Manhattan
Sábado
1
Gia estaba junto a la puerta trasera, dejando que el aire acondicionado del interior refrescara y secara la fina película de sudor que cubría su piel. Sus rizos cortos, suaves y rubios estaban aplastados contra su nuca. Iba vestida con camiseta y shorts de deporte, pero incluso así le parecía llevar demasiada ropa. Sólo eran las nueve y media, y la temperatura ya pasaba de los veintiséis grados.
Había estado en el patio trasero, ayudando a Vicky a instalar las cortinas en su nueva casa de juegos. Incluso con persianas en las ventanas y la brisa del río East, el pequeño cubículo era como un horno. Vicky no parecía notarlo, pero Gia estaba segura de que se hubiera desmayado de haber permanecido allí dentro un minuto más.
Las nueve y media. Parecía que fuera mediodía. Se estaba volviendo loca lentamente en la plaza Sutton. Era agradable tener una doncella que se ocupara de todas sus necesidades, las comidas preparadas, la cama hecha y aire acondicionado central… pero era aburrido. Había abandonado su rutina, y trabajar le resultaba casi imposible. Necesitaba su trabajo para que las horas no se arrastraran de aquel modo.
Tenía que salir de allí.
Sonó el timbre de la puerta.
—¡Iré yo, Eunice! —gritó, mientras se dirigía a la puerta. Aquello era una interrupción en la rutina; un visitante. Se alegró de ello hasta que comprendió, con un pinchazo de aprensión, que podía ser alguien de la policía con malas noticias sobre Grace. Atisbo por la mirilla antes de retirar el pestillo.
El cartero. Gia abrió la puerta y él le entregó una caja plana, de unos veinte por veinticinco centímetros, y que pesaba aproximadamente medio kilo.
—Entrega especial —le dijo, mirándola apreciativamente de arriba abajo antes de regresar a su camión.
La caja, ¿podía ser de Grace? Gia miró el paquete y vio que procedía de Inglaterra. La dirección del remitente era un lugar de Londres llamado «La Obsesión Divina».
—¡Nellie! ¡Un paquete para ti!
Nellie ya estaba en mitad de la escalera.
—¿Son noticias de Grace?
—No lo creo. A menos que haya regresado a Inglaterra…
Nellie frunció el ceño mientras estudiaba el remitente, y empezó a desgarrar el envoltorio marrón. Cuando lo hubo retirado, lanzó un jadeo.
—¡Oh! ¡Magia Negra!
Gia la rodeó para ver qué había en el interior. Vio una caja de cartón negra y rectangular, con los bordes dorados y una rosa roja pintada en la tapa. Un surtido de bombones de chocolate negro.
—¡Son mis favoritos! ¿Quién puede haber…?
—Hay una tarjeta pegada en una esquina.
Nellie la retiró y la abrió.
—«No te preocupes» —leyó—. «No te he olvidado». ¡Y está firmada «tu sobrino favorito, Richard»!
Gia quedó estupefacta.
—¿Richard?
—¡Sí! ¡Qué amable ha sido al pensar en mí! Oh, sabe que los bombones Magia Negra siempre han sido mis favoritos. ¡Qué detalle tan considerado!
—¿Puedo ver la tarjeta, por favor?
Nellie se la entregó sin mirarla de nuevo. Estaba retirando el resto del envoltorio y levantando la tapa. El fuerte olor a chocolate negro invadió el recibidor. Mientras la anciana lo aspiraba profundamente, Gia estudió la tarjeta, cada vez más furiosa.
Escrita por una cuidadosa mano femenina, tenía círculos redondos sobre las íes y pequeños ganchos por todas partes. Ciertamente, no era la escritura de su exmarido. Probablemente había llamado a la tienda, dado la dirección y dictado el texto de la tarjeta. O, mejor aún, le había pedido a su novia más reciente que lo hiciera. Sí, aquello encajaba más con el estilo de Richard.
Gia disimuló la furia que había llegado al punto de ebullición en su interior. Su exmarido, controlador de una tercera parte de la enorme fortuna de los Westphalen, tenía tiempo de sobra para viajar por todo el mundo y enviar a su tía bombones caros de Londres, pero ni un solo penique para dedicar a la manutención de su hija, por no hablar del momento que le hubiera llevado enviar a Vicky una tarjeta por su último cumpleaños.
«Desde luego, los eliges bien, Gia».
Se inclinó y recogió el envoltorio. «La Obsesión Divina». Al menos sabía en qué ciudad vivía Richard. Y probablemente no estaría lejos de aquella tienda; nunca había sido un hombre capaz de hacer grandes esfuerzos por nadie, en especial sus tías. Nunca le habían tenido en gran consideración, y nunca se habían esforzado por disimularlo. Lo que llevaba a la pregunta de: ¿por qué aquellos bombones? ¿Qué había detrás de aquel considerado detalle que parecía surgir de la nada?
—¡Imagina! —estaba diciendo Nellie—. ¡Un regalo de Richard! ¡Qué encantador! ¿Quién hubiera pensado…?
Las dos se dieron cuenta de repente de la presencia de una tercera persona en la habitación. Gia levantó la vista y vio a Vicky en pie en el pasillo, vestida con su camiseta blanca, con sus piernas huesudas asomando por debajo de los shorts amarillos y los pies sin calcetines metidos en los zapatos deportivos, observándolas con sus grandes ojos azules.
—¿Es un regalo de mi papá?
—Pues sí, cariño —dijo Nellie.
—¿Ha enviado alguno para mí?
Gia sintió que se le rompía el corazón al oír aquellas palabras. Pobre Vicky…
Nellie miró a Gia, con el rostro descompuesto, y luego se volvió de nuevo hacia Vicky.
—Todavía no, Victoria, pero estoy seguro de que llegará pronto. Entre tanto, dice que compartamos estos bombones hasta que… —Nellie se llevó la mano a la boca al darse cuenta de lo que acababa de decir.
—Oh, no —dijo Vicky—. Mi papá nunca me enviaría bombones. Sabe que no puedo comerlos.
Con la espalda rígida y la barbilla alta, se volvió y recorrió rápidamente el pasillo en dirección al patio trasero.
El rostro de Nellie pareció desmoronarse cuando se volvió hacia Gia.
—He olvidado que es alérgica. Iré a buscarla y…
—Déjame a mí —dijo Gia, apoyándole una mano en el hombro—. Hemos tenido esta conversación otras veces, y parece que vamos a volver a tenerla.
Dejó a Nellie en pie en el recibidor, con un aspecto más envejecido que el que correspondía a sus años, ajena a la caja de bombones que apretaba entre sus manos manchadas. Gia no sabía quién le inspiraba más compasión: Vicky o Nellie.
2
Vicky no había querido llorar delante de tía Nellie, que siempre le decía que era una niña mayor. Mamá decía que no pasaba nada por llorar, pero Vicky nunca la había visto hacerlo. Bueno, casi nunca.
Vicky deseaba llorar entonces. No importaba si aquella era una de las veces en que estaba bien hacerlo o no, las lágrimas saldrían de todos modos. El llanto era como un gran globo dentro de su pecho, que se hacía cada vez más grande, hasta que tendría que ponerse a llorar o estallar. Se contuvo hasta llegar a la casita. Tenía una puerta, dos ventanas con cortinas nuevas, y suficiente espacio en el interior para permitirle dar vueltas con los brazos extendidos sin tocar las paredes. Tomó a la señora Jelliroll y la estrechó contra su pecho. Entonces empezó.
