La casa de la colina no era distinta de la mayoría de las primeras casas construidas por los colonos que, cuando llegaban a la colonia, casi siempre eran pobres. Por regla general se trataba de chozas de ladrillo y metal acanalado, con una o dos habitaciones. Las casas más atractivas de aquellos primeros tiempos eran como las de los africanos. Las familias africanas tenían varias cabañas, cada cabaña para una finalidad distinta, y las casas de los primeros colonos a menudo contaban con media docena de cabañas de tejado de paja, o ladrillo o madera y barro, a veces unidas por pérgolas cubiertas de begonias o buganvilla. Los suelos eran de ladrillo o de cemento rojo, muy a menudo de estiércol y barro machacado. Las cabañas africanas no tenían ventanas, pero las cabañas de los blancos siempre las tenían, a veces ventanas divididas por marcos, con gasas dentro, por lo que parecía una pajarera. En los suelos había esteras de junco o pieles de animales. Las primeras camas podían ser de trozos de piel de buey sujetadas por palos. Las tiendas de muebles se encontraban a muchos kilómetros, en Salisbury, y unos carros los transportaban; incluso cuando se transportaban en tren, las mesas y las sillas tenían que recorrer un buen trecho desde la estación hasta las granjas por caminos pésimos. Cuando los granjeros se arruinaban, lo que sucedía a menudo, las liquidaciones de granjas reciclaban muebles entre las demás. A menudo algún negro con dotes para ello construía muebles con árboles de la jungla, y a veces con cajas de gasolina o parafina. En aquellos días la gasolina y la parafina llegaban en latas de cuatro galones, dos en cada caja. Con ellas se podía hacer un canapé. Aparadores, escritorios, tocadores, se hacían con dos o cuatro cajas en los extremos, con una tabla encima, y cajas dispuestas horizontalmente sobre ellas. Estas prácticas de supervivencia cobraban aires civilizados gracias a cortinas hechas de sacos de harina. La harina llegaba a las granjas en blancos y espesos sacos que, cuando se lavaban, quedaban suaves y adquirían un tono sedoso apto para el tinte. Otras veces las cortinas se hacían de arpillera bordada.
Si se era realmente pobre, lo imprescindible era comprar una cocina de leña Dover. Todas las granjas tenían una… o casi todas: un colono recién llegado podía vivir una temporada en una cabaña de barro, bajo un tejado metálico acanalado, sin más cocina que una fogata.
Las casas se iban mejorando, se demolían, se reemplazaban por casas de sólido ladrillo, con techos, que hablaban de éxito, o seguían siendo el centro de una granja que se ampliaba, llena de habitaciones.
El talento para la invención, para la improvisación, nunca se perdía. Incluso en una casa propiedad de un «granjero con talonario» (le oí esta antigua y envidiosa frase en 1988, referida a un granjero negro, a uno que aún no tenía talonario), podía haber cortinas de arpillera o volantes bordados en lana roja y naranja y negra, o encajes con aquellos dibujos geométricos de moda en la «época del jazz». O blancas cortinas hechas de sacos de harina, teñidas. He visto una granja llena de antigüedades —auténticas antigüedades de Inglaterra y Escocia—, con dormitorios en los que había ventanas de las que colgaba zaraza satinada y camas con doseles de zaraza, pero con un guardafuegos de arpillera bordada, y librerías hechas con cajas de gasolina que cubrían paredes enteras.
Lo único que diferenciaba nuestra casa de las otras primeras casas era la forma, alargada y atravesada por habitaciones. Una fotografía del hospital de Madre Patrick y sus enfermeras, de principios de la década de 1890 —las monjas dominicas fueron las primeras mujeres de la colonia— es casi idéntica a la de nuestra casa, antes de que florecieran galerías y pórticos y más tarde otra habitación se uniera a la casa a través de una pérgola. En el interior, estaba mejor amueblada que la mayoría: por ejemplo, el salón donde estaba la mesa del comedor, hecha de madera de la jungla, estaba dispuesta de manera que pudiéramos contemplar las colinas mientras comíamos. El pálido barro gris de las paredes lo dejaron sin encalar, porque quedaba muy bonito con las cortinas Liberty. Las sillas, un canapé, las librerías provenían de la liquidación de una granja. El escritorio era de cajas de gasolina coloreadas, y John William McVeagh y su segunda esposa, la hija de un cura disidente, contemplaban la galería a través de la gasa de mosquitera, y las hileras de latas de gasolina y parafina pintadas de verde sostenían pelargonios. La habitación contigua, la de mis padres, tenía auténticas camas y colchones, las cortinas eran de Liberty, las alfombras eran de Persia, la jofaina y el jarro de cobre reposaban sobre un lavabo hecho con una caja de gasolina. En la siguiente habitación, en un principio el dormitorio de mi hermano y mío, luego el mío, había esteras de caña en el suelo, las colchas estaban hechas de sacos de harina tejidos de color naranja, el lavabo y el tocador con cajas de gasolina, pintadas de negro. La pequeña habitación del fondo tenía esteras de caña y una caja de gasolina servía de mesa y tocador. Era la habitación en la que Biddy O’Halloran vivió durante un año. Para adornarla, bordó las blancas cortinas de saco de harina con resplandecientes sedas que aún mantenían el color al cabo de veinte años.
