Martes
«Pues me he convertido en la muerte,
la destructora de mundos.»
Bhagavad Gita
1
Con una mezcla de rabia, fastidio y preocupación, Jack colgó bruscamente el teléfono. Por décima vez aquella mañana, había llamado al apartamento de Kusum y escuchado una serie interminable de timbrazos. Había alternado aquellas llamadas con otras a la información de Washington DC. No había encontrado a ninguna Kolabati en el Distrito, ni tampoco en el norte de Virginia, pero una llamada a la información de Maryland le había proporcionado un número de teléfono a nombre de K. Bahkti en Chevy Chase.
Tampoco había obtenido respuesta en toda la mañana. Sólo había un trayecto de cuatro horas desde allí a la capital. Kolabati había tenido tiempo de sobra para hacer el viaje… si realmente se había marchado de Nueva York. Jack no quería aceptarlo. Kolabati le había parecido demasiado independiente para someterse a su hermano.
Le atormentaban las visiones de Kolabati atada y amordazada en un armario en algún lugar. Probablemente estaría cómoda, pero Jack estaba seguro de que era prisionera de Kusum. Su hermano había actuado contra ella a causa de su relación con Jack. Se sentía responsable.
Kolabati… Sus sentimientos eran confusos en aquel punto. Ella le importaba, pero no podía decir que la amara. Más bien le parecía un espíritu gemelo, alguien que le entendía y le aceptaba, que incluso le admiraba por lo que era. Si añadía a aquello una intensa atracción física, el resultado era un nexo de unión único que le resultaba delicioso en ocasiones. Pero no era amor.
Tenía que ayudarla. Entonces, ¿por qué se había pasado toda la mañana al teléfono? ¿Por qué no había ido a su apartamento para tratar de encontrarla?
Porque tenía que ir a la plaza Sutton. Algo en su interior le había estado empujando en aquella dirección durante toda la mañana. No se resistiría. La experiencia le había enseñado a hacer caso a aquellas intuiciones. No era presciencia. Jack no creía en los poderes extrasensoriales ni en la telepatía. Aquellos impulsos significaban que su mente inconsciente había establecido correlaciones aún no aparentes para la mente consciente, y trataba de comunicárselas.
En algún lugar de su inconsciente, dos más dos habían dado como resultado la plaza Sutton. Tenía que ir allí aquel mismo día. Aquella misma mañana. En aquel mismo momento.
Se puso algo de ropa y deslizó la Semmerling en la cartuchera del tobillo. Sabiendo que probablemente lo necesitaría más tarde, se guardó en el bolsillo trasero el equipo de forzar puertas (un conjunto de ganzúas y una regla de plástico fino) y se dirigió a la puerta.
Le gustó estar haciendo algo al fin.
2
—¿Kusum?
Kolabati oyó un ruido en el pasillo. Aplicó la oreja al panel superior de la puerta de su camarote. El ruido procedía de la escotilla que conducía a la cubierta. El chasquido de una cerradura. Tenía que ser Kusum.
Rezó porque hubiera venido a liberarla.
Había sido una noche interminable, silenciosa excepto por los débiles rumores procedentes de las profundidades del barco. Kolabati sabía que estaba a salvo, que los rakoshi no podían llegar hasta ella, y que, incluso si uno o más escapaban de las zonas de carga, el collar que llevaba al cuello impediría que fuera descubierta. Pero no había dormido bien. Pensaba en la terrible locura que se había apoderado por completo de su hermano; sufría por Jack y lo que pudiera hacerle Kusum.
Aunque su mente hubiera estado en paz, dormir habría sido difícil. El aire se había vuelto espeso durante la noche. Con la escasa ventilación del camarote y la salida del sol, la temperatura había aumentado considerablemente. En aquel momento, el camarote parecía una sauna. Tenía sed. El agua que salía del grifo en el diminuto excusado anexo a su camarote era salada y apestaba a moho.
Dio la vuelta a la manecilla de la puerta como había hecho mil veces desde que Kusum la encerrara allí. Giraba, pero no se abría por muy fuerte que tirara. Una inspección cuidadosa había revelado que Kusum se había limitado a invertir la manecilla y la cerradura; una puerta construida para cerrarse desde dentro había pasado a hacerlo desde fuera.
Se oyó el ruido de la puerta de acero al extremo del pasillo. Kolabati retrocedió cuando se abrió la de su camarote. Kusum estaba allí, con una caja plana y una gran bolsa de papel marrón bajo el brazo. En sus ojos había verdadera compasión al mirarla.
—¿Qué le has hecho a Jack? —dijo Kolabati, en cuanto vio la expresión de su cara.
El rostro de su hermano se ensombreció.
—¿Esa es tu primera preocupación? ¿Acaso no importa que él estuviera dispuesto a matarme?
—¡Os quiero a los dos vivos! —dijo ella con sinceridad.
Kusum pareció calmarse.
—Los dos lo estamos. Y Jack continuará estándolo mientras no interfiera conmigo.
Kolabati se sintió débil de alivio. Una vez segura de que Jack estaba a salvo, se sintió libre para concentrarse en su propia situación. Dio un paso hacia su hermano.
—Por favor, déjame salir de aquí, Kusum. —Detestaba suplicar, pero la aterraba la idea de pasar otra noche encerrada en aquel camarote.
—Sé que has pasado mala noche, y lo lamento. Pero ya no falta mucho. Esta noche abriré tu puerta.
—¿Esta noche? ¿Por qué no ahora?
Él sonrió.
—Porque aún no hemos zarpado.
El corazón de Kolabati dio un vuelco.
—¿Zarparemos esta noche?
—La marea cambia a medianoche. He hecho los arreglos para capturar a la última de los Westphalen. En cuanto esté en mis manos, zarparemos.
—¿Otra anciana?
Kolabati vio que una expresión enfermiza cruzaba el rostro de su hermano.
—La edad no importa. Es la última de los Westphalen. Eso es todo lo que importa.
Kusum dejó la bolsa sobre la mesa plegable y empezó a vaciarla. Sacó dos pequeñas botellas de zumo de fruta, una fiambrera cuadrada que contenía una especie de ensalada, cubiertos y vasos de papel. En el fondo de la bolsa había una pequeña selección de periódicos y revistas, todos en hindi. Abrió el recipiente y el olor a verduras especiadas y arroz invadió la habitación.
—Te he traído algo de comer.
Pese a la nube de depresión y a la sensación de futilidad que la invadía, Kolabati sintió que la boca se le llenaba de saliva. Pero dominó su hambre y sed, y miró hacia la puerta abierta. Si conseguía ganar algo de ventaja a Kusum, tal vez podría encerrarlo allí y escapar.
—Estoy hambrienta —dijo, acercándose a la mesa en un ángulo que la situaría entre Kusum y la puerta—. Huele muy bien. ¿Quién la ha hecho?
—La he comprado en un pequeño restaurante hindú de la Quinta Avenida, a la altura de las calles Veinte. Lo lleva una pareja bengalí. Buenas personas.
—Estoy segura de que lo son.
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras se acercaba a la puerta. ¿Y si no conseguía salir? ¿Le haría daño Kusum? Miró a su izquierda. La puerta estaba sólo a dos pasos. Podría conseguirlo, pero le daba miedo intentarlo.
¡Tenía que hacerlo!
Dio un salto hacia el umbral, mientras soltaba un gritito de terror al agarrar la manecilla y cerrar la puerta tras ella. Kusum estuvo en la puerta al instante. Kolabati forcejeó con la cerradura, y gritó de alegría cuando consiguió cerrarla con un chasquido.
—¡Bati, te ordeno que abras esta puerta inmediatamente! —gritó Kusum, con la voz llena de ira.
Corrió hacia la puerta exterior. Sabía que no se sentiría realmente libre hasta haber puesto una capa de acero entre ella y su hermano. Un fuerte golpe detrás de ella obligó a Kolabati a mirar atrás. La puerta de madera estalló hacia fuera. Vio aparecer el pie de Kusum mientras la puerta se disolvía en un diluvio de madera astillada. Kusum salió al pasillo y echó a andar hacia ella.
El terror la espoleó. La luz del sol y el aire fresco la aguardaban tras la escotilla de acero. Kolabati la atravesó y la cerró, pero antes de que pudiera accionar el cerrojo, Kusum lanzó todo su peso contra el lado opuesto, haciéndola caer de espaldas.
Sin decir una palabra, Kusum salió a cubierta y la puso en pie. Con un apretón que parecía un cepo y que le magulló la muñeca, la arrastró de nuevo hacia el camarote. Una vez allí, la obligó a darse la vuelta y la agarró por el cuello de la blusa.
Los ojos de Kusum estaban dilatados por la ira.
—¡No vuelvas a intentar algo así! ¡Ha sido una idiotez! Aunque consiguieras encerrarme, no podrías llegar al muelle… a menos que sepas bajar por una cuerda.
Kolabati sintió que Kusum tiraba de ella, y oyó que el tejido de su blusa se desgarraba mientras los botones volaban en todas direcciones.
—¡Kusum!
Era como una bestia enloquecida, con la respiración áspera y los ojos enloquecidos.
—Y…
Metió la mano por el escote de su blusa, le agarró el sujetador entre las copas y arrancó la pieza central, revelando sus pechos.
—… quítate…
Luego la empujó sobre la cama y tiró brutalmente de la cintura de su falda, rompiendo las costuras y quitándosela.
—… esos…
Le arrancó las bragas.
—… trapos…
Y acabó de rasgarle la blusa y el sujetador.
—… ¡obscenos!
Arrojó al suelo la ropa destrozada y la aplastó con el tacón.
Kolabati continuó presa del pánico hasta que consiguió calmarse. Mientras la respiración y el color del rostro de Kusum volvían a la normalidad, la observó desnuda ante él, con un brazo sobre los pechos y otro sobre la zona púbica, entre sus muslos apretados.
Kusum la había visto sin ropa innumerables veces; Kolabati había desfilado desnuda ante él para ver su reacción. Pero en aquel momento se sentía expuesta y degradada, y trató de cubrirse.
Kusum esbozó una sonrisa, repentina y sardónica.
—La modestia no es propia de ti, querida hermana. —Tomó la caja plana que había traído consigo y se la arrojó—. Tápate.
Temerosa de moverse, pero más temerosa aún de desobedecerle, Kolabati se puso la caja en el regazo y la abrió torpemente. Contenía un sari azul claro con bordados dorados. Luchando contra las lágrimas de humillación y rabia impotente, se pasó por la cabeza la apretada blusa superior, y envolvió su cuerpo con el tejido de seda al estilo tradicional. Se resistió a la impotencia que amenazaba con devorarla. Tenía que haber un modo de escapar.
—¡Deja que me vaya! —dijo, cuando sintió que podía confiar en su voz—. ¡No tienes derecho a retenerme aquí!
—No habrá más discusiones sobre lo que tengo derecho a hacer. Estoy haciendo lo que debo. Igual que debo cumplir mi promesa. Entonces podré regresar a la India y mirar a la cara a los que creen en mí, los que están dispuestos a dar sus vidas por seguirme y devolver a la Madre India al Camino Verdadero. No mereceré su confianza, ni seré digno de conducirles al Hindutvu hasta que pueda presentarme ante ellos con un karma purificado.
—¡Pero es tu vida! —gritó ella—. ¡Tu karma!
Kusum sacudió la cabeza, lenta y tristemente.
—Nuestros karmas están unidos, Bati. Inextricablemente. Y lo que yo debo hacer, tú también debes hacerlo. —Cruzó la destrozada puerta y la miró—. Entre tanto, tengo que asistir a una sesión de emergencia en el Consejo de Seguridad. Volveré con tu cena esta noche.
Se volvió junto a los restos de la puerta y desapareció. Kolabati no se molestó en llamarle ni en mirar. La puerta de la cubierta exterior se cerró con un fuerte golpe.
Más que miedo, más que depresión por estar encarcelada en aquel barco, sentía una gran tristeza por su hermano y la loca obsesión que le empujaba. Se dirigió a la mesa y trató de comer, pero ni siquiera logró probar bocado.
Finalmente llegaron las lágrimas. Se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar.
3
Por primera vez desde que Gia lo conocía, Jack aparentaba su edad. Tenía círculos oscuros bajo los ojos, y la expresión atormentada. Necesitaba peinarse, y no había tenido cuidado al afeitarse.
—No te esperaba —le dijo, cuando entró en el recibidor.
La molestó que pudiera presentarse de aquel modo, sin avisar. Por otra parte, se alegraba de tenerlo allí. Había sido una noche larga y tensa. Y solitaria. Empezó a preguntarse si alguna vez resolvería lo que sentía por Jack.
Eunice cerró la puerta y miró a Gia con aire interrogante.
—Voy a preparar la comida, señora. ¿Pongo otro cubierto?
La voz de la doncella era inexpresiva. Gia sabía que echaba de menos a su señora. Eunice se mantenía ocupada, hablando sin cesar del inminente regreso de Grace y Nellie. Pero incluso a ella parecía estársele terminando la esperanza.
Gia se volvió hacia Jack.
—¿Te quedas a comer?
Él se encogió de hombros.
—Claro.
Mientras Eunice se alejaba, Gia dijo:
—¿No deberías estar buscando a Nellie?
—Quería estar aquí.
—Aquí no la encontrarás.
—No creo que la encuentre nunca. No creo que nadie la encuentre.
El tono de finalidad en su voz sobresaltó a Gia.
—¿Qué… qué es lo que sabes?
—Es sólo una intuición —dijo él, desviando la mirada como si le avergonzara actuar basándose en intuiciones—. Igual que he tenido la intuición durante toda la mañana de que mi deber era estar aquí.
—¿Eso es todo lo que tienes? ¿Intuiciones?
—Hazme caso, Gia —dijo él, en un tono que Gia nunca le había oído—. ¿De acuerdo? Hazme caso.
Gia iba a insistir pidiendo una respuesta más específica cuando Vicky entró corriendo. Vicky echaba de menos a Grace y Nellie, pero Gia la había mantenido animada diciéndole que Nellie había ido en busca de Grace. Jack la tomó en brazos y se la apoyó en la cadera, pero sus respuestas a la charla de la niña consistieron sobre todo en gruñidos inexpresivos. Gia no recordaba haberle visto nunca tan afectado. Parecía preocupado, casi inseguro de sí mismo. Aquello fue lo que más la inquietó. Jack siempre había sido una roca de seguridad. Algo iba terriblemente mal, y él no quería decírselo.
Los tres entraron en la cocina, donde Eunice estaba preparando la comida. Jack se dejó caer en una silla junto a la mesa y contempló el vacío con aire melancólico. Al parecer, Vicky percibió que Jack no le respondía del modo habitual, de modo que salió al patio a jugar con su casita. Gia siguió observando a Jack, muriéndose por saber lo que estaba pensando, pero sin poder preguntárselo mientras Eunice estuviera allí.
Vicky entró corriendo desde el patio con una naranja en la mano. Gia se preguntó vagamente de dónde la habría sacado. Creía que se habían acabado las naranjas.
—¡Haz la boca de naranja! ¡Haz la boca de naranja!
Jack se irguió y sonrió de un modo que no hubiera engañado ni a un ciego.
—De acuerdo, Vicks. La boca de naranja. Sólo para ti.
Miró a Gia y le indicó con un gesto que quería cortar la naranja. Gia se levantó y buscó un cuchillo. Cuando regresó a la mesa, Jack se estaba sacudiendo la mano, como si estuviera mojada.
—¿Qué sucede?
—Pierde líquido. Debe ser muy jugosa. —Cortó la naranja por la mitad. Antes de cuartearla, se pasó el dorso de la mano por la mejilla. De pronto se puso en pie bruscamente, y la silla cayó al suelo detrás de él. Su rostro estaba pálido mientras se llevaba los dedos a la nariz y olfateaba.
—¡No! —gritó, mientras Vicky alargaba la mano hacia una de las mitades de la naranja. Jack le agarró la mano y se la apartó bruscamente—. ¡No la toques!
—¡Jack! ¿Qué te ocurre?
Gia estaba furiosa con él por tratar a Vicky de aquel modo. Y la pobre Vicky le miraba con el labio inferior tembloroso.
Pero Jack parecía ignorar su presencia. Se llevó las mitades de la naranja a la nariz, las inspeccionó y las olfateó como un perro. Su rostro estaba cada vez más pálido.
—¡Oh, Dios! —dijo, y parecía a punto de vomitar—. ¡Oh, Dios mío!
Mientras él rodeaba la mesa, Gia apartó a Vicky de su camino y la abrazó con fuerza. Jack tenía la mirada enloquecida. Tres largos pasos le condujeron al cubo de la basura. Arrojó la naranja a su interior, luego sacó la bolsa, la cerró y la ató con el cordón. Dejó caer la bolsa al suelo y regresó para arrodillarse ante Vicky. Le apoyó suavemente las manos en los hombros.
—¿De dónde has sacado esa naranja, Vicky?
Gia notó el «Vicky» inmediatamente. Jack nunca la llamaba de aquel modo. Para él, era siempre «Vicks».
—De… de la casita.
Jack se levantó de un salto y empezó a recorrer la cocina, pasándose frenéticamente los dedos de ambas manos por el cabello. Finalmente, pareció tomar una decisión.
—Muy bien. Vámonos de aquí.
Gia se puso en pie.
—¿Qué estás…?
—¡Fuera! ¡Todos! ¡Y que nadie coma nada! ¡Nada en absoluto! ¡Eso también va por usted, Eunice!
Eunice se irguió.
—¿Disculpe?
Jack se situó detrás de ella y la empujó firmemente hacia la puerta. No fue brusco con ella, pero tampoco había rastro de humor en él. Se acercó a Gia y la separó de Vicky.
—Recoge tus juguetes. Tu mamá y tú os vais de viaje.
La sensación de urgencia de Jack era contagiosa. Sin mirar a su madre, Vicky salió corriendo.
El enfado de Gia se disparó.
—¡Jack, no puedes hacer esto! No puedes entrar aquí y portarte como un energúmeno. ¡No tienes ningún derecho!
—¡Escúchame! —le dijo él en voz baja mientras le aferraba el bíceps izquierdo con un apretón casi doloroso—. ¿Quieres que Vicky acabe como Grace y Nellie? ¿Que desaparezca sin dejar rastro?
Gia trató de hablar, pero no pudo articular palabra. Se sentía como si se le hubiera parado el corazón. ¿Vicky desaparecida? ¡No!
—Eso pensaba —continuó Jack—. Si estamos aquí esta noche, podría suceder.
Gia seguía sin poder hablar. El horror de aquella idea era como una mano que le aferraba la garganta.
—¡Vamos! —dijo él, empujándola hacia el salón—. Recoge tus cosas y saldremos de aquí.
Gia se alejó de él tambaleándose, empujada no tanto por sus palabras como por lo que había visto en sus ojos, algo que nunca había esperado ver: miedo.
Jack asustado… Era casi inconcebible. Pero así era; estaba segura de ello. Y si Jack estaba asustado, ¿cómo tendría que estar ella?
Aterrada, corrió al piso de arriba a recoger sus cosas.
4
Solo en la cocina, Jack volvió a olerse los dedos. Al principio le había parecido que estaba alucinando, pero luego había visto el agujero de una aguja en la piel de la naranja. No había duda: era elixir de rakoshi. Aún sentía náuseas. Alguien (¿alguien? ¡Kusum!) había dejado una naranja envenenada para Vicky.
Kusum quería a Vicky para sus monstruos.
La peor parte fue comprender que Grace y Nellie no habían sido víctimas elegidas al azar. Las dos ancianas habían sido objetivos buscados. Y Vicky era el siguiente.
¿Por qué? En nombre de Dios, ¿por qué? ¿Era la casa? ¿Acaso Kusum tenía un delirio a lo Manson y quería matar a cuantos vivían en ella? Grace y Nellie ya habían desaparecido, pero ¿por qué Vicky tenía que ser la siguiente? ¿Por qué no Eunice o Gia? No tenía sentido. O tal vez sí lo tenía y su cerebro estaba demasiado embotado para verlo.
Vicky apareció en la escalera de atrás y atravesó la cocina a toda prisa, cargada con algo que parecía una gran uva de plástico. Pasó junto a él con la barbilla y la nariz levantadas, sin mirar una sola vez a Jack.
«Está furiosa conmigo».
Según su modo de ver las cosas, la niña tenía muchos motivos para estar enfadada con Jack. Después de todo, la había asustado, y también a las demás mujeres de la casa. Pero no había podido evitarlo. No recordaba un sobresalto parecido al que le había sacudido al reconocer el olor de sus manos.
El miedo descendió por su pecho y le llegó al abdomen.
«Mi Vicky no. ¡Mi Vicky nunca!»
Se dirigió al fregadero y miró por la ventana mientras se lavaba el olor de las manos. La casa que le rodeaba, la casita del exterior, el patio, todo el vecindario le parecía impuro, siniestro.
Pero ¿adónde podían ir? No podía permitir que Gia y Vicky regresaran a su apartamento. Si Kusum conocía la pasión de Vicky por las naranjas, tenía que saber su dirección. Y el apartamento de Jack quedaba definitivamente descartado. Siguiendo un impulso, llamó a Deportes Isher.
—¿Abe? Necesito ayuda.
—¿Nu? ¿Debería sorprenderme?
—Esto va en serio, Abe. Se trata de Gia y su hija. Tengo que encontrarles un lugar seguro donde alojarse. Algún lugar que no tenga relación conmigo.
El tono bromista desapareció bruscamente de la voz de Abe.
—¿No puedes ir a un hotel?
—Como último recurso, lo haría, pero me sentiría mejor si estuvieran en un lugar más privado.
—El apartamento de mi hija estará vacío hasta fin de mes. Se ha ido a Europa a pasar el verano.
—¿Dónde está?
—En Queens. En la frontera entre Astoria y Long Island City.
Jack miró por la ventana de la cocina en dirección a la confusión de edificios al otro lado del río East. Por primera vez desde que había cortado la naranja, sintió que existía alguna posibilidad de controlar la situación. El terror enfermizo que pesaba sobre él de modo implacable pareció aflojar un poco.
—¡Perfecto! ¿Dónde está la llave?
—En mi bolsillo.
—Pasaré por allí ahora mismo a buscarla.
—Aquí estaré.
Eunice entró mientras colgaba.
—Realmente, no tiene usted ningún derecho a echarnos a todas —le dijo con firmeza—. Pero, si tengo que irme, deje al menos que recoja la cocina.
—Yo la recogeré —dijo Jack, cerrándole el paso cuando ella alargó la mano hacia la esponja del fregadero. La mujer se volvió y tomó la bolsa de basura que contenía la naranja envenenada. Jack se la quitó suavemente de la mano—. También me encargaré de esto.
—¿Lo promete? —dijo la mujer, mirándole con desconfianza no disimulada—. No quisiera que las dos señoras de la casa regresaran y lo encontraran todo hecho un desastre.
—No encontrarán ningún desastre —le dijo Jack, sintiendo compasión por aquella leal mujercita que no tenía ni idea de que sus señoras estaban muertas—. Se lo prometo.
Gia bajó por las escaleras mientras Jack empujaba a Eunice hacia la puerta. Parecía haberse calmado desde que la había obligado a subir.
—Quiero saber qué significa todo esto —dijo, en cuanto Eunice se hubo marchado—. Vicky está arriba. Dime lo que está pasando antes de que baje.
Jack buscó algo que decirle. No podía contarle la verdad; ella hubiera perdido toda la confianza en su cordura. Incluso podía llamar a una ambulancia para que se lo llevara al manicomio de Bellevue. Empezó a improvisar, mezclando realidad y ficción, con la esperanza de decir algo con sentido.
—Creo que Grace y Nellie fueron secuestradas.
—¡Eso es ridículo! —dijo Gia, pero en su voz no había convicción.
—Ojalá lo fuera.
—Pero no había ninguna puerta forzada, ni signos de violencia…
—No sé cómo lo hicieron, pero estoy seguro de que el líquido que encontré en el baño de Grace tiene alguna relación. —Hizo una pausa para aumentar el efecto—. El mismo líquido estaba en la naranja que me ha traído Vicky.
La mano de Gia le apretó el brazo.
—¿La que has tirado?
Jack asintió.
—Y apuesto algo a que si tuviéramos tiempo podríamos encontrar algo de Nellie que también contenga el líquido, algo que comió.
—No se me ocurre nada… —Su voz se apagó, y luego volvió a elevarse—. ¿Y los bombones? —Gia le agarró un brazo y le arrastró al salón—. Están aquí. Llegaron la semana pasada.
Jack se dirigió a la bandeja de dulces junto al sofá donde habían pasado la noche del domingo. Tomó un bombón de la parte superior y lo inspeccionó. No había rastros de agujeros ni de que hubiera sido manipulado. Lo abrió y se lo acercó a la nariz… y allí estaba: el olor. Elixir de rakoshi. Se lo tendió a Gia.
—Toma. Huele. No sé si recuerdas cómo olía el laxante de Grace, pero es el mismo líquido. —La condujo a la cocina, donde abrió la bolsa de basura y sacó la naranja de Vicky—. Compara.
Gia olfateó ambas cosas y luego le miró, con el miedo reflejado en los ojos.
—¿Qué es?
—No lo sé —mintió Jack.
Tomó el bombón y la naranja y los arrojó a la basura. Luego fue al salón a buscar la bandeja y tiró el resto de bombones.
—¡Pero tiene que ser algo! —dijo Gia, persistente como siempre.
Para que Gia no le viera los ojos mientras hablaba, Jack aparentó concentrarse en atar el cuello de la bolsa lo mejor posible.
—Tal vez tenga propiedades sedantes, para que la gente se mantenga en silencio mientras se la llevan.
Gia le miró fijamente, con expresión desconcertada.
—¡Esto es una locura! ¿Quién iba a querer…?
—Esa es mi siguiente pregunta. ¿De dónde vinieron los bombones?
—De Inglaterra. —El rostro de Grace palideció—. ¡Oh, no! ¡De Richard!
—¿Tu ex?
—Los envió desde Londres.
La mente de Jack giraba furiosamente mientras sacaba la bolsa de basura y la dejaba en un contenedor del estrecho callejón junto a la casa.
¿Richard Westphalen? ¿Qué diablos tenía él que ver con todo aquello? Pero ¿acaso no había dicho Kusum que había estado en Londres el año anterior? Y Gia decía que su exmarido había enviado aquellos bombones desde Londres. Encajaba, pero no tenía sentido. ¿Qué relación tenía Richard con Kusum? Ciertamente, no podía ser algo financiero. Jack no creía que el dinero significara gran cosa para Kusum.
Aquello tenía cada vez menos sentido.
—¿Es posible que tu ex esté detrás de esto? —preguntó al regresar a la cocina—. ¿Es posible que piense que heredará algo si Grace y Nellie desaparecen?
—Creo que Richard es capaz de muchas cosas —dijo Gia—, pero no le imagino implicado en un delito serio. Además, resulta que sé que no heredará nada de Nellie.
—Pero ¿lo sabe él?
—No lo sé. —Gia miró a su alrededor y pareció estremecerse—. Salgamos de aquí, ¿de acuerdo?
—En cuanto estéis listas.
Gia subió a buscar a Vicky. Al poco rato, madre e hija estaban en el recibidor. Vicky llevaba una maletita en una mano y su bolsa de plástico en forma de uva en la otra.
—¿Qué llevas ahí? —dijo Jack, señalando la uva.
Vicky se la escondió a la espalda, fuera del alcance de Jack.
—Es solo mi muñeca, la señora Jelliroll.
—Debí suponerlo. —«Por lo menos, ya me habla».
—¿Podemos irnos ya? —dijo Gia.
Había pasado de obedecer de mala gana a sentirse ansiosa por alejarse todo lo posible de aquella casa. Jack se alegraba de ello.
Jack tomó la maleta grande y las condujo hasta Sutton Place. Llamó a un taxi y dio la dirección de Deportes Isher.
—Quiero ir a casa —dijo Gia. Estaba sentada en el medio, con Vicky a la izquierda y Jack a la derecha—. Eso está en tu barrio.
—No podéis ir a vuestra casa. —Cuando ella abría la boca para protestar, Jack añadió—: Tampoco podéis ir a la mía.
—¿Adónde, entonces?
—He encontrado un lugar en Queens.
—¿Queens? No quiero…
—Nadie os encontrará allí en un millón de años. Sólo tenéis que quedaros un par de días, hasta que vea si puedo acabar con esto.
Gia rodeó a Vicky con un brazo y la apretó contra ella.
—Me siento como una delincuente.
Jack deseó abrazarlas a las dos y decirles que todo iría bien, que él se encargaría de que nadie les hiciera daño. Pero tras su estallido de aquella mañana, no sabía cómo iban a reaccionar.
El taxi se detuvo frente a la tienda de Abe. Jack entró a toda prisa y le encontró en su puesto habitual, estudiando los periódicos de costumbre. Había manchas de mostaza en su corbata negra, y semillas de amapola esparcidas sobre su amplia pechera.
—La llave está en el mostrador, y también la dirección —dijo Abe, levantando la vista por encima de sus gafas de lectura sin moverse de su asiento—. Espero que esto no vaya a traer consecuencias. Mi relación con Sarah ya es bastante mala.
Jack se guardó la llave en el bolsillo, pero se quedó la dirección en la mano.
—Si conozco a Gia, dejará el apartamento impoluto.
—Si conozco a mi hija, Gia tendrá mucho trabajo. —Miró fijamente a Jack—. Supongo que esta noche tendrás cosas que hacer.
Jack asintió.
—Muchas.
—Y supongo que quieres que vaya a cuidar de las dos damas mientras estás fuera. No hace falta que lo pidas —dijo, levantado una mano—. Lo haré.
—Te debo una, Abe —dijo Jack.
—La añadiré a la lista —replicó Abe, con un gesto despectivo de una mano.
—Hazlo.
De nuevo en el taxi, Jack dio al conductor la dirección del apartamento de la hija de Abe.
—Vaya por el túnel de Midtown —dijo.
—Es mejor tomar el puente para ir a esa dirección —dijo el taxista.
—Tome el túnel —insistió Jack—. Y atraviese el parque.
—Es más rápido rodearlo.
—El parque. Entre por la Setenta y Dos y diríjase al centro.
El taxista se encogió de hombros.
—Usted paga.
Llegaron a Central Park y entraron en él. Jack permaneció todo el tiempo vuelto hacia la ventana trasera, atento a cualquier coche o taxi que pudiera seguirles. Había insistido en cruzar el parque porque la carretera era estrecha y tortuosa, curvándose entre los árboles y bajo los puentes. Cualquiera que les siguiera tendría que mantenerse cerca por miedo a perderlos.
Nadie les seguía; Jack se sentía seguro de ello cuando llegaron a Columbus Circle, pero mantuvo los ojos fijos en la ventana trasera hasta la entrada al túnel de Midtown.
Mientras entraban en aquellas fauces fosforescentes, Jack miró hacia adelante y se permitió relajarse. El río Este estaba sobre ellos, y Manhattan quedaba rápidamente atrás. Pronto tendría a Gia y Vicky perdidas en la monstruosa colmena de apartamentos llamada Queens. Estaba interponiendo toda la isla de Manhattan entre Kusum y sus víctimas. Kusum nunca las encontraría. Cuando se hubiera liberado de aquella preocupación, Jack podría concentrar sus esfuerzos en buscar un modo de ocuparse de aquel hindú enloquecido.
En aquel momento, sin embargo, tenía que arreglar su relación con Vicky. La niña estaba sentada al otro lado de su madre, con su gran bolsa en forma de uva en el regazo. Empezó a mirarla por detrás de Gia y a hacer el tipo de muecas que las madres siempre prohibían a sus hijos porque la cara se les podría quedar para siempre de aquel modo.
Vicky trató de ignorarle, pero pronto empezó a reír, a cruzar los ojos y a hacer muecas también.
—¡Basta, Vicky! —dijo Gia—. ¡Se te podría quedar la cara así!
5
Vicky se alegraba de que Jack volviera a ser el de siempre. La había asustado aquella mañana al gritarle, quitarle la naranja y tirarla a la basura. Había sido muy malo. Nunca le había hecho nada parecido. La había asustado, pero lo que era aún peor, la había herido en sus sentimientos. Había superado el miedo enseguida, pero había seguido dolida hasta aquel momento. Jack la estaba haciendo reír. Debía haber estado de mal humor aquella mañana.
Vicky movió la maleta de la señora Jelliroll sobre su regazo. En ella había espacio para la muñeca y otras cosas, como su ropa o accesorios.
Pero Vicky tenía algo diferente. Algo especial. No les había dicho a Jack ni a su madre que había encontrado dos naranjas en la casita de juegos. Jack había tirado la primera. Pero la segunda estaba en la maleta, bien escondida bajo la ropa de la muñeca. Se la guardaría para más tarde y no se lo diría a nadie. Estaba en su derecho. La naranja era suya. La había encontrado ella, y no permitiría que nadie la tirara.
