Bengala Occidental, India
Sábado, 25 de julio de 1857
Iba a morir gente aquel día. Sir Albert Westphalen no tenía la menor duda al respecto.
Y él podía ser uno de los muertos.
Allí, en aquella cornisa, con el sol de la mañana a sus espaldas y el mítico Templo de las Colinas con su patio amurallado debajo de él, dudó de su capacidad de llevar a término sus planes. La idea abstracta que le había parecido tan simple y directa en su oficina de Bharangpur se había convertido en algo muy diferente en aquellas inhóspitas colinas bajo la fría luz del amanecer.
El corazón le martilleaba contra el esternón mientras permanecía tumbado boca abajo, observando el templo a través de sus prismáticos. Tenía que haber sido un estúpido para pensar que aquello funcionaría. ¿Tan fría y profunda era su desesperación, para ser capaz de llevarlo a aquello? ¿Estaba dispuesto a arriesgarse a morir para salvar el nombre de su familia?
Westphalen miró a sus hombres, todos atareados comprobando monturas y equipamiento. Con sus rostros sin afeitar, sus uniformes arrugados y manchados por la tierra, el sudor seco y la lluvia, ciertamente no parecían los mejores soldados de Su Majestad aquella mañana. Y era normal, pues Westphalen sabía cómo vivían aquellos hombres; hacinados como animales, en barracones abarrotados con treinta de sus camaradas, durmiendo sobre lonas que se cambiaban una vez al mes, y usando el mismo recipiente de hojalata para comer y lavarse.
La vida en los cuarteles embrutecía a los mejores, y cuando no tenían enemigo contra quien luchar, peleaban unos contra otros. Lo único que les gustaba más que la batalla era la bebida, e incluso en aquel momento, cuando hubieran debido estar fortaleciéndose con comida, se estaban pasando una botella de licor hecho con trozos de pimiento. No pudo ver rastro de su propia inquietud en las expresiones de sus hombres; sólo impaciencia por la batalla y el saqueo que se avecinaba.
Pese al calor creciente del sol, se estremeció. ¿Serían los efectos de una noche sin dormir, protegiéndose de la lluvia bajo un saliente de roca? ¿O simple temor a lo que vendría? Ciertamente, había pasado miedo aquella noche. Mientras los hombres dormían un sueño inquieto, él había permanecido despierto, seguro de que había seres salvajes acechando en la oscuridad, más allá de la pequeña hoguera que habían encendido. De vez en cuando distinguía destellos amarillos de luz en la oscuridad, como parejas de luciérnagas. Los caballos también debían de haber percibido algo, porque habían estado nerviosos durante toda la noche.
Pero había llegado el día y… ¿qué podía hacer?
Se volvió hacia el templo y volvió a estudiarlo a través de los prismáticos. Yacía agazapado en el centro del patio detrás de la muralla, aislado a excepción de una especie de complejo que se extendía a su izquierda, contra la base de un acantilado rocoso. El rasgo más llamativo del templo era su negrura. No tenía un tono apagado y sucio, sino orgulloso y resplandeciente, profundo y brillante, como si estuviera hecho de ónice puro. Una construcción extraña, en forma de caja con las esquinas redondeadas. Parecía haber sido construido a capas, con cada nivel inclinado hacia los de debajo. Las paredes del templo estaban decoradas con frisos y adornadas en toda su longitud con estatuas parecidas a gárgolas, pero Westphalen no podía distinguir los detalles desde su posición. Y por encima de todo había un gran obelisco, tan negro como el resto de la estructura, señalando desafiante al cielo.
Westphalen se preguntó cómo podría describir con justicia el Templo de las Colinas sin un daguerrotipo. Era simplemente extraño. Parecía… parecía que alguien hubiera atravesado con un pincho un bloque ornamentado de regaliz, y lo hubiera dejado para que se fundiera bajo el sol.
Mientras observaba, la puerta de la muralla se abrió. Apareció un hombre, más joven que Jaggernath pero ataviado con un dhoti similar, con una gran vasija sobre el hombro. Se dirigió a la esquina más alejada de la muralla, vació el contenido líquido de la vasija en el suelo y regresó al complejo.
La puerta continuó abierta detrás de él.
No había motivos para demorarse, ni habría manera humana de detener a sus hombres. Westphalen se sentía como si hubiera empujado un gran artefacto por una pendiente; lo había podido guiar al principio, pero su inercia era ya tan grande que había escapado a todo control.
Bajó de la cornisa y miró a sus hombres.
—Avanzaremos al galope en columna doble con las lanzas preparadas. Tooke estará al mando de una columna, y la llevará a la izquierda, rodeando el templo tras entrar en el patio; Russell llevará la otra columna a la derecha. Si no hay resistencia inmediata, desmontad y preparad los rifles. Entonces registraremos el complejo en busca de rebeldes que puedan haberse ocultado dentro. ¿Alguna pregunta?
Los hombres sacudieron la cabeza. Estaban más que preparados; ansiaban la batalla. Sólo hacía falta ponerlos en marcha.
—¡A caballo! —dijo Westphalen.
La marcha empezó de manera ordenada. Westphalen dejó que los seis lanceros abrieran camino mientras él permanecía en la retaguardia. El grupo avanzó al trote hasta estar a la vista del templo, y luego pasó al galope, como habían planeado.
