Ahora me encontraba en la habitación —la tercera, según se entraba en la casa— que sería mía hasta que dejara la granja para siempre. Era una habitación grande, cuadrada, de techo de paja, encalada, llena de luz. Desde mi cama veía salir el sol tras la montaña de cromo y desaparecer de mi vista con rapidez; veía salir la luna, elevarse y desvanecerse. Solía dejar la puerta abierta de par en par sujetada con una piedra, por lo cual lo que pasaba en la jungla siempre me era visible: se encontraba sólo a unos pasos bajando la acusada pendiente. Me peleaba con mi madre para que me dejara tener aquella puerta abierta. «Serpientes», exclamaba ella, «escorpiones… mosquitos… ¡no quiero ni verlos!» Pero yo seguía con la puerta abierta sabiendo que estaba a salvo dentro de la mosquitera; además, disponíamos de abundante quinina para los meses de la estación de las lluvias. Pero sí entraban serpientes en la casa; en más de una ocasión mi madre tuvo que matar alguna. Lo cierto es que crecí en una de las zonas más infestadas de serpientes del mundo. Todas eran venenosas, algunas mortales. Durante años fui por la jungla con las piernas al descubierto y descalza, y nunca me picaron. Es evidente que nos temían más que nosotros a ellas. Imposible no recordar como nos insistían una y otra vez sobre el peligro que suponían las serpientes. Acuérdate de mirar por dónde pisas, nunca pongas la mano en una rama sin mirar, nunca te subas a un árbol sin llevar cuidado, a las víboras les gusta tenderse en senderos y caminos cálidos y se mueven lentamente… acuérdate, acuérdate, acuérdate. Pero mi temor se centraba en el gran número de insectos de múltiples tipos, grandes y negros y con antenas o delgados y nerviosos e invasores, en las arañas que colgaban ante nuestros rostros en telarañas tejidas durante la noche, en las que se escondían dentro de nuestras zapatillas africanas, o nos miraban a través de agujeros en la tierra cuando nos agachábamos para mear. La irracionalidad de la humanidad queda de manifiesto en el hecho de que, cuando miro atrás, pienso en aquellas letales pero bellas serpientes con admiración e, incluso, con afecto, mientras que el recuerdo de aquellos inofensivos insectos me hace temblar.
Pero yo estaba debajo de la mosquitera, por tanto todo iba bien.
Por las mañanas me despertaba porque había entrado la luz del sol, y notaba su calor en mi cara. Inspeccionaba la mosquitera para ver si había arañas y escarabajos, luego saltaba de la cama, recogía la mosquitera con su lazo diurno. Volvía a acostarme boca arriba y permanecía estirada, tras apartar la sábana de un puntapié, oliendo todos los deliciosos aromas de aquella habitación. Primero, mi propio cuerpo, sus distintas partes, cada una con su propio olor familiar. La paja del techo tenía también su propia fragancia, húmeda o seca, según hubiera llovido o no. La creosota con que estaban pintadas las vigas tenía fuerte olor de alquitrán, parecido al del jabón. El linóleo, que ya se agujereaba, soltaba olores aceitosos, pero débiles, como el hule del lavabo. El balde de esmalte bajo el lavabo podía contener pipí, pero aprendí a escurrirme con el balde y vaciarlo por la colina sobre la tierra, que se llenaba de burbujas amarillas, las absorbía y quedaba seca casi inmediatamente. El olor del dentífrico era limpio y fuerte. Mis zapatos —zapatillas africanas sin doble suela— olían a pellejo, como tiras de piel. Pero me negué siempre a tener una colcha de piel sobre mi cama, porque la piel era demasiado cercana a la bestia de la que provenía y, en cualquier caso, su áspera rugosidad me hacía pensar en Mrs Scott y nunca, nunca jamás, quise volver a pensar en aquel lugar.
Oía como el «boy» llevaba el té a mis padres, sabía que se despertaban, me escurría dentro de mi ropa antes de que me obligaran a hacerlo. Llevaba bragas de algodón, un vestido de algodón, a veces hecho de un saco de harina bordado, y un corpiño Liberty. El catálogo de la Marina y el Ejército regulaba nuestras vidas, como las de los niños de clase media en cualquier parte de las colonias. Los niños bien criados llevaban corpiños Liberty, con sus lengüetas para ponerse ligas y medias cuando hacía frío. Cuando se llevaban sin medias, se movían y dejaban manchas rojas en el estómago. Llegó un día en que dije no, no iba a llevarlo, nunca más volvería a llevarlo. Y al ganar la batalla para mí, también la gané para mi hermano. Él aún llevaba los apretados fajines que supuestamente evitaban que el frío afectara al hígado, mientras que yo hacía tiempo que me había negado a llevar uno. Había que llevar sombreros de algodón, ribeteados de aertex rojo, con bandas rojas que colgaban sobre nuestras espaldas para proteger nuestros espinazos del sol. Pero no, no, no, yo no los llevaría. «¡Nadie lleva sombrero!», gritaba… y era cierto, los granjeros y sus esposas no se cubrían la cabeza, a pesar de que las mujeres llevaban a veces un sombrero para ir de visita. De nada servían los alegatos de mi madre: sin fajín acabaréis con resfriados mortales, con malas posturas sin vuestro corpiño Liberty, con insolación sin los sombreros ribeteados de rojo. Por lo que se refiere a los sombreros, parece que mi madre y los Almacenes de la Marina y el Ejército tenían razón. Recientemente (1992) acudí a un especialista de la piel en Londres y me dijo que la mayor parte de sus ingresos provienen de blancos adoradores del sol en Australia, Sudáfrica y Zimbabwe.
Me vestía a mi propio gusto, como siempre desde que pude hacerlo sola, mientras que a mi hermanito, ahora a punto de cumplir los seis años, aún le vestían. Se suponía que era frágil, y a menudo pillaba bronquitis y se quedaba en cama con la cabeza cubierta por una toalla y la cara sobre una jofaina de agua caliente que emitía los vapores de aceite de gualteria, y de bálsamo de fraile, un compuesto de tintura benzoica. Aún tendría que transcurrir un par de años antes de que se negara a que le llamaran «nene», se negara a ser frágil.
Cuando yo entraba en el dormitorio de mis padres, mi padre se estaba colocando su pierna de madera con sus pesadas bandas de piel, el cangilón para su muñón; mi madre, con su bata de seda floreada de Harrods, estaba vistiendo al nene. Las cortinas Liberty aún eran nuevas. Brillaba el encalado. El techo de paja era amarillo y olía a nuevo. Aún faltaban años para el lento abandono al que la casa acabó por rendirse.
Desayunábamos en la sala que daba a aquella parte de la jungla que se extendía hasta las colinas Ayreshire. Mamá en su fresco vestido de algodón, papá con el caqui granjero y sus dos sanos hijitos. El desayuno era un desayuno inglés completo: gachas de avena, entreverado de tocino, huevos, salchichas, pan frito, tomates fritos, tostadas, mermelada de naranja amarga, té. También pawpaw de la estación y naranjas.
La principal preocupación de mi madre era que comiéramos lo suficiente. Hoy no puedo creer cuánto comíamos todos. Y cuando quedaba un poco de clara de huevo medio líquida o un trocito de tostada, mi padre exigía con angustia que pensáramos en los niños que morían de hambre en la India. Que los niños murieran de hambre en África, o padecieran hambre o desnutrición en el recinto de la granja que podíamos ver a través de la ventana, no parecía ser responsabilidad nuestra.
Al hilo del relato vuelve a surgir el problema de cómo transmitir las contradicciones de las actitudes blancas. Mi madre se preocupaba mucho por la mala alimentación de los trabajadores de la granja, intentaba que comieran verduras de nuestro huerto, les daba lecciones sobre vitaminas. Ellos no querían comer col, lechuga, espinacas, tomates… ahora toda la gente negra los come. Recogían de la jungla productos que les gustaban, hojas de esto y aquello, y una vez por semana destilaban cerveza, que consideraban muy nutritiva. Pero, una vez al mes, se mataba un buey para ellos. Principalmente comían mealie, cereal africano, sin refinar, amarillo, un producto maravilloso como la polenta, y cacahuetes y judías. En realidad, aquel régimen ahora lo aplaudirían los especialistas en nutrición, pero entonces se consideraba malo, debido a su falta de carne.
Recuerdo una desagradable anécdota de aquella época, aunque hubo numerosos incidentes como éste a lo largo de toda mi infancia. Mi hermano, o yo, imitando lo que otros hacían, llamamos al «boy», al criado, para que nos trajera los zapatos, que estaban en la misma habitación. Mi padre se puso a chillar, se enfureció, algo insólito en él. Decía que cómo se atrevía mi madre a permitir que los niños se malcriaran, cómo se atrevía a permitirnos llamar «Boy» (chico) a un hombre hecho y derecho. ¿Acaso no le importaba que, siempre auxiliados por los sirvientes, nos convirtiéramos en unos blandengues y consentidos? Él no lo permitiría. Por regla general mi padre no promulgaba leyes. Pero en este caso sí lo hizo. A lo largo de toda mi infancia, le insistió a mi madre, más como un lamento que como un enfado, en lo absurdo que era esperar que un hombre que acababa de salir de una cabaña en la jungla comprendiera la importancia de servir una mesa con la cubertería de plata en su exacto orden, la manera en que había que disponer los cepillos y espejos en el tocador. Porque desde muy pronto la voz de mi madre había ido subiendo hasta alcanzar el agudo tono de desesperación de la «missus», la señora blanca, cuya idea de sí misma, de su familia, dependía de las normas sociales de clase media de su patria. «Por el amor de Dios, cariño», la apremiaba, suavizando la voz al ver la aflicción en la enfadada cara de ella. «¿No te das cuenta? Es sencillamente ridículo». «Bien, es su trabajo, ¿no?».
Después del desayuno, yo volvía a mi dormitorio para leer. O recibía lecciones de mi madre sobre… bueno, sobre lo que fuera. Porque si bien sus maravillosas clases cesaron cuando fuimos al colegio, ella nunca perdió la oportunidad de enseñarnos, y ahora lo agradezco y desearía podérselo decir.
Mi hermano siempre bajaba a los campos de cultivo con mi padre, y también iba yo con frecuencia. Mi padre se sentaba encima de un tronco o de una gran piedra, y miraba cómo araban los «boys», cómo tiraban de las panochas de maíz, o arrancaban cacahuetes, o cortaban las cabezas del gran y plano girasol llenas de brillantes semillas negras. La mayoría vestía con trapos de diversos tipos, otros con taparrabos, y algunos con una camiseta de trapo y pantalones cortos sujetados a menudo con fibra de corteza rosada arrancada de un árbol musasa. Mientras araban, conversaban, riéndose y contándose chistes; en ocasiones cantaban, mientras trillaban cacahuetes con grandes palos, o machacaban las cabezas de girasol para que soltaran cascadas de semillas. Cuando el ayudante, Old Smoke, se sentaba junto a mi padre, con sus dos jóvenes auxiliares siempre respetuosamente de pie detrás de él, los dos hombres podían pasarse hablando media mañana. Puesto que, cuando habían acabado con los mombies, el ganado, las probabilidades de lluvia, la necesidad de un nuevo kraal para las vacas, o una nueva acequia para llevar agua al recinto, o las deficiencias del granjero ayudante holandés —pero éste duró poco tiempo, porque los africanos le odiaban—, se dedicaban a filosofar. Al ritmo africano, conversación lenta, con largos intervalos, puntuados por un «Sí…» y por parte de Smoke un «Sa…». Luego, otra lenta charla, el «Sa…» de Old Smoke y el «Sí, así es» de mi padre. Smoke se sentaba en un tronco o sobre sus ancas, con un antebrazo sobre las rodillas para mantener el equilibrio… Cuando lo intentamos mi hermano y yo fue inútil: nuestras extremidades ya estaban hechas a la rigidez europea. Mi padre se sentaba con su pierna de madera delante de él, su viejo sombrero en la cabeza para protegerse de aquella luz deslumbradora. Hablaban de la vida y de la muerte y, a menudo, sobre el Gran Jefe Pezulu (el Gran Jefe arriba, o Dios) y sus probables intenciones.