6
Hacía calor y bochorno en el apartamento 1203. El olor rancio a humo de cigarrillo se había combinado con el de la tapicería, las alfombras y el papel pintado. Desde la puerta, Gia pudo ver bolas de polvo bajo la mesita del café del salón.
De modo que aquel era el escondite: la casa de la hija de Abe.
Gia había coincidido una vez con Abe. No le había parecido demasiado pulcro; en realidad, llevaba toda la ropa manchada de rastros de comida. Al parecer, de tal padre, tal hija.
Jack se dirigió al gran aparato de aire acondicionado junto a la ventana.
—Nos iría bien.
—Sólo abre las ventanas —le dijo Gia—. Hay que renovar el aire aquí dentro.
Vicky saltaba por todas partes, balanceando su bolsa color fresa, encantada de estar en una casa nueva. Charlaba sin cesar:
—¿Vamos a quedarnos aquí? Mami, ¿cuánto tiempo nos quedaremos? ¿Esta va a ser mi habitación? ¿Puedo dormir en esta cama? Oh, mira qué altos estamos… Allí se ve el Empire State, y allí el edificio Chrysler, es mi favorito, porque es puntiagudo y plateado en la punta…
Y más, y más. Gia sonrió al recordar cuánto se había esforzado por conseguir que Vicky pronunciara sus primeras palabras, cómo había sufrido por culpa de la idea, totalmente infundada, de que su hija podría no hablar nunca. En aquel momento, se preguntó si se callaría alguna vez.
Cuando las ventanas de ambos lados del apartamento estuvieron abiertas, empezó a correr el aire, llevándose los olores atrapados y trayendo otros nuevos.
—Jack, tengo que limpiar este sitio si voy a quedarme aquí. Espero que a nadie le importe.
—No le importará a nadie —dijo él—. Déjame hacer un par de llamadas y te ayudaré.
Gia encontró el aspirador mientras él marcaba, escuchaba y volvía a marcar. Debían estar comunicando o no le habrían respondido, porque Jack colgó sin decir nada.
Pasaron la mayor parte de la tarde limpiando el apartamento. Gia disfrutó de las sencillas tareas de frotar el fregadero, limpiar los mostradores y el interior de la nevera, fregar el suelo de la cocina y pasar el aspirador por las alfombras. Concentrarse en aquellos detalles le mantenía la mente apartada de la amenaza informe que percibía sobre ella y Vicky.
Jack no la dejó salir del apartamento, de modo que él mismo llevó la ropa de cama al lavadero y la lavó. Era trabajador y no le importaba ensuciarse las manos. Formaban un buen equipo. Descubrió que le gustaba estar con él, algo que pocos días atrás había pensado que jamás volvería a disfrutar.
La certeza de que llevaba una pistola oculta en algún lugar de su cuerpo, y de que era el tipo de hombre dispuesto y capaz de usarla con eficacia no le causaba la repulsión que le hubiera provocado días atrás. No podía decir que aprobara la idea, pero descubrió que la reconfortaba de algún modo.
El sol se acercaba a la línea de rascacielos de Manhattan por el oeste cuando Gia declaró habitable el apartamento. Jack salió, encontró un restaurante chino y trajo rollitos de primavera, sopa agria y picante, costillas, arroz frito con gambas y cerdo mooshu. En una bolsa separada llevaba un rosco de café y almendras de Entenmann. A Gia aquel no le pareció un postre demasiado adecuado para una comida china, pero no dijo nada.
Observó mientras Jack trataba de enseñar a Vicky a usar los palillos que había traído del restaurante. Al parecer, la brecha abierta entre ambos se había cerrado sin dejar cicatrices. Eran amigos de nuevo, y el trauma de la mañana había quedado olvidado… al menos por parte de Vicky.
—Tengo que salir —le dijo Jack mientras recogían los platos.
—Lo imaginaba —dijo Gia, disimulando su inquietud—. ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Sabía que estaban perdidas en aquel complejo de apartamentos entre otros complejos de apartamentos (como la proverbial aguja en el pajar), pero no quería estar sola aquella noche. No después de lo que había averiguado aquella mañana sobre los bombones y la naranja.
—No lo sé. Por eso le he pedido a Abe que venga a quedarse con vosotras hasta que yo vuelva. Espero que no te importe.
—No. No me importa en absoluto. —Por lo que recordaba de Abe, a Gia le pareció un protector bastante improbable, pero cualquier puerto era bueno en una tormenta—. En cualquier caso, ¿cómo iba a objetar? Tiene más derecho a estar aquí que nosotras.
—Yo no estaría tan seguro.
—¿Oh?
—Abe y su hija apenas se hablan. —Jack se volvió a mirarla, apoyando la espalda en el fregadero. Miró por encima del hombro hacia Vicky, sentada a la mesa masticando una galleta de la fortuna, y habló en voz baja, con los ojos fijos en ella—. Verás, Abe es un delincuente. Como yo.
—Jack… —No quería hablar de ello en aquel momento.
—No exactamente como yo. No es un matón. —El énfasis puesto en la palabra que ella había empleado contra él fue como un dardo en su corazón—. Simplemente, vende armas ilegales. También vende armas legales, pero las vende ilegalmente.
El grueso y voluble Abe Grossman, ¿un traficante de armas? ¡No era posible! Pero la expresión de los ojos de Jack decía que sí lo era.
—¿Era necesario decírmelo?
—¿Qué trataba de hacer Jack?
—Sólo quiero que sepas la verdad. También quiero que sepas que Abe es el hombre más amante de la paz que he conocido.
—¿Por qué vende armas, entonces?
—Tal vez te lo explique algún día. Sus motivos me parecieron muy convincentes; mucho más que a su hija.
—Deduzco que no le parece bien.
—Apenas le habla.
—Bien hecho.
—Aunque eso no le impidió permitir que le pagara los estudios.
Hubo una llamada a la puerta y una voz en el rellano.
—Soy yo, Abe. Abrid.
Jack le dejó entrar. Su aspecto era el mismo que la última vez que Gia le había visto: un hombre obeso vestido con una camisa blanca de manga corta, corbata negra y pantalón negro. La única diferencia era la naturaleza de las manchas de comida sobre la pechera.
—Hola —dijo a Gia, estrechándole la mano. Le gustaban los hombres que saludaban con un apretón de manos—. Me alegro de verte de nuevo.
También estrechó la mano de Vicky, lo que le valió una gran sonrisa de la niña.
—Llegas justo a tiempo para el postre, Abe —dijo Jack. Sacó el pastel de Entenmann.
Abe abrió los ojos de par en par.
—¡Un rosco de café y almendras! ¡No hacía falta! —Estudió ostentosamente la superficie de la mesa—. ¿Qué vais a comer los demás?
Gia rio educadamente, sin saber hasta qué punto tomarse en serio el comentario, y luego le observó sorprendida mientras Abe consumía tres cuartas partes del pastel, sin dejar de hablar de modo elocuente y persuasivo sobre el inminente colapso de la civilización occidental.
Al terminar el postre, aunque el hombre no había logrado convencer a Vicky de llamarle «tío Abe», Gia estaba casi persuadida de que debía huir de Nueva York y construirse un refugio subterráneo al pie de las Rocosas.
Finalmente, Jack se levantó y se desperezó.
—Tengo que irme. Si no tenéis noticias mías, no os preocupéis.
Gia le siguió hasta la puerta. No quería que se marchara, pero no consiguió decírselo. Había un persistente nudo de hostilidad en su interior que siempre le impedía abordar el tema de su relación.
—No sé si aguantaré mucho más tiempo con él —susurró a Jack—. ¡Es tan deprimente!
Jack sonrió.
—Aún no has oído anda. Espera a que vea las noticias y te obsequie con su análisis del significado real de cada historia. —Le apoyó una mano en el hombro y la atrajo hacia sí—. No dejes que te inquiete. Tiene buena intención.
Antes de que Gia pudiera reaccionar, Jack se inclinó y la besó en los labios.
—Adiós.
Y salió.
Gia volvió a entrar en el apartamento y encontró a Abe sentado ante el televisor. Emitían un reportaje especial sobre la disputa fronteriza entre China y la India.
—¿Has oído eso? —estaba diciendo Abe—. ¿Has oído eso? ¿Sabes lo que significa?
Resignada, Gia se sentó a su lado frente al aparato.
—No. ¿Qué significa?
7
Tardó un rato en encontrar un taxi, pero Jack finalmente persuadió a un conductor de que le llevara a Manhattan. Aún quedaban unas horas de luz, y quería aprovecharlas al máximo. Lo peor de la hora punta ya había pasado, y su trayecto era en dirección contraria a la del tráfico, de modo que no le llevó mucho tiempo regresar a la ciudad.
El conductor le dejó en la Quinta, entre la Sesenta y Siete y la Sesenta y Ocho, a una manzana al sur del edificio de apartamentos de Kusum. Cruzó hasta el parque y echó a andar, inspeccionando el edificio a su paso. Encontró lo que quería; un callejón de carga y descarga en el lado izquierdo, cerrado por una verja de hierro forjado con barrotes terminados en pinchos curvados en dirección a la calle. El siguiente paso era ver si había alguien en casa.
Se acercó al portero, que vestía una gorra casi militar y lucía un grueso bigote.
—¿Quiere llamar al apartamento de los Bahkti, por favor?
—Por supuesto —dijo el portero—. ¿De parte de quién?
—Jack. Simplemente Jack.
El portero pulsó el intercomunicador y esperó. Y esperó. Finalmente, dijo:
—Creo que el señor Bahkti no está. ¿Quiere dejar un mensaje?
Que no hubiera respuesta no significaba necesariamente que no hubiera nadie.
—Sí. Dígale que he estado aquí, y que volveré.
Jack se alejó, sin saber de qué serviría su mensaje. Tal vez pondría nervioso a Kusum, aunque lo dudaba. Probablemente, hacía falta algo muy grave para poner nervioso a un tipo que tenía una camada de rakoshi.
Se dirigió al extremo del edificio. Llegaba la parte difícil; pasar por encima de la valla sin ser visto. Respiró profundamente. Sin mirar atrás, saltó y agarró dos de los barrotes de hierro curvados cerca de los extremos. Apoyándose en la pared, se izó por encima de los pinchos y saltó al otro lado. El ejercicio diario compensaba de vez en cuando. Retrocedió y esperó, pero nadie parecía haberse fijado en él. Suspiró. Hasta el momento, todo bien. Corrió hacia la parte trasera del edificio.
Allí encontró una puerta doble, lo bastante ancha para cargar muebles. La ignoró; lo más normal era que hubiera un sistema de alarma. La puertecita estrecha al pie de un breve tramo de escaleras era más interesante. Extrajo su estuche de cuero con las herramientas para abrir cerraduras mientras bajaba. La puerta era sólida, recubierta de metal, sin ventanas. La cerradura era una Yale, probablemente un modelo de borde cruzado. Mientras manejaba el delgado raspador adelante y atrás en el ojo de la cerradura, sus ojos mantenían la vigilancia sobre toda la parte trasera del edificio. No le hacía falta mirar lo que estaba haciendo; las cerraduras se forzaban con el tacto.
Y entonces lo oyó; el chasquido de los rodetes en el cilindro. Había cierta satisfacción en aquel sonido, pero Jack no se tomó el tiempo para saborearla. Un rápido giro de la varilla y el pestillo se soltó. Abrió la puerta y esperó por si sonaba una alarma. No ocurrió. Una rápida inspección le demostró que en la puerta tampoco había cables de alarma silenciosa. Entró y cerró detrás de él.
Se encontraba en la oscuridad del sótano. Mientras esperaba a que sus ojos se ajustaran, se trazó una imagen mental del plano de la planta baja. Si la memoria no le fallaba, los ascensores debían estar delante y algo a la izquierda. Avanzó, y los encontró justo donde esperaba. El ascensor llegó en respuesta al botón y Jack subió en él hasta el noveno piso.
Se dirigió inmediatamente a la puerta 9B y extrajo de su bolsillo la regla de plástico, fina y flexible. La tensión le agarrotaba los músculos de la nuca. Aquella era la parte más arriesgada. Cualquiera que le viera en aquel momento llamaría a la policía. Tenía que trabajar rápido. La puerta tenía una cerradura doble: un cerrojo de seguridad Yale y una Quikset con un ojo para la llave en la manecilla. Había cortado una muesca triangular a un centímetro del borde de la regla y a dos centímetros de su extremo. Jack deslizó la regla entre la puerta y la jamba y la movió arriba y abajo junto a la Yale. Se deslizó sin problemas; el cerrojo de seguridad no estaba echado. Jack bajó la regla hasta la Quikset, encajó la muesca en el pestillo, retorció y tiró de la regla… y la puerta se abrió hacia dentro.
Toda la operación había durado diez segundos. Jack saltó al interior y cerró la puerta tras él. El sol poniente derramaba luz anaranjada a través de las ventanas del salón. Todo estaba en silencio. El apartamento daba la impresión de estar vacío.
Bajó la vista y vio el huevo roto. ¿Arrojado con rabia o dejado caer durante un forcejeo? Se movió rápida y silenciosamente desde el salón a los dormitorios. Registró los armarios, miró bajó las camas, tras los sillones, en la cocina y en el trastero.
Kolabati no estaba allí. Había un armario en el segundo dormitorio medio lleno de ropa de mujer; identificó uno de los vestidos como el que ella había llevado en el Peacock Alley, y otro como el de la recepción en el consulado. Era imposible que hubiera regresado a Washington sin su ropa. Kolabati seguía en Nueva York.
Se acercó a la ventana y miró hacia el parque. El sol anaranjado aún era lo bastante brillante para dañarle los ojos. Permaneció un buen rato mirando hacia el oeste. Había albergado la esperanza de encontrar allí a Kolabati. No tenía ninguna lógica, pero necesitaba verlo por sí mismo para poder tachar el apartamento de su corta lista de posibilidades.
Se volvió, tomó el teléfono y marcó el número del consulado de la India. No, el señor Bahkti estaba aún en la ONU, pero se le esperaba en breve.
Eso era todo. No más excusas. Tenía que ir al único otro lugar donde podía estar Kolabati.
El miedo se revolvió en su estómago como un peso muerto.
Aquel barco. Aquel maldito trozo de infierno flotante. Tenía que volver allí.
8
—Tengo sed, mamá.
—Es la comida china. Siempre te da sed. Toma otro vaso de agua.
—No quiero agua. Estoy harta de agua. ¿Puedo tomar algo de zumo?
—Lo siento, cariño, pero no he podido ir a comprar. La única bebida que hay aquí es vino, y no puedes beber eso. Te compraré zumo por la mañana, te lo prometo.
—Oh, de acuerdo.
Vicky se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho. Quería zumo en lugar de agua, y quería mirar algo que no fueran aquellas estúpidas noticias. Primero las noticias de las seis, luego algo llamado el canal de noticias, y el señor Grossman (no era su tío; ¿por qué quería que le llamara tío?) hablando, hablando, hablando.
Tenía la boca seca. Si tuviera algo de zumo…
Recordó la naranja, la que había rescatado de su casita de juegos aquella mañana. Le sentaría muy bien en aquel momento.
Sin una palabra, se levantó y entró en el dormitorio que ella y su madre compartirían aquella noche. Su maleta de la señora Jelliroll estaba en el suelo del armario. Arrodillada a la débil luz de la habitación, la abrió y sacó la naranja. Le pareció muy fresca en su mano. Sólo el olor le hizo la boca agua. Sería deliciosa.
Su acercó a la ventana, clavó el pulgar en la gruesa piel hasta romperla, y luego empezó a pelarla. Las manos se le llenaron de jugo mientras arrancaba un gajo y lo mordía.
¡Delicioso!
Se metió en la boca el resto del gajo y estaba cortando otro cuando notó algo raro en el sabor. No era un mal sabor, pero tampoco era bueno. Tomó un mordisco del segundo gajo. Sabía igual.
De repente, sintió miedo. ¿Y si la naranja estaba podrida? Tal vez por eso Jack no la había dejado comerla aquella mañana. ¿Y si se ponía enferma?
Presa del pánico, Vicky se inclinó y metió el resto de la naranja bajo la cama. La tiraría a la basura a escondidas en cuanto pudiera. Luego salió de la habitación y se dirigió al baño, donde se lavó el jugo de las manos y bebió un vaso de agua.
Esperaba no tener dolor de estómago. Su madre se enfadaría muchísimo si descubría que había traído una naranja a escondidas. Pero, más que nada, Vicky rezaba por no vomitar. Vomitar era lo peor del mundo.
Vicky regresó al salón, con la esperanza de que nadie le viera la cara. Se sentía culpable. Con una sola mirada, su madre sabría que le ocurría algo.
La mujer del tiempo estaba diciendo que el día siguiente volvería a ser caluroso, seco y soleado, y el señor Grossman empezó a hablar sobre la sequía y la gente que se peleaba por el agua.
Se sentó en el suelo y deseó que la dejaran ver algo que le gustara después de aquello.
9
La oscura proa del carguero se cernía sobre Jack, envolviéndole en su sombra mientras aguardaba en el muelle. El sol que se ponía sobre Nueva Jersey aún daba bastante luz. Apenas podía oír el rugido del tráfico por encima y detrás de él. Su atención estaba fija en el barco.
El corazón le martilleaba contra las costillas. Tenía que subir. No había forma de evitarlo. Por un instante, pensó en llamar a la policía, pero desechó la idea de inmediato. Como había dicho Kolabati, Kusum era legalmente intocable. E incluso si Jack conseguía convencer a los policías de la existencia de los rakoshi, lo único que probablemente conseguirían sería acabar muertos y con las criaturas sueltas por la ciudad. Probablemente matarían también a Kolabati.
No, aquel no era lugar para la policía, por razones prácticas y de principio. Era su problema, y lo resolvería él.
Mientras avanzaba por el embarcadero hasta el lado de estribor del barco, se puso un par de pesados guantes de trabajo que había comprado durante el trayecto desde la Quinta Avenida. Llevaba tres nuevos encendedores de butano en los bolsillos. No sabía de qué le servirían, pero Kolabati había puesto mucho énfasis en que el hierro y el fuego eran las únicas armas contra los rakoshi. Si necesitaba fuego, al menos lo tendría a su alcance.
Había demasiada luz para subir por el mismo cable que la última vez; podrían verle desde la autopista del West Side. Tendría que entrar por un cable de popa. Contempló con añoranza la pasarela elevada. De haber tenido tiempo, se hubiera detenido en su apartamento a recoger el transmisor de frecuencia variable que usaba para entrar en los garajes con puertas a control remoto. Estaba seguro de que la pasarela funcionaba de modo similar.
Encontró un pesado cable en la popa y comprobó la tensión. Vio el nombre del barco, pero no pudo leer la escritura. El sol poniente le calentaba la piel. Todo parecía normal y cotidiano ahí fuera. Pero en aquel barco…
Tranquilizó su miedo y se obligó a trepar como un mono por el cable igual que la noche anterior. Mientras pasaba por encima de la regala y subía a la cubierta detrás de la superestructura, se dio cuenta de que la oscuridad de su visita anterior había ocultado un gran número de defectos. El barco estaba muy sucio. Había manchas de óxido donde la pintura se había debilitado o saltado; todas las superficies estaban deformadas, abolladas o ambas cosas. Y por encima de todo había una densa capa de grasa, suciedad, hollín y sal.
«Los rakoshi están abajo», se recordó a sí mismo Jack mientras entraba en la superestructura y empezaba a registrar los camarotes. «Están encerrados en las bodegas de carga. No me encontraré con ninguno aquí arriba. No me encontraré con ninguno».
Siguió repitiéndolo como una letanía. Le permitía concentrarse en la búsqueda en lugar de estar constantemente mirando por encima del hombro.
Empezó por el puente y descendió desde allí. No encontró rastro de Kolabati en ninguno de los camarotes de los oficiales. Estaba explorando los alojamientos de la tripulación en la cubierta principal cuando oyó un sonido.
Se detuvo. Una voz, una voz de mujer, que gritaba un nombre desde algún lugar al otro lado de la pared. La esperanza empezó a crecer mientras seguía la pared hasta la cubierta principal, donde encontró una puerta de hierro cerrada con candado.
La voz procedente de detrás de la puerta era la de Kolabati. Jack se permitió una sonrisa de satisfacción. La había encontrado.
Examinó la puerta. Había un candado de acero laminado pasado por el eslabón giratorio de una pesada aldaba acanalada firmemente sujeta al acero de la puerta. Simple, pero muy efectivo.
Jack sacó su equipo de forzar cerraduras y empezó a trabajar.
10
Kolabati había empezado a gritar el nombre de Kusum al oír pasos en la cubierta sobre su camarote, y dejó de gritar cuando le oyó sacudir la cerradura de la puerta exterior. No tenía hambre ni sed, simplemente quería ver otro rostro humano, aunque fuera el de Kusum. El aislamiento del camarote del piloto empezaba a afectarla.
Se había pasado todo el día devanándose el cerebro en busca de un modo de convencer a su hermano. Pero las súplicas no servirían de nada. ¿Cómo podía suplicar a un hombre que creía estar salvando su karma? ¿Cómo convencer a aquel hombre de que dejara de hacer lo que creía que era por su propio bien?
Había llegado al extremo de buscar algo que pudiera usar como arma, pero había desechado la idea. Incluso con un solo brazo, Kusum era demasiado rápido, fuerte y ágil para ella. Lo había demostrado más allá de toda duda aquella mañana. Y en su estado mental desequilibrado, un ataque físico podía hacerle perder el control por completo.
Y seguía preocupada por Jack. Kusum le había dicho que estaba a salvo, pero ¿cómo podía estar segura, después de todas las mentiras que le había contado?
Oyó que la puerta exterior se abría (Kusum parecía tener dificultades con ella) y unos pasos que se acercaban al camarote. Un hombre cruzó los restos de la puerta y se detuvo allí sonriendo, contemplando su sari.
—¿De dónde has sacado ese vestido tan raro?
—¡Jack! —Se arrojó en sus brazos, llena de alegría—. ¡Estás vivo!
—¿Te sorprende?
—Pensé que Kusum podía haberte…
—No. Fue casi al contrario.
—¡Me alegro tanto de que me hayas encontrado! —Se agarró a él, como para convencerse de que realmente estaba allí—. Kusum va a zarpar hacia la India esta noche. ¡Sácame de aquí!
—Será un placer. —Se volvió hacia la destrozada puerta e hizo una pausa—. ¿Qué ha pasado aquí?
—Kusum la rompió de un puntapié cuando lo encerré dentro.
Vio que Jack enarcaba las cejas.
—¿Cuántos puntapiés?
—Uno, creo. —No estaba segura.
Jack frunció los labios como si fuera a silbar, pero no emitió ningún sonido. Empezó a hablar, pero fue interrumpido por un fuerte golpe al fondo del pasillo.
Kolabati se tensó. «¡No! ¡Kusum, no! ¡Ahora no!»
—¡La puerta!
Jack estaba ya en el pasillo. Ella le siguió, a tiempo de verle estrellar el hombro con toda su fuerza contra la puerta de acero. Demasiado tarde. Estaba cerrada.
Jack golpeó una vez la puerta con el puño, pero no dijo nada.
Kolabati se apoyó en la puerta a su lado. Deseaba gritar de frustración. Casi libre… ¡y encerrada de nuevo!
—¡Kusum, déjanos salir! —gritó en bengalí—. ¿No ves que esto es inútil?
No hubo respuesta. Sólo un silencio enloquecedor al otro lado. Pero percibía la presencia de su hermano.
—¡Creí que querías separarnos! —dijo en inglés, provocándole a propósito—. ¡En lugar de eso, nos encierras aquí juntos, con una cama y sin nada más que hacer para llenar las horas vacías!
Hubo una larga pausa, y entonces oyeron la respuesta, también en inglés. La mortífera precisión en la voz de Kusum heló a Kolabati.
—No estaréis juntos mucho tiempo. Hay asuntos cruciales que requieren mi presencia en el consulado ahora. Los rakoshi os separarán en cuanto vuelva.
No dijo más. Y aunque Kolabati no oyó sus pasos en retirada por la cubierta, estaba segura de que se había marchado. Miró a Jack. Su terror por él era como un dolor físico. Para Kusum sería facilísimo hacer subir a unos cuantos rakoshi a la cubierta, abrir la puerta y hacerlos entrar a por Jack.
Jack sacudió la cabeza.
—Tienes el don de la persuasión —dijo. Parecía muy tranquilo.
—¿No estás asustado?
—Sí. Mucho. —Estaba palpando las paredes y pasando los dedos por el techo bajo.
—¿Qué vamos a hacer?
—Salir de aquí, espero.
Volvió al camarote y empezó a deshacer la cama. Arrojó al suelo la almohada, el colchón y las sábanas, y tiró del soporte de hierro, que se desprendió con un chirrido. Forcejeó con los pernos que sujetaban el marco y, entre una corriente de blasfemias masculladas, consiguió aflojar uno de ellos. Después tardó sólo un momento en sacar uno de los barrotes en forma de L.
—¿Qué vas a hacer con eso?
—Encontrar una salida.
Golpeó el techo con la barra de hierro de dos metros. Trozos de pintura volaron por los aires mientras se oía el sonido inconfundible de metal contra metal. Lo mismo en el techo y paredes del pasillo.
El suelo, sin embargo, estaba fabricado con tablones de roble recubiertos de barniz. Jack introdujo el extremo de la barra entre dos de ellos.
—Saldremos por el suelo —dijo, gruñendo por el esfuerzo. Kolabati retrocedió al pensarlo.
—¡Los rakoshi están ahí abajo!
—Si no me enfrento a ellos ahora, tendré que hacerlo más tarde. Prefiero enfrentarme a ellos en mis condiciones que en las de Kusum. —La miró—. ¿Vas a quedarte ahí o me vas a ayudar?
Kolabati añadió su peso a la barra. Uno de los tablones se astilló y saltó hacia arriba.
11
Jack tiraba de los tablones con determinación implacable. Pronto tuvo la camisa y el cabello empapados de sudor. Se quitó la camisa y siguió trabajando. Atravesar el suelo parecía un gesto fútil, casi suicida, como el de un hombre que tratara de escapar de un avión en llamas saltando a un volcán en erupción. Pero tenía que hacer algo. Cualquier cosa era mejor que quedarse sentado, esperando el regreso de Kusum.
El olor corrompido de los rakoshi le llegaba desde abajo, envolviéndole y provocándole náuseas. Y cuanto más grande se hacía el agujero del suelo, más fuerte era el olor. Finalmente, la abertura fue lo bastante grande como para dejar pasar sus hombros. Metió la cabeza para echar un vistazo. Kolabati se arrodilló junto a él, atisbando por encima de su hombro.
Estaba oscuro. A la luz de una solitaria lámpara de emergencia a su derecha pudo ver unas tuberías que pasaban justo por debajo de las vigas de acero que soportaban el suelo. Directamente debajo de ellas había una pasarela flotante que conducía a una escala de peldaños de hierro.
Estaba a punto de lanzar un vítor cuando comprendió que estaba mirando el extremo superior de la escala. Conducía abajo. Jack no quería ir abajo. A cualquier lugar menos abajo.
Se le ocurrió una idea. Levantó la cabeza y se volvió hacia Kolabati.
—¿Funciona de verdad ese collar?
Ella se sobresaltó, y su expresión se volvió desconfiada.
—¿Qué quieres decir con si funciona?
—Lo que me dijiste. ¿De veras te hace invisible a los rakoshi?
—Sí. Por supuesto. ¿Por qué?
Jack no podía imaginar cómo podía ser cierto aquello, pero tampoco había imaginado nunca que pudiera existir algo parecido a los rakoshi. Extendió una mano.
—Dámelo.
—¡No! —dijo ella, llevándose una mano a la garganta mientras se levantaba de un salto y retrocedía.
—Sólo unos minutos. Iré abajo, encontraré el modo de subir a la cubierta, abriré la puerta y te dejaré salir.
Ella sacudió violentamente la cabeza.
—¡No, Jack!
¿Por qué se mostraba tan testaruda?
—Vamos. Tú no sabes forzar cerraduras. Yo soy el único que puede sacarnos a los dos de aquí.
Se levantó y dio un paso hacia ella, pero Kolabati se apoyó en la pared y gritó:
—¡No! ¡No lo toques!
Jack se detuvo, perplejo ante su respuesta. Los ojos de Kolabati estaban dilatados por el terror.
—¿Qué te ocurre?
—No puedo quitármelo —dijo ella, con voz más tranquila—. Ningún miembro de la familia puede quitárselo nunca.
—Oh, vamos…
—¡No puedo, Jack! —El terror había regresado a su voz—. ¡Por favor, no me lo pidas!
—De acuerdo, de acuerdo —dijo rápidamente Jack, levantando las manos con las palmas hacia fuera y retrocediendo. No quería más gritos. Podían atraer a un rakosh.
Se dirigió al agujero del suelo y se quedó pensativo. La reacción de Kolabati le desconcertaba. Y lo que le había dicho sobre que ningún miembro de la familia podía quitarse el collar no era cierto; recordaba haber visto a Kusum sin él la noche anterior. Pero en aquel momento era obvio que Kusum deseaba ser visto por sus rakoshi.
Entonces recordó otra cosa.
—El collar puede protegernos a los dos, ¿verdad?
Kolabati frunció el ceño.
—¿A qué te…? Oh, ya veo. Sí, creo que sí. Al menos nos protegió en tu apartamento.
—Entonces bajaremos los dos.
—¡Jack, es demasiado peligroso! ¡No puedes estar seguro de que vaya a protegerte!
Jack comprendió que era cierto, pero trató de no pensar en ello. No tenía más opciones.
—Te llevaré a mi espalda, a caballo. No estaremos tan cerca como en el apartamento, pero es la única posibilidad. —Cuando ella vaciló, Jack jugó lo que esperaba que fuera su as en la manga—: O bajas conmigo o iré solo, sin ninguna protección. No me quedaré aquí esperando a tu hermano.
Kolabati se adelantó un paso.
—No puedes bajar ahí solo.
Sin decir nada más, se quitó las sandalias, se levantó el sari y se sentó en el suelo. Metió las piernas en el agujero y empezó a bajar.
—¡Hey!
—Yo iré delante. Soy la que lleva el collar, ¿recuerdas?
Jack la observó sorprendido mientras su cabeza desaparecía bajo el nivel del suelo. ¿Era aquella la misma mujer que había chillado de terror abyecto un momento atrás? Bajar en primer lugar por aquel agujero requería mucho valor, con o sin collar «mágico». Aquello no tenía sentido.
Pero, por otra parte, casi nada parecía tener sentido últimamente.
—Bien —dijo ella, asomando la cabeza—. Todo despejado.
Jack la siguió hacia la oscuridad de abajo. Cuando sintió que sus pies tocaban la pasarela, se agazapó y se tensó.
Estaban al extremo de un corredor alto, estrecho y tenebroso. Por entre las ranuras de la pasarela, Jack podía ver el suelo, a seis metros de distancia. De repente, comprendió dónde estaba: era el mismo pasillo que había seguido hacia la bodega de popa en su primera visita.
Kolabati se inclinó hacia él y susurró. Su aliento le cosquilleó en la oreja.
—Es una suerte que lleves zapatillas deportivas. Hay que moverse en silencio. El collar nubla su visión, pero no les afecta al oído. —Miró a su alrededor—. ¿Hacia dónde vamos?
Jack señaló la escala, apenas visible contra la pared al otro extremo de la pasarela. Juntos se arrastraron hacia ella. Kolabati abrió la marcha hacia abajo.
A medio camino, ella se detuvo y él la imitó. Estudiaron juntos el suelo del pasillo en busca de cualquier silueta, cualquier sombra, cualquier movimiento que pudiera indicar la presencia de un rakosh.
Todo estaba tranquilo. Pero aquello no le alivió demasiado. Los rakoshi no podían estar lejos.
Mientras completaban el descenso, el hedor a rakoshi se hizo más fuerte. Jack sintió que sus palmas se empapaban de sudor y empezaban a resbalar sobre los travesaños de hierro de la escala. La noche anterior había pasado por allí en un estado de ignorancia, totalmente ajeno a lo que le aguardaba en la bodega al final de la escala. Pero lo había averiguado, y el corazón le martilleaba con más fuerza a cada travesaño.
Kolabati se apartó de la escala y esperó a Jack. Durante el descenso, este había tratado de orientarse respecto a su posición en el barco. Había decidido que la escala estaba fijada a la pared de estribor del corredor, lo que significaba que la bodega y los rakoshi estaban por delante y a su izquierda. En cuanto sus pies tocaron el suelo, agarró a Kolabati por un brazo y tiró de ella en dirección opuesta. Estarían a salvo en la popa…
Pero sintió un nudo de desesperación en el pecho al acercarse a la escotilla por la que había entrado y salido del corredor. La había cerrado al salir la noche anterior. Estaba seguro de ello. Pero tal vez Kusum la había utilizado desde entonces. Tal vez la había dejado abierta. Recorrió a la carrera los últimos metros que le separaban de la escotilla y prácticamente se arrojó sobre la manecilla.
