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Cuando contaba unos doce años escribí una breve narración titulada «El baúl del tesoro», que era un símbolo del exilio de lo bueno que sufrieron mis padres. El contenido de un baúl de viaje era todo magia y misterio. Yo me olvidaba de que llevaba días, semanas, allí, pero luego algo que mi padre decía sobre Inglaterra, o un suspiro de mi madre, me lo recordaba. En un principio estaba fuera del alcance, no había que tocarlo. Luego, cuando mis padres comprendieran lo absurdo que era no haber abierto nunca el baúl en una casa de verdad, donde su contenido encontraría el lugar adecuado, me permitían sacarlo, siempre que lo devolviera todo a su sitio, exactamente como estaba, en capas de duro pero suave papel de seda blanco, con el delicado papel negro que protegía el oro y la plata y los galones de bronce que, de no ser así, perderían brillo.

En las capas superiores había ropa de bebé, vestidos con volantes de linón y muselina, a pliegues, bordados, y enaguas y chaquetas que en alguna ocasión habíamos llevado mi hermano y yo. Cuando yo me lamentaba por el bebé que mi madre no tendría, extendía aquellas ropas y las acariciaba y lloraba. Fue por aquel entonces cuando me regalaron mi primera muñeca auténtica… y mi última. Mi madre pidió por carta a los Almacenes de la Marina y el Ejército los regalos de Navidad que, se nos recordaba y recordaba —y recordaba—, costaban más de lo que nos podíamos permitir. Ambos regalos costaban exactamente una libra: una fortuna. La locomotora de vapor de mi hermano, que cuando se encendía fuego en la caldera avanzaba unos pasos, resoplando, le maravilló medio día, pero seguidamente se volvió a la jungla. Mi muñeca era del tamaño de un bebé, tenía ojos azules que se abrían y cerraban, y cuando la ladeaba profería un sonido parecido al de una oveja. Durante días la vestí y desvestí, y toda aquella ropa vieja de bebé vivió una tercera vida, y abracé y mecí aquella fría cosa que no respondía y le canté canciones. Y después la olvidé. Olvidé el baúl. Muy pronto, una pasión desplazó la anterior, y pinté la cabeza de la muñeca con un corte a lo garçon, con algunos rizos, la boca escarlata y las uñas rojas. Había empezado a pelearme con mi madre por la ropa. La hacía ella. La hacía bien. La hacía demasiado infantil para mí.

La ropa de bebé se abandonó por allí, se convirtió en trapos de pintura, desapareció: si se expusiera ahora, la gente no creería que un bebé vulgar y corriente llevaba tan exquisitas prendas. Bajo el cajón de ropa de bebé había otro en el que se encontraban los vestidos de noche y de gala de mi madre, envueltos en perfumado papel de seda. Muy pronto todo el mundo se burlaría de las ropas de los años veinte. «Cómo pudieron llevar aquellas cosas tan feas… sin cintura, sin pechos». Bajo los vestidos había prendas interiores que se conjuntaban, cubrecorsés de crespón de China y fajas de tejido duro destinadas a aplanar el pecho. Recuerdo el momento exacto en que —obediente a cierto aire de cambio— la opinión dio la vuelta. Me encontraba en el piso superior de un autobús, a principios de los años cincuenta, y vi a una joven avanzando por Bayswater Road, con un vestido suelto de seda gris: fácilmente podía provenir del armario de su madre. Ah, pero qué bonito, pensé, y vi a las pasajeras del autobús estirando el cuello: ¡Tremendo! ¿Dónde lo habrá comprado?

La corta falda lisa de un vestido de noche de apagada seda verde estaba hecha de tiras de encaje color bronce, acabada en «puntas de pañuelo» de la seda. El encaje tenía un acusado olor metálico tan potente como el olor de mar, que mareaba. Metí mi cabeza dentro del vestido y pensé que había un mundo en el que la gente se ponía vestidos así, y no para «vestirse de gala». Muy pronto utilizamos aquellos maravillosos vestidos para jugar y me pregunto qué sentía mi madre cuando contemplaba a aquellas niñitas granjeras pavonearse en una parodia de formalidad adulta.

El tercer cajón contenía el esmoquin de mi padre, sus lazos, las camisas blancas almidonadas, su uniforme de oficial. Era claro al respecto. «Gracias a Dios nunca más tendré que vestirme con eso», solía decir mirando provocativamente a mi madre, porque en realidad estaba diciendo: «Gracias a Dios no vamos a vivir la vida que tú quieres vivir».

El cuarto cajón contenía un mandil, una paleta, unos blancos guantes de gala de señora y algunos libros con extraños dibujos en las tapas. Mi padre se mostraba despreciativo al respecto. Tiempo atrás fue masón, cuando estaba en el banco en Inglaterra. «Menuda charada. Menudo circo. Pero si no eras uno de ellos no conseguías subir. Por lo menos en Persia nos vimos libres de esto. Y también la policía, según dicen. En el banco si no eras uno de ellos no te daban ni la menor oportunidad. “¿Estás interesado en el puesto de director en Cirencester, Tayler?” También la Familia Real. El pescado comienza a pudrirse por la cabeza. Gracias a Dios estoy fuera de todo esto».

