3

Una cosa minúscula entre pesados gigantes, que dan golpes fortuitos, que huelen, que se agachan hacia ti con grandes y feas caras peludas, mostrando grandes dientes sucios. El pie que miras con recelo, mientras intentas no perder de vista todos los otros peligros, es casi tan grande como tú. Las manos que suelen agarrarte pueden estrujarte hasta dejarte casi sin respiración. Las habitaciones por las que corres, los muebles entre los que te mueves, ventanas, puertas, son enormes, nada es de tu tamaño, pero un día serás lo bastante alto para llegar hasta la manija de la puerta o el tirador de un armario. Éstos son los auténticos recuerdos de la infancia, y cualquier otra cosa que te iguale con los adultos es una invención posterior. Un intenso sentido físico, ésta es la verdad de la infancia.

Mi primer recuerdo es anterior a los dos años, y es el de un enorme y peligroso caballo allá arriba, allá arriba, y sobre él mi padre, aún más alto, su cabeza y hombros en algún lugar del firmamento. Allí se sienta con su pata de palo siempre presente, bajo los pantalones, una cosa grande, dura, resbaladiza, oculta. Intento no llorar, mientras me levantan unas manos que me apretujan, y me colocan delante del cuerpo de mi padre, me dicen que debo agarrarme a la parte delantera de la silla, un duro borde prominente que me obliga a estirar los dedos para cogerlo. Estoy dentro del calor de caballo, del olor de caballo, del olor de mi padre, todo ardientes olores acres. Cuando se mueve, el caballo da sacudidas y bandadas, y echo la cabeza y los hombros para atrás, hacia el estómago de mi padre, y allí siento las duras correas de los arreos de la pierna de madera. Mi estómago se tambalea cuando nos alzamos del suelo, que queda ahora tan lejos de mí. Éste es ahora el recuerdo real, violento, oloroso… físico.

«Papá solía llevarte a caballo con él cuando cabalgaba hacia el banco, y Marta esperaba en la verja para devolverte a casa. Te encantaba». Y quizás así fuera, quizás sólo fuera la primera cabalgada la que no me gustó, la que ha permanecido en mi memoria. La verja se ve en una fotografía, un bonito arco que he añadido al recuerdo auténtico. De cuando me bajaba y me depositaba en manos de Marta, a quien yo no quería, no queda nada en mi cabeza. Aquellas cabalgadas tenían que ser en Kermanshah y yo contaba dos años y medio cuando nos fuimos de allí.

Empinados y puntiagudos peldaños de piedra, como cantos rodados en la ladera de una montaña; se ven en una fotografía, también, pero el recuerdo es el de un descenso peligroso, amenazado por bordes afilados.

Otro recuerdo, auténtico, no lo que me contaron, o lo que está en el álbum de fotografías. Una balsa para bañarse, llena de gente desnuda y pálida gritando y riendo y salpicándome con duros palmetazos de fría agua. Los cuerpos desnudos corresponden a mi madre, pendenciera y bulliciosa, disfrutando; a mi padre, aguantándose en un borde de la balsa, porque el lastimoso muñón de su pierna con cicatrices de metralla, que agita torpemente bajo el agua, le dificulta nadar; y otras personas, ya que la balsa parece abarrotada de cuerpos. No están desnudos, puesto que llevan los austeros trajes de baño de la época, pero los adultos que siempre van vestidos durante el día y luego visten prendas de manga larga en la cama, cuando van en traje de baño parecen pura carne pálida y desagradable revelación. Protuberantes pechos caídos. Patillas de pelo bajo los brazos, agua entretejiéndose o corriendo como sudor. A veces mocos en una cara que está sonriendo y gritando de placer. Mocos cayendo sobre el agua en la que han caído ya hojas muertas o podridas, así como los reflejos quebrados de nubes, aquí abajo, no arriba en el cielo. Los niños de corta edad siempre quieren que todo esté en su sitio, el mundo siempre se les resquebraja, en él las cosas se desplazan, engañan, mienten. «Solíamos bañarnos todas las tardes en verano. Y organizábamos reuniones para bañarnos durante el fin de semana. Ah, eran tan divertidas. Siempre te gustó que organizáramos reuniones». Así hablaba mi madre, añorando los mejores años de su vida, en Persia. «Solíamos cogerte en brazos para meterte en el agua con nosotros, pero berreabas y teníamos que dejarte a un lado. ¡El agua estaba tan fría! Era agua de la montaña. Bajaba de las montañas a través de canales de piedra. ¡Tú siempre gritabas al meterte en el agua! Había lechos de ásteres alrededor de la balsa. Los jardineros persas eran maravillosos, lo cultivaban todo». Y así tú te imaginas metiéndote en el agua, todo alegría y risas, y cuando te sacan ves los ásteres, con colores de caja de pintura, y oyes cómo te regañan los jardineros persas, que no te dejan coger ásteres, así te lo contó tu madre. Pero el recuerdo real, el auténtico, era el de enormes cuerpos pálidos, como budines de leche, chapoteando en el agua descontrolada que olía a frío, el de los largos y pálidos brazos moviéndose, la dura palmada de agua, que te cortaba el aliento, sobre tu cara. «Vamos, sé buena, las muchachas valientes no lloran por una tontería como ésta».

Dos recuerdos, inventados, o inducidos, pero seguramente lo bastante ciertos. En la década de 1960, cuando hacíamos experimentos con drogas, probé una que no hay que recomendar en ningún caso. Se comen semillas de dondiego, previamente remojadas en agua caliente hasta conseguir una ácida jalea, pero hay que comer muchas, en mi caso sesenta o más. Sentí mareo y, para revelaciones, ya tenía bastante con las de mi mente de novelista. Había estado pensando: ¿por qué había quedado tan poco en mí de aquella inmensa casa de piedra, con sus grandes y altas habitaciones de piedra? Nací allí. Aprendí a caminar allí. Y me imaginaba tendida en una cuna con barrotes, del tamaño de una celda carcelaria, y oyendo grandes pies que repicaban en la piedra. Sabía que los suelos eran de piedra y que había pocas alfombras, que las ventanas eran grandes y se veían montañas, que la casa era fría en invierno. La cuna estaba destinada a ser algo parecido, y una niña pequeña oye cada sonido con orejas nuevas, nada aislado, mientras que los adultos aíslan el sonido.

El otro recuerdo motivado resultó útil y lo ha sido desde entonces. Tomé mezcalina… sólo en una ocasión. Dos amigos controlaron la dosis y luego me acompañaron. Les preocupaba que fuera a saltar por una ventana o algo semejante, puesto que un conocido suyo había hecho algo de este tipo con anterioridad. Lo que aprendí entonces fue lo muy fuerte que es en mí la personalidad que yo llamo la Anfitriona, puesto que, a pesar de estar contándoles lo que estaba experimentando en una charla cada vez más loca pero controlada, seguía resguardando lo que pasaba dentro de mí. Esta personalidad de Anfitriona, brillante, servicial, atenta, receptiva a lo que se espera de mí, es en verdad muy fuerte. Es una protección, un escudo, para el yo particular. Cuan útil ha sido, y lo es ahora, cuando me entrevistan, me fotografían, cuando me convierten en una persona pública para uso público. Pero detrás de toda esta amabilidad había alguien distinto, la observadora, y es a ella a quien acudo, en la que me refugio, cuando pienso que mi vida será propiedad pública y no hay nada que yo pueda hacer al respecto. Nunca tendrás entrada aquí, no puedes, propiedad privada, definitiva e inviolablemente. Lo llaman soledad, es un lugar que no se puede compartir con nadie, nunca, pero que es lo único a lo que podemos recurrir. A mí, a mi Yo, a esta sensación de mí. A la observadora nunca nadie la puede tocar, probar, sentir, ver.