No se movió. Estaba cerrada.
¡Maldición!
Jack deseó gritar, golpear la escotilla con los puños. Pero sería un suicidio. De modo que apoyó la frente en el acero frío e inflexible y empezó a contar mentalmente. Al llegar a seis, se había calmado. Se volvió hacia Kolabati y acercó la cabeza a la de ella.
—Hemos de ir por el otro lado —susurró.
Los ojos de Kolabati siguieron la dirección de su índice, y se volvieron de nuevo hacia él. Asintió con la cabeza.
—Los rakoshi están allí —dijo.
Ella asintió de nuevo.
12
Kolabati era un borrón pálido a su lado mientras Jack permanecía en pie en la oscuridad, buscando otra solución. No pudo encontrarla.
Un débil rectángulo de luz parecía llamarles desde el otro extremo del corredor, a la entrada de la bodega principal. Tenían que atravesarla. Hubiera estado dispuesto a probar casi cualquier otra ruta excepto aquella. Pero sólo podían volver a subir por la escala hasta el callejón sin salida del camarote del piloto o seguir adelante.
Levantó a Kolabati, acunándola en sus brazos, y empezó a llevarla hacia la bodega, rezando porque fuera cual fuera el poder del collar sobre los rakoshi le protegiera también a él.
A medio pasillo se dio cuenta de que sus manos estaban inutilizadas. Puso en pie a Kolabati y sacó dos mecheros de los bolsillos. Luego le hizo una señal de que trepara a su espalda.
Ella le dirigió una sonrisa breve, tensa y amarga e hizo lo que le pedía. Pasando un brazo por debajo de cada una de sus rodillas, se la cargó a la espalda, con las manos libres y un encendedor en cada una de ellas. Le parecían ridículos e inadecuados, pero le proporcionaban una extraña especie de consuelo.
Se detuvo al final del corredor, que se abría a su derecha y por delante de ellos. Había más luz que en el pasadizo, pero no demasiada. Estaba más oscuro de lo que Jack recordaba de la noche anterior. Pero entonces Kusum había estado en la plataforma elevadora, con sus dos antorchas de gas rugiendo a toda potencia.
Observó otras diferencias. Los detalles eran escasos y borrosos a la escasa luz, pero Jack pudo ver que los cuarenta o cincuenta rakoshi ya no estaban apiñados en torno al elevador. En lugar de ello, los vio esparcidos por toda la bodega; algunos agazapados entre las sombras más profundas, o bien apoyados en las paredes en posturas melancólicas, mientras otros se movían continuamente, caminando, volviéndose, acechando.
En el aire había una neblina de humedad y hedor. Las relucientes paredes negras se elevaban y desaparecían en la oscuridad de arriba. Las altas lámparas emitían una luz escasa y siniestra, como la de una luna menguante en una noche de niebla. Los movimientos de las criaturas eran lentos y lánguidos. Era como contemplar un enorme fumadero de opio, iluminado por las velas, en algún rincón olvidado del infierno.
Un rakosh echó a andar hacia el lugar donde se encontraban en la boca del corredor. Aunque la temperatura era mucho más fría allí abajo que en el camarote del piloto, Jack sintió que el cuerpo se le empapaba de sudor de pies a cabeza. Kolabati tensó los brazos en torno a su nuca y le apretó más la espalda con todo su cuerpo. El rakosh miró directamente a Jack pero no dio señal de haberle visto, ni tampoco a Kolabati. Siguió andando sin rumbo en otra dirección.
¡Funcionaba! ¡El collar funcionaba! ¡El rakosh les había mirado directamente sin ver a ninguno de los dos!
Justo frente a ellos, en el rincón delantero de babor, Jack vio una abertura idéntica a aquella donde se encontraban. Supuso que conducía a la bodega delantera. Una corriente incesante de rakoshi de varios tamaños entraba y salía del pasadizo.
—Hay algo raro en estos rakoshi —le susurró Kolabati al oído, por encima del hombro—. Parecen perezosos. Aletargados.
«Deberías haberles visto anoche», deseó responderle Jack, recordando el momento en que Kusum les había excitado hasta el límite.
—Y son más pequeños de lo normal —dijo ella—. También más pálidos.
Con sus dos metros y medio de altura y del color de la noche, los rakoshi ya eran más grandes y oscuros de lo que Jack hubiera deseado.
Una explosión de siseos, movimientos y arañazos atrajo bruscamente su atención hacia la derecha. Dos rakoshi se rodeaban mutuamente, mostrando los colmillos y rasgando el aire con sus garras. Otros se apiñaron a su alrededor, y se unieron a los siseos. Parecía que se preparaba una pelea.
De repente, uno de los brazos de Kolabati pareció querer estrangularle mientras la muchacha señalaba con una mano hacia el otro lado de la bodega.
—¡Allí! —susurró—. ¡Allí hay un verdadero rakosh!
Aunque sabía que era invisible para la criatura, Jack dio un paso involuntario hacia atrás.
Era enorme, treinta centímetros más alto que los demás y de un tono más oscuro. Se movía con mayor facilidad y determinación.
—Es una hembra —dijo Kolabati—. ¡Esa debe de ser la que salió de nuestro huevo! ¡La madre rakosh! ¡Si la controlas, controlarás todo el nido!
Parecía casi tan impresionada y excitada como aterrada. Jack supuso que era una parte de su herencia. ¿Acaso no la habían educado para ser lo que ella llamaba una «guardiana de rakoshi»?
Jack volvió a mirar a la Madre. Le resultaba difícil considerarla una hembra; no había nada de femenino en ella, lo que probablemente significaba que los rakoshi no amamantaban a sus cachorros. Parecía un enorme levantador de pesas con los brazos, piernas y torso exagerados hasta proporciones grotescas. No tenía ni una onza de grasa; bajo su piel se veían las ondulaciones de cada fibra de sus músculos. Su rostro era el más extraño, como si alguien hubiera tomado la cabeza de un tiburón, acortado el hocico y adelantado un poco los ojos, dejando la ranura de la boca llena de colmillos y casi inalterada. Pero la mirada fría y remota del tiburón había sido sustituida por un resplandor leve y pálido de pura malicia.
Incluso se movía como un tiburón, elegante y sinuosamente. Los demás rakoshi abrieron paso a la Madre, separándose delante de ella como caballas ante una ballena blanca. Se dirigió directamente hacia los contendientes y, cuando estuvo a su lado, los separó y los arrojó a un lado como si no pesaran nada. Sus hijos aceptaron dócilmente el maltrato.
Jack observó cómo la madre rodeaba la cámara y regresaba al pasadizo que conducía a la bodega delantera.
Miró a su alrededor. ¿Cómo diablos saldrían de allí?
Asomó la cabeza al interior de la bodega y exploró las resbaladizas paredes en busca de una escala. Ninguna. Pero allí, junto al rincón de estribor en la popa de la bodega: el elevador. Si pudiera hacerlo bajar…
Pero para ello tendría que adentrarse en la bodega y atravesarla a lo ancho.
La idea era paralizante. Caminar entre ellos…
Cada minuto que retrasaba la salida de aquel barco aumentaba el peligro, pero una repulsión primitiva le retenía. Algo en su interior prefería agazaparse allí y esperar la muerte a aventurarse en aquella bodega.
Combatió la sensación, no con razonamientos sino con rabia. Era él quien tenía el control, no aquella repugnancia instintiva.
—Agárrate —susurró.
Se movió lentamente, con el máximo cuidado y cautela. La mayoría de los rakoshi eran bultos caliginosos esparcidos por el suelo. Tenía que pasar por encima de los durmientes y abrirse paso esquivando a los despiertos. Aunque sus pies calzados con zapatillas no producían ningún sonido, ocasionalmente una cabeza se levantaba y miraba alrededor a su paso. Jack apenas podía distinguir los detalles de los rostros, y tampoco hubiera identificado el desconcierto en la expresión de un rakosh si la veía, pero tenían que estar confundidos. Percibían una presencia, pero los ojos les decían que no había nada.
Podía sentir su violencia pura y desnuda, su maldad inmaculada. No había ninguna pretensión en su salvajismo; estaba en la superficie, y los rodeaba como un aura.
Jack seguía sintiendo que el corazón le flaqueaba y dejaba de latir cada vez que una de las criaturas volvía hacia él su mirada amarilla. Su mente se resistía a aceptar por completo el hecho de ser invisible para ellos.
El hedor aumentó a medida que se abría paso a través de la bodega. Debían de parecer un dúo cómico, avanzando de puntillas y uno encima del otro en la oscuridad. Una situación ridícula, excepto por su precariedad. Un movimiento en falso y serían destrozados.
Si caminar entre los rakoshi aletargados era enervante, esquivar a los que se movían era aterrador. Jack no podía saber cuándo aparecerían. Surgían de entre las sombras y pasaban a pocos centímetros. Algunos hacían una pausa, otros incluso se detenían a mirar a su alrededor, percibiendo a los humanos pero sin verlos.
Había recorrido tres cuartas partes de la bodega cuando una sombra de dos metros y medio de altura se levantó del suelo de repente y avanzó hacia él. Jack no tenía adónde ir. Había siluetas oscuras reclinadas a ambos lados, y el espacio que ocupaba entre ellas no permitiría el paso de un rakoshi. Retrocedió instintivamente… y empezó a perder el equilibrio. Kolabati debió de percibirlo, porque se tensó y se apretó contra su columna.
En un movimiento desesperado por evitar la caída, Jack levantó la pierna izquierda y giró sobre la derecha. Acabó mirando en la dirección por donde había venido, con un rakosh dormido entre las piernas. La otra criatura rozó el brazo de Jack al pasar.
Con un sonido entre un gruñido y un siseo, el rakosh se volvió con las garras levantadas, mostrando los colmillos. Jack no creía haber visto nunca nada que se moviera tan rápido. Apretó la mandíbula, sin atreverse a moverse ni a respirar. La criatura dormida bajo sus piernas se removió. Jack rezó porque no despertara. Sintió que un grito crecía en el interior de Kolabati, y aumentó la fuerza en torno a sus piernas, en un gesto de apoyo silencioso.
El rakosh que tenía delante giró la cabeza rápidamente, al principio con cautela, y luego más despacio. Pronto se calmó y bajó las garras. Finalmente se alejó, pero no sin lanzar una mirada larga e inquisitiva por encima de su hombro.
Jack se permitió respirar de nuevo. Volvió a la zona de paso libre entre los rakoshi y continuó la interminable caminata hacia la pared de estribor de la bodega. Al acercarse a la esquina de popa, distinguió un cable eléctrico ascendente que surgía de una pequeña caja en la pared. Se dirigió hacia allí, y sonrió para sí al ver tres botones en la caja.
El agujero poco profundo directamente bajo el elevador estaba libre de rakoshi. Tal vez habían aprendido durante su estancia que aquel no era un buen lugar para descansar; si uno dormía demasiado profundamente o durante demasiado tiempo podía acabar aplastado.
Jack no vaciló. En cuanto estuvo lo bastante cerca, alargó la mano y pulsó el botón de descenso.
Se oyó un fuerte golpe, casi ensordecedor al resonar por la cubierta cerrada y tenebrosa, y luego una especie de zumbido agudo. Al instante, todos los rakoshi estuvieron en pie y alertas, con sus resplandecientes ojos amarillos fijos en la plataforma descendente.
Un movimiento al otro lado de la bodega llamó la atención de Jack: la Madre rakosh se dirigía hacia ellos. Todos los rakoshi empezaron a avanzar hasta formar un semicírculo a menos de cuatro metros de donde estaba Jack, con Kolabati a su espalda. Retrocedió todo lo posible sin meterse en el hueco del elevador.
La Madre se abrió camino hasta la primera fila, y se quedó mirando hacia arriba. Cuando la plataforma descendente estuvo a unos tres metros del suelo, los rakoshi iniciaron un cántico bajo, apenas audible por encima del creciente gemido del elevador.
—¡Están hablando! —le susurró al oído Kolabati—. ¡Los rakoshi no hablan!
Con todo el ruido que les rodeaba, a Jack le pareció seguro volver la cabeza para responderle.
—Debiste verles anoche; parecía un mitin político. Todos gritaban algo así como kaka-ji, kaka-ji… Era…
Las uñas de Kolabati se clavaron en sus hombros como garras, y su voz creció en tono y volumen hasta tal punto que Jack temió que alertara a los rakoshi.
—¿Qué? ¿Qué has dicho?
—Kaka-ji. Decían kaka-ji. ¿Qué…?
Kolabati soltó un gritito que sonó como una palabra, pero no era una palabra inglesa. Y de repente el cántico cesó. Los rakoshi la habían oído.
13
Kusum estaba en la acera con el brazo extendido. Todos los taxis de la Quinta Avenida parecían ocupados aquella noche. Impaciente, golpeó el suelo con el pie. Quería regresar al barco. La noche había llegado.
Aún tenía trabajo en el consulado, pero, reunión de emergencia o no, le había resultado imposible quedarse allí un minuto más. Se había excusado entre los ceños fruncidos de sus superiores, pero podía permitirse su desaprobación. Después de aquella noche, ya no necesitaría el escudo de la inmunidad diplomática. La última Westphalen habría muerto, y él estaría en alta mar, de regreso a la India, donde sus rakoshi continuarían su obra.
Aún tenía que resolver el asunto de Jack, pero ya había decidido lo que haría. Dejaría que Jack regresara a la orilla a nado después de zarpar. Matarle no serviría de nada en aquel momento.
Todavía ignoraba cómo había encontrado Jack el barco. Aquella pregunta le había atormentado durante horas, distrayéndole a lo largo de la reunión del consulado. Sin duda se lo había dicho Kolabati, pero quería estar seguro.
Finalmente, un taxi vacío se detuvo ante él. Kusum subió al asiento trasero.
—¿Adónde, jefe?
—Al oeste por la Cincuenta y Siete. Yo le diré cuándo parar.
—Entendido.
Estaba en camino. Pronto la Madre y un cachorro también estarían en camino para traerle a la última Westphalen.
Y entonces podría marcharse de aquel país. Sus seguidores le aguardaban. Una nueva era estaba a punto de amanecer para la India.
14
Jack se detuvo en seco cuando las criaturas empezaron a arremolinarse a su alrededor, en busca del origen del grito. A su espalda, sintió que el cuerpo de Kolabati se estremecía suavemente, como si sollozara en silencio contra su nuca.
¿Qué había dicho para alterarla de aquel modo? Tenía que ser kaka-ji.
¿Qué significaba?
La parte superior de la plataforma de madera del elevador había llegado a la altura de su pecho. Con el brazo izquierdo aún por debajo de una rodilla de Kolabati, Jack liberó el derecho y trepó a la plataforma junto con su carga. Se arrodilló y se tambaleó hacia el panel de control junto a una de las antorchas de propano, pulsando el botón de ascender en cuanto llegó hasta él.
Con una brusca sacudida y un chirrido metálico, el elevador invirtió su dirección. Una vez más, los rakoshi dirigieron su atención al artefacto. Con Kolabati aún pegada a él, Jack cayó de rodillas al borde de la plataforma y los observó.
A unos tres metros y medio del suelo, soltó las piernas de Kolabati. Sin una palabra, ella aflojó el apretón sobre su nuca y se deslizó hacia la parte trasera de la plataforma. En cuanto interrumpió el contacto con él, un coro de gruñidos y siseos furiosos se elevó en el suelo. Los rakoshi podían verle.
Se adelantaron como una ola estigia, rasgando el aire con sus garras. Jack les observó fascinado y silencioso, estupefacto ante la intensidad de su furia.
De repente, tres de ellos saltaron en el aire, con sus largos brazos estirados hasta el límite y las garras extendidas. El primer impulso de Jack fue reírse de la futilidad del intento; la plataforma estaba ya a más de cuatro metros y medio del suelo. Pero, mientras los rakoshi saltaban hacia él, comprendió horrorizado que no se iban a quedar cortos. Rodó hacia atrás y se puso en pie de un salto cuando las garras se aferraron el borde de la plataforma.
El rakosh del medio había quedado un poco atrás. Sus garras amarillas se habían enganchado al extremo mismo de la plataforma; los bordes de los tablones de madera crujieron y se astillaron bajo su peso. Unos cuantos fragmentos se desprendieron, y la criatura volvió a caer al suelo.
Los otros dos se habían agarrado mejor, y estaban trepando a la plataforma. Jack saltó a su izquierda, donde el rakosh levantaba ya la cabeza por encima del nivel del elevador. Vio unos colmillos en movimiento, y una cabeza sin orejas y provista de hocico. La repugnancia le invadió al dirigir un puntapié contra aquel rostro. El impacto del golpe vibró por toda su pierna. Pero la criatura ni siquiera se estremeció. Era como patear una pared de ladrillos.
Entonces recordó los encendedores en sus manos. Accionó el regulador de la llama de ambos hasta el máximo y apretó los botones. Cuando asomaron dos finos lápices de llama, dirigió los dos encendedores contra el rostro del rakosh, apuntando a sus ojos. La criatura siseó de rabia y echó la cabeza hacia atrás. El repentino movimiento alteró su centro de gravedad. Sus garras abrieron surcos de dos centímetros en la madera, pero en vano. Se había desequilibrado. Como el primer rakosh, su peso hizo que la madera se astillara y cediera. La criatura cayó hacia las sombras de abajo.
Jack se volvió hacia el último rakosh y vio que ya se había encaramado hasta la cintura, y que empezaba a levantar una rodilla por encima del borde. Saltó hacia él con los encendedores preparados. Sin previo aviso, el rakosh se inclinó hacia delante y le atacó con las garras extendidas, arañando la mano derecha de Jack. Había subestimado el alcance y la agilidad de aquel ser. El dolor ascendió por su brazo mientras el encendedor volaba por los aires y Jack retrocedía para apartarse del alcance de la criatura.
El rakosh había resbalado hacia atrás después del ataque contra Jack, y estuvo a punto de soltarse. Tuvo que usar las dos manos para no caer, pero consiguió aguantar y empezó a trepar de nuevo.
La mente de Jack funcionaba a toda prisa. El rakosh estaría en la plataforma en uno o dos segundos. El elevador ascendía sin parar, pero no llegarían arriba a tiempo. Podía correr hacia donde la aturdida Kolabati permanecía agazapada junto al depósito de propano y tomarla en brazos. El collar le haría invisible al rakosh, pero la plataforma era demasiado pequeña para impedir que les encontrara: tarde o temprano tropezaría con ellos y sería el fin.
Estaba atrapado.
Desesperado, recorrió la plataforma con la vista en busca de un arma. Su mirada se posó en las antorchas de propano que había usado Kusum en su ceremonia con los rakoshi. Recordó que las llamas habían alcanzado los dos metros de altura. Aquel era un fuego digno de tenerse en cuenta.
El rakosh ya tenía las dos rodillas sobre la plataforma.
—¡Enciende el gas! —gritó a Kolabati.
Ella le miró con ojos inexpresivos. Parecía en estado de shock.
—¡El gas! —Le lanzó el segundo encendedor, que golpeó a la mujer en el hombro—. ¡Enciéndelo!
Kolabati se estremeció y alargó lentamente la mano hacia la manecilla encima del depósito.
—¡Vamos!
Se volvió hacia la antorcha, un cilindro hueco de metal, de quince centímetros de diámetro, soportado por cuatro finas patas metálicas. Mientras lo rodeaba con un brazo y lo inclinaba hacia el rakosh, oyó que el propano entraba por la abertura al extremo inferior del cilindro y empezaba a llenarlo. Pudo oler el gas en el aire a su alrededor.
El rakosh se había levantado y saltado hacia él, dos metros y medio de colmillos desnudos, brazos estirados y garras extendidas. Jack casi se encogió al verlo. Su tercer encendedor estaba resbaladizo por la sangre de la herida en su mano, pero encontró la abertura en la base de la antorcha, encendió el mechero y lo metió dentro.
El gas explotó con un rugido casi ensordecedor, enviando una devastadora columna de llamas directamente al rostro del rakosh.
La criatura retrocedió, con los brazos extendidos y la cabeza en llamas. Giró, avanzó locamente hacia el borde de la plataforma y cayó.
—¡Sí! —gritó Jack, levantando los puños en el aire, exultante e incrédulo ante su victoria—. ¡Sí!
Abajo podía ver a la Madre rakosh, más alta y oscura que sus cachorros, mirando hacia arriba, con unos ojos amarillos y fríos que no le abandonaron mientras se alejaba cada vez más del suelo. La intensidad del odio en aquellos ojos le obligó a apartar la vista.
Tosió cuando el humo empezó a llenar el aire a su alrededor. Bajó la vista y vio que la madera de la plataforma empezaba a ennegrecerse y arder donde la llama de la antorcha caída la estaba chamuscando. Saltó hacia el tanque de propano y cortó el flujo. Kolabati seguía agazapada junto a él, con la expresión aún aturdida.
El elevador se detuvo automáticamente al final del trayecto. La escotilla estaba a dos metros por encima de ellos. Jack guio a Kolabati hacia la escala, que conducía a una pequeña trampilla en el techo. Abrió la marcha, casi seguro de que estaría cerrada. ¿Por qué no? Todas las demás rutas de escape estaban bloqueadas. ¿Por qué iba a ser diferente aquella?
La empujó, haciendo una mueca de dolor cuando su mano derecha ensangrentada resbaló sobre la madera. Pero la trampilla se levantó, dejando pasar una bocanada de aire fresco. Débil de alivio por un instante, Jack apoyó la cabeza en su brazo.
¡Lo había conseguido!
Levantó la trampilla y asomó la cabeza.
Oscuridad. El sol se había puesto, habían salido las estrellas y la luna ascendía. El aire húmedo y el hedor habitual en los muelles de Manhattan le parecieron ambrosía tras su estancia entre los rakoshi.
Estudió la cubierta. Nada se movía. La pasarela estaba izada. No había ningún signo de que Kusum hubiera regresado.
Jack se volvió y miró abajo, en dirección a Kolabati.
—Todo está despejado. Salgamos de esta bañera.
Salió por completo a la cubierta y se volvió para ayudarla, pero ella seguía inmóvil sobre la plataforma del elevador.
—¡Kolabati! —Ella se sobresaltó, le miró y empezó a subir por la escala.
Cuando ambos estuvieron en cubierta, la condujo de la mano hasta la pasarela.
—Kusum tiene el control remoto —le dijo ella.
Jack inspeccionó la parte superior de la pasarela hasta encontrar el motor, y siguió los cables hasta una pequeña caja de controles. Encontró un botón bajó la superficie inferior.
—Esto debería funcionar.
Lo apretó. Hubo un chasquido, un zumbido, y la pasarela empezó a descender lentamente. Demasiado lentamente. Jack sintió que le invadía una terrible sensación de urgencia. Quería salir de aquel barco.
No esperó a que la pasarela llegara al muelle. En cuanto hubo descendido tres cuartas partes echó a andar sobre ella, tirando de Kolabati. Saltaron el último metro y echaron a correr. Kolabati debía de haberse contagiado de su sensación de urgencia, porque también corría a su lado.
Evitaron la calle Cincuenta y Siete, para no toparse con Kusum en su camino de regreso al muelle. En lugar de ello, corrieron por la Cincuenta y Ocho. Tres taxis pasaron de largo pese a los gritos de Jack. Tal vez los conductores desconfiaban de aquellas dos personas de aspecto sospechoso: un hombre sin camisa con la mano derecha ensangrentada y una mujer vestida con un sari arrugado que parecían correr para salvar la vida. Jack no podía culparles. Pero quería meterse en algún sitio. Se sentía vulnerable ahí fuera.
Un cuarto taxi se detuvo, y Jack saltó al interior, arrastrando tras él a Kolabati. Dio la dirección de su apartamento. El conductor arrugó la nariz ante el hedor que les acompañaba y pisó el acelerador. Parecía querer librarse de sus pasajeros lo antes posible.
Durante el trayecto, Kolabati se mantuvo inmóvil en un extremo del asiento, mirando por la ventana. Jack tenía mil preguntas que hacerle, pero se contuvo. Ella no le respondería en presencia del taxista, y tampoco estaba seguro de querer que lo hiciera. Pero en cuanto estuvieran en el apartamento…
15
La pasarela estaba bajada.
Kusum se quedó helado en el muelle al verlo. No era una ilusión. La luz de la luna levantaba un frío resplandor azul en los escalones y barandillas de aluminio.
¿Cómo? No podía imaginar…
Echó a correr, subiendo los escalones de dos en dos y cruzando la cubierta hasta la puerta del camarote del piloto. La cerradura seguía en su sitio. Tiró de ella: estaba intacta y cerrada.
Se apoyó en la puerta y aguardó a que su corazón se calmara. Por un momento, había temido que alguien hubiera subido a bordo y liberado a Jack y Kolabati.
Golpeó la puerta de acero con la llave.
—¿Bati? Acércate a la puerta. Quiero hablar contigo.
Silencio.
—¿Bati?
Kusum apoyó una oreja en el metal. Percibió algo más que silencio al otro lado. Una sensación indefinible de vacío. Alarmado, insertó la llave en el candado…
Y vaciló.
Se enfrentaba a Jack el Reparador, y no quería subestimarlo. Jack iba probablemente armado, e indudablemente era un hombre peligroso. Podía estarle esperando con una pistola lista para agujerear a quien abriera la puerta.
Pero todo parecía vacío.
Kusum decidió confiar en su intuición. Hizo girar la llave, retiró el candado y abrió la puerta.
El pasillo estaba vacío. Miró en el camarote del piloto. ¡Vacío! Pero ¿cómo?
Y entonces vio el agujero en el suelo. Por un instante, pensó que un rakosh había entrado en el compartimento; luego vio una parte del soporte de hierro de la cama en el suelo y lo comprendió.
¡La audacia de aquel hombre! Había escapado entrando en la zona de los rakoshi… ¡y se había llevado consigo a Kolabati! Sonrió para sí. Probablemente estarían aún allí abajo, agazapados en algún pasillo. El collar de Bati la protegería. Pero Jack podía haber sido ya víctima de un rakosh.
Entonces recordó la pasarela bajada. Maldiciendo en su lengua natal, corrió desde el camarote del piloto a la escotilla que daba a la bodega principal. Levantó la trampilla y miró abajo.
Los rakoshi estaban agitados. A la débil luz, pudo ver sus siluetas oscuras mezclándose y moviéndose caóticamente en el suelo de la bodega. La plataforma elevadora estaba a dos metros por debajo de él. Inmediatamente observó la antorcha caída y la madera chamuscada. Saltó sobre la plataforma a través de la trampilla y empezó a bajar.
Había algo en el suelo de la bodega. Cuando estuvo a medio camino, vio que era un rakosh muerto. La rabia invadió a Kusum. ¿Muerto? Su cabeza (lo que quedaba de ella) era una masa de carne chamuscada.
Con la mano temblorosa, Kusum invirtió la dirección del elevador.
¡Aquel hombre! ¡Maldito fuera tres veces aquel americano! ¿Cómo lo había hecho? ¡Si los rakoshi pudieran hablar! Jack no sólo había escapado con Kolabati, sino que había matado a un rakosh en el proceso. Kusum se sentía como si hubiera perdido una parte de sí mismo.
En cuanto el elevador llegó arriba, corrió a la cubierta y al camarote del piloto. Había visto algo en el suelo…
¡Sí! Allí estaba, cerca del agujero en el suelo, una camisa: la camisa que llevaba Jack la última vez que Kusum le había visto. La recogió. Aún estaba húmeda de sudor.
Había planeado dejar vivir a Jack, pero todo había cambiado. Kusum sabía que Jack era un hombre de recursos, pero nunca le hubiera creído capaz de escapar a través de una camada de rakoshi. El hombre había llegado demasiado lejos aquella noche. Y era demasiado peligroso para dejarlo en libertad con todo lo que sabía.
Jack tenía que morir.
No podía negar que lamentaba un poco la decisión, pero Kusum estaba seguro de que Jack tenía un buen karma, y pronto se reencarnaría en una vida de mayor calidad.
Una lenta sonrisa tensó los finos labios de Kusum mientras levantaba en su mano la sudorosa camisa. Lo haría la Madre rakosh, y Kusum ya tenía un plan para ella. La ironía era deliciosa.
16
—Tengo que lavarme —dijo Jack, señalando su mano herida al entrar en el apartamento—. Acompáñame al baño.
Kolabati le miró sin comprender.
—¿Qué?
—Sígueme.
Ella obedeció sin decir una palabra. Mientras empezaba a lavarse la suciedad y la sangre coagulada de la herida, Jack la observó por el espejo sobre el lavabo. La implacable luz del baño la hacía parecer pálida y demacrada. Su propio rostro le pareció siniestro.
—¿Por qué querría Kusum enviar a sus rakoshi a por una niña pequeña?
Kolabati pareció salir de su trance. Sus ojos se aclararon.
—¿Una niña pequeña?
—De siete años.
Ella se cubrió la boca con una mano.
—¿Es una Westphalen? —dijo entre sus dedos.
Jack quedó frío y aturdido ante la revelación. ¡Eso era! ¡Dios, allí estaba la relación! Nellie, Grace y Vicky… ¡Todas eran Westphalen!
—Sí. —Se volvió a mirarla—. Creo que la última Westphalen de América. Pero ¿por qué los Westphalen?
Kolabati se apoyó en el lavabo y miró fijamente la pared. Habló despacio, con cuidado, como si midiera cada palabra.
—Hace un siglo y medio, el capitán sir Albert Westphalen saqueó un templo en las colinas del norte de Bengala, el templo del que te hablé anoche. Asesinó al sumo sacerdote y sacerdotisa, junto con todos sus acólitos, y quemó el templo hasta los cimientos. Las joyas que robó se convirtieron en la base de la fortuna de los Westphalen.
»Antes de morir, la sacerdotisa maldijo a Westphalen, diciendo que su estirpe terminaría entre sangre y dolor, a manos de los rakoshi. El capitán creyó que había matado a todos los habitantes del templo, pero se equivocaba. Un niño escapó del fuego. El primogénito había sido mortalmente herido, pero antes de morir obligó a su hermano menor a jurar que llevaría a término la maldición de su madre. En las cuevas bajo las ruinas del templo se encontró un solo huevo de rakosh hembra; tú viste la cáscara en el apartamento de Kusum. Ese huevo y la promesa de venganza han pasado de generación en generación. Se convirtieron en una ceremonia familiar. Nadie la tomaba en serio… hasta Kusum.
Jack la miró fijamente, incrédulo. Le estaba diciendo que las muertes de Grace y Nellie y el peligro de Vicky eran el resultado de una maldición familiar iniciada en la India más de un siglo atrás. Kolabati no le miraba a los ojos. ¿Le estaba diciendo la verdad? ¿Por qué no? Aquello era mucho menos fantástico que lo que le había ocurrido aquel mismo día.
—Tienes que salvar a esa niña —dijo Kolabati, levantando al fin la cabeza y mirándole a los ojos.
—Ya lo he hecho. —Se secó las manos y empezó a untarse la herida con pomada Neosporin—. Ni tu hermano ni sus monstruos la encontrarán esta noche. Y mañana él ya se habrá ido.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Me lo has dicho tú hace una hora.
Ella sacudió la cabeza, con movimientos muy lentos y definidos.
—Oh, no. Tal vez se vaya sin mí, pero nunca se irá sin esa niña Westphalen. Y…, —hizo una pausa—… te has ganado su enemistad eterna al sacarme de su barco.
—«Enemistad eterna» parece algo exagerado, ¿no?
—No cuando se trata de Kusum.
—¿Qué le pasa a tu hermano? —Jack colocó un par de gasas de cuatro por cuatro en su palma y empezó a envolverlas con esparadrapo—. Quiero decir, ¿acaso ningún miembro de las generaciones anteriores trató de matar a los Westphalen?
Kolabati negó con la cabeza.
—¿Qué hizo que Kusum se decidiera a tomarlo tan en serio?
—Kusum tiene problemas…
—¡No me digas!
—No lo entiendes. A los veinte años, hizo un voto de Brahmacharya, un voto de castidad perpetua. Cumplió su promesa y fue un firme Brahmachari durante muchos años. —Su mirada vaciló y regresó a la pared—. Pero luego rompió su voto. Hasta el día de hoy no ha podido perdonarse. La otra noche te hablé de su número cada vez mayor de seguidores, integristas hinduistas. Kusum cree que no tiene derecho a ser su líder hasta haber purificado su karma. Todo lo que ha hecho en Nueva York ha sido para expiar su culpa por haber profanado su voto de Brahmacharya.
Repentinamente furioso, Jack arrojó el rollo de esparadrapo contra la pared.
