hechas para los libros. Les di una mirada y perdí la cabeza y el corazón. Estaba harta de los libros de mi casa, los había leído hasta la saciedad. Dickens y Kipling, Shaw, Wells, Wilde y el resto, y los innumerables libros, más y más de ellos con cada correo, sobre la Primera Guerra Mundial. Todos aquellos escritores se encontraban allí, en algún lugar, pero resultaban apagados en contraste con las brillantes cubiertas de libros con nombres de escritores que yo no conocía. Al ver hacia dónde estaba mirando, las dos mujeres me guiaron. «Sólo hay un auténtico escritor moderno», me instruyeron. «Ann Bridge. Comparados con ella… bien, no pierdas el tiempo con los otros, éste es nuestro consejo». El interior de mi cabaña, la cabaña de los invitados, también estaba tapizada de libros, pero no pude sino trasladar allí las obras completas de Ann Bridge y prometerles fidelidad. Entonces yo caí en la cuenta de lo curioso que resultaba que en Marandellas, Rhodesia del Sur, me incitaran a leer las novelas de una dama que escribía crónicas sobre delicadas relaciones que tenían lugar en la embajada de Pekín, en particular historias amorosas, la mayoría desafortunadas, pero padecidas con buen gusto. Mientras, el hombre, después de haber presenciado con desaprobación esta tentativa de adiestramiento de una mente indefensa, entró en la cabaña con un solo libro. También él se veía dominado por la necesidad de moldear a los jóvenes, quizás el más fuerte de los impulsos hacia la inmortalidad.

«Éste es el único libro que merece la pena leer de los que se han escrito desde la guerra», sentenció él. «No necesitas leer nada más, te doy mi palabra». Y con esto, asintió con la cabeza, me lanzó una sonrisa formal pero encantadora, y salió a grandes pasos, mesándose el bigote. El libro era La primera y la última humanidad (Last and First Men), de Stapledon, y lo leí junto con Peking Picnic y las obras de Beverley Nichols, Aldous Huxley, Sholokov, Priestley y Dornford Yates, y muchos más, puesto que lo que hacía en aquel lugar era leer. No hacía otra cosa. Me pasaba el día leyendo tendida boca abajo en la cama, y casi toda la noche, mientras iban consumiéndose las velas, unas tras otras, y yo iba colocando otras nuevas. Alumbraba la vela en vez de la lámpara de aceite porque daba menos luz, y temía que las dos corpulentas damas aparecieran con rulos y batas de satén azul marino para ordenarme que lo dejara ya, en particular por estar leyendo a tantos autores que no eran Ann Bridge. No aparecieron. Cuando miraba por mi ventana veía que sus ventanas estaban a oscuras. Pero a través de la ventana del mayor podía verle sentado, en bata, junto a la lámpara de aceite, leyendo. Seguía allí cuando el coro del alba rompía el sedoso cielo gris, silenciando las lechuzas y las chotacabras; seguía allí cuando yo, llena de culpabilidad, apagaba la vela y me frotaba los ojos irritados y dormía hasta que me despertaban para el desayuno, una comida que no había que perderse, porque sólo Dios sabía lo que le sucedería a una muchacha en época de crecimiento si no comía adecuadamente cinco veces al día.

Ahora me pregunto cómo La primera y la última humanidad consiguió atravesar el mar y llegar hasta aquella granja. Wells aprobaba a Stapledon. Quizás fuera ésta la razón.

No debía de llevar más que unos días en casa cuando volví a marcharme. Tenía que hacerlo.

Y, una vez más, a la parte este del país, no muy lejos de Rusape, en la carretera Salisbury-Umtali. No eran granjeros, vivían del dinero de Inglaterra, pero apenas al mismo nivel que los «granjeros de talonario» de Marandellas. Él había estado en la guerra, le habían herido y ahora tenía su pensión. Ella tenía un poco de dinero propio. Esta gente tan inglesa vivía en Rhodesia del Sur porque la vida era muy barata. Nadie podía haber cambiado tan poco como los Watson respecto de lo que habrían sido en Inglaterra. Él era un hombre alto, encorvado, delgado, silencioso, con una larga y delgada cabeza, y labios escépticos, en los que siempre asomaba una gran pipa curvada. Sus ojos grises se medio entornaban por el humo y su lento escrutinio de tu persona, de su esposa, de todo. El hombre de Norfolk, le llamaba mi padre. Eran parientes lejanos. Ella era gorda, alocada, de pelo rubio, con ojos azules, de buen carácter, y, según mi padre, la típica sajona. Se había adiestrado como enfermera bajo las órdenes de mi madre en el Royal Free Hospital durante la guerra. Decía que mi madre era una tirana, pero justa. Se reía, en retrospectiva, al rememorar lejanas broncas. Sabía reírse, débilmente, cuando decía que Bob, su marido de Norfolk, era un hombre duro, ah, un hombre duro, nadie lo diría. Bob y Joan eran, pues, otra de aquellas parejas que hacían que me preguntara sobre los misteriosos requerimientos de la naturaleza, que llevaban a dos personas a tener que pasarse una vida haciéndose mutuamente desgraciadas.