Mientras tanto mi hermano y yo mirábamos pájaros, camaleones, lagartos, hormigas, hacíamos casitas de hierba, o corríamos arriba y abajo cerca de los hormigueros, donde a menudo asustábamos a un conejo tendido en las horas de calor bajo un arbusto.
Pasaban horas. Años… Nos traían una botella llena de té azucarado y también pastel, galletas, bollos. Old Smoke lo compartía con nosotros. Pasaban más horas… años. Luego el sonido del gong desde la casa. Los hombres, que habían estado trabajando desde las seis o las siete de la mañana, tenían una hora de descanso, de doce a una. El gong era una reja de arado que se hacía sonar mediante un gran cerrojo de carro. Entonces nos dirigíamos a la casa en la que mi madre había estado trabajando durante toda la mañana, básicamente cosiendo ropa para su marido, sus hijos, ella misma… ella siempre iba muy cuidada. O había estado cocinando. Preparaba mermeladas, frutas en conserva, inventaba fruta confitada a partir de la pulpa de la calabaza con que alimentaba al ganado, llenaba hileras de latas de gasolina con la dulce y burbujeante agua de jengibre, lo que luego supondría docenas de botellas de cerveza de jengibre. Y, como las esposas de granjeros, inventaba recetas de cereales, que por aquel entonces no se llamaban maíz. Debido a que todos éramos pobres, o por lo menos frugales, ahorrando dinero cuando era posible, las mujeres se enorgullecían de lo que podían hacer con lo que cultivaban. Hasta que fui a Argentina, donde se cultiva lo mismo que en Sudáfrica —calabazas y maíz, judías y patatas, tomates, pimientos, cebollas— no encontré nada parecido a esta capacidad de invención. Nos comíamos los cereales verdes, preparados con salsas de queso, o en buñuelos y budines de leche o en sopas con patatas y calabaza. La harina de maíz se convertía en pasteles y tortitas, así como en distintas clases de gachas, o se añadía al pan. Había una docena de maneras distintas de preparar la calabaza. Los cacahuetes tiernos se abrían camino en estofados, la mantequilla de cacahuete en todo tipo de salsas y panes.
Comíamos… cómo comíamos. El almuerzo era algo muy importante, con carne, siempre carne, puesto que en aquella época sólo a un auténtico chiflado se le hubiera ocurrido dejar de comer carne. Comíamos roast beef con patatas, o pasteles de carne y riñones, o estofados, o pastel de carne picada, con patatas y media docena de verduras del huerto que había en la falda de la colina, cerca del pozo. Después, contundentes budines, y queso.
Luego, era el momento de la siesta.
«Pero no tengo sueño, mami, mami, no tengo sueño».
Era inútil. En este clima, o en esta altitud —y las dos cosas se podían citar como evidencia en mi contra— los niños tienen que dormir por la tarde. Suplicaba, rogaba, incluso lloraba para que no me obligaran a acostarme mientras la voz de mi madre cada vez sonaba más incrédula. «¡Qué tontería! ¿Por qué tanto jaleo?» Ella no sabía que yo me enfrentaba con el infinito: ella esperaba aquellos minutos, robados de su tarea de educar hijos, para poder escribir a su familia. Corría las cortinas naranja para tapar la gasa verde de la ventana, y apartaba la piedra que sujetaba la puerta. «Mira, aquí está el reloj», y lo dejaba al lado de la palmatoria junto a mi cama. Yo había aprendido las horas debido a las agonías de aquellas siestas. Tras quitarme el vestido por la cabeza, ella se quedaba de pie, apartando la colcha. Yo me deslizaba dentro de la cama. Luego se iba, con el pensamiento ya en su carta. En ese momento yo me alegraba de que ella me hubiera olvidado. Y cuando cerraba la puerta de su dormitorio, donde mi hermanito ya dormía, inmediatamente yo saltaba de la cama y corría las cortinas de nuevo porque odiaba aquella sofocante y húmeda lobreguez. Permanecía boca arriba mirando al techo. Los frescos espacios de debajo de la paja me albergaban. Sí, y en algún momento la espera llegaría a su fin igual que ayer, y anteayer. Una abeja perdida iba por todas partes zumbando, caía al suelo, seguía zumbando, dándome una excusa para levantarme y hacerla salir, pero yo no me atrevía a colocar de nuevo la piedra y mantener la puerta entornada. Boca arriba, con los brazos cruzados, me concentraba en mi fresco cuerpo, que hacía un ruido sordo, latía y vibraba un poco por el sonido. Doblaba los pies. Contaba mis dedos, uno a uno, todos presentes, en su sitio, mis amigos, mi amigo, mi cuerpo. Me olía los dedos donde aún quedaban olores de roast-beef y zanahorias. El dorado almíbar del budín al vapor llenaba mis sentidos de intensa dulzura y hacía que se abrieran las ventanas de mi nariz. Mi antebrazo olía a sol. Los diminutos pelos dorados se aplanaban cuando los soplaba, como el viento sobre las largas hierbas de las acequias. Silencio. El silencio mortal, pleno, satisfecho de un mediodía en la jungla. Llama una paloma. Otra le responde. Por un momento el mundo está lleno de palomas, y en la falda de la colina irrumpe un sonoro revoloteo de alas, y la forma negra de un pájaro se precipita por el marco de mi ventana. Mi estómago gorgotea. Llevo mi dedo índice hacia ese lugar pero el gorgoteo se ha desplazado más abajo, hacia… Pero yo ya había aprendido a controlar mi vejiga y a no hacer caso de su urgente petición: ¿podrías acompañarme al lavabo? Mis manos se deslizaban, como las de un médico, por los muslos hasta las rodillas. Había por ahí un determinado lugar que, si lo tocabas, producía una sensación de respuesta, como un pellizco, exactamente detrás del hombro. Los dos lugares se relacionaban. Había otros lugares gemelos de carne, o de piel. Seguía descubriendo otros nuevos, luego olvidaba que estaban allí, luego los redescubría. Exactamente encima del tobillo… Permanecía tendida boca arriba con las piernas al aire, y apretaba mi dedo índice en la carne que cubría el tobillo: allí estaba, sí, a kilómetros, bajo mis costillas, se producía una respuesta, una sensación no muy alejada del dolor; se convertiría en dolor si yo seguía presionando, pero ya había pasado a otra cosa, dibujando mi cuerpo y sus secretas consonancias. ¿Me atrevería a mirar el reloj? A la fuerza tenía que haber pasado ya la media hora. Llevaba una eternidad tendida. Una mirada a hurtadillas… no, ¡imposible! La manecilla se habría atascado, cogía de un manotazo el reloj, lo sacudía. No, funcionaba, todo en orden, y sólo habían pasado tres minutos. Un aullido de protesta, en seguida acallado; de haberlo oído, ¿entraría mi madre? Cerraba los ojos, tendida rígida, fingiendo estar dormida. Pero la simulación tenía sus peligros, porque una podía caer dormida, y yo no tenía sueño. Seguía allí tendida con todo mi cuerpo, con mi vida entera… Desde la otra cama me llegaba un sonido parecido al del revoloteo de una polilla atrapada. Mi amiga la gata estaba allí. Saltaba y me inclinaba sobre ella, que estaba hecha un ovillo, y su sedosa piel gris se movía al compás de su respiración. Yo estaba convencida de que ella comprendía la angustia de aquella siesta de mediodía, de aquella interminable media hora. Con mi dedo acariciaba su patita gris, que se cerraba atrapándolo. Las uñas, como pequeñas astillas de luna, se clavaban en mi carne y luego se separaban. Profería un ruidito que significaba: estoy dormida; así que yo la dejaba en paz y saltaba sobre la cama con tanta fuerza que los muelles chirriaban.
Pero podía verla desde allí, tenía compañía, si la despertaba vendría a mi lado, su suave peso sobre mi hombro. Pero esto significaba que debía permanecer tendida e inmóvil… Fuera, en el montón de leña el criado cortaba madera, y el lento sonido del hacha era como el de las campanadas de un reloj. Las palomas estaban quietas y yo notaba que la pesadez se instalaba en mis párpados. Intentaba despejarme bebiendo grandes tragos de la dulzona agua tibia del vaso que se veía lleno de burbujas. Cada burbuja era un pequeño mundo, y yo cogía una paja que había caído del techo e iba haciendo desaparecer las plateadas burbujas de dentro del vaso, una a una, como velas de cumpleaños.
La esfera del reloj decía que habían pasado cinco minutos. La infelicidad se apoderaba de mí… El temor. Eternidades como aquellas a las que Mrs Scott se refería cuando afirmaba: «Pero si sólo fueron dos trimestres, esto es todo», mientras mis padres me miraban, como lo hacían con frecuencia, con regocijo e incredulidad. Y aún me esperaban el convento y otro exilio del hogar… La eternidad. Mi madre nos leía el Nuevo Testamento en una versión para niños. La eternidad: tiempo que nunca se acababa. Tendida de espaldas, con los brazos lanzados al aire y los ojos fijos en el frescor de debajo de la paja amarilla, tan lejos de mí, allá arriba, pensaba en aquel tiempo que no se acababa nunca. No acababa nunca, no acababa nunca… aguantaba la respiración con concentración. Nunca acaba, nunca… mi cerebro parecía balancearse, mi cabeza rebosaba de tiempo paralizado, tiempo que no tiene fin. Durante unos segundos, por un instante, parecía alcanzarlo… sí, esto es, ya lo tengo… y de repente me sentía agotada. ¿Sería la hora de levantarse? El reloj decía que sólo habían pasado diez minutos. Sin querer, soltaba un sonoro grito de rabia, luego me tapaba la boca con las palmas de mi mano, pero ya era inútil, mi madre lo había oído y entraba como una exhalación. «¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?» «El reloj va mal», decía yo llorando. «Se ha parado».
Daba un paso eficiente hasta el reloj, y hacía comprobaciones. Había tenido el tiempo justo de instalar el cuaderno de cartas y los sobres Croxley, y se había sentado, relajándose, para ir rememorando escenas de su vida en este lugar, encontrar palabras que transmitieran su carácter insólito a su amiga, Daisy Lane, una inspectora de enfermeras en Londres. «Esto es completamente salvaje», a lo mejor había decidido escribir. «Tenemos que subir toda el agua por la colina en un scotch cart varias veces por semana, ¡y tenemos que utilizar lámparas de aceite! ¡No sé qué dirías si vieras esta casa! Pero, naturalmente, todo esto es sólo temporal. Estamos plantando tabaco esta temporada, ¡y podemos sacar una buena tajada!»
Fruncía el entrecejo, de pie frente a esta niña tan difícil, sentada en cuclillas sobre la cama, la cara surcada de lágrimas, los ojos implorantes. La madre se sentía inquieta. Mientras que el niño, el hijo bueno, dormía sin quejarse en la habitación contigua, esta niña parecía estar siendo sometida a tortura. Pero su tono era de enérgico humor cuando preguntaba: «¿Qué tonterías son éstas?», y con una mano empujaba a la niña para que se tendiera mientras la tapaba sin contemplaciones con la colcha. «Si haces tonterías, sólo conseguirás pasar más calor».
«Pero yo quiero levantarme, ¿puedo levantarme?»
«No, no puedes. Aún no llevas aquí ni un cuarto de hora». Y se iba.