Pero algo ocurrió durante la bajada hacia la muralla. Los hombres empezaron a gritar y vitorear, cada vez más frenéticos. Pronto tuvieron las lanzas en ristre y bajo el brazo, en posición de batalla, inclinados sobre los cuellos de sus monturas y ensangrentando sus flancos al espolearlas para conseguir una velocidad cada vez mayor. Les habían dicho que había una banda de cipayos rebeldes acuartelada detrás de aquella muralla; los lanceros tenían que estar listos para matar en cuanto cruzaran la puerta. Sólo Westphalen sabía que la única resistencia procedería de un puñado de sacerdotes hinduistas sorprendidos e inofensivos.
Sólo aquel hecho le permitió mantener el paso de los hombres. No había por qué preocuparse, se dijo mientras la muralla se acercaba cada vez más. Sólo unos cuantos sacerdotes desarmados. Ningún motivo de preocupación.
Entrevió los murales de bajorrelieves en la muralla mientras cabalgaba hacia la puerta, pero su mente estaba demasiado ocupada por la incertidumbre respecto a lo que podrían encontrar al otro lado para fijarse en ellos. Desenvainó el sable y entró en el patio tras sus lanceros.
Westphalen vio a tres sacerdotes en pie frente al templo, todos desarmados. Se adelantaron a la carrera, agitando las manos en el aire, en lo que parecía un intento de ahuyentar a los soldados.
Los lanceros no vacilaron. Tres de ellos se desplegaron y atravesaron con sus lanzas a los sacerdotes. Luego rodearon el templo y se detuvieron frente a la puerta principal, donde desmontaron, soltando las lanzas y tomando los Enfields de las cartucheras en las sillas.
Westphalen continuó montado. Comprendía que aquello le convertía en un blanco fácil, pero se sentía más seguro con el caballo debajo de él, con la posibilidad de dar la vuelta y salir al galope por la puerta si algo salía mal.
Durante un breve silencio, Westphalen señaló a los hombres la entrada del templo. Casi habían llegado a los escalones cuando los svamin contraatacaron desde dos direcciones. Con agudos gritos de rabia, media docena de hombres salieron del templo, y más del doble de aquel número aparecieron junto al complejo. Los primeros iban armados con látigos y picas, los segundos con espadas curvas, muy parecidas a los talwar de los cipayos.
No fue una batalla; fue una masacre. Westphalen casi se compadeció de los sacerdotes. Los soldados apuntaron primero al grupo más cercano, que salía del templo. Los Enfield sólo dejaron a un sacerdote en pie tras la primera descarga; el hombre pasó corriendo junto a su flanco para unirse al otro grupo, que había detenido su avance al ver los resultados devastadores del fuego. Desde su silla, Westphalen indicó a los hombres que se retiraran a los escalones del templo negro, donde el poco peso y la rápida capacidad de carga de los Enfield les permitieron disparar por segunda y tercera vez, dejando sólo a dos sacerdotes en pie. Hunter y Malleson tomaron las lanzas, montaron a caballo y derribaron a los supervivientes.
Y todo terminó.
Westphalen permaneció aturdido y silencioso sobre la silla mientras paseaba la mirada por el patio. Tan fácil. Tan definitivo. Tan rápido. Más de una veintena de cuerpos yacían esparcidos bajo el sol de la mañana, con la sangre formando charcos y empapando la arena mientras las omnipresentes oportunistas de la India, las moscas, empezaban a congregarse. Algunos cadáveres estaban retorcidos en una parodia inerte del sueño, y otros, aún atravesados por las lanzas, parecían insectos clavados a una madera.
Miró su hoja inmaculada. No se había ensangrentado las manos ni la espada. Por algún motivo, aquello le hacía sentirse inocente de lo que acababa de ocurrir a su alrededor.
—No parecen rebeldes —estaba diciendo Tooke mientras daba la vuelta a un cadáver con la bota.
—No os preocupéis por ellos —dijo Westphalen, desmontando al fin—. Mirad dentro, a ver si hay alguien más oculto.
Estaba ansioso por explorar el templo, pero no antes de que hubieran entrado algunos de sus hombres.
Tras ver cómo Tooke y Russell desaparecían en la oscuridad del interior, envainó la espada y se tomó un momento para inspeccionar el templo de cerca. No estaba hecho de piedra, como le había parecido al principio, sino de ébano puro, cortado, tallado y pulido hasta resplandecer. No pudo encontrar ni un centímetro de su superficie que no estuviera decorado con grabados.
Los frisos eran los más llamativos; tiras ilustradas de dos metros de alto que rodeaban todos los niveles hasta el chapitel. Trató de seguir una de ellas desde la izquierda de la puerta del templo. Lo estilizado del dibujo hacía que la historia que contaba fuera imposible de comprender. Pero la violencia representada era inconfundible. A cada pocos metros, matanzas, descuartizamientos y criaturas parecidas a demonios devorando carne humana.
Sintió un escalofrío pese al creciente calor del día. ¿Qué clase de lugar había invadido?
Un grito procedente del interior cortó cualquier especulación. La voz de Tooke, informando a todos de que había encontrado algo.
Westphalen condujo al resto de los hombres al interior.
Estaba fresco, y muy oscuro. Unas lámparas de aceite sobre pedestales a lo largo de las paredes de ébano proporcionaban una iluminación escasa y parpadeante. Tuvo la impresión de esculturas ciclópeas erigidas contra las negras paredes a su alrededor, pero sólo podía distinguir alguna imagen ocasional, donde los puntos de luz se reflejaban en una superficie reluciente. Tras los frisos del exterior, se alegró de que los detalles permanecieran en penumbra.
