Capítulo 8

Lunes

1

Gia observó a Jack y Vicky jugando con sus desayunos. Vicky se había levantado al amanecer, y se había sentido encantada al encontrar a Jack dormido en la biblioteca. Al poco rato había hecho que su madre se levantara y les preparara el desayuno.

En cuanto estuvieron sentados, Vicky había empezado a canturrear: «¡Queremos a Moony! ¡Queremos a Moony!». De modo que Jack, obediente, había tomado el lápiz de labios de Gia y un bolígrafo con punta de fieltro, y se había dibujado una cara, al estilo Señor Wences, en la mano izquierda. A continuación, la mano se convirtió en una entidad muy ruidosa y poco educada conocida como Moony. Jack chillaba con voz de falsete mientras Vicky llenaba la boca de Moony de Cheerios. Reía con tantas ganas que apenas podía respirar. Vicky tenía una risa muy agradable, nada afectada y surgida en el mismo núcleo de su ser. A Gia le encantaba oírla, y reía también a su vez.

¿Cuándo había sido la última vez que Vicky y ella se habían reído durante el desayuno?

—Muy bien. Ya basta por ahora —dijo Jack al fin—. Moony tiene que descansar, y yo tengo que comer. —Se dirigió al fregadero para lavarse a Moony de su mano.

—¿Verdad que Jack es divertido, mamá? —dijo Vicky con los ojos brillantes—. ¿A que es el más divertido?

Mientras Gia respondía, Jack se volvió y articuló sus mismas palabras con perfecta sincronía.

—Es graciosísimo, Vicky.

Gia le arrojó una servilleta.

—Siéntate y come.

Observó mientras Jack se terminaba los huevos que le había preparado. Había felicidad en aquella mesa, incluso después de la pesadilla de Vicky y la desaparición de Nellie; Vicky aún no se había enterado. Gia sentía una sensación de calidez y satisfacción en su interior. La noche anterior había sido deliciosa. No comprendía qué le había sucedido, pero se alegraba de haber cedido al impulso. No sabía qué significaba; tal vez un nuevo principio, o tal vez nada. Ojalá pudiera continuar sintiéndose de aquel modo… Ojalá pudiera…

—Jack —le dijo lentamente, sin saber cómo plantearlo—. ¿Has pensado alguna vez en cambiar de trabajo?

—Continuamente. Y lo haré… o al menos dejaré este.

Gia sintió que en su interior se encendía una pequeña chispa de esperanza.

—¿Cuándo?

—No lo sé —dijo él, encogiéndose de hombros—. Sé que no podré hacerlo durante toda la vida, pero… —Volvió a encogerse de hombros, evidentemente incómodo con aquel tema.

—Pero ¿qué?

—Es lo que hago. Ya sé que es un cliché, pero no sé decirlo mejor. Es lo que hago, y lo hago muy bien. De modo que quiero seguir haciéndolo.

—Te gusta.

—Sí —dijo él, concentrándose en los últimos bocados—. Me gusta.

La chispa se apagó mientras el antiguo resentimiento regresaba con una ráfaga gélida. A falta de algo que hacer con las manos, Gia se levantó y empezó a recoger la mesa. ¿Por qué molestarse? Aquel hombre no tenía remedio.

De modo que el desayuno terminó con una nota tensa.

Más tarde, Jack le habló a solas en el pasillo.

—Creo que tendríais que marcharos de aquí y regresar a vuestra casa.

A Gia le hubiera encantado hacerlo.

—No puedo. ¿Qué pasa con Nellie? No quiero que vuelva a una casa vacía.

—Eunice estará aquí.

—Yo no lo sé, y tú tampoco. Con Nellie y Grace desaparecidas, oficialmente está sin trabajo. Tal vez no quiera quedarse aquí sola, y no la culparía.

Jack se rascó la cabeza.

—Supongo que tienes razón. Pero no me gusta la idea de que tú y Vicky estéis aquí solas.

—Sabemos cuidar de nosotras mismas —respondió ella, reacia a agradecerle su preocupación—. Tú haz tu parte, y nosotras haremos la nuestra.

Jack apretó los labios.

—Bien. Muy bien. ¿Y qué fue lo de anoche, entonces? ¿Sólo un revolcón?

—Tal vez. Podría haber significado algo, pero supongo que nada ha cambiado, ni tú ni yo. Eres el mismo Jack al que dejé, y sigo sin poder aceptar lo que haces. Y tú eres lo que haces.

Él salió de la habitación.

Gia se preguntó por qué se empeñaba en seguir con aquello. Sacudió la cabeza al recordar las palabras de Jack. «Tal vez es lo que hago yo».

De repente, la casa le pareció enorme y ominosa. Esperaba que Eunice regresara pronto.

2

Un día en la vida de Kusum Bahkti…

Jack había enterrado el dolor de su reciente separación de Gia, y emprendido la tarea de averiguar todo lo posible sobre cómo pasaba Kusum sus días. Todo se había reducido a escoger entre seguir a Kusum o a Kolabati, pero Kolabati era sólo una visitante de Washington, de modo que ganó Kusum.

La primera parada de Jack al salir de la plaza Sutton había sido su apartamento, donde había marcado el número de Kusum. Le había respondido Kolabati, y habían mantenido una pequeña conversación, durante la cual averiguó que Kusum podía estar en el consulado o en la ONU. Jack también consiguió sacarle la dirección de su apartamento. Podía hacerle falta más tarde. Llamó al consulado hindú, y descubrió que el señor Bahkti pasaría todo el día en la ONU.

De modo que se encontraba en la cola del edificio de la Asamblea General de las Naciones Unidas, esperando a que empezara la visita. El sol de la mañana le picaba en la nariz y antebrazos, bronceados tras su paso por las pistas de tenis de Jersey el día anterior. No sabía nada sobre la ONU. La mayor parte de las personas a las que conocía en Manhattan nunca habían estado allí, excepto para acompañar a algún amigo o pariente visitante.

Llevaba unas gafas oscuras, una camisa Izod azul oscura abrochada hasta el cuello, una insignia que rezaba «I Love NY» prendida al bolsillo superior, bermudas azul claro, calcetines negros hasta las rodillas y sandalias. Se había colgado al cuello una cámara Kodak desechable y unos prismáticos. Había decidido que lo mejor era parecer un turista.

El fúnebre edificio del Secretariado no era accesible al público. Una valla de hierro lo rodeaba, y los guardias comprobaban las identificaciones en todos los accesos. En el edificio de la Asamblea General había detectores de metal como en los aeropuertos. De mala gana, Jack se había resignado a ser un turista desarmado durante aquel día.

Empezó la visita. Mientras recorrían los pasillos, el guía les relató una breve historia y una florida descripción de los logros y objetivos futuros de las Naciones Unidas. Jack escuchó sólo a medias. No dejaba de recordar el comentario que había oído una vez según el cual, si alguien despidiera a todos los diplomáticos, la ONU podría convertirse en el mejor burdel del mundo, y hacer exactamente lo mismo, si no más, en beneficio de la armonía internacional.

La visita sirvió para darle una idea de la disposición del edificio, y la situación de las zonas públicas y restringidas. Jack decidió que lo mejor que podía hacer era sentarse en la galería pública de la Asamblea General, en sesión durante todo el día debido a alguna nueva crisis internacional en algún lugar. Poco después de sentarse, Jack descubrió que los hindúes estaban directamente implicados en el asunto que se discutía: la escalada de incidentes hostiles en la frontera chino-hindú. La India acusaba a China de agresión.

Soportó discusiones interminables que estaba seguro de haber oído miles de veces. Cada país insignificante, la mayor parte desconocidos para él, tenía que intervenir, y normalmente decía lo mismo que el país insignificante que lo había precedido. Finalmente, Jack desconectó los auriculares. Pero mantuvo los prismáticos enfocados hacia la zona que rodeaba la mesa de la delegación hindú. Hasta el momento, no había visto rastro de Kusum.

Estaba a punto de dormirse cuando al fin apareció Kusum. Entró con paso elegante y formal, y entregó una remesa de papeles al delegado jefe. Luego se sentó en una de las sillas de detrás.

Jack le observó a través de los prismáticos mientras Kusum intercambiaba unas palabras con el diplomático sentado cerca de él, pero en general mantenía la reserva. Parecía distante, preocupado, como si soportara algún tipo de tensión. Se removía en la silla, cruzaba y descruzaba las piernas, golpeaba el suelo con la punta de los pies, miraba continuamente el reloj; la viva imagen de un hombre con algo en mente, un hombre que deseaba estar en otro lugar.

Jack percibió que se marcharía pronto.

Dejó a Kusum sentado en la Asamblea General y salió a la plaza de las Naciones Unidas. Un breve reconocimiento le reveló la localización del aparcamiento privado de los diplomáticos frente al Secretariado. Jack fijó en su mente la imagen de la bandera hindú, y encontró un lugar a la sombra al otro lado de la calle que le permitía observar la rampa de salida.

3

Tardó casi toda la tarde. A Jack le ardían los ojos de tenerlos fijos durante horas en el aparcamiento de los diplomáticos. Si no hubiera mirado por casualidad al otro lado de la plaza, en dirección al edificio de la Asamblea General, a las cuatro menos cuarto, se habría pasado la mitad de la noche esperando a Kusum. Porque allí estaba, con aspecto de espejismo, caminando por entre la neblina de calor que se elevaba del asfalto azotado por el sol. Por algún motivo, tal vez porque salía antes de que acabara la sesión, Kusum había pasado junto a un coche oficial y caminaba por la acera. Llamó a un taxi y subió.

Temiendo perderle, Jack corrió hacia la calle y llamó a otro taxi.

—Odio decir esto —dijo al conductor mientras saltaba al asiento trasero—, pero siga a ese taxi.

El conductor ni siquiera volvió la cabeza.

—¿Cuál?

—El que se pone en marcha allí; el del anuncio del Times en la parte trasera.

—Entendido.

Mientras se incorporaban al flujo del tráfico por la Primera Avenida, Jack se apoyó en el respaldo y estudió la fotografía del conductor, pegada al otro lado del panel de plástico que le separaba de la zona de los pasajeros. Mostraba un grueso rostro negro sobre un cuello de toro. Arnold Green era el nombre escrito debajo de la cara. Había un cartel escrito a mano y fijado a la guantera que decía «Máquina de Green».

—¿Le piden mucho que siga a otro taxi? —preguntó Jack.

—Casi nunca.

—No ha parecido que se sorprendiera.

—Mientras pague, seguiré a quien quiera. O daré vueltas a la manzana hasta que se acabe la gasolina si quiere. Mientras el taxímetro corra…

El taxi de Kusum se desvió al oeste por la Sesenta y Seis, una de las pocas calles que rompían la norma de Manhattan, según la cual las calles pares iban hacia el este. La Máquina de Green le siguió. Juntos avanzaron hacia el oeste hasta la Quinta Avenida. El apartamento de Kusum estaba en la Quinta, hacia el final de las calles Sesenta. Probablemente iba a su casa.