No había nada notable en las lámparas de aceite que tenían que rellenarse cada mañana, puesto que aquellas primitivas granjas no tenían electricidad. Ni en la cuba de riego con su cubierta de paja y sus dos depósitos, uno junto al otro, cuyos grifos nunca se dejaban gotear, puesto que incluso un vaso de agua se calculaba en términos de la energía de los bueyes que tres o cuatro veces a la semana arrastraban los pesados toneles por la colina. Ni en el retrete, un cajón de embalaje con un agujero de veinte pies, situado a veinte metros de la casa, en la colina, dentro de una cabaña, cuya puerta abierta estaba oculta tras una mampara de paja. Ni en la alacena, una doble pared de alambre de granja rellenada con carbón vegetal donde el agua caía lentamente de unos contenedores que goteaban día y noche; la comida se mantenía fresca porque la alacena estaba dispuesta de manera que estuviera siempre aireada por los vientos. Cuando una granja se remozaba y conseguía disponer de electricidad, de agua corriente, o de una habitación con retrete, se invitaba a los vecinos para inspeccionar el triunfo, que parecía hacerse extensivo a todos los demás y a todos nos llenaba de satisfacción.
Mi madre debió de caer en la cuenta casi inmediatamente de que no sucedería nada de lo que había imaginado.
No hace mucho tiempo me mandaron las memorias inéditas de una joven inglesa, con hijos pequeños, que se encontró en la jungla de la antigua Rhodesia, sin casa, porque aún tenían que construirla, sin campos preparados para el cultivo… sin nada. Y, en particular, sin dinero. También ella tuvo que arreglárselas, hacer frente a serpientes y animales salvajes e incendios forestales, aprender a preparar pan en hormigueros o pasteles en bidones de gasolina sobre fuegos al aire libre. No tuvo un instante de felicidad, temió y despreció a los negros, todo le pareció insoportable. No pudo hacer frente a nada. Al leerlo, no pude evitar compararla con mi madre, que habría sido incapaz de situar un huerto en un lugar donde la crecida del río pudiera inundarlo, quien nunca se escapó corriendo de una serpiente ni se puso histérica ante una difícil tormenta. Otro manuscrito, en esta ocasión de Kenya, reflejaba lo mismo: lamentos de infelicidad y de autocompasión, y una casi deliberada incapacidad de realizar cualquier cosa. Los dos relatos de memorias me recordaron lo que mi madre consideraba peor de todo aquello. Aunque resulte difícil de creer, lo que más les preocupaba a aquellas dos memorialistas, en plena experiencia de la vida agreste y dura, era esto: ¿seguían siendo gente de clase media, «gente agradable»? Pero así era. De forma similar, mi madre se sentía infeliz porque sus vecinos más próximos no eran de clase media inglesa. ¿Cómo pudo ser que mi padre, quien, a fin de cuentas, debió de haberse dado cuenta de las preferencias de ella, escogiera una región donde toda la «gente agradable» se encontraba a kilómetros de distancia, al otro lado de la región? ¿Es posible que nunca comprendiera lo mucho que aquello significaba para ella? Quizás para lo único que le quedaban fuerzas era para encontrar un terreno, y después tuvo que crear una granja a partir de nada, y emprender un tipo de labores que él no había imaginado. Siempre había querido ser agricultor, pero su cabeza albergaba los esquemas de la agricultura inglesa que él recordaba de niño.
Los dos creyeron, y durante años, que un cambio de suerte les procuraría el éxito. Puede que ella no se diera cuenta en un principio de que su minusválido marido sería incapaz de dominar la selva y de que nunca se enriquecerían como les había prometido la Exposición, pero de lo que sí se daba cuenta fue de que la vida de cenas sociales, veladas musicales, reuniones para tomar el té, meriendas en el campo, se había evaporado. Esto equivalía a ver frustrada una parte esencial de su persona. Al ir a Persia, se había llevado todo lo necesario para una vida de clase media. A África se llevó vestidos para ir de visita y para «recibir en casa», tarjetas de visita, guantes, pañuelos del cuello, sombreros y abanicos de plumas. Sus trajes de noche eran incluso más elegantes que los que entonces se llevaban en la sede del Gobierno. Probablemente pensó que ése era el lugar al que la invitarían. Fue capaz de desafiar a su padre para ser algo tan corriente como una enfermera, pero nunca tuvo intención alguna de abandonar su posición de clase media. Sus hijos la resarcirían e incluso la superarían. Por lo tanto en aquel primer año, tras observar concienzudamente sus circunstancias y a sus vecinos, no hizo sino posponer sus ambiciones. La granja pronto alcanzaría el éxito, y luego ella podría volver a Inglaterra, inscribir a sus hijos en buenos colegios, y daría comienzo la vida real.