Volvió sus pensamientos a asuntos más inmediatos. Se preguntó si Tooke y Russell habrían encontrado las joyas. Su mente repasó las diversas estrategias que tendría que emplear para quedarse con lo que necesitaba. Por lo que sabía, podía necesitarlo todo.
Pero los dos exploradores no habían encontrado joyas. En lugar de ello, habían encontrado a un hombre. Estaba sentado en una de las dos sillas que había sobre un estrado en el centro del templo. Cuatro lámparas de aceite, cada una de ellas colocada sobre un pedestal situado en las esquinas del estrado, iluminaban la escena.
Una estatua enorme, hecha de la misma madera negra que el templo, se erguía tras el sacerdote. Era una mujer con cuatro brazos, desnuda a excepción de un turbante ornamentado y una guirnalda de calaveras humanas. Sonreía, mostrando su lengua puntiaguda entre sus dientes afilados. Con una mano sostenía una espada, con otra una cabeza humana cortada; las otras dos manos estaban vacías.
Westphalen había visto antes aquella deidad, pero como un dibujo en un libro, no en forma de figura gigantesca. Sabía su nombre.
Kali.
Con dificultad, Westphalen apartó la mirada de la estatua y la posó sobre el sacerdote. Tenía la tez y los rasgos típicos hindúes, pero era algo más corpulento que la mayoría de sus compatriotas. Con su escaso cabello, parecía un Buda vestido con una túnica blanca. No mostraba signos de miedo.
—He hablado con él, capitán —dijo Tooke—, pero no me ha…
—Sólo estaba esperando —dijo de repente el sacerdote con una voz profunda que resonó por todo el templo— a que llegara alguien digno de mis palabras. ¿Con quién hablo, por favor?
—Capitán sir Albert Westphalen.
—Bienvenido al templo de Kali, capitán.
Westphalen no captó ningún rastro de bienvenida en su voz.
Su atención fue atraída por el collar del sacerdote; un objeto intrincado con brillo de plata y cubierto por una escritura extraña, con un par de piedras amarillas con centros negros rodeadas por dos eslabones.
—De modo que habla inglés, ¿no es así? —dijo, a falta de algo mejor.
El sacerdote (sin duda, el sumo sacerdote del templo) le incomodaba con su calma gélida y su mirada penetrante.
—Sí. Cuando me pareció claro que los británicos estaban decididos a convertir mi país en una colonia, entendí que podía serme útil aprender su idioma.
Westphalen dominó su enfado contra la altanería de aquel pagano y se concentró en el tema que les ocupaba. Quería encontrar las joyas y marcharse de aquel lugar.
—Sabemos que está escondiendo a cipayos rebeldes. ¿Dónde están?
—Aquí no hay cipayos. Sólo adoradores de Kali.
—Entonces, ¿qué es esto? —Era Tooke, en pie junto a una hilera de vasijas que le llegaban a la cintura. Había cortado el tejido encerado que cubría la tapa de la más cercana, y sostenía en alto el cuchillo, que goteaba—. ¡Aceite! Suficiente para un año. Y ahí hay sacos de arroz. ¡Mucho más de lo que necesitan veinte «adoradores»!
El sumo sacerdote ni siquiera miró a Tooke. Era como si el soldado no existiera.
—¿Y bien? —dijo Westphalen al fin—. ¿Qué me dice del arroz y el aceite?
—Sólo es una reserva de provisiones para estos tiempos revueltos, capitán —dijo el sumo sacerdote en tono inexpresivo—. Uno nunca sabe cuándo pueden cortarnos el suministro.
—Si no quiere revelar el paradero de los rebeldes, me veré obligado a ordenar a mis hombres que registren el templo de arriba abajo, causando una destrucción que se podría evitar.
—Eso no será necesario, capitán.
Westphalen y sus hombres se sobresaltaron al oír una voz de mujer. Mientras observaba, ella pareció tomar forma en la oscuridad tras la estatua de Kali. Era más baja que el sumo sacerdote, pero bien proporcionada. También vestía una túnica de blanco inmaculado.
El sumo sacerdote farfulló algo en idioma pagano cuando ella se le unió sobre el estrado; la mujer le replicó del mismo modo.
—¿Qué han dicho? —preguntó Westphalen a cualquiera que escuchara.
—Él ha preguntado por los niños, y ella ha dicho que estaban a salvo —replicó Tooke.
Por primera vez, el sacerdote reconoció la existencia de Tooke dirigiéndole una mirada, nada más.
—Lo que usted busca, capitán Westphalen —dijo rápidamente la mujer—, está bajo nuestros pies. La única entrada es a través de esa reja.
Señaló a un lugar tras las hileras de vasijas de aceite y sacos de arroz. Tooke saltó sobre ellos y se arrodilló.
—¡Aquí está! Pero… —Volvió a incorporarse de un salto—. ¡Uf! ¡El olor!
Westphalen señaló al soldado más cercano.
—¡Hunter! Vigile a esos dos. Si tratan de escapar, dispare.
Hunter asintió, y apuntó con su Enfield a la pareja sobre el estrado. Westphalen se reunió con el resto de sus hombres junto a la reja.