Aquel día, charlando, contándoles lo que estaba experimentando, yo no hacía sino proteger lo que verdaderamente estaba consiguiendo experimentar. Estaba naciendo. En los años sesenta este tipo de experiencia «religiosa» era corriente. Me concedía a mí misma «un buen nacimiento», en la jerga de la época. El nacimiento real no sólo fue malo, sino que empeoraba a través de cómo me lo contaban, por lo que la cuentista se inventaba un nacimiento que tenía lugar mientras salía el sol y la luz y el calor entraban rápidamente en la enorme habitación alumbrada por una lámpara. ¿Por qué no? Nací a primera hora de la mañana. Luego me inventé los gritos de alegría con que festejaban que yo fuera una niña, puesto que en realidad mi madre había estado convencida de que yo sería un niño y tenía preparado un nombre de niño. En este «juego», mi nombre de niña había sido planeado durante meses, en vez de serme puesto por el médico. Mi padre… ¿dónde se encontraba él, en realidad? Estaba enfermo debido a su imaginaria participación en el nacimiento y se había ido a dormir después de que le informaran que yo había nacido sin ningún problema.

Probablemente este «buen» nacimiento resultó terapéutico, pero además fue la revelación de distintas personalidades en juego dentro de mí, que valoré y valoro ahora. Una tenía que ser auténtica y no inventada, porque fue inesperada. Ante mis ojos, a través de toda aquella experiencia, fue proyectándose durante horas una película de ropas bonitas y elegantes, ropa de moda, como si dieran rienda suelta a un diseñador de moda dentro de mí. No las llevaba yo, sino modelos: yo nunca he llevado este tipo de atuendo. La otra persona, o personalidad, era una niña gimiendo. Yo lloraba, y lloraba, lo que preocupaba mucho a mis compañeros, pero yo sabía que mi llanto no tenía importancia. Yo no lloro lo suficiente; siempre ha sido así, y llorar sin freno fue un regalo y una bendición. Fácilmente podría haber acunado y consolado a aquella pobre niña, si no me hubiera fascinado tanto la imagen paralela de tanta ropa maravillosa, así como la cháchara animada y protectora de la Anfitriona.

Aquella niña gimiendo… de repente se convierte en una auténtica enemiga. Se metamorfosea en un millar de impostoras que sienten lástima de sí mismas, asiéndose y chupando, y cuando corto un largo tentáculo que se agarra a mí, inmediatamente aparece otra, exactamente donde yo no la espero.

Una exacerbación de los sentidos acompaña el consumo de drogas, que recuerda la experiencia que los niños tienen de gustos, texturas, olores. Cuando desaparecieron los efectos de la droga, me llevaron a comer y recordé el gusto que tenía la comida en la infancia. La tortilla estallaba en mi lengua en un centenar de matices de mantequilla y huevo y hierba. A mitad de mi vida —estaba en los cuarenta— había perdido ya mucha de mi capacidad gustativa. Todos tememos la vejez porque vamos a perder placeres, nos vamos a quedar sans taste. Pero en realidad los vamos perdiendo lentamente y sin advertirlo a lo largo de nuestra vida. La misma tortilla tiene un sabor distinto para el niño que para el adulto. En la infancia el calor ahoga y quema, aguijonea la piel, hace que las pequeñas extremidades serpenteen y se encojan. El frío ataca como agua que se hiela. Los olores abren la nariz de gusto, la contraen de disgusto. Ruidos, sonidos, llenan el oído interno, vociferando, insistiendo, amenazando: escúchame. Niños y adultos no viven en el mismo mundo sensorial.

En realidad no recuerdo, sólo me lo contaron, que el clima de Kermanshah era extremo. Hacía mucho calor. Hacía mucho frío. Casi siempre era seco. «El aire era tan seco que los criados sacaban los desperdicios al terreno de detrás de la casa y a la hora del almuerzo, ya se habían convertido en polvo». «En Kermanshah la colada se colgaba a primeras horas de la mañana y estaba seca como un bacalao hacia las diez».

Había tres adultos en aquella casa, sin contar a los criados persas. Uno era un amigo, un norteamericano, que trabajaba en el negocio del petróleo. Durante años me pregunté por qué la voz norteamericana masculina seducía y camelaba, tranquilizaba, prometía más de lo que ninguna mujer razonable pudiera llegar a creer. Por fin hallé la respuesta, tan obvia, y con qué renuencia tuve que aceptar —una vez más— que nuestras vidas están regidas por voces, caricias, amenazas que no podemos recordar.

Un cuarto recuerdo totalmente auténtico es el del trayecto de Kermanshah a Teherán, en coche. Por aquel entonces no había demasiados automóviles en Persia. Conducíamos a través de las montañas por caminos hechos para caravanas, caballos, mulas, asnos. Era un coche descubierto. Agarrada a la capota de lona, me asomé, mirando hacia abajo, hacia precipicios sobre valles rocosos y, en particular, hacia un abismo rocoso con un pueblo como de juguete posado junto a él. Reconocería aquel valle ahora, porque el terror quedó impreso en mí para siempre. El coche se movía con dificultad por el largo borde de un camino que serpenteaba, con las ruedas al filo de un vacío. Seguidamente una curva rocosa bloqueó el coche. Los mayores salieron con dificultad porque mi madre estaba muy embarazada y mi padre tenía que maniobrar su pesada pata de palo. Me pasaron en brazos sobre la capota de lona a la parte trasera del coche, y me quedé protegida por las piernas de mi padre, uno de mis brazos alrededor de una auténtica y cálida pierna humana, el otro en torno de una pierna muerta de madera dura, y miraba a través de las piernas. Mientras tanto el conductor (¿quién?) hizo avanzar el coche, con una rueda en el borde del precipicio, por el que iban cayendo piedras. Parecía que el coche iba a lanzarse a surcar el cielo… El terror de mirar el coche y preguntarse si caería, rodaría, montaña abajo. Exactamente por encima de nosotros se balanceaba un águila lo bastante grande como para llevarse a un niño, mirando abajo, hacia mí. «Papá, papá, mira aquel pájaro grande», pero el pájaro no se me llevó por los aires ni el coche se cayó por el borde, puesto que lo siguiente fue que nos encontramos en el eduardiano pabellón infantil de Teherán, donde muy pronto nacería mi hermano.

Mi madre tenía la intención de utilizar las amorosas coacciones de Montessori para nuestra crianza, pero mientras tanto eran las duras disciplinas de un tal doctor Truby King las que gobernaban los jardines de infancia en Kermanshah y en Teherán. Era un neozelandés, cuya obra era ley para innumerables padres y cuya influencia aún se puede oír en las voces de enfermeras y niñeras entradas en años. «Deben aplicar disciplina… esto es lo importante». Truby King era la continuación de la fría y dura disciplina de la infancia de mi madre y de la infancia de mi padre. Estoy segura de que mi madre nunca cayó en la cuenta de ello: sólo estaba haciendo lo que hacían los buenos padres. La mera lectura de aquella guía de excelencia familiar ya resulta dolorosa.