Primero llegaron los sollozos, como grandes hipidos, y luego las lágrimas. No llevaba mangas, de modo que trató de secárselas con el brazo, pero sólo consiguió que la cara y el brazo le quedaran mojados y sucios.
«A papá no le importo».
Pensar aquello la hacía sentirse como si estuviera enferma del estómago, pero sabía que era cierto. No sabía por qué le dolía tanto. Ni siquiera recordaba el aspecto que él tenía. Su madre había tirado todas sus fotos mucho tiempo atrás, y a medida que el tiempo pasaba le resultaba cada vez más difícil recordar su rostro. No le había visto en dos años, y Vicky tampoco recordaba haber pasado mucho tiempo con él incluso antes de aquello. De modo que, ¿por qué le dolía pensar que a su padre no le importaba? Su madre era la que realmente importaba, la que realmente se preocupaba por ella, la que siempre estaba allí.
A su madre sí le importaba. Y también a Jack. Pero Jack tampoco venía ya a verla. Excepto el día anterior. Pensar en Jack la hizo dejar de llorar. Cuando él la había levantado y abrazado el día anterior, se había sentido muy bien por dentro. Cálida. Y segura. Durante el breve tiempo que Jack había pasado en la casa, no había tenido miedo. Vicky no sabía por qué, pero en los últimos días estaba asustada todo el tiempo. Especialmente por la noche.
Oyó que la puerta se abría detrás de ella y supo que era su madre.
Todo estaba bien. Ya había dejado de llorar. Pero cuando se volvió y vio la expresión triste y compasiva en el rostro de su madre, el dolor regresó y volvió a estallar en lágrimas. Su madre se sentó en el pequeño balancín, la subió a su regazo y la abrazó hasta que los sollozos cesaron. En aquella ocasión por completo.
3
—¿Por qué papá ya no nos quiere?
La cuestión sobresaltó a Gia. Vicky había preguntado innumerables veces por qué su padre ya no vivía con ellas. Pero aquella era la primera vez que mencionaba el amor.
Respondió a la pregunta con otra pregunta.
—¿Por qué dices eso?
Pero Vicky no iba a permitir que la desviara del tema.
—No nos quiere, ¿verdad, mamá? —No era una pregunta.
«No. No nos quiere. No creo que nos haya querido nunca».
Aquella era la verdad. Richard nunca había se había portado como un padre. Para él, Vicky había sido un accidente, un terrible inconveniente. Nunca le había mostrado afecto, y nunca había sido una presencia en la casa mientras vivían juntos. Podía haber hecho lo mismo por teléfono.
Gia suspiró y abrazó a Vicky con más fuerza. Había sido una época horrible, los peores años de su vida. Gia había sido educada como estricta católica, y aunque los días se habían convertido en un largo asedio de Gia y Vicky solas contra el mundo, y las noches (las noches en que su marido se dignaba regresar a casa) eran un verdadero campo de batalla, nunca había considerado el divorcio. No hasta la noche que Richard, con más crueldad de la acostumbrada, le había revelado por qué se había casado con ella. Le había dicho que era tan buena como cualquier otra para un revolcón cuando estaba caliente, pero que el verdadero motivo habían sido los impuestos.
Inmediatamente después de la muerte de su padre, Richard había empezado a sacar su dinero de Gran Bretaña para invertirlo en empresas americanas o multinacionales, buscando a una americana con quien casarse. La había encontrado en Gia, recién llegada del Medio Oeste y con intenciones de vender su talento para el arte publicitario en la avenida Madison. El refinado Richard Westphalen, con sus elegantes modales y su acento británico, la había conquistado al momento. Se casaron, y él se convirtió en ciudadano americano. Había otras formas de obtener la nacionalidad, pero hubieran resultado muy largas, y aquella estaba más en consonancia con su carácter. A partir de entonces, las rentas generadas por su porción de la fortuna de los Westphalen serían tasadas según los porcentajes americanos, mucho más bajos que el noventa y algo por ciento del gobierno británico. Después de aquello, Richard había perdido rápidamente todo su interés por Gia.
—Podíamos habernos divertido durante un tiempo —le había dicho—, pero tuviste que convertirte en madre.
Aquellas palabras se le habían grabado en el cerebro. Empezó el proceso de divorcio al día siguiente, ignorando las súplicas cada vez más insistentes de su abogado de luchar por un buen acuerdo económico.
Tal vez hubiera debido hacerle caso. Se lo había planteado a menudo después. Pero en aquel momento su único deseo era salir de aquel matrimonio. No quería nada que procediera de su preciosa fortuna familiar. Permitió que el abogado pidiera una pensión para la niña sólo porque sabía que la necesitaría hasta que su carrera como artista volviera a cobrar impulso.
¿Estaba arrepentido Richard? ¿Acaso una diminuta mota de culpabilidad se había posado sobre la superficie lisa y dura como el diamante de su conciencia? No. ¿Había hecho algo para asegurar el futuro de la hija que había engendrado? No. En realidad, dio orden a su abogado de pelear por una pensión infantil mínima.
—No, Vicky —dijo Gia—. No creo que nos quiera.
Gia esperaba lágrimas, pero Vicky la desconcertó con una sonrisa.
—Jack nos quiere.
No quería empezar de nuevo.
—Ya lo sé, cariño, pero…
—Entonces, ¿por qué no puede ser mi papá?
—Porque… —¿Cómo iba a explicarle aquello?—. Porque a veces el amor solo no es suficiente. Tiene que haber otras cosas. Es necesario confiar el uno en el otro, tener los mismos valores…
—¿Qué son valores?
—Ohhh… Hay que creer en las mismas cosas, querer vivir del mismo modo.
—Me gusta Jack.
—Ya lo sé, cariño. Pero eso no significa que Jack sea el hombre adecuado para ser tu nuevo padre.
La devoción ciega de Vicky hacia Jack minaba la confianza de Gia en la capacidad de su hija para juzgar caracteres. Normalmente, era muy perspicaz.
Levantó a Vicky de su regazo y se agazapó sobre manos y rodillas. El calor en la casita era sofocante.
—Vamos dentro y prepararemos un poco de limonada.
—Ahora no —dijo Vicky—. Quiero jugar con la señora Jelliroll. Tiene que esconderse antes de que la encuentre el señor Robauvas.
—De acuerdo. Pero entra pronto. Hace demasiado calor.
Vicky no respondió. Ya se había perdido en una fantasía con sus muñecas.
Gia permaneció frente a la casita, y se preguntó si Vicky no estaría pasando demasiado tiempo allí a solas. No tenía a otros niños con los que jugar, sólo a su madre, una tía anciana, y sus libros y muñecas. Gia deseó poder regresar con Vicky a casa y a una rutina normal lo antes posible.
—¿Señorita Gia? —Eunice la llamó desde la puerta trasera—. La señora Paton dice que hoy serviré la comida pronto porque tienen que ir de tiendas.
Gia se mordió el nudillo central de su dedo índice derecho, un gesto de frustración que había copiado de su abuela muchos años atrás.
La tienda de vestidos… La recepción de aquella noche… Dos lugares a los que definitivamente no quería ir, pero tendría que hacerlo porque lo había prometido.
Tenía que salir de allí.
4
Joey Diaz depositó la diminuta botella de líquido verde sobre la mesa que les separaba.
—¿Dónde encontraste esto, Jack?