Mientras, no pudo hacer un uso ni más eficiente, ni más ingenioso, ni más enérgico de lo que encontró a su alrededor en la jungla, o en la granja.
Llegados a este punto, me veo en la dificultad de reconciliar la época de la infancia con la época adulta. Hubo un estadio de mi vida —ya me encontraba en Inglaterra e intentaba afanosamente que mi vida tuviera sentido a través del estricto uso del recuerdo— en que comprendí que todo un tramo de tiempo había desaparecido. Había un abismo, un agujero negro. Años y años… o así me lo parecía. Y, no obstante, la sucesión de los acontecimientos externos es nítida. En enero de 1925, la familia se encontraba en Lilfordia. Entre enero y junio de 1927, yo estudiaba con Mrs Scott. Sin embargo, ya había pasado un curso en Rumbavu Park. Todos estos recuerdos nebulosos, interminables, tenían que encajar en el plazo de un año y nueve meses. Imposible. Lo dejé estar. Pero luego volví a ello, una y otra vez… y me vi forzada a admitir que entre mis chapoteos por el barro y agua que luego servirían de argamasa para nuestra casa, y mi entrada en el colegio, habían pasado… menos de dos años. E incluso ahora siento incredulidad, no puede ser así. Pero fue así. Entre enero de 1925 y septiembre de 1926, sucedió lo siguiente.
Todos nosotros, la familia al completo, padecimos malaria en dos ocasiones, duramente. Aplanaron las nuevas tierras de la granja, se equipó la granja con lo necesario, se construyó la casa, y nos trasladamos a vivir en ella. Biddy O’Halloran se fue, enhorabuena por ambas partes. Mi madre sufrió una depresión que la mantuvo meses en cama. Mrs Mitchell y su cruel hijo de doce años vinieron y se fueron. Yo aprendí a leer y entré triunfalmente en el mundo de la información a través de lo que estaba impreso en los paquetes de cigarrillos, embalajes de comestibles, las grandes letras en la parte alta de los periódicos, el catálogo de los Almacenes de la Marina y el Ejército, palabras escritas debajo de imágenes… y después, libros propiamente. Mi hermano y yo seguimos clases por correspondencia organizadas por el gobierno para hijos de agricultores.
Éste fue el esquema de los acontecimientos, y tiene muy poca relación con lo que yo recuerdo, la crónica de la época de la infancia.
Biddy O’Halloran se apoya en el bastón de caza de mi padre, y nos encontramos en el gran campo de cultivo, bajo la colina, rodeados de saltamontes y mariposas. A ella le han extraído el apéndice, y le está diciendo a mi hermanito que si no mantiene la boca cerrada un saltamontes saltará dentro hasta su apéndice y se lo sacará a través del estómago. Él llora de terror. «Claro que no es verdad», exclama mi madre más tarde, cuando vamos a la cama, mientras mi hermano solloza. Pero años más tarde mi hermano me contó que sentía un miedo irracional ante los saltamontes; yo pude explicarle la razón: «¿Quieres decir que sólo se trata de esto?», preguntó, intentando reírse, pero sorprendido de que lo que tanto le había influido, y durante tanto tiempo, fuera tan insignificante.
Biddy O’Halloran tenía la piel clara, y en la «uve» de su vestido de algodón había un chorro de suave rojo. La mirada atenta de un niño descubría que se trataba de una mancha escarlata y crema. Dos niños de corta edad debaten sobre cuánta gelatina roja y crema se ha metido debajo de la piel de Biddy. «Se metió por un agujero y luego se esparció». Nos inventamos excusas para acercarnos, nos riñen por mirar, nos apartamos para decirnos mutuamente que no era un agujero. En consecuencia, ella debe de haber esparcido la gelatina, y ha atravesado la piel. «Mami, ¿cómo se ha metido debajo de la piel de Biddy la gelatina roja y la leche?» «¿Qué gelatina roja? ¡Menuda tontería!» Discutimos seria, científicamente el misterio, sentados bajo el alero del techo de paja, en presencia de los perros. «Pero quizás no sea gelatina, ¡es sangre del roastbeef!» «Pero ¿qué son entonces los trozos blancos?»