Habían construido la casa básica, que era la alternativa a la suma de diversas cabañas. Era de ladrillo, con tres habitaciones contiguas, cubiertas por hierro ondulado, y una terraza larga como la casa, que era donde realmente se vivía, entre todo tipo de plantas erguidas, o colgadas o adheridas a las columnas de ladrillo. Perros cariñosos y sociables… exactamente como en todas partes. Gatos decorativos, como en todas partes. A ella le gustaban los gatos. A él le gustaban los perros. Suyos eran la maravillosa perra alsaciana, Stella, y sus cachorros. Escribí sobre ellos en The Story of Two Dogs. Allí fue donde vi por vez primera a mi perro Bill moverse rápidamente por el espacio de detrás de la casa, borracho por la luna llena y la alegría de ser un cachorro. Este espacio se hallaba entre diversos edificios dedicados a las variadas necesidades de una auténtica granja, incluyendo un cobertizo para vacas donde vivía la vaca de la casa, que Joan ordeñaba. No permitía que su marido ordeñara su vaca; las manos de él eran demasiado torpes y la vaca siempre se inquietaba. Cuando ella lo decía, muy a menudo, Bob no chistaba, se limitaba a mostrar los dientes por encima del vapor de su pipa y reírse silenciosamente.

Lo de la vaca permitía deducir que les era difícil abandonar el lugar. Sólo tenían un «criado» para todo, y no le confiaban la vaca. Además eran pobres, pobres de buen tono, prisioneros de su menguada renta. Él se pasaba casi todo el día fuera de casa, caminando por la jungla con los perros obedientes detrás. Ella se quedaba en casa y a menudo lloraba. Por lo demás, cocinaba, cuidaba sus plantas y cosía. Había llegado a la colonia con baúles llenos de estampados de Liberty. Exactamente como mi madre. ¿No habría que escribir una tesis sobre «El papel de los estampados de Liberty en la historia del Imperio Británico, última etapa»? El gusto de mi madre iba dirigido hacia lo chocante y definido, mientras que Joan colgaba pequeños trozos de tejido floreado en sombreros de paja, se rodeaba el cuello de bonitas flores rosas y azules, y se metía en cama —voluminosa, sonrosada como un lechón y suspirante— con su ropa Liberty de linón color lila ribeteada de encaje.

«Todo son restos de serie», me informó, con orgullo. «Iba a todas las rebajas. Nunca me las perdía…» Y se sentaba en su sofá de cretona, las piernas separadas para llenar su falda de un verdadero popurrí de telas, unos centímetros de esto, tres cuartos de aquello. Seleccionaba un resto de serie aún doblado que le había proporcionado un dinámico dependiente de Liberty diez años antes, lo levantaba, lo examinaba críticamente, como una mujer rica examina unos brillantes que está claro que no tiene intención de comprar, y lo tiraba luego con un movimiento lateral cortante, como un tejo, sobre una silla. «Puedo hacer lo que quiera con ellos», anunciaba llena de orgullo. «No significan nada para mí. Te daré un trozo o dos cuando te vayas y así podrás confeccionarte una bonita blusita».

Yo permanecía fuera de la casa tanto como Bob, paseando sola, como en nuestra granja, durante horas, sin ver a nadie. El veld aquí era distinto del nuestro, pocos árboles, básicamente largas marismas onduladas y abiertas. «Como Kent», decía Joan, con las lágrimas que inmediatamente le llenaban los ojos, siempre enrojecidos por el exilio o por culpa de Bob.

La hierba empezaba a crecer y por encima de mi cabeza los pájaros daban vueltas y se elevaban, cantando plenamente. Pequeños animales huían cuando me acercaba a ellos y encontré un cachorro de ñu, no más grande que un gato, agazapado debajo de un arbusto con una roca en su lomo para salvaguardarlo, abandonado allí por su madre. Quizás ella se había ido en otra dirección al verme llegar y esperaba mi partida. Pero no pude verla por ningún lugar de la extensión de hierba. Y un día encontré una fuente en lo alto de la ladera de un promontorio rocoso en el que los halcones establecían sus nidos. No la vi inmediatamente. La hierba estaba mojada… seguidamente era húmeda y esponjosa… luego había chapoteo bajo mis pies… luego me encontré con el agua hasta los tobillos. Salí cuidadosamente a través del agua hasta que vi en su superficie un movimiento burbujeante cerca de una gran superficie plana de granito. Me arrodillé sobre el caliente granito y me incliné para mirarlo. Había un claro entre las hierbas en el que el agua que fluía suavemente por debajo de una roca trazaba unos moldes de arena blanca. Un manantial. La hierba de varios metros alrededor estaba empapada. Tuve que andar en un círculo de unos diez metros hasta ver correr secretamente el agua por la ladera bajo las hierbas, y entonces había un riachuelo, que hacía inclinar las hierbas a su paso, un pequeño arroyo sobre un lecho de guijarros blancos, pero pronto se convertía en una auténtica corriente, que discurría rápida y clara sobre piedras y se ensanchaba e iba haciéndose cada vez más profunda. Seguí la corriente, con el sol en la espalda, medio ebria por el olor de la hierba húmeda, hasta donde se perdía entre una extensión de árboles musasa para juntarse luego con un riachuelo que provenía de otro punto de la llanura, y seguidamente había un pequeño río que discurría rápido a través de grandes rocas, que salpicaba, con un exuberante ruido… y así discurriría, rápido o lento, siempre desembocando en otros ríos, hasta llegar al océano índico.