«Para siempre… para siempre…» La niña andaba con Jesús y sus discípulos por un camino polvoriento, pero no se trataba del sendero de la falda de la colina, en el que el polvo yacía en espesos montones, suaves, rojos, que eran erosionados por rastros de escarabajos o ciempiés o conejos mientras la brisa levantaba granos de arena. No era un amarillento camino rocoso en… claro, Palestina, porque allí se encontraba Jesús, pero el áspero y seco camino era de Persia. El olor que ahora llegaba hasta su nariz no era de África, sino de aquel otro lugar, donde la luz del día olía a antigua, llena de historias de cien años antes, de cuando Khosrhu y sus ejércitos avanzaban por una pared de roca, pero esto era antes de Jesús, hacía miles de años, antes de que Jesús caminara junto a hombres con turbantes a rayas por un sendero polvoriento donde sus pies descalzos tropezaban con grandes piedras calientes, y Jesús dijera: Yo soy el camino, la Verdad y la Vida… ¿a qué se refería, qué quería decir esta frase pronunciada hacía cientos de años?… ella nunca crecería, nunca, por qué incluso el tiempo que faltaba para que llegasen el final del día y la hora de ir a la cama se hacía tan largo, largo, el tiempo era largo, largo… aunque un tiempo largo no era la eternidad, la eternidad era más larga, era inacabable, nunca acababa. De la cama contigua, bajo la mosquitera recogida, provenía el sonido de un castañeteo. El gato estaba soñando. Sus dientes hacían aquel sonido curioso. ¿Soñaba con que cazaba algo? Como los perros que estiraban su cuerpo, entre quejidos y alaridos de excitación, cuando cazaban un conejo o una coneja en sueños. ¿Dónde estaba Lion? ¿Dónde estaba Tiger? Estaban dormidos bajo la sombra de la galería. Harry dormía en la habitación contigua, el nene bueno. Papi se quedaba dormido unos minutos en su butaca después del almuerzo. El criado, aún adormecido, medía el tiempo con su hacha. Y mami estaba escribiendo a tía Daisy, quien a menudo me escribía a mí, desde Inglaterra, me mandaba regalos, y con frecuencia libros sobre Jesús porque era mi madrina. Era ella quien me había enviado aquellas historias en que Jesús caminaba junto a hombres con turbantes a rayas a través del amarillento polvo… cientos de años antes, cientos.
Había desaparecido la indignación, la lasitud se había apoderado de todo su cuerpo. Resbalaba sudor de sus axilas. Tenía el pelo húmedo. Sentía que sus mejillas estaban empapadas. Se ponía entonces de pie de un salto pero, antes de llegar a la otra cama, dominaba el ímpetu de su movimiento, pasaba a ser tan furtiva como un gato y se enroscaba con el gatito gris, que dejaba escapar su sonido de protesta. Déjame dormir. Pero la niña acaricia que te acaricia, su mejilla en el lomo del gato, el gato ronronea, noblesse oblige, la cara de la niña sube y baja al compás del ronroneo, los ojos de la niña se cierran, cesa el ronroneo del gato, vuelve a empezar, cesa… fuera dos palomas llevan a cabo su coloquio: cru, cru, cruuu, el hacha cae con un ruido sordo, lento, lento, lento…
La mujer que escribe a Inglaterra se instala, pluma en ristre, sonriendo, puesto que ya no está aquí, sueña con una tarde de invierno en Londres, llena de calles ruidosas ahí fuera, y ella está en casa con su buena amiga Daisy Lane, la menuda, irónica y enérgica mujer que no se ha casado, porque era una de las muchachas cuyos hombres murieron en las trincheras. Ella se siente culpable de no haber disfrutado en su vida tanto como hablando con su amiga Daisy frente a un buen fuego, comiendo chocolate, o castañas asadas en ascuas.
Dios mío, ya casi son las tres. Hay que despertar a los niños o no dormirán por la noche. No es muy probable que Doris haya dormido, siempre se queja y llora tanto, pero quizás haya acabado por sucumbir. La mujer se sentía rodeada de gente dormida, a salvo en un tiempo para ella sola, sin nadie que la observara. Su marido se había perdido para el mundo en su tumbona, roncando ligera, regularmente. Los perros estaban atados. Toda una colección de gatos, uno enroscado junto al estómago del perro Tiger, en pleno sueño. En el dormitorio el pequeño Harry, consuelo y deleite del corazón de ella, estaba dormido, como un bebé, los puños cerrados cerca de su cabeza. Antes de despertarle suavemente, se inclinaba sobre él, para adorarle. Le encantaba su forma de despertarse, lloriqueando un poco, pequeño y dulce en sus brazos, su cara junto al cuello de ella, acurrucándose, como si con todo su cuerpo intentara volver a entrar en el cuerpo de ella. Se tomaba un buen rato para despertarle, conducirle suavemente al mundo consciente, luego le ponía sus pantaloncitos y camisa. «Ve a despertar a papi», le decía. Ella entraba en el dormitorio contiguo y ponía la mano sobre la boca. ¿Dónde estaba la niña? ¿Se había escapado? Siempre decía que lo haría… una broma, claro. No, allí estaba, abrazada al gato, totalmente dormida. «¿Ves?», pensaba la madre, que siempre tenía razón, «estabas cansada, lo sabía, no me cabía la menor duda». Permanecía en silencio allí, mirando la cara sucia de lágrimas de la niñita. Siempre se sentía culpable, al ver a la niña con su gato, a causa del gato que habían abandonado en Teherán, pero ¿qué otra cosa podían hacer? A fin de cuentas, no hubieran podido viajar durante meses y meses con el gato y, en cualquier caso, era tan feo. Nunca se había producido tal tormenta de lágrimas como cuando la familia abandonó al gato, era ridículo, no tenía ningún sentido.
La madre no tocaba a la niña sino que le decía enérgicamente, en un tono en el que se percibía el remordimiento, como si oscuramente quisiera disculparse por lo que había estado pensando: «Venga, arriba, has dormido una buena media hora».
La niña abría los ojos y por detrás de su madre miraba el dormitorio, como si no tuviera idea de dónde se encontraba. Luego sentía al gato junto a su cara, y sonreía. Miraba hacia arriba, a su madre, y se sentaba, y con una sacudida de cabeza, despejándose de la cara el pelo pegajoso de sudor, decía: «No estaba dormida».
«Ah, sí que lo estabas», decía la madre, triunfante.
«No lo estaba. No lo estaba».
«Lávate la cara. Luego tomaremos el té».
El té era toda la familia sentada a la sombra calurosa del techo de paja de la terraza, tomando pan de jengibre, shortbread, pasteles pequeños, pasteles grandes, bollos, mantequilla, mermelada. «No puedes comer pastel si antes no te has tomado un bollo». A esto se le denominaba disciplina y autocontrol. Los perros se tumbaban con sus hocicos en dirección a la comida. Los gatos se agrupaban alrededor de platos de postre llenos de leche. La niñita transportaba cuidadosamente a través de la casa un plato de leche para su especial amiga, la gata gris. Se sentaba en el suelo mirando lamer a la gata, con su lengua rosada enroscándose en sorbos de leche. El gato maullaba. Gracias, y se instalaba a lamerse un poco, para despertarse. Luego daba un salto para reunirse con los otros gatos, los perros, la familia.
Las tardes estaban llenas de actividades, escogidas por mi madre para educarnos, o al menos para que hiciéramos progresos o nos edificáramos. Había una casita hecha de tablas en el árbol musasa que estaba exactamente detrás de la casa. «Subamos a nuestra casa, subamos», le gritábamos a papá, mientras él maniobraba su pierna torpe para conseguir encaramarse al primer estrado. Luego subía mamá, y nos hablaba de la vida en Inglaterra, y su voz era triste, tan triste que él la reñía. «No te hagas la desgraciada, muchacha. Ya sabes que no todo eran rosas en Inglaterra». Y entonces él solía hablarnos de la otra Inglaterra, la de los pobres, los antiguos soldados sin empleo vendiendo cerillas, y los tontainas jóvenes bailando y divirtiéndose; a ellos no les importaban los soldados muertos o los que no podían conseguir trabajo. O nos hablaba de sus buenos tiempos de antes de la guerra, cuando él iba a las carreras o se pasaba las noches bailando.
O nos llevaban a ver al hombre que hacía los rimpis para la granja. En un lugar llano cerca de las nuevas cuadras había árboles donde se secaban los pellejos, que mantenían la silueta de los bueyes, sin sus cuerpos. O pellejos recientes, acabados de despellejar del animal muerto, que se cortaban a tiras y luego se remojaban en latas de gasolina llenas de salmuera. Se sacaban pronto, se colgaban sobre ramas, y luego un par de chicos negros las descolgaban y las trabajaban para que se mantuvieran flexibles y sirvieran para diversas aplicaciones en la granja: para sujetar los yugos de las vacas alrededor del cuello, o para sujetar los yugos al eje central del carro o la carretilla, para hacer camas y sofás; o se secaban para enrollarlas en grandes bolas como pequeños bultos y se guardaban en una cabaña hasta que se precisaran. O los chicos frotaban grasa y sal en los interiores de pellejos recientes, los manipulaban, los sacudían, los frotaban para que resultaran suaves y aptos para servir de corazas o esteras.
O nos llevaban al lugar donde se hacían los ladrillos. Cogían la tierra de los altos termiteros. La amontonaban en un espacio plano, añadían arena, y luego dejaban caer agua, y de nuevo unos chicos negros la iban aplastando, y nosotros, los niños blancos, también la aplastábamos y bailábamos, animados por nuestra madre, porque los niños pequeños deben jugar con barro y agua, así lo decía Montessori. En realidad, a mí no me gustaba. Estas ocasiones eran como tantas otras en las que yo interpretaba un papel para complacerla. No me gustaba el barro en mis pies, ni salpicándome las piernas, pero seguía haciéndolo, junto con mi hermano y los niños negros. Luego las pilas de barro quedaban ya preparadas, «como cagarros», según decíamos mi hermano y yo entre risitas, pero nunca le contábamos a mi madre por qué. Seguidamente el chico de los ladrillos aparecía con sus moldes y un hombre los llenaba de barro mientras otro transportaba los moldes para darles la vuelta sobre paja. Luego el sol los secaba. Después se hacían hornos para ladrillos y se dejaban al fuego. Y muy pronto ya teníamos allí los ladrillos apilados, rojos, o amarillos, y los niños nos subíamos y hacíamos equilibrios sobre ellos, sintiendo la caliente aspereza de los ladrillos en nuestras suelas, y saltábamos, y volvíamos a subir una y otra vez, mientras mi madre miraba, complacida de que pasáramos por esta experiencia.
Siglos más tarde, eternidades más tarde, el sol se deslizaba por el cielo en un crepúsculo espectacular al que ya estábamos acostumbrados. Pero me recuerdo allí de pie, sola, con toda mi alma y corazón entregados a aquellos llameantes cielos, sabiendo que aquél era el lugar al que yo pertenecía, contemplando aquel esplendor, que era tan triste, tan melancólico, que me hacía sentir como si ya no estuviera en la granja, o como si no fuera a estar en ella mucho tiempo, como si pronto pudiera huir. Pronto… ¿cómo, si un día duraba eternamente?
Por aquel entonces escribí un «poema en prosa» sobre un crepúsculo, de un párrafo de largo, y mi madre lo mandó al Rhodesia Herald. Mi primera tentativa impresa. La complejidad de sentimientos que me embargó entonces fue igual que la de ahora: me enorgullecía que estuviera impreso, me inquietaba que impulsos tan particulares e íntimos se hubieran hecho palabras que otros leerían, de las que otros se apoderarían. Era un manojo de orgullo y resentimiento mezclados cuando mi madre contó que Mrs Larter había dicho lo inteligente que era yo por haber publicado una colaboración en el periódico. Y tan joven, además. Pero me juré en privado que, la próxima vez que escribiera un «poema en prosa», lo mantendría en secreto.
Al atardecer, la granja se llenaba de los mugidos del rebaño de bueyes, a los que se obligaba a volver rápidamente desde algún lugar de la jungla hasta la seguridad del kraal. En los primeros tiempos aún había leopardos en lugares tan cercanos como la colina Koodoo, a unos tres kilómetros. Hasta que la familia abandonó la granja, hubo leopardos en las colinas Ayreshire. A veces un granjero telefoneaba para informar que un leopardo había atrapado a algún animal. Y había pitones, a las que les gustaban los terneros. A los bueyes, aunque eran animales salvajes, indómitos, en nada parecidos a los mansos animales cómodamente domados de Inglaterra, había que cercarlos por la noche. Además, por las mañanas había que ordeñar las vacas. Una vaca no era suficiente, por lo menos no una vaca de aquel escuálido Afrikánder. Cinco o seis suministraban suficiente leche para nuestras necesidades. Oíamos hablar de las magníficas vacas inglesas, con ubres que llegaban hasta el suelo, cada una de las cuales contenía leche suficiente para varias familias. La típica cháchara sobre fértiles paraísos… Hay que tomar precauciones con las historias de viajeros. Aquella Inglaterra de la que hablaban, con tanta hierba verde y flores primaverales y vacas tan amistosas como gatos… ¿qué tenía que ver conmigo?