—¿Por eso? Kusum ha matado a Nellie, a Grace y quién sabe a cuántos vagabundos, ¿y todo porque se acostó con alguien? ¡No puedo creerlo!
—¡Es cierto!
—¡Tiene que haber algo más!
Kolabati seguía sin mirarlo.
—Tienes que entender a Kusum…
—¡No! ¡Todo lo que tengo que entender es que está tratando de matar a una niña a la que resulta que quiero mucho! Desde luego, Kusum tiene un problema: yo.
—Está tratando de purificar su karma.
—No me hables del karma. Ya oí suficiente a tu hermano anoche. ¡Está chiflado!
Kolabati se volvió hacia él, con los ojos centelleantes.
—¡No digas eso!
—¿Acaso puedes negarlo?
—¡No! ¡Pero no digas eso de él! ¡Sólo yo puedo decirlo!
Jack podía entenderlo. Asintió.
—De acuerdo. Sólo lo pensaré.
Ella empezó a volverse para salir del baño, pero Jack tiró de ella suavemente. Deseaba desesperadamente coger el teléfono y comprobar cómo estaba Vicky, pero necesitaba la respuesta a otra pregunta.
—¿Qué te ha ocurrido en la bodega? ¿Qué he dicho para que te afectara tanto?
Kolabati encorvó los hombros y dejó caer la cabeza a un lado. Empezó a sollozar en silencio, con unos estremecimientos al principio pequeños, pero que pronto crecieron hasta sacudirle todo el cuerpo. Cerró los ojos y se echó a llorar.
Jack nunca había imaginado la posibilidad de ver a Kolabati reducida al llanto. Siempre le había parecido segura y reservada. Pero allí estaba, llorando como una niña. Su angustia le conmovió. La tomó en sus brazos.
—Háblame de ello.
Ella lloró un poco más, y luego empezó a hablar, con el rostro enterrado contra el hombro de Jack.
—¿Recuerdas que te he dicho que aquellos rakoshi eran más pequeños y pálidos de lo normal? ¿Y cómo me ha sorprendido que fueran capaces de hablar?
Jack movió la cabeza junto al cabello de Kolabati.
—Sí.
—¡Ahora comprendo por qué! ¡Kusum me mintió otra vez! Y yo volví a creerle. Pero esto es mucho peor que una mentira. ¡Nunca pensé que Kusum llegaría tan lejos!
—¿De qué estás hablando?
—¡Kusum mintió cuando dijo que había encontrado un huevo de macho! —Un toque de histeria asomaba en su voz. Jack se separó un poco de ella. Tenía el rostro torturado. Jack deseó sacudirla, pero no lo hizo.
—¡Habla de modo que pueda entenderte!
—¡Kaka-ji significa «padre» en bengalí!
—¿Y qué?
Kolabati se limitó a mirarle fijamente.
—¡Oh, Dios mío!
17
Estaban sentados en el salón. La mente de Jack se negaba a aceptar la idea de Kusum fecundando a la madre rakosh. Unas imágenes del acto empezaron a formarse en su cerebro, pero afortunadamente desaparecieron enseguida.
—¿Cómo pudo tu hermano ser el padre de esos rakoshi? Kaka-ji tiene que ser un título respetuoso, o algo parecido.
Kolabati sacudió la cabeza lenta y tristemente. Parecía exhausta a nivel emocional y físico.
—No. Es cierto. Los cambios en los cachorros son evidencia suficiente.
—Pero ¿cómo?
—Probablemente cuando ella era muy joven y dócil. Kusum sólo necesitaba una cría suya. A partir de entonces, los rakoshi se aparearían unos con otros hasta completar la camada.
—No puedo creerlo. ¿Por qué iba a intentarlo siquiera?
—Kusum… —Su voz flaqueó—. A veces Kusum cree que Kali le habla en sueños. Puede que crea que Kali le ordenó aparearse con la hembra. El folklore hindú está lleno de historias de raksasha, criaturas míticas inspiradas en los rakoshi, en las que se aparean con humanos.
—¡Historias! ¡No estoy hablando de historias! Esto es la vida real. No sé mucho de biología, pero sé que los cruces entre especies no funcionan.
—Pero los rakoshi no son una especie diferente, Jack. Como te dije anoche, según la leyenda los viejos dioses malignos (los Antiguos) crearon a los rakoshi como parodias obscenas de la humanidad. Tomaron a un hombre y una mujer y los reformaron a su propia imagen, convirtiéndolos en rakoshi. Eso significa que en algún lugar, muy, muy atrás en la línea hay un ancestro común entre humanos y rakoshi. —Apretó los brazos de Jack—. ¡Tienes que detenerlo, Jack!
—Pude detenerle anoche —dijo él, recordando cómo había apuntado con su Glock al espacio entre los ojos de Kusum—. Pude matarle.
—No es necesario matarle para detenerle.
—No veo ningún otro modo.
—Lo hay: su collar. Quítaselo y perderá el control sobre los rakoshi.
Jack sonrió amargamente.
—Como los ratones decidiendo ponerle un cascabel al gato, ¿no?
—No. Puedes hacerlo. Eres su igual… en más sentidos de los que imaginas.
—¿Qué se supone que significa eso?
—¿Por qué no disparaste contra Kusum cuando tuviste la oportunidad?
—Estaba preocupado por ti, supongo, y… no lo sé… no pude apretar el gatillo. —Jack se había hecho la misma pregunta.
Kolabati se acercó y se apoyó en su pecho.
—Eso es porque Kusum es como tú y tú eres como él.
El resentimiento se inflamó como una antorcha.
—¡Eso es absurdo!
—En realidad, no —dijo ella con una sonrisa seductora—. Estáis hechos del mismo material. Kusum eres tú… pero loco.
Jack no quería oír aquello. La idea le repugnaba, le asustaba. Cambió de tema.
—Si viene esta noche, ¿estará solo o traerá unos cuantos rakoshi?
—Depende —dijo ella, acercándosele—. Si quiere llevarme con él, tendrá que venir en persona, porque un rakosh nunca me encontraría. Si sólo quiere ajustarte las cuentas por haberme raptado bajo sus narices, enviará a la Madre rakosh.
Jack tragó saliva, sintiendo que se le secaba la garganta al recordar a la criatura.
—Fantástico.
Ella lo besó.
—Pero todavía falta un rato. Voy a ducharme. ¿Por qué no me acompañas? A los dos nos hace falta.
—Ve tú delante —dijo él, soltándose suavemente. No la miró a los ojos—. Alguien tiene que vigilar. Yo me ducharé después.
Ella le observó durante un momento con sus ojos oscuros, luego se volvió y se dirigió al baño. Jack la miró hasta que la puerta se cerró tras ella, y luego soltó un largo suspiro. No sentía ningún deseo por ella. ¿Se debía a lo del domingo por la noche con Gia? Era distinto cuando Gia le rechazaba. Pero…
Iba a tener que distanciarse de Kolabati. No más revolcones en su Kama Sutra. Pero era necesario tener cuidado. Ya tenía bastantes problemas sin añadirles la ira de una mujer hindú despechada. Se dirigió al secreter y sacó la Glock con su silenciador y las balas prefragmentadas; también sacó un revólver 38 corto, Smith and Wesson especial, y lo cargó. Luego se sentó a esperar a Kolabati.
18
Kolabati se secó, se envolvió en la toalla y salió al pasillo. Encontró a Jack sentado sobre la cama, justo donde lo quería. El deseo la invadió al verle.
Necesitaba un hombre en aquel momento, alguien que yaciera junto a ella, que la ayudara a perderse en las sensaciones y olvidar los pensamientos. Y, entre todos los hombres que conocía, Jack era a quien más necesitaba. La había liberado de las garras de Kusum, algo que ningún otro hombre podía haber hecho. Le deseaba intensamente en aquel momento.
Dejó caer la toalla y se sentó en la cama junto a él.
—Ven —le dijo, acariciándole la parte interior del muslo—. Túmbate conmigo. Encontraremos el modo de olvidar lo que hemos pasado esta noche.
—No podemos olvidarlo —dijo él, apartándose—. No si va a venir a por nosotros.
—Tenemos tiempo, estoy segura. —Su deseo era realmente fuerte—. Ven.
Jack le tendió la mano. Ella creyó que era una invitación para tirar de él y la tomó. Pero su mano no estaba vacía.
—Toma esto —le dijo, poniéndole algo frío y pesado en la palma de la mano.
—¿Una pistola? —La visión la asustó. Nunca había tenido una en la mano; era muy pesada. El azul oscuro de su pintura metálica relucía a la luz mortecina de la habitación—. ¿Para qué? Esto no detendrá a un rakosh.
—Tal vez no. Todavía no estoy convencido de eso. Pero no te la doy para protegerte de los rakoshi.
Kolabati apartó los ojos del arma en su mano para mirar a Jack.
—Entonces, ¿qué…? —La solemnidad en la expresión de Jack le proporcionó una terrible respuesta a su pregunta—. Oh, Jack. No sé si podría.
—No tienes que preocuparte por eso ahora. Tal vez no sea necesario. Por otro lado, es posible que tengas que decidir entre ser arrastrada de nuevo a ese barco o disparar contra tu hermano. Es una decisión que tendrás que tomar en su momento.
Ella volvió a mirar la pistola, asqueada y fascinada al mismo tiempo… igual que se había sentido cuando Kusum la había dejado echar el primer vistazo a la bodega del barco la noche anterior.
—Pero nunca he…
—Es de doble acción: tienes que amartillarla antes de disparar. —Le mostró cómo se hacía—. Tienes cinco disparos.
Empezó a desnudarse, y Kolabati dejó la pistola a un lado mientras le observaba, pensando que iba a reunirse con ella en la cama. En lugar de ello, se dirigió al armario. Cuando volvió a mirarla tenía ropa interior limpia en una mano, y en la otra una pistola de cañón largo mucho mayor que la suya.
—Voy a ducharme —dijo. Hizo un gesto en dirección a la pistola—. Mantente alerta y úsala si es necesario. No empieces a pensar en modos de hacerte con el collar de tu hermano. Dispara primero, y preocúpate por el collar después.
Salió al pasillo, y Kolabati oyó en seguida el agua corriente.
Volvió a tumbarse y se cubrió con la sábana. Movió las piernas, abriéndolas y cerrándolas, disfrutando del contacto de las sábanas contra su piel. Necesitaba a Jack aquella noche. Pero él parecía distante, inmune a su desnudez.
Otra mujer. Kolabati había percibido su presencia en Jack la noche en que se habían conocido. ¿Sería la atractiva rubia con la que le había visto hablar en la recepción del consulado británico? En aquel momento no le había preocupado, porque su influencia era muy débil. Pero se había vuelto muy fuerte.
No importaba. Sabía cómo conseguir lo que quería de un hombre, conocía modos de hacerle olvidar a las otras mujeres de su vida. Haría que Jack la deseara a ella y sólo a ella. Tendría que hacerlo, porque Jack era importante. Le quería junto a ella para siempre.
Para siempre…
Tocó el collar.
Pensó en Kusum y miró la pistola sobre la mesita de noche. ¿Podría disparar contra su hermano si entraba en aquel momento?
Sí. Decididamente, sí. Veinticuatro horas atrás, su respuesta hubiera sido distinta. Pero en aquel momento… La repugnancia creció en su estómago y ascendió hasta su garganta.
Kaka-ji… ¡Los rakoshi llamaban kaka-ji a su hermano!
Sí, podría apretar el gatillo. Conocía el nivel de depravación al que había descendido, sabía que su cordura era irrecuperable. Casi podía considerar matar a Kusum como un acto de compasión, cometido para salvarle de mayores actos de degradación. Más que ninguna otra cosa, deseaba su collar. Poseerlo acabaría para siempre con la amenaza que él suponía, y le permitiría abrocharlo al cuello del único hombre digno de pasar con ella el resto de sus días: Jack.
Cerró los ojos y hundió más la cabeza en la almohada.
Estaba cansada; sólo había tenido unos minutos de sueño inquieto sobre el delgado colchón del camarote del piloto la noche anterior. Cerraría los ojos unos instantes, sólo hasta que Jack saliera de la ducha. Entonces le haría suyo de nuevo.
Pronto olvidaría a la otra mujer.
19
Jack se enjabonó vigorosamente en la ducha, frotando su piel para liberarla del hedor de la bodega. Su Glock estaba envuelta en una toalla sobre un estante al alcance de su mano. Sus ojos regresaban repetidamente a la silueta de la puerta, apenas visible a través del azul traslúcido de la cortina de la ducha. En su mente se proyectaba continuamente una versión de la escena de la ducha en Psicosis. Sólo que en su caso no era Norman Bates en bata el que venía y le clavaba un cuchillo: era la Madre rakosh usando los puñales de sus garras.
Se aclaró rápidamente y salió para secarse.
Todo iba bien en Queens. Una llamada a Gia mientras Kolabati se duchaba le había confirmado que Vicky estaba a salvo y dormida. Podía dedicarse a lo que tenía que hacer.
De nuevo en el dormitorio, encontró a Kolabati profundamente dormida. Tomó ropa limpia y estudió su rostro dormido mientras se vestía. Parecía distinta en reposo. La sensualidad había desaparecido, sustituida por una inocencia conmovedora.
Jack le cubrió los hombros con la sábana. Le gustaba. Era alegre, divertida y exótica. Sus habilidades y apetitos sexuales no tenían comparación en su experiencia. Y parecía ver en él cosas que realmente admiraba. Tenían la base para una buena relación. Pero…
El eterno pero.
Pese a la intimidad que habían compartido, sabía que Kolabati no era para él. Le pediría más de lo que estaba dispuesto a dar. Y sabía que nunca sentiría por ella lo que sentía por Gia.
Cerrando la puerta de la habitación tras él, Jack fue al salón y se preparó para esperar a Kusum. Se había vestido con camiseta y pantalón, calcetines blancos y zapatillas de tenis; quería estar listo para moverse en cuestión de un instante. Metió otro puñado de balas de punta hueca en su bolsillo delantero derecho, y, obedeciendo a un impulso, se guardó el encendedor restante en el izquierdo. Colocó el sillón junto a la ventana delantera y mirando a la puerta. Se acercó el reposapiés y tomó asiento con la Glock en el regazo.
Detestaba esperar a que su oponente hiciera el siguiente movimiento. Le dejaba a la defensiva, y el bando que defendía perdía la iniciativa.
Pero ¿por qué planear a la defensiva? Eso era lo que Kusum esperaba que hiciera. ¿Por qué dejar que el chiflado de Kusum llevara la iniciativa? Vicky estaba a salvo. ¿Por qué no llevar la guerra a Kusum?
Tomó el teléfono y marcó. Abe respondió con un gruñido al primer timbre.
—Soy yo, Jack. ¿Te he despertado?
—No, claro que no. Me paso todas las noches sentado junto al teléfono esperando tu llamada. ¿Por qué iba a ser hoy diferente? —Jack no sabía si bromeaba o no. En ocasiones, era difícil saberlo con Abe.
—¿Todo bien por ahí?
—¿Estaría hablando contigo tranquilamente si no estuviera todo bien?
—¿Vicky está bien?
—Claro. ¿Puedo volver a dormirme sobre este comodísimo sofá?
—¿Estás en el sofá? Hay otro dormitorio.
—Ya sé que hay otro dormitorio. Me ha parecido mejor dormir aquí, entre la puerta y nuestras dos amigas.
Jack sintió una oleada de afecto hacia su viejo amigo.
—De veras, te debo una por esto, Abe.
—Lo sé. De modo que empieza a pagarme colgando el teléfono.
—Por desgracia, no he terminado aún de pedirte favores. Ahora viene uno muy grande.
—¿Nu? ¿Qué nuevo toiveh tengo que hacerte?
—Necesito algo de equipamiento: bombas incendiarias con temporizadores y balas incendiarias, además de un AR para dispararlas.
El acento yiddish desapareció; Abe se convirtió bruscamente en un hombre de negocios.
—No tengo nada de eso en stock, pero puedo conseguirlo. ¿Cuándo lo necesitas?
—Esta noche.
—En serio; ¿cuándo?
—Esta noche. Hace una hora.
Abe silbó.
—Ah, esto va a ser difícil. ¿Es importante?
—Mucho.
—Tendré que recurrir a algunos favores. Especialmente a esta hora.
—Haz que les sea rentable —le dijo Jack—. El cielo es el límite.
—De acuerdo. Pero tendré que salir y recogerlo yo mismo. Esa gente no trata con nadie a quien no conozca.
A Jack no le gustaba la idea de dejar a Gia y Vicky sin protección. Pero como no había forma de que Kusum las encontrara, el guardián era innecesario.
—De acuerdo. Tienes tu furgoneta, ¿verdad?
—Claro.
—Entonces haz las llamadas, recoge las cosas y nos veremos en la tienda. Llámame cuando llegues allí.
Jack colgó y volvió a reclinarse en el sillón. La estancia estaba agradablemente oscura, sólo con un poco de luz indirecta que entraba desde la cocina. Sintió que sus músculos se aflojaban y relajaban en las familiares depresiones del sillón. Estaba cansado. Los últimos días habían sido agotadores. ¿Cuándo había dormido una noche entera por última vez? ¿El sábado? Era miércoles por la mañana.
Pegó un salto al oír el repentino estrépito del teléfono y lo levantó antes de que terminara el primer timbre.
—¿Sí?
Unos segundos de silencio al otro extremo de la línea, y luego un chasquido.
Desconcertado e intranquilo, Jack colgó. ¿Alguien que se equivocaba? ¿O Kusum, comprobando su paradero?
Escuchó para ver si algo se movía en el dormitorio donde había dejado a Kolabati, pero no oyó nada. El timbre había sido demasiado breve para despertarla.
Se obligó a relajarse de nuevo. Se descubrió anticipando con cierto placer lo que se avecinaba. El señor Kusum Bahkti recibiría una pequeña sorpresa aquella noche. Sí, señor, Jack iba a ponerles las cosas difíciles a él y sus rakoshi. El chiflado de Kusum lamentaría el día en que había tratado de matar a Vicky Westphalen.
Porque Vicky tenía un amigo. Y ese amigo estaba loco. Endiabladamente loco.
Los ojos de Jack se cerraron. Luchó por mantenerlos abiertos, pero finalmente renunció. Abe le llamaría cuando todo estuviera listo. Abe lo conseguiría. Abe podía conseguir cualquier cosa, incluso a aquella hora. Jack tenía tiempo de echar una cabezada.
Lo último que recordó antes de que el sueño le venciera fueron los ojos llenos de odio de la Madre rakosh observándole desde el suelo de la bodega, después de que Jack quemara el rostro de uno de sus hijos.
Jack se estremeció y se quedó dormido.
20
Kusum condujo su furgoneta amarilla alquilada hasta la plaza Sutton y la aparcó al llegar al final. Látigo en mano, salió y permaneció junto a la puerta, estudiando la calle. Todo estaba tranquilo, pero ¿quién sabía por cuánto tiempo? No podía quedarse mucho rato en aquel vecindario aislado. Su furgoneta llamaría inmediatamente la atención si algún insomne se asomaba por la ventana y la veía.
Normalmente, aquella tarea hubiera correspondido a la Madre, pero ella no podía estar en dos lugares al mismo tiempo. Le había entregado la camisa sudada de Jack que había encontrado en el barco para que pudiera identificar a su presa por el olor, y la había dejado junto al apartamento de Jack unos minutos atrás.
Sonrió. ¡Oh, si pudiera estar allí para ver la expresión de Jack al encontrarse frente a la Madre!
No la reconocería al principio (Kusum se había encargado de ello), pero estaba seguro de que el corazón de Jack se detendría al ver la sorpresa que le había preparado Kusum. Y si el shock no le paraba el corazón, la Madre lo haría. Un final apropiado y honorable para un hombre que se había vuelto demasiado molesto para permitirle vivir.
Kusum devolvió sus pensamientos a la plaza Sutton. La última Westphalen dormía a pocos metros de él. Se quitó el collar, lo depositó sobre el asiento delantero de la furgoneta, y se dirigió a las puertas traseras. Un joven rakosh, prácticamente un adulto, saltó al exterior. Kusum blandió el látigo pero no lo hizo restallar; el ruido hubiera sido demasiado fuerte.
Aquel rakosh era el primogénito de la Madre, el más fuerte y experimentado de los cachorros. Tenía el labio inferior deforme a causa de las peleas con sus hermanos. Había cazado con la Madre en Londres y también en Nueva York. Probablemente, Kusum hubiera podido dejarlo salir del barco y confiar en que encontrara el Rastro y trajera a la niña por sí solo, pero no quería correr riesgos. Nada podía salir mal aquella noche.
El rakosh miró a Kusum, y luego al otro lado del río. Kusum señaló con el látigo en dirección a la casa donde estaba la niña Westphalen.
—¡Allí! —dijo en bengalí—. ¡Allí!
Con aparente reticencia, la criatura se movió hacia la casa. Kusum lo vio entrar en el callejón del lado oeste, sin duda para trepar por la oscura pared y sacar a la niña de su cama. Iba a retroceder hasta la parte delantera de la furgoneta para recuperar su collar, cuando oyó un estrépito junto a la casa. Alarmado, corrió al callejón, maldiciendo entre dientes todo el tiempo. ¡Aquellos malditos cachorros eran tan torpes! La Madre era la única en quien realmente podía confiar.
Encontró al rakosh rebuscando en un cubo de basura. Había abierto una bolsa de plástico oscuro y estaba sacando algo de ella. La furia invadió a Kusum. ¡Hubiera debido saber que no podía confiar en un cachorro! Estaba revolviendo la basura cuando debería estar siguiendo el Rastro pared arriba. Desplegó el látigo, listo para golpear…
El joven rakosh le tendió algo: media naranja.
Kusum la agarró y la sostuvo bajo la nariz. Era una de las naranjas que había escondido en la casita de juegos la noche anterior tras inyectarles el elixir. El rakosh encontró la otra mitad.
Kusum las juntó. Encajaban perfectamente. La naranja había sido cortada, pero no comida. Miró al rakosh, que en aquel momento sostenía un puñado de bombones.
Enfurecido, Kusum arrojó los trozos de naranja contra la pared. ¡Jack! ¡No podía ser nadie más! ¡Maldito fuera aquel hombre!
Se dirigió a la parte trasera de la casa y se acercó a la puerta. El rakosh le siguió un trecho, pero luego se irguió y miró hacia el otro lado del río East.
—¡Aquí! —dijo Kusum con impaciencia, señalando la puerta.
Se apartó mientras el rakosh ascendía los peldaños y estrellaba una de sus enormes manos de tres dedos contra la puerta, que se abrió con un fuerte crujido de madera astillada. Kusum entró, seguido por el rakosh. No le preocupaba despertar a nadie en la casa. Si Jack había encontrado la naranja envenenada, era seguro que habría hecho huir a todo el mundo.
Kusum permaneció inmóvil en la oscura cocina, con el joven rakosh como una sombra junto a él. Sí, la casa estaba vacía. No era necesario registrarla.
Un pensamiento le asaltó con la fuerza de un golpe.
¡No!
Unos escalofríos incontrolables le recorrieron el cuerpo. No de ira porque Jack hubiera ido un paso por delante de él durante todo el día, sino de miedo. Un miedo tan profundo y penetrante que casi le paralizó por completo. Corrió a la puerta principal y salió a la calle.
Jack había ocultado a la última Westphalen… ¡y en aquel mismo instante, la vida de Jack le era arrebatada por la Madre rakosh! ¡El único hombre que podría decirle dónde encontrar a la niña quedaría silenciado para siempre! ¿Cómo iba a encontrarla Kusum en una ciudad de ocho millones de habitantes? ¡Nunca cumpliría su promesa! ¡Y todo a causa de Jack!
«¡Ojalá te reencarnes en chacal!»
Abrió la puerta trasera de la furgoneta para el rakosh, pero la criatura se negó a entrar. No dejaba de mirar hacia el otro lado del río East. Daba unos cuantos pasos hacia el río y luego regresaba, para repetir el proceso una y otra vez.
—¡Adentro! —dijo Kusum.
Estaba de mal humor y sin paciencia para tonterías con aquel rakosh. Pero, pese a su insistencia, la criatura seguía sin obedecer. Aquel cachorro solía mostrarse siempre ansioso por complacerle, pero actuaba como si hubiera encontrado el Rastro y quisiera emprender la caza.
Y entonces se le ocurrió. Había envenenado dos naranjas, y sólo habían encontrado una. ¿Acaso la niña Westphalen había consumido la primera antes de que la segunda fuera descubierta?
Era posible. Su humor mejoró perceptiblemente. Era muy posible.
¿Y qué podía ser más natural que sacar a la niña de la isla de Manhattan? ¿Cómo se llamaba aquel barrio al otro lado del río? ¿Queens? No importaba cuánta gente viviera allí; si la niña había consumido aunque sólo fuera una pequeña cantidad de elixir, el rakosh la encontraría.
Tal vez no estaba todo perdido.
Kusum hizo un gesto hacia el río con el látigo enrollado. El joven rakosh saltó a la parte superior del muro al final de la calle y se dejó caer sobre la plaza de ladrillo hundida a tres metros y medio por debajo. Desde allí, dio dos pasos y un gran salto por encima de la barandilla de hierro forjado en dirección al río East, que corría en silencio por debajo de ellos.
Kusum permaneció inmóvil, viendo cómo la criatura se perdía en la oscuridad, mientras su desesperación se disipaba con cada segundo que transcurría. Aquel rakosh era un cazador experimentado, y parecía saber adónde iba. Tal vez aún había esperanzas de zarpar aquella noche.
Tras oír un chapoteo mucho más abajo, se volvió y subió a la cabina de la furgoneta. Sí, estaba decidido. Actuaría bajo la premisa de que el cachorro traería a la niña Westphalen. Prepararía el barco para hacerse a la mar. Tal vez incluso levaría anclas y navegaría río abajo, hasta la bahía de Nueva York. No temía perder a la Madre ni al cachorro que acababa de saltar al río. Los rakoshi tenían un increíble instinto que les permitía regresar a su nido, estuviera donde estuviera.
Había sido una suerte contaminar dos naranjas en lugar de una. Mientras volvía a abrocharse el collar, comprendió que la mano de Kali era evidente allí.
Todas sus dudas y desesperación se desvanecieron en un repentino estallido de triunfo. La diosa estaba a su lado, guiándole. ¡No podía fracasar!
Jack el Reparador no reiría el último después de todo.
21
Jack despertó sobresaltado. Experimentó un instante de desorientación antes de comprender que no estaba en su cama sino en un sillón del salón. Su mano se dirigió automáticamente a la Glock sobre su regazo.
Escuchó. Algo le había despertado. ¿Qué? La débil luz que se filtraba desde la cocina bastó para confirmarle que la habitación estaba vacía.
Se levantó y comprobó la habitación del televisor, y luego fue a ver a Kolabati. Seguía dormida. Sin novedad en el frente.
Un sonido le hizo volverse. Procedía del rellano; el crujido de un tablón. Jack apoyó la oreja contra la puerta. Silencio. Había cierto olor filtrándose por el contorno de la puerta. No era el hedor necrótico de un rakosh, sino un aroma dulce y enfermizo, como el perfume a gardenias de una anciana.
Con el corazón martilleando, Jack retiró los pestillos y abrió la puerta en un solo movimiento. Luego saltó hacia atrás y adoptó la postura de disparar: las piernas abiertas, la pistola en ambas manos, con la izquierda soportando la derecha, y los dos brazos totalmente extendidos.
La luz del pasillo era escasa pero más intensa que donde estaba Jack. Dibujaría a cualquiera que tratara de entrar en el apartamento. Nada se movía. Sólo podía ver la barandilla y las pilastras de la escalera. Jack mantuvo su posición mientras el olor a gardenias se filtraba en la habitación como una nube surgida de un invernadero demasiado lleno: dulzón, floral, con una leve insinuación de podredumbre.
Con los brazos firmes en un triángulo con la Glock en el vértice, avanzó hacia la puerta, moviéndose adelante y atrás para tener visión en ángulo a derecha e izquierda. Todo estaba tranquilo hasta el momento.
Salió al rellano de un salto y giró en aire, aterrizando con la espalda contra la barandilla, con los brazos abajo y la pistola frente a la entrepierna, lista para ser levantada a la derecha o a la izquierda mientras su cabeza se movía de un lado a otro.
El rellano estaba despejado a derecha e izquierda.
Un instante después estaba de nuevo en movimiento, girando hacia la derecha, con la espalda apretada contra la pared junto a su puerta, con los ojos fijos en su derecha, en dirección a la escalera que subía hasta el cuarto piso: despejada.
El tramo de escaleras descendente a su izquierda: desp…
Un momento. Había alguien allí, sentado en el sombrío rellano. Su pistola ascendió, firme en sus manos mientras trataba de ver mejor. Era una mujer, apenas visible, con un vestido largo, el cabello largo y desmelenado, un sombrero flexible, muy encogida y con aspecto deprimido. El sombrero y el cabello le oscurecían el rostro.
El pulso de Jack empezó a calmarse, pero siguió apuntándola con la Glock. ¿Qué diablos estaba haciendo allí? ¿Y qué había hecho? ¿Derramarse todo un frasco de perfume por encima?
—¿Ocurre algo, señora? —dijo.
Ella se movió, girando el cuerpo y volviéndose a mirarlo. El movimiento hizo que Jack se diera cuenta de que era una mujer muy grande. Y entonces todo quedó claro.
El toque de Kusum. Jack se había disfrazado de anciana cuando trabajaba para Kusum, y él… Ni siquiera le hizo falta ver aquellos ojos malévolos que centelleaban bajo el sombrero y la peluca para comprender que había dirigido la palabra a la Madre rakosh.
—¡Mierda!
Con un solo movimiento rápido y fluido, acompañado por un siseo de furia y el desgarro de la tela de su vestido, la Madre rakosh se irguió en toda su estatura y avanzó hacia él, con los colmillos relucientes, las garras extendidas y una mirada de triunfo en los ojos.
La lengua de Jack se pegó a su paladar, repentinamente seco, pero se mantuvo firme. Con una frialdad metódica que le sorprendió incluso a él, disparó la primera carga contra la esquina superior izquierda del pecho de la Madre. La Glock silenciada saltó en sus manos, frotándole la palma herida, y emitiendo un débil puf al apretar el gatillo. La bala del calibre cuarenta la sacudió. Jack podía imaginar el proyectil de plomo rompiéndose, soltando los perdigones ocultos y esparciéndolos en todas direcciones por sus pulmones… pero la inercia la volvió a empujar hacia delante. Jack no estaba seguro de dónde estaría su corazón, de modo que envió tres balas más contra las esquinas de un cuadrado imaginario en relación con la primera, de la que empezaba a brotar un chorro de sangre muy oscura…
La madre se tensó y se estremeció ante el impacto de cada bala, deteniéndose al fin a pocos metros de él. Jack la observó, estupefacto. El hecho de que siguiera en pie daba testimonio de su increíble vitalidad; hubiera debido caer al primer disparo. Pero Jack estaba tranquilo; la Madre estaba muerta de pie. Conocía el poder de aquellas balas prefragmentadas del calibre cuarenta. El shock hidrostático y el colapso vascular causados por una sola bala en el lugar apropiado detendrían cualquier cosa. Y la Madre había recibido cuatro.
Jack quería acabar con aquello. Apuntó cuidadosamente y envió otra bala al mismo centro del pecho de la Madre.
Ella abrió los brazos y se tambaleó hacia atrás, contra la pilastra al principio de la escalera, rompiéndola con su peso. El sombrero y la peluca resbalaron de su cabeza, pero ella no cayó. En lugar de ello, se volvió y se encorvó sobre la pilastra. Jack esperó a que se derrumbara por fin.
Y esperó.
La Madre no se derrumbó. Jadeó varias veces, y luego se irguió y se enfrentó a él, con los ojos tan brillantes como siempre. Jack permaneció clavado al suelo, observándola. ¡Imposible! ¡Estaba muerta! ¡Estaba cinco veces muerta! ¡Había visto los agujeros en su pecho, la sangre negra! ¡Sus pulmones deberían haberse convertido en gelatina!
Con un siseo fuerte y prolongado, la Madre saltó hacia él. Más por puro reflejo que por un esfuerzo consciente, Jack la esquivó. ¿Adónde ir? No quería quedar atrapado en su apartamento, y el camino hacia la calle estaba bloqueado. La azotea era su única opción…
Estaba ya en las escaleras subiéndolas de dos en dos cuando tomó su decisión. Su pistola era inútil. Las palabras de Kolabati regresaron a su mente.
«… fuego y hierro… fuego y hierro…»
Sin aflojar el paso, dejó caer la Glock en la escalera, mirando hacia atrás al mismo tiempo. La Madre rakosh estaba un tramo más abajo, subiendo detrás de él, con los restos del vestido colgando en harapos de su cuello y brazos. El contraste de su ascenso fluido y totalmente silencioso con el ruidoso esfuerzo de Jack era casi tan enervante como la luz asesina de su mirada.