Cuando se lo conté a Joan suspiró y dijo: «¿Estás segura de que es sensato…?». Como cuando mi madre me decía —si se acordaba— algo parecido, estas palabras significaban: «¿Estás segura de que una muchacha blanca debe arriesgarse a que la viole un kaffir, yendo sola por la jungla?». Yo no hacía ni caso. Creo que nunca violaron a nadie. Hacía poco me habían hablado de una mujer joven en Matabeleland que había enviudado y vivía sola con una niña pequeña, en una casa cuyas puertas y ventanas permanecían siempre abiertas, día y noche. Cuando Bob oyó las quejumbrosas protestas de Joan, dijo secamente: «¿Y por qué no iba a hacerlo? Cuando yo era un rapaz, salía solo todo el tiempo. Era cerca de Norwich», me dijo, pero no añadió, como yo anhelaba, que también él había encontrado la fuente y sabía lo maravillosa que era, que iría conmigo a verla, y luego me llevaría con él en sus largos paseos solitarios. Pero él nunca me invitó. No entraba dentro de sus esquemas. Probablemente no tenía idea de lo frío y despreciativo que resultaba. Las lágrimas llenaron los desdichados ojos azules de su esposa, que se dirigieron a los míos como diciéndome:

¿Ves lo bestia que es?

Le encantaba que le llevara recados de su parte, que me desplazara a una granja próxima para ir en busca de una receta o para recoger unas verduras que le regalaban. Le gustaba que diera de comer a los perros, limpiara sus perreras, la ayudara con la vaca. Lo mejor era cuando me decía que bajara al huerto.

Yo cogía dos grandes cestos de los que estaban colgados en la alacena y olían a hierbas, y salía por mi cuenta por la parte delantera de la casa: los perros siempre iban con Bob. Era un tortuoso sendero de arena entre árboles musasa, de un kilómetro y medio aproximadamente. A medio camino del huerto, a unos cien metros de los árboles, había unas rocas de granito donde vivía la pitón. Cuando Bob se acercaba con sus perros a ese lugar, los obligaba a ir con precaución y mantenía su rifle a punto sobre el antebrazo. «Una pitón se puede mover tan rápida como un caballo», decía él. «Un perro, esto es lo que más les gusta. Una pitón atrapó al pobre Woolf, dos años atrás». Yo siempre caminaba lentamente al pasar por delante de aquella mole siniestra, concentrada en encontrar la pitón. La vi en una ocasión, inmóvil bajo la luz moteada, fácil de confundir con el granito. Mis pies me hicieron saltar con un espasmo de terror y bajé tan rápidamente como pude hasta el huerto, a pesar de que luego debería volver por el mismo camino, y ahora que la pitón sabía que yo estaba allí… Delicioso terror, puesto que yo no creía que la pitón sintiera ningún interés por mí. Había serpientes pitón en nuestra granja y a menudo las veíamos, y ninguna serpiente me había perseguido nunca por las hierbas. Siempre huían deslizándose tan rápidas como podían.

Me paré antes de alcanzar el huerto y me quedé oliendo aquel aire empapado de hierbas, tomates, el limpio olor de guisantes. Medio acre del jardín estaba vallado para mantener alejado al ñu, pero a veces entraban mandiles y removían berenjenas y pimientos verdes, y hacían agujeros de los que desenterraban patatas. Los tomates desprendían un fuerte olor que me mareaba. Una larga hilera de tomates, con plantas tan altas como un hombre, cargadas de tomates verdes, tomates amarillos, verdes tomates con rayas, que a veces se cogían para hacer salsa picante, chutney… y tantos tomates maduros que no había la esperanza de ni tan siquiera recolectar la mitad. Yo llenaba los cestos con estos tomates de color escarlata, maduros, pesados, aromáticos, les añadía manojos de tomillo y perejil que cogía de los macizos atestados de hierbas, y me iba, cerrando cuidadosamente la verja. Al irme, los pájaros bajaban de los árboles, e incluso del cielo, donde habían estado esperando a que me fuera, comentando en sus varias lenguas la interrupción de su festín. Con sus picos habían vaciado algunos de los tomates, y al haber abierto vainas de guisante, brillantes guisantes verdes rodaban por los senderos. Joan decía: «No cultivamos para nosotros, somos una institución caritativa» y Bob decía: «También los pájaros y los animales tienen que vivir».

Ya de vuelta, recorría lentamente el largo sendero, sintiendo que el calor se apoderaba de mí, con los brazos extendidos por el peso de los tomates. No corría al pasar por delante del territorio de la pitón, a pesar de que miraba las hierbas por si veía un movimiento ondulante que fuera indicio de que se dirigía hacia mí. Seguía lentamente, escuchando los pájaros, los pájaros de África y, en particular, las palomas, el lento y soñoliento sonido que hace brotar ensoñaciones y anhelos.

