Capítulo 7

Manhattan

Domingo

1

¡Tenis!

Jack salió de la cama con un gemido. Había estado soñando con una opípara comida en el Jake’s Steaks and Cakes, en la Séptima Avenida, cuando recordó el partido de tenis de padres e hijos en el que había prometido jugar aquel día.

Y no tenía raqueta. Sólo podía hacer una cosa: llamar a Abe y decirle que era una emergencia.

Después de que Abe accediera a reunirse con él en la tienda, Jack se duchó, se afeitó y se vistió con pantalón corto, una camiseta azul oscuro, zapatillas deportivas y calcetines, y salió a la calle a toda prisa. El cielo matutino había perdido la neblina húmeda de toda la semana. Parecía que iba a ser un buen día.

Al acercarse a la tienda de deportes Isher vio que Abe llegaba en dirección contraria. Abe le miró de arriba abajo cuando se saludaron ante la verja de hierro que protegía la tienda fuera del horario comercial.

—¡Pelotas de tenis! Vas a decirme que quieres una lata de pelotas de tenis, ¿verdad?

Jack sacudió la cabeza y dijo:

—No. No te haría levantarte pronto un domingo por la mañana por unas pelotas de tenis.

—Me alegro de oírlo. —Abrió la reja lo suficiente para revelar la puerta de la tienda—. ¿Has visto la sección de economía de The Times esta mañana? ¿Todo eso que dicen de que la economía se está reactivando? ¡Bah! Estamos en el Titanic, y el iceberg está ahí delante.

—Hace un día demasiado bonito para un cataclismo económico, Abe.

—De acuerdo —dijo Abe, abriendo la puerta—. Adelante, cierra los ojos a la realidad. Pero va a llegar, y el clima no tiene nada que ver con eso.

Tras desactivar el sistema de alarma, Abe se dirigió a la parte trasera de la tienda. Jack no le siguió. Fue directamente hacia las raquetas de tenis y eligió una Wilson Hammer. Le gustó la sensación al tomar el mango, y ya estaba tensada.

Estaba a punto de anunciar que se llevaría aquella cuando vio que Abe le miraba furioso desde el final del pasillo.

—¿Para eso me has hecho dejar mi desayuno? ¿Una raqueta?

—Y pelotas, también. Necesitaré pelotas.

—¡Desde luego que tienes pelotas! ¡Demasiadas para hacerme algo como esto! ¡Has dicho que era una emergencia!

Jack había esperado aquella reacción. El domingo era el único día en que Abe se permitía comidas prohibidas: salmón ahumado con panecillos, verboten a causa de su tensión.

—Es una emergencia. Se supone que tengo que jugar con mi padre dentro de un par de horas.

Abe enarcó las cejas y arrugó la frente hasta donde una vez había empezado su cabello.

—¿Tu padre? Primero Gia, ahora tu padre. ¿Qué es esto? Hablan de los judíos que se odian a sí mismos, pero ¿un gentil que se odia a sí mismo?

—No es tan malo.

—¿Nu? Entonces, ¿por qué le evitas? ¿Y por qué estás de tan mal humor cada vez que vuelves de una de esas excursiones a Jersey?

—Porque es un buen tipo que además es un grano en el culo.

Ambos sabían que aquella no era toda la historia, pero ninguno dijo nada más por un acuerdo tácito. Jack pagó la raqueta y un par de latas de pelotas Penn.

—Te traeré unos cuantos tomates —dijo, mientras la verja volvía a cerrarse sobre la puerta principal.

Abe se animó.

—Muy bien. Estamos en plena temporada. Tráeme unos pocos.

La próxima parada fue el bar de Julio, donde Jack recogió a Ralph, el coche que Julio guardaba para él. Era un Corvair del 63, blanco con la capota plegable negra y el motor reconstruido. No era el estilo de Julio, pero no era Julio quien lo había pagado. Jack lo había visto en el escaparate de una tienda de coches clásicos; había dado a Julio el dinero para que consiguiera el mejor precio posible y lo registrara a su nombre. Legalmente, el coche era de Julio, pero Jack pagaba el seguro y el garaje, y se reservaba el derecho de usarlo en las pocas ocasiones en que lo necesitaba.

Había llegado una de aquellas ocasiones. Julio había puesto gasolina al coche y lo tenía preparado. También lo había decorado un poco desde la última vez que Jack lo había usado: una mano con un cartel de «¡Hola!» saludaba desde la ventana trasera, unos dados de peluche colgaban del retrovisor, y sobre la repisa del asiento trasero había un perrito cuya cabeza se movía y cuyos ojos se encendían con una luz roja al mismo tiempo que los faros traseros.

Jack dirigió a Julio lo que esperaba que fuera una mirada demoledora.

—¿Esperas que vaya por ahí con eso?

Julio le dedicó un encogimiento de hombros.

—¿Qué quieres que te diga? Está en mi sangre.

Jack no tenía tiempo de retirar todas aquellas alusiones culturales, de modo que se llevó el coche tal como estaba. Armado con el mejor permiso de conducir del estado de Nueva York que el dinero podía comprar (a nombre de Jack Howard), metió la Semmerling con su funda en el compartimento especial bajo el asiento delantero y empezó a conducir tranquilamente.

El domingo por la mañana era un momento único en Manhattan. Pocos autobuses y taxis, ningún camión siendo descargado, ni brigadas de obras levantando las calles, y sólo algún peatón de vez en cuando. Tranquilo. Todo cambiaría cuando se acercara el mediodía, pero en aquel momento a Jack le resultó casi enervante.

Siguió por la calle Cincuenta y Ocho hasta su extremo este, y se detuvo junto a la acera frente al número 8 de la plaza Sutton.

2

Gia fue a abrir la puerta. Con Eunice en su día libre y Nellie todavía dormida, le correspondía a ella. Se envolvió en la bata y caminó lenta y cuidadosamente desde la cocina a la parte delantera de la casa. El interior de su cabeza le parecía demasiado grande para su cráneo, tenía la boca espesa y el estómago levemente revuelto. El champán… ¿Cómo era posible que algo que le había sentado tan bien por la noche la hiciera sentirse tan mal al día siguiente?

Un vistazo por la mirilla le reveló a Jack, vestido con pantalón corto y camiseta azul marino.

—¿Alguien quiere jugar a tenis? —dijo con una sonrisa torcida cuando ella le abrió la puerta.

Tenía buen aspecto. A Gia siempre le habían gustado los hombres delgados y musculosos. Le gustaban los músculos de sus antebrazos, y el vello rizado de sus piernas. ¿Por qué tenía Jack un aspecto tan saludable cuando ella se sentía tan enferma?

—¿Y bien? ¿Puedo pasar?

Gia se dio cuenta de que se lo había quedado mirando. Le había visto tres veces durante los últimos cuatro días, y se estaba acostumbrando a él de nuevo. Aquello no era bueno. Pero no veía modo de defenderse contra ello hasta que encontraran a Grace, de un modo u otro.

—Claro. —Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de él, ella dijo—: ¿Con quién vas a jugar? ¿Con tu amiga hindú?

Lo lamentó inmediatamente, recordando la broma de Jack la noche anterior sobre los celos. No estaba celosa; sólo sentía curiosidad.

—No. Con mi padre.

—Oh. —Gia sabía lo doloroso que era para Jack pasar tiempo con su padre.

—Pero el motivo de que esté aquí… —Se detuvo, inseguro, y se pasó una mano por la cara—. No estoy seguro de cómo decir esto, pero allá va: no bebáis nada extraño.

—¿Qué significa eso?

—Nada de tónicos, laxantes ni ningún producto nuevo que encontréis por la casa.

Gia no estaba de humor para juegos.

—Puede que bebiera demasiado champán anoche, pero no bebo de todas las botellas.

—Hablo en serio, Gia.

Ella pudo ver que era cierto, y se intranquilizó. La expresión de Jack era seria y preocupada.

—No te entiendo.

—Tampoco yo. Pero había algo malo en aquel laxante de Grace. Manteneos alejadas de todo lo que se le parezca. Si encuentras más, guárdalo bajo llave y dámelo.

—¿Crees que tiene algo que ver con…?

—No lo sé. Pero quiero estar seguro.

No se lo estaba diciendo todo. La tranquilidad de Gia aumentó.

—¿Qué es lo que sabes?

—Es precisamente eso: no sé nada. Sólo es una intuición. De modo que, para estar seguros, es mejor que os alejéis de cualquier producto extraño. —Le entregó un trozo de papel con un número de teléfono. Tenía el prefijo 609—. Este es el número de mi padre. Llámame si me necesitáis o si hay alguna noticia de Grace. —Miró hacia el piso de arriba y la parte trasera de la casa—. ¿Dónde está Vicks?

—Todavía en la cama. Anoche le costó mucho dormirse, según dijo Eunice. —Gia abrió la puerta—. Pásalo bien.

La expresión de Jack se agrió.

—Claro.

Gia le observó conducir hasta la esquina y desviarse por Sutton Place. Se preguntó qué le estaría pasando por la mente, y a qué venía aquella extraña advertencia de no beber «nada extraño». Sólo para asegurarse, Gia subió al segundo piso y comprobó todos los frascos sobre el tocador de Grace y en el armario de su cuarto de baño. Todo llevaba marca. No había nada parecido a la botella sin etiqueta que Jack había encontrado el jueves.

Se tomó dos Advil y una larga ducha. La combinación funcionó para aliviarle la jaqueca. Cuando se hubo secado y vestido con shorts a cuadros y una blusa, Vicky estaba despierta y buscaba algo de desayunar.

—¿Qué te apetece? —le preguntó Gia mientras pasaban junto al salón de camino a la cocina. Vicky estaba muy graciosa con su camisón rosa y sus zapatillas acolchadas del mismo color.

—¡Chocolate!

—¡Vicky!

—Pero parece tan bueno… —Señaló hacia donde Eunice había preparado una bandeja con los bombones Magia Negra.

—Ya sabes lo que te hace.

—¡Pero estaría delicioso!

—Muy bien —dijo Gia—. Toma un bombón. Si crees que un par de bocados en un par de minutos merecen que pases todo un día hinchada, con picores y enferma, vamos, toma uno.

Vicky la miró, y luego a los bombones. Gia contuvo el aliento, rezando porque Vicky tomara la decisión correcta. Si escogía el chocolate, Gia tendría que detenerla, pero existía la posibilidad de que usara la cabeza y lo rechazara. Gia quería saber qué ocurriría. Aquellos bombones estarían allí durante varios días, y serían una tentación constante de tomar uno a espaldas de su madre. Pero si Vicky lograba vencer la tentación por sí sola, Gia estaba segura de que sería capaz de resistir mientras duraran.

—Creo que tomaré una naranja, mamá.

Gia la tomó en brazos y la hizo girar.

—¡Estoy muy orgullosa de ti, Vicky! Has tomado una decisión de adulta.

—Bueno, lo que realmente me gustaría es una naranja cubierta de chocolate.

Riendo, Gia condujo a Vicky de la mano hasta la cocina, sintiéndose complacida con su hija y consigo misma como madre.

3

Jack tenía el túnel de Lincoln prácticamente para él solo. Pasó sobre la línea que marcaba el límite entre Nueva York y Nueva Jersey, recordando que él, su hermano y su hermana solían aplaudir y vitorear cuando cruzaban aquella línea tras pasar un día en la ciudad con sus padres. Entonces era emocionante regresar a Nueva Jersey.