Jack aumentó su esfuerzo hasta el límite y consiguió ampliar la distancia entre él y la Madre. Pero sólo por un momento. En lugar de debilitarse, la Madre parecía ganar fuerza y velocidad con el ejercicio. Cuando Jack alcanzó los últimos escalones, ella estaba ya a medio tramo.
Jack no se molestó con el pomo de la puerta. Nunca había funcionado bien de todas formas, y tratar de accionarlo le hubiera hecho perder unos segundos preciosos. Golpeó la puerta con el hombro, cruzó el umbral y salió a la azotea a la carrera.
Los edificios de Manhattan se elevaban a su alrededor. Desde su altura llena de estrellas, la luna poniente dibujaba los detalles de la azotea con el intenso contraste de una fotografía en blanco y negro; luz blanca y pálida sobre las superficies superiores, sombras negras por debajo. Respiraderos, chimeneas, antenas, cobertizos de almacenamiento, el jardín, el mástil, el generador de emergencia; una carrera de obstáculos familiar. Tal vez podría sacar partido de aquella familiaridad. Sabía que no podría escapar de la Madre corriendo.
Tal vez… sólo tal vez… podría engañarla.
Jack había trazado su plan mientras daba los primeros pasos a la carrera sobre la azotea. Esquivó dos chimeneas, atravesó en diagonal una zona abierta hasta el borde, y se volvió a esperar, asegurándose de ser fácilmente visible desde la puerta. No quería que la Madre perdiera impulso buscándole.
Ella apareció un segundo más tarde. Le vio inmediatamente y avanzó en su dirección, una sombra recortada por la luna, lista para matar. El mástil de Neil el Anarquista bloqueaba su camino. Ella lo golpeó de lado al pasar y rompió el palo, que giró locamente por el aire para caer sobre la azotea. Luego llegó al generador y saltó por encima de él.
Y ya no había nada entre Jack y la Madre rakosh. Ella se agazapó y saltó hacia él. Sudoroso y tembloroso, Jack mantuvo los ojos fijos en aquellas manos con garras que se dirigían a su garganta. Estaba seguro de que habría modos peores de morir, pero en aquel momento no se le ocurría ninguno. Sus pensamientos estaban fijos en lo que tenía que hacer para sobrevivir a aquel encuentro… y en la certeza de que lo que planeaba podía resultar tan fatal como quedarse inmóvil y esperar a que aquellas garras le alcanzaran.
Tenía la parte trasera de las rodillas apretadas contra la parte superior del bajo parapeto que rodeaba el borde de la azotea. En cuanto apareció la Madre, se arrodilló sobre el parapeto. Y cuando ella atacó, se enderezó con las rodillas en equilibrio en el borde exterior del parapeto, con los pies colgando sobre el callejón vacío a cinco pisos por debajo, y las manos colgaban sueltas a los costados. El duro cemento se le clavó en las rodillas, pero ignoró el dolor. Tenía que concentrarse por completo en lo que se disponía a hacer.
La Madre se convirtió en un coloso negro que ganaba terreno a un ritmo increíble mientras cruzaba los últimos diez metros que los separaban. Jack no se movió. Tuvo que forzar su voluntad hasta el límite para seguir de rodillas y esperar mientras una muerte cierta se precipitaba hacia él. La tensión se le acumuló en la garganta hasta que creyó que iba a asfixiarse. Todos sus instintos le gritaban que huyera. Pero tenía que seguir en aquel lugar hasta el momento apropiado. Moverse demasiado pronto sería tan letal como no moverse en absoluto.
De modo que esperó hasta que las garras extendidas estuvieron a un metro y medio de él. Entonces se inclinó hacia atrás y dejó que sus rodillas resbalaran. Mientras caía hacia el suelo del callejón, se agarró al borde del parapeto, esperando no haber saltado demasiado pronto, y rezando porque sus manos aguantaran.
Mientras la parte delantera de su cuerpo chocaba contra la pared de ladrillo, Jack percibió un movimiento furioso por encima de él. Las garras de la Madre rakosh se habían hundido en el aire vacío en lugar de la carne de Jack. El impulso que llevaba la estaba arrastrando por encima del borde y hacia el principio de una larga caída hasta el suelo. Por el rabillo del ojo vio una enorme sombra flotar por encima y detrás de él, y unos brazos y piernas que se agitaban frenéticamente. Entonces sintió un golpe en la parte trasera de su hombro izquierdo y una sensación de desgarro en la espalda que le hizo emitir un grito.
El golpe arrancó la mano izquierda de Jack del borde de la azotea, dejándolo colgado de la derecha. Jadeando de dolor y tratando desesperadamente de volver a agarrarse al parapeto, no pudo resistirse a echar una rápida mirada abajo para ver la silueta de la Madre rakosh estrellándose contra el suelo del callejón. Encontró una satisfacción exquisita en el golpe débil y apagado que le llegó de abajo. No importaba lo resistente que fuera, aquella caída le había roto el cuello y la mayor parte de los huesos del cuerpo.
Luchando contra la agonía que le acuchillaba el hombro izquierdo cada vez que subía el brazo, Jack consiguió que su mano alcanzara el borde del parapeto y luego, lenta y dolorosamente, consiguió ascender de nuevo a la azotea.
Permaneció tendido sobre el parapeto, respirando con dificultad, esperando a que se apagara el fuego de su espalda. En sus salvajes movimientos por evitar la caída, una de las garras de la Madre (Jack no sabía si de las manos o de los pies) le había arañado la espalda. Notaba la camisa caliente y pegajosa contra la espalda. Alargó una mano con cuidado y se tocó la caja torácica. Estaba húmeda. Sostuvo la mano ante su rostro; relució oscuramente a la luz de la luna.
Agotado, consiguió sentarse con las piernas a cada lado del parapeto. Echó una última ojeada al callejón, preguntándose si podría ver a la Madre. Todo estaba oscuro. Se dispuso a pasar la pierna de fuera hacia el interior, y se detuvo…
Algo se movía allí abajo. Un borrón más oscuro se agitaba entre las sombras del callejón.
Contuvo el aliento. Tenía que ser alguien que había oído el golpe de la caída de la Madre y se había acercado a investigar, ¿no? Esperaba que sí. Esperaba que aquello fuera todo.
Más movimiento… a lo largo de la pared… ascendiendo… y un sonido de arañazos, como el de unas garras sobre el ladrillo…
Algo trepaba por la pared hacia él. No necesitaba una linterna para saber qué era.
La Madre había vuelto.
22
Gimiendo de desaliento e incredulidad (no era posible… ¡pero estaba ocurriendo!), Jack apoyó ambos pies sobre la azotea y se alejó del borde. ¿Qué iba a hacer? Correr era inútil; pesé a su ventaja, la Madre le alcanzaría con toda seguridad.
«… fuego y hierro… fuego y hierro…»
Las palabras le quemaban el cerebro mientras corría por la azotea en busca de algún tipo de arma. No había hierro. Todo era de aluminio, estaño, plástico o madera. Si pudiera encontrar una palanca, o incluso un trozo de barandilla de hierro oxidado… Algo, cualquier cosa que arrojarle a la cabeza en cuanto asomara por el borde.
Nada. Lo único remotamente parecido a un arma era el trozo de mástil roto. No era de hierro ni de fuego… pero con su extremo astillado y afilado, podía servir como una lanza de tres metros y medio.
La levantó por la bola del extremo superior, y la sostuvo. Se agitaba como una pértiga de saltar, y sus oscilaciones le provocaron oleadas de dolor en la espalda.
Era pesada, tosca, difícil de manejar… pero era todo lo que tenía.
Jack la dejó en el suelo y se acercó al borde de la azotea. La Madre estaba a tres metros por debajo de él y ascendía rápidamente.
¡No era justo!, pensó mientras corría de nuevo hacia el mástil. La había matado dos veces en diez minutos, pero él estaba herido y sangrando y ella trepaba por una pared de ladrillos como si nada hubiera ocurrido.
Levantó el mástil por el extremo de la bola y lo situó en posición horizontal. Gimiendo por el dolor, apuntó el extremo astillado hacia el lugar donde calculaba que aparecería la Madre, y echó a correr. Su brazo izquierdo empezó a perder fuerza mientras corría. Cuando la punta empezó a caer hacia el suelo de la azotea, apretó los dientes y consiguió levantarla.
Tenía que mantenerla erguida… Apuntar a la garganta.
Una vez más, sabía que el momento iba a ser crítico; si la Madre alcanzaba la azotea demasiado pronto, le esquivaría; demasiado tarde, y fallaría en su intento.
Vio que una mano de tres dedos se agarraba al borde del parapeto, y luego otra. Ajustó su dirección a la zona que quedaba por encima y entre aquellas manos.
—¡Vamos! —le gritó mientras aumentaba su velocidad—. ¡Sigue subiendo!
Su voz sonó histérica, pero no podía permitir que aquello le molestara en aquel momento. Tenía que mantener aquella maldita punta erguida y atravesar a la criatura…
Su cabeza apareció, y empezó a elevarse por encima del parapeto. ¡Demasiado rápida! ¡Era demasiado rápida! ¡No podría controlar la punta oscilante, no podría levantarla lo suficiente! ¡Iba a fallar!
Con un grito de rabia y desesperación, Jack puso todo el peso de su cuerpo y toda la fuerza que le quedaba tras un golpe final contra el extremo del mástil. Pese a su esfuerzo, la punta no llegó al nivel de la garganta de la Madre. En lugar de ello, se estrelló contra su pecho con una fuerza que estuvo a punto de dislocar el hombro de Jack. Pero no cedió; con los ojos cerrados, siguió adelante sin apenas perder paso, con todo su peso tras la lanza improvisada. Hubo un momento de resistencia en la trayectoria de la lanza, seguido por una sensación de liberación; luego la lanza fue arrancada de sus manos, y Jack cayó de rodillas.
Cuando levantó la vista, sus ojos estaban a la altura del parapeto. Su corazón casi se detuvo al ver a la Madre todavía allí…
No… Un momento… Estaba al otro lado del parapeto. Pero no podía ser. Tenía que estar flotando en el aire. Cuando Jack consiguió ponerse en pie, lo comprendió.
El mástil en miniatura había atravesado a la Madre rakosh por la mitad del pecho. El extremo afilado del mástil había salido por su espalda para posarse sobre el parapeto del edificio vecino, al otro lado del callejón; el extremo de la bola yacía directamente frente a Jack.
La tenía. Finalmente, la tenía.
Pero la Madre no estaba muerta. Se retorcía sobre el palo, siseaba y agitaba las garras inútilmente en dirección a Jack, mientras este jadeaba a dos metros de ella. No podía alcanzarle.
Cuando su alivio y sobresalto desaparecieron, el primer impulso de Jack fue empujar su extremo del mástil por encima del borde y hacerla caer de nuevo, pero se contuvo. Tenía a la madre rakosh donde la quería: neutralizada. Podía dejarla allí hasta encontrar el modo de ocuparse de ella. Entre tanto, no sería un peligro para él ni para nadie más.
Y entonces la Madre empezó a avanzar hacia él.
Jack dio un paso atrás, rápido y vacilante, y estuvo a punto de caer.
¡Seguía viniendo a por él! Se quedó con la boca abierta al ver que la criatura alargaba las dos manos para agarrar el palo que la atravesaba y empezaba a avanzar, empujando el palo a través de su pecho para acercarse cada vez más a Jack.
¿Cómo podía luchar contra una criatura incapaz de sentir dolor? ¿Incapaz de morir?
Empezó a blasfemar, a maldecir de modo incoherente. Corrió por la azotea tomando piedras, trozos de escombros, una lata de aluminio, y arrojándoselos. ¿Por qué no? Eran tan efectivos como todo lo demás que le había hecho. Al llegar al generador de emergencia, tomó una de las dos latas metálicas de combustible y se dispuso a lanzársela…
… Y se detuvo.
Combustible. ¡Fuego!
Finalmente, tenía un arma… si no era demasiado tarde.
La Madre se había encaramado ya casi hasta el borde de la azotea. Jack trató de girar el tapón de metal, pero este no se movió; el óxido lo había atascado. En su desesperación, estrelló el borde del tapón dos veces contra el generador y volvió a intentarlo. El dolor le acuchilló la herida de la mano, pero mantuvo la presión. Finalmente, consiguió aflojarlo, y empezó a tambalearse a través de la azotea, desenroscando el tapón mientras avanzaba, dando gracias a los problemas del suministro eléctrico por el último apagón. Sin él, los vecinos no hubieran hecho la colecta para comprar un generador de emergencia.
El combustible se derramó sobre su mano vendada cuando salió el tapón. Jack no vaciló. Saltó hacia el parapeto, y vertió el combustible sobre la Madre rakosh, que avanzaba lentamente. La criatura siseó furiosamente y trató de lanzarle un zarpazo, pero Jack se mantuvo fuera de su alcance. Cuando la lata estuvo vacía, el aire que les rodeaba apestaba a motor diesel. La Madre se acercó un poco más, y Jack tuvo que retroceder hacia la azotea para evitar sus garras.
Se secó las manos con la camisa y rebuscó el encendedor en el bolsillo. Tras un instante de pánico en el que creyó que su bolsillo estaba vacío, sus dedos se cerraron sobre él. Lo sostuvo y accionó la pequeña palanca, rezando porque el combustible de su mano no hubiera llegado al pedernal. Saltó una chispa, la llama se elevó… y Jack sonrió. Por primera vez desde que la Madre ignorara los efectos de cinco balas huecas en el pecho, Jack pensó que quizá sobreviviría a aquella noche.
Empujó el encendedor hacia delante, pero la Madre vio la llama y arañó el aire con las garras. Jack notó la brisa cuando pasaron a pocos centímetros de su rostro. Ella no le permitiría acercarse. No podía arrojarle el encendedor y esperar un estallido de llamas. El combustible de motor diesel necesitaba algo más para incendiarse.
Entonces se dio cuenta de que el mástil estaba empapado de combustible. Se agazapó cerca del parapeto y alargó la mano hasta la bola del extremo. Las garras de la Madre pasaron a pocos milímetros de su cabello, pero Jack se obligó a mantener su posición mientras acercaba la llama del encendedor al combustible de la bola. Durante un instante agónico, nada ocurrió.
Y entonces prendió. Jack observó fascinado mientras una llama color amarillo grisáceo (una de las imágenes más hermosas que había visto nunca) crecía y se extendía por toda la bola. Desde allí empezó a avanzar a lo largo de la superficie superior del mástil, directamente hacia la Madre. Ella trató de retroceder, pero estaba atrapada. Las llamas saltaron hasta su pecho y se desplegaron sobre su torso. En cuestión de segundos, estuvo totalmente rodeada.
Debilitado por el alivio, Jack observó entre la fascinación y el horror mientras los movimientos de la Madre se volvían espasmódicos, salvajes, frenéticos. La perdió de vista entre las llamas y el humo negro que ascendía hacia el cielo desde su cuerpo ardiente. Oyó sollozos… ¿Era ella? No: su propia voz. La reacción al dolor, el terror y el esfuerzo se estaba apoderando de él. ¿Había terminado todo? ¿Había terminado por fin?
Se irguió y siguió viendo cómo la criatura ardía. No podía sentir ninguna piedad por ella: era la máquina de destrucción más devastadora que hubiera imaginado nunca. Una máquina de matar que seguiría adelante…
Un débil gemido se elevó en el interior de la hoguera. Le pareció oír algo que sonó como «Spa fon».
Y quedó inmóvil. Cuando su cuerpo en llamas se dobló hacia delante, el mástil crujió y se rompió. La Madre rakosh cayó al suelo del callejón dejando un rastro de humo y llamas como el perdedor de un combate aéreo. Y, en aquella ocasión, al llegar al suelo se quedó allí. Jack la observó durante largo rato. Las llamas iluminaban la escena de playa pintada en la pared opuesta del callejón, dándole aspecto de puesta de sol.
La Madre rakosh continuó ardiendo. Y no se movió. Jack la observó hasta estar seguro de que no volvería a moverse.
23
Jack cerró con llave la puerta de su apartamento y se dejó caer al suelo, disfrutando del aire acondicionado. Había bajado de la azotea completamente aturdido, pero se había acordado de recoger la Glock por el camino. Estaba débil; cada célula de su cuerpo gritaba de dolor y fatiga. Necesitaba descanso, y probablemente un médico para su espalda desgarrada. Pero no tenía tiempo para ello. Tenía que acabar con Kusum aquella noche.
Se levantó y se dirigió al dormitorio. Kolabati seguía durmiendo. A continuación, el teléfono. No sabía si Abe le había llamado mientras estaba en la azotea. Lo dudaba; los continuos timbrazos hubieran despertado a Kolabati. Marcó el número de la tienda.
Después de tres timbres, oyó un cauteloso:
—¿Sí?
—Soy yo, Abe.
—¿Quién más iba a ser a estas horas?
—¿Lo tienes todo?
—Acabo de llegar. No, no lo tengo todo. Tengo las bombas incendiarias con temporizador (una caja de doce), pero es imposible conseguir balas incendiarias antes de mañana al mediodía. ¿Será suficiente?
—No —dijo Jack, amargamente decepcionado. Tenía que moverse en aquel mismo momento.
—Pero tengo algo que puedes usar como sustituto.
—¿Qué?
—Ven a verlo.
—Estaré allí en unos minutos.
Jack colgó y separó cuidadosamente de su espalda la camisa rota y empapada de sangre. El dolor agudo se había convertido en unos latidos sordos y rítmicos. Parpadeó al ver los coágulos rojizos adheridos al tejido. Había perdido más sangre de lo que pensaba.
Tomó una toalla del baño y la sostuvo suavemente contra la herida. Le dolió, pero de modo soportable. Cuando volvió a mirar la toalla medio minuto después, encontró sangre en ella, pero muy poca reciente.
Jack sabía que debía ducharse y limpiar la herida, pero temía que empezara a sangrar de nuevo. Se resistió a la tentación de examinar su espalda en el espejo del baño; tal vez le dolería más si veía qué aspecto tenía. En lugar de ello, se envolvió el torso y el hombro izquierdo con toda la gasa que le quedaba.
Regresó al dormitorio para ponerse una camisa limpia y por otro motivo. Se arrodilló junto a la cama, desabrochó en silencio el collar de Kolabati y se lo quitó. Ella se revolvió, gimió suavemente y quedó en silencio. Jack salió de puntillas de la habitación y cerró la puerta.
En el salón, se abrochó el collar a la garganta. Le provocó una sensación cosquilleante y desagradable que le corrió por toda la piel, de pies a cabeza. No le gustaba llevarlo, ni habérselo quitado a Kolabati sin que ella lo supiera. Pero se había negado a prestárselo en el barco y, si iba a volver allí, necesitaría todas las ventajas que pudiera conseguir.
Se puso una camisa limpia mientras marcaba el número de la hija de Abe. Iba a perder el contacto con Gia durante un rato, y sabía que estaría más tranquilo tras confirmar que todo iba bien en Queens.
Tras media docena de timbres, Gia respondió.
—¿Hola? —Su voz sonó cautelosa.
Jack hizo una breve pausa al oír su voz. Tras lo que había vivido durante las últimas horas, no deseaba otra cosa que dejarlo todo por aquella noche, correr hacia Queens y pasar el tiempo que quedaba hasta la mañana con sus brazos en torno a Gia. Aquella noche no deseaba nada más: sólo abrazarla.
—Siento despertarte. Voy a salir unas horas y quería asegurarme de que todo iba bien.
—Todo va bien.
—¿Y Vicky?
—Acabo de dejarla para coger el teléfono. Está bien. Y estoy leyendo esta nota donde Abe dice que ha tenido que salir y que no me preocupe. ¿Qué sucede?
—Es una locura.
—Eso no es respuesta. Necesito respuestas, Jack. Todo esto me da miedo.
—Ya lo sé. Todo lo que puedo decirte ahora es que tiene que ver con los Westphalen. —No quería decir más.
—Pero Vicky… Oh.
—Sí. Es una Westphalen. Algún día, cuando tengamos mucho tiempo, te lo explicaré.
—¿Cuándo acabará todo esto?
—Esta noche, si todo va bien.
—¿Es peligroso?
—No. Asunto de rutina. —No quería aumentar sus preocupaciones.
—Jack… —Gia hizo una pausa y a Jack le pareció notar un temblor en su voz—. Ten cuidado, Jack.
Gia nunca sabría cuánto significaban aquellas palabras para él.
—Siempre tengo cuidado. Me gusta que mi cuerpo esté entero. Hasta luego.
No colgó. En lugar de ello, mantuvo la palanca apretada unos segundos, y luego la soltó. Tras oír el sonido de la línea, metió el receptor bajo el cojín del asiento del sillón. Empezaría a sonar en cuestión de pocos minutos, pero nadie lo oiría… y nadie podría llamar y despertar a Kolabati. Con suerte, podría ocuparse de Kusum, regresar y devolverle el collar sin que ella llegara a saber que se lo había quitado. Y, con mucha más suerte, tal vez tampoco sabría nunca que Jack tenía algo que ver con la terrible explosión que se había llevado a su hermano y los rakoshi a una tumba acuática.
Tomó su control remoto de frecuencia variable y corrió a la calle, con la intención de dirigirse inmediatamente a Deportes Isher. Pero al pasar junto al callejón, se detuvo. No tenía tiempo que perder, pero no podía resistirse a ver los restos de la Madre rakosh.
Le asaltó una oleada de pánico al no ver ningún cadáver en el callejón. Entonces distinguió el montón de cenizas humeantes. El fuego había consumido por completo a la Madre, dejando sólo sus colmillos y garras. Recogió unos cuantos (aún calientes) y se los guardó en el bolsillo. Algún día, tal vez querría demostrarse a sí mismo que se había enfrentado a un ser llamado rakosh.
24
Gia colgó el teléfono y recordó que Jack había dicho que todo terminaría aquella noche.
Lo deseaba fervientemente. Ojalá Jack no se hubiera mostrado tan evasivo. ¿Qué le ocultaba? ¿Algo que temía decirle? Dios, detestaba todo aquello. Quería estar en casa, en su pequeño apartamento y en su propia cama, con Vicky en la suya al otro lado del pasillo.
Gia echó a andar hacia el dormitorio y se detuvo. Estaba totalmente despierta. No tenía sentido tratar de dormirse en aquel momento. Cerró la puerta del dormitorio, y luego buscó algo de beber en la cocina. Los aditivos de la comida china siempre le daban sed. Encontró una caja de bolsitas de té. Con la tetera encendida, recorrió los canales de televisión en busca de algo que ver. Sólo películas antiguas…
La tetera empezó a hervir. Gia se preparó una taza, le echó azúcar, llenó un vaso con hielo y vertió el té encima de los cubitos. Ya estaba: té helado. Faltaba algo de limón, pero serviría.
Al acercarse al sofá con su bebida, captó un olor a podredumbre. Fue sólo una bocanada, y luego desapareció. Había algo familiar en él. Si volvía a notarlo, estaba segura de que podría identificarlo. Esperó, pero el olor no regresó.
Gia volvió su atención al televisor. La película era Ciudadano Kane. Hacía muchos años que no la veía. La hizo pensar en Jack, en cómo hablaba y hablaba del uso de luces y sombras por parte de Welles. Podía ser un verdadero incordio cuando una sólo quería sentarse a ver una película.
Se sentó y tomó un sorbo de té.
25
Vicky despertó de golpe y se sentó en la cama.
—¿Mamá? —llamó en voz baja.
Temblaba de miedo. Estaba sola. Y había un olor horrible, vomitivo. Miró hacia la ventana. Había algo allí, al otro lado del cristal. Habían arrancado la persiana. Eso era lo que la había despertado.
Una mano… o algo que parecía una mano pero en realidad no lo era… apareció en el alféizar. Luego otra. La silueta oscura de una cabeza y dos ojos amarillos centelleantes la atraparon y la inmovilizaron, presa de un horror mudo. La criatura se arrastró por encima del borde y fluyó en la habitación como una serpiente.
Vicky abrió la boca para gritar su horror, pero algo húmedo, duro y apestoso se aplastó contra su cara, cortándole la voz. Una mano, pero no se parecía a ninguna mano que hubiera imaginado. Sólo tres dedos (tres dedos enormes) y el sabor de aquella palma contra sus labios hizo que lo que quedaba de la comida china ascendiera hasta su garganta.
Mientras luchaba por liberarse, captó una breve imagen de lo que la sostenía: el rostro liso y de hocico romo, los colmillos asomando por encima de un labio inferior lleno de cicatrices, los ojos amarillos y relucientes… Todos los miedos a lo que podía haber en el armario o en un rincón oscuro, todas las pesadillas, todos los terrores nocturnos en uno.
¡Tenía que escapar! Lágrimas de terror y asco le corrían por las mejillas. Tras un instante de pánico paralizante, empezó a patear y retorcerse convulsivamente, a arañar con las uñas… pero nada de lo que hiciera parecía importar en lo más mínimo. Fue levantada como un juguete y llevada hasta la ventana…
¡Y fuera! ¡Estaban a doce pisos de altura! ¡Mamá! ¡Iban a caer!
Pero no cayeron. Usando la mano libre y las garras de sus pies, el monstruo descendió por la pared como una araña. Luego echó a correr por el suelo, atravesando parques, callejones y calles. La opresión contra su boca se aflojó, pero el monstruo apretaba a Vicky tan fuertemente contra su flanco que no podía gritar; apenas podía respirar.
—¡Por favor, no me hagas daño! —susurró en la noche—. ¡Por favor, no me hagas daño!
Vicky no sabía dónde estaban ni en qué dirección viajaban. Su mente apenas podía funcionar entre la neblina de terror que la envolvía. Pero pronto oyó el ruido del agua y pudo oler el río. El monstruo saltó, parecieron volar durante un instante, y luego el agua se cerró sobre ellos. ¡No sabía nadar!
Vicky gritó al sumergirse, y tragó una bocanada de agua sucia y salada. Salió a la superficie tosiendo y medio asfixiada. Se le había cerrado la garganta… ¡Había mucho aire a su alrededor y no podía respirar! Finalmente, cuando creía que iba a morir, su tráquea se abrió y el aire entró en sus pulmones.
Abrió los ojos. El monstruo se la había cargado a la espalda, y avanzaba por el agua. Se agarró a la piel resbaladiza de sus hombros. Tenía el camisón rosa pegado a la piel helada, y el cabello le colgaba sobre los ojos. Aterida, empapada y aturdida por el terror, deseó saltar y alejarse del monstruo, pero sabía que se hundiría en aquel agua y nunca volvería a salir.
¿Por qué le estaba ocurriendo aquello? Había sido buena. ¿Qué quería de ella aquel monstruo?
Tal vez era un monstruo bueno, como en el libro que tenía, Donde viven los monstruos. No le había hecho daño. Tal vez la llevaba a alguna parte para enseñarle algo.
Miró a su alrededor y reconoció los rascacielos de Manhattan a su derecha, pero había algo entre ellos y Manhattan. Recordaba vagamente aquella isla (la isla Roosevelt) en el río, al final de la calle de las tías Nellie y Grace.
¿Iban a rodear la isla para volver a Manhattan? ¿La llevaría aquel monstruo a la casa de tía Nellie?
No. Pasaron junto al final de la isla, pero el monstruo no se desvió hacia Manhattan. Siguió nadando río abajo, en la misma dirección. Vicky se estremeció y se echó a llorar.
26
La barbilla de Gia chocó contra su pecho, y ella despertó sobresaltada. Sólo llevaba media hora de película, y ya se estaba quedando dormida. No estaba tan despierta como le había parecido. Se sacudió y regresó al dormitorio.
El miedo la atravesó como un puñal en las costillas al abrir la puerta. Un olor a podrido llenaba la habitación. Lo reconoció: era el mismo olor de la habitación de Nellie la noche de su desaparición.
Su mirada voló hasta la cama y su corazón se detuvo al no ver el pequeño y familiar bulto de niña dormida bajo las sábanas.
—¿Vicky? —La voz se le quebró mientras pronunciaba aquel nombre y encendía la luz. ¡Tenía que estar allí!
Sin esperar respuesta, Gia corrió hacia la cama y apartó el cobertor.
—¿Vicky? —Su voz era casi un sollozo. ¡Estaba allí! ¡Tenía que estar allí!
Corrió al armario y cayó de rodillas, comprobando el suelo con las manos. Sólo encontró la maleta de la señora Jelliroll. Luego gateó hasta la cama y miró debajo. Vicky tampoco estaba allí.
Pero vio otra cosa: un pequeño bulto oscuro. Gia extendió la mano y lo tomó. Creyó que iba a vomitar al reconocer el tacto de una naranja recientemente pelada y consumida a medias.
Las palabras de Jack volvieron a su mente: «¿Quieres que Vicky acabe como Grace y Nellie? ¿Que desaparezca sin dejar rastro?». Le había dicho que había algo en la naranja… ¡pero la había tirado! ¿Cómo había llegado hasta Vicky?
¡A menos que hubiera habido más de una naranja en la casita de juegos!
«¡Esto es una pesadilla! ¡No puede estar ocurriendo!»
Gia corrió por todo el apartamento, abriendo todas las puertas y todos los armarios. ¡Vicky había desaparecido!
Regresó al dormitorio y se dirigió a la ventana. La persiana había desaparecido. No lo había observado antes. Ahogando un grito ante las imágenes del cuerpo de una niña aplastado contra el pavimento que asaltaban su mente, contuvo el aliento y miró abajo. El aparcamiento, directamente debajo de ella, bien iluminado por las lámparas de vapor de mercurio. Y ni rastro de Vicky.
Gia no supo si sentirse aliviada o no. Todo lo que sabía en aquel momento era que su hija había desaparecido y necesitaba ayuda. Corrió al teléfono, dispuesta a marcar el 911, pero se detuvo. Ciertamente, la policía se preocuparía más por una niña desaparecida que por dos ancianas, pero ¿conseguiría algo más? Gia lo dudaba.
Sólo conocía un número al que llamar para conseguir ayuda.
Jack sabría qué hacer. Jack la ayudaría.
Obligó a su índice tembloroso a apretar los números y recibió la señal de ocupado. Colgó y volvió a marcar. Seguía ocupado. ¡No tenía tiempo de esperar! Llamó a la operadora y le dijo que era una emergencia y que tenía que interrumpir la línea. La hicieron esperar durante medio minuto que pareció una hora, luego la operadora regresó y le dijo que la línea no estaba ocupada, sino que habían descolgado el teléfono.
Frenética, Gia colgó de golpe. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué sucedía en casa de Jack? ¿Había dejado el teléfono descolgado, o alguien lo había desconectado?
Corrió al dormitorio, y se puso unos vaqueros y una blusa sin quitarse el pijama. Tenía que encontrar a Jack. Si no estaba en su apartamento, tal vez estaría en la tienda de Abe; estaba bastante segura de poder recordar dónde estaba. Rezó por recordarlo. Sus pensamientos eran muy confusos. Sólo podía pensar en Vicky.
«Vicky, Vicky, ¿dónde estás?»
Pero el problema era cómo llegar hasta Jack. Encontrar un taxi sería prácticamente imposible a aquella hora.
¡Las llaves del Honda que había visto! ¿Dónde estaban? Estaba limpiando la cocina…
Corrió al cajón de los cubiertos y lo abrió. ¡Sí! Agarró las llaves y salió corriendo al rellano. Comprobó el número del apartamento en la puerta: 1203. Si el coche estaba allí…
El ascensor la llevó directamente a la planta baja, y Gia salió corriendo al aparcamiento. Al llegar aquella tarde, había visto números en el asfalto junto a cada plaza.
«¡Por favor, que esté aquí!», dijo a Dios, o a quienquiera que controlara los asuntos humanos. «¿Acaso alguien los controla?», preguntó una vocecita en el fondo de su mente.
Siguió los números desde el 800 al 1100 y, allí delante, agazapado como un ratón de laboratorio que aguardara tímidamente su próxima inyección, vio un Honda Civic blanco.
«¡Por favor, que sea el 1203! ¡Por favor!»
Tenía que serlo.
Lo era.
Casi mareada de alivio, abrió la puerta y subió al asiento del conductor. El cambio de marchas estándar en el suelo hizo que se detuviera un momento, pero había recorrido muchos kilómetros al volante de la antigua furgoneta Ford de su padre durante su adolescencia en Iowa. Esperaba que fuera algo que uno no olvidaba, como montar en bicicleta.
No conocía Queens, pero sabía en qué dirección quería ir. Se abrió camino hacia el río East hasta ver una indicación de «Manhattan» y siguió la flecha. Cuando el puente de Queensboro apareció ante sus ojos, pisó el acelerador con fuerza. Había conducido con cautela hasta aquel momento, controlando sus emociones, apretando el volante con toda su fuerza, temerosa de saltarse algún desvío crucial. Pero, al ver su objetivo ante ella, rompió a llorar.