Era cuadrada, de unos tres metros de lado, hecha de pesados barrotes de hierro que se entrecruzaban, separados por unos quince centímetros. Un aire húmedo y putrefacto se filtraba por la abertura desde la oscuridad impenetrable del interior.
Westphalen envió a Malleson a buscar una de las lámparas del estrado. Cuando la tuvo en las manos, la lanzó a través de la reja. El objeto de cobre golpeó el suelo de piedra desnuda cinco metros más abajo, rebotó y cayó de lado. La llama vaciló y estuvo a punto de apagarse, luego cobró vida de nuevo. La luz se reflejó sobre las superficies de piedra lisa de tres de los lados del pozo. En la pared opuesta se adivinaba una abertura oscura en forma de arco.
Estaban viendo lo que parecía el final de un pasaje subterráneo.
Y a ambos lados de la entrada del túnel había unas pequeñas vasijas llenas de piedras de colores, algunas verdes, otras rojas y otras claras como el cristal.
Westphalen experimentó un instante de vértigo. Tuvo que inclinarse hacia la reja para no caer.
«¡Salvado!»
Miró rápidamente a sus hombres. También habían visto las vasijas. Habría que llegar a algún acuerdo. Si aquellas vasijas estaban llenas de joyas, habría suficiente para todos. Pero antes tendrían que subirlas.
Ordenó a Malleson que fuera a los caballos a por cuerda, y a los otros cuatro que se desplegaran en torno a la reja y la levantaran.
Los hombres se inclinaron y se esforzaron hasta que la rojez de sus rostros fue visible a la luz que llegaba de abajo, pero no pudieron moverla.
Westphalen se disponía a regresar al estrado y amenazar al sacerdote cuando observó unos simples pestillos que fijaban la reja a unas anillas en el suelo de piedra en dos esquinas; a lo largo del lado opuesto había una hilera de goznes.
Mientras Westphalen retiraba los pestillos se le ocurrió pensar en lo extraño que era proteger un tesoro con unos medios tan simples. Pero su mente estaba demasiado llena de la visión de aquellas joyas para pensar en pestillos.
Levantaron la reja y la mantuvieron abierta con un Enfield. En aquel momento llegó Malleson con la cuerda. Siguiendo las instrucciones de Westphalen, la ató a una de las columnas del templo y la arrojó por la abertura. Westphalen estaba a punto de pedir voluntarios cuando Tooke se agachó junto al borde.
—Mi padre era ayudante de joyero —anunció—. Os diré si ahí abajo hay algo que valga la pena.
Agarró la cuerda y empezó a bajar. Westphalen vio que llegaba al suelo y prácticamente se arrojaba sobre la vasija más cercana. Tomó un puñado de piedras y las llevó junto a la vacilante lámpara. La enderezó y luego se pasó las joyas de una mano a la otra.
—¡Son reales! —gritó—. ¡Por Dios, son reales!
Westphalen se quedó sin habla durante un momento. Todo iría bien. Podría regresar a Inglaterra, pagar sus deudas y nunca, nunca volver a jugar.
Dio una palmada en el hombro a Watts, Russell y Lang y señaló abajo.
—Echadle una mano.
Los tres hombres se deslizaron por la cuerda en rápida sucesión. Cada uno hizo una inspección personal de las joyas. Westphalen contempló sus largas sombras, entrecruzándose a la luz de la lámpara mientras se movían por el suelo. Le costó contenerse para no gritarles que subieran las joyas. No podía parecer demasiado ansioso. No, no le convenía en absoluto. Tenía que mantener la calma.
Finalmente arrastraron una vasija a un lado y le ataron la cuerda al cuello. Westphalen y Malleson la izaron, la levantaron por encima del borde de la abertura y la depositaron en el suelo.
Malleson sumergió ambas manos en las joyas y sacó dos puñados. Westphalen se contuvo para no hacer lo mismo. Tomó una esmeralda y la estudió, manteniendo la compostura pero deseando en su fuero interno besar la piedra y gritar de júbilo.
—¡Vamos, los de arriba! —dijo Tooke desde abajo—. Enviad ya la cuerda. Hay que subir muchas más, y el aire apesta aquí abajo. Hay que darse prisa.
Westphalen hizo un gesto a Malleson, que desató la cuerda de la vasija y lanzó el extremo por encima del borde. Continuó estudiando la esmeralda, pensando que era la cosa más hermosa que había visto en su vida, cuando oyó que uno de los hombres decía:
—¿Qué ha sido eso?
—¿Qué ha sido qué?
—Un ruido. Me ha parecido oír un ruido en el túnel.
—Estás tonto, amigo. No hay nada más que peste en ese agujero.
—Te digo que he oído algo.
Westphalen se acercó al borde y miró a los cuatro hombres de abajo. Iba a decirles que dejaran de hablar y siguieran trabajando cuando el sacerdote y la mujer empezaron a cantar. Westphalen se volvió al oír el sonido. No se parecía a ninguna música que hubiera oído antes. La voz de la mujer era un lamento agudo, que rechinaba contra el barítono del hombre. No había palabras, sólo notas inconexas, ninguna de las cuales parecía guardar relación con la anterior. No había armonía, sólo discordancia. Se estremeció.
Dejaron de cantar de repente.
Y entonces le llegó otro sonido. Procedía de abajo, de la boca del túnel que terminaba en el pozo, cada vez más fuerte. Una cacofonía enrevesada de gemidos, gruñidos y rugidos que le erizó el vello de la nuca.