Los biberones, por ejemplo. Había que dar el biberón a la criatura cada dos horas y, luego, cada tres, día y noche, de modo que como consumación y coronación de esta nutrición de relojería se consiguiera una media de cuatro o seis biberones al día, con intervalos de cuatro o tres horas, en los que se debía dejar que el bebé aullara y berreara, porque de no ser así el bebé llevaría la voz cantante, el bebé tendría la sartén por el mango, el carácter del bebé se arruinaría para siempre, el bebé se convertiría en una criatura consentida, débil, egoísta y, por encima de todo, el bebé «pasaría por encima» de la madre. Entre biberón y biberón no había que coger nunca al bebé. El bebé debía aprender desde el principio qué es cada cosa y quién es el que manda, y esta esencial instrucción tenía que impartirse mientras la criatura estaba tendida sola en una cuna, en su propia habitación, nunca en el dormitorio de los padres. Él, ella, debían aprender cuál era su puesto, comprender su posición en el universo… solos.

En mi caso, como me contaba animadamente mi madre, una y otra vez, me mataron de hambre durante los primeros diez meses de vida, porque ella no podía darme el pecho, demasiado agotada después de la guerra, por lo que me alimentó con leche de vaca, diluida según las normas inglesas, y la leche de vaca en Persia sólo era la mitad de buena que la leche de vaca en Inglaterra: «No hacías más que berrear y berrear día y noche».

Bien, quizás, pero en las fotografías no parezco ser un mero saco de huesos. Me veo bastante rolliza y alegre. ¿Por qué mi madre necesitaba contarle a su hijita, tan a menudo, y con tal disfrute, que su madre la había matado de hambre a lo largo de toda su primera infancia? Creo que su sentido de lo dramático pudo haber contribuido. Solía enloquecerme de irritación —y también a mi padre— el que todo, siempre, se presentara como un drama. A mí no me importaba que lo teatralizara todo, pero ella no parecía consciente de ello. Desde su punto de vista: para haber sido un bebé que no dejó de pasar hambre, no parecía haberme ido tan mal.

Otra clave en la formación del carácter: las enseñanzas sanitarias. Lo crean o no, se recomendaba que la criatura usara el orinal desde el nacimiento, a horas regulares todos los días. «¡Ya no te ensuciabas cuando contabas un mes!» ¿Me lo creo? Desde luego que no, pero el triunfo que se percibía en su voz hablaba de victorias que no sólo se relacionaban con los intestinos de una criatura. La limpieza es vecina de la piedad. (En el Corán se dice también algo parecido). Un bebé no tiene control sobre sus funciones. Pero si se sostiene al bebé, con palabras estimulantes, haciendo que note el frío borde del orinal, y se deja caer agua de un jarro desde una altura suficiente para producir un sonido tintineante en un barreño, mientras suavemente se le frota el estómago, es inevitable que la criatura cumpla. Imagínenselo por un momento: de un extremo del Imperio Británico al otro, dondequiera que en el mapa mundial figurara el color rosa, las matronas británicas o sus enfermeras «sostenían sobre el orinal» a sus minúsculas criaturas.

Quizá supongan ustedes que todo esto hizo de mí una persona obsesionada con la limpieza, el orden, la necesidad de orden. No. Soy desordenada, tolero el desorden, pero soy obsesiva en pequeños aspectos útiles, como el de escribir un diario.

El recuerdo más vivo no fue el nacimiento real de mi hermano, sino el momento en que me lo hicieron ver por vez primera. Yo contaba dos años y medio. La enorme habitación, alumbrada con una lámpara, el techo sombreado y, muy arriba, la enorme cama, a nivel de mi cabeza, en la que estaba acostado mi padre, puesto que volvía a estar enfermo: seguro que aquellos días se contarían muchos chistes sobre couvade (la costumbre de algunos pueblos primitivos según la cual el padre, al nacer el hijo, se mete en cama como si hubiera padecido los rigores del parto). Se suponía que las mujeres debían permanecer en cama por lo menos un mes después del parto, preferentemente seis semanas, siempre con rígidas fajas de la cintura a la rodilla… Era difícil imaginar a mi enérgica madre sometiéndose a esto, y ahí estaba, de pie junto a una enorme cuna adornada con exuberantes volantes de muselina blanca a topos. La cuna quedaba muy por encima de mi cabeza y ella se agachaba al pasar y decía persuasivamente: «Es nuestro bebé, Doris, y tienes que quererlo». Desde las profundidades de los volantes blancos levantaba aquel bulto y me lo acercaba mucho por si era lo suficientemente estúpida como para creerme que era yo quien lo sostenía. No recuerdo al bebé. Una llama de rabia y resentimiento me consumía. No era mi bebé. Era el bebé de ellos. Pero aún puedo oír aquella persuasiva voz que me mentía, repetidamente, y que no cesaría hasta que yo cediera. El poder de aquella llama rebelde, tan viva incluso ahora, me dice que no era en absoluto la primera vez que me decían, mintiendo, lo que yo debía sentir. Porque no era mi bebé. Obviamente no lo era. Es probable que Truby King o incluso Montessori hubieran prescrito que al niño mayor desposeído se le debe engañar para que quiera a su hermano, burlando así a los celos. Odiaba a mi madre por ello. La odiaba totalmente. Pero estaba indefensa. Al bebé, llegué a quererlo. Quise a aquel bebé y luego al niño, y más tarde al muchachito, con un cariño protector y apasionado. No se trata tan sólo de un recuerdo auténtico, cada detalle presente hasta hoy, sino también de deducción. A través de este acontecimiento y otros del mismo tipo, se determinó para siempre mi vida sentimental.

Lo que necesitas es amor. Amor es lo que necesitas. Hay que guiar a un hijo con amor, como tan a menudo decía mi madre mientras nos explicaba sus métodos. De niña ella no había recibido amor y quería asegurarse de que a nosotros no nos faltara. El problema es que «amor» es una palabra que hay que llenar con cierta experiencia de amor. Y lo que yo recuerdo son duras manos apretadas, brazos impacientes y su voz diciéndome una y otra vez que ella no había querido una niña, quería un niño. Supe desde el principio que sentía devoción por mi hermanito, y que a mí no me quería.

La verdad es que mi primera infancia me convirtió en una persona herida durante años. Una observación dramática, y bastante desagradable, sin duda, pero utilizada con intención de exactitud, pese al riesgo de convertirme en víctima fácil de aquellos que hoy en día están obsesionados por reconocer evidencias de «malos tratos» por todas partes. Por regla general se refieren a malos tratos sexuales. Si dices «no fui maltratada», inmediatamente adoptan la sonrisa de suficiencia tan utilizada por cierto tipo de analista. Pero estas modas histéricas pasan, mueren, se convierten en otra cosa, con suerte quizás en el análisis, no de la manipulación sexual o del abuso de niños (que a mi juicio no son tan corrientes como a cierta gente le gusta creer), sino de las heridas sentimentales que son corrientes, son la condición humana, parte de la infancia de cualquiera. Creo que hay ciertas presiones psicológicas, e incluso algunas bienintencionadas, que son tan perjudiciales como las heridas físicas. Aunque esto sea así, toda mi vida he comprendido y me he sentido cómoda y en ocasiones he vivido con gente que había pasado una infancia difícil (he estado a punto de escribir «la típica infancia difícil»). Los adoptaron y luego los abandonaron, pasaron tiempo en custodia o en orfanatos, fueron bazas de negociación en salvajes juegos de poder entre los padres, los mandaron demasiado jóvenes a crueles y fríos colegios… Ahora estamos llegando a algo, pero se trata de una herida tardía, no de la herida original. Toda esta gente había conseguido salir adelante después de escaparse aterrados del hogar, o después de una crisis. Durante años mis amigos fueron casi todos gente que se había creado sus propias familias. Entonces no era tan corriente, pero ahora lo es. El mundo está tan lleno de guerras, guerras civiles, hambre, epidemias, que se crían desamparados y extraviados, según parece, a millones. Se crean una familia por sí mismos. En cada una de ellas hay un lugar, grande o pequeño, que es una tierra baldía sentimental.