Aquellos días habían pasado, junto con los peajes de ida y vuelta. En la actualidad, cobraban el doble por entrar en Manhattan y dejaban salir gratis. Y Jack no vitoreaba al cruzar la línea.

Salió del túnel, entrecerrando los ojos ante el resplandor súbito del sol matutino. La rampa trazaba una curva casi circular hasta Union City, y luego descendía hacia la llanura y la autopista de Nueva Jersey. Jack aumentó la velocidad hasta cien kilómetros por hora y se quedó en el carril de la derecha. Llegaba un poco tarde, pero lo último que deseaba era que le detuviera un policía estatal.

La aventura olfativa empezaba cuando la autopista atravesaba los terrenos pantanosos, junto a Port Newark y todas las refinerías y plantas químicas de los alrededores. El humo brotaba de las chimeneas, y en las torres de las refinerías, de diez pisos de altura, rugían las llamas como antorchas. Los olores que uno encontraba en el tramo entre las salidas 16 y 22 eran variados y uniformemente nocivos. Incluso un domingo por la mañana.

Pero cuando la carretera se desviaba hacia el interior, el paisaje se volvía gradualmente rural y montañoso, y el olor pasaba a ser dulce. Conforme avanzaba hacia el sur, sus pensamientos regresaban al pasado. Las imágenes pasaban por su mente con los indicadores de kilometraje; extrañas aventuras en los bosques, el señor Canelli y su césped… Sus primeros trabajos de reparación en el condado de Burlington al final de su adolescencia, normalmente relacionados con vándalos, y siempre contratado en secreto; el principio de sus estudios en Rutgers mientras continuaba en secreto con el negocio de las reparaciones; los primeros viajes a Nueva York cuando empezaron a contratarlo los parientes de sus antiguos clientes…

La tensión empezó a crecer en su interior al pasar la salida 7. Jack sabía la razón: se estaba acercando al lugar donde habían matado a su madre.

También era el lugar donde, como había dicho Kolabati, había «trazado la línea entre él y el resto de la raza humana».

Había ocurrido durante su tercer año en Rutgers. Una noche de domingo a principios de enero. Jack tenía vacaciones semestrales, y viajaba en coche con sus padres por la autopista tras visitar a su tía Doris en Hightown. Jack estaba en el asiento de atrás, su padre conducía y su madre iba delante. Jack se había ofrecido a coger el volante, pero su madre había dicho que su modo de esquivar los camiones la ponía nerviosa.

Según recordaba, él y su padre estaban comentando el partido de Super Bowl que se avecinaba, mientras su madre vigilaba el cuentakilómetros para asegurarse de que no superaba demasiado el límite. La sensación relajada y pacífica, fruto de un estómago lleno tras una ociosa tarde invernal en compañía de parientes, se hizo añicos al pasar bajo un puente.

Con un estrépito atronador y un impacto que sacudió el coche, la mitad derecha del parabrisas estalló en incontables fragmentos voladores y centelleantes. Oyó que su padre gritaba de sorpresa y su madre de dolor, y sintió que una ráfaga de aire gélido atravesaba el coche. Su madre gimió y vomitó.

Mientras su padre desviaba el coche a un lado de la carretera, Jack saltó al asiento delantero y comprendió lo que había ocurrido: un bloque de hormigón se había estrellado contra el parabrisas y golpeado las costillas inferiores y el abdomen de su madre.

Jack no sabía qué hacer. Mientras observaba impotente, su madre se desmayó y cayó hacia delante. Gritó que debían ir al hospital más cercano. Su padre condujo como un demonio, hundiendo el acelerador, tocando la bocina y encendiendo las luces mientras Jack reclinaba el cuerpo inerte de su madre y le quitaba de encima el bloque de hormigón. Luego se quitó el abrigo y la envolvió con él, para protegerla del viento frío que silbaba a través del agujero en el parabrisas.

Su madre vomitó una vez más, en aquella ocasión sangre, salpicando el tablero y lo que quedaba del parabrisas. Mientras la sostenía, Jack pudo sentir que se iba enfriando, que la vida la abandonaba. Sabía que estaba sangrando por dentro, pero no podía hacer nada al respecto. Gritó a su padre que se diera prisa, pero ya estaba corriendo todo lo que podía sin perder el control del coche.

Su madre estaba en coma cuando llegaron a urgencias. Murió de camino al quirófano, con el hígado desgarrado y el bazo perforado. Se había desangrado en su propia cavidad abdominal.

El dolor indescriptible. El velatorio interminable y el funeral. Y después, las preguntas: ¿quién? ¿Por qué? La policía no lo sabía y dudaba mucho de poder averiguarlo. Era habitual que los niños subieran al puente por la noche y dejaran caer cosas a través de la alambrada sobre los coches que pasaban por debajo. Cuando se informaba de un incidente, los culpables habían desaparecido. La respuesta de la policía estatal a todas las demandas de Jack y su padre fue un gesto de impotencia.

Su padre se encerró en sí mismo: lo absurdo de aquella tragedia le había sumido en una especie de catatonia emocional, en la que parecía funcionar normalmente pero sin sentir absolutamente nada.

La respuesta de Jack fue distinta: una rabia fría, inerte y devoradora. Tenía ante sí un nuevo tipo de trabajo de reparación. Sabía dónde había ocurrido. Sabía cómo. Sólo tenía que averiguar quién.

No haría nada más ni pensaría en nada más hasta que aquel trabajo estuviera terminado.

Y finalmente lo estuvo.

Había pasado mucho tiempo. Pero al acercarse al puente sintió una opresión en la garganta. Casi podía ver el bloque de hormigón cayendo… girando en el aire hacia el parabrisas… estrellándose entre una tormenta de fragmentos de cristal… y aplastándole. Luego estuvo bajo el puente, envuelto en sombras, y por un instante volvió a ser de noche y estaba nevando, y colgado del otro lado del puente vio un cuerpo inerte y magullado, balanceándose y girando al extremo de una cuerda atada a sus pies. Luego la visión desapareció, y Jack volvió a encontrarse bajo el sol de agosto.

Se estremeció. Odiaba Nueva Jersey.

4

Jack abandonó la autopista en la salida 5. Tomó la comarcal 541 a través de Mount Holly, y continuó hacia el sur por la carretera de dos carriles, cruzando ciudades que eran poco más que grupos de edificios agrupados a lo largo de la carretera, como una multitud en torno a un accidente. Los espacios entre ciudades eran campos abiertos y cultivados. Puestos de productos frescos que anunciaban tomates de Jersey adornaban las cunetas. Se recordó que tenía que comprar un cesto para Abe en el camino de regreso.

Cruzó Lumberton, un nombre que siempre le despertaba imágenes de personas con obesidad mórbida entrando y saliendo de tiendas y casas gigantescas. A continuación venía Fostertown, que con semejante nombre debía haber estado poblada por una horda de mocosos sin hogar, pero no lo estaba.

Finalmente, el pueblo de Johnson, Nueva Jersey, al borde de los afamados bosques de pinos de Jersey.

Y se encontró doblando la esquina donde había estado la casa del señor Canelli. Canelli había muerto, y el nuevo propietario debía estar tratando de ahorrar agua, porque el césped había adoptado un tono pardo pálido y uniforme. Aparcó frente al rancho de tres habitaciones donde habían crecido él y sus hermanos, apagó el motor y permaneció un instante deseando encontrarse en cualquier otra parte.

No tenía sentido retrasar lo inevitable, de modo que bajó del coche y se acercó a la puerta. Su padre la abrió justo cuando llegaba hasta ella.

—Jack. —Le tendió la mano—. Me tenías preocupado. Pensaba que lo habías olvidado.

Su padre era un hombre alto, delgado y calvo, bronceado a causa del ejercicio diario en las pistas de tenis de la localidad. Su nariz ganchuda estaba rosada y algo despellejada a causa del sol, y las manchas de edad en su frente se habían multiplicado y solidificado desde la última visita de Jack. Pero su apretón fue firme, y sus ojos azules brillaron tras las gafas de montura de acero cuando Jack le estrechó la mano.

—Sólo llego unos minutos tarde.

Su padre se agachó y tomó la raqueta de tenis apoyada en la moldura de la puerta.

—Sí, pero reservé una pista para calentar un poco antes del partido. —Cerró la puerta tras de él—. Vamos en tu coche. ¿Recuerdas dónde están las pistas?

—Claro.

Al ocupar el asiento delantero, su padre pasó la vista por el interior del Corvair. Tocó los dados, para ver si eran blandos o si eran reales.

—¿De verdad vas por ahí con esto?

—Claro. ¿Por qué?

—Es…

—¿Inseguro a cualquier velocidad?

—Sí. Eso también.

—Es el mejor coche que he tenido.

Jack accionó la pequeña palanca a la izquierda del tablero para dar marcha atrás, y salió de la acera.

Durante un par de manzanas, charlaron sobre temas intrascendentes, como el tiempo, lo bien que funcionaba aún, tras varias décadas, el antiguo coche de Jack, y el tráfico en la autopista. Jack trató de mantener la conversación en un terreno neutral. No habían tenido mucho que decirse desde que Jack abandonara los estudios años atrás.

—¿Cómo va el negocio?

Su padre sonrió.

—Muy bien. ¿Compraste alguna de esas acciones que te dije?

—Compré dos mil de Arizona Petrol a uno coma ocho. Habían subido a cuatro la última vez que consulté.

—El viernes cerraron a cuatro con veinticinco. Consérvalas.

—De acuerdo. Avísame cuando tenga que vender.

Era mentira. Jack no podía comprar acciones. Necesitaba un número de la seguridad social. Ningún agente le abriría una cuenta sin él. De modo que mentía a su padre y le decía que seguía sus consejos sobre las acciones, y comprobaba las listas del NASDAQ de vez en cuando para ver cómo iban sus inversiones imaginarias.

Iban muy bien. Su padre tenía un don para descubrir acciones baratas y desconocidas de vendedores privados. Compraba unos cuantos miles, veía cómo el precio se doblaba, triplicaba o cuadruplicaba, las vendía y encontraba otras. Le había ido tan bien a lo largo de los años que había dejado su trabajo como contable para dedicar las mañanas a negociar. Era feliz. Vivía gracias a su talento, y parecía contento con ello, más relajado de lo que Jack podía recordar.

—Si encuentro algo mejor, te lo haré saber. Así podrás cambiar esas acciones por otra cosa. Por cierto, ¿compraste las acciones a través de una cuenta personal o de tu plan de pensiones?

—Oh… Del plan de pensiones.

Otra mentira. Jack tampoco podía tener un plan de pensiones. A veces se cansaba de mentir a todo el mundo, especialmente a la gente en quien hubiera debido poder confiar.

—¡Bien! Cuando creas que no las conservarás el tiempo suficiente para conseguir ganancias de capital, es mejor usar el plan de pensiones.

Sabía lo que se proponía su padre. Él creía que un reparador de electrodomésticos como Jack acabaría dependiendo de la seguridad social al retirarse, y nadie podía vivir de aquello. Trataba de ayudar a su hijo pródigo a ahorrar para la vejez.

Dejaron el coche en el aparcamiento junto a las dos pistas municipales. Ambas estaban ocupadas.

—Parece que no habrá suerte.

Su padre agitó un trozo de papel.

—No te preocupes. Aquí dice que la pista dos está reservada para nosotros entre las diez y las once.