La caja del baúl estaba llena de zapatos de brocado, zapatos plateados y dorados, zapatos de satén negro con hebillas de concha; bolsos de noche; un sombrero de satén marrón con alas ribeteado de plumas de avestruz beige; un boa de plumas de avestruz beiges; una estola de zorro con unos ojitos como cuentas negras y el hocico cogido a la cola con una cadena dorada; un cajoncito con las medallas de guerra de mi padre; guantes de cabrito, piel y seda, cada par en sobres de seda tornasolados; vaporosas bufandas de seda, todo lo que se precisaba para vestir de gala. Los guantes del ejército de mi padre. Paquetes de fotografías antiguas, envueltas en papel engrasado para combatir las lepismas. Pero no se desanima fácilmente a las lepismas, y las fotografías eran como una puntilla. Insectos, insectos: fueron los insectos los que al final hicieron que la casa se doblara sobre sus rodillas.

La mayoría de los niños proclaman que, en realidad, son huérfanos, expósitos, incluso de cuna real o noble. Yo no quise eliminar a mi padre, pero decidí que mi madre auténtica era el jardinero persa. (¿Quién era el jardinero persa, por qué fue a él a quien elegí como madre, años después de que se encargara de los canales de agua en los jardines de Kermanshah?) Que esto era imposible la mitad de mi cabeza lo sabía, porque ¿no estaba yo familiarizada con el libro de obstetricia, y con Marie Stopes? No obstante, tenía que ser el jardinero persa. El anuncio de quién era mi auténtica madre, y otras declaraciones dramáticas del mismo tipo, eran obra de Tigger, la bromista, el tontarrón animal gordo y patoso, y el anuncio de que mi madre era el jardinero persa no era sino una típica broma de Tigger. De la misma manera que Tigger bromeaba con que las monjas sólo se tomarían un dulce si se las hacía dar vueltas sobre sus talones hasta dejarlo caer dentro de la boca, o no te permitirían que te cambiaras unos bombachos de gimnasia sobre los que se ha derramado la sopa, y eran tan estúpidas respecto al fuego infernal…

También fue Tigger la que se escapó, y bromeó después sobre ello.

Pero no eran cosa de broma, las furias intermitentes de odio contra mi madre que me habían decidido a escaparme a Beira, subirme a un barco y alejarme en dirección a… bien, a cualquier lugar. Y no era fácil escaparse corriendo de la granja, en la jungla. Lo preparé todo. Dentro de la funda de un almohadón fueron a parar trozos de queso, una lata de carne de vaca en conserva, sardinas. Robé diez chelines del monedero de mi madre. Había ahorrado dinero del cumpleaños y de la Navidad. Harry no quería escapar. No comprendía por qué yo lo hacía. Pero mi tranquilidad y mi talante implacable pudieron con él. «Claro que lo vas a hacer», le iba diciendo. Resultaría fácil, no había que temer nada. Pero él seguía quejándose, y espetó: «¡Pero, si no quiero!». «Claro que quieres», le informé. Tan pronto como nos metieran en la cama nos escabulliríamos colina abajo, y seguiríamos el sendero hasta Banket. Aún no habíamos andado nunca por aquel camino, pero sabíamos que los africanos lo hacían constantemente. El tren llegaría a primeras horas de la mañana y entonces… la cosa es que yo confiaba en que el tren llegaría, pero no lo sabía. En suma, el nebuloso espacio mental en el que se disuelven como azúcar la mayoría de los planes más valientes del mundo. Si yo lo deseaba tanto, tenía que suceder así. Una vez nos encontráramos en Salisbury podríamos… pero en este punto la nebulosidad se convertía en una niebla espesa. De alguna manera nos apoderaríamos de una suma de dinero y subiríamos a un tren con destino a Beira, y entonces…

Mantuve despierto a mi hermanito contándole cuentos y, luego, ya helado el aire de la noche, nos escabullimos de la casa, anduvimos a gatas hasta superar las ventanas con luz donde nuestros padres estaban leyendo, y corrimos hasta el camino en la oscuridad, mientras la funda de la almohada con las latas sueltas me golpeaba las piernas. Harry se había puesto a llorar escandalosamente. La jungla no era la jungla de hoy, más civilizada. Estaba llena de ruidos peligrosos, lechuzas y chotacabras, los saltos estrepitosos de gamos molestos, pero por encima de todo, de las misteriosas presencias de nuestros cuentos de hadas, que habían saltado de las páginas de libros, y en general estaban allí, rodeándonos por todas partes, en los árboles, detrás de los arbustos, corriendo en silencio a nuestro lado por el camino. Y luego sucedió algo: se presentaron los dos perros, y se pusieron a lamernos las manos y a gimotear y a dar saltos a nuestro alrededor. ¿Qué estáis haciendo? ¿Adónde vais? No se nos había ocurrido pensar en los perros. Reconocimos que no podíamos escapar porque los perros vendrían con nosotros, y retrocedimos corriendo por el sendero oscuro de la jungla hasta la casa de la colina, mientras los perros, como si se tratara de un juego, saltaban y ladraban… Volamos hasta nuestra habitación y nos metimos en la cama. Soltamos risitas y nos reímos y temblamos de alivio, y los perros fueron tranquilamente a tumbarse en su puesto bajo la luz de la lámpara. Al día siguiente le conté a mi madre que nos habíamos escapado, nos había cogido un miedo de muerte y habíamos regresado; pero el cuento lo contó «Tigger», era bastante divertido, y ella no me creyó.