Luego los niños cenaban. Huevos y pan con mantequilla y un budín. «¡Termina tu comida!» «Pero si ya no quiero más». «Ya lo creo que vas a terminarla». «No tengo apetito». «Ya lo creo que tienes apetito».
Cuando fui por primera vez al colegio llevaba ya leyendo… bien, ¿cuánto tiempo?… es hablar de un tiempo tan elástico como el de los sueños. Lo que sí sé es que, desde el momento en que me sentí triunfante al haber sido capaz de descifrar la palabra c-i-g-a-r-r-i-l-l-o, en un paquete, no tardé mucho en ponerme a leer los trozos más fáciles de los libros que había en la librería. Los clásicos. Los clásicos de aquella época, con páginas finas como la piel, con lomos dorados. Scott. Stevenson. Kipling. Cuentos basados en el teatro de Shakespeare, de Lamb, Dickens. Agazapada en el rincón de la terraza del almacén, sobre una cama de resbaladizos sacos de grano con el olor dulce de la harina de maíz y el rancio de los gatos, devoré las páginas de Plain Tales from the Hills, del que me salté una buena mitad, El libro de la jungla, Oliver Twist, omitiendo páginas, siempre omitiendo; y al haber visto a mis padres llorando de la risa por The Young Visiters, lo leí con el respeto debido a un autor que me llevaba dos años, meditando sobre palabras como «mouse-tache». «¿Mouse-ache?» ¿Dónde se encajaba la «t» y qué sentido tenía «mouse ache?» Y es que encajar en el misterioso mundo de los adultos no era tarea fácil… «Hay una colina verde a lo lejos, sin murallas». ¿Por qué la canción tenía que especificar la ausencia de murallas? Rompecabezas y enigmas, pero por encima de todo, el deleite de los descubrimientos, el placer, el puro placer de los libros que nunca me ha abandonado. Y no sólo libros de adultos. Nos llegaban libros infantiles de Londres, así como publicaciones periódicas infantiles. Si algún editor emprendedor fundara ahora una revista al nivel de la Merry-Go-Round, con escritores como Walter de la Mare, Laurence Binyon, Eleanor Farjeon, ¿fracasaría inmediatamente? «Ya se sabe, con la televisión…» ¿Y la revista Children’s Newspaper, con informaciones desde Egipto y Mesopotamia sobre los descubrimientos arqueológicos de las tumbas de Tutankamen y Nefertiti? Pero ahora todo se reduce a los programas infantiles de la televisión. Entonces, igual que ahora, se suponía que se protegía a los niños de los horrores y, exactamente como ahora, no se nos protegía, porque constantemente, día tras día, aquellas voces hablaban sobre trincheras, bombas, bengalas luminosas, metralla, hoyos de obuses, hombres que se ahogaban en hoyos de obuses y sobre el barro que se podía tragar caballos, por no hablar de hombres. Los heridos en el Royal Free Hospital, los hombres con pulmones llenos de gas, el ahogamiento del joven médico de mi madre, las alambradas. Una tierra de nadie, los Ángeles de Mons, los hospitales de campaña, los hombres ajusticiados por «cobardía», y así sucesivamente, la voz de mi padre, la de mi madre y, también, las voces de la mayoría de nuestras visitas. ¿Qué sentido tiene mantener aquellos deliciosos y saludables Children’s Newspaper y Merry-Go-Round, cuando los noticiarios cuentan la verdad de lo que está pasando y los adultos hablan y hablan y hablan sobre lo que siempre será lo más importante en sus vidas: la guerra? Siempre que venía un hombre de visita, en seguida se hablaba de las trincheras. No, no es la violencia, ni siquiera la pornografía y el sadismo, lo que marca la diferencia entre entonces y ahora, se trata de que entonces no se perdonaba la vida a los niños, se esperaba mucho más de ellos. En verdad no recuerdo que mis padres dijeran nunca: «Esto es demasiado difícil para ti». No, sólo radiantes felicitaciones porque emprendía la lectura de El Talismán o cualquier otra cosa parecida. Tendríamos que contrastar el Merry-Go-Round con la banal jovialidad de los programas infantiles en televisión para ver lo mucho más bajo que apuntamos ahora.
Antes de llegar a la gran escuela, Convent, hubo dos colegios intermedios. El primero fue Rumbavu Park, justo a la salida de Salisbury, que era propiedad de una familia llamada Peach. Yo, recién cumplidos los siete años, y mi hermano, cuatro, entramos al mismo tiempo y recibí instrucciones para que cuidara de él. Pero si yo adoraba a mi hermanito, lo mismo les ocurría a todos. Siempre estaba al cuidado de las chicas mayores, de nueve o diez, que lo trataban como si fuera una muñeca. Era un lugar agradable, administrado por gente gentil: gentlefolk. Utilizo esta palabra porque la directora, Mrs James, la utilizaba… constantemente. Como los rusos de la «intelligent-sia» que ahora hablan de gente de buena cuna, con el despectivo rechazo de sus años de revolución y sociedad igualitaria —«mi familia es gente de buena cuna»— parecía reivindicar Mrs James, a cada frase. Ahí tenemos a otro miembro de la clase media inglesa amenazado por las toscas maneras coloniales pero, a diferencia de la mayoría, que sólo quieren decir que son superiores en un sentido vago, Mrs James quería decir lo mismo que los rusos: somos los herederos de toda la cultura literaria, musical y artística. Era una mujer alta y morena, agitanada, de liso pelo negro, como la Dorelia de Augustus John, una madre tierra antes de que se usara esta expresión, y era amable. Cuando escribí mis balbuceos literarios sobre flores y pájaros, me dijo que yo era fantástica y los mostró a los demás. Me cepillaba el pelo, y hacía que me lavara bajo los brazos y entre las piernas porque la aterrorizaban los procesos naturales, y me ponía sobre su ancha falda y suspiraba y se quejaba de la tosquedad del mundo y de su triste destino: directora de un colegio. Cuando me visitaban mis padres, Mrs James nos presentaba a mi hermano y a mí como sus logros. Lejos de sentirme desgraciada allí, yo rebosaba de entusiasmo y deleite por lo que estaba descubriendo. Aquellos maravillosos árboles extendidos por todas las laderas de un par de colinas… y que aún siguen ahí. Aquellos terraplenes y manantiales y estanques y árboles y flores: era un verdadero espectáculo, y durante los fines de semana la gente llegaba en coche desde Salisbury para admirarlo.
Pasé un curso en el colegio de Rumbavu Park. Fue un siglo. Una eternidad. Cuando me puse a ordenar mentalmente los segmentos de tiempo de aquellos dos años, tuve que reconocer que fue sólo un curso. Así fue. Imposible, pero así fue. Ojalá me hubiera podido quedar allí, pero los Peach sufrieron bancarrota, mala suerte no sólo para ellos sino para los niños de su colegio. Poco antes de que me fuera, tuvo lugar un incidente que ilustra un tema recurrente en estas memorias: ¿por qué vivimos siempre de expectativas?
Sybil Thorndike estaba de gira por Rhodesia del Sur, e interpretaba a lady Macbeth. Llevaron a los niños mayores a verla. Yo iría si Mary Peach no volvía a tiempo de Inglaterra, donde se encontraba de vacaciones. Volvió aquella tarde, por lo que yo no pude ir. Se me acercó —era una chica mayor, de doce años más o menos— para decirme amablemente que lamentaba mi disgusto. Recuerdo haber tartamudeado que no pasaba nada, mientras interiormente me sentía la personificación de todos los ofendidos y humillados del mundo. ¿Por qué Mary Peach, rica y acababa de llegar de Inglaterra, donde yo no podía ir —porque la imposibilidad de ir a Inglaterra era una idea ya sólidamente establecida en mi mente— tenía derecho a ver a Sybil Thorndike? Desigualdad… injusticia… la amargura que aquello suponía. Pero lo que ahora me gustaría saber es de dónde provenía la violencia de aquella sensación de injusticia. Contaba siete años. No era sólo la sensación de injusticia del niño, que calificamos de «innata»: para un niño la traición de la justicia se relaciona, debe relacionarse, con el amor traicionado, y lo que yo sentía era injusticia social. No recuerdo haber vivido nada más amargo que aquella decepción, como si se tratara de la suma de toda la indiferencia del mundo. Seguramente provenía de mis padres, en particular de la voz de mi padre que, día tras día, y también dentro de mis sueños, se lamentaba de la guerra, la traición de los soldados, las malvadas estupideces y la corrupción del gobierno; es decir, expectativas luego traicionadas.
Mi madre decidió que viviríamos como huéspedes de una tal Mrs Scott, que aceptaba niños de los granjeros para que pudieran asistir al colegio en Avondale, un barrio residencial de Salisbury, entonces en el límite mismo de la ciudad. Me colocaron en una clase de mi edad, pero inmediatamente avancé, creo, dos clases. En aquella clase descubrí los placeres del logro personal, porque los fragmentos de lectura en un principio resultaron demasiado difíciles para mí, y no podía saltar páginas como a mí me gustaba. Uno, en particular, una historia abreviada sobre un hombre arrastrado dentro de un torbellino marino, que casi se ahoga pero al que luego el mar saca a flote, contenía palabras como «remolino» y «vórtice», «inundar» y «regurgitar». Me quedaba mirándolas, oprimida por el fracaso, pero el contexto me ayudaba… y al cabo de poco tiempo la historia fue mía. ¿Hay un deleite mayor que el del niño al descubrir su propia habilidad? Pero si la clase era todo placer, la casa de Mrs Scott era fría infelicidad. Mrs Scott distaba mucho de ser amable. Había un tal Mr Scott, un empleado de Mr Laws, que tenía una concesión maderera. Mi madre había mandado allí a sus dos hijos para pasar unos días en la jungla con Biddy, puesto que ella nunca perdía la oportunidad de hacerles vivir experiencias útiles. Estuvimos en una tienda de campaña, por vez primera, rodeados de majestuosos árboles llenos de cigarras, que habían sido talados uno tras otro y destinados a quemar en cuadras de tabaco y en hornos mineros.
Convertida ya en un ser social, dispuesta a complacer a un grupo de gente con amena información sobre los otros, le conté a Mrs Scott que Mr Scott, su marido, había dado las buenas noches a Biddy cuando ella sólo llevaba unas enaguas. La voz que utilicé era la de mis padres, mundana y llena de desaprobación. Yo no tenía idea de lo que estaba diciendo. Que Mr Scott rodeara a Biddy con sus brazos, acercando sus patillas, que olían a jabón Pears, a la oreja de ella, para mí era tan sólo una muestra de la ternura amorosa por la que yo suspiraba. Mrs Scott inmediatamente odió a la mensajera que le había dado tan malas noticias y montó una escena de gritos con su marido.