Mientras Jack tomaba su nueva raqueta y la lata de pelotas del asiento trasero, su padre se acercó a la pareja que ocupaba la pista dos. El hombre estaba recogiendo sus cosas con aire malhumorado cuando llegó Jack. La mujer (parecía tener unos diecinueve años) le dirigió una mirada furiosa mientras sorbía de un cartón de leche con chocolate.

—Supongo que lo que importa es a quién conoces y no quién llega primero.

Jack trató de sonreír amablemente.

—No. Sólo quién piensa con antelación y hace una reserva.

Ella se encogió de hombros.

—Es un deporte de ricos. Hubiera debido saber que no me convenía.

—No convirtamos esto en una lucha de clases, ¿de acuerdo?

—¿Quién? ¿Yo? —dijo ella con una sonrisa inocente—. Nunca se me ocurriría.

Mientras lo decía, vertió el resto de leche chocolateada sobre la pista, justo detrás de la línea.

Jack apretó los dientes y le volvió la espalda. Lo que le hubiera gustado hacer era comprobar si aquella mujer era capaz de tragarse una raqueta de tenis. Se relajó un poco mientras empezaba a ejercitarse con su padre. El juego de Jack se había estabilizado tiempo atrás en un nivel de mediocridad del que se sentía bastante satisfecho.

Aquel día se sentía en forma; le gustaba el balance de la raqueta y el modo con que la pelota rebotaba en las cuerdas, pero saber que había un charco de leche chocolateada agriándose en algún lugar detrás de él sobre el asfalto le estropeaba la concentración.

—¡No estás pendiente de la pelota! —le gritó su padre desde el otro extremo de la pista, tras el tercer fallo consecutivo de Jack.

—¡Ya lo sé!

Lo último que necesitaba en aquel momento era una clase de tenis. Se concentró plenamente en la siguiente pelota, retrocediendo y observándola mientras caía hacia las cuerdas de su raqueta. Puso toda la fuerza de su cuerpo en el revés, dándole todo el efecto que pudo para que pasara rasante sobre la red y rebotara con fuerza. De repente, su pie derecho resbaló. Cayó entre salpicaduras de leche tibia con chocolate.

Al otro lado de la red, su padre le devolvió la pelota con una dejada que cayó muerta a medio metro de la línea de saque. Miró a Jack y se echó a reír.

Iba a ser un día muy largo.

5

Kolabati recorría el apartamento, esperando a Kusum mientras sostenía el frasco vacío que había contenido el elixir de rakoshi. Una y otra vez, su mente repasaba la secuencia de los acontecimientos de la noche anterior. Primero, la desaparición de su hermano de la recepción, y después el olor a rakoshi en el apartamento de Jack y los ojos que dijo haber visto. Tenía que haber una relación entre Kusum y los rakoshi. Y estaba decidida a encontrarla. Pero antes tenía que encontrar a Kusum y saber su paradero. ¿Adónde iba por las noches?

Pasó el tiempo. Hacia mediodía, cuando Kolabati empezaba a temer que no apareciera en absoluto, oyó el sonido de la llave en la puerta.

Entro Kusum, con aspecto fatigado y preocupado. Levantó la vista y la vio.

—Bati. Creí que estarías con tu amante americano.

—Llevo toda la mañana esperándote.

—¿Por qué? ¿Se te ha ocurrido un nuevo modo de atormentarme desde anoche?

Aquello no era lo que Kolabati deseaba. Había planeado una discusión racional con Kusum. A tal efecto, se había vestido con una blusa blanca de manga larga y cuello cerrado, y un pantalón ancho, también blanco.

—Nadie te ha atormentado —dijo, con una leve sonrisa y en tono apaciguador—. Al menos, no a propósito.

Él emitió un sonido gutural.

—Sinceramente, lo dudo.

—El mundo está cambiando. Yo he aprendido a cambiar con él. Y tú también debes hacerlo.

—Algunas cosas nunca cambian.

Se dirigió a su habitación. Kolabati tenía que detenerle antes de que se encerrara allí.

—Es cierto. En la mano tengo una de esas cosas que no cambian.

Kusum se detuvo y la miró. Ella levantó el frasco, observando cuidadosamente su rostro, pero no vio más que desconcierto en su expresión. Si reconocía la botella, lo disimulaba bien.

—No estoy de humor para juegos, Bati.

—Te aseguro, hermano mío, que esto no es un juego. —Desenroscó el tapón y le tendió la botella—. Dime si reconoces el olor.

Kusum tomó la botella y la sostuvo bajo su larga nariz. Abrió mucho los ojos.

—¡Esto no puede ser! ¡Es imposible!

—No puedes negar el testimonio de tus sentidos.

Él le dirigió una mirada furiosa.

—¡Primero me avergüenzas, y ahora tratas de ponerme en ridículo!

—¡Estaba en el apartamento de Jack anoche!

Kusum volvió a acercar el frasco a su nariz. Sacudiendo la cabeza, se dirigió a un sillón cercano y se hundió en él.

—No lo entiendo —dijo con voz fatigada.

Kolabati se sentó frente a él.

—Claro que lo entiendes.

Él levantó la cabeza de golpe, desafiándola con los ojos.

—¿Me estás llamando mentiroso?

Kolabati apartó la vista. Los rakoshi estaban en Nueva York. Kusum estaba en Nueva York. No podía imaginar ninguna circunstancia en que aquellos dos hechos pudieran existir independientemente uno del otro. Pero percibió que aquel no era el mejor momento para revelar a Kusum hasta qué punto estaba segura de su implicación. Estaba demasiado en guardia. Si daba más muestras de sospechar de él, se cerraría por completo.

—¿Qué se supone que debo pensar? —le dijo—. ¿No somos Guardianes? ¿Los únicos Guardianes?

—Pero viste el huevo. ¿Cómo puedes dudar de mí?

Kolabati oyó una nota de súplica en su voz, la de un hombre ansioso de ser creído. Era tan convincente que Kolabati sintió una fuerte tentación de aceptar su palabra.

—Entonces explícame qué es lo que hueles en esa botella.

Kusum se encogió de hombros.

—Una imitación. Una imitación muy elaborada y repugnante.

—¡Kusum, estaban allí! ¡Anoche, y también la noche anterior!

—Escúchame. —Kusum se levantó y se situó junto a ella—. ¿Has llegado a ver algún rakosh durante estas dos últimas noches?

—No, pero estaba el olor. Es inconfundible.

—No dudo de que hubiera un olor, pero un olor puede falsificarse…

—¡Allí había algo!

—De modo que sólo nos quedan tus impresiones. Nada tangible.

—¿Acaso la botella que tienes en la mano no es algo tangible?

Kusum se la entregó.

—Una imitación interesante. Casi me ha engañado, pero estoy seguro de que no es auténtica. Por cierto, ¿qué le ha ocurrido al contenido?

—Lo tiré a una alcantarilla.

El rostro de Kusum continuó inexpresivo.

—Lástima. Podría haberlo hecho analizar, y tal vez descubriríamos quién está detrás de la falsificación. Quiero saberlo antes de hacer nada más.

—¿Por qué iba alguien a tomarse tantas molestias?

La perforó con la mirada.

—Tal vez un enemigo político. Alguien que ha descubierto nuestro secreto.

Kolabati sintió el apretón del miedo en su garganta. Se lo sacudió. ¡Era absurdo! Kusum estaba detrás de todo aquello. Estaba segura. Pero, por un instante, casi le había creído.

—¡Eso no es posible!

Él señaló la botella.

—Hace unos momentos, yo hubiera dicho lo mismo sobre eso.

Kolabati continuó siguiéndole la corriente.

—¿Qué hacemos?

—Averiguar quién está detrás de esto. —Se dirigió a la puerta—. Y empezaré ahora mismo.

—Te acompañaré.

Kusum se detuvo.

—No. Mejor que te quedes aquí. Espero una llamada importante por un asunto del consulado. Por eso he vuelto a casa. Quédate aquí y toma el mensaje.

—De acuerdo. Pero ¿no me necesitarás?

—Si te necesito, te llamaré. Y no me sigas. Ya sabes lo que ocurrió la última vez.

Kolabati dejó que se marchara. Le observó por la mirilla de la puerta hasta que entró en el ascensor. En cuanto las puertas se cerraron detrás de él, corrió al pasillo y llamó al segundo ascensor. Este se abrió un momento después, y la dejó en el vestíbulo a tiempo de ver a Kusum salir del edificio.

Aquello iba a ser fácil, pensó. No debería tener ningún problema para seguir a un hombre alto, esbelto, manco y de raza india por el centro de Manhattan.

La excitación la espoleó. Al menos sabría dónde pasaba Kusum su tiempo. Y allí, estaba segura, encontraría algo que no podía ser. No veía cómo era posible, pero toda la evidencia indicaba la existencia de rakoshi en Nueva York. Y pese a todas sus protestas en sentido contrario, Kusum estaba implicado.

Manteniéndose a media manzana, le siguió por la Quinta Avenida hasta el sur de Central Park sin ningún problema. La cosa se complicó un poco a partir de allí. Los compradores dominicales habían invadido las calles, y las aceras estaban congestionadas. De todos modos, consiguió no perderle de vista hasta que entró en la plaza Rockefeller. Kolabati había estado allí una vez en invierno, cuando toda la zona estaba llena de patinadores sobre hielo y compradores navideños paseando en torno al enorme árbol de Navidad. Aquel día, la multitud era diferente, pero no menos densa. Había un grupo de jazz tocando una imitación de Coltrane, y cada pocos metros tenía que esquivar a hombres con carritos vendiendo fruta, caramelos o globos. En lugar de patinar sobre hielo, la gente paseaba o tomaba el sol sin camisa.

No se veía a Kusum por ninguna parte.

Kolabati se abrió paso frenéticamente entre la multitud. Rodeó la pista de patinaje, seca e inundada de sol. Kusum había desaparecido. Tal vez la había descubierto y se había metido en un taxi o una boca de metro.

Permaneció inmóvil entre aquella multitud feliz y despreocupada, mordiéndose el labio inferior, tan frustrada que sintió deseos de llorar.

6

Gia cogió el teléfono a la tercera llamada. Una voz suave y con acento extranjero solicitó hablar con la señora Paton.

—¿De parte de quién?

—Kusum Bahkti.

La voz le había resultado familiar.

—Oh, señor Bahkti. Soy Gia DiLauro. Nos conocimos anoche.

—Señorita DiLauro, es un placer hablar de nuevo con usted. ¿Puedo decirle que estaba muy guapa anoche?

—Sí, puede. Tan a menudo como desee. —Mientras él reía educadamente, Gia añadió—: Espere un segundo. Voy a buscar a Nellie.

Gia estaba en el pasillo del tercer piso. Nellie se encontraba abajo, en la biblioteca, viendo uno de esos programas sobre temas públicos que dominaban la televisión dominical. Llamarla a gritos parecía más propio de una casa de vecinos que de una mansión en la plaza Sutton. Especialmente con un diplomático hindú al teléfono. De modo que Gia bajó corriendo al primer piso.

Mientras descendía las escaleras, se dijo que el señor Bahkti era un buen ejemplo de por qué no había que confiar en las primeras impresiones. Le había parecido antipático al primer momento, pero había resultado ser un hombre muy agradable. Sonrió amargamente. Su capacidad de juzgar a las personas no era precisamente fiable. Había considerado a Richard Westphalen lo bastante encantador para casarse con él, y sólo había que ver cómo había acabado aquello. Y a continuación había venido Jack. No era un currículum demasiado impresionante.