Pero en realidad yo no me reía. Bullía de vergüenza. Lo había planeado todo con detalle, pero sin acordarme de los perros. El problema era ser una niña, éste era el problema. Tenía que crecer rápidamente.

Del incidente de la cabaña incendiada extraje la misma conclusión. Mi padre estaba obsesionado por el miedo de que el tejado de paja se incendiara, y con razón. Cuando los fuegos del veld se acercaban demasiado a los campos, el aire se llenaba de chispas y fragmentos negros de hierba que a veces tenían unos puntos rojos. En tales ocasiones el grupo de labradores llamaba desde los campos a los trabajadores, y ellos se subían a las escaleras, o a la casa del árbol, se encaramaban a las estacas, y se pasaban latas de gasolina llenas de agua, y muy pronto el tejado de paja estaba empapado y a salvo. Entonces se quedaba vacía la carretilla del agua y, también, el gran depósito lleno de agua de lluvia, si había llovido. Un día mi padre hizo que me acercara a él y me dijo que bajo ningún concepto debía yo jugar con cerillas, porque la casa se podría incendiar muy fácilmente. Ni se me había ocurrido jugar con cerillas, pero ahora no podía pensar en nada más. La ocasión resulta clara en mi mente. Allí estaba él, sentado en su silla plegable en la parte trasera de la casa, mirando remendar con larga hierba nueva el tejado de paja, añadiendo color amarillo al gris del viejo y gran tejado. Yo tenía que incendiar algo. Tenía que hacerlo. Y con qué inteligencia y astucia lo elaboré. Incendiaría el pequeño refugio construido para los perros, un refugio que ellos no utilizaban. Sabía que había costado una hora aproximadamente levantarlo: era de palos con una cubierta de paja. Reconstruirlo llevaría una hora. No se malgastaría demasiado dinero. Cuando mis padres salieron a la parte delantera de la casa y los que arreglaban el tejado de paja bajaron, encendí una cerilla y prendí fuego al refugio de los perros. El problema fue que lo habían construido debajo de la terraza saliente de la cabaña que servía de almacén, también con tejado de paja, y a pocos pasos de nuestra casa. Vi arder en llamas la casita, e inmediatamente las llamas se metieron en el almacén, que se convirtió en un fuego rugiente que soltaba chispas por doquier. Yo no lo había previsto. Pánico. Terror. Salí corriendo hacia la jungla sollozando. Pensé que nuestra casa ardería y que sería el fin de nuestra familia, puesto que nada teníamos excepto lo que estaba dentro de la antigua casa.

Me senté apoyada en un árbol y oí el repique de la reja del arado, escuché los gritos de los hombres que llegaban corriendo a través de la jungla. No podía mantenerme lejos. Me arrastré hasta el límite de la jungla donde podía ver la casa, el tejado cubierto de hombres que echaban latas de agua, y más allá, la cabaña-almacén ardiendo. Los perros erraban por el lugar ladrando, o se quedaban parados con el rabo entre las patas. ¿Y dónde estaban los gatos? Entonces las llamas se hundieron dentro del revoltijo ennegrecido que había sido la cabaña, y el aire era todo humo y fragmentos de hierba ardiendo. Mi vestido estaba tiznado. Mi madre bajó por la colina en mi búsqueda: tenían una idea muy clara de quién era el culpable. Sería mejor que contara la verdad, dijeron, y la conté. El delito era tan enorme que ningún castigo que se les pudiera ocurrir era adecuado. No dejaban de decir que parecía haber olvidado lo pobres que éramos, que apenas disponían de dinero para reemplazar lo que había en el almacén: los depósitos de harina y azúcar, la harina de maíz, los comestibles, los sacos llenos de salvado, los huevos, las hojas de tocino. Por lo menos les costaría un centenar de libras restituirlo todo. Pero yo sabía de sobras lo pobres que éramos, dinero, dinero, dinero, siempre hablando de dinero. No conseguía que ellos entendieran que mi intención había sido incendiar el refugio del perro, no toda la cabaña: sencillamente, no les cabía en la cabeza que yo hubiera sido tan estúpida. El castigo consistió en no permitirme comer pastel durante un mes. Mi padre dijo con irritación que ese castigo era absurdo, cómo iba yo a comprender la gravedad de lo que había hecho, si se equiparaba a los pasteles. Estuve de acuerdo con él por lo que se refería al pastel: suponía un descenso de la emoción, era algo tonto y, de hecho, antes de que pasara un mes ya se habían olvidado del castigo. Pero yo nunca olvidé cómo la obsesión de mi padre, su terror hacia el fuego, me había sido traspasada a través de unas palabras, había tomado una forma distinta, se había apoderado de mí. Lo cierto es que las palabras tienen alas.

Y una vez más el mensaje era que una niña no podía abarcar todas las posibilidades, estaba destinada a verse superada por algo imprevisto. Debía, debía crecer, crecer pronto… y, no obstante, qué lejos quedaba de ser adulta y libre, puesto que aún me encontraba en el estadio en el que el final de un día apenas si se podía entrever desde su comienzo.