Jack estaba invitando a Joey a una comida tardía en un Burger King del centro. Estaban en un reservado de la esquina, y cada uno de ellos masticaba un Whopper. Joey, un filipino con serios problemas de acné postadolescente, era un contacto al que Jack tenía en muy alta estima. Trabajaba en el laboratorio municipal del Departamento de Salud. En el pasado, Jack lo había utilizado sobre todo para obtener información y cuando había necesitado atraer las iras del Departamento de Salud sobre las cabezas de ciertos personajes durante sus trabajos de reparación. El día anterior había pedido por primera vez a Joey que le hiciera un análisis.
—¿Qué tiene de malo?
Jack tenía dificultades para concentrarse en Joey o en la comida. Su mente estaba fija en Kolabati y en cómo le había hecho sentirse la noche anterior. De allí pasaba al olor que se había filtrado en el apartamento, y a la extraña reacción de la mujer. Sus pensamientos no dejaban de apartarse de Joey, de modo que le resultó fácil aparentar indiferencia al resultado del análisis. Había restado importancia al asunto delante de Joey. No se trataba de nada del otro mundo; sólo quería saber si aquel líquido servía para algo.
—No tiene nada de malo, exactamente. —Joey tenía la mala costumbre de hablar con la boca llena. Casi todo el mundo tragaba y hablaba antes del siguiente mordisco; Joey prefería sorber su cola después de tragar, dar otro gran mordisco, y luego hablar. Cuando el hombre se inclinó hacia adelante, Jack se apartó—. Pero no sirve para cagar.
—¿No es un laxante? ¿Para qué sirve, pues? ¿Para dormir?
Joey sacudió la cabeza y se llenó la boca de patatas fritas.
—En absoluto.
Jack tamborileó con los dedos sobre la grasienta formica. Maldición. Se le había ocurrido que el tónico podía ser algún tipo de sedante empleado para dormir profundamente a Grace, de modo que no hiciera ruido cuando sus secuestradores (si realmente había sido secuestrada) aparecieran para llevársela. La posibilidad quedaba anulada.
Esperó a que Joey continuara, con la esperanza que se terminara antes el Whopper. No hubo suerte.
—No creo que sirva para nada —dijo, en torno al último bocado—. Sólo es una mezcla absurda de cosas raras. No tiene ningún sentido.
—En otras palabras, alguien mezcló un montón de cosas inofensivas para venderlo como una panacea. Una especie de tónico del doctor Feelgood.
Joey se encogió de hombros.
—Tal vez. Pero si ese es el caso, podían haber creado algo mucho más barato. Personalmente, opino que la mezcla fue elaborada por alguien que creía en ella. Tiene algún saborizante, y un doce por ciento de alcohol. Nada especial; lo identifiqué todo al instante. Pero había un extraño alcaloide que me dio…
—¿Qué es un alcaloide? Suena como un veneno.
—Algunos lo son, como la estricnina. Otros los consumimos todos los días, como la cafeína. Casi siempre son derivados de plantas. Este procede de una planta muy poco corriente. Ni siquiera estaba en el ordenador. Me ha llevado casi toda la mañana identificarla. —Sacudió la cabeza—. Menuda forma de pasar un sábado por la mañana…
Jack sonrió para sí. Joey iba a pedirle algo de dinero extra por aquel trabajo. No pasaba nada. Si aquello le hacía feliz, valía la pena.
—¿De dónde procede, pues? —preguntó, observando con alivio cómo Joey bebía tras terminar su comida.
—De una especie de hierba.
—¿Marihuana?
—No. Una especie de hierba que no puede fumarse llamada durba. Y este alcaloide en particular tampoco se da de forma natural. Fue cocinado de algún modo para añadirle un grupo amino extra. Por eso he tardado tanto.
—De modo que no es un laxante, ni un sedante, ni un veneno. ¿Qué es?
—No tengo la más remota idea.
—Esto no es precisamente una gran ayuda, Joey.
—¿Qué quieres que te diga? —Joey se pasó una mano por su cabello negro y liso y se rascó un grano de la barbilla—. Querías saber de qué estaba compuesto. Te lo he dicho: algunos saborizantes sencillos, un vehículo alcohólico y un alcaloide procedente de una hierba india.
Jack sintió que algo se retorcía en su interior. Los recuerdos de la noche anterior estallaron a su alrededor.
—¿India? Te refieres a los indios americanos, ¿verdad? —Pero mientras lo decía supo que Joey no se había referido a ellos en absoluto.
—Claro que no. Entonces sería hierba norteamericana. No, esto viene de la India, el subcontinente. Un compuesto difícil de analizar. Nunca lo hubiera resuelto si el ordenador del departamento no hubiera mencionado el libro de texto adecuado.
India. Qué extraño. Tras pasar unas cuantas horas delirantes la noche anterior con Kolabati… descubrir que la botella de líquido encontrada en la habitación de una mujer desaparecida había sido probablemente elaborada por un hindú. Realmente extraño.
O tal vez no tan extraño. Grace y Nellie tenían lazos con la representación británica y, a través de esta, con toda la comunidad diplomática centrada en torno a la ONU. Era posible que alguien del consulado hindú hubiera entregado a Grace la botella; tal vez el propio Kusum. Después de todo, ¿no había sido la India una colonia británica?
—Me temo que es una mezcla muy inocente, Jack. Si pretendes que el Departamento de Salud averigüe quién lo está vendiendo como laxante, creo que es mejor que recurras al Departamento de Consumo.
Y Jack había albergado la esperanza de que la botella le proporcionara la pista definitiva que le llevara directamente a tía Grace, convirtiéndole en héroe a ojos de Gia.
La corazonada había sido un fracaso.
Preguntó a Joey cuánto creía que valía su análisis no oficial, pagó los ciento cincuenta dólares y regresó al apartamento con la botella en el bolsillo delantero de sus vaqueros.
Mientras viajaba en autobús, trató de pensar qué podía hacer a continuación en el caso de Grace Westphalen. Había pasado gran parte de la mañana buscando y hablando con algunos contactos más en las calles, pero no encontró nada. Nadie había oído nada. No se le ocurrían más caminos.
Otros pensamientos cobraron protagonismo en su cerebro.
Kolabati de nuevo. Ocupaba toda su mente. ¿Por qué? Al tratar de analizarlo, comprendió que el hechizo sexual de la noche anterior era sólo una pequeña parte. Más importante era el hecho de que ella sabía quién era él y cómo se ganaba la vida, y de algún modo era capaz de aceptarlo.
No, aceptarlo no era la palabra correcta. Era casi como si considerara su estilo de vida perfectamente natural. Un estilo de vida que no le hubiera importado para ella misma.
Jack sabía que estaba afectado por lo de Gia, sabía que era vulnerable, especialmente ante alguien que parecía tener una mentalidad tan abierta como Kolabati. Casi contra su voluntad, se había abierto ante ella, y ella le había encontrado… «honorable».
Kolabati no le tenía miedo.
Tenía que llamarla.
Pero antes tenía que llamar a Gia. Le debía algún tipo de explicación sobre sus progresos, aunque no hubiera ninguno. Marcó el número de los Paton tan pronto como llegó a su apartamento.
—¿Alguna noticia de Grace? —preguntó en cuanto Gia estuvo al aparato.
—No. —Su voz no le pareció tan fría como el día anterior. ¿O era sólo su imaginación?—. Espero que tengas alguna noticia buena. Nos iría muy bien.
—Bueno… —Jack hizo una mueca. Deseó tener algo positivo que decirle. Casi se sintió tentado de inventarse algo, pero no fue capaz—. ¿Recuerdas esa sustancia que creíamos que era un laxante? No lo es.
—¿Qué es, entonces?
—Nada. Un callejón sin salida.