Los sonidos del túnel cesaron, sustituidos por el cántico disonante del sacerdote y la sacerdotisa. Cuando este se interrumpió, los sonidos inhumanos del túnel les respondieron, aún más alto, en una letanía infernal.
Un grito de dolor y terror procedente de abajo se unió al cántico de repente.
Westphalen miró abajo y vio a uno de los hombres (creyó que era Watts) arrastrado por las piernas hacia la negra boca del túnel, gritando:
—¡Me ha atrapado! ¡Me ha atrapado!
Pero ¿qué lo había atrapado? La boca del túnel era una sombra más oscura entre las sombras. ¿Qué era lo que tiraba de él?
Tooke y Russell lo habían agarrado por los brazos y trataban de detenerlo, pero la fuerza que lo arrastraba hacia la oscuridad era tan inexorable como la marea. Parecía que los brazos de Watts iban a romperse cuando una silueta oscura saltó del túnel y agarró a Tooke por el cuello. Tenía un cuerpo delgado y era mucho más alta que el hombre. Westphalen no pudo distinguir detalles entre la escasa luz y las sombras en movimiento del pandemónium de abajo. Pero lo poco que vio bastó para que la piel se le tensara y se le encogiera contra el cuerpo, y el corazón empezara a latirle descontroladamente.
El sacerdote y la mujer cantaban de nuevo. Sabía que debía acallarlos, pero no podía hablar, no podía moverse.
Russell soltó a Watts, que fue rápidamente tragado por el túnel, y corrió en ayuda de Tooke. Pero en cuanto se movió, otra figura oscura saltó de las sombras y le arrastró hacia el túnel. Con un estremecimiento convulsivo final, también Tooke fue arrastrado.
Westphalen nunca había oído a hombres adultos gritar de miedo de aquel modo. El sonido le repugnó. Pero no podía reaccionar.
Y la mujer y el sacerdote seguían cantando, sin detenerse a esperar la respuesta del túnel.
Abajo sólo quedaba Lang. Tenía la cuerda entre las manos y estaba trepando por la pared, con el rostro convertido en una blanca máscara de terror, cuando dos sombras oscuras salieron de la oscuridad y saltaron sobre él, haciéndolo caer. Gritó pidiendo ayuda, con la mirada enloquecida mientras era arrastrado, retorciéndose y pateando, en dirección a la oscuridad. Westphalen consiguió romper la parálisis que le había atenazado desde su primera visión de los habitantes del túnel. Sacó la pistola de la cartuchera. Junto a él, Malleson ya había pasado a la acción; apuntó su Enfield y disparó contra una de las criaturas. Westphalen estaba seguro de haber visto el impacto, pero no pareció afectarla. Disparó tres veces contra las dos criaturas antes de que desaparecieran de su vista, llevándose con ellas a Lang.
Tras él, el siniestro cántico continuaba, sirviendo de contrapunto a los gritos agónicos que surgían del túnel, y en torno a él el hedor…
Westphalen sintió que vacilaba, al borde de la locura. Corrió hacia el estrado.
—¡Basta! —chilló—. ¡Basta, o haré que os maten!
Pero ellos se limitaron a sonreír y continuar con su cántico infernal. Hizo un gesto a Hunter, que no vaciló. Se llevó el Enfield al hombro y disparó.
El disparo resonó por el templo como una explosión. Una mancha roja floreció sobre el pecho del sacerdote, que fue arrojado contra su silla. Se deslizó lentamente hacia el suelo. Su boca se movió, sus ojos resplandecientes parpadearon dos veces, y luego quedó inmóvil. La mujer gritó y se arrodilló junto a él.
El cántico había cesado. Y también los gritos de abajo.
De nuevo el silencio se había adueñado del templo. Westphalen emitió un suspiro tembloroso. Si conseguía pensar durante un momento, podría…
—¡Capitán! ¡Están subiendo! —gritó Malleson, con un toque de histeria en la voz mientras se apartaba del pozo—. ¡Están subiendo!
Presa del pánico, Westphalen corrió hacia la abertura. Unas formas oscuras llenaban la cámara de abajo. No se oían gruñidos, ni ladridos, ni siseos, sólo el roce de piel húmeda contra piel húmeda, y el raspado de las garras contra la piedra. La lámpara se había apagado, y sólo podía ver cuerpos apelotonados contra las paredes…
¡Y subiendo por la cuerda!
Vio un par de ojos amarillos ascendiendo hacia él. ¡Una de las criaturas estaba casi arriba!
Westphalen enfundó la pistola y desenvainó la espada. Con las manos temblorosas, la levantó por encima de su cabeza y la descargó con todas sus fuerzas. La pesada cuerda se partió limpiamente y el extremo más lejano se perdió en la oscuridad de abajo.
Complacido por su obra, se asomó al borde para ver qué harían las criaturas a continuación. Ante sus ojos incrédulos, empezaron a trepar por la pared. Pero era imposible. Aquellas paredes eran lisas como…
Vio lo que estaban haciendo; las criaturas trepaban unas encima de las otras, cada vez más y más arriba, como una oleada de agua negra y putrefacta llenando una cisterna desde abajo. Soltó la espada y se volvió para echar a correr, pero se obligó a continuar en su puesto. Si aquellos seres salían, no habría escapatoria para él. Y no podía morir allí, en aquel momento, con una fortuna aguardando en la vasija que tenía a sus pies.