La razón principal, la auténtica, por la que una autobiografía tiene que ser falsa es la experiencia subjetiva del tiempo. El libro se escribe, desde el capítulo primero hasta el final, en un avance regular a través de los años. Aunque te dediques a juegos de manos como los de los flash-backs o Tristam Shandy, no hay manera de plasmar en palabras la diferencia entre el tiempo infantil y el tiempo adulto, y el distinto ritmo del tiempo en los distintos estadios de la vida de un adulto. El año antes de cumplir los treinta es muy distinto del año en que uno cumple los sesenta.

Cuando los científicos intentan que comprendamos la verdadera importancia de la raza humana, dicen algo parecido a lo siguiente: «Si la historia de la Tierra dura veinticuatro horas, la parte que corresponde a la humanidad ocupa el último minuto de ese día». De forma similar, en la historia de una vida, si se contara de acuerdo con la verdadera percepción del tiempo, yo diría que el setenta por ciento del libro llegaría hasta los diez años. Hasta el ochenta por ciento se llegaría con los quince años. Hasta el noventa por ciento se llegaría aproximadamente con los treinta. El resto es una carrera precipitada… hacia la eternidad.

Se me pasa por la cabeza preguntarme por la criatura del útero. El feto repite la evolución: pez, pájaro, bestia, luego humano. ¿Tiene experiencia del tiempo de la evolución? ¿Es posible que la pobre criatura se sumerja en algo parecido a la eternidad? Una pesadilla. Es un pensamiento tan terrible que apenas si se puede soportar.

Mi hermano contaba ocho años cuando entró en Ruzawi, el colegio de primera enseñanza modelado a la inglesa. Una vez más, mi madre le consiguió una beca. Nuestras vidas en los colegios no podían haber sido más distintas, pero cuando se iniciaban las vacaciones, nada había cambiado. A menudo nos levantábamos con el sol y nos íbamos a la jungla, y a la hora del desayuno ya habíamos recorrido kilómetros, igual que mi padre, quien se levantaba con el sol, llevaba ya un par de horas con «los muchachos», o con Old Smoke, en los campos. En ocasiones los dos pasábamos todo el día fuera, solos, con una bolsa de bocadillos. Bebíamos de los ríos, pero no se lo decíamos a nuestros padres, por su miedo a la bilharziosis. Otras veces Harry salía con mi padre, al que ayudaba de diversas maneras. Para empezar, aprendió a conducir cuando tenía ocho años, poniéndose de pie para alcanzar el embrague y el freno. Yo solía retirarme a mi dormitorio y leer. Y leer. Tendida en mi cama y leyendo. A menudo comía mientras leía, por regla general naranjas. Comprábamos un saco entero de naranjas a los Sinoia Citrus States por el precio de un buen pedazo de carne de vaca. Esta combinación de comida y lectura es corriente entre los lectores infantiles. Ingieren imágenes a través de los ojos, calorías a través de la boca. Aún me abría paso en mis lecturas por los libros de la librería. Las familias lectoras de la región se intercambiaban libros, la mayoría recuerdos de guerra, historias de guerra. Por aquel entonces mi imagen de la Primera Guerra Mundial ya no estaba compuesta sólo por la voz de mi padre hablando de las trincheras. «Y luego… exactamente después de Passchendaele… me sentí muy mal, era como verse envuelto en una nube negra, y escribí a los viejos y les dije que me matarían. Pero no me mataron, la metralla llegó hasta mi pierna». Había otras narraciones de la guerra, sobre todo Sin novedad en el frente, acérrimamente recomendada por mi padre, cuya identificación con los soldados alemanes, traicionados como los «tommies» ingleses por sus generales, era a menudo cuestionada por mi madre. «Pero si eran nuestros enemigos», solía protestar, con voz inquieta, puesto que era tan obediente a la autoridad como rebelde frente a ella. Y él: «Nada de eso tenía que haber sucedido. La gente de la calle no quería la guerra, como no la queríamos nosotros. Nunca conocí a un “tommy” sediento de sangre. No, fueron los fabricantes de armas. La guerra les convenía».

Había una historia de enfermeras inglesas que trabajaban con los serbios heridos. (Mientras escribo esto, los serbios distan mucho de ser las patéticas víctimas que precisaban el cuidado amoroso de nuestro VAD). Otra se refería a una muchacha rusa que luchaba con los soldados en el frente alemán, sin que ellos llegaran a enterarse de que no era un hombre. Me identificaba de forma muy apasionada con aquellas mujeres y soñaba con ser enfermera, pero no precisamente en un hospital de Londres, no, sino en brutales campos de batalla, o en la retirada con los soldados rusos cuando sus líneas se derrumbaban y desertaban para volver a sus pueblos. Durante años, durante décadas, en Occidente, nuestra imagen de Rusia en el momento de su derrumbamiento fue la de un país vasto, caótico, asolado por los piojos, desmoralizado y hambriento, preparado para la revolución. Hay un librito de Bulgakov, su primera obra, Diario de un médico rural, que habla de su labor en una aldea no lejos de Moscú, pero sus batallas eran contra la superstición y la ignorancia, y el lector sólo se da cuenta de que la historia pasa en tiempo de guerra cuando regresa a casa un soldado del frente.