Hubo una pausa al otro lado, y luego ella preguntó:
—¿Qué harás a continuación?
—Esperar.
—Eso ya lo hace Nellie. No necesita ayuda para esperar.
Su sarcasmo le dolió.
—Mira, Gia, no soy detective…
—Soy muy consciente de ello.
—… y nunca prometí que convertiría esto en una novela de Sherlock Holmes. Si aparece una nota de rescate o algo parecido en el correo, es posible que pueda ayudar. Tengo a gente alerta en las calles, pero hasta que aparezca algo…
El silencio al otro extremo de la línea le resultó enervante.
—Lo siento, Gia. Es todo lo que puedo decirte por ahora.
—Se lo diré a Nellie. Adiós, Jack.
Tras respirar profundamente unos momentos para calmarse, marcó el número de Kusum. Le respondió una voz femenina que ya le era familiar.
—¿Kolabati?
—¿Sí?
—Soy Jack.
Un jadeo.
—¡Jack! Ahora no puedo hablar. Está llegando Kusum. ¡Te llamaré más tarde! —Tomó nota de su teléfono y colgó.
Jack siguió sentado, mirando desconcertado a la pared. Casi al descuido, oprimió el botón de los mensajes en el contestador. La voz de su padre sonó en el altavoz.
«Sólo quería recordarte el partido de tenis de mañana. No te olvides de estar aquí sobre las diez. El torneo empieza a mediodía».
El fin de semana se presentaba realmente malo.
5
Con los dedos temblorosos, Kolabati desconectó el teléfono. Un minuto o dos más, y la llamada de Jack lo hubiera arruinado todo. No quería interrupciones cuando se enfrentara a Kusum. Necesitaría de todo su coraje, pero tenía intención de mirarlo cara a cara y sacarle la verdad. Le haría falta tiempo para prepararlo para su asalto; tiempo y concentración. Era un maestro del engaño, y Kolabati tendría que ser igual de circunspecta y astuta si quería acorralarle para que confesara la verdad.
Incluso había escogido su atuendo para conseguir el máximo efecto. Aunque no jugaba bien ni a menudo, la ropa de tenis le resultaba confortable. Llevaba una camisa blanca sin mangas y shorts de Boast. Y el collar, por supuesto, expuesto a través del cuello desabrochado de la camisa. Una gran parte de su piel quedaba al descubierto, otra arma contra Kusum.
Cuando se oyó el sonido de la puerta del ascensor en el pasillo, la tensión acumulada desde que le había visto bajar del taxi en la calle se convirtió en un nudo duro y apretado en la boca de su estómago.
«Oh, Kusum. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué no puedes dejarlo correr?»
Cuando la llave giró en la cerradura, se obligó a aparentar una calma gélida.
Él abrió la puerta, la vio y sonrió.
—¡Bati! —Se le acercó como para rodearla con los brazos, luego pareció pensarlo mejor. En lugar de ello, le acarició una mejilla. Kolabati se obligó a no estremecerse ante el contacto. Él le habló en bengalí—. Cada día tienes mejor aspecto.
—¿Dónde has estado toda la noche, Kusum?
Él se tensó.
—Rezando. He aprendido a rezar otra vez. ¿Por qué lo preguntas?
—Estaba preocupada. Después de lo que ocurrió…
—No temas por mí en ese sentido —repuso él con una sonrisa tensa—. En lugar de eso, compadécete del que intente robar mi collar.
—De todos modos, estoy preocupada.
—No lo estés. —Parecía algo irritado—. Como te dije cuando llegaste, tengo un lugar adonde voy a leer mi Gita en paz. No veo ningún motivo para cambiar de hábitos simplemente porque tú estés aquí.
—Tampoco te lo pediría. Yo tengo mi vida, y tú la tuya. —Pasó junto a él y avanzó hacia la puerta—. Creo que voy a dar una vuelta.
—¿Así? —Sus ojos recorrieron la escasa ropa que llevaba—. ¿Con las piernas completamente al descubierto y la blusa desabrochada?
—Esto es América.
—¡Pero tú no eres americana! ¡Eres hindú! ¡Una brahmin! ¡Te lo prohíbo!
Bien; se estaba enfureciendo.
—No puedes prohibírmelo, Kusum —le dijo con una sonrisa—. Ya no puedes decirme qué ponerme, qué comer ni cómo pensar. Me he liberado de ti. Tomaré hoy mis propias decisiones, como hice anoche.
—¿Anoche? ¿Qué hiciste anoche?
—Cené con Jack.
Le observó de cerca para estudiar su reacción. Kusum pareció confuso durante un instante, y aquello no era lo que ella esperaba.
—¿Qué Jack? —Abrió mucho los ojos—. ¿No te referirás a…?
—Sí. Jack el Reparador. Tengo una deuda con él, ¿no crees?
—¡Un americano…!
—¿Te preocupa mi karma? Bueno, querido hermano, mi karma ya está contaminado, igual que el tuyo… especialmente el tuyo… por motivos que ambos sabemos demasiado bien. —Apartó de aquello sus pensamientos—. Y además —dijo, tirando de su collar—, ¿qué significa el karma para alguien que lleva esto?
—El karma puede ser purificado —dijo Kusum en tono más calmado—. Estoy tratando de purificar el mío.
La sinceridad de sus palabras la conmovió, y sintió lástima por él. Sí, quería rehacer su vida, era fácil de ver. Pero… ¿por qué medios se proponía hacerlo? A Kusum nunca le habían asustado las medidas drásticas.
De repente Kolabati pensó que aquel podía ser el momento de atraparle desprevenido, pero lo dejó pasar. Además, era mejor tenerlo enfadado. Necesitaba saber dónde estaría aquella noche. No tenía intención de perderle de vista.
—¿Cuáles son tus planes para esta noche, hermano? ¿Más plegarias?
—Por supuesto. Pero no hasta muy tarde. Debo asistir a una recepción ofrecida por el consulado británico a las ocho.
—Parece interesante. ¿Les molestaría si te acompañara?
Kusum se animó.
—¿Me acompañarías? Eso sería fantástico. Estoy seguro de que se alegrarían de tu presencia.
—Bien. —Una oportunidad perfecta para vigilarle. Pero tenía que enfurecerle—. Pero tendré que encontrar algo que ponerme.
—Tendrás que ir vestida como una verdadera mujer hindú.
—¿Con un sari? —Kolabati se rio en su cara—. ¡Tienes que estar bromeando!
—¡Insisto! ¡O no toleraré que me vean contigo!
—Bien. Entonces llevaré a mi propio acompañante: Jack.
El rostro de Kusum se oscureció de rabia.
—¡Te lo prohíbo!
Kolabati se le acercó más. Aquel era el momento. Le miró cuidadosamente a los ojos.
—¿Qué harás para impedírmelo? ¿Enviar un rakosh como hiciste anoche?
—¿Un rakosh? ¿A por Jack?
Los ojos de Kusum, su rostro, el modo en que se tensaron sus cuerdas vocales… Todo ello delataba sorpresa y desconcierto. Era un embustero consumado cuando lo deseaba, pero Kolabati sabía que le había pillado desprevenido, y todo en su reacción indicaba que no sabía nada de aquello.
¡Kusum no lo sabía!
—¡Había uno anoche frente a la ventana de su apartamento!
—¡Imposible! —Su rostro seguía mostrando una expresión de perplejidad—. Yo soy el único que…
—El único que… ¿qué?
—Que tiene un huevo.
Kolabati se estremeció.
—¿Lo tienes contigo?