Westphalen reunió todo su coraje y se acercó al lugar donde el Enfield de Tooke mantenía la reja abierta. Con los dientes apretados y el sudor cubriéndole todo el cuerpo, extendió cuidadosamente un pie y envió el rifle al interior del pozo. La reja se cerró con un fuerte golpe mientras Westphalen retrocedía y se apoyaba en un pilar, temblando de alivio. Estaba a salvo.
La reja se movió, se sacudió y empezó a levantarse.
Gimiendo de terror y frustración, Westphalen regresó junto a la reja.
¡Tenía que poner los pestillos!
Al acercarse, Westphalen presenció una escena de ferocidad implacable e indescriptible. Vio cuerpos oscuros amontonados bajo la reja, vio garras que aferraban, arañaban y marcaban los garrotes, vio dientes blancos y afilados roer el hierro, vio destellos de ojos amarillos totalmente salvajes, desprovistos de miedo o de ningún rastro de piedad, consumidos por una sed de sangre más allá de toda razón y cordura. Y el hedor… era casi insoportable.
Comprendió entonces por qué la reja estaba cerrada de aquel modo.
Westphalen se arrodilló y se tumbó boca abajo. Todas las fibras de su cuerpo le gritaban que huyera, pero no lo haría. ¡Había llegado demasiado lejos! ¡No le privarían de su salvación! Podía ordenar a los dos hombres restantes que cerraran la reja, pero sabía que Malleson y Hunter se rebelarían. Aquello le haría perder tiempo, y no lo tenía. ¡Tenía que hacerlo!
Empezó a arrastrarse hacia delante, en dirección al pestillo más cercano, encadenado al tornillo de acero clavado al suelo. Tendría que esperar a que la anilla correspondiente sobre la temblorosa reja quedara alineada con la anilla del suelo, y pasar el pestillo a través de ambas. Entonces, y sólo entonces, le parecería seguro echar a correr.
Extendiendo el brazo hasta el límite, agarró el pestillo y aguardó. Los golpes contra la parte inferior de la reja llegaban cada vez con mayor fuerza y frecuencia. La anilla de la reja casi nunca tocaba el suelo, y, cuando lo hacía, sólo permanecía allí un instante. En dos ocasiones consiguió pasar el pestillo por la primera pero no por la segunda. Desesperado, se levantó, colocó la mano izquierda sobre una esquina de la reja y apoyó en ella todo su peso. ¡Tenía que cerrar aquella reja!
Funcionó. La reja golpeó el suelo y el pestillo ocupó su lugar, cerrando una esquina. Pero cuando se apoyó en la reja, algo serpenteó entre los barrotes y se agarró a su muñeca como un cepo. Era una especie de mano con tres dedos, cada uno de ellos terminado en una larga garra amarillenta; la piel era de un negro azulado, y su tacto frío y húmedo.
Westphalen gritó de terror y asco al sentir que la mano tiraba de su brazo hacia la hirviente masa de sombras de abajo. Se irguió, apoyando ambas botas contra el borde de la reja, tratando de liberarse con todas sus fuerzas.
Pero la mano sólo aumentó la presión. Por el rabillo del ojo, Westphalen vio su sable en el suelo donde lo había soltado, ni a medio metro de distancia. Con un movimiento desesperado, lo agarró por la empuñadura y empezó a golpear el brazo que le agarraba. Una sangre tan oscura como la piel que la cubría empezó a brotar del brazo. Su décimo golpe lo cortó del todo, y Westphalen cayó hacia atrás. Era libre…
¡Pero aquella mano con garras aún le apretaba la muñeca, como si tuviera vida propia!
Westphalen soltó la espada y tiró de los dedos. Malleson corrió hacia él y le ayudó. Juntos separaron los dedos lo suficiente para que Westphalen pudiera liberar su brazo. Malleson arrojó la mano por la reja, donde se aferró a uno de los barrotes hasta que una de las criaturas de abajo la arrancó.
Mientras Westphalen jadeaba en el suelo, frotándose la muñeca y tratando de devolver la sensibilidad a los aplastados y magullados tejidos, la voz de la mujer se elevó por encima del estrépito de la reja.
—Reza a tu dios, capitán Westphalen. ¡Los rakoshi no te dejarán salir del templo con vida!
Tenía razón. Aquellos seres… ¿Cómo los había llamado? ¿Rakoshi? Fueran lo que fueran, arrancarían del suelo la única anilla cerrada y habrían levantado la reja en un instante si no encontraba algún modo de bloquearla. Sus ojos recorrieron la escasa superficie del templo que podía ver. ¡Tenía que haber una manera!
Su mirada se posó en las vasijas de aceite de lámpara. Parecían bastante pesadas. Si él, Malleson y Hunter podían amontonar las suficientes sobre la reja…
No… Un momento…
¡Fuego! ¡Nada podía resistirse al aceite hirviendo! Se levantó de un salto y corrió hacia la vasija que Tooke había abierto con su cuchillo.
—¡Malleson! ¡Ven aquí! ¡Lo verteremos por la reja! —Se volvió hacia Hunter y señaló una de las lámparas que rodeaban el estrado—. ¡Trae eso!