Dejaba los cestos uno al lado del otro sobre la mesa de la cocina y bebía un vaso de agua tibia del filtro. «Prepáranos sólo una sopa para el almuerzo», decía Joan desde la terraza donde reposaba en una gran butaca de paja, con otra al lado cargada de gatos. Yo llenaba el fogón de la cocina Carron Dover, igual que la nuestra —igual que la de todos, por aquel entonces—, colocando dentro leña de forma que quedaran espacios suficientes para el aire, y muy pronto el fuego ya ardía. De un colgadero que había encima de la cocina cogía la enorme cazuela negra, que, por mucho que la lavaran, siempre olía a hierbas. Dentro de la cazuela vaciaba los cestos de tomates, unos diez kilos o más. Colocada la cazuela encima de las llamas, volvía a la terraza y me sentaba allí, las piernas colgando, mirando vagar a las gallinas, los perros, si los había, a los gatos, cuyas vidas eran paralelas a la de los perros, sin que se tuvieran en cuenta mutuamente. Los gatos tenían sus propias sillas, lugares, arbustos, donde aguardaban a que pasara el largo calor del día. Los perros se dejaban caer por la terraza, pero nunca dentro de la casa, que era el territorio de Joan y de los gatos.

Al cabo de una hora más o menos sacaba del fuego la cazuela, llena ya de una pulpa roja que burbujeaba suavemente. Con una cuchara de madera en una mano y con una de plata en la otra pescaba trozos de piel. Era un proceso agradable y lento. Cuando todos los apretados y pequeños rollos de piel estaban fuera, echaba sal, pimienta, un manojo de tomillo y aproximadamente un cuarto de amarilla crema. Lo dejaba hervir lentamente otra hora.

Luego, el almuerzo. Platos llenos de caldo rojizo y perfumado, cuyo olor mareaba. Más que comer, me dejaba absorber por su olor, así como por mis recuerdos del huerto, donde por entonces centenares de pájaros beberían de los cubos de agua, o dejando caer plumas en el polvo entre los bancales. El largo y lento arrullo de las palomas, el aroma del tomate, la pitón… Todo formaba parte del sabor.

Esto es una verdadera sopa de tomate. Nunca te conformes con menos.

Aja, el recuerdo afectuoso, afectuoso recuerdo en letargo, que selecciona los momentos culminantes de cada cosa, en este caso todo deleite, manantiales primaverales, serpientes pitón, sopa de verduras, la somnolencia de las palomas, gatos recostados bajo mi mano…

No obstante, la verdad me obliga a…

Yo nunca permanecía distante o indiferente a aquella batalla matrimonial, y la mayor parte del tiempo —que hago que suene tan idílico (y lo era)—, también me encontraba en un estado de ardiente y atontada emoción. Y esto venía de lejos. En casa me identificaba con mi padre, a quien consideraba víctima de mi madre, pero aquí daba la vuelta a la identificación y me aliaba con Joan contra Bob. ¡Menudo monstruo de crueldad! ¡Qué mal la trataba a ella! Cuando ella lloraba, es decir, casi la mitad del día, la consolaba maldiciendo la terca insensibilidad de los hombres, hasta que ya no la soportaba ni a ella ni a mí un segundo más, y me escapaba a la jungla, como hacía en casa. Cuando llegaba Bob para comer, y se sentaba en silencio, comiendo cualquier cosa que le pusieran delante, sin hacer caso de las señales y exclamaciones y quejas que sobre él ella me dirigía, yo me quedaba sentada mirándole fijamente con airados ojos acusadores. Luego ella y yo nos sentábamos juntas en un extremo de la galería en una alianza de sensibilidad femenina, mientras él se sentaba al otro extremo, fumando y leyendo todo tipo de publicaciones de Inglaterra, en su mayor parte referidas a cultivo. Le lanzábamos largas, lentas, amargas miradas, y reíamos disimuladamente y proferíamos exclamaciones en voz baja sobre su descortesía. Cuando se hartaba de nosotras, y salía hacia la jungla con los perros, aunque hiciera mucho calor, dejaba tras él un estridente coro de quejas y acusaciones.

Él debió de estar muy contento cuando yo me fui y la balanza matrimonial, de nuevo equilibrada, pudo volver a su posición habitual. En cuanto regresé, les empecé a hablar a mis padres de sus viejos amigos, de la crueldad de él, de los sufrimientos de ella, de lo horrible que era todo. En un principio ellos permanecieron en silencio y, luego, opinaron que Bob y Joan se habían entendido muy bien durante todos aquellos años de matrimonio, por lo que, seguramente, ésta debía ser su forma de actuar.

Yo no tenía la edad adecuada para aceptar esta filosofía. En aquellos tiempos la gente no se divorciaba o, si lo hacían, era un escándalo y una vergüenza. Bob y Joan no se podían divorciar porque necesitaban las pensiones mutuas. Que una necesitara suspirar y sufrir y ser mal comprendida, y el otro seguir orgullosamente aislado y mal comprendido, no era algo que yo pudiera soportar. Lloraba ardientes y airadas lágrimas en secreto por la infelicidad de Joan y Bob, la infelicidad de los mal emparejados Cyril y Alice.