—Por supuesto. ¿Dónde iba a estar más seguro?
—¡En Bengala!
Kusum sacudió la cabeza. Parecía estar recobrando parte de su compostura.
—No. Me siento mejor cuando sé exactamente dónde está en todo momento.
—¿También lo tenías contigo cuando estabas en la embajada de Londres?
—Por supuesto.
—¿Y si te lo hubieran robado?
Él sonrió.
—¿Quién iba a saber lo que es?
Con un esfuerzo, Kolabati dominó su confusión.
—Quiero verlo. Ahora mismo.
—Desde luego.
La condujo a su dormitorio y extrajo una pequeña caja de madera de un rincón de su armario. Levantó la tapa, apartó la protección, y allí estaba. Kolabati reconoció el huevo. Conocía cada mancha azul de su cáscara gris, conocía como su propia piel la textura de aquella superficie fría y resbaladiza. Pasó las yemas de los dedos sobre la cáscara. Sí, lo era: un huevo de rakosh hembra.
Sintiéndose débil, Kolabati retrocedió y se sentó en la cama.
—Kusum, ¿sabes lo que esto significa? ¡Alguien tiene un nido de rakoshi aquí en Nueva York!
—¡Tonterías! Este es el último huevo de rakosh. Podría eclosionar, pero sin un macho para fertilizar a la hembra, no podría haber nido.
—¡Kusum, sé que había un rakosh!
—¿Lo viste? ¿Era macho o hembra?
—En realidad, no lo vi…
—Entonces, ¿cómo puedes decir que hay rakoshi en Nueva York?
—¡El olor! —Kolabati sintió que su propia ira crecía—. ¿Crees que no reconozco el olor?
El rostro de Kusum había recuperado su máscara habitual.
—Deberías reconocerlo. Pero tal vez lo has olvidado, igual que has olvidado tantas otras cosas de nuestra cultura.
—No cambies de tema.
—Este tema está cerrado por lo que a mí respecta.
Kolabati se levantó y se enfrentó a su hermano.
—Júramelo, Kusum. Jura que no tuviste nada que ver con el rakosh de anoche.
—Sobre la tumba de nuestro padre y nuestra madre —le dijo, mirándola directamente a los ojos—, juro que no envié a un rakosh a por nuestro amigo Jack. Hay gente en este mundo a la que deseo mal, pero él no es uno de ellos.
Kolabati tuvo que creerle. Su tono era sincero, y no conocía un juramento más solemne para Kusum que el que acababa de pronunciar.
Y allí, intacto sobre su lecho de virutas de madera, estaba el huevo. Cuando Kusum se arrodilló para guardarlo, dijo:
—Además, si un rakosh hubiera ido realmente a por Jack, su vida no valdría una paisa. ¿Supongo que está sano y salvo?
—Sí, está bien. Yo le protegí.
Kusum volvió bruscamente la cabeza hacia ella. Su expresión se llenó de dolor y rabia. Había entendido perfectamente lo que le había querido decir.
—Por favor, vete —le dijo en voz baja mientras apartaba el rostro y bajaba la cabeza—. Me das asco.
Kolabati se volvió y salió del dormitorio, cerrando con un portazo.
¿Acaso nunca podría librarse de aquel hombre? Estaba harta de Kusum. Harta de su superioridad moral, su inflexibilidad, su monomanía. Incluso cuando era más feliz (y era muy feliz por lo de Jack), Kusum siempre conseguía hacerla sentir sucia. Ambos tenían muchos motivos para sentirse culpables, pero Kusum se había obsesionado por redimir sus faltas del pasado y purificar su karma. No sólo el de él, sino también el de ella. Kolabati había creído que si se marchaba de la India (primero a Europa, y luego a América), su relación se interrumpiría. Pero no. Tras varios años sin tener contacto con él, habían acabado en el mismo lugar.
Tenía que enfrentarse al hecho de que nunca escaparía de él. Porque les unía algo más que la sangre; los collares que llevaban les ataban con un lazo que iba más allá del tiempo, más allá de la razón, incluso más allá del karma.
Pero tenía que haber un modo de escapar, un modo de librarse de los incesantes intentos de Kusum de dominarla.
Kolabati se dirigió a la ventana, y contempló la gran extensión verde de Central Park. Jack estaba allí, al otro lado. Tal vez él era la respuesta. Tal vez podría liberarla.
Alargó una mano hacia el teléfono.
6
—«Incluso la luna me tiene miedo… ¡Está muerta de miedo! ¡Todo el mundo está muerto de miedo!»
Jack estaba en medio de la tercera parte del festival de James Whale; Claude Reins se preparaba para empezar su reinado de terror como El hombre invisible.
Sonó el teléfono. Jack lo cogió antes de que el contestador repitiera su mensaje.
—¿Dónde estás? —dijo la voz de Kolabati.
—En casa.
—Pero este no es el número que aparece en tu teléfono.
—De modo que lo miraste, ¿no?
—Sabía que iba a querer llamarte.
Le gustó oír aquello.
—Hice cambiar el número y no me molesté en cambiar la etiqueta. —Había dejado la etiqueta antigua en su lugar a propósito.
—Tengo un favor que pedirte.
—Cualquier cosa. —Casi cualquier cosa.
—El consulado británico ofrece una recepción esta noche. ¿Quieres acompañarme?
Jack lo pensó unos segundos. Su primer impulso fue rechazarlo. Odiaba las fiestas. Odiaba las reuniones. Y una reunión de tipos de la ONU, los más inútiles del mundo… Una perspectiva muy poco atractiva.
—No sé…
—¿Por favor? Como favor personal. De lo contrario, tendré que ir con Kusum.
Decidir entre ver a Kolabati y no verla… No era una elección difícil.
—De acuerdo.
Además, sería divertido ver la expresión de Burkes cuando apareciera en la recepción. Incluso alquilaría un esmoquin para la ocasión. Quedaron en una hora y un lugar (por algún motivo, Kolabati no quiso que la recogiera en el apartamento de Kusum) y entonces a Jack se le ocurrió una pregunta.
—Por cierto, ¿para qué sirve una hierba llamada durba?
Oyó que Kolabati contenía bruscamente la respiración al otro lado de la línea.
—¿Dónde has encontrado durba?
—No la he encontrado. Por lo que sé, sólo crece en la India. Sólo quería saber si se usa para algo.
—Tiene muchos usos en la medicina tradicional hindú. —Kolabati hablaba con mucho cuidado—. Pero ¿dónde has oído hablar de ella?
—Ha salido en una conversación esta mañana. —¿Por qué estaba tan preocupada?
—Apártate de ella, Jack. Sea lo que sea lo que has encontrado, apártate de ella. Al menos hasta que nos veamos esta noche.
Kolabati colgó. Jack contempló inquieto su gran pantalla de televisión, donde unos pantalones vacíos perseguían en silencio a una mujer aterrada por la campiña inglesa. Había oído algo extraño en la voz de Kolabati al final. Casi le había parecido que temía por él.
7
—¡Espectacular! —dijo la vendedora.
Vicky levantó la vista de su libro.
—Estás muy guapa, mamá.
—¡Preciosa! —dijo Nellie—. ¡Absolutamente preciosa!
Había llevado a Gia a La Chanson. A Nellie siempre le había gustado aquella boutique, porque no parecía una tienda de ropa. Desde el exterior, con su entrada entoldada, parecía más bien un restaurante pequeño y elegante. Pero los diminutos escaparates a cada lado de la puerta no dejaban ninguna duda sobre lo que se vendía en el interior.