Y seguían llegando, al parecer con cada tren, paquetes de libros de Londres. Muchos de los libros infantiles eran de Norteamérica. La colección de Ana de las Tejas Verdes. La muchacha de Limberlost y sus sucesoras. Lo que papá hizo y sus secuelas. Aquellas vivencias de americanos —sobre todo del Medio Oeste— de aproximadamente una generación anterior a la mía, eran, para la niña de la jungla, más cercanas que los recuerdos de regocijo urbano de mi madre, o los de la infancia de mi padre con los hijos de los agricultores en los verdes campos de Colchester.

El problema con aquellos libros era su talante seductor, su facilidad, como chupar un caramelo. En ocasiones reflexiono sobre los libros infantiles. Si no hay nadie que le diga que Dickens o cualquier otro libro adulto pueden resultar demasiado difíciles, el niño se lanza a ellos, tropieza, va dando tumbos, saltando páginas cuando hay que hacerlo, pero finalmente acaba por hacerlos suyos. Los libros infantiles, en cambio, hacen perder las ganas de esforzarse. Leí aquellos libros durante años, me arrullé en ellos, soñé despierta con ellos. Viví casi enteramente de ensoñaciones. Excepto cuando estaba con mi hermano en la jungla, donde había que azuzar el ingenio.

Ni mi hermano ni yo éramos cariñosos. Las familias inglesas no enseñan a sus hijos a manifestar cariño. O al menos no era así entonces: quizás sea distinto ahora. En el Convent yo aprendía las mañas de la superviviente, de la soledad, del exilio. Y si se manda a un niño a un pensionado a los ocho años, es previsible que vuelva a casa con la mitad de su corazón obturado. Pero éramos buenos compañeros. Hasta que me fui de casa a los quince años, siempre que coincidíamos en la granja, nos íbamos inmediatamente a la jungla, como si nunca hubiéramos estado ausentes. Hace unas semanas —1992— yo me encontraba en la jungla no lejos de donde crecí, un día en que se la veía húmeda y goteante, puesto que había llovido, y una vez más comprobé que era como si nunca me hubiera ido: éste era el lugar del que yo formaba parte. Los dos niños salían para llevar a cabo excursiones concretas, por ejemplo un recorrido hasta las colinas Ayreshire en bicicleta, o para vagar sin dirección, los perros jadeando al lado. Nos sentábamos bajo un árbol para mirar pájaros, hormigas, cucarachas, camaleones —camaleones por todas partes, aunque ahora queden pocos—. Observábamos, todo el día, los mil dramas de la jungla y por la noche regresábamos a aquella casa alta y aireada de la colina como si se tratara de una prisión. Era demasiado reducida para nosotros. Generalmente llevábamos la 22, porque se lo habíamos prometido a nuestros padres. A fin de cuentas, podía haber un leopardo… pero en todos aquellos años —y efectivamente había leopardos en los kopjes— sólo vi una cola desaparecer entre las rocas. Por regla general era Harry quien utilizaba la escopeta: es lógico conceder prioridad a la excelencia. Era muy buen tirador, y esto hacía que mi competencia fuera de segunda clase. Básicamente cazaba duikers, para que los comiera la familia, o como regalo para la gente de los alrededores. Todas las familias granjeras comían tanta carne de la jungla como podían cazar, para reducir las facturas, de la misma manera que, en el recinto, los africanos mandaban a los perros para que cazaran duikers o gamos más grandes, o los abatían a base de piedras o catapultas, o lanzas hábilmente disparadas.

A veces mi madre me pedía que le cazara ocho o diez pichones para un estofado o un pastel: en ciertos lugares de la granja había centenares de pichones. Más adelante le cacé gallinas de Guinea, aves correosas, que primero se hervían y luego se asaban o se cocían a fuego lento. Nunca me gustó cazar gamos.

Harry y yo no hablábamos de nuestros colegios, o si lo hacíamos era para bromear, entre risas sofocadas, sobre nuestros maestros. Qué divertida resultaba la monja del fuego del infierno cuando la contaba Tigger. Menuda diversión pura y dura la «brutalidad» que Harry tuvo que soportar como alumno novato. Pero éste no era el mundo que compartíamos. Hablábamos de los animales con los que convivíamos, los pájaros, nuestros perros. Hablábamos de papá y mamá. Para mí era acuciante su apoyo en contra de mi madre. Le necesitaba a él. Le había visto negarse a ser «el nene», y a estar enfermo todo el tiempo. Parecía que no era consciente de haberlo hecho, parecía que se había abierto paso sencillamente a base de no darse cuenta de que había una batalla. Yo creía que debía luchar contra ella abiertamente, contra su presión, su insistencia, su apretada y celosa supervisión, su curiosidad: todas aquellas patéticas señas de identidad de una mujer cuya única gratificación eran sus hijos. Yo creía que a él le perjudicaba estar ciego. ¡Eso era lo fundamental! La esencia de mi pensamiento, aunque no tuviera palabras para expresarlo. ¡La verdad! ¡Hechos! Las palabras adecuadas para expresar una acción, una situación. Él no comprendía a qué me estaba refiriendo. De la misma manera que yo me rebelaba por instinto, él se conformaba. ¿Cómo pueden ser tan distintos unos hermanos? Pero sólo nos hacemos esta pregunta al tener hijos, después de lo cual es difícil no ver el útero como una especie de conducto nutritivo para una inagotable variedad de seres humanos, cada uno de distinta concepción, un individuo.