Mis recuerdos de los animales, de los pájaros, de la jungla, fueron lo que me llevé conmigo al nuevo colegio, como escudo y armadura. Después de… bien, ¿cuánto tiempo? El intervalo entre los colegios parecía eterno, pero sólo pensar en la sensación de tiempo infinito que allí había experimentado me llenaba de estupor, de temor, de terror. ¿Cómo había podido sobrevivir? ¿Cómo puede un niño sobrevivir? O peor aún… ¿qué me detendría de deslizarme otra vez por arenas movedizas? Este temor me acompañó durante años. Iba a pasar un año en el Instituto de Chicas, ciertamente mucho tiempo, pero lo peor era pensar: «¿Va a ser realmente sólo un año?».

El lugar resultó en verdad un choque después del Convent, puesto que el ambiente era activo y frío. La religión, en vez de figurar en todas las paredes, en todos los rincones, en las salas, en el crujido de la ropa de las monjas y en sus voces cantando desde la capilla, pasó a ser un servicio religioso dominical al que íbamos desfilando de dos en dos, en largas hileras por los bordes de las calles bajo las jacarandas, muertas de calor con nuestros vestidos de estameña azul marino, almidonadas camisas blancas y blancos sombreros de paja, que aquí se adornaban con cintas de color azul y verde. En el Convent cada comida empezaba con una larga oración de acción de gracias en latín y las oraciones puntuaban los días.

El Instituto de Chicas, como el Convent, tenía niñas a media pensión e internas, pero no parecía existir una división entre ellas. Había cuatro residencias, para las internas. A la mayoría las habían enviado a la escuela por vez primera a los siete años, desde granjas y pequeñas poblaciones. Cabía esperar que se notase de inmediato una general falta de buen tono: a fin de cuentas, para escapar de las vulgaridades de una escuela gubernamental a mí me habían mandado al Convent. Pero ni entonces, ni ahora con mirada retrospectiva, se notaba demasiada diferencia. Ambos colegios tenían «una clase mejor» de chicas. En ambos había muchachas cuyos padres, con problemas por la Depresión, se habían dirigido a oficinas gubernamentales para pedir, suplicar, llorar, que si no se aceptaba a sus hijas gratis, no recibirían ninguna educación. Había muchas becarias: a mí me concedieron una beca.

La residencia en la que yo vivía estaba dominada por un grupo de muchachas cuyo «tono» era malo. Lo sabíamos porque la Madre de la residencia nos lo decía constantemente. La Madre había llegado hacía poco tiempo de «la patria» y allí iba a volver pronto. Eran vulgares, decía ella, y cuando nos separáramos las ovejas de las cabras, al acabar la escuela, las chicas vulgares serían meras dependientas y acomodadoras de cine. Siempre me ha parecido cuando menos interesante que la preocupación de mi madre por la gente de buen tono y la de menos tono, por la vulgaridad, tuviera tan poco efecto sobre mí que las exhortaciones de la Madre de la residencia sólo me parecieron absurdas. El espíritu democrático de la Colonia era demasiado fuerte para ella. (Democrático, claro está, para los blancos). Por ejemplo, era corriente en aquella época —y lo había sido desde el principio de la Colonia— que los granjeros más acomodados abrieran los domingos su casa a todos, a los ayudantes de la granja, al mecánico del garaje, al policía del campamento, para los esforzados granjeros. Las ciudades ya tendían más al esnobismo y empeorarían con el tiempo.

Estas muchachas vulgares, unas siete u ocho, salían en grupo, ruidosas, insolentes, seguras de sí mismas e indiferentes al resto, en particular hacia la abiertamente despectiva Madre de la residencia. Nos admiraban sus proezas, que se referían en su totalidad a chicos. Teníamos prohibida cualquier relación con nuestro colegio hermano, el Prince Edward, lleno de gamberros de largas piernas, malolientes, brutos, desgarbados, estridentes, sarcásticos, igual que mi hermano con sus pares. Nos impresionaban menos los Muchachos que las hazañas referidas a los Muchachos. Aquellas chicas pasaban notas a los Muchachos en la iglesia, o cuando se daba el caso de que las largas filas coincidieran en la misma calle al mismo tiempo. También aseguraban que saltaban por las ventanas por la noche y se escurrían por los setos para encontrarse con los Muchachos, incluso para ir al Bioscope. Esta última fanfarronería demostraba que mentían, porque, en la pequeña ciudad que era Salisbury, cualquiera habría visto a quien hiciera novillos. En fin, lo típico de cualquier otro colegio de chicas. Circulaban revistas de modas. Fotografías de estrellas de cine pasaban de mano en mano como si fuesen fotografías pornográficas. Los festines, cuando se habían apagado las luces, tenían que ser horribles, para dejar atónitos a los padres: sardinas con leche condensada, o lengua de buey en conserva con mermelada. Nos jactábamos de que estos festines de medianoche tenían lugar casi cada noche, pero en realidad fueron pocos, como las hazañas con los Muchachos. Las del grupo dominante, de tan mal tono, se enorgullecían de ser las últimas de la clase, pero no las emulábamos. Lo correcto era ir bien en clase.