No obstante mi madre era concienzuda, trabajaba duro, siempre hacía lo que ella consideraba mejor. Era una buena persona, de buen trato. Nunca pegó o abofeteó a un niño. Hablaba a menudo de amor. La ternura que nunca le habían enseñado salió a la superficie en forma de preocupación constante y absorbente, y —en el caso de mi hermano— convirtiéndolo en un ser «delicado» para así poder cuidarle; en mi caso, haciendo que cayera de verdad enferma durante un tiempo.

Mi padre era afectuoso pero no era tierno. Ninguno de los dos gustaban de exhibir emociones. Si la hija de mi madre hubiera sido como ella, de la misma sustancia, todo habría ido bien. Pero fue una desgracia para ella tener una hija hipersensitiva, que no dejaba de observar y juzgar, batalladora, impresionable, ávida de cariño. No sensible, sino excesivamente sensible.

El cuarto de los niños de Teherán era inglés, de la época eduardiana, y podía haberse encontrado en Londres. Una habitación inmensa, cuadrada, alta, llena de muebles pesados, como un trastero. En la pared arde una intensa y exuberante chimenea, mantenida a salvo de la habitación y de la curiosidad de los niños por una pantalla de latón como una verja. En las barandillas de latón están dobladas ropas y pañales, aireándose. Sobre un pedestal de madera plegable hay colchas y cubrecamas y montones de ropa, baberos y más baberos, pañales, camisetas, vendas, jerseys de lana, albornoces, vestidos, calcetines, gorras, chaquetas, chales. Todo este lado de la habitación queda oculto por la pared que forman estas prendas, y tras ellas, en la pared propiamente, hay armarios llenos de montones de chaquetas y vestidos y enaguas de lana y de linón, de gasa y de seda, de algodón y de franela. A centenares, docenas de todo. Se necesita este guardarropa para dos niños de corta edad, sentados allá abajo, en orinales entre vastos sillones y una silla alta como un patíbulo. El aire en aquella habitación es todo olores. La sequedad de la ropa recién planchada, vaselina, el ungüento Elliman, aceite de hígado de bacalao, aceite de almendras, aceite alcanforado, el jabón Pears, el sabor fuerte que ensancha las ventanas de la nariz del jarro y el cuenco de cobre en el lavabo, el olor mal ventilado de las llamas, parafina del hornillo que calienta botellas y leche, el olor de dos orinales que sólo están parcialmente tapados por dos pequeños traseros. Pesadas cortinas que almacenan polvo, detrás de ellas otras cortinas de muselina con su olor a jabón, y los olores de madera de la cera para los muebles. Las cortinas tienen Bopeeps y corderos azules y rosados, pero por lo demás todo, absolutamente todo, es blanco. Una asfixia de blancura olorosa.

Primero la niñita y luego el bebé, que siempre la imitaba, levantan el trasero del orinal y las mujeres de la habitación profieren exclamaciones y corean: Harry es un buen baba (En la India, «bebé»), Doris es una buena baba.

Tan gratificante era aquella constante aprobación diurna y nocturna, que Doris llegó en una ocasión a una cena de gala en la Embajada aguantando un orinal y anunciando: «Doddis es una buena baba». No habría prestado demasiada atención a este recuerdo si, décadas más tarde, esta misma Doris, después de acabar una novela que iba a llegar al día siguiente a manos del editor, no hubiera soñado con que entraba en la oficina del editor —Jonathan Cape, como era el caso— sosteniendo un orinal con un manuscrito dentro. Doris había sido una buena niñita. Resplandecía de logros, de haberse demostrado a sí misma que era digna de tierno afecto.

Ofrezco esto como mi contribución a la comprensión de las relaciones entre editores y autores, que distan mucho de ser sencillas. (Para los que no estén en el ajo, valga insistir en que este sueño, así lo dicen los expertos, es el mejor de los augurios).

Había dos mujeres en el cuarto de los niños. Mi madre era enorme, sólida, una vibrante columna de eficiencia e inexorable energía, y parte de mi atención siempre se dirigía hacia ella, puesto que temía que me echara al suelo, me pisara. Era más alta y grande que la otra mujer, a quien un adulto consideraría menuda. Se trataba de Marta, una malhumorada vieja siria, la nodriza. Sólo hablaba francés. A mi madre esto le gustaba, decidida a conseguir una buena educación para sus hijos. ¿Explica esto quizás mi buena disposición para el francés, aunque nunca haya hecho nada más que leer, y utilizarlo en situaciones como las de restaurante, taxi, hace buen día, dónde vive? Supongo que así es, porque cualquier otra lengua que intente aprender, no importa el esfuerzo que le dedique, queda atrapada tras la barrera del francés. La primera palabra que asoma es francesa, y la tengo que echar de golpe de mi cabeza. A menudo palabras infantiles, charla de cuarto de los niños.

De la misma manera que ahora me pregunto por Emily Flower, quien ni siquiera mereció una fotografía, y por Caroline May Batley, cuyo hijo sentía aversión hacia ella y cuyo marido volvió a casarse el año en que ella murió, me gustaría saber más de Marta, forzada a ser niñera en una familia inglesa. La «Vieja Marta». Pero no se la ve tan vieja en las fotografías. ¿Qué guerra, calamidad, hambre, desgracia personal la forzaron a trabajar en el estricto parvulario inglés, donde sus sufrimientos y soledad irritaban su lengua y hacían sus manos duras y desagradables? Por lo menos, conmigo. «Bebé es mi niño, madame. Doris no es mi niña. Doris es su niña. Pero Bebé es mío». Así decía. A menudo. Y muy a menudo mi madre me lo recordó, durante toda mi infancia, con el gusto que siempre acompañaba semejante información. Ahora considero este deleite suyo en dar autenticidad a mis insuficiencias no sólo una muestra de insensibilidad, que lo era, sino también una manifestación más de la natural teatralidad de mi madre. Podía haber sido una actriz, pero estoy segura de que no se le ocurrió. Si ya era vergonzoso para una chica decente ser enfermera, ¿no era peor aún dedicarse a la escena? John William se hubiera muerto ante semejante desgracia. No obstante, era algo innato en ella. Años más tarde del parvulario de Teherán, podía imitar aún a Marta, y dar vida de nuevo a aquella anciana irritable y gruñona. «Muchas veces tuve que impedir que te abofeteara y pellizcara. Nunca abofeteó a Bebé. Le quería demasiado para hacerlo. «“Mechante, tu es mechante!”», me soltaba ella, con la voz de Marta. Y supe cuánto había sufrido a causa de su padre, porque pasaba a ser el frío hombre enfadado, con la boca llena de tópicos santurrones, y a la vez la asustada niñita que, rígida frente a él, miraba con valentía la cara de la Autoridad.

No lloraba cuando su padre se mostraba severo: le plantó cara a base de ser todo lo que él quería que ella fuese, y más. Yo por otra parte luché contra Marta por mis derechos en el cuarto de los niños; los hijos no queridos no son «agradables» ni «gentille». ¿Quién quería a la niña? Su padre. El olor de masculinidad, tabaco, sudor, el olor del padre, la envolvía en seguridad.