Yo la odiaba. Era una mujer alta y fea que olía a sudor rancio. Él era alto y hediondo. No había manera de zafarse de ellos ni de día ni de noche. Su cama estaba en la terraza a la que daba la ventana de mi dormitorio. No me gustaba meterme en mi cama. La colcha era una manta de piel, hecha de piel de gato salvaje. Todos tenían mantas como ésta, que eran baratas, costaban sólo el precio de una bala, y el trabajo del hombre que trataba las pieles con sal y viento. Siempre olían un poco, en especial durante la estación de las lluvias. La de mi cama era de mala calidad y resultaba sofocante. Me tendía en la cama intentando mantener mi cara al aire, mientras ahí fuera Mrs Scott sollozaba y decía que él no la quería, y él la tranquilizaba y la calmaba y le decía que sí la quería: se trataba sólo de la palabra de una niña. En este punto se me dirá que en realidad yo había sufrido un trauma por haber escuchado ruidos sexuales, pero no, lo que me afectó fue la injusticia de todo aquello, puesto que me había limitado a contar lo que había visto. Mrs Scott nunca más me habló en un tono que no fuera frío y sarcástico. Había otros niños, pero sólo recuerdo a su hija Nancy, quien me hostigaba con pequeñas cosas. Le llegó a contar a su madre que en el colegio yo solía ir por la parte trasera del edificio de los retretes a mirar los traseros llenos de mierda. Un delito semejante nunca se me había ocurrido. Mrs Scott no tenía permiso para pegarme —mi madre no era partidaria— pero abofeteaba y pegaba a su propia hija, igual que Mr Scott. Yo temía que me pegara, porque no me creyó cuando le dije que no era cierto. Se lo dijo a mis padres, quienes acudieron presurosos —si ésta es la palabra para su moroso trayecto— a la ciudad. ¿Lo había hecho? No, no lo había hecho. Recuerda, es una maldad mentir. «Mentir es peor que ser traviesa». Me creyeron. Mi hermanito lanzó risitas. Curioso que yo recuerde tan poco de mi adorado hermanito excepto «protegerle» de la cruel Nancy.
De enero a junio de 1927. Mi séptimo año. Sentía nostalgia y desdicha. Pero en comparación con lo que sucede hoy en los colegios, y la brutalidad de la intimidación, física y verbal, la crueldad de Mrs Scott y la malicia de Nancy no eran nada. Oigo las historias que me cuentan jóvenes amigos míos sobre lo que sucede en colegios de buena reputación, y no puedo creerlo. No que los niños sean crueles… la mayoría son unos monstruos, sin restricciones. No, lo increíble es que los maestros parezcan incapaces de impedirlo. Quizás no sean incapaces, sino que les gusta la idea. A fin de cuentas, el príncipe Carlos ha explicado que en su colegio de élite, Gordonstoun, le metieron la cabeza en la taza del váter mientras tiraban de la cadena. Si esto es lo que se prescribe para el más encumbrado del país, los simples mortales no pueden esperar nada mejor. Somos un pueblo bárbaro.
Durante mucho tiempo, al pasar en coche por delante de aquella casa, derribada ya hace mucho, con su gran jardín, me ponía enferma y volvía la cabeza para mirar a otro lugar y no verla. El colegio Avondale, donde saqué tan buenas notas, aún sigue allí, sin cambios.
Entre las lecturas que mi madre nos suministraba había una colección de cuentos edificantes para niños en los que se explicaban vidas de santos, como Isabel de Hungría, quien consiguió del cielo guirnaldas de rosas para avergonzar a su marido cuando le criticaba sus acciones caritativas. Se apoderó de mí una intensa hambre de bondad, y en la parcela de terreno sin edificar de la casa de Mrs Scott construí una catedral con tallos de girasoles. El gusto por hacerlo, el logro personal, idear el edificio mientras los cuentos de mujeres beatíficas que superaban toda persecución saturaban completamente mi ser… Disponía los ligeros tallos secos, tres veces más altos que yo, mientras en la imaginación creaba una gran iglesia, por la que Dios mismo me felicitaría, a la espera de voces que seguramente oiría si me esforzaba lo suficiente, todas asegurándome la camaradería de los santos. Pero Mrs Scott no les encontró sentido a aquellos tallos, que yo sacaba de las pilas en las que los habían dejado para quemarlos. Si se llena la cabeza de los niños con cuentos beatíficos, acabarán construyendo catedrales y esperando guirnaldas de rosas y coros cantores. Este recuerdo lo prueba.
¿Por qué me dejaron durante dos cursos en casa de Mrs Scott? Probablemente tuvo su efecto la típica reticencia infantil a contar lo que pasa en el colegio. Además, constantemente, había la presión del Somos tan pobres, Lo pasamos tan mal… que significaba: no tenemos otra opción. Leí «Baa, Baa, Black Sheep», y me identifiqué con el Kipling niño, como le había pasado antes a mi madre, pero mi madre no me abrazaba entre sollozos. «Ah, mi pequeña, mi pobre niñita»… cuando yo levantaba el brazo para evitar un golpe. No había golpes, sólo sarcásticas amenazas verbales. Y además había estado leyendo Stalky and Co., un libro lleno de información sobre la brutalidad escolar. La literatura proporciona una información más compleja sobre el mundo que el No es justo, pero esto último habita en un lugar distinto del cerebro.
Yo había empezado, en suma, a colorear el mapa del mundo con matices y tintes literarios. Lo que permite dos cosas (por lo menos). Una es refinar tu conocimiento sobre los seres humanos que te rodean. La otra es conocer sociedades, países, clases, formas de vida. Un mal libro no te permite conocer a la gente, sólo al autor. Un mal libro no te permite aprender mucho sobre el amor, el odio, la muerte y demás. Pero un mal libro puede decirte muchas cosas sobre una cierta época o lugar… sobre historia. Hechos. Tradiciones. Costumbres. Un buen libro te permite ambas cosas a la vez.
Pero los libros malos aún tardarían en llegar. Mientras tanto y durante tres o cuatro años, lo que llegaba a la granja desde Londres era una sorprendente variedad y cantidad de libros. Había que pedirlos por escrito, y un pedido tardaba aproximadamente un mes en llegar. Los libros tenían que llegar por mar, tres semanas, luego un tren hasta Salisbury desde la costa, y otro tren hasta Banket, y seguidamente había que ir a recogerlos de la estación.
Algunos de los que recuerdo: de John Bunyan, Cuentos de la Biblia para niños. Historia de Inglaterra para niños. Las Cruzadas, con Saladino representado como un caballero inglés. Las batallas de Crécy, Agincourt, Waterloo, la Guerra de Crimea, biografías de Napoleón, Benjamín Franklin, Jefferson, Lincoln, Brunel, Cecil Rhodes. Novelas infantiles como El caballero John Halifax; Robinson Crusoe; Los Robinsones suizos; Lobo (norteamericano, Ernest Seton Thompson). Alicia en el país de las maravillas y A través del espejo, Belleza negra, de Christopher Robin, Versos para niños, de Stevenson, Jock del Bushveld, Florence Nightingale, y —no menos importante— Biffel, el buey viajero, la historia de un animal que moría en la epidemia vírica que atacó a animales salvajes de, creo, 1896, inolvidable para cualquier niño que lo leyera en el momento oportuno. El jardín secreto. Los enamorados del bosque. Toda una selección de pequeños cuentos, que pretendían reflejar las vidas de niños en Islandia, India, Francia, Alemania —de todas partes—, alegres cuentecitos, alegres vidas infantiles, el equivalente de los lectores que, como «John y Betty se divertían tanto jugando con Spot»; pero supongo que la información de que en Noruega esquían y en Suiza cantan canciones tirolesas no deja de ser útil.
Fue a mediados de 1927 cuando al fin dejé a Mrs Scott porque estaba matriculada en el Convent; ya me habían advertido que ellas —las católicas— tratarían de «atraparme», y que no debía bajar la guardia. En el Convent, que siempre tenía más alumnas protestantes que católicas, ya estaban acostumbradas a tranquilizar a los padres ansiosos asegurándoles que sus retoños estaban a salvo con ellas. El Convent, como los conventos en Gran Bretaña, se consideraba más elegante que el instituto de enseñanza secundaria. Conozco a muchísimas mujeres que fueron enviadas a conventos por la misma razón. Que el convento de Salisbury tuviera esta reputación era debido a que se le identificaba falsamente con la patria. Me habían concedido una beca. Al tercer año resultaba evidente que las cosas iban mal en la granja y que era improbable que mejoraran pronto. Mi padre construía graneros de tabaco, porque ya no se hacían fortunas con el maíz. ¿De verdad estaba él dispuesto, con su pierna de madera, su limitada movilidad, a levantarse varias veces por la noche para comprobar las temperaturas en un granero que distaba un buen kilómetro y medio?
Sin ayuda no nos habríamos podido permitir la compra de mi ropa de uniforme para el convento, apilado sobre butacas y camas por toda la casa. Túnicas con pliegues, hechas de estameña y alpaca marrón; ligeras blusas de algodón color naranja; ceñidores elásticos de color marrón que seguramente nunca podían mantenerse abrochados; blancos sombreros de paja con cintas marrones y naranja; una chaqueta ligera marrón; montones de grandes bragas de color marrón, y varias camisetas y calcetines marrones. Tan sólo mirar aquel material ya resultaba opresivo, pero por fortuna era el comienzo de las vacaciones y quedaba mucho tiempo por delante.
Fue precisamente entonces cuando la familia se convirtió en los personajes de A. A. Milne, como si nunca hubiéramos abandonado Inglaterra. Mi padre era Eeyore; mi hermano, Roo, mi madre… digamos Kanga. Yo era la gorda y bulliciosa Tigger. Seguí siendo Tigger hasta abandonar Rhodesia, porque no había forma de impedir que mis amigos y camaradas me llamaran así. Los motes son formas contundentes de poner en su sitio a la gente. Yo era Tigger Tayler, Tigger Sabiduría, más tarde Tigger Lessing, este último aún menos adecuado que los otros. También Camarada Tigger. Se suponía que esta personalidad era impetuosa, aguda, patosa y siempre dispuesta a reconocerlo, es decir, a reírse de su propia persona, justificarse, hacer el payaso, confesar incapacidad. Una extravertida. Acabó por ser una forma de proteger a la persona que yo era en realidad: «Tigger» era un aspecto de la Anfitriona. Había mucha energía en «Tigger»… aquel animal sano y bullicioso.
Pero no fue Tigger quien se fue al Convent, sino una niñita asustada y desgraciada.
Madre Patrick había llegado a caballo a la colonia junto a cinco Hermanas exactamente un año antes de la Columna Pionera de 1890, e inmediatamente habían establecido su hospital y pasado a ser, auténticamente, hermanas de la Caridad, tal como se recoge en los anales de esa época. Fue Madre Patrick quien estableció el convento dominicano y era, cuando yo llegué allí, un personaje admirado, de quien se hablaba en tono reverencial, como del resto de las hermanas pioneras. Madre Constantia y Madre Bonaventura vivían aún, según creo, y ejercían una influencia silenciosa como las imágenes de la Virgen que había por doquier. Habían sido unas jóvenes aventureras, pero las monjas administradoras que llegaron después eran distintas.
El Convent consistía en un gran edificio central con alas salientes, empotrado sobre lascas de granito. Cuando los adultos caminan sobre lascas de piedra, los guijarros no resultan muy cómodos para las plantas de los pies, pero para una niña es como caminar con dificultad sobre las grandes piedras puntiagudas de una playa, cada una un riesgo. La escalera hasta el dormitorio de las pequeñas era empinada, cada peldaño al nivel de la cadera. Las pequeñas subían gateando apoyadas en manos y rodillas; la bajada suponía saltar de escalón en escalón porque la barandilla sobrepasaba nuestras cabezas. El día en que por fin pude bajar con normalidad, el día en que conseguí correr por la grava, fueron hitos en mi camino de ser una adulta. Este dormitorio (que estaba encima del gimnasio), el refectorio, las clases y la enfermería eran lo que las alumnas conocían del Convent: la mayor parte del edificio quedaba fuera de los límites de los niños, y parecía un lugar de historias de fantasmas con vastas habitaciones oscuras, llenas de monjas con sus túnicas en blanco y negro flotando como sombras. También las monjas dormían en habitaciones comunales, pero sabíamos que unas blancas cortinas separaban sus camas, dividiendo así la habitación en apretados cubículos parecidos a un cajón. El «dormitorio de las pequeñas» era una larga habitación de techo alto, con tres hileras de camas, alineadas de modo que los pies de cada una tocaban la cabeza de la siguiente: en total, veinticuatro camas. A cada lado había hileras de altas ventanas. Esta gran habitación o, mejor dicho, sala, durante el día estaba bien iluminada y ventilada, pero por la noche era un lugar distinto. Una mesita que se interponía a la entrada de la habitación, obligando siempre a dar un rodeo, contenía un surtido de objetos sagrados, estatuillas que parecían figuras de azúcar de alcorza sobre pasteles; y encima había un gran cuadro en el que un hombre, de cuya cabeza salían rayos como los de detrás de una nube tormentosa, señalaba con autoridad su inflamado corazón del que brotaba sangre. En la pared de delante de este altar había un alargado cuadro de un hombre cuya cabeza estaba atrapada en una enorme corona de espinas, como las que crecían en el kopje, con negros clavos de dos o tres centímetros, y sangre que resbalaba por su cara desde los clavos. Otros cuadros mostraban a un hombre lleno de flechas como púas de puerco espín, cada una de las cuales era una herida sangrante; y a una mujer que sostenía una bandeja en la que había dos pastelitos rosados en salsa de mermelada roja, pero que resultaban ser los pechos que le habían cortado. En otro, se veía a una mujer de pie y sonriendo mientras la quemaban viva unas llamas que se le ensortijaban como largos dedos de brujas.