Había ciertas intimidaciones. Los lances amorosos tenían el sabor del cine. Una chica mayor que yo me condujo hasta un mirador, sin que al principio yo entendiera el motivo, y se comportó como un galán cinematográfico, como Ronald Colman. En apasionada voz baja me dijo que yo era bonita, mi pelo era así y asá, te quiero, ¿me quieres? Yo me sentí turbada. Se sabía de parejas que se «gustaban». Betty y Barbara se quieren, ¿no? Se sentaban en peldaños, abrazadas, hablando de forma infantil. A nadie se le pasaba por la cabeza llamarlas lesbianas. Cuando «Tigger» de vacaciones se lo contó a sus padres, como una ocurrencia, mi madre se preocupó y dijo que advertiría a la Madre de la residencia, mientras que mi padre le dijo que no fuera tonta.

Un trimestre creé, dirigí y, básicamente, escribí una revista de la residencia. Había una columna de ecos de sociedad y versos sobre personalidades prominentes o populares. Las páginas circularon en pruebas por el dormitorio y una delegación de chicas se me acercó para decir que eliminara esto o aquello. «No queremos que la Madre de la residencia se entere de esto, ¿no te parece?» Me quedé atónita. La verdad lo era todo, la verdad tenía sus derechos, debía contarse la verdad… pero eliminé los trozos que ellas señalaron. Mi primera experiencia de censura. La tiranía había vencido.

Lo que veo al mirar atrás es a una atareada muchacha que trabajaba duro, dispuesta a conformarse, ansiosa de que la quisieran, deseando una buena amiga, como las otras. Pero ¿cómo se podía ser una auténtica amiga cuando no se podía compartir lo mejor de ti misma, es decir, el yo creado en la granja? No había allí ni siquiera una sola persona con quien pudiera hablar.

Lo que siento, cuando revivo en mi cabeza una determinada escena, es una áspera soledad, aislamiento, ansiedad. Yo era un puesto de observación amurallado. Me sentía, en suma, como nos sentimos todos hasta que nos hacemos un hueco en un grupo, una familia, una pandilla: un lugar donde el aire frío no sople tan cruelmente sobre pieles delicadas. Fue «Tigger» quien me ayudó en esta situación. Conseguí que las chicas rieran y también las maestras. Eran completamente distintas de las monjas. Casi todas eran inglesas, jóvenes y enseñaban durante un año o dos, antes de casarse. Las esposas de los granjeros decían en broma que eran como agencias matrimoniales, porque sus institutrices y amas se casaban al cabo de un año, y aquí ocurría lo mismo. Aquellas jóvenes eran dinámicas y directas, y nos enseñaban más de lo que figuraba en los programas escolares, porque hablaban de aquello de lo que habían huido, es decir, el desempleo, el subsidio de paro, la gente que abandonaba su hogar para ir a cualquier parte, Australia, Canadá, África, para huir del horror siniestro, desencantado, sombrío, de la Inglaterra descrita por Orwell y Patrick Hamilton, cuyas obras yo leería más adelante. Pero ya se lo había oído antes a aquellas jóvenes profesoras que habían escapado.

En ocasiones fracasaban en la consecución de un marido. Había una, que no era joven, quizás de cuarenta o cincuenta años, una gris y fría mujer delgada que siempre llevaba zapatos planos y gruesas medias. Enseñaba historia. Cuando oíamos sus pasos fuera de la clase, todas nos quedábamos heladas, incluidas las chicas de tan mal tono. ¿Por qué? Nunca nos pegó, ni siquiera amenazó con hacerlo. Era su personalidad, despectiva, sarcástica, airada. Entraba en clase, regla en mano, y dirigía su mirada hacia las muchachas de mal tono, primero a una, después a otra, diciendo tranquilamente que eran chusma, basura, se creían listas pero sólo porque no veían lo muy tontas que las consideraría alguien con cultura. Sus fríos ojos recorrían entonces lentamente, con exasperante lentitud cada uno de nuestros rostros. Seguidamente dejaba la regla sobre la mesa, con un movimiento preciso, y empezaba. Su método consistía en dictar frases que nosotras debíamos escribir. Mi madre me mandaba revistas arqueológicas, porque era la gran época de la arqueología. La profesora me cogía las revistas, decía que me las devolvería a la clase siguiente. Y, al devolvérmelas, me decía: «Puedes recortar las imágenes y pegarlas en tu libreta de ejercicios. Luego muéstralas a las otras chicas. Quizás una o dos de vosotras les podréis sacar algún provecho».

En un examen trimestral saqué un 10, porque me lo había aprendido todo de memoria. Y al cabo de un mes lo había olvidado todo. Había heredado la habilidad de mi madre para realizar exámenes. Ella no dejaba de repetirlo: «Siempre era la primera, porque tenía buena memoria. Tú eres igual que yo». Su tan frecuente Tú eres igual que yo me enfurecía.