27
La camioneta azul oscuro de Abe estaba aparcada frente a Deportes Isher. La verja de hierro estaba retirada. Cuando Jack llamó, la puerta se abrió. La camisa blanca de Abe estaba arrugada, y sus mejillas necesitaban un afeitado. Por primera vez desde que Jack le conocía, no llevaba su corbata negra.
—¿Qué? —preguntó Abe, estudiando a Jack—. ¿Has tenido problemas desde que saliste del apartamento?
—¿Por qué lo preguntas?
—Llevas la mano vendada y andas de un modo raro.
—He tenido una discusión larga y tensa con una señora muy desagradable.
Hizo rodar cautelosamente su hombro izquierdo; no estaba tan tenso y dolorido como en el apartamento.
—¿Señora?
—Es llevar la definición un poco lejos, pero sí, una señora.
Abe condujo a Jack a la parte trasera de la oscura tienda. Las luces del sótano estaban encendidas, igual que el letrero de neón. Abe levantó una caja de madera de medio metro de longitud y treinta centímetros de anchura y profundidad. La tapa ya había sido desenganchada, y Abe la retiró.
—Aquí están las bombas. Hay doce, de magnesio, todas ellas con temporizadores de veinticuatro horas.
Jack asintió.
—Bien. Pero necesito de veras las balas incendiarias. Sin ellas, tal vez no tenga la oportunidad de usar las bombas.
Abe sacudió la cabeza.
—No sé contra qué crees que vas a enfrentarte, pero esto es lo mejor que he podido conseguir.
Apartó la tela que cubría una mesita para revelar un tanque de metal en forma de anillo, con otro tanque, del tamaño de una cantimplora, fijado a su centro; ambos estaban unidos por una manguera corta a lo que parecía una pistola de rayos de dos manos.
Jack estaba desconcertado.
—¿Qué diablos…?
—Es un viejo lanzallamas MK-1 número 5, conocido como Salvavidas por los amigos. No sé si te servirá. Quiero decir que no tiene demasiado alcance, y…
—¡Es fantástico! —dijo Jack. Tomó la mano de Abe y la sacudió—. ¡Abe, eres genial! ¡Es perfecto!
Eufórico, Jack acarició los tanques con las manos. ¿Por qué no había pensado en ello? Especialmente después de haber visto tantas veces La humanidad en peligro.
—¿Cómo funciona?
—Es un modelo de la Segunda Guerra Mundial, lo mejor que he podido conseguir con tan poco tiempo. Contiene dióxido de carbono a doscientos kilos por centímetro cuadrado en el pequeño tanque esférico, y dieciocho litros de napalm en el grande, el que parece un salvavidas… de ahí su nombre. Tubo de descarga con encendedores al final, y boquilla ajustable. El alcance es de veinticinco metros. Abres los tanques, apuntas con el tubo, aprietas el gatillo en el mando de detrás, y ¡bum!
—¿Alguna recomendación?
—Sí. Comprueba siempre el ajuste de la boquilla antes de la primera descarga. Es como una manguera, y tiende a subir durante un chorro prolongado. Por lo demás, es lo mismo que escupir: no hay que hacerlo contra el viento ni en casa de uno.
—Parece fácil. Ayúdame a ponerme el arnés.
Los tanques eran más pesados de lo que Jack hubiera deseado, pero no le causaron el estallido de dolor previsto en el lado izquierdo de la espalda, sino sólo un dolor sordo. Mientras Jack se ajustaba las correas, Abe le miró el cuello con aire interrogante.
—¿Desde cuándo llevas joyas, Jack?
—Desde esta noche… para tener suerte.
—Un objeto extraño. Es de hierro, ¿verdad? Y esas piedras… Casi parecen…
—¿Dos ojos? Ya lo sé.
—Y la inscripción parece sánscrito. ¿Lo es?
Jack se encogió de hombros, incómodo. No le gustaba aquel collar y no sabía nada sobre su origen.
—Es posible. No lo sé. Me lo han… prestado para esta noche. ¿Sabes qué dicen las inscripciones?
Abe sacudió la cabeza.
—He visto sánscrito antes, pero no sabría traducir una sola palabra aunque mi vida dependiera de ello. —Miró más de cerca—. Bien mirado, eso no es realmente sánscrito. ¿Dónde lo fabricaron?
—En la India.
—¿De veras? Entonces probablemente estará en védico, uno de los idiomas proto-arios que fue el precursor del sánscrito. —Abe le regaló la información en tono despreocupado; luego se volvió y empezó a martillear suavemente los clavos en las esquinas de la caja de bombas incendiarias.
Jack no sabía si Abe le estaba tomando el pelo o no, pero no quería privarle de su momento.
—¿Cómo diablos sabes todo eso?
—¿Crees que me gradué en armas en la universidad? Tengo un título de antropología por Columbia, con especialidad en idiomas.
—Y esta inscripción está en védico, ¿eh? ¿Se supone que eso significa algo?
—Significa que es antiguo, Jack. Muy antiguo.
Jack palpó los eslabones de hierro en torno a su cuello.
—Lo imaginaba.
Abe terminó de clavar la tapa de la caja, y se volvió hacia Jack.
—Sabes que nunca te hago preguntas, Jack, pero esta vez tengo que hacerlo: ¿qué te traes entre manos? Podrías arrasar un par de manzanas de edificios con lo que llevas ahí.
Jack no supo qué decir. ¿Cómo explicar a alguien, aunque fuera su mejor amigo, la existencia de los rakoshi, y que llevaba un collar que le hacía invisible a ellos?
—¿Por qué no me acompañas al muelle, y tal vez lo veas?
—Trato hecho.
Abe gimió bajo el peso de la caja de bombas incendiarias, mientras Jack, todavía con el arnés del lanzallamas, ascendía hasta la planta baja. Cuando Abe hubo depositado la caja en la parte trasera de la camioneta, indicó a Jack que saliera. Jack abandonó la tienda y saltó a la parte trasera del vehículo. Abe cerró la verja de hierro y subió al asiento del conductor.
—¿Adónde vamos?
—Toma el West End hasta la Cincuenta y Siete, y luego gira a la derecha. Aparca en un lugar oscuro bajo la autopista y seguiremos a pie desde allí.
Mientras Abe ponía la camioneta en marcha, Jack consideró sus opciones. Dado que trepar por un cable con un lanzallamas a la espalda y una caja de bombas bajo el brazo era impensable, tendría que subir por la pasarela; el transmisor de frecuencia variable la haría bajar. Las cosas podían ir de dos maneras a partir de allí: si conseguía subir a bordo sin ser descubierto, pondría las bombas y escaparía; si era descubierto, tendría que utilizar el lanzallamas e improvisar. Si encontraba la posibilidad de hacerlo sin que fuera peligroso, dejaría que Abe echara un vistazo a un rakosh. Tendría que verlo para creerlo; cualquier otro medio de explicarle lo que contenía el barco de Kusum sería fútil.
En cualquier caso, se aseguraría de que no quedaran rakoshi vivos en Nueva York al amanecer. Y si Kusum interfería, Jack estaba más que dispuesto a enviar a su atman a la siguiente reencarnación.
La camioneta se detuvo.
—Hemos llegado —dijo Abe—. Ahora, ¿qué?
Jack bajó cautelosamente por la puerta trasera y se acercó a la ventanilla de Abe. Señaló hacia la oscuridad del muelle 97.
—Espera mientras subo a bordo. No tardaré mucho.
Abe miró por la ventana y luego de nuevo a Jack, con una expresión de desconcierto en su cara redonda.
—¿A bordo de qué?
—Hay un barco allí. No puedes verlo desde donde estás.
Abe negó con la cabeza.
—No veo nada más que agua.
Jack escudriñó la oscuridad. Estaba allí, ¿verdad? Con una mezcla de sorpresa, desconcierto y alivio en su interior, corrió hasta el borde del muelle… El muelle vacío.
—¡Se ha ido! —gritó mientras corría de regreso a la furgoneta—. ¡Se ha ido!
Comprendió que debía parecer un loco, saltando y riendo con un lanzallamas atado a la espalda, pero no le importaba.
Había ganado. Había derrotado a la Madre rakosh, y Kusum había regresado a la India sin Vicky y sin Kolabati. Le invadió una oleada de triunfo.
«Bon voyage, Kusum».
28
Gia subió a la carrera los escalones de entrada al edificio de cinco pisos y entró en el vestíbulo. Tiró de la manecilla de la puerta interior por si el pestillo no estaba echado. La puerta no se movió. Por pura costumbre, buscó las llaves en su bolso, y luego recordó que se las había devuelto a Jack meses atrás.
Fue al tablero de llamadas y pulsó el botón junto al número 3, el que tenía el trocito de papel escrito a mano que decía «Producciones Pinocho». Cuando la puerta no se abrió, volvió a llamar, y siguió llamando, sosteniendo el botón hasta que le dolió el pulgar. Ningún zumbido en respuesta.
Gia regresó a la acera y levantó la vista hasta las ventanas delanteras del apartamento de Jack. Estaban a oscuras, aunque parecía haber algo de luz en la cocina. De repente vio movimiento en la ventana, una sombra que la miraba. ¡Jack!
Corrió para volver a pulsar el botón del número 3, pero el zumbido empezó a sonar en cuanto entró en el vestíbulo. Empujó la puerta interior y corrió escaleras arriba.
Al acercarse al tercer piso, encontró una larga peluca castaña y un sombrero floreado de ala ancha en las escaleras. Un perfume dulzón flotaba en el aire. La pilastra del rellano estaba rota, prácticamente partida en dos. Había trozos de vestido desgarrado por todo el rellano, y unas manchas de fluido espeso y negro moteaban el suelo frente al apartamento de Jack.
¿Qué había sucedido allí? Algo en aquellas manchas le provocaba escalofríos. Las esquivó cuidadosamente, para no tocar ninguna aunque fuera con el zapato. Controlando su intranquilidad, llamó a la puerta de Jack.
La puerta se abrió de inmediato, sobresaltándola. Quienquiera que estuviera allí dentro, debía de haber estado esperando su llamada. Pero la puerta se movió sólo siete centímetros y se detuvo. Pudo ver la vaga silueta de una cabeza que la miraba, pero la débil luz del rellano no le llegaba en un ángulo lo bastante bueno para revelar el rostro.
—¿Jack? —dijo Gia. Estaba realmente asustada. Todo estaba mal.
—No está aquí —dijo una voz baja, áspera y quebrada.
—¿Dónde está?
—No lo sé. ¿Lo buscará?
—Sí… sí. —La pregunta había sido inesperada—. Le necesito ahora mismo.
—¡Encuentre a Jack! ¡Encuéntrele y tráigalo aquí! ¡Tráigalo aquí!
La puerta se cerró de golpe y Gia se alejó, impulsada por la sensación de desesperada urgencia que había contenido aquella voz.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿Por qué había encontrado a aquel extraño personaje en el apartamento de Jack en lugar de a Jack?
Gia no tenía tiempo para misterios; Vicky había desaparecido, y Jack podría encontrarla. Gia se aferró a aquella idea. La ayudaba a mantener la cordura. Así y todo, la sensación irreal de una pesadilla se apoderó de ella de nuevo. Las paredes se movían a su alrededor mientras la pesadilla continuaba…
… escaleras abajo, a través de la puerta y hasta la calle, donde el Honda estaba aparcado en doble fila. Lo puso en marcha, y condujo hasta donde creía (o así lo esperaba) que estaba la tienda de Abe. Tenía el rostro lleno de lágrimas.
«Oh, Vicky, ¿cómo podré encontrarte? ¡Moriré sin ti!»
Condujo junto a edificios y tiendas en tinieblas hasta que vio que una camioneta azul oscuro aparcaba en la acera de la izquierda, justo delante de ella, y Jack bajaba del asiento del pasajero…
¡Jack!
De repente en el mundo real, Gia frenó de golpe. Mientras el Honda se detenía, Gia bajó y echó a correr hacia él, gritando su nombre.
—¡Jack!
Él se volvió, y Gia vio que su rostro palidecía al verla. Echó a correr hacia ella.
—¡Oh, no! ¿Dónde está Vicky?
¡Jack lo sabía! La expresión de Gia, su simple presencia, se lo habían dicho todo. Gia no pudo contener por más tiempo su miedo y su dolor. Se echó a llorar mientras se derrumbaba en sus brazos.
—¡Ha desaparecido!
—¡Dios! ¿Cuándo? ¿Cuánto tiempo hace?
Gia pensó que Jack iba a echarse a llorar. Sus brazos se apretaron contra ella hasta que sus costillas amenazaron con romperse.
—Una hora… No más de una hora y media.
—Pero ¿cómo?
—¡No lo sé! Sólo he encontrado una naranja bajo su cama, como la que…
—¡No! —El grito de angustia de Jack fue como un golpe físico en su oído. Él se apartó de ella y dio uno o dos pasos en una dirección y luego en otra mientras agitaba los brazos en el aire como un muñeco de cuerda fuera de control—. ¡Tiene a Vicky! ¡Tiene a Vicky!
—Ha sido culpa mía, Jack. Si me hubiera quedado con ella en lugar de ver esa estúpida película, Vicky estaría bien ahora.
Jack dejó de moverse de repente. Sus brazos quedaron quietos junto a sus costados.
—No —dijo con una voz que la heló por su tono férreo e inexpresivo—. No hubieras podido cambiar nada. Simplemente, estarías muerta. —Se volvió hacia Abe—. Necesitaré tu camioneta, Abe, y también una balsa hinchable con remos. Y los prismáticos de campo más potentes que puedas encontrar. ¿Tienes todo eso?
—Aquí mismo, en la tienda. —Abe miraba a Jack de forma extraña.
—¿Quieres cargarlo en la camioneta lo antes posible?
—Claro.
Gia miró fijamente a Jack mientras Abe corría hacia la tienda. La brusca transición de un estado parecido a la histeria a aquella criatura fría y desapasionada que tenía delante le resultó casi tan aterradora como la desaparición de Vicky.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a buscarla. Y luego me aseguraré de que nadie vuelva a molestarla.
Gia retrocedió. Porque mientras Jack hablaba, se había vuelto hacia ella y miraba en dirección al centro de la ciudad, como si pudiera ver a través de todos los edificios que le separaban de quienquiera que estuviera en sus pensamientos. Gia emitió un gritito al ver su expresión.
Estaba mirando a la muerte; como si la propia muerte hubiera tomado forma humana. La mirada en el rostro de Jack… Gia apartó la vista. No podía soportarla. En sus ojos había concentrada más rabia y furia de la que ningún hombre debería contener. Casi podía imaginar que el corazón de alguien se detendría con sólo mirar aquellos ojos.
Abe cerró las puertas traseras de la camioneta y entregó a Jack un estuche de cuero negro.
—Aquí están los prismáticos. La balsa está cargada.
La expresión de los ojos de Jack se relajó.
¡Gracias a Dios! Gia no quería volver a ver aquella mirada.
Jack se colgó los prismáticos al cuello.
—Vosotros dos esperadme aquí mientras…
—¡Voy contigo! —dijo Gia. No iba a quedarse atrás mientras él iba a buscar a Vicky.
—¿Y qué? —dijo Abe—. ¿Yo tengo que quedarme aquí mientras vosotros os largáis con mi camioneta?
Jack ni siquiera se molestó en discutir.
—Subid, entonces. Pero conduzco yo.
Y condujo… como un loco. Al este hasta Central Park West, luego hacia Broadway, y luego a toda velocidad hacia el centro. Gia estaba apretada entre Jack y Abe, con una mano apoyada en la guantera por si tenían que frenar de golpe, y la otra en el techo de la cabina de la camioneta para no golpearse la cabeza mientras saltaban por encima de los montículos y baches del pavimento; las calles de Nueva York no eran más lisas que los caminos de tierra por donde solía conducir en Iowa.
—¿Adónde vamos? —gritó.
—A recibir un barco.
—Jack, estoy muy asustada. No juegues conmigo. ¿Qué tiene esto que ver con Vicky?
Jack la miró vacilante, y luego a Abe.
—Los dos pensaréis que estoy loco. No podría aguantarlo ahora.
—Ponme a prueba —dijo Gia.
Tenía que saberlo. ¿Qué podía ser más loco que lo que ya había ocurrido aquella noche?
—Muy bien. Pero escuchad sin interrumpirme, ¿de acuerdo? —Jack la miró y ella asintió. Su vacilación era enervante. Jack respiró profundamente—. Allá va…
29
Vicky había muerto.
Mientras Jack conducía y explicaba la historia a Abe y Gia, aquel hecho ineluctable le acuchillaba la mente. Pero mantuvo la mirada fija en la carretera y consiguió alejar la oleada de dolor que amenazaba con arrollarlo en cualquier momento.
Dolor y rabia. Se mezclaban y se agitaban en su interior. Deseaba detener el vehículo junto a la acera, cubrirse el rostro con las manos y echarse a llorar como un niño. Deseaba romper el cristal del parabrisas con el puño y golpearlo una y otra vez.
¡Vicky! No volvería a verla nunca, nunca volvería a hacer el juego de la boca de naranja, nunca volvería a pintarse la mano como Moony para ella, nunca…
¡Basta!
Tenía que mantener el control, tenía que parecer fuerte. Por Gia. Si cualquier otra persona le hubiera dicho que Vicky había desaparecido, se habría vuelto loco. Pero conservó la calma por Gia. No podía permitir que supusiera lo que él ya sabía. Tampoco le creería, de todas formas. ¿Quién iba a creerlo? Tendría que decírselo lentamente, paso a paso; decirle lo que había visto, lo que había averiguado durante la última semana.
Jack condujo a toda prisa por las calles casi vacías, aminorando la marcha pero sin detenerse ante los semáforos en rojo. Eran las dos de la madrugada de un miércoles, y todavía había tráfico, pero no el suficiente para incomodarle. Iba a llegar al río… Tenía que llegar al río.
Sus instintos insistían en que Kusum no se marcharía sin la Madre rakosh. No querría esperar demasiado lejos de Manhattan. Seguir navegando, aun a poca velocidad, significaría aumentar la distancia que le separaba de la Madre y dejarla atrás. Según Kolabati, la Madre era la clave para controlar a la camada. De modo que Kusum esperaría. Pero no sabía que la Madre no llegaría.
En su lugar, llegaría Jack.
Habló con toda la calma que pudo mientras atravesaba Times Square, luego Union Square y el edificio Flatiron, y pasaba junto al Ayuntamiento y la iglesia de la Trinidad, siempre hacia el sur, hablándoles entre tanto de un hombre hindú llamado Kusum (a quien Gia había conocido en la recepción del consulado británico) cuyos ancestros habían sido asesinados por un Westphalen más de un siglo atrás. El tal Kusum había venido a Nueva York con un barco lleno de criaturas de dos metros y medio de altura llamadas rakoshi, a las que había enviado a capturar a los últimos miembros de la familia Westphalen.
Se hizo un silencio mortal en la cabina de la camioneta cuando acabó su historia. Miró a Gia y Abe. Ambos le observaban fijamente, con expresiones alarmadas y miradas cautelosas.
—No os culpo —dijo—. Así es cómo yo miraría a cualquiera que me contara lo que os acabo de contar. Pero he estado en ese barco. Lo he visto. Y no podré olvidarlo.
Ellos siguieron sin decir nada.
«Y ni siquiera les he hablado del collar».
—¡Es verdad, maldita sea! —Se sacó del bolsillo las garras y colmillos chamuscados de la Madre y los puso en la mano de Gia—. Esto es lo que queda de uno de ellos.
Gia se los pasó a Abe sin mirarlos siquiera.
—¿Por qué no iba a creerte? ¡Se llevaron a Vicky por una ventana a doce pisos de altura! —Agarró el brazo de Jack—. Pero ¿qué hace con los monstruos?
Jack tragó saliva espasmódicamente, incapaz de hablar por un momento. ¡Vicky había muerto! ¿Cómo podía decírselo?
—Yo… No lo sé —dijo finalmente, aprovechando su vasta experiencia como mentiroso—. Pero voy a averiguarlo.
Y entonces se les acabó la isla; habían llegado a Battery Park, el extremo sur de Manhattan. Jack condujo por el lado oeste del parque y giró a la derecha en torno a una curva del final. Sin aflojar la marcha, atravesó una tela metálica y siguió avanzando hacia el agua sobre la arena.
—¡Mi camioneta! —gritó Abe.
—¡Lo siento! Pagaré la reparación.
Gia soltó un grito cuando Jack se detuvo en seco sobre la arena, bajó de un salto y corrió hacia el rompeolas.
La parte superior de la bahía de Nueva York se extendía ante él. Una suave brisa le abanicaba la cara. Justo al sur, frente a él, yacían los árboles y edificios de la isla Governors. A la izquierda, al otro lado de la desembocadura del río East, estaba Brooklyn. Y mucho más lejos a la derecha, en dirección a Nueva Jersey y en su propia isla, estaba la estatua de la Libertad con su antorcha encendida en lo alto. La bahía estaba desierta; no había barcos de placer, ni ferris hacia Staten Island, ni cruceros Circle Line. Nada más que un oscuro desierto de agua. Jack sacó los prismáticos del estuche que llevaba en torno al cuello e inspeccionó la bahía.
Estaba allí… ¡Tenía que estar allí!
Pero la superficie de la bahía estaba inerte; ningún movimiento, ningún otro sonido que no fuera el chapoteo de las olas contra la barrera. Sus manos empezaron a temblar mientras pasaba los prismáticos una y otra vez por encima del agua.
«¡Está aquí! ¡No puede escapar!»
Y entonces encontró un barco, directamente entre él y la isla Governors. En las anteriores pasadas había confundido sus luces con las de los edificios de detrás. Pero en aquella ocasión pudo distinguir el reflejo de la luna poniente sobre la parte trasera de la superestructura. Un ajuste de las lentes le permitió enfocar correctamente la alargada cubierta. Cuando vio el poste con las cuatro grúas en la crujía, estuvo seguro de haberlo encontrado.
—¡Allí está!
Pasó los prismáticos a Gia. Ella los tomó con expresión perpleja.
Corrió a la parte trasera de la camioneta y sacó la balsa. Abe le ayudó a desembalarla y activar los cartuchos de CO2. Cuando el óvalo plano de goma amarilla empezó a hincharse y tomar forma, Jack se puso el arnés del lanzallamas. La espalda apenas le molestaba. Trasladó la caja de bombas incendiarias hasta el rompeolas y comprobó que llevaba el transmisor de frecuencia variable. Se dio cuenta de que Gia le observaba atentamente.
—¿Estás bien, Jack?
Le pareció detectar en sus ojos cierto rastro de los sentimientos que una vez había albergado hacia él, pero también vio dudas.
«Allá vamos. Se refiere a si estoy bien de la cabeza».
—No, no estoy bien. No estaré bien hasta que haya terminado de hacer lo que tengo que hacer en ese barco.
—¿Estás seguro de ello? ¿De veras está allí Vicky?
«Sí. Está allí. Pero muerta. Devorada por…» Jack luchó contra las ganas de llorar.
—Estoy seguro.
—Entonces llamemos a los guardacostas, o…
—¡No! —No podía permitirlo. Aquella era su pelea, e iba a librarla a su manera. Como el rayo buscando el suelo, la ira, el dolor y el odio concentrados en su interior tenían que encontrar un objetivo. Si no resolvía aquello personalmente con Kusum, acabaría por destruirle—. No llames a nadie. Kusum tiene inmunidad diplomática. Nadie que juegue limpio puede llegar hasta él. ¡Déjamelo a mí!
Gia se apartó de él, y Jack comprendió que estaba gritando. Abe estaba junto a la camioneta con los remos en las manos, mirándole fijamente. Debía parecer un loco. Estaba al límite; tan cerca del límite… Tenía que aguantar sólo un poco más.
Acercó al final de la barrera el bote ya hinchado y lo empujó al agua. Se sentó en el borde y mantuvo el bote en posición con los pies mientras depositaba en él la caja de bombas incendiarias. Abe le trajo los remos. Jack se instaló en el bote y miró a su mejor amigo y a la mujer que amaba.
—¡Quiero ir contigo! —dijo Gia.
Jack sacudió la cabeza. Imposible.
—Es mi hija. ¡Tengo derecho!
Jack se apartó de la barrera. Dejar atrás la orilla fue como cortar un lazo de unión con Gia y Abe. Se sintió muy solo en aquel momento.
—Os veré pronto —fue todo lo que pudo decir.
Empezó a adentrarse en la bahía remando, con los ojos fijos en Gia, sólo mirando de vez en cuando por encima del hombro para asegurarse de que mantenía el rumbo en dirección al casco negro del barco de Kusum. Le pasó por la cabeza la idea de que podía estar dirigiéndose a su muerte, pero la ignoró. No admitiría la posibilidad de la derrota hasta que hubiera hecho lo que tenía que hacer. Primero pondría las bombas, dejando tiempo suficiente para encontrar a Kusum y ajustarle las cuentas.
No quería que Kusum muriera en la furia ciega, indiscriminada y anónima de una explosión incendiaria. Kusum debía saber quién era el autor de su muerte… y el porqué.
¿Y qué haría luego Jack? No podía regresar con Gia y pronunciar aquellas palabras: «Vicky está muerta». ¿Cómo hacerlo? Casi era mejor ser destruido con el barco.
El ritmo de los remos aumentó mientras dejaba que la rabia creciera, ahogando su dolor y su preocupación por Gia, consumiéndole, apoderándose de él. El universo se encogió, se concentró en aquel pequeño trozo de agua cuyos únicos habitantes eran Kusum, sus rakoshi y Jack.
30
—¡Estoy tan asustada! —dijo Gia mientras veía cómo Jack y su bote de goma se perdían en la oscuridad. Sintió frío pese al calor de la noche.
—Yo también —dijo Abe, rodeándole los hombros temblorosos con un pesado brazo.
—¿Puede ser cierto todo esto? Quiero decir que Vicky ha desaparecido, y aquí estoy, viendo cómo Jack se va remando hacia un barco para rescatarla de un hindú chiflado y un hatajo de monstruos salidos de los cuentos populares. —Sus palabras empezaron a romperse a causa de los sollozos que no podía controlar—. ¡Dios mío, Abe! ¡Esto no puede estar pasando!
Abe la apretó más con el brazo, pero ella recibió muy poco consuelo de aquel gesto.
—Está pasando, muchacha. Está pasando. Pero ¿quién sabe lo que hay en aquel barco? Y eso es lo que me preocupa. O bien Jack se ha vuelto completamente meshugge… y no es tranquilizador pensar que un hombre tan peligroso pueda estar meshugge… o está mentalmente cuerdo y realmente existen criaturas como esos monstruos que ha descrito. No sé qué me asustaría más.
Gia no dijo nada. Estaba demasiado ocupada con el terror que le arañaba ferozmente las paredes del cerebro, terror a no volver a ver a Vicky. Luchó contra él, sabiendo que si lo dejaba en libertad y se enfrentaba realmente a la posibilidad de que Vicky hubiera desaparecido para siempre, moriría.
—Pero te diré una cosa —continuó Abe—. Si tu hija está ahí, y si es humanamente posible recuperarla, Jack lo hará. Tal vez sea el único hombre vivo capaz de hacerlo.
Si se suponía que aquello debía tranquilizar a Gia, no lo consiguió.
31
Vicky estaba sentada a solas en la oscuridad, tiritando en su camisón roto y empapado. Hacía frío. El suelo estaba resbaladizo contra sus pies desnudos, y el aire apestaba tanto que le daban ganas de vomitar. Se sentía muy desgraciada. Nunca le había gustado estar sola en la oscuridad, pero aquel rato a solas era mejor que con uno de aquellos monstruos.
Había llorado hasta no poder más. No le quedaban lágrimas. Su esperanza había crecido cuando el monstruo trepó por la cadena del ancla del barco, llevándola consigo. Aún no le había hecho ningún daño; tal vez sólo quería enseñarle el barco.
Una vez en cubierta, el monstruo hizo algo extraño: la llevó a la parte trasera y la sostuvo en el aire frente a un grupo de ventanas por encima de ella. Vicky tuvo la sensación de que alguien la miraba desde aquellas ventanas, pero no pudo ver a nadie. El monstruo la sostuvo en alto durante un buen rato, luego se la cargó bajo el brazo, atravesó una puerta con ella y bajó varios tramos de escalones metálicos.
A medida que se adentraban cada vez más en el barco, la esperanza empezó a marchitarse y morir, sustituida por una desesperación que se convirtió lentamente en horror cuando el olor putrefacto de los monstruos invadió el aire. Pero no procedía de aquel monstruo. Procedía de detrás de la puerta abierta de metal hacia donde se dirigían. Vicky empezó a patear, chillar y luchar por liberarse mientras se acercaban, porque oía crujidos, arañazos y gruñidos procedentes de la oscuridad al otro lado de aquella puerta. El monstruo no pareció percatarse de sus esfuerzos. Cruzó la abertura y el hedor la envolvió.
La puerta se cerró de golpe tras ellos y alguien echó la llave. Alguien o algo debía de haber estado aguardando en las sombras mientras pasaban. Y entonces los monstruos la rodearon, enormes siluetas oscuras que alargaban los brazos hacia ella, mostrándole los dientes y siseando. Los gritos de Vicky cesaron, muriendo en su garganta cuando una explosión de terror le arrebató la voz. ¡Iban a comérsela! ¡Estaba segura!
Pero el que la había traído no dejó que los demás la tocaran. Amenazó con morder y arañar hasta que finalmente retrocedieron, pero no antes de haberle desgarrado el camisón y arañado la piel en un par de lugares. El monstruo la llevó por un corto pasillo y la dejó caer en una pequeña habitación sin ningún mueble. La puerta se había cerrado y ella se había quedado sola en la oscuridad, encogida y temblorosa en el rincón más apartado.
—¡Quiero ir a mi casa! —gimió.
Percibió un movimiento frente a la puerta, y las criaturas de fuera parecieron alejarse. Al menos, dejó de oírlas pelearse, sisear y arañar la puerta. Al cabo de un rato oyó otro sonido, como un cántico, pero no pudo identificar las palabras. Y luego más movimientos en el pasillo.
La puerta se abrió. Gimiendo de terror e impotencia, Vicky trató de encogerse más aún contra las duras paredes de su rincón. Hubo un chasquido y la luz inundó de repente la habitación, brillando en el techo y cegándola. Ni siquiera había buscado el interruptor de la luz. Cuando sus ojos se adaptaron al resplandor, distinguió una silueta en el umbral. No era un monstruo; era más pequeño y ligero. Luego su visión se aclaró.
¡Era un hombre! Llevaba barba y vestía de un modo extraño, y Vicky observó que sólo tenía un brazo. ¡Pero era un hombre, no un monstruo! ¡Y sonreía!
Con un grito de alegría, Vicky se levantó de un salto y corrió hacia él.
¡Estaba salvada!
32
La niña corrió hacia él y le agarró la muñeca con las dos manitas. Levantó la vista para mirarle a los ojos.
—Va a salvarme, ¿verdad, señor? ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Está lleno de monstruos!
Una oleada de repugnancia hacia sí mismo invadió a Kusum mientras la miraba. Aquella niña, aquel ser pequeño e inocente de cabello empapado y lleno de sal, camisón desgarrado, grandes ojos azules y rostro esperanzado y seguro de que él iba a salvarla… ¿cómo iba a entregarla a los rakoshi?
Era pedir demasiado.
«¿Debe morir también ella, diosa?»
No hubo respuesta, porque no era necesaria. Kusum conocía la respuesta; estaba grabada en su alma. La promesa quedaría sin cumplir mientras hubiera un solo Westphalen con vida. Cuando la niña hubiera desaparecido, estaría un paso más cerca de purificar su karma.
¡Pero sólo era una niña!
Tal vez debería esperar. La Madre no había regresado aún y era importante que formara parte de la ceremonia. Le inquietaba que no hubiera vuelto. La única explicación era que se había encontrado con dificultades para localizar a Jack. Kusum podía esperarla…
No. Ya se había retrasado más de una hora. Los rakoshi estaban reunidos y esperando. La ceremonia debía empezar.
¡Sólo una niña!
Acallando la voz que gritaba en su interior, Kusum se irguió y sonrió de nuevo a la niña.
—Ven conmigo —le dijo, levantándola con su brazo y llevándola al pasillo.
Se encargaría de que muriera rápidamente y sin dolor. Al menos podría hacer eso.
33
Jack dejó que su balsa golpeara suavemente el casco del barco mientras recorría las diversas frecuencias de su transmisor. Finalmente oyó un chasquido y un zumbido arriba. La pasarela empezó a descender hacia él. Jack maniobró la balsa hasta situarse justo debajo y, en cuanto el descenso hubo terminado, alargó un brazo y depositó la caja de bombas sobre el escalón inferior. Con un delgado cordel de nylon entre los dientes, se encaramó a la pasarela y le ató la balsa.