Cuando recientemente pasé en coche por un campo cercano a Munich, me tropecé con terribles estatuas del Cristo torturado. Estaban a un lado de la carretera o junto a una bonita corriente, o en un bosque, un campo, un jardín. Me recordaron aquellas imágenes con que querían instruirnos, a nosotros, los niños, en el convento, llenas de gusto por la sangre y la tortura. Las monjas de aquel convento eran casi todas del sur de Alemania, la tierra de Hitler. Stalin el sádico provenía de un seminario. Recordé aquellos festines de sangre cuando estaba en Peshawar, en la época en que los musulmanes chiítas celebran el asesinato de Hassan y Hussein, los nietos del profeta Mahoma, hace más de 1.500 años. Hombres jóvenes corrían o se tambaleaban en hordas por las calles, flagelándose con pesadas cadenas o látigos, los ojos en blanco o sobresaltados por el dolor, hasta que se caían y los recogían unas ambulancias que patrullaban por las calles con esta finalidad. Perdonen la frivolidad de esta reflexión, pero hay algo que no funciona en la raza humana.
Las niñas de menor edad en aquella gran sala de tortura tenían cinco o seis años, y las mayores, diez y once.
Cuando estábamos en nuestra hilera de camas, apagaban la luz, pero siempre quedaba encendida la luz roja delante del Sagrado Corazón y sus gotas sangrientas alumbraban de rojo la habitación. Aparecía la monja que se encargaba de nosotras y se quedaba de pie junto a la puerta, la luz tras ella. Con un pronunciado acento alemán decía: «Vosotras niñas creéis que estáis a salvo en vuestras camas, ¿no es así? Pues os equivocáis, os equivocáis si creéis que Dios santo no puede veros cuando os metéis dentro de las sábanas. Pensadlo bien. Dios sabe lo que estáis pensando, Dios conoce el mal en vuestros corazones. Sois unas niñas malas, desobedecéis a Dios y a las buenas Hermanas que os cuidan para gloria de Dios. Si morís esta noche iréis al infierno, y arderéis en las llamas del infierno, sí, os lo digo yo, y debéis creerme. Y los gusanos se os comerán y nunca habrá un fin, nunca acabará». Podía seguir de esta guisa durante diez minutos o más. Luego, después de condenarnos una vez más al infierno y de vuelta, cerraba la puerta y nos dejaba así.
Tempestades de sollozos y tenues gritos de terror. Las mayores se encaramaban a las camas de las pequeñas, para consolarlas. «Son cosas de los católicos», decían, «nosotras no creemos en todo eso». Puesto que la mayoría éramos protestantes. A las niñas católicas se las protegía con rosarios, estampas de santos y botellas de agua bendita colocadas bajo sus almohadas.
Yo sabía que, cuando mis padres me advertían que los católicos intentarían «atraparme», no podían imaginar nada parecido a esto. También sabía que ellos se horrorizarían. Esto me acorazó y, además, uno puede creer y no creer al mismo tiempo. No sé durante cuántos años siguieron aquellos sermones aterradores: la impresión que me produjo el primer curso fue tan fuerte que he olvidado el resto. Sólo recuerdo que, tendida en la cama, me ponía a mirar cómo fluía la sangre de aquel gran corazón que era como un pedazo de bistec tierno, y me obligaba a ver que se movía, creyendo que realmente podía ver chorrear la sangre, aunque sabía muy bien que no era así. Las pequeñas —yo ya contaba ocho años, era de las medianas— solían llorar en sueños. A veces una de ellas deambulaba sonámbula entre las camas, y una niña mayor la devolvía suavemente a la suya. Una niñita sonámbula intentó persistentemente meterse en la cama paralela a la suya, porque allí dentro había una amable niña mayor que ella, quien quedamente la trasladó de cama cuando la pequeña se durmió al fin, sin que llegaran a enterarse las monjas. Por la mañana aparecían sucias manchas de orina en muchas camas. Las monjas regañaban y castigaban: a las niñas católicas, con la repetición de Avemarías, a nosotras, con amonestaciones y amenazas.
La monja cuyas cualidades se aplicaban al fuego del infierno y al gusano imperecedero nos pegaba en las palmas con una regla cuando nos portábamos mal. Había mil normas insignificantes, y las he olvidado, pero recuerdo la burla secreta con la que las desafiábamos: nos protegíamos a base de despreciar a aquellas monjas guardianas, nos reíamos de sus acentos, nos decíamos las unas a las otras que si no fueran unas estúpidas habrían sido monjas dedicadas a la enseñanza. La mayoría de las reglas se referían al aseo. No que tuviéramos que lavarnos, sino que no debíamos hacerlo. La limpieza para aquellas mujeres era una invitación al demonio. Nos decían que teníamos que lavarnos las manos sólo hasta las muñecas, sin subirnos las mangas. Sólo nuestras caras, con un trapo muy mojado: si te picaban los ojos, teníamos que ofrecer el dolor a Dios. Sólo nos podíamos bañar una vez por semana. Las monjas nos decían que las niñas buenas utilizaban la tabla de madera que siempre estaba apoyada en la pared del cuarto de baño, cuando íbamos a bañarnos. La tabla tenía un agujero para la cabeza, y estaba ideada para apoyarse en los costados de la bañera, por lo que hacía imposible que viéramos nuestros cuerpos. Pero nadie la utilizaba. Se nos permitía cambiarnos de ropa interior una vez por semana. Olíamos. Las monjas leían todas nuestras cartas y cuando le conté a mi madre lo de las normas del baño, la monja me dijo que era desleal y perversa y me obligó a volver a escribir la carta. Pero a mitad de curso «me chivé», sobre las monjas, y mi madre se puso furiosa, protestó… y a partir de entonces a todas se nos permitió bañarnos un par de veces por semana y cambiarnos dos veces de ropa interior. Seguíamos oliendo. Teníamos que ponernos bragas apestosas y sucios calcetines. «Vanidad», dijo la hermana Amelia, o Brünnhilde o no importa cuál. «Todo es vanidad. No deberíais pensar en vuestro cuerpo».
Allí funcionaba la habitual mitología escolar sobre los golpes que nos administraban en las palmas con reglas. Proferíamos las típicas risitas, nos aconsejábamos mutuamente sobre cómo enjabonarnos las palmas, contábamos historias sobre una alumna a quien pegaron hasta que se le cayó la mano, y que ahora llevaba una artificial. En suma, lo típico que ocurre en colegios como éste. Pero si bien los golpes dejaban señales rojas en las palmas, esto era todo, porque no se les permitía a las monjas que nos pegaran en ningún otro lugar. Pudo haber sido mucho peor. Y no recuerdo intimidaciones entre nosotras, muy al contrario, las niñas mayores eran cariñosas con las pequeñas, al recordar su propio sufrimiento.
En pocas palabras, el ambiente del Convent sólo se puede calificar de indeseable, una palabra favorita de mi madre. ¿Cuánto sabía ella al respecto? Si entraba dentro del código «chivarse» sobre la falta de baños, ¿por qué no sobre los golpes de regla para castigar a niñas pertinaces, por qué no sobre aquellos sermones del fuego del infierno? Cuando Tigger informó al respecto, ella se lo tomó a broma. Y la verdad es que mi madre había visto los cuadros sádicos que había en la habitación donde dormíamos, puesto que inspeccionó el Convent de arriba abajo. Pero, en definitiva, ella misma había tenido una educación estricta, llena de castigos.
Las monjas nunca hicieron ninguna tentativa para «atrapar» a las niñas protestantes. No lo necesitaban. El ambiente de magia y misterio era suficiente. Helada en mayo, de Antonia White, habla del encanto de lo prohibido, aunque su convento era hasta cierto punto de un nivel social más alto. La mayoría de nosotras en algún momento quisimos ser católicas, sencillamente ser como las chicas católicas, que mojaban los dedos en las pilas de agua bendita que había a cada lado de la puerta, que se santiguaban y hacían una genuflexión cuando pasaban por delante de imágenes de Jesucristo o de la Virgen, que llevaban estampas de santos en los bolsillos y rosarios enroscados en las muñecas. Siempre salían para asistir a celebraciones especiales en la catedral. Sonaban las campanas desde la catedral, que estaba sólo a una manzana, varias veces al día, para el Ángelus y para la Misa. Repicaban campanas desde la capilla de las monjas. La Virgen, una figura agradable y benéfica, era transportada a menudo por los jardines sobre andas adornadas con papeles de colores. Y sobre todo, había el misterio de la parte del convento al que no se nos permitía entrar. Creíamos que había centenares de monjas, pero quizás no fueran más que cincuenta. A la mayoría no nos las encontramos nunca. Trabajaban en las cocinas, preparaban nuestra comida y la suya, mantenían limpios el convento y los jardines: no había criadas negras. A algunas las llevaban todos los días en camiones hasta los huertos. Todas se levantaban muy de mañana, a las cuatro, algunas antes. Si te despertabas durante la noche podías oír sus dulces cantos agudos que llegaban desde la capilla. A menudo había funerales. Si lo pedíamos con mucha insistencia, a las niñas protestantes se nos permitía subir con las católicas a los camiones que iban al cementerio, donde contemplábamos en romántico trance el ataúd, en forma de violín, blanco y rosa brillante, como un pastel, con inscripciones en letras doradas: Hermana Harmonía, Novia de Jesucristo, RIP. Era muy joven para morir, decían las otras hermanas. Que tener dieciocho, veinte años, se considerara joven, nos sorprendía por nuestra corta edad, puesto que resultaba difícil creer que alguna vez seríamos tan mayores como aquella mujer muerta.
Ahora pienso que aquellas muchachas murieron de pena. Casi todas eran pobres campesinas de Alemania. El Convent en Salisbury, Rhodesia del Sur, era una prolongación de las condiciones económicas de Europa. Alemania no se había recuperado de la Primera Guerra Mundial y las indemnizaciones. Como siempre había sucedido entre las familias pobres de Europa, una o dos hijas se hacían monjas, para ahorrar a sus familias la carga de alimentarlas. Se encontraban a miles de kilómetros del hogar, en este país exótico, sometidas a un duro trabajo corporal, como habían estado durante toda su vida, pero en el calor, y sin ninguna perspectiva de volver a ver a sus familias. Quizá su único consuelo fuese saber que su soledad y su exilio facilitaban las cosas en casa. En una ocasión, cuando me encontraba en la enfermería, entró una monja y se sentó junto a mi cama (contra las reglas) mientras la campana del Ángelus llamaba a la oración y el cielo era una llama roja, y se echó a llorar, y se santiguó, se santiguó y lloró, diciendo que añoraba a su madre. Luego se puso en pie de un salto, pidió a la Virgen que la perdonara, me dijo que olvidara lo que me había contado y se fue corriendo. Tenía dieciocho años.