Pero el taxi de delante se desvió hacia el centro en la Quinta. Kusum bajó en la esquina de la Sesenta y Cuatro y echó a andar hacia el este. Jack le siguió en su taxi. Vio que Kusum entraba en un portal, junto a una placa de metal que decía «Hogar de la Nueva India». Comprobó la dirección del consulado hindú que había anotado aquella mañana. Coincidían. Había esperado algo parecido a un templo hindú. En lugar de ello, vio un edificio ordinario de piedra blanca y barrotes de hierro en las ventanas, con una gran bandera hindú (franja anaranjada, blanca y verde con un mándala en forma de rueda en el centro) ondeando sobre las puertas dobles de roble.

—Pare —dijo al taxista—. Esperaremos un rato.

Arnold aparcó el coche en una zona de carga frente al edificio.

—¿Cuánto tiempo?

—El que sea necesario.

—Podría salirle caro.

—No pasa nada. Le pagaré cada quince minutos para que el taxímetro no suba demasiado. ¿Qué le parece?

Arnold pasó una manaza oscura a través de la ranura en la división de plástico.

—¿Qué tal si me da el primer pago?

Jack le entregó un billete de veinte.

El taxista apagó el motor y se relajó en el asiento.

—¿Es de por aquí? —le preguntó sin volverse.

—Más o menos.

—Parece que viene de Cleveland.

—Voy disfrazado.

—¿Es detective?

Aquella parecía una explicación razonable para estar siguiendo taxis por Manhattan, de modo que Jack dijo:

—Más o menos.

—¿El cliente paga?

—Más o menos.

—Bueno, avíseme más o menos cuando quiera que el coche se ponga de nuevo más o menos en marcha.

Jack se echó a reír y se relajó. Su única preocupación era que el edificio tuviera una salida trasera.

A las cinco en punto empezó a salir gente del consulado. Kusum no estaba entre ellos. Jack esperó una hora más, y seguía sin haber rastro de Kusum. A las seis y media, Arnold dormía profundamente en el asiento delantero, y Jack temía que Kusum hubiera salido de algún modo del edificio sin ser visto. Decidió darle media hora más. Si Kusum no había aparecido para entonces, Jack entraría o buscaría un teléfono para llamar al consulado.

Eran casi las siete cuando dos hombres hindúes en traje de negocios cruzaron la puerta y salieron a la acera. Jack dio un codazo a Arnold.

—Encienda el motor. Tal vez arranquemos pronto.

Arnold gruñó y alargó la mano hacia el contacto. La Máquina de Green cobró vida.

Apareció otro par de hindúes. Ninguno era Kusum. Jack estaba nervioso. Todavía había mucha luz, y era imposible que Kusum pasara sin que le viera, pero tenía la sensación de que Kusum podía ser muy escurridizo si lo deseaba.

«Vamos, sal, estés donde estés».

Observó a los dos hindúes que se alejaban hacia la Quinta Avenida… en dirección oeste. Con un pinchazo de desaliento, Jack comprendió que estaba aparcado en una calle de dirección única hacia el este. Si Kusum seguía la misma ruta que los dos últimos hombres, Jack tendría que dejar aquel taxi y encontrar otro en la Quinta Avenida. Y el siguiente taxista podía no ser tan amable como Arnold Green.

—Hemos de llegar a la Quinta —dijo a Arnold.

—De acuerdo.

Arnold puso la marcha adelante y empezó a maniobrar para incorporarse al tráfico.

—¡No, espere! Dar la vuelta a la manzana llevará demasiado tiempo. Le perderé de vista.

Arnold le dirigió una mirada de advertencia a través del mamparo.

—No me estará diciendo que vaya contra dirección en una calle de dirección única, ¿verdad?

—Claro que no —dijo Jack. Algo en la voz del taxista le dijo que le siguiera el juego—. Eso iría contra la ley.

Arnold sonrió.

—Sólo quería asegurarme de que no lo contará.

Sin previo aviso, puso marcha atrás y pisó el acelerador. Los neumáticos chillaron, unos peatones aterrados saltaron hacia la acera, y los coches que procedían de Central Park le esquivaron haciendo sonar los cláxones furiosamente. Jack se agarró mientras el coche recorría los treinta metros que le separaban de la esquina, se detenía frente a la bocacalle y aparcaba junto a la acera en la Quinta Avenida.

—¿Así está bien? —dijo Arnold.

Jack miró por la ventanilla trasera. Veía perfectamente la entrada en cuestión.

—Muy bien. Gracias.

—De nada.

Y de repente apareció Kusum, cruzando la puerta y avanzando a grandes zancadas hacia la Quinta. Cruzó la Sesenta y Cuatro y caminó hacia Jack, que se apretó contra un rincón del asiento. Kusum se acercó más. Con un sobresalto, Jack comprendió que Kusum se dirigía directamente al taxi de Green.

Jack golpeó el mamparo con la mano.

—¡Vámonos! ¡Cree que está buscando clientes!

El taxi se apartó de la acera justo cuando Kusum extendía el brazo hacia la manecilla. Jack echó un vistazo por la ventanilla trasera. Kusum no parecía molesto en absoluto. Simplemente levantó la mano para llamar a otro taxi. Parecía más concentrado en el lugar adonde iba que en lo que ocurría a su alrededor.

Sin que se lo pidiera, Arnold aflojó la marcha a media manzana de distancia y esperó a que Kusum subiera a su taxi. Cuando pasó junto a ellos, se incorporó al tráfico.

—Otra vez en ruta, mami —dijo, a nadie en particular.

Jack se inclinó hacia delante y se concentró en el taxi de Kusum. Casi temía parpadear por miedo a perderlo. El apartamento de Kusum estaba a pocas manzanas del consulado hindú, y podía haber regresado a pie. Pero había tomado un taxi hacia el centro. Aquello podía ser lo que Jack esperaba.

Lo siguieron hasta la Cincuenta y Siete, donde se desvió a la derecha para dirigirse al oeste, por lo que antes se conocía como Art Gallery Row.

Siguieron a Kusum cada vez más al oeste, junto a los restaurantes temáticos, hacia los muelles del Hudson. Con un sobresalto, Jack comprendió que aquella era la zona donde la abuela de Kusum había sido atracada. El taxi avanzó hacia el oeste todo lo posible, y se detuvo en la esquina de la Duodécima con la Cincuenta y Siete. Kusum bajó del taxi y echó a andar.

Jack ordenó a Arnold que se detuviera junto a la acera. Sacó la cabeza por la ventana y entrecerró los ojos para protegerlos del resplandor del sol poniente mientras Kusum cruzaba la Duodécima Avenida y se perdía entre las sombras bajo la autopista del West Side.

—Vuelvo en un segundo —dijo a Arnold.

Caminó hasta la esquina y vio que Kusum avanzaba a toda prisa sobre el maltrecho pavimento de la orilla, hasta un muelle medio podrido donde había anclado un carguero oxidado. Mientras Jack observaba, una pasarela descendió como por arte de magia. Kusum subió a bordo y desapareció de la vista. La pasarela regresó a su posición anterior cuando se hubo ido.

Un barco. ¿Qué diablos podía estar haciendo Kusum en un montón de chatarra flotante como aquel?

Había sido un día largo y aburrido, pero las cosas empezaban a ponerse interesantes.

Jack regresó a la Máquina de Green.

—Parece que ya le tenemos —dijo a Arnold. Miró el taxímetro, calculó lo que aún debía del total, le añadió un veinte por ciento por la buena disposición y se lo entregó por la ventana—. Gracias. Ha sido una gran ayuda.

—Este barrio no es muy agradable durante el día —dijo Arnold, mirando a su alrededor—. Y por la noche se vuelve realmente peligroso, especialmente para alguien vestido como usted.

—Estaré bien —dijo, agradecido por el interés de un hombre al que había conocido sólo unas horas atrás. Dio una palmada al techo del coche—. Gracias de nuevo.

Jack observó el taxi hasta que se perdió entre el tráfico, y luego estudió sus alrededores: un aparcamiento vacío en la esquina al otro lado de la calle, y un antiguo almacén de ladrillos con las puertas y ventanas tapiadas junto a él.

Se sentía expuesto allí de pie, vestido con un atuendo que gritaba «Atracadme» a cualquiera que sintiera tal inclinación. Y, como no se había atrevido a llevar un arma a la ONU, iba desarmado. Oficialmente desarmado. Era capaz de incapacitar permanentemente a un hombre con un bolígrafo, y conocía media docena de maneras de matar con un llavero, pero no le gustaba trabajar de aquel modo a menos que fuera necesario. Se hubiera sentido mucho más cómodo sabiendo que la Semmerling estaba atada a su pierna.

Tenía que esconderse. La mejor opción era bajo la autopista del West Side. Corrió hacia allí y se instaló en el hueco de uno de los pilares. Veía claramente el muelle y el barco. Mejor aún, estaría fuera de la vista de cualquiera que buscara problemas.

El crepúsculo llegó y pasó. Las farolas se encendieron a medida que la noche se deslizaba sobre la ciudad. Jack estaba lejos de las calles, pero vio cómo el tráfico al oeste y al sur disminuía hasta reducirse a algún coche esporádico. Todavía había mucho ruido por encima de él, en la autopista del West Side, donde los coches aminoraban la marcha para tomar la rampa que descendía hasta el nivel de la calle apenas a dos manzanas de su escondite. El barco seguía en silencio. Nada se movía en la cubierta, no había luces procedentes del interior. Tenía toda la apariencia de una ruina abandonada.

¿Qué estaba haciendo Kusum allí dentro?

Finalmente, a las nueve en punto, cuando se impuso la oscuridad completa, Jack no pudo esperar más. Estaba seguro de que, protegido por las tinieblas, podría alcanzar la cubierta y explorar sin ser visto.

Saltó de su escondite y corrió hacia las sombras en torno al muelle. La luna se elevaba en el este, grande, baja y rojiza por el momento, algo más redonda que la noche anterior. Quería subir a bordo y haber bajado antes de que empezara a brillar e iluminara la orilla.

Al borde del agua, Jack se agazapó contra un enorme noray bajo la ominosa sombra del carguero y escuchó. Todo estaba en silencio a excepción del chapoteo del agua bajo el muelle. Un olor acre, mezcla de sal, moho, madera podrida, creosota y basura invadía el aire. Un movimiento a su izquierda captó su atención; una rata solitaria corría por el mamparo en busca de su cena. Nada más se movía.