Cuando escribí Memorias de una superviviente (Memoirs of a Survivor), la subtitulé «Una tentativa de autobiografía», pero no le interesó a nadie. Los editores extranjeros se limitaron a dejarla fuera de la página de créditos, y a nadie se le ocurrió reeditarla en inglés. Parecía desconcertar a la gente. No la comprendían, decían. Desde hace miles y miles de años, nosotros —la humanidad— hemos estado contándonos cuentos e historias, y siempre en forma de analogías y metáforas, parábolas y alegorías; eran esquivas y equívocas; sugerían y aludían, evocaban un simbolismo oscuro en un cristal. Pero después de tres siglos de novela realista, en mucha gente esta parte del cerebro ha quedado atrofiada.

A mí nada me parece más sencillo que la trama de esta novela. Una persona madura —el sexo no importa— observa crecer a un yo joven. Un general empeoramiento de la situación está produciéndose como ha sucedido en mi época. Olas de violencia —representadas por pandillas de gente joven y anárquica— arrasan, pasan y se desvanecen. Son las guerras y movimientos como los de Hitler, Mussolini, el comunismo, la supremacía blanca, sistemas de ideas brutales que durante un tiempo parecen inexpugnables y luego se derrumban. Mientras, tras un muro, pasan otras cosas. El muro que cae es un antiguo símbolo, quizás el más antiguo. Cuando te inventas una historia y precisas de un símbolo o analogía, siempre es mejor escoger el más antiguo y el más familiar. Esto se debe a que ya está allí, en la mente humana, es un arquetipo, que nos lleva con facilidad desde el mundo cotidiano al otro mundo. Tras mi muro se representan dos tipos de recuerdo, como sueños por entregas. Por un lado, digamos, los típicos y habituales sueños, compartidos por muchos, como el de la casa que uno conoce bien, pero en la que de repente encuentra habitaciones vacías, con los suelos desnudos, o incluso otras casas que no sabía que estaban allí; o el sueño de jardines que dan a otros jardines, o el de paseos por paisajes que uno nunca ha visto en realidad. El otro tipo era el de los recuerdos personales, los sueños personales. Durante años me he preguntado si podría escribir un libro, una historia personal, pero contada a través de sueños, puesto que recuerdo muy bien los sueños, y a veces tomo nota de ellos. Graham Greene intentó algo de este tipo. Esta idea de una autobiografía de sueños pasó a ser el mundo detrás del muro en Memorias de una superviviente. Utilicé el cuarto de los niños de Teherán y los personajes de mis padres, ambos exagerados y agrandados, porque es lo apropiado en el mundo de los sueños. Utilicé aquella característica de mi madre que ella misma describía con la frase: «He sacrificado mi vida por mis hijos». A las mujeres de aquellos tiempos no les importaba decirlo: ahora la mayoría son demasiado sofisticadas. Ella era la mujer frustrada y quejumbrosa que primero conocí en calidad de madre, pero que ha aparecido a menudo en mi vida, a veces como amiga. Habla constantemente de la carga que le suponen sus hijos, cómo la agotan, cuan poco realizada y apreciada se siente, cómo nadie excepto una madre sabe lo mucho que hay que dar de sí misma a unos hijos ingratos que le absorben sus maravillosas cualidades y fuerzas como esponjas ávidas.

Lo interesante es que este tipo de charla tiene lugar delante de los hijos, como si no estuvieran presentes, y no pudieran oír cómo ella proclama la carga que suponen los hijos, qué decepción, cómo le chupan la vida. No hay necesidad de buscar recuerdos de «malos tratos», crueldad y cosas así. Recuerdo muy bien —aunque no sé qué edad tenía— que me apoyaba en la rodilla de mi padre, la auténtica, no la rodilla de metal y madera, mientras mi madre, ante una visita, charlaba sin cesar con su voz social sobre sus hijos, sobre cómo la debilitaban y agotaban, cómo se marchitaban todas sus cualidades por no usarlas, cómo la niñita en particular (¡era tan difícil, tan traviesa!) hacía que su vida fuera pura infelicidad. Y yo era una fría llama de odio hacia ella, podía haberla matado allí mismo. Después me invadían el abatimiento, la amargura. ¿Cómo podía hablar de mí como si yo no estuviera allí? ¿Y de mi hermanito, a quien yo adoraba, como si fuese una carga? Hipocresía… porque ella lo adoraba, y así lo decía. ¿Cómo podía disminuirme y degradarme y traicionarme de esta manera? Y ante una visita… Yo sabía que a mi padre no le gustaba que hiciera esto: podía percibir lo que él sentía y que pasaba hasta mí a través de él. Sufría, debido a aquel gran pedazo de sólida, pesada insensibilidad que era su esposa, quien parecía no saber lo que estaba haciendo.

Y, no obstante, ¿qué estaba haciendo ella? No más que lo que hacían otras mujeres. Lo que las mujeres a menudo hacen. Por todas partes se las puede oír expresarse así en trenes y en autobuses, en las calles, en tiendas, tirando de sus hijos por la mano o empujándolos toscamente en sus cochecitos; se quejan y regañan, mientras les dicen a sus hijos, supuestamente sordos, que van a acabar con ella, que no los quiere y —¿qué otra cosa puede significar cuando ella habla así?— qué gran error cometió al tenerlos.

No creo que ni siquiera los hijos fuertes e insensibles consigan no verse afectados por este ataque a su existencia misma.

Pero yo nací con una piel demasiado sensible. O aquellas fuertes y eficientes manos me la restregaron hasta hacerla saltar.

Y mi padre, ¿siempre sufría y se acobardaba por la insensibilidad de su esposa? ¿Acaso la eficiente Caroline May también restregó su piel? ¿Y qué decir de todos aquellos inteligentes semipoetas de su familia? ¿O acaso exista algo semejante a un gen que explica esta condición, haber nacido con la piel demasiado sensible?

Lo único que sé es que recuerdo, de forma penetrante, clara e inmediata, que no inventé ni ideé cómo mi padre se comportaba, cómo contemplaba, deleitándose, los acontecimientos y a la gente con una lenta e irónica sonrisa. (Esta misma sonrisa es el equivalente de la contemplación del mundo del novelista). Y cuando la airada y vieja nodriza Marta y la inmensa mujer atareada que era mi madre hacían que yo quisiera alejarme a gatas para esconderme, o conseguían que las odiara tanto que las hubiera matado de haber podido, era en mi padre en quien me refugiaba.

Y no obstante…

En aquella casa de Teherán —no en el cuarto de niños abarrotado, sino en el salón, igualmente abarrotado y lleno de muebles pero por lo menos no blanco, blanco, mortalmente blanco— todas las noches se celebraba un ritual. A nosotros, a los niños, la nodriza nos hacía bajar para jugar un rato antes de ir a la cama. Entablábamos batallas de almohadones, nos atrapaban, nos daban alcance, nos lanzaban al aire… y nos hacían cosquillas. Esto se sigue haciendo aún en muchas familias de clase media, porque se considera saludable, bueno para la formación del carácter. Puedo ver ahora la cara encendida, excitada de mi madre, cuando su almohadón golpeaba el mío, o el de mi hermanito. Oigo los gritos de excitación míos y de mi hermano y de mi madre mientras que el aire se llenaba de plumas y me empezaba a doler la cabeza. Y luego el momento en que papá atrapa a su hijita y fuerza la cara de ella hasta sus rodillas o entrepierna, dentro del olor sin lavado (nunca sintió demasiada afición por la limpieza, y en aquella época —no lo olvidemos—, antes de la facilidad del lavado en seco, la ropa de la gente olía, olía terriblemente). En este punto me duele mucho la cabeza, la jaqueca martilleante propia de la sobreexcitación. Sus grandes manos recorren mis costillas. Mis gritos, desamparados, histéricos, desesperados. Seguidamente lágrimas. Pero nos han enseñado cómo ser buenas personas. Porque para ser una buena persona era necesaria la vida de clase media. Aceptar el «enfurecimiento» y que te hirieran, que te ganaran en los juegos, que te hicieran «cosquillas» hasta que lloraras, era una preparación necesaria.