Nuestras especulaciones sobre las vidas secretas de las monjas eran inocentes. Hoy las niñas de cinco o seis años seguramente pueden hablar con conocimiento de causa de lesbianismo. Sus propias normas para el baño en parte nos consolaban de las nuestras. Se bañaban una vez por semana, vestidas con un sudario blanco, y con la tabla alrededor del cuello. Nunca se habían visto en un espejo. Llevaban la cabeza afeitada. Raramente se cambiaban de ropa interior. Sabíamos lo que llevaban, porque podíamos ver sus ropas blancas extendidas en los tendederos. Bajo los pesados vestidos de estameña blanca que podíamos ver llevaban capas de camisetas y bragas y enaguas, y sobre los vestidos colocaban la túnica negra, el griñón rizado y dos velos, uno blanco y otro negro. El olor de las monjas era terrible.
Las monjas que nos daban clase eran mujeres cultas. Había una, por lo menos, que era nazi… tal como cuenta Muriel Spark al hablar de este mismo convento en su autobiografía. La hermana Margaret enseñaba música y fue amable con la niñita cuya madre seguía insistiendo en que su hija era un prodigio musical. La monja sabía que mi madre podía haber seguido una carrera musical, escuchaba amablemente las historias sobre su ambición frustrada y durante cuatro años me enseñó solfeo y piezas para principiantes, me habló de los grandes músicos y de los obstáculos que superaron. Nunca sugirió siquiera que yo no tuviera un talento especial. La hermana Patrick, decían las monjas, era una auténtica dama, de Irlanda, pero lo había abandonado todo por amor a Dios. Era una mujer alta y delgada, ocurrente y en ocasiones cruel. Solía citar en francés o en latín y luego decir: «Pero supongo que no habéis oído hablar de él», y suspirar.
Yo era inteligente, éste era mi atributo, la pequeña e inteligente Tigger Tayler. Las clases me resultaban fáciles, los exámenes agradables. Estaba preparada para seguir adelante, puesto que desde el principio progresaba sin problemas, sin saber lo que hacía. Mi habilidad era una continuación de la de mi madre, como mi talento musical, y se insistía en tal habilidad, se sacaba a relucir para que los otros la admiraran, se presumía ante las esposas de los granjeros, se utilizaba como un medio para conseguir becas y privilegios especiales.
Lo mío, el lugar del que formaba parte, era el mundo de los libros, pero tuve que luchar por ello tan pronto como llegué al Convent. La biblioteca del colegio constaba de varias salas llenas de libros hasta el techo, pulcramente forrados con papel marrón, con los títulos y los autores escritos en tinta sobre el lomo. Me sentía como si entrara en una cueva del tesoro, pero las monjas de la biblioteca no podían creer que una niña de ocho años hubiera leído Oliver Twist y La feria de las vanidades. Insistían en que debía tener permiso de mis padres para leer libros tan impropios. Mi carta semanal a casa decía: «Estoy muy bien. Espero que vosotros estéis bien. ¿Cómo están Lion y Tiger? La hermana Perpetua dice que necesito vuestro permiso para leer libros. Sólo faltan cuatro semanas y tres días y siete horas para las vacaciones. Besos para Harry». Mientras esperaba el permiso, las monjas de la biblioteca me imponían literatura edificante, que llenaba dos largos estantes. La palabra «nocivo» se queda corta para reflejar el mundo moral que alimentaba aquellas novelas. Los argumentos siempre eran los mismos. Un hombre o una mujer castos conocían, aparentemente por casualidad, a una persona mundana, por regla general una mujer, bien vestida, de más edad, pero cuyas sonrisas o miradas incitaban tentadoramente a lo desconocido. Al neófito le invitaban a una casa de campo, llena de gente cosmopolita de más edad, todos con el mismo aire de misterio. La confundida persona se veía inmersa en sesiones espiritistas, durante las cuales las mesas daban vueltas, y en ambiguos servicios religiosos celebrados en capillas en ruinas y claros del bosque. Y seguidamente… ¡la elección! El camino a la izquierda hacia el satanismo, el camino a la derecha hacia la aburrida virtud, adecuado sólo para los estúpidos o tímidos. No he encontrado nada parecido a esta mezcla de erotismo y magia negra hasta hace un par de años en la serie norteamericana de televisión Twin Peaks, pero las novelas del convento carecían por completo del ingenio grotesco que domina en la serie.
Aquellas novelas no eran tan convincentes como habrían querido las monjas. Yo nunca había oído hablar de sesiones espiritistas ni de Satanás. Durante los cuatro años que estuve en el Convent me tuvieron que insistir para que las leyera. Ahora, cuando pregunto a amigos católicos, nada saben de aquellos libros ni de nada que se le parezca. Quizás alguien de alguna biblioteca piadosa de Inglaterra, cuando hacía una selección de sus libros, pensaba: «Es una lástima tirarlos. Ya lo tengo: ¡les irán bien para aquellos nativos infieles de África!».
Pasé cuatro años en el Convent. O una eternidad. Solía despertar por las mañanas con el sonido metálico de la campana y pensar que no me veía capaz de soportar aquel interminable día hasta la noche. Y, después de aquel día inacabable, seguiría otro. Luego otro. Estaba atrapada por una añoranza que era como una enfermedad. Es una enfermedad. Cuando casi tenía setenta años y sucumbí al dolor, pensé: Dios mío, esto es lo que pasé de niña, y había olvidado lo terrible que fue. ¿Qué añoraba? El hogar. Quería estar en casa. Quería a mi madre, a mi padre y a mi hermanito, que se quedó en casa hasta los ocho años. Quería a mis perros y a mi gato. Quería estar cerca de los pájaros y animales de la jungla. Quería… añoraba… ansiaba, que aquella angustia acabara. No creía que se pudiera acabar nunca. He intercambiado recuerdos con hombres a los que mandaron a colegios en Inglaterra a los siete años, y algunos recuerdan aquel peso de sufrimiento. Deben de contarse ya por centenares los libros de memorias, las autobiografías que atestiguan el sufrimiento de niños de corta edad a los que enviaron demasiado jóvenes al colegio. Es algo terrible enviar a niños pequeños a un pensionado. Todos lo sabemos. No obstante, la gente que recuerda muy bien lo que padecieron cuando los sacaron de casa a los siete u ocho años, hacen lo mismo con sus hijos. Resulta un dato bastante revelador sobre la naturaleza humana. O sobre los británicos.
No es concebible que yo viviera aquellos cuatro años continuamente atrapada por aquel dolor, pero, siempre que me vienen a la cabeza imágenes del Convent, me sumerjo en el dolor.
Cuando volvía a casa durante las vacaciones, su final me parecía tan lejano, que era como un alivio. Seis semanas. Incluso cuatro semanas. Si cada día era infinito, una semana era un océano de tiempo.
Mi hermanito se pasó dos años en casa estudiando un curso por correspondencia y fue consiguiendo lentamente que dejaran de llamarle nene, o Roo, insistiendo en que le llamaran Harry, y se reafirmó en su primogenitura, que era la excelencia física. Si mis recuerdos primerizos del nene son los de un ser en plena complacencia amorosa, sobre las rodillas de alguien, en general las mías, mis recuerdos posteriores son los de alguien en enérgico movimiento, bajando al vuelo la colina con su patinete, luego su bicicleta, soltando los frenos, o arriba de algún árbol temible, o lanzando pelotas de cricket sobre el tejado mientras corría como un duiker. Era como todos los niños blancos de la región, un chico magro, duro, tostado por el sol, siempre arañadas las rodillas, rotos sus pantalones cortos, e hinchados los ojos por el sol, porque estaba fuera desde que amanecía hasta el crepúsculo. Mi madre nos leía Peter Pan con excesiva frecuencia y se le quebraba la voz cuando Peter volvía, encontraba la ventana cerrada y de nuevo se alejaba volando.
«Vamos, muchacha», le apremiaba mi padre, «no es tan terrible».
Pero lo era para ella. Nada de lo que había querido para sí iba a suceder. Todas sus energías se concentraban en sus hijos y, en particular, en su querido hijito. Pero él —y casi de repente— no parecía ser consciente de ella. Es interesante ver lo distintas que son las formas de rebelarse de los niños, de protegerse a sí mismos. No puedo recordar un tiempo en que yo no me peleara con mi madre. Más tarde, también me peleé con mi padre. Pero mi hermano nunca se peleaba. Solía sonreír, muy educado, cuando mi madre intentaba que comiera esto, llevara aquello, pensara de una determinada forma, considerara vulgares a los niños de otras granjas, o juzgara «este país de segunda» como un lugar en el que él no se quedaría. Pero, si bien él hizo lo que quiso, fue dentro de los límites que ella eligió. Fue a Ruzawi, un colegio de primera enseñanza modelado según los parámetros ingleses y, más adelante, entró en la Marina, aunque él no quería. Hasta su boda, nunca tomó una decisión importante por sí mismo. Ahora lo considero una instintiva resistencia pasiva.
Supliqué a mi madre otro hermanito. Ella era el prototipo de mujer maternal y debió de resultarle doloroso que las súplicas de aquella niñita alentaran sus instintos suprimidos. «Por favor, mami, por favor, te ayudaré a cuidarlo». «Pero no podemos permitírnoslo», decía ella, una y otra vez. Y luego, ya en aquella época temprana, «Además, papi no está muy fuerte». La fuerza de mi deseo de aquella criatura se mezclaba con el de la añoranza de mi casa; estoy segura de que muchos deseos de esta intensidad se pierden por fortuna cuando nacemos. Pero al lamentarme de que no hubiera otro nene, me di cuenta de que el «nene» lo había sido tanto de mi madre como mío. Después de esto, si veía a un nene en cualquier punto de la región, yo lo adoraba, no me podían apartar de él, suplicaba que me lo dejaran llevar a casa. Esta pasión se convirtió casi en un chiste en la región… un chiste cariñoso. «Vuestra hijita está chalada por los nenes».
En la librería de cajas de petróleo junto a la cama de mi madre, tras las cortinas de cretona de Liberty que ya empezaban a perder color, había un libro sobre el proceso de dar a luz, el manual de obstetricia del Royal Free Hospital. Me tumbaba sobre la cama de mi madre, estudiaba los estadios de desarrollo del feto, estudiaba los crecientes promontorios del vientre y, en la imaginación, llegaba al parto y daba a luz. Tan fuerte era mi identificación que casi creía que sí que habría un bebé, tendido allí en la cama. Esta fantasía también era erótica, pero más en cuanto a atmósfera que en cuanto al hecho físico. ¿Quién era el macho? Uno de los niños de la región del que yo estaba enamorada y con quien yo creaba una familia.
Las vacaciones estaban abarrotadas de incidentes y acontecimientos. Mi madre se aseguraba de ello. No sólo seguía nuestra instrucción, con narraciones sacadas de la historia, geografía, exploración, sino que había frecuentes visitas a y desde otras granjas. Cuando llegaban las familias y mandaban a jugar a los niños, no jugábamos. Acechábamos animales y nos escondíamos para mirarlos, mirábamos pájaros, aprendíamos cómo distinguir rastros en el polvo de los caminos, buscábamos en los escollos rocas en las que encontrar oro. Las escopetas dividieron a los niños entre chicos y chicas: los chicos disparaban, las chicas jugaban a papá y mamá. Pero cuando estaba a solas con mi hermano, nos íbamos juntos a la jungla.
El talento de mi madre para la vida de sociedad se manifestaba en las meriendas campestres, tanto con otras familias como cuando íbamos solos. Se llenaba el coche de comida, y nos dirigíamos a un lugar despejado de la jungla y encendíamos un fuego y preparábamos salchichas y huevos, y nos tendíamos debajo de árboles para contemplar la salida de la luna o dar nombre a las estrellas. Si había otros niños, cantábamos canciones festivas, como «Campdown Races», y tristes, como «Shemandoah». Cantábamos canciones norteamericanas, no inglesas.