¿Hablábamos de los africanos? ¿De los negros… de los «munts»… de los «kaffires»…? No demasiado. Estaban allí, eran algo obvio. Ningún niño blanco aprendía shona, que se consideraba una lengua kaffir. No me propongo extenderme sobre las actitudes de los colonos, no hay nada nuevo al respecto. Mis African Stories (Cuentos africanos) hablan de la Región —las granjas de Rhodesia del Sur— en aquella época. Escogería The New Man —que narra cómo los granjeros blancos funcionaban como comunidad—, The Nuisance, No Witchcraft for Sale, The Old Chiej Mshlanga, que demostró ser «políticamente correcta» (porque parece que el nuevo dogma es que los blancos no pueden escribir sobre los negros), cuando un joven nigeriano negro mandó este cuento, bajo otro título, pero utilizando su nombre, a un concurso de narraciones cortas. También hay un cuento titulado Little Tembi que acaba con estas palabras: «¿Qué quería él, durante todo aquel tiempo?». Lo que él, ellos querían era compartir de buen grado, generosa, abiertamente, los beneficios de la civilización «blanca», en vez de que les dieran con las puertas en las narices, frialdad, tacañería moral. Hablábamos mucho de Old Smoke, porque solíamos sentarnos a escuchar las largas, lentas conversaciones entre él y mi padre, que contenían algo de las vacilaciones filosóficas de dos palomas en coloquio de mediodía, y seguían y seguían, luego un largo silencio que llevaba a pensar que la charla había acabado pero no, empezaba de nuevo. Hay algo más… ¿Sí?… Algo más… ¿Qué?… Lo del buey… Sí, así es… ¿Qué deberíamos hacer?… Hablaré con el pastor… Curioso lo que pasa con los mombies… Saben lo que quieren… La vaca negra necesita un poco de muti… Díselo al pastor, Smoke… Sí, sí, se lo diré al pastor… Silencio. Un largo silencio. ¿Nkosi?… ¿De qué se trata, Smoke? De lo de la esposa de Jonah… No, vamos, Smoke, no me mezcles en tus asuntos matrimoniales… Ya, pero… ¿Hablamos de ello?… Su bebé está enfermo y debes llevarlo al hospital… Pero ¿cómo puedo saber que ella no se presentará por casa?… Debes decirle a Jonah que diga a su esposa que te permita llevar al niño al hospital… Pero eres tú quien debería decírselo, Smoke… Yo se lo he dicho y ahora debes decírselo tú… Un largo silencio. Jonah tiene una desazón por dentro que le está consumiendo… ¿Qué tipo de desazón, Smoke?… Por esta razón siempre está tan enfadado. Por esta razón su esposa… Entonces, ¿cómo podemos curarle la desazón, Old Smoke?… Ah, Nkosi, eso sí que es complicado. Sólo Nkoos Pezulu puede curar la desazón de Jonah…

Y así seguían, esto era lo que les gustaba a los dos, filosofar. Y se podían pasar la mañana sentados, como voces de palomas que no cesan… no cesan… no cesan. En el calor, en el silencio de la jungla, a veces con las voces de otros pájaros como contrapunto. Para aquellas conversaciones se servían del kaffir de los empleados, la jerga vergonzosa que utilizaban todos los blancos en aquella época, una mezcla de afrikaaner, shona y ndebele, todo en imperativo: Haz esto, Lleva esto, Ve allí. Pero que también podía tener sus momentos más suaves.

El buen talante que compartíamos mi hermano y yo sólo se mantenía cuando estábamos solos. En cuanto aparecían sus compañeros de colegio, inmediatamente él pasaba a ser uno de ellos. Su amigo íntimo era Dick Colborne, que vivía al otro lado de la región y estudiaba en Ruzawi. A veces venía a «pasar el día», según la costumbre, montado en su bicicleta, o bien los Colborne venían a tomar el té con nosotros, o nosotros íbamos a su casa, y siempre se daba por supuesto que los niños tenían que jugar fuera juntos. Dick y mi hermano me lo hicieron pasar mal, porque se burlaban de las chicas en general, fingían que les tiraban piedras o las tiraban de verdad de modo que —eran expertos— no dieran en el blanco por escasos centímetros. Salían corriendo hacia la jungla para que yo me perdiera. Me invitaban a subir a lo alto de un kopje, adonde yo no podía llegar por mis propios medios, luego se iban, para disfrutar viéndome intentar el descenso, mientras ellos se reían con estridencia. Se comportaban conmigo, una chica, exactamente como prescribían los colegios de aquel tipo, y este comportamiento de grupo empeoró con los años cuando acabaron sus estudios en la escuela superior. Cuando le pregunté a mi hermano antes de morir si recordaba lo mal que me lo habían hecho pasar él y Dick, se quedó sorprendido y molesto. Lo que más me dolía era la traición: durante un día entero, o varios días, durante semanas o meses, él y yo éramos amigos, sin alusión alguna a que yo fuera chica o inferior, pero en cuanto aparecía otro muchacho todo cambiaba, él se convertía en mi enemigo. Para él resultaba normal. Nada de esto sorprenderá a mujeres casadas o que viven con hombres que asistieron a ese tipo de colegio.