Se sobresaltó cuando algo chapoteó cerca del casco. Una bomba automática escupía un chorro de agua por una pequeña abertura cerca de la línea de flotación.

Estaba nervioso y no sabía por qué. Había hecho registros a escondidas en condiciones mucho más precarias. Y con menos aprensión. Pero cuanto más se acercaba al barco, menos ganas tenía de subir. Algo en su interior le advertía que se alejara. A lo largo de los años había aprendido a reconocer cierto instinto para el peligro; hacerle caso le había mantenido con vida. En aquel momento, el instinto hacía sonar una alarma frenética.

Jack se sacudió la sensación de desastre inminente mientras se descolgaba del cuello los prismáticos y la cámara y los dejaba junto a la base del noray. Había una soga, de más de cinco centímetros de grosor, que subía hasta la proa del barco. Su tacto era áspero, pero fácil de escalar.

Se inclinó hacia adelante, se agarró con fuerza con ambas manos y quedó por encima del agua. Colgado de la soga, levantó las piernas hasta que sus tobillos se cerraron en torno a ella. A continuación empezó a trepar: colgado de una rama como un orangután, con el rostro vuelto hacia el cielo y la espalda hacia el agua, ascendió con las manos mientras sus talones se agarraban a los pliegues de la cuerda y empujaban desde atrás.

El ángulo de ascenso aumentó y la subida se volvió cada vez más dura a medida que se acercaba a la regala. Las diminutas fibras de la soga eran ásperas y rígidas. Las palmas le ardían; cada palmo de soga parecía un puñado de cardos, especialmente dolorosos donde le habían salido ampollas jugando a tenis el día anterior. Fue un placer agarrarse al acero suave y frío de la regala y levantar la vista por encima del borde. Permaneció allí un momento, explorando la cubierta. Seguía sin haber rastro de vida.

Pasó por encima de la regala, y corrió agazapado hasta el torno del ancla.

Sintió un cosquilleo en la piel; una advertencia de peligro. Pero ¿dónde? Miró por encima del torniquete. Ningún signo de que hubiera sido visto, ningún signo de la presencia de nadie a bordo. Pero la sensación continuó atormentándole, casi como si alguien lo vigilara.

De nuevo se liberó de ella. Tenía que llegar a la caseta. Más de treinta metros de cubierta despejada le separaban de la superestructura de popa. Y allí era donde quería ir. No podía imaginar que hubiera gran cosa en las bodegas.

Jack se preparó y echó a correr en torno a la escotilla delantera hacia el pendolón y el conjunto de grúas entre las dos bodegas. Esperó. Seguía sin haber signos de que hubiera sido visto… o de que hubiera alguien que pudiera verle. Otra carrera le llevó hasta la pared delantera de la caseta.

Se deslizó junto a la pared hasta el lado de babor, donde encontró escalones. Los subió hasta el puente. La caseta del timón estaba cerrada, pero por la ventanilla lateral pudo ver un amplio despliegue de controles muy sofisticados.

Tal vez aquella bañera era más marinera de lo que parecía.

Cruzó la caseta por delante del puente y empezó a comprobar todas las puertas. En la segunda cubierta, en el lado de estribor, encontró una abierta. El pasillo del interior estaba a oscuras, a excepción de una débil bombilla de emergencia que resplandecía al otro extremo. Uno tras otro, comprobó los tres camarotes de aquella cubierta. Parecían bastante confortables; probablemente para los oficiales del barco. Sólo uno parecía haber sido ocupado recientemente. La cama estaba arrugada, y había un libro abierto sobre una mesa, escrito en un idioma de apariencia exótica. Al menos aquello confirmaba la presencia de Kusum.

A continuación revisó los camarotes de la tripulación. Desiertos. La cocina no parecía haber sido usada últimamente.

¿Qué hacer a continuación? La sensación de vacío, el silencio, el aire rancio y viciado empezaban a atacarle los nervios. Deseaba regresar a tierra firme y respirar aire fresco. Pero no podía marcharse hasta encontrar a Kusum.

Bajó al piso inferior y encontró una puerta marcada como «Sala de máquinas». Estaba alargando la mano hacia la manecilla cuando lo oyó…

Un sonido… apenas audible… como un coro de barítonos cantando en un valle distante. Procedía de algún lugar detrás de él.

Jack se volvió y avanzó silenciosamente hasta el otro extremo del breve corredor, donde encontró una escotilla hermética. Una rueda central retiraba los pestillos en los bordes. Con la esperanza de que aún hubiera algo de grasa en el mecanismo, Jack aferró la rueda y la hizo girar en sentido contrario a las agujas del reloj, casi esperando el fuerte chirrido que retumbaría por todo el barco y revelaría su presencia. Pero sólo oyó un suave crujido y un débil chirrido. Cuando la rueda hubo girado todo lo posible, Jack abrió suavemente la puerta.

El olor le golpeó casi de modo físico, haciéndole retroceder. El mismo hedor a putrefacción que había invadido su apartamento, sólo que allí era cien veces, mil veces más fuerte, aferrándole, apretándose contra su rostro como el guante de un ladrón de tumbas.

Jack sintió náuseas y luchó contra el impulso de volverse y huir. Allí estaba. Aquel era el origen, el centro del hedor. Allí descubriría si los ojos que había visto en su ventana el sábado por la noche eran reales o imaginarios. No podía permitir que un olor, por nauseabundo que fuera, le hiciera volver atrás.

Se obligó a cruzar la escotilla y penetrar en un corredor oscuro y estrecho. El aire húmedo se pegaba a él. Las paredes del pasillo se perdían en la oscuridad por encima de él. Y con cada paso, el olor aumentaba. Podía saborearlo en el aire, casi tocarlo. Una luz débil parpadeó a unos seis metros por delante. Jack luchó por avanzar hacia ella, pasando junto a pequeñas zonas de almacenamiento, del tamaño de dormitorios, a cada lado. Parecían vacías; esperaba que lo estuvieran.

El débil cántico del principio había cesado, pero escuchó ruidos de movimiento delante de él, y al acercarse a la luz, el sonido de una voz que hablaba de un idioma extranjero.

Hindi, seguramente.

Avanzó más lentamente al acercarse al final del corredor. La luz era más intensa en aquella zona más grande y abierta. Había avanzado desde la popa. Calculó que debía encontrarse junto a la bodega principal.

El corredor se abría a lo largo de la pared de babor de la bodega; al otro lado, junto a la pared delantera, había otra abertura, sin duda un pasadizo similar que conducía a la bodega delantera. Jack llegó al final y asomó cuidadosamente la cabeza por la esquina. Lo que vio le dejó sin aliento. La impresión le golpeó de delante a atrás, como un frente tormentoso.

Las paredes de hierro altas y negras de la bodega se elevaban y desaparecían en la oscuridad de arriba. Unas sombras salvajes se movían contra ellas. Relucientes gotas de humedad se pegaban a sus superficies grasientas, reflejando y reteniendo la luz de las dos rugientes antorchas de gas situadas sobre una plataforma elevada al otro extremo. Allí la pared era de un color diferente, rojo sangre, con la enorme silueta de una diosa con muchos brazos pintada en negro. Y entre las dos antorchas estaba Kusum, desnudo a excepción de una especie de tela larga retorcida y envuelta en torno a su torso. Ni siquiera llevaba el collar. Su hombro izquierdo mostraba una horrible cicatriz donde había perdido el brazo; el derecho estaba levantado mientras gritaba en su idioma natal a la multitud concentrada ante él.

Pero no era Kusum quien había capturado la atención de Jack, quien hacía que los músculos de su mandíbula se hincharan con el esfuerzo de contener un grito de horror, quien obligaba a sus manos a agarrarse con fuerza a las resbaladizas paredes.

Era su público. Cuatro o cinco docenas de seres, de piel color cobalto, dos metros y medio de altura, encogidos en semicírculo ante Kusum. Cada uno de ellos tenía cabeza, cuerpo, dos brazos y dos piernas… pero no eran humanos. Ni siquiera se parecían a los humanos. Sus proporciones, su modo de moverse, todo en ellos estaba mal, todo mal; un salvajismo bestial combinado con una especie de elegancia propia de los reptiles. Eran reptiles, pero algo más; humanoides, pero algo menos… Una mezcla impura de ambas razas, con un tercer componente que nadie, ni siquiera en la más terrible de las pesadillas, hubiera asociado con nada procedente de la tierra. Jack captó destellos de colmillos en las anchas bocas sin labios bajo unos hocicos romos, como de tiburón, el resplandor de las garras al extremo de sus manos de tres dedos, y el resplandor amarillo de sus ojos mientras contemplaban la silueta de Kusum, que gritaba y gesticulaba.

Por debajo del sobresalto y la repulsión que le aturdía la mente y le inmovilizaba el cuerpo, Jack sintió un odio profundo e instintivo hacia aquellas cosas. Una reacción inconsciente, como la repugnancia que debía sentir una mangosta por una cobra. Una enemistad instantánea. Algo en el rincón más remoto y primitivo de su humanidad reconocía a aquellas criaturas, y sabía que nunca podría haber tregua ni coexistencia con ellas.

Pero aquella reacción inexplicable fue superada por una fascinación horrorizada ante lo que estaba viendo.

Y entonces Kusum levantó el brazo y gritó algo. Tal vez se debía a la luz, pero a Jack le pareció más viejo. Las criaturas respondieron empezando de nuevo con el mismo cántico que había oído débilmente momentos atrás. Pero ya podía identificar los sonidos. Unas voces bruscas y plañideras, al principio caóticas, luego cada vez con mayor unidad, empezaron a repetir la misma palabra una y otra vez.

—¡Kaka-jiiiiiii! ¡Kaka-jiiiiiii! ¡Kaka-jiiiiiii! ¡Kaka-jiiiiiii!

Entonces levantaron sus garras en el aire, y en cada una de ellas había un trozo de carne ensangrentado que relucía a la temblorosa luz.

Jack no supo cómo lo sabía, pero estaba seguro que estaba viendo lo que quedaba de Nellie Paton.

No resistió más. Su mente se negaba a aceptar todo aquello. El terror era una sensación extraña para Jack, poco familiar, casi irreconocible. Sólo sabía que tenía que marcharse antes de que la cordura le abandonara por completo. Se volvió y echó a correr por el pasillo, sin pensar en el ruido que hacía, aunque era imposible que se le oyera por encima del estruendo de la bodega. Cerró la escotilla detrás de él, hizo girar la rueda y corrió escaleras arriba hacia la cubierta iluminada por la luna. La atravesó a toda prisa hasta la proa, donde pasó por encima de la regala, agarró el amarre y se deslizó hasta el muelle, quemándose la piel de las palmas.

Recogió los prismáticos y la cámara y huyó hacia la calle. Sabía adonde iba: a ver a la única persona, además de Kusum, que podría explicar lo que acababa de ver.