Gimiendo por el peso, Westphalen y Malleson arrastraron la vasija por el suelo y la volcaron sobre la temblorosa reja, vertiendo su contenido sobre los seres de abajo. Directamente tras ellos llegó Hunter, que no necesitó que le dijeran qué debía hacer con la lámpara. La arrojó suavemente al pozo.
El aceite de los barrotes prendió primero, y las llamas lamieron la superficie exterior hasta formar una malla de fuego, que se convirtió en una fina lluvia sobre las criaturas de abajo. Cuando los cuerpos oscuros y salpicados de aceite estallaron en llamas, un aullido ensordecedor se elevó en el pozo. Los movimientos de abajo se volvieron más violentos. Y las llamas seguían extendiéndose. Un humo negro y acre empezó a elevarse hacia el techo del templo.
—¡Más! —gritó Westphalen, por encima del estruendo. Utilizó su sable para abrir las tapas, y observó mientras Malleson y Hunter verían en el pozo el contenido de una segunda y luego de una tercera vasija. Los aullidos de las criaturas empezaron a decrecer mientras las llamas subían cada vez más.
Se sumó a los esfuerzos, vertiendo vasija tras vasija a través de la reja, inundando el pozo y enviando un río de fuego al túnel, creando un infierno del que habrían huido incluso Shadrach y sus dos amigos.
—¡Maldito seas, capitán Westphalen!
La mujer se había levantado del lado del cadáver del sacerdote, y apuntaba con su dedo largo y terminado en una uña roja hacia un punto directamente entre los ojos de Westphalen.
—¡Maldito seas tú y toda tu descendencia!
Westphalen dio un paso hacia ella, con la espada levantada.
—¡Cállate!
—¡Tu estirpe morirá entre sangre y dolor, maldiciéndote a ti y al día en que levantaste tu mano contra este templo!
La mujer parecía hablar en serio, como si realmente creyera que estaba echando una maldición contra Westphalen y su progenie. Westphalen se estremeció. Hizo un gesto en dirección a Hunter.
—¡Hazla callar!
Hunter se descolgó el Enfield y lo apuntó contra ella.
—Ya lo has oído.
Pero la mujer ignoró la muerte segura que la amenazaba y siguió hablando.
—¡Has matado a mi esposo y profanado el templo de Kali! ¡No habrá paz para ti, capitán Albert Westphalen! ¡Ni para ti! —Señaló a Hunter—. ¡Ni para ti! —Luego a Malleson—. ¡Los rakoshi os encontrarán a todos!
Hunter miró a Westphalen, que asintió. Por segunda vez aquel día, un disparo de rifle retumbó en el Templo de las Colinas. El rostro de la mujer explotó cuando la bala irrumpió en su cabeza. Cayó al suelo junto a su esposo.
Westphalen contempló un instante su forma inerte, y luego se volvió hacia la vasija llena de joyas. Estaba trazando un plan para dividir el botín que le permitiera llevarse la mejor parte, cuando un agudo chillido de rabia y un gruñido agónico le obligaron a volverse de nuevo.
Hunter estaba muy tieso al borde del estrado, con el rostro del color de la leche agria, los hombros echados para atrás, los ojos muy abiertos y la boca en movimiento, aunque sin emitir sonidos. Su rifle cayo al suelo mientras la sangre empezaba a brotarle de la boca. Pareció perder sustancia. Lentamente, como un gran globo soltando aire por las costuras, se desmoronó; las rodillas se le doblaron y cayó de bruces.
Westphalen experimentó una débil sensación de alivio cuando vio el agujero ensangrentado en el centro de la espalda de Hunter; había muerto por causas físicas, no por la maldición de una mujer pagana. Se sintió aún más aliviado al ver a un muchacho descalzo y de ojos oscuros, de no más de doce años de edad, en pie junto a Hunter, contemplando al soldado británico caído. Tenía una espada en la mano, con la punta manchada de sangre.
El muchacho apartó la mirada de Hunter y vio a Westphalen. Con un grito agudo, levantó la espada y se lanzó hacia delante. Westphalen no tuvo tiempo de llevarse la mano a la pistola; no le quedó otra opción que defenderse con el sable empapado de aceite que aún empuñaba.
No había astucia, estrategia ni habilidad en el manejo de la espada del muchacho, sólo una lluvia incesante de golpes, arriba y abajo, surgidos de una rabia ciega e inconsciente. Westphalen retrocedió, tanto por la ferocidad del ataque como por la expresión maniaca en el rostro cubierto de lágrimas del muchacho; sus ojos eran dos ranuras de furia, y la saliva le manchaba los labios y le goteaba por la barbilla mientras gruñía con cada estocada.
Westphalen vio a Malleson inmóvil a un lado con el rifle levantado.
—¡Por el amor de Dios, dispara!
—¡Estoy esperando a tener línea de tiro!
Westphalen retrocedió más aprisa, aumentando la distancia entre él y el muchacho. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, Malleson disparó.
¡Y falló!
Pero el estruendo del disparo sobresaltó al chico, que bajó la guardia y miró a su alrededor. Westphalen atacó entonces, con una fuerte estocada hacia abajo, en dirección a su cuello. El muchacho vio venir el golpe, pero demasiado tarde. Westphalen sintió que la hoja cortaba sangre y hueso, y vio caer al chico entre un surtidor escarlata.
Todo había terminado. Liberó su sable de un tirón y se dio la vuelta en el mismo movimiento. Se sentía asqueado. Descubrió que prefería que fueran los demás los que mataran. Malleson había soltado su rifle y se estaba metiendo puñados de gemas en los bolsillos.