Conservo un recuerdo, un recuerdo muy particular… Durante años, al recordar lo poco en que estábamos de acuerdo mi hermano y yo, lo poco que compartíamos, yo pensaba: Me pregunto si él recuerda aquel día; pero, según se vio luego, no lo recordaba. Qué extraño resulta conservar en la mente un recuerdo que incluye a otra persona con toda claridad, y comprobar luego que la otra persona no lo recuerda en absoluto.

Sabíamos que al gamo le gusta pasar el calor del día a la sombra de hormigueros, suficientemente grandes para quedar protegido. Íbamos los dos silenciosos, asegurándonos de no pisar ramitas u hojas secas, a un hormiguero donde era visible el rastro de animales. Hierbas aplanadas, un limpio borde de piedra donde una pezuña había hecho saltar un pedazo, bolas recientes de excrementos. Encontramos un lugar alto en una roca, protegida por ramas. Al encaramarnos fuimos con cuidado, porque era el lugar perfecto para una serpiente. Esperamos. Eran alrededor de las seis de la mañana y el sol acababa de salir. No era fácil para un niño de nueve o diez años —y no podíamos tener más años— quedarse sentado absolutamente quieto. Mi hermano se entretenía imitando reclamos de palomas. Las palomas llegaron a las ramas que teníamos encima, y se sentaron aguzando las cabezas aquí y allá, mirándonos, pero al no encontrar a otras palomas, desaparecieron a toda prisa. Oímos ruiditos, y allí estaba, un koodoo macho, abriéndose paso lentamente a través de las cortinas de helecho de Navidad, de los cantos rodados. Se paró y miró nerviosamente alrededor. Sabía que algo iba mal, sus grandes cuernos en espiral dieron la vuelta, miró atrás por encima del hombro donde el sol resbalaba sobre su piel. Pudimos ver sus líquidos ojos oscuros, sus pestañas oscuras… Permanecimos sentados sin casi respirar, agarrotados por el esfuerzo de no hacer ruido. La bestia se quedó allí, nerviosa, infeliz, durante un buen minuto o dos. Nunca habíamos estado tan cerca de un koodoo vivo… animales muertos sí, que llevaban a casa para despellejarlos y cortarlos. No estábamos cometiendo ningún error, aparte de ser unos niños del género humano en el lugar que no tocaba, y emitir, probablemente, señales de las que nosotros nada sabíamos. Mientras tanto, el koodoo se dio la vuelta para mirar el lugar del que había venido y se quedó de nuevo mirándonos de frente. Estábamos viendo cómo la bestia vivía su vida, la amenaza constante, siempre en guardia contra los enemigos, siempre cauteloso, volviendo la cabeza aquí y allá para escuchar. No obstante, ahí estaba, adulto, había sobrevivido, y no corría peligro por nosotros aquel día puesto que no llevábamos la escopeta. Pasó mucho rato, o así pareció, mientras nosotros esperábamos y la bestia escuchaba y miraba. ¿Nos miraba a nosotros? Sí, pero ¿qué veía? Su mirada se desplazó. Y entonces algo —pero ¿qué?, ¿una ráfaga de aire que llegó de un sitio distinto?, ¿o era que sin querer habíamos hecho ruido?— le hizo darse la vuelta y escapar precipitadamente del hormiguero, no con el pánico de la urgencia, puesto que conocíamos la carrera accidentada de un gamo, cuando el terror se apodera de sus patas, pero lo bastante rápida, para huir de aquel lugar peligroso, el hormiguero, donde había algún tipo de peligro, aunque no supiera cuál.