4

Kolabati llegó al interfono a la segunda llamada. Su primera idea fue que podría ser Kusum, pero comprendió que él no necesitaría llamar. No le había visto ni había sabido nada de él después de perderlo el día anterior en la plaza Rockefeller. No se había movido del apartamento en todo el día, con la esperanza de poder verle cuando pasara para cambiarse de ropa. Pero no había aparecido.

—¿Señora Bahkti? —Era la voz del conserje.

—¿Sí? —No se molestó en corregirle por lo de «señora».

—Lamento molestarla, pero hay un hombre aquí abajo que dice que tiene que verla. —Su voz adquirió un tono más confidencial—. No tiene muy buen aspecto, pero se ha puesto muy pesado.

—¿Cómo se llama?

—Jack. Es todo lo que quiere decirme.

Una oleada de calor le recorrió la piel. Pero ¿sería prudente permitir que subiera? Si Kusum volvía y les encontraba juntos en su apartamento…

Pero le pareció que Jack no se hubiera presentado sin llamar antes a menos que fuera algo importante.

—Hágale subir.

Espero con impaciencia hasta oír que el ascensor se abría, y luego se dirigió a la puerta. Al ver los calcetines largos, las sandalias y el pantalón corto de Jack, rompió a reír. No era extraño que el conserje no hubiera querido dejarle pasar.

Entonces le vio la cara.

—¡Jack! ¿Qué sucede?

Él entró y cerró la puerta. Tenía la cara pálida bajo una roja pátina de bronceado; sus labios estaban fruncidos en una delgada línea, y en sus ojos había una expresión enloquecida.

—He seguido a Kusum…

Hizo una pausa, como si esperara a que ella reaccionara. Por su expresión, Kolabati supo que debía haber encontrado lo que ella misma había sospechado durante todo aquel tiempo, pero necesitaba oírlo de sus labios. Ocultando el miedo a lo que sabía que diría Jack, adoptó una máscara impasible.

—¿Y?

—Realmente no lo sabes, ¿verdad?

—¿Saber qué, Jack? —Vio que se pasaba una mano por el cabello, y observó que sus palmas estaban sucias y ensangrentadas—. ¿Qué te ha pasado en las manos?

Él no respondió. En lugar de ello, pasó por su lado y entró en la sala de estar. Se sentó en el sofá. Sin mirarla, empezó a hablar en tono inexpresivo.

—He seguido a Kusum desde la ONU a un barco en el West Side; un barco grande, un carguero. Le he visto en la bodega, dirigiendo una especie de ceremonia con esas… —su rostro se retorció al recordarlo—… esas criaturas. Tenían trozos de carne en las manos. Creo que era carne humana. Y creo que sé de quién.

La fuerza abandonó a Kolabati como agua perdiéndose por una tubería. Se apoyó en la pared del recibidor para tranquilizarse.

¡Era cierto! ¡Rakoshi en América! Y Kusum estaba detrás de aquello, resucitando antiguos ritos que hubieran debido permanecer muertos. Pero ¿cómo? ¡El huevo estaba en la habitación contigua!

—He pensado que tú sabrías algo de todo esto —estaba diciendo Jack—. Después de todo, Kusum es tu hermano, y me ha parecido…

Ella apenas le oyó.

El huevo…

Se apartó de la pared y echó a andar hacia el dormitorio de Kusum.

—¿Qué sucede? —dijo Jack, levantando al fin la vista hacia ella—. ¿Adónde vas?

Kolabati no respondió. Tenía que ver el huevo otra vez. ¿Cómo podía haber rakoshi sin que nadie hubiera usado el huevo… el último huevo superviviente? Y él solo no hubiera bastado para crear una camada: era necesario un rakosh macho.

¡Simplemente, no podía ser!

Abrió el armario de la habitación de Kusum y sacó la caja cuadrada. Era muy ligera. ¿Habría desaparecido el huevo? Levantó la tapa. No: seguía allí, todavía intacto. Pero recordaba que aquel huevo pesaba al menos cinco kilos.

Metió las manos en la caja, colocó una a cada lado y lo levantó. Prácticamente saltó en el aire. ¡Casi no pesaba nada! Y en la parte inferior, sus dedos tocaron un borde dentado.

Kolabati dio la vuelta al huevo. Encontró una abertura irregular. Unas manchas brillantes mostraban donde las grietas habían sido reparadas con cola por la parte interior.

La habitación pareció dar vueltas a su alrededor.

¡El huevo de rakosh estaba vacío! ¡Había eclosionado mucho tiempo atrás!

5

Jack oyó gritar a Kolabati en la habitación contigua. No era un grito de miedo ni de dolor, más bien un lamento desesperado. La encontró arrodillada en el suelo del dormitorio, balanceándose adelante y atrás, acunando en sus brazos un objeto moteado del tamaño de un balón de rugby. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué ocurre?

—¡Está vacío! —dijo ella con un sollozo.

—¿Qué había dentro? —Jack había visto en una ocasión un huevo de avestruz, pero era blanco; aquel era más o menos del mismo tamaño, pero su cáscara tenía manchas grises.

—Un rakosh hembra.

«Rakosh.»

No necesitó más explicaciones para saber qué había salido de aquel huevo: tenía la piel oscura, un cuerpo esbelto con largos brazos y piernas, una boca con colmillos, garras en las manos y ojos amarillos y brillantes.

Conmovido por la angustia de Kolabati, se arrodilló frente a ella. Suavemente, retiró el huevo vacío de sus manos y se las apretó.

—Cuéntamelo.

—No puedo.

—Tienes que hacerlo.

—No lo creerías…

—Ya los he visto. Lo creo. Ahora tengo que entenderlo. ¿Qué son?

—Son rakoshi.

—Ya lo había deducido. Pero el nombre no significa nada.

—Son criaturas antiguas, del pasado tenebroso, muy anteriores a las escrituras védicas. Las descripciones de personas primitivas que les vieron o sobrevivieron a ellos dieron origen al mito de los raksasha, demonios usados durante los siglos para dar emoción a las historias contadas por la noche para asustar a los niños o hacer que se portaran bien. Todos los niños de la India han oído alguna vez «¡Los raksasha vendrán a por ti!». Sólo unos pocos a través de los siglos han sabido que son algo más que mera superstición.

—Y tú y Kusum estáis entre esos pocos, supongo.

—Somos los últimos. Venimos de una larga estirpe de sumos sacerdotes y sacerdotisas. Somos los últimos Guardianes de los rakoshi. A través de los siglos, los miembros de nuestra familia han sido los encargados de cuidarlos, de criarlos, controlarlos y utilizarlos según las leyes establecidas en los días antiguos. Y hasta mediados del siglo XIX, cumplimos fielmente con nuestro cometido.

Hizo una pausa, al parecer perdida en sus pensamientos. Jack la instó a continuar, impaciente.

—¿Qué pasó entonces?

—Los soldados británicos saquearon el templo de Kali donde daban culto nuestros ancestros. Mataron a cuantos encontraron, saquearon lo que pudieron, vertieron aceite hirviendo sobre la cueva de los rakoshi e incendiaron el templo. Sólo sobrevivió un descendiente del sacerdote y la sacerdotisa. —Contempló la cáscara vacía—. Y sólo se encontró un huevo de rakosh intacto en las cuevas destruidas por el fuego. Un huevo de hembra. Sin un huevo de macho, significaba el fin de los rakoshi. Se habían extinguido.

Jack tocó cautelosamente la cáscara. De modo que aquellos horrores habían salido de allí. Era difícil de creer. Lo levantó y lo sostuvo de modo que la luz de la lámpara mostrara el interior del agujero. Lo que hubiera estado allí había desaparecido tiempo atrás.

—Puedo decírtelo con seguridad, Kolabati. No se han extinguido. He visto a más de cincuenta en ese barco esta noche.

Cincuenta… Jack trató de ahogar aquel recuerdo. Pobre Nellie.

—Kusum debió encontrar un huevo macho. Los hizo eclosionar y fundó una camada.

Kolabati le desconcertaba. ¿Era posible que no lo hubiera sabido hasta aquel momento? Jack esperaba que así fuera. No le hubiera gustado pensar que se había dejado engañar tan completamente.

—Todo eso está muy bien, pero todavía no sé qué son. ¿Qué hacen?

—Son demonios…

—¡Demonios, un cuerno! ¡Los demonios son sobrenaturales! No había nada de sobrenatural en esas cosas. ¡Eran de carne y hueso!

—No se parece a ninguna carne que hayas visto, Jack. Y su sangre es casi negra.

—Negra o roja, la sangre es sangre.

—¡No, Jack! —Se incorporó sobre sus rodillas y le aferró los hombros con dolorosa intensidad—. ¡No debes subestimarlos! ¡Nunca! Parecen torpes, pero son muy astutos. Y casi imposibles de matar.

—Pues parece que los británicos hicieron un buen trabajo.

El rostro de Kolabati hizo una mueca.

—¡Por pura suerte! Por casualidad emplearon la única cosa capaz de matar a un rakosh: ¡el fuego! El hierro los debilita, y el fuego los destruye.

—Fuego y hierro… —De repente, Jack comprendió el porqué de los dos chorros de llama entre los que había visto a Kusum, y el motivo de tener a los monstruos encerrados en un barco con el casco de acero. Fuego y hierro: las dos antiguas protecciones contra la noche y sus peligros—. Pero ¿de dónde proceden?

—Han existido siempre.

Jack se levantó y la puso en pie. Suavemente. En aquel momento, parecía muy frágil.

—No puedo creerlo. Tienen forma humana, pero no creo que podamos tener un ancestro común. Son demasiado… —recordó la animosidad instintiva que había surgido en su interior al contemplarlos—… ¡diferentes!

—Según la tradición, antes de los dioses védicos, e incluso antes de los dioses prevédicos, existieron otros dioses, los Antiguos, que odiaban a la humanidad y deseaban usurpar nuestro lugar sobre la tierra. Para hacerlo, crearon parodias blasfemas de humanos, que encarnaban lo contrario a todo lo bueno de la humanidad, y las llamaron rakoshi. Son como nosotros, pero privados de amor, decencia y de todo lo bueno de lo que somos capaces. Están hechos de odio, deseo, avaricia y violencia. Los Antiguos los crearon mucho más fuertes que los hombres, y plantaron en ellos un apetito insaciable de carne humana. El plan era que los rakoshi ocuparan el lugar de la humanidad sobre la tierra.

—¿De veras crees eso? —Le sorprendía oír a Kolabati hablar como una niña que creía en cuentos de hadas.