O largas, pensativas miradas a las uñas de los adultos, donde se ve una pálida mancha en el rosa de una uña. «Mami, ¿por qué Dios no acabó tu uña?» «¿Qué quieres decir con acabar?» «Mira, aquí hay un agujero». «¿Qué agujero? ¡Esto no es un agujero!» Los pelos del antebrazo de un adulto, cada dorado tallo en su pequeño orificio de piel oscura. Los olores. Biddy tenía un olor agrio, cortante y molesto, cuando se rociaba con colonia. El olor de mi madre era potente y salado. El de mi padre, masculino y rancio, olor a humo.
Mirábamos desde un recodo cómo mi madre enseñaba a Biddy a meter trapos ensangrentados en una lata de gasolina para remojarlos, bajo el techo de paja de la parte trasera de la casa. La mirada de dramático secreto en la cara de mi madre, su voz baja y dramática. Los movimientos lánguidos e irritados de Biddy. Sabíamos que los «chicos» no debían ver el contenido de esta lata. Nos acercábamos muy despacio hasta la lata cuando las mujeres se habían ido y especulábamos: Biddy se había cortado el dedo o el pie… debía de ser eso. Pero ¿por qué mami no quería que los niños lo supieran? Nosotros nos cortábamos, o teníamos magulladuras, y a veces los «muchachos» nos limpiaban la sangre. ¿Por qué entonces…?
El mundo de los adultos, con su desorden, su falta de sentido, sus misterios, dos niños intentando colocar las cosas en su sitio, darles los nombres correctos…
Estoy tendida en mi cama, leyendo The Three Royal Monkeys, de Walter de la Mare. Uno de los hermanos monos se come una naranja, que cree convenientemente dividida en gajos para separarlos y comerlos. No tiene sentido para mí. Los gajos de naranja que estoy comiendo mientras leo son demasiado grandes para mi boca. No obstante yo soy más grande que los monos que veo correr apresuradamente por los árboles exactamente allá abajo, en la colina, y que a veces entran en la casa e inspeccionan las vigas antes de volver corriendo a los árboles. ¿Se refería el mono del libro a aquellos minúsculos globos de zumo de naranja, cada uno en su pequeña bolsa, que hago estallar en mi lengua, inundando mi paladar de aroma y sabor? Pero seguramente no era así: glóbulos no son gajos. Me tiendo y me hago preguntas, leo y pienso… Los monos reales deben ser mucho más grandes que los monitos de la jungla que nosotros conocemos. Cuando parten las pieles de la naranja, su piel les impide sentir los raudales de repentino zumo que brota. La rociada vive en los poros de la piel de la naranja. Cuando llega una visita que tiene piel de poros abiertos en la cara y el cuello, le miro secretamente a los poros donde se asienta el agua. Si la presionara, ¿dispararía esta piel una rociada…? «¿Qué mira esta niña?» «Doris, ¿por qué miras así? Es de mala educación». Me voy, salgo corriendo, me siento bajo un arbusto en la parte baja de la colina, tiro de una hoja en un arbusto, miro sus venas y los poros entre ellas. Parto la hoja pero ninguna rociada de fuerte olor inunda mi cara y mis manos. En el arbusto hay un camaleón. Lo veo avanzar lentamente por una rama. Y luego, de repente… subo corriendo la colina hasta mi madre, sentada en su butaca, junto a mi padre, mirando hacia la jungla. «¿Qué demonios pasa?» «Mami, mami…» «Pero, ¿qué pasa?» «El camaleón», sollozo, histérica, horrorizada, «El camaleón…» «¿Qué camaleón?» «Estaba enfermo y todo lo de dentro le salió afuera». Vuelvo a bajar corriendo por la colina. Detrás me siguen mi madre y mi hermanito. El camaleón está tranquilamente aposentado en la rama, tras un pequeño avance, y sus ojos dan vueltas.
Estoy conmocionada, es como un sueño. Veo salir las entrañas del camaleón y… vuelve a suceder, chillo. «Psss…», dice mi madre, sujetándome. «No pasa nada. Está atrapando moscas, ¿no lo ves?» Tiemblo de decepción y miedo… pero también de curiosidad. Me quedo protegida entre los firmes brazos de mi madre. «Espera», dice. La lengua del camaleón, como una porra, se dispara afuera, una gruesa raíz de carne, y vuelve a desaparecer dentro del camaleón. «¿Lo ves?», dice mi madre. «Es sólo su manera de alimentarse». Me hundo en sollozos, y ella me lleva de vuelta hacia la casa. Pero yo he adquirido la visión adulta; cuando vea a un camaleón, sabré que lanza afuera su enorme y gruesa lengua, pero no lo veré realmente, nunca más, no como lo vi la primera vez.