Se puso en pie y contempló la regala por encima de él, con el lanzallamas preparado. Si Kusum había visto bajar la pasarela, acudiría a investigar. Pero no apareció nadie.
Bien. Por el momento, la sorpresa estaba de su lado. Llevó la caja a la parte superior de la pasarela y se agazapó allí para inspeccionar la cubierta: estaba desierta.
A su izquierda, todo el lado de popa de la superestructura estaba a oscuras, excepto por las luces de posición. Kusum podía estar oculto entre las sombras tras las ventanas del puente en aquel mismo momento. Jack se expondría a ser descubierto al cruzar la cubierta, pero era un riesgo que tenía que correr. Los compartimentos de popa eran las zonas más críticas del barco. Los motores estaban allí, y también los depósitos de combustible. Quería estar seguro de que aquellas zonas estaban listas para la destrucción antes de enfrentarse al peligro de las bodegas… donde vivían los rakoshi.
Vaciló. Aquello era una idiotez, propia de un cómic. ¿Y si los rakoshi le sorprendían antes de haber puesto las bombas? Aquello dejaría a Kusum en libertad con su barco y sus monstruos. Lo único sensato que cabía hacer era lo que había dicho Gia en la orilla: llamar a los guardacostas. O a la patrulla del puerto.
Pero Jack era simplemente incapaz de hacerlo. Aquello era algo entre Kusum y él. No podía dejar que interviniera gente externa. Gia no lo entendería, ni tampoco Abe. Sólo podía pensar en una persona que comprendería por qué tenía que hacerlo a su modo. Y aquello, para Jack, era lo más aterrador de todo.
Sólo Kusum Bahkti, el hombre a quien había venido a destruir, sería capaz de comprenderlo.
«Ahora o nunca», se dijo mientras fijaba cuatro bombas a su cinturón. Salió a la cubierta y corrió a lo largo de la regala de estribor hasta llegar a la superestructura. Había hecho aquella ruta en su primera visita a bordo de aquel barco. Conocía el camino y se dirigió directamente abajo.
La sala de máquinas era cálida y ruidosa, con los dos grandes motores diesel en punto muerto. Su zumbido grave le hacía vibrar la dentadura. Jack fijó los temporizadores de las bombas a las 3:45 AM, lo que le daría algo más de una hora para hacer su trabajo y escapar. Estaba familiarizado con los temporizadores y confiaba en ellos, pero mientras los preparaba se descubrió conteniendo el aliento y apartando la vista. Era un gesto ridículo; si la bomba le estallaba en las manos, el calor y la fuerza de la explosión lo incinerarían antes de que pudiera darse cuenta. Pero continuó apartando la cabeza.
Colocó las dos primeras en la base de cada uno de los motores, y fijó otras dos a los depósitos de combustible. Cuando estallaran aquellas cuatro, toda la popa del carguero no sería más que un recuerdo.
Se detuvo junto a la escotilla que le había llevado hasta el pasillo que conducía a los rakoshi. Allí era donde había muerto Vicky.
Sintió una pesadez en el pecho. Aún no podía creer que estuviera muerta.
Acercó una oreja al metal y le pareció oír el ya familiar kaka-ji. Imágenes de lo que había visto el lunes por la noche, aquellos monstruos levantando trozos de carne desgarrada, acudieron a su mente, dejando tras sí una furia apenas controlable. Le costó no encender el lanzallamas y echar a correr hacia la bodega, rociando con napalm todo lo que se moviera.
Pero no: no duraría ni un minuto si lo hacía. No había lugar para la emoción. Tenía que bloquear sus sentimientos y mantenerse frío… muy frío. Tenía que seguir su plan. Tenía que hacerlo bien. Tenía que asegurarse de que ningún rakoshi (ni tampoco su amo) escapaba con vida.
Regresó al aire libre y a la pasarela. Seguro ya de que Kusum estaba en la bodega principal, haciendo lo que tuviera que hacer con los rakoshi, Jack se cargó al hombro la caja de bombas, ya algo más ligera, y no hizo ningún intento de esconderse mientras se dirigía a la proa. Cuando llegó a la escotilla de la bodega de proa, la levantó para mirar abajo.
El olor se elevó y le golpeó las fosas nasales, pero controló las náuseas y miró abajo.
Aquella bodega era idéntica a la otra en tamaño y diseño, excepto que la plataforma elevadora que esperaba a tres metros por debajo de él estaba en la esquina de proa y no en la de popa. Pudo oír ruidos como de una letanía procedentes de la otra bodega.
En la penumbra, observó que el suelo de la bodega estaba lleno de desechos, pero no vio a ningún rakoshi, ni caminando ni tumbado en el suelo.
Tenía la bodega de proa para él solo.
Jack se introdujo en la abertura. Sintió un apretón contra el lanzallamas a su espalda, y por un terrible momento creyó que estaba atrapado en la abertura, incapaz de moverse arriba o abajo, inmovilizado sin remedio hasta que Kusum le descubriera o estallaran las bombas. Pero se liberó, consiguió bajar y tiró de la caja de bombas detrás de él.
Una vez más, comprobó el suelo de la bodega. Al no ver rastro de rakoshi, empezó a bajar con el elevador.
Un descenso al infierno. El ruido de la otra bodega se volvía cada vez más fuerte. Percibió cierta excitación, cierto apetito en los sonidos guturales emitidos por los rakoshi. Fuera cual fuera la ceremonia, debía estar llegando a su clímax. Después de aquello, probablemente regresarían a aquella bodega. Jack quería haber puesto las bombas y haberse alejado para entonces. Pero por si entraban mientras aún estaba allí…
Alargó un brazo hacia atrás y abrió las válvulas de los depósitos. Oyó un siseo débil y breve cuando el dióxido de carbono empujó el napalm hacia la tubería, y luego todo quedó en silencio. Se fijó tres bombas al cinturón y esperó.
Cuando la plataforma se detuvo, Jack descendió y miró alrededor. El suelo estaba muy sucio. Parecía un vertedero. No tendría problemas para encontrar escondites para el resto de sus bombas entre los desechos. Quería crear un infierno que se esparciera a la bodega de popa, atrapando a los rakoshi entre las explosiones de delante y de detrás.
Reprimió una arcada. El olor era peor allí que en cualquier otro lugar donde hubiera estado, incluso en la otra bodega. Trató de respirar por la boca, pero el hedor se le pegó a la lengua. ¿Qué lo hacía tan terrible en aquel lugar?
Bajó la vista antes de dar el primer paso y vio que el suelo estaba cubierto por los restos rotos de incontables huevos de rakoshi. Entre los fragmentos de cáscara había huesos, pelo y trozos de ropa. Sintió que su pie tocaba lo que le pareció un huevo sin eclosionar; lo hizo rodar con la punta de la zapatilla y se encontró mirando las cuencas vacías de los ojos de un cráneo humano.
Asqueado, miró a su alrededor… y descubrió que no estaba solo.
Por todas partes había rakoshi inmaduros de todos los tamaños, la mayor parte encogidos en el suelo y durmiendo. Había uno cerca de él despierto y activo… mordisqueando tranquilamente una costilla humana. No había reparado en ellos al bajar porque eran muy pequeños.
Los nietos de Kusum…
Parecían tan ajenos a él en aquel momento como lo habían estado sus padres en la otra bodega la noche anterior.
Pisando con cuidado, se abrió paso hasta el rincón opuesto. Allí preparó y activó una bomba, y la escondió bajo un montón de huesos y fragmentos de cáscara. Moviéndose tan rápida y cuidadosamente como le era posible, avanzó hacia el centro de la pared de proa. A medio camino oyó un gritito y sintió un dolor repentino, agudo y desgarrador en la pantorrilla izquierda. Se volvió y bajó la vista, llevándose la mano hacia el lugar dolorido en un acto reflejo. Algo le estaba mordiendo; se le había pegado a la pierna como una sanguijuela. Tiró de la criatura, pero sólo consiguió empeorar el dolor. Apretando los dientes, se la arrancó entre un relámpago de dolor; un trozo de pierna del tamaño de una nuez se había desprendido con ella.
Tenía cogido por la cintura a un rakoshi de cuarenta centímetros, que se retorcía sin cesar. Debió patearlo o pisarlo por accidente al pasar, y la criatura le había clavado los dientes. Tenía la pernera del pantalón rota y empapada de sangre donde le había mordido. La sostuvo al extremo de su brazo mientras el cachorro pateaba y trataba de arañarle con sus diminutas garras, y sus ojitos amarillos le miraban llenos de furia. Tenía entre los dientes un trozo de carne ensangrentada, carne de Jack. Ante sus ojos, aquel horror en miniatura se metió el trozo de carne en la boca, chilló y trató de morderle los dedos.
Jack arrojó a la criatura al otro lado de la habitación. Aterrizó sobre la suciedad del suelo, entre los otros miembros dormidos de su especie.
Pero ya no estaban dormidos. Los chillidos del cachorro habían despertado a otros en la vecindad. Como una ola que se extiende a partir de una piedra arrojada a un estanque en reposo, las criaturas empezaron a reaccionar, y los movimientos de cada una de ellas perturbaban a las siguientes.
En cuestión de minutos, Jack se encontró mirando un mar de rakoshi inmaduros. No podían verle, pero la alarma del primero les había alertado de la presencia de un intruso… un intruso comestible.
Los rakoshi se congregaron a su alrededor, buscando. Se movían hacia el lugar donde habían oído el ruido; hacia Jack. Tal vez había un centenar, todos avanzando en su dirección. Tarde o temprano, tropezarían con él.
Tenía la segunda bomba en la mano. La activó rápidamente y la deslizó por el suelo en dirección a la pared de la bodega, con la esperanza de que el ruido los distrajera y le diera tiempo para poner en posición el tubo de descarga del lanzallamas.
No funcionó. Uno de los rakoshi más pequeños tropezó contra su pierna y anunció su descubrimiento con un grito antes de morderle. Los demás repitieron el grito y se abalanzaron hacia él como una ola repugnante. Le rodearon y le hundieron sus dientes afilados en las piernas, la espalda, los costados y los brazos, cortando y desgarrándole la carne. Trató de retroceder, perdió el equilibrio, y mientras empezaba a derrumbarse bajo el furioso ataque, vio a un rakosh adulto, probablemente alertado por los gritos de los cachorros, entrar en la bodega desde el pasillo de estribor y correr hacia él.
Estaba cayendo.
Una vez en el suelo, sería despedazado en segundos. Luchando contra el pánico, se retorció y sacó el tubo de descarga que llevaba bajo su brazo. Mientras caía de rodillas, apuntó en dirección contraria a él, encontró el asidero de detrás y apretó el gatillo.
El mundo pareció estallar cuando surgió una lámina de llama amarilla. Se volvió a la izquierda y luego a la derecha, esparciendo napalm en un círculo de llamas. De repente, se encontró solo en aquel círculo. Soltó el gatillo.
Había olvidado comprobar el ajuste de la boquilla. En lugar de un chorro de llamas, había soltado un surtidor. No importaba; había sido muy efectivo. Los rakoshi atacantes habían huido chillando o habían sido incinerados; los que estaban fuera de su alcance gritaban y huían en todas direcciones. El adulto había recibido todo el impacto del surtidor en la parte delantera del cuerpo. Convertido en una masa viviente de llamas, se apartó y huyó hacia el pasillo, mientras los pequeños escapaban delante de él.
Gimiendo por el dolor de las incontables heridas, ignorando la sangre que brotaba de ellas, Jack se puso en pie. No tenía más remedio que seguirlos. Se había dado la alarma.
Estuviera listo o no, había llegado el momento de enfrentarse a Kusum.
34
Kusum dominó su frustración. La Ceremonia de Ofrenda no funcionaba bien. Estaba tardando el doble de lo habitual. Necesitaba allí a la Madre para dirigir a los más jóvenes.
¿Dónde estaba?
La niña Westphalen permanecía en silencio. Tenía el antebrazo atrapado en la mano derecha de Kusum, y sus grandes ojos asustados e inquisidores estaban clavados en él. No era capaz de mirarla directamente; ella esperaba auxilio y él sólo podía ofrecerle muerte. La niña ignoraba lo que ocurría entre él y los rakoshi, no comprendía el significado de la ceremonia en la que la persona que iba a morir era ofrecida en nombre de Kali al recuerdo de los amados Ajit y Rupobati.
La ceremonia de aquella noche era especialmente importante. Sería la última… para siempre. La línea de los Westphalen se habría extinguido aquella noche. Ajit y Rupobati serían vengados al fin.
Cuando la ceremonia se acercaba finalmente a su clímax, Kusum percibió movimientos extraños en la bodega de proa, la guardería. Un rakosh hembra se volvió y se dirigió al pasillo. Bien. No quería interrumpir el precario ritmo de la ceremonia en aquel momento para enviar a alguien a investigar.
Aumentó el apretón en el brazo de la niña mientras elevaba la voz para la invocación final. Casi había terminado; casi había terminado al fin…
De repente, los ojos de los rakoshi dejaron de mirarle. Empezaron a sisear y rugir mientras su atención se trasladaba a la derecha. Kusum volvió la mirada, y vio estupefacto que una horda de rakoshi inmaduros entraban chillando desde la guardería, seguidos por un rakosh adulto, con el cuerpo completamente envuelto en llamas. La criatura se tambaleó y cayó al suelo cerca de la plataforma elevadora.
Y detrás de él, avanzando por el oscuro pasillo como el avatar de un dios vengativo, apareció Jack.
Kusum sintió que el mundo se encogía a su alrededor, aferrándole la garganta y privándole del aire.
¡Jack… allí… vivo! ¡Imposible!
¡Aquello sólo podía significar que la Madre estaba muerta! Pero ¿cómo? ¿Cómo podía un miserable humano derrotar a la Madre? ¿Y cómo le había encontrado Jack allí? ¿Qué clase de hombre era aquel?
¿O no era un hombre? Más bien parecía una fuerza irresistible y sobrenatural, enviada por los dioses para ponerle a prueba.
La niña empezó a retorcerse, mientras gritaba:
—¡Jack! ¡Jack!
35
Jack se detuvo en seco, estupefacto al oír aquella vocecita familiar que gritaba su nombre. Y entonces la vio.
—¡Vicky!
¡Estaba viva! ¡Seguía viva!
Jack sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Durante un segundo, sólo pudo ver a Vicky. Luego vio que Kusum la tenía agarrada del brazo. Cuando Jack avanzó, Kusum tiró de la niña para situarla frente a él.
—¡Mantén la calma, Vicks! Pronto te llevaré a casa.
Y lo haría. Juró al dios en que había dejado de creer mucho tiempo atrás que salvaría a Vicky. Si la niña había conseguido sobrevivir durante tanto tiempo, él haría el resto. Si no podía arreglar aquello, todos sus años como Jack el Reparador habrían sido en vano.
Allí no había clientes. Lo hacía por él.
Jack miró hacia la bodega. Ignoró a los rakoshi apiñados; su única preocupación era el rakosh que ardía en el suelo y su amo en la plataforma. Jack volvió su atención a Vicky. Al salir del pasillo, no se percató de un rakosh apoyado en la pared de su derecha hasta que le rozó. La criatura siseó y agitó salvajemente las garras. Jack se agachó y disparó el lanzallamas en un amplio arco, atrapando el brazo extendido del rakosh que le atacaba y dirigiendo el chorro hacia la multitud.
Caos. El pánico cundió entre los rakoshi, que empezaron a arañarse unos a otros para escapar del chorro de fuego y evitar a los que ya ardían.
Jack oyó gritar a Kusum:
—¡Basta! ¡Basta o le retuerzo el cuello!
Levantó la vista y vio que Kusum tenía la mano en torno a la garganta de Vicky. El rostro de la niña enrojeció y sus ojos se abrieron de par en par cuando Kusum la levantó del suelo para demostrar lo que decía.
Jack soltó el gatillo del lanzallamas. Tenía una zona amplia de suelo despejada para él. Sólo había un rakosh, con el labio inferior deforme y cubierto de cicatrices, cerca de la plataforma. Un humo negro se elevaba de las siluetas postradas de una docena de rakoshi ardiendo. El aire se estaba volviendo denso.
—Trátala bien —dijo Jack con la voz tensa mientras se apoyaba en la pared—. Es todo lo que te mantiene con vida ahora mismo.
—¿Qué es ella para ti?
—Quiero que esté a salvo.
—No es de tu sangre. Sólo es otro miembro de una sociedad que te exterminaría si supiera de tu existencia, que rechaza lo que tú más valoras. E incluso esta pequeña va a querer que estés encerrado cuando crezca. Tú y yo no deberíamos enfrentarnos. Somos hermanos, exiliados voluntarios de los mundos en que vivimos. Somos…
—¡Déjate de historias! —dijo Jack—. Es mía. ¡La quiero!
Kusum le dirigió una mirada furiosa.
—¿Cómo has escapado a la Madre?
—La he matado. De hecho, tengo unos cuantos dientes suyos en el bolsillo. ¿Los quieres?
El rostro de Kusum se oscureció.
—¡Imposible! Ella… —Su voz se interrumpió mientras miraba fijamente a Jack—. ¡Ese collar!
—Es de tu hermana.
—De modo que la has matado —dijo él, con voz repentinamente apagada.
—No. Se encuentra bien.
—¡Ella nunca lo entregaría voluntariamente!
—Está dormida. No sabe que me lo he llevado prestado durante un rato.
Kusum ladró una carcajada.
—¡Bien! ¡Así que la puta de mi hermana recogerá finalmente los frutos de su karma! ¡Y qué adecuado que hayas sido tú el instrumento de su castigo!
Pensando que Kusum estaba distraído, Jack dio un paso adelante. El hindú aumentó inmediatamente su presión sobre la garganta de Vicky. A través de la maraña de cabello húmedo y apelmazado, Jack vio que los ojos de la niña se cerraban de dolor.
—¡No te acerques!
Los rakoshi se agitaron y se acercaron más a la plataforma al oír la voz de Kusum. Jack retrocedió.
—Tarde o temprano perderás, Kusum. Entrégamela ahora.
—¿Por qué iba a perder? Sólo tengo que indicar tu situación a los rakoshi y decirles que ahí está el asesino de su Madre. El collar no te protegerá entonces. Y aunque tu lanzallamas podría matar a docenas, te despedazarían en su frenesí de venganza.
Jack señaló la bomba colgada de su cinturón.
—Pero ¿qué harás con esto?
Kusum frunció el ceño.
—¿De qué estás hablando?
—De las bombas incendiarias que he plantado por todo el barco. Todas preparadas para estallar a las 3:45. —Miró su reloj—. Ahora son las tres en punto. Sólo quedan cuarenta y cinco minutos. ¿Cómo las encontrarás a tiempo?
—La niña también morirá.
Jack vio que el rostro aterrado de Vicky palidecía aún más mientras les escuchaba. Tenía que oírlo; no había modo de protegerla de la verdad.
—Mejor eso que lo que has planeado para ella.
Kusum se encogió de hombros.
—Mis rakoshi y yo simplemente regresaremos a nado. Tal vez la madre de la niña está esperando en la orilla. Seguramente, la encontrarán muy sabrosa.
Jack disimuló su horror ante la visión de Gia frente a una horda de rakoshi surgiendo de la bahía.
—Eso no salvará tu barco. Y dejará a tus rakoshi sin hogar y fuera de tu control.
—Bien —dijo Kusum tras una pausa—. Estamos en un punto muerto.
—Cierto. Pero si dejas que la niña se vaya, te mostraré dónde están las bombas. Entonces la llevaré a casa mientras tú zarpas hacia la India.
No quería dejar marchar a Kusum (tenía cuentas pendientes con él), pero era un precio que estaba dispuesto a pagar por la vida de Vicky.
Kusum negó con la cabeza.
—Es una Westphalen… la última superviviente de los Westphalen… y no puedo…
—¡Te equivocas! —gritó Jack, aferrándose a un hilo de esperanza—. No es la última. ¡Su padre está en Inglaterra! Es…
Kusum volvió a sacudir la cabeza.
—Me encargué de él el año pasado durante mi estancia en la embajada de Londres.
Jack vio que Vicky se tensaba mientras abría mucho los ojos.
—¡Mi papá!
—Calla, niña —dijo Kusum, en tono inesperadamente gentil—. No merecía una sola lágrima. —Luego levantó la voz—. De modo que seguimos en punto muerto, Jack el Reparador. Pero tal vez haya un modo de solucionar esto de modo honorable.
—¿Honorable? —Jack sintió que su ira aumentaba—. ¿Cómo puedo esperar honor de un…? —¿Cuál era la palabra que había empleado Kolabati?—. ¿Un Brahmachari fracasado?
El rostro de Kusum se ensombreció.
—¿Te habló de eso? ¿Te dijo también quién fue la que me sedujo para hacerme romper mi voto de castidad? ¿Te dijo con quién me acostaba durante aquellos años en los que contaminé mi karma hasta un nivel casi irrecuperable? No, claro que no. ¡Fue la propia Kolabati! ¡Mi propia hermana!
Jack quedó estupefacto.
—¡Estás mintiendo!
—Ojalá estuviera mintiendo. —Una expresión de lejanía apareció en sus ojos—. En aquel momento, nos parecía muy adecuado. Tras casi un siglo de vida, mi hermana parecía la única persona en la tierra digna de conocerse; ciertamente, la única que quedaba con quien yo tenía algo en común.
—Estás más loco de lo que pensaba.
Kusum sonrió tristemente.
—¡Ah! Otra cosa que mi querida hermana olvidó mencionar. Probablemente te dijo que nuestros padres murieron en un accidente de tren, durante el caos que siguió al fin del dominio colonial británico. Es una buena historia; la preparamos juntos. Pero es mentira. Yo nací en 1846. Sí, he dicho 1846. Bati nació en 1850. Nuestros padres, cuyos nombres adornan la popa de este barco, fueron asesinados por sir Albert Westphalen y sus hombres cuando atacaron el templo de Kali en las colinas del noroeste de Bengala en 1857. Yo estuve a punto de matar a Westphalen entonces, pero él era más grande y fuerte que el diminuto chiquillo de doce años que era yo, y casi me arrancó el brazo izquierdo. Sólo el collar me salvó.
Jack tenía la boca seca. Aquel hombre hablaba de su locura de un modo natural, real, con todo el convencimiento de la verdad. Sin duda, porque creía que todo aquello era cierto.
—¿El collar? —dijo Jack.
Tenía que hacer que siguiera hablando. Tal vez encontraría una apertura, una posibilidad de liberar a Vicky de su apretón. Pero también tenía que pensar en los rakoshi, que seguían acercándose imperceptiblemente.
—Hace algo más que volver invisible a los rakoshi. El collar cura… y preserva. No vuelve invulnerable; los hombres de Westphalen dispararon contra los corazones de mis padres mientras llevaban los collares, y les dejaron tan muertos como hubieran estado sin ellos. Pero el collar que llevo, el que quité del cadáver de mi padre tras jurar vengarle, me ayudó a curar mi herida. Perdí el brazo, cierto, pero sin la ayuda del collar hubiera muerto. Mira tus propias heridas. Seguro que te han herido otras veces. ¿Acaso duelen tanto como esperarías? ¿Sangran tanto como deberían?
Con cautela, Jack se miró brazos y piernas. Estaban ensangrentados y le dolían… pero ni de lejos tanto como hubieran debido. Entonces recordó que había empezado a sentirse mejor de las heridas en la espalda y el hombro izquierdo poco después de ponerse el collar. No había establecido la relación hasta aquel momento.
—Ahora llevas uno de los dos collares existentes de los Guardianes de los rakoshi. Mientras lo lleves, te curará y frenará tu envejecimiento. Pero si te lo quitas, todos los años regresarán de golpe.
Jack se aferró a una inconsistencia.
—Has dicho «los dos collares existentes». ¿Y el de tu abuela? ¿El que yo recuperé?
Kusum se echó a reír.
—¿Aún no lo has adivinado? ¡No había ninguna abuela! ¡Era la propia Kolabati! ¡La víctima del robo fue ella! Me estaba siguiendo para averiguar adónde iba por las noches y… ¿cómo lo decís los americanos? La asaltaron. Aquella anciana que viste en el hospital era Kolabati, muriendo de vejez sin su collar. En cuanto se lo volví a atar al cuello, regresó rápidamente al mismo estado de juventud que cuando le habían robado el collar. —Volvió a reír—. Mientras hablamos, se vuelve más vieja, fea y débil a cada minuto.
La mente de Jack daba vueltas. Trató de ignorar lo que acababa de saber. No podía ser cierto. Kusum simplemente trataba de distraerle, de confundirle, y no podía permitirlo. Tenía que concentrarse en Vicky y en ponerla a salvo. Le estaba mirando con sus grandes ojos azules, suplicándole que la sacara de allí.
—Sólo estás perdiendo el tiempo, Kusum. Esas bombas estallarán en treinta minutos.
—Cierto —dijo el hindú—. Y yo también me hago más viejo a cada minuto.
Jack reparó en la garganta desnuda de Kusum. Parecía considerablemente más viejo de lo que Jack recordaba.
—Tu collar…
—Siempre me lo quito cuando me dirijo a ellos. —Señaló a los rakoshi con un gesto—. De lo contrario, no podrían ver a su amo.
—Quieres decir a su padre, ¿verdad? Kolabati me dijo lo que significa kaka-ji.
La mirada de Kusum flaqueó, y por un instante Jack creyó que había llegado su oportunidad. Pero se recobró al instante.
—Lo que uno consideraría impensable se convierte en un deber cuando lo ordena la diosa.
—¡Dame a la niña! —gritó Jack.
Aquello no iba a ninguna parte. Y el tiempo pasaba en aquellos temporizadores… Casi podía oír su tictac.
—Tendrás que ganártela, Jack el Reparador. Lo decidiremos en un combate; un combate mano a mano. Te demostraré que un bengalí manco y que envejece rápidamente es un rival más que digno de un americano con dos brazos.
Jack le miró incrédulo, sin decir nada.
—Hablo en serio —continuó Kusum—. Has deshonrado a mi hermana, invadido mi barco y matado a mis rakoshi. Exijo satisfacción. Sin armas; hombre contra hombre. Con la niña como premio.
Un combate. ¡Era una locura! Aquel hombre vivía en la Edad Media. ¿Cómo podía Jack enfrentarse a Kusum y arriesgarse a perder el combate con la vida de Vicky en juego? Recordó lo que una patada del hindú había hecho a la puerta del camarote del piloto. Pero ¿cómo podía negarse? Al menos Vicky tendría una oportunidad si aceptaba el desafío de Kusum. Jack no veía ninguna esperanza para ella si se negaba.
—No estás a mi altura, Kusum. No sería justo. Y además, no hay tiempo.
—La justicia es asunto mío. Y no te preocupes por el tiempo: será un combate breve. ¿Aceptas?
Jack le estudió. Kusum parecía muy confiado; sin duda, estaba seguro de que Jack ignoraba que luchaba al estilo savate. Probablemente contaba que, con un puntapié en el plexo solar y otro en la cara, todo habría terminado. Jack podría aprovecharse de su confianza.
—Déjame ver si lo entiendo. Si gano, Vicky yo nos marchamos sin problemas. Y si pierdo…
—Si pierdes, accederás a desactivar todas las bombas que has puesto y a dejar a la niña conmigo.
Era una locura… pero, por mucho que detestara admitirlo, la idea tenía cierta atracción perversa. Jack no pudo acallar el escalofrío de anticipación que le recorrió el cuerpo. Deseaba poner las manos sobre aquel hombre, hacerle daño, lesionarle. Una bala, un lanzallamas, incluso un cuchillo… Todo era demasiado impersonal para hacer pagar a Kusum por los horrores a los que había sometido a Vicky.
—De acuerdo —dijo, en un tono de voz tan normal como pudo conseguir—. Pero ¿cómo puedo saber que no me lanzarás a tus mascotas si gano… o en cuanto me quite esto? —Señaló los tanques del lanzallamas a su espalda.
Kusum frunció el ceño.
—Eso no sería honorable. Me insultas sólo con sugerirlo. Pero, para aquietar tus sospechas, lucharemos sobre la plataforma, después de subir hasta fuera del alcance de los rakoshi.
Jack no pudo pensar en más objeciones. Bajó el tubo de descarga y avanzó hacia la plataforma.
Kusum sonrió como un gato que acaba de ver a un ratón entrar en su plato de comida.
—Vicky se quedará con nosotros en la plataforma, ¿de acuerdo? —dijo Jack mientras se aflojaba las correas del arnés.
—Por supuesto. Y, en prueba de mi buena voluntad, incluso permitiré que sostenga el collar durante el combate. —Pasó el apretón de la garganta de Vicky a su brazo—. Está allí, en el suelo, niña. Cógelo.
Vacilante, Vicky se agachó y tomó el collar. Lo sostuvo como si fuera una serpiente.
—¡No quiero esta cosa! —se lamentó.
—Agárralo bien, Vicks —le dijo Jack—. Te protegerá.
Kusum empezó a tirar de ella de nuevo hacia él. Mientras pasaba la mano de su brazo a su garganta, Vicky se movió. Sin previo aviso, soltó un grito y se apartó de Kusum de un salto. Kusum alargó un brazo, pero la niña tenía al miedo y la desesperación como aliados. Cinco pasos frenéticos, un gran salto, y chocó contra el pecho de Jack, agarrándose a él y gritando:
—¡No dejes que me coja, Jack! ¡No le dejes! ¡No le dejes!
¡La tenía!
La visión de Jack se volvió borrosa y su voz se perdió en la oleada de emoción que le invadió al sostener el cuerpecito tembloroso de Vicky contra él. No podía pensar, de modo que reaccionó. Con un solo movimiento, levantó el tubo de descarga con la mano derecha y pasó el brazo izquierdo por detrás de la espalda de Vicky para agarrar el asidero frontal, sosteniéndola contra él mientras levantaba el tubo. Apuntó a Kusum.
—¡Devuélvemela! —gritó Kusum, corriendo hacia el borde de la plataforma. Su repentino movimiento y su voz levantada hicieron que los rakoshi se agitaran, murmuraran y se adelantaran—. ¡Es mía!
—Ni en sueños —dijo suavemente Jack, encontrando de nuevo la voz mientras abrazaba a Vicky con más fuerza—. Estás a salvo, Vicks. La tenía, y nadie iba a quitársela. Nadie.
Echó a andar hacia la bodega delantera.
—¡Quédate donde estás! —rugió Kusum. Tenía los labios llenos de saliva. Estaba tan furioso que empezaba a echar espuma por la boca—. Un paso más, y les diré dónde estás. Como te he dicho antes, te harán pedazos. Ahora regresa y lucha conmigo como hemos acordado.
Jack negó con la cabeza.
—Entonces no tenía nada que perder. Ahora tengo a Vicky. —Con o sin acuerdo, no iba a soltarla—. El combate queda cancelado.
—¿Es que no tienes honor? ¡Has aceptado!
—He mentido —dijo Jack, y apretó el gatillo.
El chorro de napalm golpeó a Kusum de lleno en el pecho, extendiéndose sobre él y envolviéndole en llamas. Emitió un grito áspero, largo y agudo y alargó un brazo hacia Jack y Vicky mientras su cuerpo de fuego se volvía rígido. Girando y retorciéndose convulsivamente, con los rasgos ocultos por las llamas, bajó tambaleándose de la plataforma, todavía con el brazo extendido hacia ellos. Su obsesión por terminar con la estirpe de los Westphalen le impulsaba incluso en medio de su agonía mortal.
Jack apretó el rostro de Vicky contra su hombro para que no lo viera, y se disponía a lanzar otro chorro cuando Kusum se desvió a un lado, girando en una danza de llamas, para acabar cayendo muerto frente a su horda de rakoshi, ardiendo, ardiendo.
Los rakoshi enloquecieron.
36
Si la bodega le había parecido a Jack un suburbio del infierno antes, a la muerte del kaka-ji se convirtió en uno de los círculos interiores. Los rakoshi estallaron en un movimiento frenético, saltando en el aire, arañándose, desgarrándose unos a otros. Incapaces de encontrar a Jack y Vicky, se volvieron unos contra otros. Era como si todos los demonios del infierno hubieran decidido amotinarse. Todos excepto uno…
El rakosh de la cicatriz en el labio se mantenía al margen de la carnicería. Miraba fijamente hacia ellos como si percibiera su presencia, aunque no pudiera verlos.
Cuando las peleas de las criaturas empezaron a atraer hacia ellos a unos cuantos grupos, Jack retrocedió por el pasillo que conducía a la bodega delantera. Un trío de rakoshi, enzarzados en una pelea y con la sangre oscura brotando de sus heridas, penetró en el pasillo. Jack los roció con el lanzallamas, les obligó a huir, se volvió y echó a correr.