—Creo que sí —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Al menos, me sirve hasta que aparezca una explicación mejor. Pero, según dice la historia, resultó que los humanos eran más listos que los rakoshi, y aprendieron a controlarlos. Finalmente, todos los rakoshi fueron desterrados al Reino de la Muerte.

—No todos.

—No, no todos. Mis ancestros encerraron a la última camada en un complejo de cuevas en el norte de Bengala, y construyeron un templo encima. Aprendieron a someter a los rakoshi a su voluntad, y transmitieron sus conocimientos a las generaciones siguientes. A la muerte de nuestros padres, nuestra abuela nos pasó el huevo y los collares a Kusum y a mí.

—Sabía que los collares tenían algo que ver.

La voz de Kolabati se volvió aguda mientras se llevaba una mano a la garganta.

—¿Qué sabes sobre el collar?

—Sé que esas dos piedras de delante se parecen mucho a los ojos de los rakoshi. Pensé que era una especie de insignia.

—Es algo más que eso —dijo ella, con voz más tranquila—. A falta de un término mejor, diré que es mágico.

Mientras Jack regresaba al salón, se rio suavemente.

—¿Encuentras todo esto divertido? —dijo Kolabati detrás de él.

—No. —Se dejó caer en un sillón y volvió a reír, brevemente. Aquella risa le perturbó; parecía no poder controlarla—. Es sólo que he estado escuchando lo que me decías, y he aceptado cada palabra sin hacer preguntas. Eso es lo divertido; que te creo. De niño, vi algunas cosas raras en los Barrens, ¡pero esto…! Es la historia más ridícula, fantástica, absurda, improbable e imposible que he oído nunca… ¡y me creo cada palabra!

—Está bien que lo creas. Es cierto.

—¿Incluso lo relativo al collar mágico? —Jack levantó una mano mientras ella abría la boca para explicárselo—. No importa. Ya he tragado demasiado. Un collar mágico podría hacer que me atragantara.

—¡Es cierto!

—Me interesa mucho más la parte que has tenido tú en todo esto. Tenías que saberlo.

Ella se sentó delante de él.

—El viernes por la noche, en tu habitación, supe que había un rakosh frente a la ventana. Y también el sábado por la noche.

Jack ya lo había deducido, pero tenía más preguntas:

—¿Por qué yo?

—Vino a tu apartamento porque probaste el elixir de durba que atrae a un rakosh a una víctima en particular.

El supuesto laxante de Grace… Un rakosh había debido llevársela entre el lunes por la noche y el martes por la mañana. Y también a Nellie la noche anterior. Pero Nellie… Aquellos trozos de carne levantados en el aire a la débil luz… Se tragó la bilis que le subía a la garganta. Nellie estaba muerta. Y Jack estaba vivo.

—Entonces, ¿cómo es que sigo con vida?

—Mi collar te protegió.

—¿Otra vez con eso? Muy bien, cuéntamelo.

Ella levantó la parte delantera del collar mientras hablaba, sosteniéndolo por cada lado del par de gemas parecidas a ojos.

—Han pasado de generación en generación de mi familia durante siglos. El secreto de fabricarlos se perdió hace mucho tiempo. Tienen… poderes. Están hechos de un hierro especial, que tradicionalmente tiene poder sobre los rakoshi, y hacen que su portador sea invisible para un rakosh.

—Vamos, Kolabati… —Aquello ya era demasiado.

—¡Es cierto! ¡El único motivo de que puedas estar aquí sentado y dudando de todo esto es que yo te protegí con mi cuerpo en las dos ocasiones en que el rakosh vino a por ti! ¡Yo te hice desaparecer! Para un rakosh, tu apartamento estaba vacío. ¡Si no lo hubiera hecho, estarías muerto, como los demás!

Los demás… Grace y Nellie. Dos ancianas inofensivas.

—Pero ¿por qué los otros? ¿Por qué…?

—¡Para alimentar a la camada! Los rakoshi deben consumir carne humana regularmente. En una ciudad como esta, debe haber sido fácil alimentar a una camada de cincuenta. Aquí tenéis a vuestra propia casta de intocables: borrachos, delincuentes, fugitivos, gente sin hogar a quien nadie echaría de menos ni se molestaría en buscar aunque su ausencia fuera notada.

Aquello explicaba la desaparición de los vagabundos que tanto habían comentado los periódicos.

Jack se levantó de un salto.

—¡No estoy hablando de ellos! ¡Hablo de dos damas acomodadas que han sido víctimas de esas criaturas!

—Debes estar equivocado.

—No lo estoy.

—Entonces tiene que haber sido un accidente. Lo último que desearía Kusum es que se empezara a buscar a los desaparecidos. Escogería a gente sin rostro. Tal vez esas mujeres se hicieron con el elixir por error.

—Es posible. —Jack estaba muy lejos de sentirse satisfecho, pero era posible. Paseó por la habitación.

—¿Quiénes eran?

—Dos hermanas: Nellie Paton anoche, y Grace Westphalen la semana pasada.

A Jack le pareció oír un rápido jadeo, pero cuando se volvió hacia Kolabati, su rostro estaba inexpresivo.

—Comprendo —fue todo lo que dijo.

—Hay que detenerle.

—Lo sé. —Kolabati se apretó las manos—. Pero no puedes llamar a la policía.

La idea no se le había pasado por la cabeza a Jack. La policía no figuraba en su lista de posibles soluciones para nada. Pero no se lo dijo a Kolabati. Quería saber cuáles eran sus razones para evitar a las autoridades. ¿Acaso quería proteger a su hermano?

—¿Por qué no? ¿Por qué no llamar a la policía y a la patrulla del puerto, y hacer que aborden el carguero, arresten a Kusum y eliminen a los rakoshi?

—¡Porque no serviría de nada! No pueden arrestar a Kusum por su inmunidad diplomática. E irían a por los rakoshi sin saber a qué se enfrentan. El resultado sería un gran número de muertos. Kusum quedaría en libertad y, en lugar de ser eliminados, los rakoshi se esparcirían por la ciudad para alimentarse de quienquiera que encontraran.

Tenía razón. Era evidente que había reflexionado sobre el tema. Tal vez incluso había considerado denunciar ella misma a Kusum. Una responsabilidad terrible para llevarla sola. Tal vez podría aligerarle la carga.

—Déjamelo a mí.

Kolabati se levantó de su silla y se detuvo ante Jack. Le rodeó la cintura con los brazos y le apoyó la cabeza en un hombro.

—No. Deja que hable yo con él. Me escuchará. Yo puedo detenerle.

«Lo dudo mucho», pensó Jack. Kusum estaba loco, y sólo la muerte lo detendría. Pero dijo:

—¿Eso crees?

—Nos entendemos bien. Hemos pasado por muchas cosas juntos. Ahora que sé con certeza que tiene una camada de rakoshi, tendrá que escucharme. Va a tener que destruirlos.

—Esperaré contigo.

Ella retrocedió y le miró fijamente, con los ojos llenos de terror.

—¡No! ¡No debe encontrarte aquí! ¡Se pondrá tan furioso que no querrá escucharme!

—Yo no…

—¡Hablo en serio, Jack! No sé qué puede hacer si te encuentra aquí conmigo y descubre que has visto a los rakoshi. Nunca debe saberlo. Por favor. Vete ahora y deja que hable con él a solas.

A Jack aquello no le gustó nada. Sus instintos se oponían a ello. Pero cuanto más lo pensaba, más razonable le parecía. Si Kolabati podía convencer a su hermano de eliminar la camada de rakoshi, la parte más difícil del problema quedaría resuelta. Y si no podía (y Jack dudaba mucho de que pudiera), al menos alteraría a Kusum lo suficiente para que Jack encontrara su oportunidad e hiciera su jugada. Nellie Paton había sido una anciana muy agradable. Su asesino no iba a quedar impune.

—De acuerdo —dijo—. Pero ten cuidado. Nunca se sabe. Podría volverse contra ti.

Ella sonrió y le acarició el rostro.

—Estás preocupado por mí. Necesitaba saberlo. Pero no sufras. Kusum no se volverá contra mí. Estamos demasiado unidos.

Mientras salía del apartamento, Jack se preguntó si estaba haciendo lo correcto. ¿Podría Kolabati manejar a su hermano? ¿Podría alguien?

Tomó el ascensor hasta el vestíbulo y salió a la calle.

El parque permanecía oscuro y silencioso al otro lado de la Quinta Avenida. Jack supo que después de aquella noche la oscuridad nunca le parecería igual. Pero los carruajes tirados por caballos todavía transportaban enamorados entre los árboles, y los taxis, coches y camiones seguían rugiendo por la calle, mientras los que trabajaban hasta tarde, salían de fiesta o buscaban plan para la noche pasaban junto a él, sin saber que un grupo de monstruos estaba devorando carne humana en un barco amarrado a un muelle del West Side.

Los horrores que había presenciado aquella noche empezaban a adquirir un aire de irrealidad. ¿Era real lo que había visto?

Claro que lo era. Simplemente, no lo parecía entre la normalidad rutinaria de la Quinta Avenida al final de las Sesenta. Tal vez era mejor así. Tal vez la apariencia de irrealidad le permitiría dormir por la noche hasta que pudiera ocuparse de Kusum y sus monstruos.

Tomó un taxi y ordenó al conductor que rodeara el parque en lugar de atravesarlo.

6

Kolabati observó por la mirilla hasta que Jack entró en el ascensor y las puertas se cerraron tras él. Luego se apoyó en la puerta.

¿Le había dicho demasiado? ¿Qué había dicho? No recordaba lo que podía haber revelado bajo los efectos del sobresalto tras encontrar el agujero en el huevo de rakosh. Probablemente nada demasiado comprometedor; tenía tanta experiencia ocultando secretos a la gente que la reserva se había convertido en una parte integrante de su naturaleza. De todos modos, le hubiera gustado estar segura.

Kolabati se irguió e hizo a un lado aquellas preocupaciones. Lo hecho, hecho estaba. Kusum regresaría aquella noche. Después de lo que le había dicho Jack, estaba convencida de ello.

Todo estaba claro. Aquel nombre. Westphalen. Lo explicaba todo. Todo excepto dónde había encontrado Kusum el huevo de macho. Y lo que se proponía hacer a continuación.

Westphalen… Pensaba que Kusum ya habría olvidado aquel nombre. Pero ¿por qué iba a pensarlo? Kusum no olvidaba nada, ni los favores ni ciertamente los desaires. Nunca olvidaría el nombre de Westphalen. Ni la antigua promesa atada a él.

Kolabati se frotó los brazos con las manos. El capitán sir Albert Westphalen había cometido un crimen horrible y merecía una muerte igualmente horrible. Pero no sus descendientes. Las personas inocentes no debían ser entregadas a los rakoshi por un crimen cometido antes de su nacimiento.