En 1992 me encontraba, un par de semanas después de las primeras lluvias, en Banket, cerca de un árbol mafuti, uno grande. El mafuti es un árbol imponente, con sus frondosas hojas de verde oscuro, su tronco grueso y seguro. Todo en él es solemne. Pero crecía en su raíz una excrecencia, como una criatura marina, vainas corales donde sobresalían las uñas tiernas y brillantes de nuevas hojas, que eran como terciopelo verde. No tenían nada que ver con las sobrias hojas de más arriba. Y de repente recordé que de pequeña había echado a correr hacia la casa, diciendo a gritos que un monstruo estaba atacando al árbol, un escarabajo del tamaño de un gato.
Me despierto de noche. Me rodea, me envuelve un ruido susurrante, sigiloso. Me incorporo sobre el codo, miro a través de la blanca mosquitera. Me palpita el corazón, pero el susurro es más fuerte. El marco de la ventana se ilumina, una, dos veces. ¿No será un coche que sube por la colina, los faros…? No, el dormitorio de mis padres está a oscuras, están en cama, demasiado tarde para un coche. Es como si el tejado de paja susurrara. De repente caigo en la cuenta, mis oídos se llenan del sonido de las ranas y sapos abajo en el vlei. Llueve. El sonido es el de la seca paja que se llena de agua y se hincha, y las ranas están exultantes por la lluvia. Al caer en la cuenta, todo a mi alrededor vuelve a su sitio, la paja del tejado que absorbe la humedad del cielo, las ranas tan sonoras que parecen estar allá abajo, en la colina, cuando en realidad están a tres kilómetros, la suave caída de la lluvia sobre la tierra y las hojas, y los rayos, aún lejanos. Y entonces, confirmando el orden de la noche, se oye el estruendo repentino del trueno. Me recuesto, tranquila, bajo la mosquitera, escuchando, y lentamente me vuelvo a dormir llena de los sones de la lluvia.
O aquella noche en que, acabados de acostar, llegan desde el otro extremo de la casa los sonidos de voces de adultos y la música que mi madre toca en el piano. Mi hermanito y yo hablamos con voces quedas, sabiendo que deberíamos dormir. Yo recuerdo los cuentos para dormir que nos cuenta mi madre, sobre los animales de la jungla y los ratones del trastero. Entonces quiero asustarlo con el dragón del cuento sobre san Jorge y el Dragón. Me asusto a mí misma. El dragón se ha posado sobre el tejado de paja, llena el cielo, con sus garras separadas y el fuego que sale de su boca. Sé perfectamente que no hay ningún dragón, no obstante estoy asustada. Igual que, cuando me he convencido de que hay hadas malvadas por los rincones del dormitorio, sé que me las he inventado. Cuando finalmente empiezo a chillar para que venga mi madre, y viene y dice, tranquilizadora, que no hay ningún dragón, ni ningún hada tras las cortinas, me siento impaciente, porque no se trata de eso. Necesito que me riñan por no haber dejado dormir a mi hermanito, por haberme «inventado cosas». Igual que cuando estoy sola allá abajo, en la colina, exactamente donde empieza la tierra de cultivo, junto a un viejo árbol torcido y nudoso como los de Peter Pan en los jardines de Kensington, me imagino hadas con tal fuerza que casi puedo verlas. Cuando imagino hadas y duendes en el hormiguero, con sus cortinas de helechos de Navidad y sus azucenas, permanezco en un absoluto y atento silencio, consciente de que, si vuelvo la cabeza con la rapidez suficiente, cuando ellos no se lo esperen, podré verles. Lo que no quiere decir que en realidad crea que están allí. De la misma manera que creo y no creo en lo del diente debajo de la almohada. Mi incredulidad respecto de Papá Noel no me impide esperar los renos ni explicar a mi hermano que entrarán por la ventana, puesto que no hay chimenea. Largas y serias discusiones en voz baja, entre las sombras de la habitación, tras apagar la luz, sobre los renos y lo muy rápido que tendrán que volar desde Inglaterra para llegar a tiempo en la Navidad, y sobre si los renos tendrán que bajar de vez en cuando para alimentarse, y sobre qué pensarán de los árboles y la hierba, puesto que a ellos lo que les gusta es el musgo. Cuando mi hermano le cuenta a mi madre que yo creo que los renos llegarán para Navidad y que comerán musasa y hojas de mafuti, se puede deducir de su ceño fruncido que está pensando en cómo equilibrar la realidad y la necesaria fantasía, y yo digo inmediatamente, con precipitación, que por supuesto que no creo en Papá Noel.