Varias veces al día, a lo largo de las vacaciones, a mí, o a mi hermano, o a los dos, nos emplazaban para aprender algo. Mi madre, o mi padre, había encontrado una calavera o esqueleto en la jungla, o un pedazo de roca que contenía oro. Ella hervía las calaveras y esqueletos de pájaros y pequeños animales hasta que se desprendía toda la carne, por lo que podíamos aprender la estructura de los huesos. Abría huevos de pájaros y desarmaba sus nidos. Partía termiteros por la mitad para mostrarnos sus jardines, sus criaderos, sus caminos, sus galerías. Nos mostraba la muda de piel de las serpientes y los huevos de arañas y serpientes. Abría flores y hojas y nos hacía dibujar sus partes.
Mientras, constantemente, daba la impresión de que, de día y de noche, seguían hablando de la guerra. En ocasiones parecía como si la casa en la colina estuviera llena de hombres uniformados, pero estaban muertos, igual que en las otras casas de la región figuraban fotografías de soldados muertos. Y, también, mutilados de guerra. Había un tal Mr Livingstone con una pierna de madera, como mi padre, pero él hacía muchas menos cosas con ella. Mr McAuley llevaba una placa de acero sobre el vientre, para que se aguantaran los intestinos dentro, o así lo decían. En casa de los Murray, una mujer triste, estoica, lloraba la muerte de su marido y de cuatro hijos en las trincheras. Aún quedaba un hijo vivo, que ocupaba el lugar de todos ellos. En casa de los Shattock había una imagen de un hermoso niño quien, cuando un bote fue torpedeado en la guerra, fue engullido en el remolino y se ahogó. A veces, cuando se reanudaba por enésima vez la conversación sobre la guerra, yo me escurría e intentaba salir de la habitación, y si mi padre me descubría, me gritaba: «Muy bien, sólo es la Gran Innombrable. Sólo es la Gran Guerra, ¡eso es todo!».
Se impone una pregunta. Cuatro años en el Convent, pero también cuatro años de vacaciones, semanas de vacaciones que parecían en un principio que nunca acabarían. Un centenar de distintas experiencias, buenos momentos, meriendas en el campo, excursiones familiares, los perros, los gatos, nenes en brazos, o caminatas de un día entero con mi hermano por la jungla, noches en vela para ver las estrellas. Pero los tiempos oscuros, los sufrimientos son más fuertes que los buenos momentos. ¿Por qué es así?
«Dejadme un niño hasta que cumpla siete años», se dice que dicen los jesuítas. La conversación sobre la guerra probablemente fue lo primero que oí. Por lo que, quizás, de no haber existido el Convent con su sangrienta y torturada gente por todas partes, sus torturados pero sonrientes santos, hubiera sido lo mismo. Supongamos que en el Convent sólo hubiera habido soleadas imágenes de bosques y campos y caras amables; ¿habría seguido siendo entonces más potente la charla sobre la guerra? ¿O hay algo inherente en nuestro ser que nos dispone hacia el dolor y los recuerdos del dolor, por lo que días o incluso semanas de buenos momentos nos atraen menos que el dolor? La pregunta tiene una relevancia que va más allá de lo personal.
Debía de llevar un año en el Convent cuando escapé a la enfermería. En un principio, estaba de verdad enferma, con algo que entonces se llamaba, de forma general, colitis B. Una infección del riñón, con fiebre alta. Pero después me presentaba constantemente en la enfermería, con vagos síntomas, y me metían en cama. Mi madre lo consideró una señal de «fragilidad». Yo sabía que añoraba mi casa, pero no sabía que lo que me llevaba hasta la enfermería era la hermana Antonia, una mujer amable y cariñosa, que hacía las veces de madre para mí y para todas sus pupilas. Aquellas enfermedades imaginarias tenían una doble cara. En primer lugar, ser frágil me apartaba de la insistencia de mi madre para que me mostrara inteligente, «Tal y como yo era», y para que constantemente presumiera ante los vecinos, quienes —lo sabía— se mofarían tan pronto colgaran el teléfono o se alejara nuestro coche. «¿Quién se ha creído que es?» Pero peor que los vecinos era la presión de aquella feroz energía suya, insistiendo en que yo tenía que mostrarme inteligente, que si conseguía un 70 en el examen de matemáticas podía ser un 100, que pronto conseguiría una beca, y estudiaría en Inglaterra. Pero también las enfermedades me entregaban, inerme, a ella: médicos, enfermedad, medicina. Es como mirar atrás y ver algo parecido a las frías tinieblas que, a veces, decía mi padre, se extendían encima de la tierra de nadie, o incluso a nubes de gas venenoso. La enfermedad lo penetraba todo. ¿Por qué los médicos siempre hacían lo que decía mi madre? Para empezar, ella solicitaba el derecho a ser considerada una colega. «Soy una enfermera del Royal Free Hospital de Londres». Sabía tanto o más que las enfermeras. A mí siempre me llevaban al doctor Huggins para análisis y revisiones, algunas de las cuales suponían catéteres. Ahora sé que padecí cistitis, pero la menor inflamación se consideraba un síntoma de algo serio. Yo solía chillar ante la idea del catéter, por lo que me suministraban cloroformo.
Existían poderosas razones para la obsesión de mi madre. En primer lugar hay que preguntarse qué necesidad se satisface en una mujer que enseña a su bebé a ser «limpio» a partir de los primeros días de vida, sosteniéndolo todos los días durante horas encima del orinal o encargando a otro que lo haga. Cuando la criatura llega a ser «limpia», ha desaparecido la ocupación de la madre. Cuando tomé posesión de mi propia vejiga fue un momento de estimulante libertad. Exclamé: «No, no, no voy a utilizar el orinal, utilizaré el asiento de los mayores». Queriendo decir: no voy a teneros examinando mis resultados varias veces al día. Y «el nene» pronto dio el mismo paso hacia la independencia, básicamente porque le ayudé a esforzarse para conseguirlo. Más importante aún: todos nosotros, de hecho, estuvimos amenazados por enfermedades. Toda la familia padeció malaria dos veces durante la primera estación de las lluvias. La gente se moría de fiebre palúdica, que entonces se consideraba una consecuencia de la malaria, y aparecieron incipientes señales en la orina. La bilharziosis fue una amenaza a lo largo de toda mi infancia: una vez más, una de las señales era sangre en la orina. Todo tipo de enfermedades, que ahora se solucionan con una simple pastilla, suponían una constante amenaza y a veces un fatal desenlace. La imaginación de mi madre siempre se encendía con los desastres: ¿cómo no voy a comprenderlo, si yo misma soy igual?
Cuánto debió de añorar sus habilidades médicas al mirar a sus hijos corriendo por la jungla llena de serpientes. «¿Dónde están tus zapatos? El polvo está lleno de asquerosas enfermedades. ¿Dónde está tu sombrero? Pillarás una insolación. ¿Te has tomado tu quinina? ¿Quieres volver a tener malaria? No me hacéis caso, pero un día de estos lo lamentaréis».
Todos tomamos quinina noche y día a lo largo de la estación de las lluvias, de octubre a abril. Por aquel entonces las pastillas eran unas tabletas grandes de color rosa brillante que hacían que nos silbaran los oídos.
En la habitación del hospital, yo estaba tendida en una pulcra cama blanca en una habitación brillantemente iluminada, donde resonaban las campanas para el Ángelus, donde en las paredes sólo había una bonita imagen de la Virgen, y donde yo leía. Y leía. Y leía. Si se me manifestaba algún síntoma preocupante, mi madre hacía que mi padre la acompañara en coche a regañadientes, y después de examinarme, en la habitación de enferma, insistía en la comparecencia del médico. Visitas al hospital, visitas del médico, alarmas casi siempre falsas marcaron mi vida dentro y fuera del colegio, y, si bien las temía, también compartía el drama que suponían, la subida de entusiasmo en la voz de mi madre, la amenaza de muerte, de hospitales, de enfermedad crónica.
La amenaza de la enfermedad de mi padre discurrió como una corriente subterránea que lo atravesó todo durante aquellos años. Su pierna de madera sólo era una parte; estaba enfermo con frecuencia, y cuando llegaba de Sinoia el médico, le oía hablar con mi madre en voz baja: «No se puede esperar que un hombre que se ha pasado todo un año en cama lo supere así como así». Y: «Me dijo que padeció neurosis de guerra, ¿no?».
Mi padre luchó denodadamente contra las desventajas de una pierna de madera. Cuando vi que el capitán Livingstone sólo caminaba por lugares llanos y seguros, comprendí lo mucho que mi padre hacía con su pierna. Bajaba a los pozos de la mina, pozos profundos, en una carretilla de arrastre, de la que sobresalía su rígida pierna, dando golpes en la pared del pozo y haciendo que volteara la carretilla, mientras gritaba desde las profundidades: «Esperad, aguantadla». E inmovilizaban el torno, la barrena reducía velocidad y él podía seguir bajando. La arrastraba por los enormes terrones de un campo recién arado. Conducía el viejo automóvil por todas partes, por la hierba y la jungla y lugares difíciles donde no había ningún camino. Cuando más tarde se apoderó de él la fiebre del oro, anduvo kilómetros con el martillo de explorador y las varitas de prospección. Es decir, lo hizo hasta que llegó a estar demasiado enfermo.
Cuando me enamoré de uno de los chicos, ya no recuerdo cuál, y me puse a pensar en él, sentada en la casa del árbol, y corté sin querer una ramita o varita, y la vendé, seguidamente humedecí el vendaje, mientras murmuraba su nombre. Esta confesión, lo sé, tiene una profunda relevancia psicológica, pero lo más importante para mí de este hecho no es que revele mi necesidad de un enamorado herido, como mi padre, sino su condición mágica, de acto de magia, cuando yo nada sabía al respecto, porque era hija de unos padres empeñados en ser racionales. El instinto me enseñaba cómo engañar las circunstancias, cómo manipular el mundo exterior con medios que tenían quizás millones de años. Cualquier chamán habría comprendido lo que estaba haciendo.
Había algo más que me llevaba a la enfermería, cuando podía persuadir a la hermana Antonia. El caso es que yo no encajaba con las otras chicas, no sólo porque (según parece todas se quejaban de lo mismo) yo fuera demasiado mayor para mi edad. Una escena: diez o doce niñas sentadas alrededor de una mesa del refectorio, zurciendo ásperas medias marrones y ásperas bragas marrones, vigiladas por la hermana de la costura, madre Theresa. Presumían de sus experiencias de vacaciones, idas a Durham, idas a Ciudad del Cabo, incluso un viaje a Inglaterra. Yo, ofreciéndoles lo más querido y mejor, les hablé de cómo me adentraba en el campo grande para recoger maíz y de cómo, después, seleccionaba las semillas para preparar un postre de queso. Las chicas intercambiaron miradas burlonas, y la monja inmediatamente me felicitó por lo adecuado de mi humildad y frugalidad, mientras yo sonreía con afectación y levantaba la cabeza, odiándome a mí misma. Después de esto, permanecí callada. Siempre existe una marcada división entre la vida en un pensionado y la vida en familia, pero nunca pudo haber una vida familiar más celosamente resguardada de las amigas del colegio. Las pensionistas eran casi todas hijas de granjeros, pero me di cuenta muy pronto de que tenían mucho más en común con las chicas de la ciudad, que eran alumnas sólo diurnas, que conmigo. No sabían nada de la jungla, parecían temerla. No aprendían a realizar trabajos de granja. Cuando salí del Convent, yo sabía cuidar de una gallina, criar pollos y conejos, cuidar perros y gatos, separar oro en la gamella, coger muestras de los escollos, cocinar, coser, utilizar el filtro de la leche y batir mantequilla, bajar al pozo de una mina en una carretilla de arrastre, hacer crema de queso y cerveza de jengibre, dibujar con plantillas sobre tejidos, fabricar papier maché, caminar sobre zancos hechos de palos cortados en la jungla, conducir el coche, cazar palomas y gallinas de Guinea para el puchero, conservar huevos en buen estado… y muchas cosas más. Cuando hacía estas cosas era auténticamente feliz. Pocas cosas en mi vida me han procurado un placer mayor. Esto es felicidad auténtica, la felicidad de un niño: ser capaz de hacer y crear, y, por encima de todo, saber que ayudas a la familia, que eres valiosa y valorada.