Nellie cogió el teléfono desde su asiento frente al televisor. Mientras la anciana hablaba con el señor Bahkti, Gia dedicó su atención a la pantalla, donde el secretario de estado era interrogado por un grupo de periodistas.

—Un hombre muy agradable —dijo Nellie mientras colgaba. Estaba masticando algo.

—Eso parece. ¿Qué quería?

—Ha dicho que deseaba encargar bombones Magia Negra para él, y quería saber de dónde habían venido los míos. La Obsesión Divina, ¿no es así?

—Sí. —Gia recordaba la dirección de memoria—. En Londres.

—Eso es lo que le he dicho. —Nellie soltó una risita—. Ha sido encantador. Me ha pedido que probara uno y le dijera si eran tan buenos como recordaba. De modo que lo he hecho. ¡Son deliciosos! Creo que tomaré otro. —Le tendió la bandeja—. Sírvete.

Gia sacudió la cabeza.

—No, gracias. Con la alergia de Vicky, hace tanto tiempo que no entra chocolate en mi casa que he perdido el gusto por él.

—Es una lástima —dijo Nellie, mientras tomaba otro entre el pulgar y el índice con el meñique levantado y lo mordía delicadamente—. Son simplemente deliciosos.

7

Pelota de partido en el club de tenis de Mount Holly.

Jack estaba empapado de sudor. Él y su padre habían superado la primera eliminatoria con un desempate: 6-4, 3-6, 7-6. Tras unas horas de descanso, empezaron la segunda ronda. El equipo de padre e hijo con el que se enfrentaban era mucho más joven: el padre era sólo un poco mayor que Jack, y el hijo no tenía más de doce años. Pero sabían jugar. Jack y su padre sólo ganaron un juego en el primer set, pero la facilidad de la victoria debió dar a sus oponentes una falsa sensación de confianza, porque cometieron varios errores no forzados en el segundo set, y lo perdieron por 4-6.

De modo que, con un set para cada pareja, en aquel momento estaban 4-5 con Jack al servicio; había fallado el primer saque y la ventaja era para los receptores.

A Jack le ardía el hombro derecho. Había puesto todo su empeño en los saques, pero la pareja del otro lado de la red los había devuelto todos. Era la bola definitiva. Si perdía aquel punto, el partido habría terminado, y su padre y él quedarían eliminados del torneo. Cosa que no rompería el corazón de Jack. Si ganaban, significaba que tendría que volver al domingo siguiente. Pese a lo poco que le atraía la perspectiva, no iba a dar el partido por perdido. Su padre tenía derecho a que diera el cien por cien, y eso iba a tener.

Miró al niño. Durante los tres sets, Jack había estado tratando de encontrar alguna debilidad en su juego. A los doce años, el muchacho tenía un buen golpe de derecha, un firme revés a dos manos y un servicio demoledor. La única esperanza de Jack estaba en las piernas cortas del niño, lo que le hacía relativamente lento, pero había conseguido tantos golpes ganadores que Jack no había podido aprovecharse de ello.

Jack sirvió para que el niño le devolviera un revés y corrió hacia la red, con la esperanza de que el retorno fuera débil y enviar la pelota fuera de su alcance. Pero el retorno llegó con fuerza, obligando a Jack a enviar una débil volea al padre, que la devolvió con fuerza hacia la izquierda de Jack. Sin pensar, Jack se pasó la raqueta a la mano izquierda y golpeó. Consiguió devolverla, pero a continuación el niño la envió al otro lado, fuera del alcance de su padre.

El padre del niño se acercó a la red y estrechó la mano de Jack.

—Buen partido. Si tu padre tuviera tu velocidad, sería el campeón del club. —Se volvió hacia el padre de Jack—. Míralo, Tom. Ni siquiera le cuesta respirar. ¿Y has visto ese último golpe? ¿La volea de izquierda? ¿Estás tratando de colarnos a un profesional?

Su padre sonrió.

—Por sus golpes se ve claramente que no es un profesional. Pero no sabía que fuera ambidextro.

Todos se estrecharon las manos, y mientras la otra pareja se alejaba, el padre de Jack lo miró.

—Te he estado observando todo el día. Estás en buena forma.

—Intento cuidarme. —Su padre era muy observador, y Jack se sentía incómodo bajo su escrutinio.

—Te mueves rápido. Muy rápido. Más que ningún reparador de electrodomésticos que haya conocido.

Jack tosió.

—¿Qué te parece si nos tomamos unas cervezas? Pago yo.

—Tu dinero no sirve aquí. Sólo los socios podemos encargar bebidas. De modo que la cerveza corre de mi cuenta. —Echaron a andar hacia el edificio. Su padre sacudía la cabeza—. Tengo que decirte, Jack, que hoy me has sorprendido de veras.

El rostro airado y dolido de Gia apareció en la mente de Jack.

—Estoy lleno de sorpresas.

8

Kusum no podía esperar más. Había visto que la puesta de sol llegaba y pasaba, lanzando un fuego anaranjado contra la miríada de ventanas vacías en los silenciosos edificios de oficinas en domingo. Había visto la oscuridad avanzar sobre la ciudad con una lentitud agónica. Pero la luna se elevaba ya sobre los rascacielos, y por fin reinaba la noche.

Era el momento de que la Madre llevara al cachorro de caza.

Aunque no era aún medianoche, a Kusum le pareció seguro dejarlos ir. El domingo por la noche era un momento relativamente tranquilo en Manhattan. Las tiendas cerraban temprano, los teatros no tenían función nocturna, y la mayoría de la gente estaba en casa, descansando en preparación de la siguiente semana.

La Paton caería aquella noche, estaba seguro de ello. Kolabati le había despejado el terreno sin saberlo al llevarse la botella de elixir de rakoshi de Jack y librarse de su contenido. ¿Y acaso no había comido la mujer uno de los bombones tratados mientras hablaba con él por teléfono aquella mañana?

Aquella noche estaría un paso más cerca de cumplir su promesa. Seguiría con la Paton el mismo procedimiento que con su sobrino y hermana. En cuanto la tuviera en su poder, le revelaría el origen de la fortuna de los Westphalen, y le daría un día para meditar sobre las atrocidades de su antecesor.

Al llegar la noche del día siguiente, su vida sería ofrecida a Kali, y la entregaría a los rakoshi.

9

«Dios mío, ¿qué es ese olor?»

Nellie nunca había pensado que un olor pudiera despertarla, pero aquello…

Levantó la cabeza de la almohada y olfateó el aire de la habitación a oscuras. Olía a carroña. Un aire cálido pasó junto a ella. Las puertas del balcón estaban entreabiertas. Hubiera jurado que habían estado cerradas durante todo el día, con el aire acondicionado encendido. Pero el olor tenía que proceder de allí. Parecía que algún perro hubiera desenterrado un animal muerto en el jardín, directamente bajo el balcón.

Nellie percibió un movimiento junto a las puertas. Sin duda era la brisa en las cortinas. De todos modos…

Se incorporó, alargando la mano hacia sus gafas. Las encontró y las sostuvo ante sus ojos, sin molestarse en pasarlas por detrás de sus orejas. Incluso entonces, no supo con seguridad qué estaba viendo.

Una silueta oscura se movía hacia ella tan rápida y silenciosamente como una nube de humo en el viento. No podía ser real. Una pesadilla, una alucinación, una ilusión óptica… Nada tan grande y de aspecto tan sólido podía moverse de un modo tan suave y silencioso.

Pero no había nada ilusorio en el olor, que empeoraba progresivamente a medida que la sombra se acercaba.

Nellie se sintió aterrada de repente. ¡Aquello no era un sueño! Abrió la boca para gritar, pero una mano fría y húmeda se apoyó en la mitad inferior de su rostro antes de que pudiera emitir ningún sonido.

La mano era enorme, increíblemente repugnante, y no era humana.

Con un violento espasmo de terror, luchó contra lo que la retenía. Era como luchar contra la marea. Luces de colores brillantes empezaron a estallar ante sus ojos mientras pugnaba por respirar. Pronto las explosiones bloquearon todo lo demás. Y luego ya no vio nada.

10

Vicky estaba en la cama despierta, temblando bajo la sábana. No de frío, sino a causa del sueño que acababa de tener, en el que el señor Robauvas secuestraba a la señora Jelliroll y trataba de hacer un pastel con ella.

Con el corazón martilleándole en la garganta, atisbó en la oscuridad en dirección a la mesita de noche junto a la cama. La luz de la luna se filtraba por las cortinas de la ventana a su izquierda, lo suficiente para revelar a la señora Jelliroll y al señor Robauvas descansando tranquilamente donde los había dejado. No tenía por qué preocuparse. Era sólo un sueño. En cualquier caso, ¿no decía en el paquete que el señor Robauvas era el «rival amistoso» de la señora Jelliroll? Y no quería meter a la propia señora Jelliroll en sus mermeladas, sólo sus uvas.

De todos modos, Vicky temblaba. Se dio la vuelta en la cama y se agarró a su madre. Aquella era la parte que más le gustaba de vivir en casa de tías Nellie y Grace; podía dormir con su madre. En el apartamento, tenía su propia habitación y dormía sola. Cuando se asustaba de un sueño o una tormenta, siempre podía echar a correr y meterse en la cama de su madre, pero la mayor parte de las veces se quedaba en su propia cama.

Trató de dormirse de nuevo, pero le resultó imposible. Continuamente acudían a su mente visiones del alto y flaco señor Robauvas metiendo a la señora Jelliroll en una cacerola y cocinándola con las uvas. Finalmente, soltó a su madre y se volvió hacia la ventana.

Había salido la luna. Se preguntó si estaría llena. Le gustaba mirarla. Bajó de la cama y separó las cortinas. La luna estaba en lo alto del cielo, y prácticamente llena. Su rostro sonriente lo iluminaba todo. Era casi como sí fuera de día.

Con el aire acondicionado encendido y todas las ventanas cerradas, los sonidos del exterior quedaban bloqueados. Todo estaba silencioso y tranquilo allí fuera, como en un cuadro.

Miró hacia el tejado de su casita de juegos, blanco a la luz de la luna. Parecía muy pequeño visto desde el tercer piso.

Algo se movió entre las sombras de abajo. Algo alto, oscuro y anguloso, con forma humana pero muy poco humana. Atravesó el patio con un movimiento fluido, como una sombra entre las sombras, y parecía llevar algo. Y también parecía haber otro como él esperándolo junto a la pared. El segundo levantó la vista y pareció mirarla directamente con unos ojos amarillos y relucientes. Había hambre en ellos… Hambre de ella.

Vicky sintió que se le helaba la sangre en las venas. Deseó meterse en la cama con su madre, pero no pudo moverse. Todo lo que pudo hacer fue quedarse parada y chillar.

11

Gia se encontró de pie tras un momento de completa desorientación, durante el cual no supo dónde estaba ni qué estaba haciendo. La habitación estaba a oscuras, una niña chillaba, y pudo oír su propia voz gritando una versión confusa del nombre de Vicky.

Unos pensamientos frenéticos cruzaron por su mente, que despertaba lentamente.

«¿Dónde está Vicky? La cama está vacía… ¿Dónde está Vicky?» Podía oírla pero no podía verla. «En nombre de Dios… ¿Dónde está Vicky?»

Se tambaleó hacia el interruptor y encendió la luz. El repentino resplandor cegó a Gia por un instante, y luego vio a Vicky junto a la ventana, todavía chillando. Se le acercó y la tomó en brazos.