Mi madre decidió que estaba mal del corazón. Toda su vida supo que estaba mal del corazón y que podía morir en cualquier momento. Al final murió a la respetable edad de setenta y tres años, de un infarto. Incluso de niña, yo ya comprendía las ventajas psicológicas de estar mal del corazón, y creí que se lo inventaba para despertar compasión. También creía que a mi padre no acababa de convencerle aquella historia del corazón.
Ahora comprendo por qué se metió en cama. En aquel año pasó por el replanteamiento que la mayoría tenemos que llevar a cabo por lo menos una vez en la vida. Hemos de renunciar a lo que creíamos que era nuestra razón para vivir. Colocaron su cama en la habitación de delante, por las ventanas y sus vistas a las colinas, bajo la severa mirada de su padre, John William, y de su fría y obediente esposa. Todo a su alrededor eran signos de la respetable vida que ella consideraba su derecho, su futuro, bandejas de plata para el té, cuadros al pastel ingleses, alfombras persas, los clásicos en edición de piel roja, las cortinas Liberty. Pero vivía, en definitiva, en una cabaña de barro, y lo único que podía ver desde su cama era la jungla africana, el «recinto» de la granja y su colina adicional.
El médico venía a menudo desde Sinoia. Por aquel entonces no sabían tanto de la ansiedad como ahora. Prescribió reposo en cama. El doctor Huggins, su verdadero médico en Salisbury, cuando ella se dirigía a él a través de cartas, decía: ¿Por qué preguntarle a él cuando ella ya tenía un médico que le decía lo que había que hacer? El doctor Huggins —más tarde lord Malvern— era un personaje malhumorado que no creía en la necesidad del trato cariñoso, ni como médico ni como político: poco tiempo después llegaría a ser primer ministro.
Muchas veces al día reclamaba mi presencia y la de Harry junto a su cama desde donde nos decía dramáticamente: «Pobre mami, pobre mami enferma». Y este recuerdo me permite entender lo mucho que se había derrumbado interiormente. «Pobre mami» no formaba parte, en absoluto, de su estilo. Por lo que se refería a mí, me consumían llamaradas de rabia. Mi hermanito la abrazaba siempre que ella se lo pedía. Yo la abrazaba cariñosamente, pero luego me molestaba la emoción y la repudiaba. Pronto me negué a acercarme a su cama cuando me llamaba la cocinera: «Mami está enferma», me indicaba mi padre, y yo respondía con desagrado: «No, no está enferma», porque el conflicto interior era insoportable.
Mientras tanto seguía nuestra educación, y yo no puedo sino admirar el esfuerzo de autodisciplina que aquello debió exigirle. De pie junto a su cama, o sentados en ella («No canséis a vuestra madre. No os apoyéis en ella. No…»), aprendimos las tablas de multiplicar e hicimos nuestras primeras sumas, pero las clases de lectura eran ya demasiado fáciles. Ella nos contaba cuentos y nos leía.
Entonces llegó Mrs Mitchell, con su hijo, para «ayudar» a mi madre. Harry aún dormía en el dormitorio de mis padres. Yo compartí la habitación con Mrs Mitchell. Su hijo estaba en la habitación del final de la casa.
Ella me pareció una persona cruel y su hijo un matón. Ella bebía. Cuando se fue —pronto, al cabo de pocas semanas—, bajo los arbustos, en armarios, se encontraron botellas vacías escondidas. Siempre olía a alcohol. ¿Cómo era realmente? Si hacía de enfermera y ama de llaves de una mujer enferma, y tenía un hijo, en edad escolar, debió de estar desesperada. ¿Viuda? ¿Abandonada? ¿Huyendo de un marido brutal? Esto sucedía antes de la Depresión, cuando las mujeres cuyos maridos estaban en el paro aceptaban cualquier trabajo que se les ofreciera.
Durante toda mi infancia nos dijeron que éramos pobres, estábamos muy apurados, privados de lo que nos correspondía. Yo lo creía. Luego, en el colegio, conocí a niños de familias realmente pobres. Había un estrato de gente, blanca, en la antigua Rhodesia del Sur, un poco por encima del límite del hambre, siempre con deudas, huyendo de deudores, a un paso de sucumbir a la bebida y la brutalidad. Recientemente se publicó una obra titulada Toe-Rags, de Daphne Anderson, que es la historia de una muchacha que sobrevivió a una infancia de este tipo. A menudo eran las criadas negras las que se ocupaban de ella. Era exactamente de mi edad, y comparada con la suya mi vida fue cómoda y privilegiada. No es probable que los negros lean —todavía— este libro en Zimbabwe, donde aún es necesario creer que toda persona blanca es, y era, rica. Los blancos se han mostrado reacios a leerlo, porque no les gusta pensar que los blancos de la Rhodesia del Sur británica vivieron alguna vez en situaciones tan bajas y terribles. Este libro hace que los grandiosos mitos de la Supremacía Blanca resulten tristes y enfermizos, aunque la bella autora consiguiera una buena boda, como solemos decir, a sus veinte años, y viviera felizmente para siempre jamás. Confío que Toe-rags encuentre pronto su lugar en las lecturas recomendadas de los cursos de historia en Zimbabwe.