Antes de entrar en la bodega delantera, envió un fuerte chorro de napalm delante de él, primero hacia arriba para ahuyentar a cualquier rakoshi que acechara al extremo del pasillo, y luego hacia abajo, por el suelo, para apartar de su camino a los más pequeños. Bajando la cabeza, avanzó a la carrera por la bodega a lo largo de un corredor de llamas, sintiéndose como un avión recorriendo una pista iluminada. Al llegar al final, saltó a la plataforma y apretó el botón de subir.
Cuando el elevador empezó a ascender, Jack trató de dejar a Vicky sobre los tablones, pero ella no quiso soltarse. Tenía las manos agarrotadas en un fuerte apretón sobre la tela de su camisa. Se sentía débil y exhausto, pero la llevaría en brazos hasta el final del trayecto si eso era lo que necesitaba.
Metió la mano libre en la caja de bombas y activó las restantes para las 3:45. Faltaban menos de veinte minutos.
Los rakoshi empezaron a entrar en la bodega delantera por los lados de babor y estribor. Al ver que la plataforma subía, corrieron hacia ella.
—¡Vienen a por mí, Jack! —gritó Vicky—. ¡No dejes que me cojan!
—Todo está bien, Vicks —dijo Jack, en el tono más tranquilizador que pudo.
Envió una corriente de fuego que alcanzó a una docena de las criaturas de delante, y mantuvo al resto a raya con chorros de llama bien distribuidos.
Cuando la plataforma elevadora estuvo al fin fuera del alcance de los saltos de los rakoshi, Jack se permitió relajarse. Cayó de rodillas y esperó a que la plataforma llegara arriba.
De repente, un rakosh se separó de la multitud y saltó hacia delante. Sobresaltado, Jack se levantó y apuntó el tubo de descarga en su dirección.
—¡Ese es el que me ha traído aquí! —gritó Vicky.
Jack reconoció al rakosh: era el de la cicatriz, que hacía un último esfuerzo para llegar hasta Vicky.
El dedo de Jack se tensó sobre el gatillo, y luego vio que la criatura no iba a alcanzarles. Sus garras no llegaron por poco a la plataforma, pero debió agarrarse al motor de debajo, porque la plataforma se sacudió y chirrió, y luego siguió ascendiendo.
Jack no sabía si el rakosh estaba agarrado a la parte inferior de la plataforma o si había caído al hueco de debajo. No quería asomarse al borde para averiguarlo; hubiera podido perder la cara si el rakosh estaba allí.
Llevó a Vicky a la parte trasera de la plataforma y esperó allí con el tubo de descarga apuntando al borde. Si el rakosh asomaba la cara le quemaría la cabeza.
Pero no apareció. Y cuando el elevador se detuvo al llegar arriba, Jack se liberó de las manos de Vicky para dejar que subiera por la escala delante de él. Al separarse, algo cayó de entre los pliegues de su camisón húmedo.
El collar de Kusum.
—Toma, Vicks —dijo, alargando una mano para abrochárselo al cuello—. Ponte esto. Te…
—¡No! —gritó ella con voz aguda, apartándole las manos—. No me gusta.
—Por favor, Vicks. Mira, yo llevo uno.
—¡No!
Empezó a subir la escalera. Jack se guardó el collar en el bolsillo y la observó, mirando continuamente hacia el borde de la plataforma. La pobre niña estaba asustada de todo; le daba casi tanto miedo el collar como los propios rakoshi. Se preguntó si alguna vez conseguiría superar todo aquello.
Jack esperó a que Vicky hubiera llegado a la pequeña escotilla, y la siguió, manteniendo los ojos fijos en el borde de la plataforma hasta llegar a la parte superior de la escala. Rápida, casi frenéticamente, salió al salado aire nocturno.
Vicky le agarró una mano.
—¿Adónde vamos ahora, Jack? ¡No sé nadar!
—No te hará falta, Vicks —le susurró. ¿Por qué hablaba en voz baja?—. He traído un bote.
La condujo de la mano por la regala de estribor hasta la pasarela. Cuando vio la balsa de goma, la niña no necesitó más instrucciones; le soltó la mano y corrió escaleras abajo.
Jack se volvió a mirar la cubierta y se detuvo en seco. Había captado un borrón de movimiento con el rabillo del ojo, una sombra que se movía cerca de la grúa entre las dos bodegas. ¿O no? Sus nervios estaban a punto de estallar. Era capaz de ver rakoshi en todas las sombras.
Siguió a Vicky por los escalones. Al llegar abajo, se volvió y roció la parte superior de la pasarela con llamas. Luego levantó el chorro en dirección a la cubierta, por encima de la regala. Mantuvo el flujo, moviendo el chorro de lado a lado hasta que el tubo de descarga tosió y se sacudió en sus manos. La llama chisporroteó y murió. Sólo había dióxido de carbono siseando en el tubo. No quedaba napalm.
Se desabrochó el arnés, un trabajo que ya había empezado en la bodega de popa, y se liberó de los tanques y sus apéndices, dejándolos caer en el último escalón de la pasarela en llamas. Era preferible dejar que estallaran con el barco a que fueran encontrados flotando en la bahía. Luego desató la amarra de nylon y separó la balsa.
¡Lo había conseguido!
Era una sensación maravillosa. Él y Vicky estaban vivos y fuera del carguero. Momentos atrás, había estado a punto de renunciar a toda esperanza.
Pero no estaban a salvo aún. Tenían que estar lejos del barco, preferiblemente en la orilla, cuando estallaran las bombas.
Jack agarró los remos y empezó a moverlos, viendo cómo el carguero retrocedía hacia la oscuridad. Manhattan aguardaba detrás de él, acercándose más a cada golpe de remo. Gia y Abe no serian visibles hasta pasado un buen rato. Vicky se agazapó en la popa de la balsa, moviendo la cabeza entre el carguero y la orilla. No podía esperar a volver a reunirla con Gia.
Jack remó con más fuerza. El esfuerzo le causó dolor, pero muy poco. Hubiera debido estar sufriendo terriblemente a causa de la herida profunda en su hombro izquierdo, de las innumerables laceraciones por todo su cuerpo y de las heridas donde los dientes del salvaje y pequeño rakoshi le habían desgarrado la piel. Se sentía débil por la fatiga y la pérdida de sangre, pero habría debido perder más; habría debido estar casi en estado de shock. Realmente, el collar parecía tener poderes curativos.
Pero ¿realmente podía mantener joven? ¿Y hacer que uno envejeciera al quitárselo? Aquel podía ser el motivo de que Kolabati se hubiera negado a prestárselo cuando estaban atrapados en el camarote del piloto. ¿Era posible que Kolabati se estuviera convirtiendo lentamente en una vieja arpía en su apartamento en aquel mismo instante? Recordó que Ron Daniels, el ladrón, había jurado que no había atracado a una anciana la noche anterior. Tal vez aquello explicaba gran parte de la pasión que Kolabati sentía por él: no era el collar de su abuela el que había recuperado, sino el suyo.
Apartó una mano del remo para levantarla y tocar el collar. Tal vez no era mala idea quedárselo. Nunca se sabía cuando uno podía…
Hubo un chapoteo cerca del carguero.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Jack a Vicky—. ¿Has visto algo?
Vio que la niña sacudía la cabeza en la oscuridad.
—Tal vez ha sido un pez.
—Tal vez.
Jack no conocía la existencia de ningún pez en la bahía de Nueva York lo bastante grande para causar un chapoteo como aquel. Tal vez el lanzallamas había caído de la pasarela. Aquello explicaría perfectamente el chapoteo. Pero, por mucho que lo intentaba, Jack no acababa de convencerse de ello.
Una fría sensación de miedo nació entre sus hombros y empezó a extenderse.
Remó aún con más fuerza.
37
Gia no podía tener las manos quietas. Parecían moverse por voluntad propia, juntándose y separándose, abriéndose y cerrándose, pasando sobre su cara, abrazándola, entrando y saliendo de sus bolsillos. Estaba segura de que se volvería completamente loca si no ocurría algo pronto. Jack llevaba una eternidad fuera. ¿Cuánto tiempo esperaban que se quedara allí sin hacer nada mientras Vicky estaba desaparecida?
Sus pasos habían trazado un camino sobre la arena a lo largo del rompeolas. Finalmente, se había quedado quieta observando fijamente el carguero. Había sido una simple sombra durante todo el rato, pero unos momentos atrás había empezado a arder, al menos una parte de él. Una línea de llamas había zigzagueado a lo largo del casco desde el nivel de la cubierta casi hasta el agua. Abe había dicho que parecía el lanzallamas de Jack en funcionamiento, pero no sabía qué podía estar sucediendo. A través de los prismáticos, le pareció ver una pasarela ardiendo, y lo máximo que pudo imaginar era que Jack estaba, literalmente, quemando los puentes detrás de él.
De modo que esperó, más ansiosa que nunca, deseosa de ver si Jack le devolvería a su Vicky.
Y de repente lo vio: una mancha amarilla en la superficie, el destello rítmico de los remos al entrar y salir del agua.
—¡Jack! —gritó, sabiendo que su voz probablemente no podría recorrer aquella distancia, pero incapaz de contenerse por más tiempo—. ¿La has encontrado?
Y entonces le llegó el sonido de aquella vocecita aguda que tanto amaba:
—¡Mamá! ¡Mamá!
La alegría y el alivio la inundaron. Estalló en lágrimas y se adelantó hasta el extremo de la barrera, lista para saltar al agua. Pero Abe la retuvo.
—Sólo harás que vayan más despacio —dijo, tirando de ella—. Ya la tiene, y llegará aquí más rápido si te quedas donde estás.
Gia apenas podía controlarse. Oír la voz de Vicky no era suficiente. Tenía que levantar a su hija y abrazarla antes de poder creer que realmente había vuelto. Pero Abe tenía razón; debía esperar donde estaba.
Un movimiento del brazo de Abe sobre su rostro desvió su atención del agua durante un instante. ¿Se estaba secando las lágrimas? Gia le rodeó la cintura con un brazo y lo abrazó.
—Es sólo el viento —dijo él, resoplando—. Mis ojos siempre han sido muy sensibles.
Gia asintió y devolvió su atención al agua: lisa como el cristal, sin la menor brisa, permitiendo que la balsa avanzara a toda velocidad.
«Date prisa, Jack. ¡Quiero a mi Vicky!»
En pocos momentos la balsa estuvo lo bastante cerca para permitirle ver a Vicky agazapada al otro lado de Jack, sonriendo y saludando por encima de su hombro mientras él remaba. Y luego la balsa golpeó el rompeolas y Jack le tendió a Vicky.
Gia la apretó contra sí. ¡Era real! ¡Sí, era Vicky, realmente era Vicky! Eufórica de alivio, la hizo girar una y otra vez, besándola, abrazándola, prometiéndole no volver a separarse de ella jamás.
—¡No puedo respirar, mamá!
Gia aflojó un poco su apretón, pero no podía soltarla. Todavía no.
Vicky empezó a parlotear en su oído.
—¡Un monstruo se me ha llevado de la habitación, mamá! Ha saltado al río conmigo y…
Dejó de oír las palabras de Vicky. Un monstruo… Entonces Jack no estaba loco. Miró hacia donde estaba él, sobre el rompeolas junto a Abe, sonriéndoles a ella y a Vicky cuando no miraba hacia el mar por encima del hombro. Tenía un aspecto horrible: cubierto de sangre y con la ropa desgarrada. Pero también parecía orgulloso.
—Nunca olvidaré esto, Jack —dijo, sintiendo que el corazón estaba a punto de estallarle de gratitud.
—No lo he hecho sólo por ti. —Volvió a mirar al agua. ¿Qué estaba buscando?—. No eres la única que la quiere, ¿sabes?
—Lo sé.
Parecía intranquilo. Miró su reloj.
—Salgamos de aquí, ¿de acuerdo? No quiero que estemos aquí cuando ese barco estalle. Quiero que estemos en la camioneta y listos para salir.
—¿Estallar? —Gia no lo entendía.
—¡Kabloom! He puesto una docena de bombas incendiarias por todo el barco, listas para estallar en unos cinco minutos. Llévate a Vicks a la camioneta y nosotros iremos enseguida.
Él y Abe empezaron a sacar la balsa del agua.
Gia estaba abriendo la puerta de la camioneta cuando oyó un fuerte chapoteo y gritos detrás de ella. Miró por encima del capó y se quedó helada de horror ante la visión de una silueta oscura, reluciente y chorreante que salía de la bahía. Subió de un salto a la barrera, chocando contra Jack y enviándolo de cabeza contra la arena… como si ni siquiera se hubiera dado cuenta de que Jack estaba allí.
Oyó que Abe gritaba «¡Dios mío!» mientras levantaba la balsa y la empujaba contra la criatura, pero un solo zarpazo de sus garras la desgarró por completo. La balsa se deshinchó con un siseo, dejando a Abe con veinte kilos de vinilo amarillo en las manos.
Era uno de aquellos rakoshi de los que Jack le había hablado. Tenía que serlo; no podía haber otra explicación.
Vicky chilló y enterró el rostro en el cuello de Gia.
—¡Ese es el monstruo que me ha raptado, mamá! ¡No dejes que me coja!
La enorme criatura avanzó hacia Abe, que le arrojó lo que quedaba de la balsa y retrocedió. Una pistola pareció surgir de la nada en su mano, y empezó a disparar. Los sonidos parecían más chasquidos que disparos. Abe disparó seis veces a quemarropa, retrocediendo todo el tiempo. Por el efecto que las balas hicieron sobre la criatura, podían haber sido de fogueo.
Gia jadeó al ver que el pie de Abe tropezaba con el extremo de la barrera. Abe extendió los brazos, tratando de recuperar el equilibrio, con el aspecto de un ganso obeso que tratara de volar, y luego cayó al agua, perdiéndose de vista.
El rakosh perdió todo interés por él y se volvió hacia Gia y Vicky. Sus ojos se centraron en ellas mientras echaba a correr.
—¡Viene a por mí otra vez, mamá!
Detrás del rakosh, Gia pudo entrever a Jack rodando e incorporándose de rodillas. Sacudía la cabeza y miraba a su alrededor como si no supiera dónde estaba. Gia empujó a Vicky a la cabina de la camioneta y subió detrás de ella. Se arrastró hacia el asiento del conductor y encendió el motor, pero el rakosh las alcanzó antes de que pudiera poner el vehículo en marcha.
Los gritos de Gia se unieron a los de Vicky cuando la criatura clavó las garras sobre el metal del capó y se encaramó a la parte delantera del parabrisas. Desesperada, Gia puso marcha atrás y pisó el acelerador a fondo. Entre columnas de arena, la camioneta dio una sacudida, y estuvo a punto de hacer caer al rakosh…
Pero no del todo.
La criatura recobró el equilibrio y atravesó el parabrisas con una mano, alargándola hacia Vicky por entre la catarata de relucientes fragmentos de cristal. Gia se lanzó hacia la derecha para cubrir el cuerpo de Vicky con el suyo. La camioneta se detuvo con una sacudida. Gia esperó a que aquellas garras le destrozaran la espalda, pero el dolor no llegó. En lugar de ello, oyó un sonido, un grito que era humano y al mismo tiempo distinto a cualquier sonido que hubiera oído o deseara oír proveniente de una garganta humana.
Levantó la vista. El rakosh seguía sobre el capó de la camioneta, pero ya no alargaba el brazo hacia Vicky. La había retirado de la cabina, y trataba de desprenderse de la aparición que se había adherido a su espalda.
¡Oh, Dios! ¡Jack! Y el sonido procedía de su boca abierta de par en par.
Pudo entrever su rostro por encima y por detrás de la cabeza del rakosh, tan distorsionado por una furia maniaca que apenas lo reconoció. Vio que las cuerdas vocales se hinchaban en su garganta cuando alargó las manos en torno al rakosh y le arañó los ojos. La criatura se retorció, pero no pudo deshacerse de él. Finalmente, alargó un brazo hacia atrás y se lo arrancó de encima, arañándole salvajemente el pecho mientras lo arrojaba lejos de su campo de visión.
—¡Jack! —gritó Gia, sintiendo su dolor y sabiendo que en pocos segundos lo sentiría ella también. No tenía ninguna esperanza de poder detener a aquella criatura.
Pero tal vez podría ser más rápida. Accionó la manecilla de la puerta y salió, tirando de Vicky. El rakosh la vio y trepó al techo de la camioneta. Con Vicky agarrada a ella, Gia echó a correr, sintiendo que los zapatos le resbalaban y se llenaban de arena. Miró por encima del hombro mientras se los quitaba de un puntapié y vio que el rakosh se agazapaba para saltar sobre ella.
Y entonces la noche se convirtió en día.
El resplandor precedió al trueno de la explosión. Dibujó el contorno del rakosh entre una luz blanca que eclipsó las estrellas. Luego se oyó el estruendo. El rakosh se volvió, y Gia supo que iba a tener una oportunidad. Siguió corriendo.
38
El dolor era como tres hierros al rojo vivo sobre su pecho.
Jack había rodado sobre su costado y estaba sentándose sobre la arena cuando oyó la primera explosión. Vio que el rakosh se volvía hacia el resplandor del barco, y que Gia echaba a correr.
La popa del carguero se había disuelto en una bola de llamas anaranjadas al estallar los tanques de combustible, inmediatamente seguidos por un resplandor blanco procedente de la proa, cuando todas las bombas incendiarias restantes hicieron explosión al mismo tiempo. Humo, fuego y escombros volaron hacia el cielo desde el casco inclinado y roto de lo que había sido el Ajit-Rupobati. Jack sabía que nada podría sobrevivir a aquel infierno.
Los rakoshi habían desaparecido, extinguidos a excepción de uno solo. Y aquella criatura amenazaba a dos de los seres que Jack más valoraba en el mundo. Había enloquecido al ver que el rakosh metía la mano en la cabina de la camioneta tratando de agarrar a Vicky. Debía estar obedeciendo una orden anterior de capturar a la persona que había bebido el elixir. Vicky era aquella persona; el elixir de rakoshi de la naranja estaba aún en su sistema digestivo, y el rakosh se tomaba su misión muy en serio. Pese a la muerte de su kaka-ji, pese a la ausencia de la Madre, pretendía regresar al carguero con Vicky.
Oyó un chapoteo a su izquierda, al final de la barrera. Vio que Abe salía del agua y ascendía por la arena. El rostro de Abe estaba muy pálido mientras observaba al rakosh sobre la camioneta. Estaba viendo algo que no tenía derecho a existir, y parecía aturdido. No le serviría de ayuda.
Era imposible que Gia corriera más que el rakosh, especialmente con Vicky en brazos. Jack tenía que hacer algo, pero ¿qué? Nunca se había sentido tan indefenso, tan impotente. Siempre había podido hacer algo para cambiar las cosas, pero no en aquel momento. Estaba exhausto. No conocía ningún modo de detener a aquella criatura. En cuestión de segundos, se volvería y echaría a correr detrás de Gia… y él no podría hacer nada al respecto.
Se puso de rodillas y gimió a causa del dolor de las últimas heridas. Tres laceraciones profundas le recorrían en diagonal el pecho y la parte superior del abdomen, donde el rakosh le había hundido las garras. La pechera desgarrada de su camisa estaba empapada de sangre. Con un esfuerzo desesperado, consiguió ponerse en pie, dispuesto a situarse entre Gia y el rakosh. Sabía que no podría detenerlo, pero tal vez conseguiría ganar algo de tiempo…
El rakosh saltó de la camioneta… pero no hacia Gia, ni hacia Abe. Corrió hacia la barrera y permaneció contemplando los restos en llamas de su nido. Fragmentos de metal y madera ardiendo empezaron a motear la superficie de la bahía al regresar del cielo, siseando y humeando al chocar contra el agua.
Mientras Jack le observaba, la criatura echó la cabeza hacia atrás y emitió un aullido ultraterreno, tan impotente y lastimero que Jack casi se apiadó de él. Su familia y su mundo habían desaparecido con el carguero. Todos sus puntos de referencia, todo lo que tenía sentido en su vida, había dejado de existir.
La criatura volvió a aullar y luego se arrojó al agua. Unas poderosas brazadas lo adentraron en la bahía, directamente hacia el charco de combustible en llamas. Como una leal esposa hindú arrojándose a la pira funeraria de su marido, el rakosh nadaba hacia la tumba acuática de Kusum.
Gia se había vuelto y corría hacia él con Vicky en brazos. También Abe, empapado y chorreando, avanzaba hacia él.
—Mi abuela solía tratar de asustarme con historias de dybbuks —dijo Abe sin aliento—. Ahora he visto uno.
—¿Se han ido los monstruos? —repetía Vicky sin cesar, moviendo continuamente la cabeza mientras contemplaba las largas sombras arrojadas por el fuego sobre la bahía—. ¿De verdad se han ido los monstruos?
—¿Ha terminado todo? —preguntó Gia.
—Creo que sí. Espero que sí.
Jack estaba de espaldas a ella. Se volvió al responderle, y Gia jadeó al verlo de frente.
—¡Jack! ¡Tu pecho!
Él tiró de los jirones de su camisa para cubrirse la carne desgarrada. La hemorragia había cesado, y el dolor estaba menguando… suponía que gracias al collar.
—No es nada. Rasguños. Parece mucho peor de lo que es. —Oyó que las sirenas empezaban a sonar—. Si no recogemos todo esto y salimos de aquí pronto, vamos a tener que contestar a un montón de preguntas.
Juntos, él y Abe arrastraron la balsa deshinchada hasta la camioneta, la arrojaron a la parte trasera, y ocuparon el asiento delantero junto a Gia y Vicky. Pero fue Abe quien tomó el volante. Apartó de un golpe los restos del destrozado parabrisas y puso el motor en marcha. La arena se había apelmazado en torno a las ruedas traseras, pero Abe condujo hábilmente y cruzó la puerta que Jack había roto al pasar.
—Será un milagro que lleguemos a la ciudad sin que nos paren por este parabrisas.
—Echa la culpa al vandalismo —le dijo Jack. Se volvió hacia Vicky, apoyada en su madre, y le pasó un dedo por el brazo—. Ya estás a salvo, Vicks.
—Sí, está a salvo —dijo Gia con una breve sonrisa, mientras apoyaba la mejilla contra la cabeza de Vicky—. Gracias, Jack.
Jack vio que la niña se había dormido.
Gia le cogió una mano. Jack la miró a los ojos y no vio rastro de miedo. Era una expresión que había anhelado ver. La visión de Vicky durmiendo tranquilamente hizo que todo el dolor y el horror valieran la pena, y la mirada de Gia fue una recompensa extra.
Ella reclinó la cabeza en el asiento y cerró los ojos.
—¿De veras ha terminado todo?
—Para ti, sí. Para mí… queda un cabo suelto.
—La mujer —dijo Gia. No era una pregunta.
Jack asintió, pensando en Kolabati en su apartamento, y en lo que podía estarle ocurriendo. Alargó una mano junto a Gia para llamar la atención de Abe.
—Déjame primero en mi casa, ¿quieres, Abe? Y luego lleva a Gia a la suya.
—¡No puedes curarte esas heridas tú solo! —dijo ella—. Necesitas un médico.
—Los médicos hacen demasiadas preguntas. Y el que utilizo normalmente está fuera de la cuidad.
—Entonces ven a casa conmigo. Yo te limpiaré las heridas.
—Trato hecho. Iré en cuanto acabe en mi casa.
Gia entrecerró los ojos.
—¿Qué es tan importante para que tengas que verla tan pronto?
—Tengo una propiedad personal suya. —Se tocó el collar que le rodeaba la garganta—. Y tengo que devolvérsela.
—¿No puede esperar?
—Me temo que no. Se la he quitado sin avisarla, y tengo entendido que la necesita de veras.
Gia no dijo nada.
—Iré lo antes posible.
Por toda respuesta, Gia volvió el rostro hacia el viento que entraba por la descubierta parte delantera de la camioneta y miró fijamente hacia delante.
Jack suspiró. ¿Cómo explicarle que «la mujer» podía estar envejeciendo varios años a cada minuto, que podía estar ya convertida en una ruina senil? ¿Cómo podía convencer a Gia cuando apenas podía convencerse a sí mismo?
El resto del trayecto transcurrió en silencio mientras Abe conducía hacia la ciudad. Vieron varios coches de policía, pero ninguno estaba lo bastante cerca para reparar en el parabrisas desaparecido.
—Gracias por todo, Abe —dijo Jack cuando la camioneta se detuvo ante su edificio.
—¿Quieres que espere?
—Puedo tardar un rato. Gracias de nuevo. Haremos cuentas por la mañana.
—Tendré la factura preparada.
Jack besó en la cabeza a la dormida Vicky y bajó del asiento. Estaba entumecido y dolorido.
—¿Vas a venir? —preguntó Gia, mirándole al fin.
—En cuanto pueda —dijo él, contento de que la invitación siguiera en pie—. Si todavía quieres que vaya.
—Quiero.
—Entonces estaré allí. Dentro de una hora. Te lo prometo.
—¿Estarás bien?
Se sintió agradecido al ver su expresión preocupada.
—Claro.
Cerró la puerta de golpe y les observó alejarse. Luego emprendió el largo ascenso hasta el tercer piso. Al llegar a su puerta, llave en mano, vaciló.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Qué le aguardaba al otro lado?
Esperaba que nada. Un salón vacío y una joven Kolabati dormida en su cama. Depositaría los dos collares en la mesita de noche, donde ella pudiera encontrarlos por la mañana, y se iría a casa de Gia.
Aquello sería lo más fácil. Kolabati sabría que su hermano había muerto sin que él tuviera que decírselo. Con un poco de suerte, se habría ido cuando regresara.
«Vamos a hacerlo fácil», pensó. «Ojalá algo resulte fácil esta noche».
Abrió la puerta y entró en el oscuro salón. La única luz se derramaba en el pasillo desde su habitación. Todo lo que pudo oír fue una respiración… rápida, jadeante, entrecortada… procedente del sofá. Se dirigió hacia allí.
—¿Kolabati?
Un jadeo, una tos, un gemido, y luego alguien se levantó del sofá. Recortada a la luz procedente del pasillo se veía una silueta flaca y demacrada, de hombros delgados y espalda deforme y encorvada. Avanzó hacia él. Más que verla, Jack percibió una mano extendida.
—¡Dámelo! —La voz era poco más que un débil jadeo, como una serpiente arrastrándose sobre paja seca—. ¡Devuélvemelo!
Pero la cadencia y la pronunciación eran inconfundibles: se trataba de Kolabati.
Jack trató de hablar y descubrió que tenía la garganta agarrotada. Con manos temblorosas, se desabrochó el collar y se lo quitó. Luego sacó el de Kusum de su bolsillo.
—Te lo devuelvo con intereses —consiguió decir, mientras dejaba caer ambos collares en aquella mano extendida, evitando el contacto con la piel.
Kolabati no se percató de que le había dado los dos collares, o tal vez no le importaba. Se volvió lentamente y echó a andar con dificultad hacia el dormitorio. Por un instante, quedó atrapada por la luz del pasillo. Jack se volvió para no ver su cuerpo encogido, sus hombros encorvados y sus articulaciones artríticas. Kolabati era una vieja arpía. Dobló la esquina y Jack se quedó solo en la habitación.
Un gran cansancio se apoderó de él. Se dirigió al sillón junto a la ventana delantera, que daba a la calle, y tomó asiento.
Todo había terminado. Al fin.
Kusum estaba muerto, los rakoshi estaban muertos y Vicky en casa y a salvo. Y en su dormitorio, Kolabati se estaba volviendo joven de nuevo. Luchó contra un impulso insistente de asomarse al otro lado del pasillo y ver lo que estaba pasando… Ver cómo se volvía joven. Tal vez entonces podría creer en la magia.
La magia… Después de todo lo que había visto, lo que había pasado, todavía le resultaba difícil creer en la magia. La magia no tenía sentido. La magia no seguía las reglas. La magia…
¿De qué servía aquella actitud? No podía explicar los collares ni los rakoshi. Tendría que considerarlos como factores desconocidos, y dejarlo ahí.
Pero de todos modos… Ver cómo ocurría…
Trató de levantarse y descubrió que no podía. Estaba demasiado débil. Se reclinó de nuevo y cerró los ojos.
Tenía sueño…
Le sobresaltó un sonido detrás de él. Abrió los ojos y comprendió que debía haberse dormido. La neblina lechosa que precedía al alba llenaba el cielo. Debía de haber dormido al menos durante una hora. Alguien se le acercaba por detrás. Jack trató de volverse para ver quién era, pero descubrió que sólo podía mover la cabeza. Sus hombros parecían pegados al respaldo del sillón… tan débiles…
—¿Jack? —La voz de Kolabati, la Kolabati que conocía. La Kolabati joven—. Jack, ¿te encuentras bien?
—Estoy bien —dijo. Hasta su voz sonaba débil.
Ella rodeó el sillón y le miró. Volvía a llevar el collar al cuello. No había recuperado el aspecto de treintañera que él conocía, pero ya estaba cerca. Aparentaba unos cuarenta y cinco años en aquel momento.
—¡No, no estás bien! ¡Hay sangre por todo el sillón y en el suelo!
—Estaré bien.
—Toma. —Kolabati le tendió el segundo collar, el de Kusum—. Deja que te lo ponga.
—No. —No quería tener nada que ver con el collar de Kusum. Ni con el de Kolabati.
—¡No seas idiota! Te dará fuerzas hasta que puedas llegar a un hospital. Todas tus heridas han empezado a sangrar de nuevo en cuanto te lo has quitado.
Alargó la mano para ponérselo al cuello, pero él movió la cabeza para impedírselo.
—¡No lo quiero!
—Morirás sin él, Jack.
—Estaré bien. Me curaré… sin magia. De modo que vete. Simplemente, vete.
Los ojos de ella adquirieron una expresión triste.
—¿Lo dices de veras?
Él asintió con la cabeza.
—Podríamos tener un collar cada uno. Podríamos vivir largas vidas, los dos juntos. No seríamos inmortales, pero viviríamos muchos años. Sin enfermedades, con muy poco dolor…
«Eres fría, Kolabati».
Ni un pensamiento para su hermano. ¿Estaba muerto? ¿Cómo había ocurrido?
Jack no pudo evitar recordar cómo ella le había pedido que se apoderara del collar de Kusum y se lo trajera, diciéndole que sin él su hermano perdería el control de los rakoshi. Había dicho la verdad en cierto modo; Kusum habría perdido el control de los rakoshi porque habría muerto sin el collar. Cuando Jack comparó la actitud de Kolabati con los frenéticos esfuerzos de Kusum por recuperar el collar de su hermana después del atraco, Kolabati salió perdiendo. Aquella mujer no sabía reconocer una deuda cuando incurría en una. Hablaba de honor, pero no lo tenía. Pese a su locura, Kusum había sido diez veces más humano que ella.
Pero no podía explicarle todo aquello. No tenía fuerzas. Y, en cualquier caso, probablemente ella no lo hubiera comprendido.
—Por favor, vete.
Ella agarró el collar y lo levantó.
—¡Muy bien! Creí que eras un hombre digno de él, un hombre dispuesto a llevar su vida al límite y vivirla plenamente, pero veo que me equivocaba. ¡De modo que quédate ahí sentado, en tu charco de sangre, y muere si eso es lo que quieres! ¡Un tipo como tú no me sirve de nada! ¡Me lavo las manos de ti!
Se guardó el collar sobrante en un pliegue de su sari y pasó junto a él. Jack oyó que la puerta del apartamento se cerraba de golpe, y supo que estaba solo.
Trató de enderezarse en el sillón. El intento envió oleadas de dolor por cada centímetro de su cuerpo; aquel mínimo esfuerzo le dejó el corazón martilleando y la respiración jadeante.
«¿Me estoy muriendo?»
Aquella idea le hubiera aterrado en otro momento, pero su cerebro parecía tan inactivo como su cuerpo. ¿Por qué no había aceptado la ayuda de Kolabati, aunque fuera por poco tiempo? ¿Por una especie de gesto simbólico? ¿Qué trataba de demostrar, sentado allí y perdiendo sangre, arruinando la alfombra además del sillón? No pensaba con claridad.
Hacía frío; un frío pegajoso que penetraba hasta los huesos. Lo ignoró y pensó en aquella noche. Había hecho un buen trabajo: probablemente había salvado a todo el subcontinente de la India de una pesadilla. Tampoco le importaba demasiado la India. Gia y Vicky eran las que realmente importaban. Había…
Sonó el teléfono.
Le fue imposible contestar.
¿Quién era? ¿Gia? Tal vez. Tal vez se estaría preguntando dónde estaba él. Esperó que así fuera. Tal vez vendría en su busca. Tal vez incluso llegaría a tiempo. De nuevo, esperó que así fuera. No quería morir. Quería pasar mucho tiempo con Gia y Vicky. Y quería recordar aquella noche. Había marcado la diferencia aquella noche. Había sido el factor decisivo. Podía estar orgulloso de ello. Incluso su padre estaría orgulloso… si pudiera contárselo.
Cerró los ojos (mantenerlos abiertos era demasiado esfuerzo) y esperó.
* * *