—¡Todo está bien, Vicky! ¡Todo está bien!

Los chillidos cesaron, pero no los temblores. Gia la apretó con más fuerza, tratando de absorber los estremecimientos de la niña con su propio cuerpo. Finalmente, Vicky se calmó, hasta que sólo algún sollozo ocasional surgía de donde tenía el rostro oculto entre los pechos de Gia.

Terrores nocturnos. Vicky los había sufrido con frecuencia durante su quinto año de vida, pero muy raramente desde entonces. Gia sabía cómo manejarlos: esperar a que Vicky estuviera totalmente despierta y hablarle en tono suave y tranquilizador.

—Sólo un sueño, cariño. Eso es todo. Sólo un sueño.

—¡No! ¡No ha sido un sueño! —Vicky levantó su rostro manchado por las lágrimas—. ¡Era el señor Robauvas! ¡Le he visto!

—Sólo un sueño, Vicky.

—¡Ha raptado a la señora Jelliroll!

—Nada de eso. Los dos están detrás de ti. —Hizo que Vicky se volviera y mirara hacia la mesita de noche—. ¿Lo ves?

—¡Pero estaba junto a la casita! ¡Le he visto!

A Gia no le gustó cómo sonaba aquello. No tenía por qué haber nadie en el patio trasero.

—Vamos a echar un vistazo. Apagaré la luz para ver mejor el patio.

El rostro de Vicky se contrajo de pánico repentino.

—¡No apagues la luz! ¡Por favor, no!

—De acuerdo. La dejaré encendida. Pero no tienes por qué preocuparte. Estoy aquí.

Las dos apretaron las caras contra el cristal y se rodearon los ojos con las manos para amortiguar el resplandor de la luz de la habitación. Gia estudió rápidamente el patio, rezando por no ver nada.

Todo estaba como lo habían dejado. El patio estaba vacío. Gia suspiró de alivio y rodeó a Vicky con un brazo.

—¿Lo ves? Todo está bien. Ha sido un sueño. Te ha parecido ver al señor Robauvas.

—¡Pero le he visto!

—Los sueños pueden parecer muy reales, cariño. Y sabes que el señor Robauvas no es más que un muñeco. Sólo puede hacer lo que tú quieras que haga. No puede hacer nada por sí mismo.

Vicky no dijo nada más, pero Gia percibió que no estaba convencida.

«Estoy decidida», pensó. «Vicky lleva aquí demasiado tiempo».

La niña necesitaba a sus amigos. Amigos reales, vivos, de carne y hueso. Sin otra cosa que ocupara su tiempo, Vicky se estaba obsesionando demasiado con aquellos muñecos. Ya aparecían incluso en sus sueños.

—¿Qué te parece si nos vamos mañana? Creo que ya hemos pasado aquí el tiempo suficiente.

—Me gusta estar aquí. Y tía Nellie se sentirá muy sola.

—Eunice volverá por la mañana. Además, yo he de regresar a mi trabajo.

—¿No podemos quedarnos un poco más?

—Ya veremos.

Vicky hizo una mueca.

—«Ya veremos». Siempre que dices «ya veremos» significa que no.

—No siempre —dijo Gia con una carcajada, sabiendo que Vicky tenía razón. La niña se estaba volviendo demasiado lista—. Pero ya veremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —respondió Vicky de mala gana.

Acostó a la niña. Mientras se dirigía a la puerta para apagar la luz, pensó en Nellie, en el dormitorio de abajo. No comprendía cómo era posible que hubiera seguido dormida con los gritos de Vicky, pero no había llamado para preguntar qué ocurría. Gia encendió la luz del pasillo y se inclinó sobre la barandilla. La puerta de Nellie estaba abierta, y su dormitorio a oscuras. No parecía posible que continuara dormida.

Intranquila, Gia empezó a bajar la escalera.

—¿Adónde vas, mamá? —preguntó Vicky con voz asustada desde la cama.

—Bajo un momento a la habitación de tía Nellie. Vuelvo enseguida.

«Pobre Vicky», pensó. «Está asustada de veras».

Gia se detuvo ante la puerta de Nellie. Todo estaba oscuro y silencioso en el interior. Nada fuera de lo ordinario, a excepción de un olor, una leve ráfaga de putrefacción. No había nada que temer, pero estaba asustada. Vacilante, golpeó el marco de la puerta.

—¿Nellie?

No hubo respuesta.

—Nellie, ¿te encuentras bien?

Cuando sólo le respondió el silencio, metió la mano en el interior y encontró el interruptor, pero vaciló, temerosa de lo que pudiera encontrar. Nellie no era joven. ¿Y si había muerto mientras dormía? Parecía tener buena salud, pero una nunca sabía. Y aquel olor, pese a lo débil que era, la hacía pensar en la muerte. Finalmente, no pudo esperar más. Accionó el interruptor.

La cama estaba vacía. Era obvio que Nellie había dormido en ella; la almohada estaba arrugada, y los cobertores retirados… pero no había rastro de Nellie. Gia rodeó la cama hasta el otro lado, caminando como si esperara que algo se levantara de la alfombra y la atacara. Nellie no estaba en el suelo. Gia se volvió hacia el baño. Estaba abierto y vacío.

Asustada, corrió escaleras abajo, de habitación en habitación, encendiendo todas las luces y gritando el nombre de Nellie una y otra vez. Regresó al piso de arriba y comprobó el dormitorio vacío de Grace en el segundo piso y el otro cuarto de invitados en el tercero.

Vacíos. Todos vacíos.

¡Nellie había desaparecido igual que Grace!

Gia permaneció en el pasillo, tiritando, luchando contra el pánico y sin saber qué hacer. Ella y Vicky estaban solas en una casa de donde la gente desaparecía sin hacer ruido ni dejar rastro.

¡Vicky!

Gia corrió al dormitorio. La luz seguía encendida. Vicky yacía encogida bajo las sábanas, profundamente dormida. ¡Gracias a Dios! Se apoyó en el marco de la puerta, aliviada pero aún asustada. ¿Qué debía hacer? Se dirigió al teléfono del rellano. Tenía el número de Jack, y él le había dicho que lo llamara si le necesitaba. Pero estaba en Jersey, y no regresaría hasta dentro de varias horas. Gia necesitaba que viniera alguien de inmediato. No quería estar sola con Vicky en aquella casa ni un minuto más de lo necesario.

Con un dedo tembloroso, marcó el 911 para llamar a la policía.

12

—¿Aún vives de alquiler en la ciudad?

Jack asintió con la cabeza.

—Sí.

Su padre hizo una mueca y sacudió la cabeza.

—Eso es como tirar el dinero.

Jack se había puesto la camisa y el pantalón que había llevado consigo, y se encontraban de regreso en la casa tras una comida tardía y relajada en un restaurante de marisco de Mount Holly. Estaban en el salón, tomando sorbos de Jack Daniel’s en una oscuridad casi total. La única luz procedía del comedor contiguo.

—Tienes razón, papá. No puedo discutirlo.

—Sé que las casas son absurdamente caras en estos días, y que un hombre en tu situación tampoco la necesita, pero… ¿y un piso? Sería una inversión.

No era un tema nuevo. Su padre seguiría hablando de los beneficios fiscales de ser propietario, mientras Jack mentía y esquivaba el tema, sin poder decirle que las desgravaciones eran irrelevantes para un hombre que no pagaba impuestos.

—No sé por qué vives en esa ciudad, Jack. No sólo tienes que pagar los impuestos federales y estatales, sino que el maldito ayuntamiento también te mete la mano en el bolsillo.

—Mi trabajo está allí.

Su padre se levantó y se llevó los dos vasos al comedor para volver a llenarlos.

Al regresar a casa tras la cena, no había preguntado a Jack qué quería; simplemente había preparado un par de vasos con hielo y le había tendido uno. Jack no sabía cuántos vasos habían tomado desde entonces.

Jack cerró los ojos y absorbió el ambiente de la casa. Había crecido allí. Conocía cada grieta de las paredes, cada escalón que crujía, cada escondite. El salón, que le había parecido tan grande, se había vuelto muy pequeño. Podía recordar que aquel hombre de la habitación contigua le había llevado a caballito por toda la casa cuando tenía cinco años. Y cuando fue algo mayor, habían jugado al béisbol en el patio trasero. Jack era el menor de los tres hermanos. Siempre había habido algo especial entre su padre y él. Solían ir juntos a todas partes los fines de semana, y cada vez que tenía ocasión, su padre intentaba convencerle con su propaganda. No eran verdaderos sermones, sino comentarios sobre la importancia de ser un profesional liberal cuando creciera. Hablaba del mismo modo con todos sus hijos, repitiéndoles cuánto les convenía llegar a ser sus propios jefes, en lugar de ser como él y tener que trabajar para otra persona. Entonces estaban muy unidos. Pero ya no. Eran simples conocidos, algo parecido a amigos o parientes.

Su padre le tendió el vaso y regresó a su asiento.

—¿Por qué no vienes a vivir aquí?

—Papá…

—Escúchame. Me va mejor de lo que nunca hubiera soñado. Vivirías aquí, y yo te enseñaría cómo funciona todo esto. Podrías estudiar algo de economía y aprender lo básico. Y mientras estudias, yo crearía una cartera de acciones a tu nombre para pagar tus gastos. «Aprende mientras ganas», como suele decirse.

Jack continuó en silencio. Su cuerpo parecía de plomo, y tenía la mente aturdida. ¿Demasiado Jack Daniel’s? ¿O el peso de tantos años de mentiras? Sabía lo que buscaba su padre. Quería que su hijo menor acabara los estudios y se estableciera en una profesión respetable. El hermano de Jack era juez en Filadelfia, y su hermana pediatra en Trenton. ¿Qué era Jack? A ojos de su padre, era alguien que había abandonado los estudios, sin motivación, objetivos, ambición, esposa o hijos; alguien que pasaría por la vida dando y obteniendo muy poco, sin dejar rastro ni evidencia de su paso. En resumen: un fracasado.

Aquello le dolía. Como casi todos los hijos, deseaba que su padre estuviera orgulloso de él. La decepción de su padre era como una herida sin cerrar que infectaba su relación ya atenuada, haciendo que Jack deseara evitar a un hombre a quien siempre había amado y respetado.

Sintió la tentación de revelárselo todo, dejar las mentiras a un lado y decirle cómo se ganaba realmente la vida su hijo.

Alarmado por la dirección de sus pensamientos, Jack se enderezó en el sillón y se obligó a calmarse. El culpable era el Jack Daniel’s. Decir la verdad a su padre no serviría de nada. En primer lugar, no le creería; si le creía, no lo entendería; y, si le creía y lo entendía, se sentiría horrorizado… igual que Gia.

—Te gusta lo que haces, ¿verdad, papá? —dijo al fin.

—Sí. Mucho. Y a ti también te gustaría, si…

—No lo creo.

Después de todo, ¿qué conseguía su padre, aparte de ganar dinero? Compraba y vendía, pero no producía nada. Jack no lo mencionó; sólo hubiera servido para provocar una discusión. Su padre era feliz, y lo único que le impedía sentirse totalmente en paz consigo mismo era su hijo menor. Si Jack hubiera podido ayudarle, lo habría hecho. Pero no podía.

—A mí también me gusta lo que hago. ¿No puedes dejarlo así?

Su padre no dijo nada.