Observó a Gia, en pie ante el espejo, contemplando su figura ataviada con un vestido de cóctel de crepé negro sin tirantes. Era el que Nellie prefería entre los cuatro que Gia se había probado. Sin embargo, Gia no se molestaba en disimular lo que opinaba de la idea de que Nellie le pagara el vestido. Pero aquel había sido el trato, y Nellie había insistido en que Gia cumpliera su parte.
Era una muchacha testaruda. Nellie la había visto examinar los cuatro vestidos, buscando la etiqueta con el precio, con la evidente intención de comprar el más barato. Pero no las había encontrado.
Nellie sonrió para sí. «Sigue buscando, querida. Aquí no les ponen el precio».
Sólo era dinero, después de todo. ¿Y qué era el dinero?
Nellie suspiró, recordando lo que le había dicho su padre sobre el dinero cuando era pequeña. «Los que no tienen suficiente sólo piensan en lo que podrían comprar. Cuando finalmente tienes suficiente, te das cuenta (y muy intensamente) de todo lo que no puedes comprar, las cosas realmente importantes… como juventud, salud, amor, tranquilidad de espíritu».
Sintió que los labios le temblaban y los apretó en una línea firme. Toda la fortuna de los Westphalen no podía devolver a la vida a su querido John, ni hacer regresar a Grace de dondequiera que se encontrara.
Nellie miró a su derecha en el sofá, donde Victoria estaba sentada a su lado, leyendo una colección de viñetas de Mutts. La niña había estado extrañamente callada, incluso retraída, desde la llegada de los bombones aquella mañana. Nellie la rodeó con un brazo y apretó. Victoria la recompensó con una sonrisa.
«Querida, querida Victoria. ¿Cómo es posible que Richard sea tu padre?»
Pensar en su sobrino le producía mal sabor de boca. Richard Westphalen era una prueba viviente de la maldición que podía constituir la riqueza. Sólo había que ver lo que le había hecho heredar el control de la parte de la fortuna de su padre a una edad tan temprana. Podía haber sido una persona distinta, una persona decente, si su hermano Teddy hubiera vivido más tiempo.
¡Dinero! A veces casi deseaba…
La vendedora estaba hablando con Gia:
—¿Ha visto algo más que quiera probarse?
Gia se echó a reír.
—Más de cien cosas, pero este es perfecto. —Se volvió hacia Nellie—. ¿Qué opinas?
Nellie la estudió, encantada con su elección. El vestido era perfecto. Las líneas eran sencillas, el crepé negro acentuaba su cabello rubio y se ceñía a su cuerpo en todos los lugares deseables.
—Causarás sensación entre los diplomáticos.
—Es un clásico, querida —dijo la vendedora.
Y lo era. Si Gia seguía manteniendo su perfecta talla seis, probablemente podría llevar aquel vestido al cabo de diez años y seguir quedando bien. Lo que seguramente le convendría. En opinión de Nellie, el gusto de Gia vistiendo dejaba mucho que desear. Le hubiera gustado que Gia se vistiera más a la moda. Tenía una buena figura; suficiente busto y la cintura y piernas largas con las que soñaban los diseñadores. Debería llevar ropa de diseño.
—Sí —dijo Gia al espejo—. Es este.
El vestido no necesitaba alteraciones, de modo que lo empaquetaron y Gia salió de la tienda con él bajo el brazo. Llamó a un taxi para todas en la Tercera Avenida.
—Quiero preguntarte algo —dijo Gia en voz baja durante el trayecto de regreso a la plaza Sutton—. Me ha estado inquietando durante dos días. Es sobre la… herencia que dejarás a Vicky; la mencionaste el jueves.
Nellie se sobresaltó un momento. ¿Había hablado de los términos de su testamento? Sí… sí, lo había hecho. Últimamente su mente parecía aturdida.
—¿Qué te preocupa? —No era propio de Gia sacar el tema del dinero.
Gia sonrió como avergonzada.
—No te rías, pero mencionaste una maldición que acompañaba a la fortuna de los Westphalen.
—Oh, querida —dijo Nellie, aliviada de que aquello fuera todo lo que la preocupaba—. ¡Era sólo hablar por hablar!
—¿Quieres decir que te lo inventaste?
—Yo no. Es algo que a veces oían murmurar a sir Albert, cuando ya era un anciano y había bebido demasiado.
—¿Sir Albert?
—Mi tatarabuelo. Fue el fundador de la fortuna. Es una historia interesante. A mediados del siglo XIX, la familia tenía algún tipo de problema económico; nunca he sabido de qué clase, y supongo que no importa. Lo que importa es que, justo después de su regreso de la India, sir Albert encontró un antiguo dibujo en el sótano de Westphalen Hall que le condujo a un enorme escondite de joyas, ocultas allí desde la invasión normanda. Westphalen Hall se salvó. Casi todas las joyas fueron convertidas en dinero efectivo, que sir Albert invirtió cuidadosamente, y la fortuna ha ido creciendo desde entonces.
—Pero ¿y la maldición?
—¡Oh, no le prestes ninguna atención! ¡Ni siquiera debí mencionarlo! Es algo sobre la línea de los Westphalen extinguiéndose «entre sangre y dolor», sobre «cosas oscuras» que vendrían a por nosotros. Pero no te preocupes, querida. Hasta el momento, todos hemos vivido largas vidas y muerto por causas naturales.
El rostro de Gia se relajó.
—Es bueno saberlo.
—No pienses más en eso.
Pero Nellie se encontró dando vueltas al tema.
La maldición de los Westphalen… Ella, Grace y Teddy solían reírse de ella. Pero si había que creer en las antiguas historias, sir Albert había muerto convertido en un anciano asustado, con un miedo cerval a la oscuridad. Se decía que había pasado sus últimos años rodeado de perros guardianes, y que siempre tenía el fuego encendido en su habitación, incluso en las noches más calurosas.
Nellie se estremeció. Había sido fácil hacer chistes cuando eran jóvenes y tres hermanos. Pero Teddy había muerto de leucemia mucho tiempo atrás; por lo menos no había fallecido «entre sangre y dolor». Más bien se había apagado. Y, ¿quién sabía dónde estaba Grace? ¿Se la había llevado alguna «cosa oscura»?
«¡Tonterías! ¿Cómo puedo permitir que me asusten los delirios de un viejo loco que lleva un siglo muerto?»
Sin embargo… Grace había desaparecido, y nadie podía explicarlo. Todavía no.
Cuando se acercaron a la plaza Sutton, Nellie sintió que la anticipación crecía en su interior. Habían llegado noticias de Grace mientras estaba fuera, ¡estaba segura de ello! No se había movido de la casa desde el martes, por temor a perderse las novedades sobre Grace. Pero ¿quedarse en casa no era como vigilar una cacerola? Nunca empezaba a hervir hasta que una le daba la espalda. Salir de la casa era lo mismo: probablemente Grace había llamado en cuanto dejaron atrás la plaza Sutton.
Nellie corrió a la puerta principal y llamó al timbre mientras Gia pagaba al conductor. Sus puños se cerraron involuntariamente mientras aguardaba con impaciencia a que la puerta se abriera.
Pero la esperanza se encogió y desapareció cuando la puerta se abrió y vio el rostro serio de Eunice.
—¿Alguna noticia?
La pregunta era innecesaria. El movimiento de cabeza lento y triste de Eunice dijo a Nellie lo que ya sabía. De repente se sintió exhausta, como si le hubieran robado toda la energía.
Se volvió hacia Gia, que entraba por la puerta con Victoria.