No tiene por qué ser así: todos hemos visto cómo se puede perseguir con humor a un niño y hacerle cosquillas en forma de verdadero juego, sin convertirlo en un ejercicio de solapada intimidación. Pero hasta los siete u ocho años yo no dejé de tener pesadillas en que aquellas grandes manos torturaban mis costillas. Aquellas pesadillas aparecen con tanta claridad en mi pensamiento ahora como aparecieron entonces, aunque la emoción hace tiempo que se ha evaporado. Ya de muy niña me convertí en una experta en pesadillas y cómo burlarlas, y aquella pesadilla de sentirme desamparada y «cosquilleada» era la peor.

No obstante mi padre era mi aliado, mi apoyo, mi consuelo. Me pregunto a cuántas mujeres que se someten al sufrimiento físico a manos de sus hombres les enseñaron de pequeñas «juegos» y «cosquillas». No, yo no soy una de ellas. Nunca en mi vida ningún hombre me ha pegado, abofeteado o maltratado de alguna manera física, y lo digo porque hoy en día resulta bastante difícil encontrar un periódico popular en que no se hable de mujeres físicamente amenazadas por hombres. Hay peores formas de intimidación.

Lo que sigue es un recuerdo deducido. En la gran sala donde tenían lugar aquellos rituales había pesadas cortinas de terciopelo rojo. Que eran pesadas lo sé debido al recuerdo del terciopelo pasando por mi piel y mis extremidades mientras yo me colgaba de sus pliegues, que llenaban mis pequeños brazos. Que eran rojas me lo parece porque, cuando me encontraba en pleno aprendizaje a mis veinte años, aparecieron varias historias a lo Poe en las que cortinas rojas de terciopelo encubrían una amenaza. En un relato muy trabajado había un hombre en una silla de ruedas que hacía retroceder y retroceder a una niña hasta una pared de terciopelo rojo, y cuando ella retrocedía un paso más y atravesaba las cortinas, al otro lado no había pared, sólo un espacio vacío. Hay un sinfín de «juegos» de infancia que pueden explicar esta historia. La narración se titulaba «Miedo y terciopelo rojo».

He escrito sobre la táctil y sensual experiencia subjetiva de una niña, olorosa, ruidosa, sobre el ruido del estómago de una madre mientras te lee un libro, el tabaco que bulle en la pipa de papá, el pulso de sangre en tus orejas: todo el estrépito y la pestilencia y el ahogo de vida que una niña pronto aprende a acallar, si no quiere que la supere. Pero a todo aquello —y a la lucha por la supervivencia— había que añadir lo que mi madre proveía de forma lúcida y competente, por algo era la hija de John William, quien le había enseñado lo que un buen padre debe procurarle a un hijo. Porque si mi madre era una chica absolutamente disciplinada, siempre temerosa de desafiar a su padre —hasta que lo hizo, cuando se dedicó a ser enfermera—, era normal que se contara con ella para la Mafeking Night y la celebración del final de la Guerra Boer, y para todas las Exposiciones, y para engalanar los caminos cuando reyes y reinas extranjeros llegaban en visitas de estado, y para viajar en los recientes trenes. La enseñaron a admirar a Darwin y Brunel y a estar orgullosa del papel de Gran Bretaña como estandarte de progreso. La enseñaron a visitar museos y a utilizar bibliotecas.

Y en Teherán, ella se aseguró, en efecto, de que sus hijos aprendieran lo que debían. Me levantaban muy arriba de aquellas mismas cortinas de terciopelo para ver el cielo de noche. «Luna, luna», balbuceaba yo graciosamente, y al contármelo, mi madre se transformaba en una atractiva muchachita. «Estrellaz, estrellaz», decía que yo decía. Cuando mi padre, sin ningún talento histriónico, intentaba decir «luna» como un niño, con una «u» francesa —¿acaso no era también lune?— no lo conseguía. Cuando nevaba —y en Teherán nieva fuertemente, de modo que yo podía ver siempre que quisiera las sábanas de centelleante blanco sobre arbustos y paredes—, mi madre hacía figuras de nieve, con ojos de carbón y narices de zanahoria, y gatos de nieve con grises ojos de piedra. Se le daban muy bien, y nos enseñaba a decir nariz, y ojos, y patas y patillas en francés. Nos llevaba a suaves montículos de nieve, que a mí me parecían las estribaciones del Everest, y, aferrados a unas bandejas, nos empujaba hacia abajo, mientras nos explicaba que la nieve es agua, que también puede ser hielo y lluvia y granizo. Durante las vacaciones nos llevaban a las montañas, a Gulahek, cuyo nombre significa «lugar de rosas», y allí en mi pensamiento hay rosas, rojas y blancas, rosadas y amarillas, oliendo a placer. Y nos llevaban a meriendas campestres y a los bailes de disfraces de la Embajada. Todos estos acontecimientos se nos presentaban como nuestro patrimonio, lo que nos correspondía, y, también, como nuestra responsabilidad. Esto era nieve, aquello eran estrellas, y aquí en la cara rocosa cerca del camino fue donde Khosrhu a caballo había sido esculpido miles de años antes… y los miles de años, al mencionarlos ella, se convertían en un ayer, que pasaba a formar parte de nuestra herencia. Cuando íbamos a fiestas a la Embajada, su voz nos decía que aquél era el lugar al que pertenecíamos, aquélla era gente amable, y nosotros también éramos gente amable. Pero a mi padre no le gustaba Mrs Nelligan, la decana de las damas de la comunidad británica. Si la voz de mi madre era una orquesta de tonos que nos decía lo que debíamos admirar, lo mismo pasaba con la de mi padre, pero en contradicción con la de ella, puesto que a él nunca le gustó la gente por su grado de «amabilidad», y aunque yo entonces no lo comprendía, sabía muy bien que él la criticaba por gustarle las personas debido a su posición en sociedad, no porque fueran simpáticos. Escribir ahora sobre todo esto, el terrible esnobismo de la época, es dar pie a que alguien diga: «Bien, ¿qué pasa? Eso fue entonces, era aquella época…». Pero lo que ha cambiado es el vocabulario del esnobismo, no su estructura, y operan los mismos mecanismos ahora, aunque la gente se ríe (estúpidamente, pienso yo) de los días del ayer.

Lo cierto es que mi madre nos hizo mucho bien, a mi hermano y a mí, en aquel país donde disfrutó de los mejores años de su vida, porque aunque una parte de su personalidad, la que la habría convertido en una brillante y eficiente jefa de enfermeras de un gran hospital, podría sentirse frustrada, nunca hubo una mujer que disfrutara más que ella de fiestas y diversiones, que disfrutara más de su popularidad y de ser una anfitriona y una buena mujer, la madre de dos niños monísimos, educados, bien criados y limpios.