Sonó el teléfono, y su padre fue a la cocina a contestar. Regresó al cabo de un instante.

—Es para ti. Una mujer. Parece alterada.

El letargo que se había apoderado de Jack desapareció de repente. Sólo Gia tenía aquel número. Se levantó y corrió al teléfono.

—¡Nellie se ha ido, Jack!

—¿Adónde?

—¡Ha desaparecido! ¡Igual que Grace! ¿Recuerdas a Grace? La mujer a la que se suponía que debías encontrar, en lugar de asistir a recepciones diplomáticas con tu amiga hindú.

—Cálmate, ¿quieres? ¿Has llamado a la policía?

—Están en camino.

—Te veré cuando se hayan ido.

—No te molestes. ¡Sólo quería que supieras el buen trabajo que has hecho!

Gia colgó.

—¿Sucede algo? —preguntó su padre.

—Sí. Una amiga mía ha tenido un accidente. —Otra mentira. Pero ¿qué significaba una más en comparación con las que había dicho a lo largo de los años?—. Tengo que volver a la ciudad. —Se estrecharon las manos—. Gracias. Ha sido fantástico. Tenemos que repetirlo pronto.

Había cogido la raqueta y subido al coche antes de que su padre pudiera decirle nada sobre conducir tras haber bebido tanto. Se sentía totalmente despierto. La llamada de Gia había evaporado todos los efectos del alcohol.

Jack estaba de mal humor mientras conducía por la autopista. Realmente, había metido la pata. Ni siquiera se le había ocurrido que, si una hermana había desaparecido, a la otra podía ocurrirle lo mismo. Deseó poner el coche a ciento treinta, pero no se atrevió.

Al menos había poco tráfico. Ningún camión. Era una noche clara. Una luna casi llena flotaba sobre la carretera, aplastada por un lado, como un pomelo que alguien hubiera dejado caer y hubiera pasado en el suelo demasiado tiempo.

Al pasar junto a la salida 6 y acercarse al lugar donde había muerto su madre, sus pensamientos empezaron a retroceder en el tiempo. Pocas veces se lo permitía. Prefería centrarse en el presente y el futuro; el pasado estaba muerto y desaparecido. Pero, dado su estado mental, no pudo evitar recordar una fría noche invernal, casi un mes después de la muerte de su madre…

13

Había vigilado el puente fatal todas las noches, a veces al descubierto, otras veces entre los arbustos. El viento de enero le había helado la cara, agrietado los labios y aturdido los dedos de manos y pies. Pero seguía esperando. Pasaban los coches, pasaba la gente, pasaba el tiempo, pero nadie tiraba nada.

Llegó febrero. Pocos días después de que la marmota viera su sombra y regresara a su madriguera para pasar otras seis semanas de invierno, empezó a nevar. Ya había dos centímetros de nieve en el suelo, y se preveía que caerían al menos otros quince. Jack estaba sobre el puente, contemplando el tráfico cada vez más escaso que pasaba por debajo de él en dirección sur. Tenía frío, estaba cansado y a punto de dejarlo.

Cuando se volvía para irse, vio que se acercaba una silueta entre la nieve. Continuando con su movimiento, Jack se inclinó, tomó algo de nieve húmeda, formó una bola y la levantó por encima de la malla ciclónica para dejarla caer sobre un coche. Tras otras dos bolas, miró de nuevo a la figura y vio que se le acercaba con más decisión. Jack cesó su bombardeo y contempló el tráfico como si esperara a que el recién llegado pasara de largo. Pero no lo hizo. Se detuvo junto a Jack.

—¿Qué metes dentro?

Jack le miró.

—¿Dentro de qué?

—De las bolas de nieve.

—Piérdete.

El tipo se echó a reír.

—Hey, no pasa nada. Sírvete. —Le tendió un puñado de piedras del tamaño de nueces.

Jack hizo una mueca despectiva.

—Si quisiera tirar piedras, podría encontrarlas mucho mejores.

—Estas son sólo para empezar.

El recién llegado, que dijo llamarse Ed, dejó las piedras sobre la barandilla, y juntos hicieron más bolas de nieve con núcleos de piedra. Luego Ed le mostró un lugar donde la malla ciclónica se curvaba ligeramente sobre la carretera, permitiendo un lanzamiento más directo… un espacio lo bastante grande como para dejar pasar un bloque de hormigón. Jack consiguió acertar sólo en los techos de los camiones o fallar completamente. Pero Ed estrelló muchas bolas contra los parabrisas de los coches que se acercaban.

Jack le observó mientras lanzaba. No se veía gran cosa bajo la gorra de lana calada hasta unas cejas pálidas, ni por encima del cuello del impermeable marinero, alzado en torno a unas mejillas velludas, pero una luz salvaje centelleaba en los ojos de Ed mientras lanzaba sus bolas de nieve. Y sonreía al verlas estrellarse contra los parabrisas. Estaba disfrutando de veras con aquello.

Lo cual no significaba que Ed fuera el que había tirado el bloque de hormigón. Podía ser simplemente uno más entre el millón de gamberros que disfrutaban destruyendo o dañando algo que pertenecía a otra persona. Pero lo que hacía era potencialmente mortal. El impacto de una de sus bolas de nieve especiales, aunque no rompiera el parabrisas, podía hacer que un conductor se desviara o pisara el freno. Lo que podía ser letal sobre aquel asfalto resbaladizo.

O bien aquello no se le había ocurrido a Ed, o era precisamente lo que le había hecho salir aquella noche.

Podía ser él.

Jack luchó por pensar con claridad. Tenía que averiguarlo. Tenía que estar totalmente seguro. Emitió un sonido de disgusto.

—Una maldita pérdida de tiempo. No creo que hayamos roto ni uno. —Se volvió para marcharse—. Nos vemos.

—¡Hey! —dijo Ed, aferrándole el brazo—. He dicho que era sólo para empezar.

—Y una mierda.

—Sígueme. Soy un profesional de esto.

Ed le condujo hacia un 280-Z aparcado. Abrió el portaequipajes y señaló un bloque de hormigón junto a la rueda de repuesto.

—¿Llamas a esto una mierda?

Jack necesitó de toda su fuerza de voluntad para no saltar sobre Ed y destrozarle la garganta con los dientes. Tenía que estar seguro. Su plan no dejaba margen para el error. No podría regresar más tarde y disculparse por haberse equivocado.

—Llamo a esto un gran problema —consiguió decir Jack—. Te las cargarás seguro.

—¡No! Solté una de esas bombas el mes pasado. ¡Tendrías que haberlo visto! ¡Un lanzamiento perfecto! ¡Justo sobre el regazo de alguien!

Jack sintió que empezaba a temblar.

—¿Algún herido?

Ed se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? No me quedé para averiguarlo. —Soltó una carcajada como un ladrido—. Sólo desearía haber podido estar allí para ver la expresión de sus caras cuando aquella cosa entró por el parabrisas. ¡Blam! ¿Lo imaginas?

—Sí —dijo Jack—. Lo imagino.

Mientras Ed se inclinaba para tomar el bloque, Jack le estrelló la tapa del portaequipajes en la cabeza. Ed gritó y trató de levantarse, pero Jack le golpeó otra vez. Y otra. Siguió golpeando hasta que Ed dejó de moverse. Luego corrió hacia los arbustos, donde había ocultado un mes atrás más de seis metros de cuerda gruesa.

—¡Despierta!

Jack había atado las manos de Ed a su espalda. Había cortado una gran abertura en la malla ciclónica. Lo sostenía sentado sobre el tramo superior de la barandilla, por encima del lado sur del puente. Una cuerda unía los tobillos de Ed a la base de uno de los soportes de la barandilla. Las piernas de Ed colgaban sobre los carriles de la autopista.

Jack frotó el rostro de Ed con nieve.

—¡Despierta!

Ed escupió y sacudió la cabeza. Abrió los ojos. Miró a Jack, y luego a su alrededor. Miró hacia abajo y se tensó. Sus ojos se llenaron de pánico.

—¡Hey! ¿Qué…?

—Estás muerto, Ed. Ed el muerto. Suena bien, Ed. Es porque debe ser así.

Jack apenas podía controlarse. En los años siguientes, al mirar atrás, comprendería que lo que hizo era una locura. Un coche podría haber pasado por encima del puente en cualquier momento, o alguien podía haber levantado la vista desde la autopista y haberles visto por entre la densa cortina de nieve. Pero el sentido común se había desvanecido, junto con la misericordia, la compasión y el perdón.

Aquel hombre debía morir.

Jack lo había decidido después de hablar con la policía estatal tras el funeral de su madre. Le había quedado claro entonces que, incluso si averiguaban el nombre del que había tirado el bloque de hormigón, sin un testigo del incidente o una confesión completa, firmada libremente en presencia del abogado del acusado, este saldría en libertad.

Jack se negaba a aceptarlo. El asesino tenía que morir, y no de cualquier manera, sino a la manera de Jack. Tenía que saber que iba a morir. Y por qué.

La voz de Jack sonó inexpresiva en sus oídos, y tan fría como la nieve que caía del invisible cielo nocturno.

—¿Sabes de quién era el regazo donde cayó tu bomba el mes pasado, Ed? De mi madre. ¿Y sabes qué? Está muerta. Una mujer que no había hecho daño a nadie en toda su vida viajaba tranquilamente y tú la mataste. Ahora ella está muerta y tú vivo. ¿Qué ves de raro en esa imagen, Ed?

Sintió una amarga satisfacción al ver el horror creciente en el rostro de Ed.

—¡Oye, mira! ¡No fui yo! ¡No fui yo, lo juro!

—Demasiado tarde, Ed. Ya me has dicho que fuiste tú.

Ed soltó un grito al deslizarse de la barandilla, pero Jack lo sostuvo por la parte trasera de su abrigo hasta que sus pies encontraron un punto de apoyo en la cornisa.

—¡Por favor, no lo hagas! ¡Lo siento! ¡Fue un accidente! ¡No quería que nadie sufriera ningún daño! ¡Haré cualquier cosa por compensarte! ¡Cualquier cosa!

—¿Cualquier cosa? De acuerdo. No te muevas.

Estaban juntos sobre el carril derecho de la autopista en dirección sur, Jack por dentro de la barandilla, Ed por fuera. Ambos contemplaron el tráfico, que surgía rugiendo de debajo del puente y huía autopista adelante. Agarrando con la mano el cuello del impermeable de Ed para estabilizarlo, Jack miró por encima del hombro hacia el tráfico que se acercaba en dirección contraria.

La afluencia de coches había disminuido con la nevada. La cellisca se había acumulado sobre el carril izquierdo, y nadie lo estaba usando, pero había muchos coches y camiones en los carriles central y derecho, la mayoría a setenta u ochenta kilómetros por hora. Jack vio los faros y luces de posición de un gran camión que se acercaba por el carril derecho. Cuando estuvo casi debajo del puente, propinó a Ed un suave empujón.

Ed se inclinó hacia adelante con un movimiento lento y elegante, y su balido de terror se elevó brevemente por encima del rugido del tráfico procedente de abajo. Jack había medido cuidadosamente la cuerda. Ed cayó en posición vertical hasta que se acabó la cuerda, y luego su cuerpo se dobló hacia delante. La cabeza y la parte superior del hombre se balancearon por encima de la cabina del camión, y se estrellaron contra la cornisa delantera del tráiler con un fuerte golpe. Su cuerpo rebotó y rodó inerte por toda la parte superior del remolque, y luego quedó colgado en el aire, como una piñata, girando locamente al extremo de la cuerda.