Pero no podía preocuparse por ellas en aquel momento. Tenía que decidir cómo manejar a Kusum. Para proteger a Jack, tenía que saber más. Trató de recordar el nombre de la mujer que, según Jack, había desaparecido la noche anterior. Paton, ¿no era eso? Nellie Paton. Y necesitaba un modo de poner a Kusum a la defensiva.

Fue al dormitorio y llevó el huevo vacío hasta el diminuto recibidor. Allí dejó caer la cáscara justo junto a la puerta. Se rompió en mil pedazos.

Tensa y ansiosa, se buscó una silla y trató de ponerse cómoda.

7

Kusum aguardó un momento junto a la puerta de su apartamento para recomponerse. Ciertamente, Kolabati le estaría esperando en el interior, con preguntas sobre su paradero durante la noche. Tenía las respuestas preparadas. Lo que tenía que hacer era ocultar la euforia que debía resplandecer en su rostro. Había eliminado a la penúltima de los Westphalen; una más, y Kusum quedaría libre de su promesa. Al día siguiente pondría en marcha los resortes para acabar con la última superviviente de la estirpe de Albert Westphalen. Y luego zarparía hacia la India.

Accionó la llave y abrió la puerta. Kolabati le observaba desde un sillón en la sala de estar, con los brazos y piernas cruzados y el rostro impasible. Cuando él sonrió y se adelantó, algo crujió bajo su pie. Bajó la vista y vio el destrozado huevo de rakosh. Mil pensamientos cruzaron por su sobresaltada mente, pero el que ocupaba la parte principal era «¿cuánto sabe ella?».

—Bien —dijo, mientras cerraba la puerta tras él—. De modo que lo sabes.

—Sí, hermano. Lo sé.

—¿Cómo…?

—Eso quisiera yo saber —espetó ella.

¡Se mostraba tan evasiva! Kolabati sabía que el huevo había eclosionado. ¿Qué más sabía? Con el deseo de no revelar nada innecesario, decidió partir de la base de que sólo sabía lo del huevo vacío y nada más.

—No quise decirte lo del huevo —dijo finalmente—. Estaba demasiado avergonzado. Después de todo, estaba bajo mi cuidado cuando se rompió, y…

—¡Kusum! —Kolabati se levantó de un salto, con el rostro lívido—. ¡No me mientas! Sé lo del barco, y lo de las mujeres Westphalen.

Kusum se sintió como si le hubiera golpeado un rayo. ¡Kolabati lo sabía todo!

—¿Cómo…? —Fue todo lo que pudo articular.

—Te seguí ayer.

—¿Me seguiste? —Estaba seguro de haberla esquivado. Tenía que ser un farol—. ¿Acaso no aprendiste la lección la última vez?

—Olvida la última vez. Anoche te seguí hasta tu barco.

—¡Imposible!

—Eso creías tú. Pero vigilé y esperé toda la noche. Vi salir a los rakoshi. Les vi regresar con su prisionera. Y hoy Jack me ha dicho que Nellie Paton, una Westphalen, desapareció anoche. Eso era todo lo que necesitaba saber. —Le dirigió una mirada furiosa—. No más mentiras, Kusum. Es mi turno de preguntarte cómo.

Estupefacto, Kusum entró en la sala de estar y se hundió en un sillón. Iba a tener que hacerla partícipe de todo, decírselo todo. Casi todo. Había una parte que nunca podría revelar; apenas podía soportar pensar en ella. Pero podía contarle el resto. Tal vez conseguiría hacerle ver las cosas desde su punto de vista.

Empezó su relato.

8

Kolabati observó cuidadosamente a su hermano mientras hablaba, buscando signos de mentiras. Su voz era clara y fría, y su expresión tranquila con un breve toque de culpabilidad, como el de un marido que confesara a su esposa una aventura sin importancia con otra mujer.

—Me sentía muy perdido cuando te fuiste de la India. Era como si me hubieran arrancado el otro brazo. Pese a todos los seguidores que me rodeaban, pasaba mucho tiempo solo, tal vez demasiado. Empecé a repasar mi vida y lo que había hecho y dejado de hacer con ella. Pese a mi creciente influencia, me sentía indigno de la confianza que tantos depositaban en mí. ¿Qué había conseguido verdaderamente, además de ensuciar mi karma hasta el nivel de las castas más bajas? Confieso que durante un tiempo viví sumido en la autocompasión. Finalmente, decidí viajar de nuevo a Bharangpur y volver a las colinas, a las ruinas del templo que se han convertido en la tumba de nuestros padres y nuestra única herencia.

Hizo una pausa y la miró directamente.

—Los cimientos siguen allí, ¿sabes? Las cenizas del resto han desaparecido, mezcladas con la arena o arrastradas por el viento, pero los cimientos de piedra permanecen, y las cuevas de los rakoshi de debajo continúan intactas. Las colinas siguen deshabitadas. Pese a la superpoblación de nuestro país, la gente todavía evita esas colinas. Permanecí allí varios días en un esfuerzo por renovarme. Recé, ayuné y recorrí las cuevas… pero no ocurrió nada. Me sentía tan vacío e indigno como antes. ¡Y entonces lo encontré!

Kolabati vio que en los ojos de su hermano empezaba a brillar una luz, que crecía cada vez más, como si alguien estuviera avivando un fuego en su cerebro.

—¡Un huevo de macho, intacto, justo bajo la superficie de la arena en un pequeño recodo de las cuevas! Al principio no supe qué pensar, ni qué hacer con el huevo. Pero luego se me ocurrió: ¡se me estaba ofreciendo una segunda oportunidad! Ante mí tenía los medios de conseguir todo lo que hubiera debido hacer con mi vida, los medios de purificar mi karma y hacerlo digno de nuestra casta. Comprendí que aquel era mi destino. Empezaría una camada de rakoshi, y los usaría para cumplir la promesa.

Un huevo de macho. Kusum continuó hablando de cómo había manipulado al ministerio de asuntos exteriores, y conseguido que le asignaran a la embajada de Londres. Kolabati apenas le oía. Un huevo de macho… Recordó haber buscado por las ruinas del templo y las cuevas de debajo de pequeña, mirando por todas partes. En su juventud, ambos habían creído que su deber era empezar una nueva camada, y habían buscado desesperadamente un huevo de macho.

—Después de mi llegada a la embajada —estaba diciendo Kusum—, busqué a los descendientes del capitán Westphalen. Supe que sólo quedaban cuatro personas. No era una familia muy prolífica, y muchos de ellos habían muerto en las guerras mundiales. Descubrí que sólo quedaba uno en Gran Bretaña, Richard Westphalen. Las otras tres mujeres estaban en América. Pero aquello no me detuvo. Hice eclosionar los huevos, los apareé y empecé la camada. Desde entonces, he acabado con tres de los cuatro Westphalen. Sólo queda una.

Kolabati se sintió aliviada al saber que sólo quedaba una persona. Tal vez podría convencer a Kusum de dejarlo correr.

—¿No basta con tres vidas? ¡Son vidas inocentes, Kusum!

—La promesa, Bati —dijo él, como si entonara el nombre de una deidad—. El vrata. Llevan la sangre de ese asesino, ladrón y profanador en sus venas. Y esa sangre debe ser borrada de la faz de la tierra.

—No puedo permitírtelo, Kusum. No está bien.

—¡Es lo correcto! —Kusum se levantó de un salto—. ¡Nunca ha habido nada más correcto!

—¡No!

—¡Sí! —Avanzó hacia ella, con los ojos relucientes—. ¡Tendrías que verlos, Bati! ¡Son tan hermosos! ¡Tan obedientes! ¡Por favor, acompáñame a verlos! ¡Entonces sabrás que esa es la voluntad de Kali!

Una negativa acudió de inmediato a los labios de Kolabati, pero no pasó de ellos. La idea de ver una camada de rakoshi en América la repelía y fascinaba al mismo tiempo. Kusum debió percibir sus dudas, porque siguió insistiendo:

—¡Son nuestro derecho de nacimiento! ¡Nuestra herencia! ¡Darles la espalda es dar la espalda a tu pasado!

Kolabati vaciló. Después de todo, llevaba el collar. Y era una de los dos últimos Guardianes. En cierto modo, se sentía como si una deuda consigo misma y con su familia la obligara por lo menos a visitarlos.

—De acuerdo —dijo lentamente—. Iré a verlos contigo. Pero sólo una vez.

—¡Fantástico! —Kusum parecía eufórico—. Será como retroceder en el tiempo. ¡Ya verás!

—Pero eso no me hará cambiar de opinión respecto a matar gente inocente. Debes prometerme que eso cesará.

—Ya hablaremos —dijo Kusum, conduciéndola hacia la puerta—. Y quiero contarte mis otros planes para los rakoshi, unos planes que no tienen nada que ver con lo que tú llamas vidas «inocentes».

—¿Qué? —No le gustó cómo sonaba aquello.

—Te lo diré cuando los hayas visto.

Kusum se mantuvo en silencio durante el trayecto en taxi hasta los muelles, mientras Kolabati hacía lo posible por aparentar que sabía exactamente adónde iban. Cuando el taxi les dejó, caminaron por la oscuridad hasta encontrarse frente a un pequeño carguero. Kusum la condujo al lado de estribor.

—Si fuera de día, podrías ver el nombre en la roda: Ajit-Rupobati. ¡En védico!

Oyó un chasquido donde la mano de Kusum descansaba en el bolsillo de su chaqueta. Con un zumbido, la pasarela empezó a descender hacia ellos. El miedo y la ansiedad de Kolabati aumentaron mientras subían. La luna estaba alta y brillante, iluminando la superficie de la cubierta con una luz pálida que resultaba más cruda por la profundidad de las sombras que creaba.

Kusum se detuvo en el lado de proa de la segunda escotilla y se arrodilló junto a una porta de la cubierta inferior.

—Están en la bodega —dijo, mientras levantaba la escotilla.

El hedor a rakoshi surgió de la abertura. Kolabati apartó la cabeza. ¿Cómo podía soportarlo Kusum? No parecía notar el olor mientras deslizaba los pies al interior de la abertura.

—Ven —le dijo.

Ella le siguió. Una escala corta conducía a una plataforma cuadrada en una esquina, muy por encima de la bodega vacía. Kusum accionó un interruptor, y la plataforma empezó a bajar con una sacudida. Sobresaltada, Kolabati agarró el brazo de Kusum.

—¿Adónde vamos?

—Hay que bajar un poco. —Kusum señaló hacia abajo con su rostro barbudo—. Mira.

Kolabati entrecerró los ojos en las tinieblas, al principio inútilmente. Luego vio los ojos. Un murmullo confuso se elevó abajo.

Kolabati comprendió que, hasta aquel instante, pese a toda la evidencia, pese a todo lo que le había dicho Jack, no había creído de veras que pudiera haber rakoshi en Nueva York. Pero allí estaban.