Lo del koodoo fue un día concreto, un momento concreto, un recuerdo concreto, pero algunos recuerdos son amalgamas de días, quizás de centenares de días. Sonido, los sonidos del tiempo, a los que estábamos ya acostumbrados… Mi hermano y yo a menudo bajábamos al lugar donde los postes telefónicos avanzaban por la cresta de la Mina Mandora, a través de una franja de hierba hasta nuestro gran campo y allí se remontaban hasta el final, luego subían la colina, y llegaban hasta nuestra casa. Nos sentábamos debajo de los postes, las orejas junto al poste metálico, y escuchábamos el rasgueo, tamborileo, el canto profundo del viento en los hilos donde vigilábamos, a la vez que escuchábamos, los pájaros, centenares de pájaros, posándose, balanceándose, arrancando de nuevo el vuelo, grandes pájaros y pequeños pájaros y descoloridos pájaros y pájaros de color del arco iris o de una puesta de sol, sobre todo los más espectaculares, las abubillas, de color malva y gris y rosa, como grandes ejemplares de Martín pescador. Nos ocultábamos en la hierba y escuchábamos, permanecíamos escondidos y mirábamos. Y oíamos, cuando nuestros oídos se abrían al sonido (puesto que estábamos en silencio para no asustar a los pájaros ni a los animales alrededor), cómo las actividades de la granja, la vida en la granja, nos contaban lo que pasaba en las inmediaciones. En el campo que había cerca de la casa un hombre estaba arando y maldiciendo a los bueyes que tiraban de las rejas del arado, que crujían al hundirse en la pesada tierra roja. En el camino que iba a la estación, el carro cargado con su tiro de dieciséis bueyes rechinaba y gemía mientras el conductor chasqueaba el látigo que llegaba hasta los cuernos del buey conductor, y daba un alarido que sólo ellos comprendían, porque arrimaban sus hombros al tiro y mugían, una y otra vez, una forma de protesta (¿entre ellos? ¿contra él?), de esto no cabía duda. Cuando restallaba el látigo, era como un relámpago, como si se rompiera el aire, pero la línea del látigo serpenteaba por encima de las cabezas de los bueyes y no los tocaba. La voz del carretero, chillando, gritando, o dialogante, como la de los bueyes consigo mismos, bajaba de tono cuando se adentraban en la arboleda que llevaba hacia la estación de Banket. Sobre los cables del teléfono los pájaros gorjeaban y cantaban, a veces parecía que compitieran con el zumbido de los postes metálicos, y desde los árboles de allá a lo lejos llegaba el tintineo de manadas de agazapadas gallinas de Guinea. El viento cantaba no sólo en los hilos, sino también en la hierba, y si soplaba con fuerza, provocaba en los hilos una vibración y un tañido, y entonces las manadas de pájaros se desplegaban en el cielo, con revoloteos a veces suaves, a veces estridentes, y se apresuraban hacia los árboles, o volvían en círculos para intentarlo de nuevo. Unos perros ladraban desde el recinto. Nuestros perros estaban acostados en la hierba a nuestro lado, asaltados por las garrapatas —podíamos ver como las garrapatas cambiaban la hierba por el pelo duro—, y jadeaban, y en ocasiones levantaban sus hocicos para abrir la boca con un sonido que parecía una queja. Movían la cola, o castañeteaban los dientes y buscaban por su piel para encontrar garrapatas y pulgas. Un coche llegaba lentamente por el camino de la estación, un ruido distinto a cualquier otro, con su lento y regular ronroneo. De los grupos de hombres que trabajaban por el camino sachando cacahuetes, llegaba un canto, un canto de trabajo, que seguía, y seguía, con un estribillo gruñón que hacía reír a los hombres y mover con más energía sus sachos entre las malas hierbas. Desde el recinto, las voces de las mujeres que se llamaban las unas a las otras, agudas y claras, y después una risa. Desde la casa de la colina, el sonido metálico de la reja del arado, porque era la hora del almuerzo. Los trabajadores tiraban al aire sus sachos y salían hablando y riendo. Los grillos cantaban en los pastos y las cigarras en los árboles al otro lado del camino, y de entre los árboles llegaba el sonido de lo que llamábamos un piano de mano, el mbira, porque un hombre lo estaba tocando para sí mientras avanzaba. Muy lejos, pasadas las montañas Huniyani, donde las nubes se amontonaban grises y moradas a mitad del cielo, llegaba el rugido del trueno… pero aún era mediodía, probablemente la lluvia llegaría precipitada y silbante por la noche. Mientras tanto, el calor brillaba en el camino y sobre los tejados metálicos del granero, que crujía y crujía.

Un halcón se desmarcaba de la compañía de halcones que le rodeaban allá en lo alto, y se dejaba caer en dirección a algo que había en la hierba, a unos veinte metros de nosotros. Los perros levantaban la cabeza, el halcón los veía, se desviaba bruscamente, y se alejaba raudo por debajo de los cables del teléfono, el viento silbando en sus alas. Los perros le ladraban, por formalidad, y dejaban caer de nuevo la cabeza entre sus patas.

Las palomas arrullaban desde el gran vlei —allí vivían a cientos—, un acompañamiento somnoliento a todo aquel ruido.

El gong había sonado, pronto comeríamos, deambulábamos por la parte trasera de la casa, los pájaros cantando a nuestro alrededor mientras avanzábamos, los hilos telefónicos zumbando.

A finales de los años cincuenta la BBC me pidió una obra dramática para la radio y les sugerí una basada en los sonidos de la jungla… en la granja, en la estación de Banket. El tren procuraría el fondo sonoro, un marco para la historia, las maniobras, soplidos y resoplidos, los prolongados gritos de bienvenida y despedida, el chirriar de los frenos. Se oiría el crujido de los carros al entrar en la estación, los bueyes que se quedaban pacientemente quietos, mugiendo porque estaban sedientos, y seguidamente eran separados de dos en dos y llevados a los depósitos de agua, donde el agua resbalaba y chapoteaba por sus hocicos. De las galerías del almacén Dardagan y el almacén kaffir llegarían los sonidos de la mbira y, también, del minúsculo gramófono de manecilla con Caruso cantando «Los remeros del Volga», o el «Vals de los matadores». La historia se explicaría con y a través de sonidos, una historia sobre gente para quien los sonidos del tren eran noticias del mundo exterior, y los sonidos de la granja y de la estación, el aliento de sus vidas. Muchas ideas para programas, historias, obras dramáticas, nacen y, luego, mueren. En este caso, lo lamento. Tendríamos ahora los sonidos de un África que ya no existe.