Miró a su superior.
—No pasa nada, ¿verdad, señor? —Señaló con un gesto al sacerdote y su esposa—. Quiero decir que ellos ya no las necesitarán.
Westphalen sabía que tenía que ir con mucho cuidado. Él y Malleson eran los únicos supervivientes, cómplices en lo que probablemente sería descrito como un asesinato en masa si los hechos salían alguna vez a la luz. Si ninguno de los dos decía una palabra de lo que había ocurrido aquel día, si ambos eran extremadamente cuidadosos respecto a cómo convertían las joyas en dinero durante los años siguientes, si ninguno de los dos se emborrachaba lo suficiente para que el remordimiento o las ganas de presumir les hicieran revelar toda la historia, podrían vivir sus vidas como hombres ricos y libres.
Westphalen estaba seguro de que podía confiar en sí mismo, y estaba igualmente seguro de que confiar en Malleson sería un error catastrófico.
Trató de esbozar una sonrisa astuta.
—No pierdas el tiempo con los bolsillos —dijo al soldado—. Ve a buscar un par de alforjas.
Malleson se echó a reír y se levantó de un salto.
—¡Sí, señor!
Corrió hacia la entrada. Westphalen le aguardó, intranquilo. Estaba solo en el templo, o al menos esperaba estarlo. Deseaba que todos aquellos seres, aquellos monstruos, estuvieran muertos. Tenían que estarlo. Nada podía haber sobrevivido a aquel incendio en el pozo. Contempló los cuerpos muertos del sacerdote y la sacerdotisa, recordando la maldición. Palabras huecas de una pagana enloquecida. Nada más. Pero aquellas criaturas del pozo…
Malleson regresó al fin con dos pares de alforjas. Westphalen le ayudó a llenar las cuatro grandes bolsas, y luego cada uno se cargó un par al hombro.
—Parece que somos ricos, señor —dijo Malleson con una sonrisa que desapareció al ver la pistola con que Westphalen le apuntaba al abdomen.
Westphalen no le permitió empezar a suplicar. Sólo hubiera retrasado las cosas sin cambiar el resultado. Simplemente, no podía permitir que el futuro de su nombre y su estirpe dependieran de la discreción de un plebeyo, que sin duda se embriagaría a la primera oportunidad una vez de regreso en Bharangpur.
Apuntó a donde calculaba que estaría el corazón de Malleson, y disparó. El soldado retrocedió con los brazos extendidos y cayó de espaldas. Jadeó una o dos veces mientras una mancha roja se extendía sobre el tejido de su casaca, y quedó inmóvil.
Enfundando la pistola, Westphalen se le acercó y retiró cuidadosamente las alforjas del hombro de Malleson. Luego miró a su alrededor. Todo estaba en silencio. Un humo putrefacto y grasiento brotaba todavía del pozo; un rayo de sol que entraba por una abertura en el techo abovedado perforaba la creciente nube. Las demás lámparas parpadeaban en sus pedestales.
Se dirigió a las dos vasijas de aceite más cercanas, cortó sus tapas y las tumbó de un puntapié. Su contenido se derramó por el suelo hasta la pared más próxima. Entonces tomó una de las lámparas restantes y la arrojó al medio del charco. Las llamas se extendieron rápidamente hasta la pared, donde el fuego empezó a prender en la madera.
Se estaba volviendo para marcharse cuando un movimiento junto al estrado captó su atención, asustándole y haciéndole soltar una de las alforjas mientras tomaba de nuevo su pistola.
Era el muchacho. De algún modo, había conseguido arrastrarse por el estrado hasta donde yacía el sacerdote. Trataba de agarrar el collar que rodeaba la garganta del hombre. Mientras Westphalen le observaba, los dedos de la mano derecha se cerraron en torno a las dos piedras amarillas. Luego quedó inmóvil. Toda la parte superior de su espalda estaba empapada de escarlata. Había dejado un rastro de sangre desde donde había caído hasta el lugar donde se encontraba.
Westphalen volvió a enfundar la pistola y recogió las alforjas del suelo. En el templo no quedaba nada ni nadie que pudiera causarle daño. Recordaba que la mujer había mencionado a unos «niños», pero no podía creer que fueran una amenaza, especialmente teniendo en cuenta que el fuego había empezado ya a consumir la madera. Pronto el templo sería solo un recuerdo humeante.
Salió del interior lleno de humo a la mañana soleada, planeando ya dónde enterraría las alforjas y ensayando la historia que contaría sobre cómo se habían perdido en las colinas y caído en una emboscada de una fuerza superior de cipayos rebeldes. Y cómo había sido el único superviviente.
Después de aquello, tendría que encontrar el modo de arreglar su regreso a Inglaterra lo antes posible. Una vez en casa, hallaría por casualidad un gran escondite de gemas tras alguna pared del sótano de Westphalen Hall.
Empezaba ya a borrar de su mente el recuerdo de los acontecimientos de aquella mañana. No tenía sentido pensar en ellos. Era mejor dejar que la maldición, los demonios y los muertos se disiparan con el humo negro que surgía del templo en llamas, un templo que se había convertido en una pira y una tumba para aquella secta sin nombre. Había hecho lo que tenía que hacer, y eso era todo.
Se sentía bien mientras se alejaba del templo. No volvió la vista atrás. Ni una sola vez.