No hubiera debido tener miedo. Era una Guardiana. Pero estaba aterrada. Cuanto más se acercaba la plataforma al suelo de la bodega, mayor era su pánico. Sintió que se le secaba la boca mientras el corazón le golpeaba con fuerza en el pecho.

—¡Para, Kusum!

—No te preocupes. No pueden vernos.

Kolabati lo sabía, pero aquello no la tranquilizaba.

—¡Páralo ahora! ¡Llévame arriba!

Kusum apretó otro botón. El descenso se detuvo. Él la miró extrañamente, e hizo subir la plataforma. Kolabati se apoyó en él, aliviada por estarse alejando de los rakoshi, pero consciente de que había decepcionado profundamente a su hermano.

No podía evitarlo. Había cambiado. Ya no era la niña pequeña que acababa de quedar huérfana y que miraba a su hermano mayor como si fuera algo parecido a un dios en la tierra, que había planeado con él el modo de revivir a los rakoshi y devolver el templo a su antigua gloria gracias a ellos. Aquella niña había desaparecido para siempre. Había salido al mundo y había descubierto que la vida podía ser buena fuera de la India. Quería quedarse allí.

Pero Kusum era distinto. Su corazón y su mente nunca habían abandonado aquellas ruinas ennegrecidas en las colinas cerca de Bharangpur. No había vida para él fuera de la India. E incluso en su tierra natal, su rígido fundamentalismo hindú le convertía en algo parecido a un extraño. Adoraba el pasado de la India. Allí era donde deseaba vivir, no en el país en que la India trataba de convertirse.

Con la escotilla cerrada y sellada detrás de ellos, Kolabati se relajó, disfrutando del aire del exterior. ¿Quién hubiera pensado que el aire sofocante de Nueva York pudiera oler tan bien?

Kusum la condujo ante una puerta de acero en la pared frontal de la superestructura. Abrió el candado que la aseguraba. Dentro había un breve pasillo y un solo camarote amueblado.

Kolabati se sentó en la litera mientras Kusum seguía en pie, mirándola. Ella mantuvo la cabeza baja, incapaz de enfrentarse a sus ojos. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde que salieron de la bodega. El aire de reproche de Kusum la afectaba, la hacía sentirse como una niña perdida, pero no podía resistirse. Él tenía derecho a pensar como lo hacía.

—Te he traído aquí con la esperanza de compartir contigo el resto de mis planes —dijo él al fin—. Ahora veo que ha sido un error. Has perdido todo el contacto con tu herencia. Te has convertido en una más de los seres sin alma que habitan este lugar.

—Cuéntame tus planes, Kusum —dijo ella, percibiendo el dolor de su hermano—. Quiero oírlos.

—Los oirás. Pero ¿me escucharás? —Respondió a su propia pregunta sin esperar—. No lo creo. Iba a decirte cómo podría usar a los rakoshi para que me ayudaran en la India. Podrían eliminar a los que están decididos a convertir a la India en algo que nunca hubiera debido ser, que pretenden apartar a nuestro pueblo de lo que es realmente importante en la vida, en un esfuerzo enloquecido por convertir la India en otra América.

—Tus ambiciones políticas.

—¡No son ambiciones! ¡Es una misión!

Kolabati había visto antes aquel brillo febril en los ojos de su hermano. La asustaba casi tanto como los rakoshi. Pero mantuvo la voz tranquila.

—Quieres usar a los rakoshi para tus fines políticos.

—¡No! Pero la única forma de devolver a la India al Camino Verdadero es a través del poder político. Se me ocurrió que no se me había permitido empezar esta camada de rakoshi sólo para cumplir una promesa. Hay un plan más grande en marcha, y yo formo parte de él.

Con un sentimiento angustioso, Kolabati comprendió adónde iba a parar todo aquello. Una sola palabra lo decía todo:

—Hindutvu.

—Sí. Hindutvu. Una India reunificada bajo un gobierno hinduista. Desharemos lo que hicieron los británicos en 1947 cuando convirtieron el Punjab en Pakistán y diseccionaron Bengala. Si hubiera tenido los rakoshi entonces… ¡lord Mountbatten nunca habría salido de la India con vida! Pero estaba fuera de mi alcance, de modo que tuve que conformarme con la vida de su colaborador, ese respetado traidor hindú que legitimó la partición de nuestra India, convenciendo al pueblo de que la aceptara sin violencia.

Kolabati quedó estupefacta.

—¿Gandhi? ¡No pudiste ser tú…!

—Pobre Bati. —Kusum sonrió maliciosamente ante la sorpresa que debía ver en el rostro de su hermana—. Me decepciona que no lo adivinaras. ¿Realmente creíste que me quedaría sin hacer nada después del papel que desempeñó en la partición?

—¡Pero Savarkar estaba detrás de…!

—Sí, Savarkar estaba detrás de Godse y Apte, los asesinos. Fue juzgado y ejecutado por lo que hizo. Pero ¿quién crees que estaba detrás de Savarkar?

¡No! ¡No podía ser cierto! ¡Su propio hermano era el hombre que estaba detrás de lo que algunos llamaban «el crimen del siglo»!

Pero Kusum seguía hablando. Kolabati se obligó a escuchar.

—… la devolución de Bengala Oriental. Tiene que estar con Bengala Occidental. ¡Bengala volverá a estar unida!

—Pero Bengala Oriental es ahora Bangladesh. No puedes pensar que…

—Encontraré el modo. Tengo tiempo. Tengo a los rakoshi. Encontraré el modo, créeme.

La habitación daba vueltas en torno a Kolabati. Su hermano, Kusum, el que le había hecho de padre durante tantos años, la piedra angular firme y racional de su vida, se alejaba cada vez más del mundo real, perdido en fantasías de venganza y poder propias de un adolescente inadaptado.

Kusum estaba loco. Comprenderlo la repugnó. Kolabati había luchado contra la idea durante toda la noche, pero ya no podía negarla más tiempo. Tenía que alejarse de él.

—Si alguien puede encontrar el modo, estoy segura de que serás tú —le dijo, levantándose y volviéndose hacia la puerta—. Y me alegrará ayudarte en lo que pueda. Pero ahora estoy cansada y me gustaría volver al…

Kusum se plantó frente a la puerta, cerrándole el paso.

—No, hermana. Te quedarás aquí hasta que zarpemos juntos.

—¿Zarpar? —El pánico se aferró a su garganta. ¡Tenía que bajar de aquel barco!—. ¡No quiero ir a ninguna parte!

—Me doy cuenta de ello. Y por eso hice que sellaran esta habitación, el camarote del piloto. —Kolabati no detectó malicia en su voz ni en su expresión. Era más bien como un padre comprensivo hablando con una niña—. Te llevaré conmigo a la India.

—¡No!

—Es por tu propio bien. Durante el trayecto estoy seguro de que te darás cuenta del error de la vida que has elegido vivir. Tenemos la posibilidad de hacer algo por la India, una oportunidad sin precedentes de purificar nuestros karmas. Lo hago por ti tanto como por mí. —La miró con aire de experto—. Pues tu karma está tan contaminado como el mío.

—¡No tienes derecho!

—Tengo más que un derecho. Tengo el deber de hacerlo.

Salió a toda prisa del camarote y cerró la puerta tras él. Kolabati se lanzó hacia delante, pero oyó el chasquido de la cerradura antes de llegar a la manecilla. Golpeó los resistentes paneles de roble.

—¡Kusum, déjame salir! ¡Por favor, déjame salir!

—Cuando estemos en el mar.

Le oyó alejarse por el pasillo hasta la escotilla que conducía a la cubierta y un sentimiento de desesperación se apoderó de ella. Atrapada en aquel barco; varias semanas en el mar con un loco, aunque fuera su hermano. ¡Tenía que salir de allí!

—¡Jack me estará buscando! —dijo, llevada por un impulso que lamentó inmediatamente. No quería mezclar a Jack en aquello.

—¿Por qué iba a buscarte? —dijo lentamente Kusum, y su voz sonó débil.

—Porque… —No podía permitir que supiera que Jack había encontrado el barco y sabía de la existencia de los rakoshi—. Porque hemos estado juntos todos los días. Mañana querrá saber dónde estoy.

—Comprendo. —Hubo una larga pausa, y luego Kusum dijo—: Creo que tendré que hablar con Jack.

—¡No le hagas daño, Kusum!

La idea de que Jack fuera víctima de la ira de Kusum era más de lo que podía soportar. Ciertamente, Jack era capaz de cuidar de sí mismo, pero estaba segura de que nunca se había enfrentado a nadie parecido a Kusum… o a un rakosh.

Oyó que la puerta de acero se cerraba de golpe.

—¿Kusum?

No hubo respuesta. Kusum la había dejado sola en el barco.

No; no estaba sola.

Los rakoshi estaban abajo.

9

—«¡Santuario! ¡Santuario!»

A Jack se le habían terminado las películas de James Whale, de modo que había puesto la versión de 1939 de El jorobado de Notre Dame. Charles Laughton, en el papel del parisino deforme e ignorante, acababa de salvar a Maureen O’Hara y gritaba desde los muros de la iglesia con acento de británico de clase alta. Era ridículo. Pero a Jack le encantaba aquella película, y la había visto casi cien veces. Era como una vieja amiga, y necesitaba algún amigo con él en aquel momento. El apartamento parecía especialmente vacío aquella noche.

De modo que, mientras el televisor emitía una especie de canturreo visual, permaneció sentado y planeó su próximo movimiento. Gia y Vicky estaban bien por el momento, de modo que no tenía que preocuparse por ellas. Había llamado a la casa de la plaza Sutton en cuanto llegó a casa. Era tarde, y evidentemente el teléfono despertó a Gia. Malhumorada, le había dicho que no habían llegado noticias de Grace ni de Nellie, y le aseguró que todo el mundo estaba bien y dormía tranquilamente hasta su llamada.

Tras oírla, la dejó volver a la cama. Le hubiera gustado hacer lo mismo. Pero, pese a su fatiga, dormir era imposible.

¡Aquellos seres!

No podía quitarse aquellas imágenes de la cabeza. Ni la posibilidad de que, si Kusum descubría que había estado en el barco y visto lo que contenía, pudiera enviarlos contra él.

Con aquella idea, se levantó y se dirigió al antiguo secreter de roble. Extrajo la Glock del cuarenta de detrás del panel falso. La cargó con Magsafe Defenders, balas prefragmentadas que soltaban un chorro de perdigones al impactar, causando terribles daños internos. Eran devastadoras si acertaba, pero seguras para sus vecinos si fallaba. Debido al modo en que se rompían al chocar, no tenía que preocuparse por herir a alguien que estuviera al otro lado de la pared.