Nos contó repetidamente, porque era importante para ella, mucho más tarde, en África, cómo se había vestido de florista cockney para un baile de disfraces en la Embajada (¿sabía ella que, por una noche, se estaba convirtiendo en su propia y pobre madre Emily?) y mientras estaba bailando con algún joven empleado de la Embajada, él se paró en medio de la pista de baile y le dijo, rojo de sofoco: «Dios mío, no será usted Maude Tayler, ¿verdad? Está tan bonita que no la reconocía». Y naturalmente se escurrió, de inmediato, tras semejante metedura de pata. Porque de mi madre se esperaba que fuese del montón, una chica del montón durante toda su vida. Creo que esto se debió a la necesidad de asegurarse que no fuera vana ni frívola, como Emily. Cuando niña, escuchando esta anécdota (una y otra vez), me dolía el corazón por ella, y me siguió doliendo durante años, toda su vida, cada vez que ella volvía a contar la historia con los ojos empañados por auténticas lágrimas al recordar al joven que pensó que ella era muy bonita.

Hay recuerdos rodeados de algo extraordinario, maravilloso. Un hombre, un jardinero —persa— se encuentra sobre unos canales de piedra, que pasan por debajo de la pared de ladrillo hasta el jardín procurando agua de nieve de las montañas, y finge enfadarse porque yo salto dentro y fuera de la deliciosa agua, que también le salpica a él. Mis padres me hacen entrar en la cocina para decirles a los criados que deben servir la cena, y el lugar es Teherán porque llevo de la mano a mi hermano, y miro arriba, arriba a aquellos hombres altos y solemnes y veo que sus caras son serias bajo sus turbantes, pero sus ojos sonríen.

Y el recuerdo más importante, un recuerdo rodeado de encanto, magia, es también el más nebuloso, y quizás lo soñé. He perdido mi oveja de juguete, un pedazo de madera sobre ruedas recubierto con auténtica piel de cordero. Estoy llorando y me alejo para ver un rebaño de corderos y al pastor, un hombre alto y oscuro con ropas oscuras, mirándome. El polvo se arremolina alrededor de él y de las ovejas, y un crepúsculo enrojece el polvo. Esto es todo. En mis Tales from the Bible for Children (Historias bíblicas para niños) había un dibujo del Buen Pastor, pero allí no podía haber polvo, ni el olor de corderos y polvo. La memoria está cargada de sentido, vuelve y vuelve, y nunca sé por qué.

Pronto los sabores, texturas, olores, de Persia se desvanecieron por la inmediatez de los colores y olores y sonidos de África, y no fue hasta finales de los años ochenta cuando fui a Pakistán y allí me encontré un yo inmerso aún en aquel mundo primitivo. La voz del hombre que salmodiaba, o cantaba… ¿cuál es la palabra para el más embrujador de los sonidos, la Llamada a la Oración?… el sesgo de sol caliente en una pared encalada donde habitaba polvo rojizo entre lo blanco… y los olores, los olores, una mezcla de polvo quemado por el sol, orina, especias, gasolina, excrementos animales… y los sonidos y voces del bazar y su color, estallidos de color… y el triste rebuzno de burros que, según las ideas del Islam, se avergüenzan porque sólo lloran por comida y sexo, aunque yo creo que lloran de soledad, y prefieren la celebración de los burros de Chesterton.

Un gallo que cacarea, un burro que rebuzna, polvo en una pared encalada… y ya tenemos Persia. Y hoy, donde yo vivo en Londres, exactamente debajo de la colina un gallo cacarea a veces y de repente ya no sé dónde me encuentro.

Muy lejos de Inglaterra, en Persia, mis padres no estuvieron tan desconectados de su familia como pronto lo estarían en África, pues al menos dos parientes los visitaron: uno era Harry Lott, un primo de la familia de mi padre. Es extraño que de este hombre del que él nos habló tan a menudo, durante muchos años, yo no pueda decir nada, puesto que no le recuerdo. Tío Harry Lott era el buen amigo de la familia: mandaba regalos y escribía cartas, y siguió así también cuando estuvimos en África, hasta que murió. «Ah, os quería tanto, no se cansaba nunca de vosotros», decía papá, añadiendo característicamente: «Dios sabe por qué». Y hoy miro a un niño de corta edad en brazos de un amigo cariñoso y sé que esto afectará al niño para siempre, como un pequeño almacén secreto de bondad, o una de aquellas pastillas de reacción retrasada, que van soltando elixires en la corriente sanguínea todo el día… o toda una vida. Pero el niño puede que no recuerde nada al respecto, ni una sola cosa. Me parece una experiencia bastante incómoda la de contemplar a niños de corta edad y todo aquello que les moldea e influye, niños que luego se convierten en adolescentes, y tú sabes exactamente por qué hacen esto o aquello, mientras que ellos a menudo no lo saben. Y luego son ya jóvenes, y siguen todavía establecidos en modelos de conducta cuyos orígenes tú conoces. O, después de una separación, te encuentras con aquel niño ya convertido en adulto e indagas en sus ojos, que son inconscientes de lo que tú estás buscando, o examinas la forma en que unos brazos rodean a un amigo, agarrotada o suavemente, o cómo una mano se posa tiernamente sobre la cabeza de un perro.

La otra visitante fue tía Betty Cleverly, a cuyo gran amor lo habían matado en la guerra, como a todas las mujeres de su edad en la Europa de entonces. Era una prima de la familia de mi padre, una mujer grande y desaliñada con una sonrisa de dientes de caballo. También ella nos quería, y durante años y años así se nos dijo a mi hermano y a mí, pero lo que recuerdo es estar en su cama a primeras horas de la mañana, y en la mesilla de noche la bandeja con el primer té de la mañana, ella con mangas largas, un camisón de lana muy rosado, su largo pelo llenando la cama y enmarañándome entre su seda marrón que olía a jabón, mientras ella mojaba galletas María en el fuerte té, me daba trozos para probar y se reía mientras yo me estremecía por el sabor amargo, y me daba otra galleta sin mojar y exclamaba: «No se lo digas a mamá, te estoy quitando las ganas de desayunar». Entonces se ponía a cantar: «Guía suave luz», y «Roca de los tiempos» con una fuerte voz gutural, haciendo de directora de orquesta con una cucharilla. Se fue a China, porque era misionera, y las cartas que enviaba a mis padres hablaban de la conducta de los paganos a quienes el cristianismo metía en cintura, y de la Sociedad Misionera de Londres, y tras su vuelta a Inglaterra, de temas parroquiales.

Cuando mi padre se encontró de permiso en su patria, después de casi cinco años en el Banco Imperial de Persia, primero como director de sucursal en Kermanshah, y más tarde como ayudante del director en Teherán, dado que se suponía que iba a tener que volver a Persia, empezó a hacerse más urgente la preocupación sobre cómo educar a sus hijos. Dejar a la hija mayor, a mí, en Inglaterra, a los cinco años, habría sido lo corriente para la época, pero mi madre sabía a través del «Baa Baa Black Sheep», de Kipling, qué horrores de intimidación y descuido podían sufrir los niños de corta edad debido a una mala elección de padres sustitutos. Mi padre no deseaba volver a Persia. La vida social le aburría. Nunca había disfrutado de su trabajo en el banco. Los persas eran corruptos, aunque, cuando lo decía, nadie parecía darle a eso la menor importancia.