Durante un trimestre esta profesora enseñó Literatura Inglesa y yo escribí una redacción (mejor dicho, «Tigger» la escribió) sobre sus métodos de enseñanza. Pensé que ella la aplaudiría porque era divertida, pero me llamó aparte y me tuvo allí de pie delante de ella mientras me fustigaba con su lengua. ¿Me creía inteligente, no? Bien, pues comparada con la gente verdaderamente inteligente yo no era nada. Y yo, allí, de pie, temblando. Podía haber murmurado algo sobre la Justicia y la Verdad… porque ¿acaso no era verdad que ella había sido temida por generaciones de muchachas, y que había hecho todo lo posible para que fuera así? Pero yo era una cobarde resentida. Fuera esperaban las chicas para oír lo que ella me había dicho, y yo me jacté de haberle dicho a la cara esto y aquello. Así se comportan los súbditos con los tiranos.

Todavía estudiaba piano, por aquel entonces un par de horas al día, básicamente escalas y ejercicios. El acompañamiento para oraciones o para las reuniones sociales de la residencia lo interpretaba una alumna. Vinieron a mí y me dijeron que la chica que generalmente tocaba estaba enferma y ahora debía hacerlo yo. Terror y pánico. No porque no pudiera hacerlo: la profesora de música me enseñó lo fácil que era conjuntar bajos y agudos. Obviamente era fácil… mira, si lo estás haciendo, ¿no? Entonces ¿a qué viene tanto jaleo? No obstante, cuando llegó el momento yo sólo interpreté la melodía. Sencillamente, no pude conseguir que mis manos se conjuntaran. Aquel no puedo, no puedo… como si mis manos tartamudearan.

Al final del concierto del trimestre hubo una «pieza satírica» dedicada a mí, interpretando el acompañamiento a las oraciones, pero con una sola mano. Sentí la punzada de la mortificación. Aquel fracaso convertía en cenizas el prestigio escolar y la inteligencia de Tigger Tayler. Dejé el piano, igual que había abandonado la religión, después de años y años de caras clases. Así son las cosas.

Una mañana me hicieron salir de clase y allí estaba mi madre, con su elegante sombrero de ciudad, sus guantes, su traje bueno, en la terraza. «Tu padre tiene diabetes», anunció. Y luego bajando la voz dramáticamente: «Puede morir en cualquier momento». Me quedé allí plantada mirando, mientras ella esperaba una respuesta apropiada. El problema residía en el enfoque dramático de mi madre. Hacía tiempo que yo había dejado de hacer caso de sus anuncios siempre teatrales. No podía soportarlos.

Puesto que yo nada dije, ella se dio la vuelta y me guió hasta el viejo coche en el que se encontraba un hombre muy delgado, agarrado a la manilla de la puerta. ¿Dónde estaba mi padre? Casi lo dije, pero no. Busqué ayuda en él, quien nunca me fallaba, pero sus ojos, viejos y marchitos y enfermos, parecían no verme.

«Está muy enfermo. Tiene que tomar insulina tres veces al día», anunció mi madre, y se metió en el asiento trasero junto a él. Conducía un vecino. El coche se alejó bajo las jacarandas. Me quedé plantada allí. Como siempre, no había conseguido encontrar las palabras adecuadas. Ahora quería decir lo apropiado… a él, no a ella, a quien siempre decepcionaría. «Pobre papi. Lo siento tanto». Pero aquélla no era la nota adecuada para un anuncio de muerte.

Las cartas que ella me mandaba, dos veces por semana, ahora ya no trataban de la granja. Todas se referían a él. De haber contraído diabetes incluso un año antes, habría muerto, como el niño Latty. La recién descubierta insulina, extraída del páncreas de la vaca, le salvaría. Pero no podía dirigir la granja. ¿Qué íbamos a hacer? Naturalmente Harry le ayudaría durante las vacaciones, nosotros no podíamos permitirnos contratar a un ayudante. Algunas de las muestras tomadas del arrecife en el límite de la Big Land parecían prometedoras, y quizás en esta ocasión encontraríamos una mina de oro y… Las cartas llegaban precipitadas, debía de sentarse cada atardecer, para escribir, llenando páginas de su cuaderno azul Croxley, la gran lámpara junto a su codo, los perros a sus pies, los gatos… ¿y mi padre? Al cabo de un tiempo, se me hizo insoportable leer aquellas cartas. ¿Quién las escribía? Yo no reconocía a la redactora. «Claro, no te preocupas por mí, nunca lo has hecho, no te preocupas por tu padre, sólo te preocupas por ti, eres egoísta de pies a cabeza, y abandonas tus clases de piano así, sin más. He sacado las cuentas de lo que nos han costado al cabo de los años, ya sabes que no nos podíamos permitírnoslas, no podemos permitirnos… En fin, ahora debo darle la inyección a tu padre. He reducido la dosis y ya veremos». Páginas de este tipo, diez, doce, veinte páginas, de precipitadas frases desesperadas, en su mayor parte de acusación.