—No podré ir esta noche.
—Tienes que ir —dijo Gia, rodeándole los hombros con un brazo—. ¿Qué le ha pasado a esa famosa flema británica? ¿Qué pensaría sir Albert si te quedaras sentada lamentándote toda la noche?
Nellie comprendió lo que trataba de hacer Gia, pero en realidad le importaba un comino lo que pudiera haber pensado sir Albert.
—¿Y qué voy a hacer con este vestido? —continuó Gia.
—El vestido es tuyo —dijo Nellie tristemente. No tenía fuerzas para poner buena cara.
—Si no vamos esta noche, no lo es. Lo devolveré ahora mismo a La Chanson a menos que me prometas que iremos.
—No es justo. No puedo ir. ¿Es que no lo ves?
—No, no lo veo. ¿Qué pensaría Grace? Sabes que ella querría que fueras.
¿Lo querría? Nellie pensó en ello. Conociendo a Grace, sí; desearía que fuera. Grace siempre había estado a favor de guardar las apariencias. Por muy mal que una se sintiera, había que cumplir las obligaciones sociales. Y nunca, nunca exhibir los sentimientos en público.
—Hazlo por Grace —dijo Gia.
Nellie consiguió esbozar una sonrisita.
—Muy bien, iremos, aunque no garantizo hasta qué punto podré conservar la flema.
—Lo harás muy bien.
Gia la abrazó una vez más y la soltó. Victoria la estaba llamando desde la cocina, pidiendo a su madre que le cortara una naranja. Gia se alejó a toda prisa, dejando a Nellie sola en el vestíbulo.
«¿Cómo voy a hacerlo? Siempre hemos sido Grace y Nellie, Nellie y Grace, las dos como una sola persona, siempre juntas. ¿Cómo me las arreglaré sin ella?»
Sintiéndose muy anciana, Nellie empezó a subir las escaleras hacia su habitación.
8
Nellie no le había dicho para quién era la recepción, y Gia no lo descubrió. Tuvo la impresión de que era para dar la bienvenida a un nuevo alto cargo del consulado.
La reunión, sin ser emocionante, tampoco fue tan mortalmente aburrida como esperaba Gia. La mansión Harley, donde se celebraba, estaba cerca de las Naciones Unidas y a poca distancia de la plaza Sutton. Incluso Nellie pareció empezar a divertirse al poco rato. Sólo los primeros quince minutos fueron duros para la anciana, porque inmediatamente después de su llegada se vio rodeada por una veintena de personas que le preguntaban por Grace y expresaban su preocupación. Todos eran miembros de aquel club no oficial de ciudadanos británicos ricos residentes en Nueva York, la «colonia en las Colonias».
Reconfortada por la simpatía y el apoyo de sus compatriotas británicos, Nellie se animó, bebió algo de champán y empezó a sonreír. Gia se felicitó mentalmente por haberse negado a permitirle cancelar su asistencia aquella noche. Era su buena obra del día. Del año.
El grupo no era tan malo después de todo, decidió Gia aproximadamente a cabo de una hora. Las personas de diversas nacionalidades, todas bien vestidas, amables y educadas, ofrecían una gran variedad de acentos. El vestido nuevo le sentaba muy bien y se sentía muy femenina. Era consciente de las miradas de admiración que despertaba en más de un invitado, y disfrutaba con ellas.
Prácticamente había vaciado su tercera copa de champán (no sabía nada sobre champán, pero aquel era delicioso) cuando Nellie la tomó del brazo y la condujo hacia dos hombres que permanecían a un lado. Gia reconoció al más bajo de los dos; era Edward Burkes, jefe de seguridad de la representación. El hombre más alto era de piel oscura y vestía de blanco. Cuando se volvió, Gia observó sobresaltada que le faltaba el brazo izquierdo.
—Eddie, ¿cómo estás? —dijo Nellie, tendiéndole la mano.
—¡Nellie! ¡Cómo me alegro de verte! —Burkes le tomó la mano y la besó. Era un hombre fornido, de cabello gris y bigote. Miró a Gia y sonrió—. ¡Señorita DiLauro! ¡Qué placer tan inesperado! ¡Tiene muy buen aspecto! Permítanme presentarles al señor Kusum Bahkti, de la delegación hindú.
El hindú hizo una breve inclinación, pero no les tendió la mano.
—Es un placer conocerlas.
Gia sintió una antipatía instantánea hacia él. Su rostro oscuro y anguloso era una máscara, sus ojos inescrutables. Parecía ocultar algo. Su mirada pasó sobre ella como si fuera un mueble insignificante, pero se posó sobre Nellie con avidez.
Llegó un camarero con una bandeja de copas de champán. Burkes entregó una copa a Nellie y otra a Gia, y ofreció una al señor Bahkti, que negó con la cabeza.
—Lo siento, Kusum —dijo Burkes—. Había olvidado que no bebes. ¿Quieres alguna otra cosa? ¿Ponche de frutas?
El señor Bahkti sacudió la cabeza.
—No te molestes. Tal vez más tarde iré al bufé, a ver si tenéis alguno de esos deliciosos bombones ingleses.
—¿Le gusta el chocolate? —dijo Nellie—. Yo lo adoro.
—Sí. Me aficioné a él cuando estaba en la embajada de Londres. Traje conmigo unas cuantas reservas cuando vine a este país, pero de eso hace seis meses, y acabé con ellas hace tiempo.
—Justamente hoy he recibido una caja de Magia Negra de Londres. ¿Los ha probado alguna vez?
Gia vio verdadero placer en la sonrisa del señor Bahkti.
—Sí. Son bombones de calidad superior.
—Tiene que venir a casa algún día y probarlos.
Su sonrisa se ensanchó.
—Tal vez lo haga.
Gia empezó a revisar su opinión sobre el señor Bahkti. Parecía haber cambiado su actitud altanera para mostrarse encantador. ¿O se debía simplemente al efecto de su cuarta copa de champán? Sentía un cosquilleo por todo el cuerpo, y estaba casi mareada.
—Supe lo de Grace —dijo Burkes a Nellie—. Si hay algo que pueda hacer…
—Estamos haciendo todo lo posible —dijo Nellie, con una sonrisa valerosa—, pero sobre todo se trata de esperar.
—El señor Bahkti y yo estábamos hablando de un conocido mutuo, Jack Jeffers.
—Creo que su apellido es Nelson —dijo el hindú.
—No, estoy seguro de que es Jeffers. ¿Verdad, señorita DiLauro? Usted le conoce mejor, según creo.
Gia sintió deseos de reír. ¿Cómo podía decirles el apellido de Jack cuando ella misma no estaba segura?
—Jack es Jack —dijo, con todo el tacto posible.
—¡Desde luego! —dijo Burkes con una carcajada—. Hace poco ayudó al señor Bahkti en un asunto difícil.
—¿De veras? —dijo Gia, tratando de no parecer sarcástica—. ¿Un asunto de seguridad? —Así era como le habían presentado a Jack la primera vez: un consultor de seguridad.
—Personal —dijo el hindú, y eso fue todo.
Gia pensó en todo aquello. ¿Para qué había usado la representación británica a Jack? Y el señor Bahkti, un diplomático de la ONU… ¿por qué iba a necesitar a Jack? Eran miembros respetables de la comunidad diplomática internacional. ¿Qué podían necesitar «reparar»? Ante su sorpresa, detectó un enorme respeto en sus voces al hablar de él. Aquello la desconcertó.