Mientras tanto, su ausencia de Inglaterra no había hecho que su corazón la quisiera más. Ni lo hizo nunca. Hasta su muerte consideró a Inglaterra —Inglaterra, no Gran Bretaña, o por lo menos nunca se refería a Gran Bretaña— como un país que había traicionado las promesas hechas a su pueblo, un país cínico, corrupto. Estaba lleno de complacientes estafadores que se habían enriquecido con la guerra y de mujeres estúpidas que daban plumas blancas a los hombres en traje de paisano, que llegaban medio muertos de las trincheras y a los que luego escupían. Pero la gente no tenía ni idea de lo que habían sido las trincheras. Y solía cantar, durante toda su vida, con voz dura por la rabia:

Y cuando nos pregunten…

Y como es natural nos van a preguntar…

Les vamos a decir…

Pero no preguntaron, nunca lo hicieron, porque la guerra se había convertido en la Gran Innombrable. No obstante, teníamos que enfrentarnos con un permiso de seis meses en nuestra patria. Él solía pasar el tiempo con su hermano Harry, que nunca le había gustado y que le perdonaba la vida, porque era el que había tenido éxito: un director del Westminster Bank, con un yate y un elegante coche y una casa que mi padre odiaba, porque era la esencia de la elegante vida suburbana. Lo que concordaba con su idea de sí mismo, el lugar donde se había sentido perfectamente cómodo, era la gran casa de piedra de Kermanshah, con las montañas cubiertas de nieve alrededor. Pero la había perdido para siempre. No le gustaba la esposa de su hermano, Dolly, a quien consideraba tonta y suburbana. No le gustaba la hermana de su esposa, Margaret, y consideraba al hermano de mi madre un pelmazo. Seis meses de parientes, el infierno en la tierra, en la pequeña Inglaterra esnob, engreída, provinciana, de pompa provinciana e ignorante. Y luego de vuelta a Teherán y su febril y esnob vida social, las meriendas en el campo y las fiestas de la Embajada y las veladas musicales en las que tocaba su mujer mientras unos jóvenes cantaban «El camino a Mandalay» y «Pálidas manos he amado junto al Shalimar». «¿Por qué la gente no se puede quedar tranquilamente en casa?», se preguntaba, como los filósofos. Pero mi madre se limitaba a sonreír, porque sabía que ella estaba en posesión de la verdad. El problema era que la excentricidad de su marido estaba contagiando a su hija.

«No, no quiero ir, no iré», sollozaba yo, mientras me obligaban a meterme en un disfraz de Bo-peep. «No quiero ser Bo-peep. ¿Por qué no puedo ser un conejo como Harry?» Mi madre se ríe de mi ridiculez, y el problema es que puedo notar que mi cara también quiere reírse. Cambio de tercio. «No quiero ir a la fiesta. No me gustan las fiestas». «Tonterías. Claro que te gustan las fiestas. Claro que quieres ser Bo Peep». «No, no quiero, no quiero». «No seas tonta. Dile que es una tonta, Michael». «¿Por qué tiene que ir si no quiere?», dice papá, malhumorado, irritable… intratable. «Tampoco yo quiero ir. ¡Fiestas! ¿Quién las inventó? Al responsable habría que colgarlo, arrastrarlo y descuartizarlo. No me sorprendería que fuera el demonio». «Ah, Michael…» «No, voy a decirte algo, sólo con pensar en una fiesta me dan náuseas. Y lo mismo les ocurre a los niños, ¿o no? Se excitan demasiado, comen demasiado, vomitan por todas partes». «Ah, tonterías, Michael, en el fondo te gustan las fiestas».

No hay odio sobre la tierra tan violento como la rabia desamparada del niño. Y ahí estaba Gerald Nelligan, enfrentándose a su madre y gritando: «No, no quiero, no voy a disfrazarme, ¿por qué tengo que hacerlo?». Me llevaba dos años, un chico grandote, pero ahora se le veía dominado por esa rabia furiosa y vociferante que hace palidecer la cara y que es típica de los niños que se sienten atrapados. Pero más tarde dirán: «Disfruté de una maravillosa y feliz infancia». La naturaleza sabe lo que se hace, prescribiendo amnesia sobre la primera infancia.

Y, ahora, el gato: escribí al respecto en Particularly Cats, pero debo insistir en ello… «Encontraste a aquel sucio gato en la alcantarilla y lo llevaste al salón, y era más grande que tú», decía mi madre, siendo al mismo tiempo la niña y el gato. «Insististe en metértelo en la cama. Lo bañamos en permanganato…» Un verdadero puntal del Imperio Británico, el permanganato de potasio. «Y la vieja Marta apareció como una furia y dijo: “¿Por qué se le permite estar aquí a este sucio gato?”» Pero me dejaron al gato, y es fácil deducir lo mucho que llegué a quererlo. Durante años la muerte de un gato me sumergía en un dolor tan terrible que no podía evitar sentirme un poco loca. ¿Sentí algo tan terrible cuando murió mi madre, murió mi padre? No. Aquel viejo gato, rescatado de una segura muerte lenta por las calles de Teherán, fue mi amigo y cuando nos fuimos de Persia, ¿qué fue de él? Me contaron mentiras piadosas, pero no las creí, puesto que lloré desconsoladamente. «Eras inconsolable», decía mi madre.

Me había resignado ya a ser una mujer anciana cuando sufrí un dolor que, en una escala de uno a diez —diez es la auténtica, terrible y total depresión que inmoviliza, y por la que yo no he pasado— le correspondería un nueve. En esta escala, al dolor por un gato moribundo le corresponde un cuatro o un cinco, mientras que al dolor por los padres y hermanos le corresponde un dos. Claramente, el dolor demoledor por el gato es un «dolor atribuido», como lo denominan los médicos, cuando te duele un órgano pero es otro el verdadero responsable. Uno no puede dejar de preguntarse: pero ¿por qué? Y, en grado nueve, yo me sentía destrozada por un dolor cuyo origen desconocía y aún no conozco.

Pero la pregunta pertinente debe de ser: ¿por qué, de tantos recuerdos infantiles, sólo unos pocos son festivos, agradables, felices, o al menos cómodos? ¿Aquel hambriento, furioso corazoncito simplemente se niega a ser apaciguado? ¿Hay algún indicio en el episodio del fotógrafo? Contaba tres años y medio. Sobrevive una fotografía de una niñita pensativa, para quien le interese, pero se da el caso de que recuerdo lo que sentía. Había habido una larga regañina y preocupación y problemas respecto de un vestido, de terciopelo marrón, y que daba calor y picaba. Había sido difícil enfundarme las medias, estaban torcidas y arrugadas y tuvieron que sujetarlas con una goma. Mis zapatos nuevos eran incómodos. Me habían cepillado y alisado el pelo repetidamente. Había un taburete acolchado en el que se suponía que yo debía sentarme, pero era difícil subir y luego quedarse allí, porque era resbaladizo. También me habían colocado en una gran silla sólida de madera tallada, pero luego ellos dijeron que no era adecuada para mí. ¿Ellos?… mi madre y el fotógrafo, un profesional, con un estudio lleno de pantallas japonesas con crepúsculos y escenas lacustres y cigüeñas voladoras, de sillas y mesas y cojines y animales disecados como escenario para los niños. Pero yo insistí que quería mi propio osito, sucio, pero al fin y al cabo mi amigo. Me sentía rebajada y nerviosa y culpable, porque provocaba tantos problemas: como siempre era como si mi madre hubiera atado, pero demasiado rápido y sin destreza, un gran paquete desmañado —yo— y no encajara en ninguna parte, y de repente se pudiera deshacer y abrirse y dejarme caer. Me sentía agotada. Aquel triste y pequeño agotamiento es la base o el fondo de todos mis recuerdos. Todo era excesivo, éste era el problema, demasiado alto, o demasiado pesado, o demasiado difícil, o demasiado estridente o brillante, y yo nunca podía dominarlo todo, aunque ellos esperaban que lo consiguiera.