Contraje el sarampión. Había una epidemia. En aquellos tiempos la cuarentena era de seis semanas. Mandaron a muchas chicas al Pabellón de Aislamiento, una gran casa en el jardín. Dos veces al día venía una enfermera del Hospital de Salisbury que no quedaba muy lejos, para administrarnos medicamentos y decía: «Y ahora, a portarse bien, ya sois mayorcitas». Había un «boy» que nos preparaba las comidas. De repente descubrí que un problema que parecía insoluble no era tal problema.

La comida del Instituto no podía ser más distinta que la del Convent. Al entrar en el refectorio para el desayuno, la comida y la cena, la sala brillaba de blanco, porque un vaso de leche con toda su crema aparecía en cada lugar, y en cada mesa había varias bandejas de pan blanco cortado fino con brillante mantequilla blanca. En el desayuno, gachas de cereales y azúcar blanco, pan blanco y almíbar dorado. En el almuerzo, carne fría y patatas hervidas, luego budín de «pastel» con mermelada. En la cena, macarrones con queso, y pan blanco con queso. Una vez a la semana nos daban una naranja; una vez por semana, lechuga. Aprendimos una lección útil de cómo funciona el mundo: sabíamos cuándo iba a venir el inspector de la comida, puesto que cuando entrábamos en el refectorio había un huevo o una gelatina. En realidad, pan blanco y mantequilla eran nuestra dieta habitual. Años más tarde, cuando cambié impresiones con una compañera de infortunio, coincidimos en que aquella fue la única época de nuestras vidas en la que padecimos estreñimiento. Y siempre nos sentíamos hambrientas. Comíamos hojas de capuchina, untábamos el pan con mostaza y suplicábamos que nos enviaran paquetes de casa como refugiadas.

En el Pabellón de Aislamiento, con comida que nos mandaban del Hospital General, la aflicción desapareció. Fue una buena época para mí. No se nos pedía nada. Se suponía que seguíamos estudiando, pero nadie tenía tiempo para supervisarnos. No estábamos realmente enfermas. ¿Quiénes eran las otras muchachas? No lo recuerdo, sólo que me reí mucho, sentada junto a las demás en una terraza de madera contando chismes e inventando historias y, por encima de todo, estando sola, si lo deseaba. Seis semanas es un tiempo largo si se tienen trece años. Seis semanas de libertad, sólo con aquellas terribles cartas acusadoras que llegaban con cada correo, pero yo no las leía.

Cuando volví a casa en vacaciones, su dormitorio se había convertido en una extensión de aquellos días del pasado en el Royal Free Hospital. Había una alta mesa hecha de cajas de gasolina recién ensambladas, llena de medicamentos y vitaminas, y encima una bandeja con la lámpara de alcohol y los tubos de orina para analizar la acetona y el azúcar. Jeringas. Cápsulas de insulina. Frascos de drogas. Algodón hidrófilo. Cucharillas de café y de postre para medir. Junto a su cama, la mesilla estaba abarrotada de frascos de medicinas. Él estaba obsesionado y lo mismo le pasaba a mi madre. La realidad era que él se moría de hambre. En aquellos primeros tiempos de la insulina no se dominaba aún su uso, y se suponía que había que comer tan sólo un poco de carne fría, tomate, lechuga, pan seco. Más o menos esto. Era un gran esqueleto con las manos que le temblaban al final de los brazos, que eran huesos con un poco de piel tostada por el sol agarrada a ellos. Su cara era también puro hueso, con profundos ojos ansiosos, como los de un mono. No obstante, aquél era el régimen adecuado, según decían los médicos. Mi madre decidió desafiarlos. Dijo que era una tontería tomar una medicina que provenía de una glándula digestiva, y luego no darle nada que digerir. Prueba y error. Probó a darle de comer el prohibido pan y patatas, y también mantequilla, y equilibrarlos con la insulina; y lentamente él fue recuperando peso y volviendo al mundo de los vivos. Cuando regresé al colegio después de las vacaciones, mi padre estaba recuperando, con dificultad, el control de la granja, que hasta entonces llevaban el ayudante —que ya no era Old Smoke, demasiado viejo y trasladado a Nyasaland— y mi hermano, quien a los once años se pasaba todo el día en la granja intentando ser tan bueno como su padre. Es decir, hasta que también él tuvo que volver al colegio.

En el colegio me salió un orzuelo. Hay pocas aflicciones tan terribles como ésta, pero que perjudiquen tan poco. Muchas los padecimos y cuando una chica se despertaba por la mañana con los ojos hinchados y pegados, las restantes le tomábamos el pelo; ella intentaba reírse de sí misma y se retiraba a la enfermería. Es algo muy infeccioso. Yo pasé miedo. Mis ojos eran unos enormes terrones hinchados, rebosaban de pus y tras espesos vendajes miraba los fuegos artificiales provocados por infelices nervios, estrellas caídas, cohetes, una variedad de deslumbrantes elementos pirotécnicos. Tenía tanto miedo y, ah, cómo se burlaba Tigger.

Apareció mi madre desde la granja y me llevaron a todo tipo de expertos que dijeron que no había ningún problema con mis ojos, desaparecido ya el orzuelo. Pero yo dije que no podía ver bien. No iba a quedarme en el colegio. Me fui a casa con ella y éste fue el final de mi vida escolar. Una drop-out, mucho antes de que se inventara el término.