Kolabati había dicho que los rakoshi eran imparables, a excepción del fuego. Le hubiera gustado ver cómo resistían después de que un par de aquellas balas en el pecho convirtieran sus pulmones en puré de rakoshi. Pero las características que hacían tan letales aquellas balas al chocar contra un cuerpo también las hacían relativamente seguras de utilizar en el interior; un disparo fallido perdía todo su poder destructivo al impactar contra una pared o incluso contra una ventana.

Como precaución extra, Jack añadió un silenciador. Kusum y los rakoshi eran su problema. No quería atraer a ninguno de sus vecinos si podía evitarlo. Probablemente algunos resultarían heridos o muertos.

Iba a sentarse de nuevo frente al televisor cuando oyó una llamada a la puerta. Sobresaltado y desconcertado, Jack apagó el DVD y se dirigió a la puerta, pistola en mano. Hubo otra llamada justo cuando llegaba a ella. No podía imaginar a un rakosh llamando, pero le intranquilizaba sobremanera aquel visitante nocturno.

—¿Quién es?

—Kusum Bahkti —dijo una voz al otro lado.

¡Kusum! Los músculos se tensaron en torno al pecho de Jack. El asesino de Nellie había venido a visitarle. Tratando de controlarse, abrió la puerta.

Kusum estaba solo. Parecía perfectamente tranquilo, y no se disculpó a pesar de la hora. Jack sintió que su dedo se tensaba sobre el gatillo de la pistola que sostenía junto a la pierna derecha. Una bala en el cerebro de Kusum en aquel momento resolvería un montón de problemas, pero sería difícil de explicar. Jack mantuvo la pistola oculta. Sería educado.

—¿Qué puedo hacer por usted?

—Deseo hablar de mi hermana.

10

Kusum observó el rostro de Jack. Sus ojos se habían dilatado levemente al oír mencionar a su hermana. Sí: había algo entre ellos. La idea llenó a Kusum de dolor. Kolabati no era para Jack, ni para ningún occidental descastado. Se merecía un príncipe.

Jack retrocedió y dejó que la puerta se abriera más, manteniendo el hombro derecho apretado contra el borde de la puerta. ¿Ocultaría un arma?

Al entrar en la habitación, Kusum se sintió golpeado por aquella acumulación claustrofóbica. Colores enfrentados, estilos enfrentados, baratijas y recuerdos en todas las paredes, estanterías y rincones. Le resultó al mismo tiempo ofensivo y entretenido. Pensó que si pudiera examinar todo lo que había en aquella habitación, podría llegar a conocer al hombre que vivía allí.

—Siéntese.

Kusum no había visto que Jack se moviera, pero la puerta estaba cerrada, y Jack sentado en un sillón acolchado, con las manos cruzadas tras la cabeza. Hubiera podido patearle en la garganta en aquel momento y acabar con todo. Un puntapié, y la tentación terminaría para Kolabati. Rápido, y más fácil que emplear un rakosh. Pero Jack parecía en guardia, listo para moverse. Kusum se recordó a sí mismo que no debía subestimar a aquel hombre. Se sentó en un pequeño sofá frente a él.

—Vive de modo frugal —dijo, mientras seguía inspeccionando la habitación a su alrededor—. Con el nivel de ingresos que asumo que tiene, hubiera esperado una casa más lujosa.

—Me gusta cómo vivo —dijo Jack—. Además, un consumo ostentoso sería contrario a mis intereses.

—Tal vez. O tal vez no. Pero al menos ha resistido a la tentación de los grandes coches, yates y clubes de campo. Un estilo de vida que muchos de sus compatriotas encontrarían irresistible. —Suspiró—. Un estilo de vida que demasiados de mis compatriotas también encuentran irresistible, por desgracia para la India.

Jack se encogió de hombros.

—¿Qué tiene que ver esto con Kolabati?

—Nada, Jack —dijo Kusum.

Estudió al americano; un hombre autosuficiente, una rareza en aquel país. No necesitaba de la adulación de quienes le rodeaban para confirmar su valía. La encontraba en su interior. Kusum admiraba aquello. Comprendió que estaba buscando razones para no convertir a Jack en alimento para los rakoshi.

—¿Cómo ha conseguido mi dirección?

—Me la dio Kolabati. —En cierto modo, era cierto. Había encontrado la dirección de Jack en un trozo de papel sobre el tocador de su hermana el día anterior.

—Entonces vamos a hablar de Kolabati, ¿de acuerdo?

Captó una corriente de hostilidad en Jack. Tal vez le había molestado su visita a aquellas horas. No: Kusum percibió que era algo más. ¿Le habría contado Kolabati algo indebido? La idea le perturbó. Tendría que vigilar lo que decía.

—Desde luego. He tenido una larga conversación con mi hermana esta noche, y la he convencido de que usted no le conviene.

—Interesante —dijo Jack. Una leve sonrisa jugueteó sobre sus labios. ¿Qué sabía?—. ¿Qué argumentos ha utilizado?

—Los tradicionales. Como usted tal vez sepa, Kolabati y yo pertenecemos a la casta Brahmin. ¿Sabe qué significa eso?

—No.

—Es la casta superior. No es apropiado que se empareje con alguien de una casta inferior.

—Eso parece algo anticuado, ¿no?

—Nada tan importante para el karma puede considerarse «anticuado».

—A mí no me preocupa el karma —dijo Jack.

Kusum se permitió una sonrisa. Aquellos americanos eran como niños ignorantes.

—Que usted crea o no crea en el karma no tiene ningún efecto sobre su existencia, ni sobre sus consecuencias para usted. Igual que negarse a creer en el océano no impediría que se ahogara.

—¿Y dice usted que, a causa de sus argumentos sobre la casta y el karma, Kolabati está convencida de que no soy lo bastante bueno para ella?

—No quería decirlo con tanta crudeza. Digamos sólo que la he convencido de no volver a verle, ni siquiera a hablar con usted. —Sintió que un agradable calor crecía en su interior—. Su sitio está en la India. La India le pertenece. Es eterna, como la India. En muchos sentidos, ella es la India.

—Sí —dijo Jack mientras extendía el brazo izquierdo y se colocaba el teléfono sobre el regazo—. Es una buena chica.

Sosteniendo el auricular entre la mandíbula y el hombro izquierdo, marcó con la mano izquierda. La derecha descansaba inmóvil sobre su muslo. ¿Por qué no la utilizaba?

—Vamos a llamarla y veamos qué dice.

—Oh, no está aquí —dijo rápidamente Kusum—. Ha recogido sus cosas y ha regresado a Washington.

Jack sostuvo el teléfono contra su oreja durante largo rato. El tiempo suficiente al menos para veinte llamadas. Finalmente, volvió a dejar el auricular en su lugar con la mano izquierda…

… y de repente una pistola apareció en la derecha, con el hueco del silenciador apuntando directamente entre los ojos de Kusum.

—¿Dónde está? —La voz de Jack era un susurro.

Y en los ojos que le miraban por encima del cañón, Kusum vio su propia muerte. El hombre que sostenía la pistola estaba dispuesto e incluso ansioso por apretar el gatillo.

Kusum sintió que el corazón le martilleaba en la garganta. «¡Ahora no! ¡No puedo morir ahora! ¡Aún tengo demasiadas cosas que hacer!»

11

Jack vio aparecer el miedo en el rostro de Kusum.

¡Bien! Que el muy cabrón se retorciera. Que probara un poco de lo que debían haber sentido Grace y Nellie antes de morir.

A Jack le costó no apretar el gatillo. Le detuvieron consideraciones de orden práctico. No creía que nadie oyera el disparo silenciado, y la posibilidad de que alguien supiera que Kusum había ido a su casa era muy remota. Pero librarse de los cadáveres siempre era un problema.

Y tenía que pensar en Kolabati. ¿Qué le había ocurrido? Kusum parecía querer demasiado a su hermana para hacerle daño, pero cualquier hombre capaz de dirigir una ceremonia como la que había visto Jack aquella noche en aquel barco infernal era capaz de cualquier cosa.

—¿Dónde está? —repitió.

—A salvo, se lo aseguro —dijo Kusum en tono contenido—. Y fuera de su alcance. —Un músculo le latía en la mejilla, como si alguien le golpeara de modo insistente en la parte interior del rostro.

—¿Dónde?

—A salvo… mientras yo esté bien y pueda regresar a su lado.

Jack no sabía hasta qué punto creerlo, pero no se atrevió a tomarlo a la ligera.

Kusum se puso en pie.

Jack mantuvo la pistola apuntada a su rostro.

—¡Quédese donde está!

—Tengo que irme.

Kusum se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta. Jack tuvo que reconocer que el cabrón tenía valor. Hizo una pausa y volvió a mirar a Jack.

—Pero quiero decirle algo más: le he salvado la vida esta noche.

Con incredulidad, Jack se levantó.

—¿Qué?

Se sintió tentado de mencionar a los rakoshi, pero recordó la petición de Kolabati de no decir nada sobre ellos. Al parecer, no había revelado a Kusum que Jack había estado en el barco aquella noche.

—Creo que he hablado con claridad. Está vivo ahora mismo gracias al servicio que prestó a mi familia. Considero la deuda saldada.

—No había ninguna deuda. Era un servicio a cambio de unos honorarios. Usted pagó el precio, y yo presté el servicio. Siempre hemos estado en paz.

—No es así como yo lo veo. Sin embargo, le informo que todas las deudas quedan canceladas. Y no me siga. Alguien podría sufrir por ello.

—¿Dónde está ella? —dijo Jack, bajando la pistola—. Si no me lo dice, le dispararé en la rodilla derecha. Si sigue sin hablar, le dispararé en la rodilla izquierda.

Jack estaba dispuesto a hacer lo que decía, pero Kusum no hizo ningún movimiento para escapar. Continuó mirándole con calma.

—Ya puede empezar —dijo a Jack—. He sufrido dolor otras veces.

Jack miró la manga izquierda vacía de Kusum. Luego le miró a los ojos y vio la voluntad inquebrantable de un fanático. Kusum moriría antes de decir una palabra.

Tras un silencio interminable, Kusum sonrió débilmente, salió al rellano y cerró la puerta tras él. Conteniendo el impulso de arrojar la pistola contra la puerta, Jack se levantó y echó el cerrojo, pero no sin antes darle un buen puntapié.

¿Estaba Kolabati realmente en peligro, o había sido un farol de Kusum? Tenía la sensación de haber sido derrotado, pero no veía cómo podía haberse arriesgado a comprobar el farol.

La pregunta era: ¿dónde estaba Kolabati? Tendría que buscarla. Tal vez estaba realmente de camino a Washington. Deseó poder estar seguro.

Jack pateó de nuevo la puerta. Con más fuerza.