El camión siguió adelante; probablemente su conductor atribuyó el ruido un montón de nieve blanda caída del puente. Otro camión se acercaba por el mismo carril, pero Jack no aguardó al segundo impacto.

Se dirigió al coche de Ed y retiró el bloque de cemento del portaequipajes. Lo arrojó a un campo mientras recorría el kilómetro de carretera que le separaba de su propio coche.

Ninguna relación con la muerte de su madre, ninguna relación con él.

Hecho.

Terminado.

Regresó a casa y se acostó, seguro de que al día siguiente por la mañana podría continuar con su vida donde la había dejado. Se equivocaba.

Durmió hasta la tarde. Al despertar, la enormidad de lo que había hecho se le vino encima con el peso de toda la tierra. Había matado. Había hecho algo más que matar: había ejecutado a otro hombre.

Estuvo tentado de alegar enajenación mental, de decirse a sí mismo que el hombre del puente no había sido él, sino un monstruo disfrazado con su piel. Otra persona había tomado el control.

Pero no era creíble. No había sido otra persona. Había sido él. Jack. Nadie más. Y su cabeza no había estado aturdida, ni adormilada, ni consumida por una niebla roja de odio. Recordaba cada detalle, cada palabra, cada movimiento con claridad cristalina.

Nada de culpabilidad. Nada de remordimiento. Aquella era la parte realmente aterradora. La comprensión de que si hubiera podido volver atrás y revivir aquellos momentos, no habría cambiado nada.

Aquella tarde, sentado al borde de su cama, supo que su vida no volvería a ser la misma. El joven ante el espejo aquel día no era el mismo que había visto el día anterior. Todo parecía sutilmente distinto. Los ángulos y curvas que le rodeaban no habían cambiado; los rostros, la arquitectura y la geografía seguían siendo topográficamente los mismos. Pero alguien había movido las luces. Las sombras acechaban donde antes sólo había luz.

Jack regresó a Rutgers, pero la universidad había dejado de tener sentido. Podía sentarse a beber y reír con sus amigos, pero ya no se sentía parte de ellos. Se había separado. Aún podía verles y oírles, pero ya no podía tocarles, como si un muro de cristal se hubiera elevado entre él y todos sus conocidos.

Buscó un modo de encontrar sentido a todo aquello. Recurrió a los existencialistas, devorando a Camus, Sartre y Kierkegaard. Camus parecía conocer las preguntas que planteaba Jack, pero no daba respuestas.

Jack empezó a suspender. Se alejó de sus amigos. Finalmente, comprendió que no tenía sentido continuar con aquella charada. Tomó todos sus ahorros y desapareció sin decir a nadie, ni siquiera a su familia (especialmente a su familia) adónde iba. Se mudó a Nueva York, donde hizo trabajos esporádicos para sobrevivir y se creó una red de contactos. Empezó a recibir encargos de reparaciones, cada vez con un mayor nivel de peligro y violencia. Aprendió a forzar cerraduras y a escoger la pistola y munición adecuadas para cada situación, a colarse en una casa y a romper un brazo. Lo había estado haciendo desde entonces.

Todo el mundo, incluido su padre, atribuía el cambio a la muerte de su madre. En cierto modo, tenían razón.

14

El puente retrocedió en su retrovisor, y con él el recuerdo de aquella noche.

Jack se frotó las manos sudorosas contra los pantalones. Se preguntó dónde estaría y qué estaría haciendo en aquel momento si Ed hubiera soltado el bloque de hormigón medio segundo antes o después, y este hubiera rebotado sin causar ningún daño sobre la capota o el techo del coche de su familia. Medio segundo habría significado la diferencia entre la vida y la muerte para su madre… y para Ed. Jack habría terminado los estudios, y tendría un empleo regular, con un horario normal, y tal vez esposa e hijos. Estabilidad, identidad, seguridad.

Y podría pasar por debajo de aquel puente sin revivir dos muertes.

Jack salió del túnel de Lincoln y se dirigió directamente al otro lado de la ciudad. Pasó junto a la plaza Sutton y vio un coche policial blanco y azul aparcado frente a la casa de Nellie. Tras cambiar de sentido bajo el puente, condujo de nuevo hacia las calles Cincuenta y aparcó cerca de una boca de incendios en Sutton Place. Esperó y observó. Al poco rato el coche blanco y azul se puso en marcha y se dirigió al centro. Jack condujo hasta encontrar una cabina que funcionara y la usó para llamar a Nellie.

—¿Hola? —La voz de Gia sonó tensa y expectante.

—Soy Jack, Gia. ¿Va todo bien?

—No. —Hablaba con más tranquilidad. Simplemente parecía cansada.

—¿Se ha ido ya la policía?

—Ahora mismo.

—Voy para allá… Es decir, si no te importa.

Jack esperaba una discusión y unos cuantos insultos. En lugar de ello, Gia dijo:

—No, no me importa.

—Estaré allí en un minuto.

Regresó al coche, sacó la Semmerling de debajo del asiento y se la ató al tobillo. Gia no había discutido con él. Debía de estar aterrada.

15

Gia nunca hubiera imaginado que se alegraría de volver a ver a Jack. Pero cuando abrió la puerta y lo vio allí de pie, necesitó de toda su fuerza de voluntad para no arrojarse en sus brazos.

La policía no había servido de nada. De hecho, los dos agentes que se habían presentado al fin en respuesta a su llamada habían actuado como si ella pretendiera hacerles perder el tiempo. Habían hecho una búsqueda indiferente por la casa y sus alrededores, no habían visto ningún signo de violencia ni de puertas forzadas, habían hecho unas cuantas preguntas y se habían ido, dejándola sola con Vicky en aquella casa grande y vacía.

Jack entró en el recibidor. Por un momento, le pareció que levantaría los brazos y se los tendería. En lugar de ello, se volvió y cerró la puerta tras él. Parecía cansado.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó.

—Sí, estoy bien.

—¿Vicky también?

—Está durmiendo. —Gia se sentía tan incómoda como Jack.

—¿Qué ha ocurrido?

Ella le contó la pesadilla de Vicky y su búsqueda infructuosa de Nellie por toda la casa.

—¿Ha encontrado algo la policía?

—Nada. No hay «signos de violencia», según ellos dicen. ¡Creo que piensan que Nellie ha ido a reunirse con Grace en una especie de juerga senil!

—¿Es eso posible?

La reacción inmediata de Gia fue de enfado porque Jack considerara siquiera semejante posibilidad, pero luego comprendió que, para alguien que no conocía a Nellie y Grace igual que ella, aquella podía parecer una explicación tan buena como cualquier otra.

—No. Totalmente imposible.

—De acuerdo. Aceptaré tu palabra. ¿Y el sistema de alarma?

—La de la planta baja estaba encendida. Como sabes, la de los pisos superiores estaba desconectada.

—De modo que es lo mismo que con Grace. La desaparición de una dama.

—No creo que sea el momento de hacer alusiones cinematográficas, Jack.

Él asintió.

—Tienes razón. Lo siento. Vamos a echar un vistazo a su habitación.

Mientras Gia le acompañaba al primer piso, se dio cuenta de que empezaba a relajarse por primera vez desde que viera la cama vacía de Nellie. Jack exudaba competencia. Tenía un aire de seguridad que la hacía sentir que las cosas estaban finalmente bajo control, que nada podía ocurrir sin que él lo permitiera.

Jack recorrió el dormitorio de Nellie con aire aparentemente despreocupado, pero Gia observó que sus ojos se movían constantemente, y que nunca tocaba nada con las puntas de los dedos; sí con el dorso o el lado de una mano, con la uña o con el nudillo, pero nunca de tal forma que pudiera dejar una huella dactilar. Todo ello sirvió para recordarle la forma de vida de Jack y su relación con la ley.

Jack abrió la puerta del balcón con el pie. Un aire cálido y húmedo entró en la habitación.

—¿La han abierto los policías?

Gia sacudió la cabeza.

—No. El pestillo no estaba echado. Simplemente, la puerta estaba ajustada.

Jack salió al diminuto balcón y miró por encima de la barandilla.

—Igual que con Grace —dijo—. ¿Han mirado abajo?

—Han salido con linternas, pero han dicho que no había señales de que nadie hubiera usado una escalera o algo parecido.

—Igual que con Grace. —Entró y cerró la puerta con los codos—. Esto no tiene sentido. Y lo más curioso es que tú no hubieras descubierto su desaparición hasta mañana de no haber sido por la pesadilla de Vicky. —La miró—. ¿Estás segura de que fue una pesadilla? ¿Es posible que oyera algo que la despertara y la asustara, y a ti te pareciera que era sólo una pesadilla?

—Oh, fue una pesadilla, desde luego. Dijo que el señor Robauvas estaba raptando a la señora Jelliroll. —Gia sintió una leve sacudida en el estómago al recordar el grito de Vicky—. Hasta le pareció verle en el patio.

Jack se tensó.

—¿Vio a alguien?

—Le pareció verlo. Al señor Robauvas. Su muñeco.

—Repásalo todo paso a paso, desde el momento de despertar a la llamada a la policía.

—Ya se lo he dicho a esos dos agentes.

—Hazlo otra vez para mí. Por favor. Puede ser importante.

Gia le habló de su despertar al oír los gritos de Vicky, de cómo había mirado por la ventana sin ver nada, de cómo había bajado a la habitación de Nellie…

—Una cosa que no he mencionado a la policía es el olor de la habitación.

—¿Perfume? ¿Loción de afeitado?

—No. Un olor a podrido. —Recordar el olor la intranquilizó—. Como a algo putrefacto.

Jack tensó el rostro.

—¿Como un animal muerto?

—Sí. Exactamente. ¿Cómo lo has sabido?

—Pura suerte. —De repente, Jack parecía mucho más nervioso. Fue al baño de Nellie y revisó todos los frascos. No pareció encontrar el que buscaba—. ¿Has notado ese olor en algún otro lugar de la casa?

—No. ¿Qué tiene ese olor de importante?

Él se volvió a mirarla.

—No estoy seguro. Pero ¿recuerdas lo que te he dicho esta mañana?

—¿Respecto a no beber nada extraño, como el laxante de Grace?

—Exacto. ¿Compró Nellie algo parecido? ¿O entró algo parecido en la casa?

Gia pensó durante un instante.

—No… Lo único que hemos recibido últimamente es una caja de bombones de mi exmarido.

—¿Para ti?

—¡No! Para Nellie. Son sus favoritos. Parece una marca muy popular. Nellie se los mencionó anoche al hermano de tu amiga hindú. —¿Había sido la noche anterior? Parecía haber transcurrido mucho tiempo—. Ha llamado esta mañana para saber dónde podía encargar algunos.

Jack enarcó las cejas.

—¿Kusum?

—Pareces sorprendido.

—Es sólo que no parece un aficionado al chocolate. Más bien el tipo que vive de arroz integral y agua.

Gia sabía a qué se refería. Kusum llevaba escrito su ascetismo por toda su persona.

Mientras salían de nuevo al rellano, Jack dijo:

—¿Qué aspecto tiene ese señor Robauvas?

—Como un Snidely Whiplash púrpura. Voy a buscarlo.

Condujo a Jack al tercer piso y lo dejó en el rellano mientras ella caminaba de puntillas hasta la mesita de noche y tomaba el muñeco.

—¿Mamá?