Mrs Mitchell provenía de este aterrador nivel de pobreza. Seguramente no compartió la habitación conmigo más allá de un trimestre, quizás incluso sólo unas vacaciones escolares. Para mí fue un sufrimiento infinito, un temor infinito. Yo permanecía acostada en la oscuridad sofocante bajo la mosquitera. Ella estaba bajo la otra mosquitera. Oía los ruidos que indicaban que ella estaba bebiendo. Oía deslizarse la botella entre el borde de la cama y la mosquitera, y dar un golpe en la estera. Roncaba. Se removía en su cama. En la habitación contigua el hijo gritaba en sueños. En una ocasión ella se peleó tan fuertemente con el muchacho que mi madre apareció en la puerta, vela en mano y el pelo ondeando, con la intención de que dejaran de chillar, y vi cómo se inclinaba la vela de la mano de Mrs Mitchell, y cómo se desparramaba la cera, mientras la llama subía y bajaba y humeaba a un par de centímetros de la mosquitera.
Tanto Mrs Mitchell como su hijo gritaban y pegaban broncas a los criados negros. Cuando mi padre les ponía alguna objeción, ella le gritaba que no sabía nada del país: quizás fue la primera ocasión en que yo oí todos los tópicos blancos. Ustedes no entienden nuestros problemas. Ellos sólo atienden al palo. No son más que salvajes. Acaban de bajar de los árboles. Hay que mantenerlos en su sitio. (Exactamente como los niños del doctor Truby King).
Tenía miedo de acercarme al hijo de Mrs Mitchell. Quizás tuviera tan sólo doce años pero me parecía tan fuerte como un adulto. Atormentaba y hacía bromas pesadas al niño negro que se ocupaba de los trabajos de la casa. Perseguía y hacía bromas pesadas y atormentaba a perros y gatos. Su tirachinas lo utilizaba no sólo con los pájaros, sino también para lanzar piedras a los pies descalzos de cualquier persona negra que se le acercara.
Por mucho que intente halagar o persuadir a mi memoria, no consigo más recuerdos que éstos; ningún incidente ni acontecimiento son lo bastante malos como para explicar mi temor hacia aquella mujer. Y lo más probable es que no hubiera ni muestras de crueldad ni verdaderos golpes, sino tan sólo su enfadada y horrible voz, y las potentes y represivas injurias propias de quien odia a los negros.
No puedo ni siquiera imaginar cómo debió ser aquel año para mi padre. Su esposa estaba postrada en cama, y con «un corazón» que no hacía albergar esperanzas de posible recuperación. Tenían muy poco dinero, a pesar de que cada vez que ella empeoraba venía el médico desde Sinoia. Dos hijos pequeños, de seis y cuatro años. Precisaban esmerados cuidados, pero lo que tenían era a Mrs Mitchell y al matón de su hijo. Mi padre aún estaba intentando preparar tierras para el cultivo, abrirse paso en la jungla, disponer de campos. Se veía obligado a pasarse el día entero en las tierras, puesto que si no había tierras de cultivo no habría cosechas. Mientras, la deuda con el Land Bank crecía.
Durante algunos meses tuvo un ayudante, un holandés con muchos hijos. La narración The Second Hut la escribí a partir de recuerdos de aquel año.
A esa edad tan temprana nosotros, los hijos, empezamos a ir con él a las tierras. El caballo había muerto: aquella parte de la Región no era buena para los caballos, contraían enfermedades. Era en la otra parte del sandveld donde los caballos se desarrollaban bien y la gente iba a las carreras. Compramos dos burros y mi padre iba en uno de ellos. Nosotros dos íbamos en el otro. Más adelante conseguimos tener un coche, un Overland, ya de tercera o cuarta mano. Nosotros, los niños, los dos perros, Lion y Tiger, animosos perros sin raza, botellas con té frío y paquetes de galletas de la tienda, bajábamos a los campos con mi padre, y jugábamos en la jungla mientras mi madre estaba en cama, cuidada por Mrs Mitchell.