Gia se sobresaltó ante el sonido inesperado. Vicky tenía la costumbre de hacer aquellas cosas. Por las noches, cuando hubiera debido estar profundamente dormida, dejaba que su madre entrara y le diera las buenas noches con un beso. En el último momento, abría los ojos y decía «Hola». A veces la asustaba un poco.

—¿Sí, cariño?

—Te he oído hablar abajo. ¿Está aquí Jack?

Gia vaciló, pero no vio el modo de ocultárselo.

—Sí. Pero quiero que te tumbes y vuelvas a…

Demasiado tarde. Vicky había saltado de la cama y corría hacia el rellano.

—¡Jack, Jack, Jack!

Él la tenía en brazos y la estaba abrazando cuando Gia llegó al rellano.

—Hola, Vicks.

—¡Oh, Jack, me alegro de que estés aquí! Me he asustado mucho.

—Eso he oído. Tu madre dice que has tenido una pesadilla.

Mientras Vicky empezaba a hablar de los planes del señor Robauvas contra la señora Jelliroll, Gia volvió a maravillarse de la conexión entre Jack y su hija. Eran como viejos amigos. En momentos como aquel, deseaba intensamente que Jack fuera un tipo de hombre distinto. Vicky necesitaba un padre. Pero no uno cuyo trabajo requiriera pistolas y cuchillos.

Jack tendió la mano hacia Gia para tomar el muñeco. El señor Robauvas estaba hecho de plástico; era un tipo flacucho con largos brazos y piernas, completamente púrpura a excepción de su rostro y un sombrero de copa negro. Jack estudió el muñeco.

—Sí que se parece a Snidely Whiplash. Si le pones un cuervo en el hombro, será el señor Carroña de Will Eisner. —Tendió el muñeco a Vicky—. ¿Este es el tipo que te pareció ver ahí fuera?

—Sí —dijo Vicky, sacudiendo la cabeza—. Sólo que no llevaba el sombrero.

—¿Cómo iba vestido?

—No lo vi. Sólo pude verle los ojos. Eran amarillos.

Jack se sobresaltó violentamente, casi soltando a Vicky. Gia alargó una mano instintivamente para coger a su hija si caía.

—Jack, ¿qué sucede?

Jack sonrió, pero muy débilmente, según le pareció a Gia.

—Nada. Un espasmo en el brazo de jugar al tenis. Ya ha pasado. —Miró a Vicky—. Pero esos ojos… Lo que viste debió ser un gato. El señor Robauvas no tiene los ojos amarillos.

Vicky asintió vigorosamente.

—Esta noche sí. Y el otro también.

Gia observaba a Jack, y hubiera podido jurar que una mirada enfermiza cruzaba su rostro. Se preocupó, porque no era una expresión que esperara ver en él.

—¿El otro? —preguntó él.

—Sí. El señor Robauvas debió traer un ayudante.

Jack permaneció un momento en silencio, luego levantó a Vicky en brazos y la llevó de nuevo a su habitación.

—Es hora de dormir, Vicks. Te veré por la mañana.

Vicky protestó débilmente cuando él salió de la habitación, luego se dio la vuelta y se quedó inmóvil en cuanto Gia la hubo tapado.

Cuando Gia regresó al rellano, no vio a Jack. Le encontró abajo, en la biblioteca de madera de nogal, trabajando en la caja de la alarma con un pequeño destornillador.

—¿Qué estás haciendo?

—Vuelvo a conectar los pisos superiores. Hubiera tenido que hacerse en cuanto Grace desapareció. ¡Ya está! Nadie podrá entrar ni salir sin formar un escándalo.

Gia pudo ver que le estaba ocultando algo.

—¿Qué es lo que sabes?

—Nada. —Continuó estudiando el interior de la caja—. Nada que tenga sentido, en cualquier caso.

Aquello no era lo que Gia deseaba oír. Necesitaba que alguien, quien fuera, arrojara algo de luz sobre lo ocurrido allí durante aquella semana. Algo en las palabras de Vicky había perturbado a Jack.

—Tal vez tenga sentido para mí.

—Lo dudo.

Gia se enojó.

—¡Yo juzgaré eso! Vicky yo llevamos aquí casi toda la semana, y probablemente tendremos que quedarnos unos días más por si llegan noticias de Nellie. ¡Si tienes información sobre lo que está sucediendo aquí, quiero saberla!

Jack la miró por primera vez desde que entrara en la habitación.

—De acuerdo. Ahí va. Las dos últimas noches, he notado un olor a podrido que entraba y salía de mi apartamento. Y anoche vi dos pares de ojos amarillos que miraban hacia el interior de la ventana, en la habitación del televisor.

—Pero Jack… ¡estás en el tercer piso!

—Estaban allí.

Gia sintió que algo se retorcía en su interior. Se sentó en el sofá y se estremeció.

—¡Dios! ¡Esto me da escalofríos!

—Tenían que ser gatos.

Gia le miró y supo que no creía lo que decía. Se envolvió mejor en su bata. Deseó no haber exigido saber qué estaba pensando, y todavía más que no se lo hubiera dicho.

—De acuerdo —dijo, siguiéndole la corriente—. Gatos. Tenían que serlo.

Jack se desperezó y bostezó como un gato grande mientras avanzaba hacia el centro de la habitación.

—Es tarde y estoy cansado. ¿Te parece bien que pase aquí la noche?

Gia luchó porque su repentina oleada de alivio no se reflejara en su rostro.

—Supongo que sí.

—Bien. —Se sentó en el sofá de Nellie y lo empujó hacia atrás—. Me acostaré aquí mientras tú subes con Vicky.

Encendió la lámpara de lectura junto al sillón y tendió la mano hacia una revista, junto al plato lleno de bombones Magia Negra. Gia sintió un nudo en la garganta al recordar la alegría infantil de Nellie al recibir las golosinas.

—¿Necesitas una manta?

—No. Estoy bien. Sólo voy a leer un rato. Buenas noches.

Gia se levantó y se dirigió a la puerta.

—Buenas noches.

Dejando a Jack en un charco de luz en el centro de la habitación en penumbra, corrió al lado de Vicky y se tumbó junto a ella, tratando de dormir. Pero pese a la quietud y a saber que Jack estaba montando guardia abajo, el sueño no llegaba.

Jack había venido cuando le necesitaba, y había conseguido por sí solo algo que el Departamento de Policía de Nueva York había sido incapaz de lograr: hacerla sentir segura aquella noche. Sin él, hubiera pasado las horas restantes hasta el amanecer sumida en el pánico.

Luchó contra el creciente impulso de reunirse con él, pero descubrió que perdía. Vicky respiraba lenta y rítmicamente a su lado. Estaba a salvo. Todos estaban a salvo, con el sistema de alarma conectado de nuevo.

Gia salió de la cama y bajó silenciosamente, cargada con una manta ligera de verano. Vaciló ante la puerta de la biblioteca. ¿Y si la rechazaba? Había sido tan fría con él… ¿Y si…?

Sólo había un modo de averiguarlo.

Entró y vio que Jack la estaba mirando. Debía haberla oído bajar.

—¿Seguro que no necesitas una manta? —preguntó ella.

La expresión de Jack era muy seria.

—Me iría bien alguien que la compartiera conmigo.

Con la boca seca, Gia se acercó al sofá y se tumbó junto a Jack. Extendió la manta por encima de ambos. Ninguno de los dos habló. No había nada que decir, al menos para ella. Sólo podía permanecer tumbada a su lado y contener el deseo.

Al cabo de una eternidad, Jack le levantó la barbilla y la besó. Debió necesitar tanto coraje para hacerlo como ella para bajar. Gia se permitió responder, dando rienda suelta a su necesidad contenida. Le quitó toda la ropa; él le levantó el camisón, y ya nada los separaba. Gia se aferró a él como si quisiera impedir que se lo arrebataran. Aquello era lo que necesitaba, aquello era lo que había echado de menos en su vida.

Que Dios la ayudara, aquel era el hombre al que quería.

16

Jack se tumbó en el sofá y trató de dormirse sin conseguirlo. Gia le había pillado completamente por sorpresa aquella noche. Habían hecho el amor dos veces, la primera furiosamente, y la segunda con más tranquilidad. Estaba solo, más satisfecho y saciado de lo que podía recordar haberse sentido nunca. Pese a sus conocimientos, inventiva y pasión aparentemente inagotable, Kolabati no le había dejado de aquel modo. Aquello era especial. Siempre había sabido que Gia y él tenían que estar juntos. Aquella noche lo demostraba. Tenía que haber un modo de volver a estar juntos y continuar así.

Tras un largo rato de abrazos soñolientos y satisfechos, Gia había regresado arriba, diciendo que no quería que Vicky les encontrara allí juntos por la mañana. Se había mostrado cálida, cariñosa, apasionada… Todo lo que no había sido durante los pasados meses. Se sentía desconcertado, pero no iba a poner reparos. Debía de haber hecho algo bien. Fuera lo que fuera, quería seguir haciéndolo.

El cambio en Gia no era todo lo que le mantenía en vela, sin embargo. Los acontecimientos de la noche habían provocado un torbellino de hechos, teorías, suposiciones, impresiones y temores en su mente.

La descripción de Vicky de los ojos amarillos… Hasta aquel momento casi había podido convencerse a sí mismo de que los ojos frente a su ventana habían sido una especie de ilusión. Pero antes había llegado la mención de Gia del olor a putrefacto en el dormitorio de Nellie… ¿El mismo olor que había invadido su apartamento? Y luego la mención de los ojos. Los dos fenómenos juntos, en dos noches y lugares diferentes, no podían ser una simple coincidencia. Había una relación entre lo ocurrido la noche anterior en su apartamento y la desaparición de Nellie, pero Jack era incapaz de encontrarla. Se había sentido decepcionado al no encontrar rastros del líquido vegetal descubierto la semana anterior en la habitación de Grace. No podía decir cómo, pero estaba seguro de que el olor, los ojos, el líquido y la desaparición de las dos mujeres estaban relacionados.

Tomó perezosamente un bombón de la bandeja junto al sofá. No tenía hambre, pero le apetecía algo dulce. El problema con aquellas cosas era que uno nunca sabía qué había dentro. Podía usar el antiguo truco de perforar el fondo con el pulgar, pero no le pareció bien hacerlo con los bombones de una persona desaparecida. Lo volvió a dejar en la caja y regresó a sus meditaciones.

Jack alargó un brazo y comprobó la posición de la pequeña Semmerling en el lugar donde la había escondido, junto a la cartuchera del tobillo, entre el cojín del asiento y un brazo del sofá. Continuaba a mano. Cerró los ojos y pensó en otros ojos… Unos ojos amarillos…

Y entonces se le ocurrió; el pensamiento que le había eludido la noche anterior. Aquellos ojos… amarillos con las pupilas oscuras… sabía por qué le habían resultado vagamente familiares: se parecían al par de topacios con el centro negro de los collares que llevaban Kolabati y Kusum, y el que había recuperado para su abuela.

¡Debería haberlo visto antes! Aquellas dos piedras amarillas le habían estado observando durante varios días, igual que los ojos le habían observado la noche anterior.

Se animó ligeramente. No sabía qué significaba aquel parecido, pero ya tenía una relación entre los Bahkti y los ojos, y tal vez con la desaparición de Grace y Nellie. Podía resultar una simple coincidencia, pero al menos tenía un camino que seguir.

Jack supo lo que haría a la mañana siguiente.