Mrs Mitchell se fue. Luego vino alguien sin cobrar, porque ayudaba por amabilidad, Mrs Taylor, una mujer danesa. Como tenía su propia familia, no se trasladó a vivir con nosotros, pero podía quedarse durante unos días, irse y volver, y pronto olvidamos la pesadilla de Mrs Mitchell. Era una mujer grande, tranquila, de buen ver, y mi padre la apreciaba mucho. A mi padre le gustaban las mujeres. A las mujeres les gustaba él. Tenía un trato agradable, cortés, considerado, y los matices de pesar y melancolía no eran algo que un niño pudiera comprender. De lo que sí me di cuenta es de que a lo largo de toda mi infancia siempre hubo una mujer —la esposa de un vecino, o de un visitante en la región— con la que él solía sentarse y hablar de una forma particular, como si el momento en el que se encontraban los dos se situara en otro mundo, más extenso y más suave que la vida cotidiana, en el que ambos compartían, también, un entendimiento fluido y placentero, que nunca se expresaba con palabras. Mrs Taylor no iba a quedarse mucho tiempo: tenía intención de trasladarse a algún otro lugar. La gente siempre estaba cambiando de lugar, de granja a granja, de la granja a la ciudad, o «al norte» —lo que quería decir Nyasaland o Rhodesia del Norte— o bien se volvía a Inglaterra, porque aquella vida le resultaba decepcionante. «No todo el mundo puede aceptar esta vida, ya se sabe». Y muy especialmente eran las mujeres las que no podían aceptar aquella vida.
Si mi padre siempre disfrutó de amables y, naturalmente, platónicas amistades (hoy en día hay que subrayar lo que se habría dado por descontado), mi madre también tuvo admiradores que supieron que ella encajaba sus notables cualidades en un espacio demasiado pequeño. Uno de ellos fue George Laws, hermano de Miss Laws, una maestra de Sinoia y una especie de prima de la familia de mi padre. Mr Laws era propietario de una concesión maderera en la tierra del gobierno entre los ríos. Fue él quien le hizo a mi madre un artilugio para que pudiera leer mientras estaba enferma, un soporte para leer en la cama, un taburete para el piano, canapés y sillas de madera laminada y mesas «auxiliares» tan pesadas que apenas se podían mover, incluso cuando no estaban enterradas bajo libros, diarios, revistas.
Más adelante mi madre abandonó la cama. Dijo que el peso de su pelo le provocaba jaquecas y se lo cortó y apareció con la nuca rapada, al descubierto. Un «corte a lo garçon». Mi hermano lloró. Yo lloré. Nos sentamos en las almohadas, donde reposaban las guedejas de su pelo castaño y nos envolvimos con ellas y nos desgañitamos mientras ella permanecía sentada y nos contemplaba irónicamente. Dijo: «¡Muy bien! ¡Ya está hecho!», y envolvió su pelo en un papel y lo tiró al foso de la basura.
Los cursos por correspondencia seguían llegando puntualmente, pero ella se preguntaba para qué estaba pagando dinero si lo podía hacer mejor por sí misma. Nos enseñó geografía echando agua en nuestro foso de arena y creando continentes, istmos, estuarios, islas. Cuando a uno le enseñan a ver masas de tierra y océanos de esta manera, vuelves a aquel estadio del conocimiento humano en que el mundo era plano. Más tarde encargó una esfera terrestre en Salisbury, que llegó en tren, y con ella entramos en el mundo de Copérnico. Instaló a mi padre en su silla plegable en la parte baja de la pronunciada pendiente de delante de la casa, reclamó la presencia de la cocinera y del negrito de la cocina. Mi padre era el sol. Los dos criados eran los grandes planetas, Júpiter y Saturno. Unas piedras representaban a Plutón, a Marte. Yo era Mercurio y mi hermano, Venus, corriendo alrededor de mi padre, mientras que ella era la Tierra, moviéndose lentamente. «Tenéis que imaginaros que las estrellas se mueven a velocidades distintas, todo se mueve, constantemente». Y luego abolió este sistema de orden cósmico con un impaciente gesto de la mano. Mi padre entonces era la Tierra, y mi hermano y yo nos turnábamos para ser la Luna. «Naturalmente, tenéis que imaginarlo…»
Cantábamos la tabla de multiplicar interminablemente. Aprendimos árboles y flores inglesas a través de pequeños libros. Uno era French Without Tears. Aparecieron inspectores de Salisbury para controlar a los hijos de los granjeros, y dijeron que sí, que íbamos bien. Sí, íbamos adelantados para nuestra edad. Pero teníamos que ir al colegio. Era la ley. Además, los niños deben aprender a relacionarse en sociedad.
Durante un tiempo, mi madre se planteó crear una pequeña escuela allí, en la granja. Había niños de varias edades en las granjas vecinas. Ahora, con buenas carreteras sería fácil, pero entonces el problema era cómo conseguir que aquellos niños recorrieran cada día, cinco, siete, nueve kilómetros, hasta la escuela y luego volvieran. Además, aquella mujer que tenía un don para enseñar a los niños carecía de título. Y no se habló más.