—En cualquier caso —dijo Burkes—, estaba pensando que tal vez podría ayudar a encontrar a tu hermana, Nellie.
Gia miraba al señor Bahkti mientras Burkes hablaba, y hubiera podido jurar que vio que el hindú se encogía. No tuvo tiempo de confirmar la impresión, porque se volvió para dirigir a Nellie una rápida mirada de advertencia: habían prometido a Jack que nadie sabría que estaba trabajando para ella.
—Una idea fantástica, Eddie —dijo Nellie, captando la mirada de Gia y sin inmutarse—. Pero estoy segura de que la policía está haciendo todo lo posible. Sin embargo, si…
—¡Bueno, hablando del rey de Roma! —dijo Burkes, interrumpiéndola con la mirada fija en la entrada.
Antes de volverse para seguir la dirección de los ojos del hombre, Gia miró una vez más al señor Bahkti, que ya tenía la vista fija en la dirección indicada por Burkes. En su rostro oscuro vio una mirada de furia tan profunda, tan intensa, que se apartó de él por miedo a que pudiera estallar. Miró al otro lado de la habitación para ver qué había podido causar semejante reacción. Y entonces les vio, a él… y a ella.
Jack… vestido con un esmoquin de estilo anticuado con cola, corbata blanca y cuello ancho. Estaba guapísimo. Contra su voluntad, el corazón le dio un salto al verlo (sólo porque era un compatriota americano entre tantos extranjeros), y luego se estrelló de golpe. Porque Jack iba del brazo de una de las mujeres más bellas que había visto.
9
Vicky sabía que hubiera debido estar dormida. Había pasado mucho rato desde su hora de acostarse. Trató de obligarse a dormir, pero el sueño no llegaba. Hacía demasiado calor. Se tumbó sobre la sábana para refrescarse. El aire acondicionado no funcionaba tan bien en el tercer piso. Pese a llevar su camisón rosa favorito, sus muñecas y su nuevo Rascal para hacerle compañía, seguía sin poder dormir. Eunice había hecho todo lo posible, desde cortarle naranjas (a Vicky le encantaban las naranjas, y nunca se hartaba de ellas) a leerle una historia. Nada funcionó. Finalmente, Vicky había fingido dormirse sólo para que Eunice no se sintiera mal.
Normalmente, cuando no podía dormir era porque estaba preocupada por su madre. A veces, cuando su madre salía por la noche tenía un mal presentimiento, la sensación de que nunca regresaría, que la había sorprendido un terremoto, o un tornado, o un accidente de tren. Cuando eso ocurría, rezaba y prometía ser buena para siempre si su madre regresaba sana y salva. Nunca le había fallado.
Pero Vicky no estaba preocupada aquella noche. Su madre había salido con tía Nellie, y tía Nellie cuidaría de ella. Lo que la mantenía despierta no era la preocupación.
Eran los bombones.
Vicky no podía quitarse aquellos bombones de la cabeza. Nunca había visto una caja como aquella; negra, con el borde dorado y una gran rosa roja en la tapa. Llegados de Inglaterra. Y el nombre: Magia Negra. Sólo el nombre bastaba para mantenerla despierta.
Tenía que verlos. Era así de simple. Tenía que bajar, mirar en el interior de aquella caja y ver el «surtido de chocolate negro» prometido en la tapa.
Con la señora Jelliroll bien agarrada bajo el brazo, salió de la cama y se dirigió a la escalera. Llegó al segundo piso sin un solo ruido, y empezó a bajar hacia el primero. El suelo de pizarra del vestíbulo estaba fresco bajo sus pies. Del otro lado del pasillo le llegaban voces, música y una luz parpadeante desde donde Eunice miraba la televisión en la biblioteca. Vicky cruzó el vestíbulo hacia el salón, donde había visto que tía Nellie guardaba la caja de bombones.
La encontró encima de una mesita. El celofán había sido retirado. Vicky dejó a la señora Jelliroll en el pequeño sillón, se sentó junto a ella y se colocó la caja de Magia Negra sobre el regazo. Empezó a levantar la tapa y se detuvo.
A su madre le daría un ataque si entraba en aquel momento y la encontraba sentada allí. Ya era bastante malo no estar en la cama, ¡pero además con los bombones de tía Nellie!
Sin embargo, Vicky no sentía remordimientos. En cierto modo, aquella caja debería ser suya, aunque fuera alérgica al chocolate. Era de su padre, después de todo. Había albergado la esperanza de que, cuando su madre llegara a casa aquel día, encontraría un paquete sólo para ella. Pero no. No había nada de su padre.
Vicky pasó los dedos por encima de la rosa de la tapa. Era muy bonita. ¿Por qué no podía ser suya? Tal vez, cuando tía Nellie se terminara los bombones, le permitiría conservar la caja.
¿Cuántos quedarían?
Levantó la tapa. El olor fuerte e intenso del chocolate negro la rodeó, y con él los aromas más sutiles de los diferentes rellenos. Y otro olor, oculto justo bajo los demás, un olor del que no estaba del todo segura. Pero ¿a quién le importaba? El chocolate lo dominaba todo. Su boca se llenó de saliva. Quería uno. Oh, cómo deseaba un solo bocado.
Inclinó la caja para ver su contenido a la luz del vestíbulo. ¡No había espacios vacíos! ¡No faltaba ningún bombón! A aquel ritmo, tardaría una eternidad en tener la caja vacía. Pero luego se olvidó de la caja. Bombones… Los bombones…
Tomó uno del centro, preguntándose qué habría dentro. Estaba frío al tacto, pero la cobertura de chocolate se reblandeció al cabo de pocos segundos.
Lo acercó a su nariz. No olía tan bien de cerca. Tal vez tenía algo asqueroso dentro, como mermelada de frambuesas o algo igual de horrible. Un mordisco no le haría ningún daño. Tal vez sólo un bocado de la cobertura. Así no tendría que preocuparse por lo que hubiera dentro. Y tal vez nadie se daría cuenta.
No. Vicky devolvió el bombón a la caja. Recordaba la última vez que había robado un trocito de chocolate. La cara se le había hinchado como un gran globo rojo, y los párpados se le habían arrugado tanto que todos los niños de la escuela le habían dicho que parecía china. Tal vez nadie notaría el bocado, pero desde luego su madre vería su cara hinchada. Dedicó una última mirada de deseo a las hileras de bombones, luego bajó la tapa y volvió a dejar la caja sobre la mesa.
Con la señora Jelliroll de nuevo bajo el brazo, regresó a las escaleras y se quedó allí, mirando hacia arriba. Estaba muy oscuro. Y tenía miedo. Pero no podía quedarse allí abajo toda la noche. Lentamente empezó a subir, vigilando cuidadosamente la oscuridad de arriba. Al llegar al segundo rellano, se agarró a un poste de la barandilla y miró a su alrededor. Nada se movía. Con el corazón latiéndole a toda prisa, echó a correr hacia el siguiente tramo de escaleras y, sin detenerse, alcanzó el tercer piso, se metió en la cama de un salto y se cubrió la cabeza con la sábana.
10
—Veo que trabajas duro.
Jack se volvió de golpe al oír aquella voz, a punto de derramar las dos copas de champán que acababa de tomar de la bandeja de un camarero.
—¡Gia! —Era la última persona a la que esperaba ver. Y la última a la que quería ver. Sintió que hubiera debido estar buscando a Grace, en lugar de alternando con los diplomáticos. Pero se tragó la culpabilidad, sonrió, y trató de decir algo brillante—. Qué raro encontrarte aquí.
—Estoy con Nellie.
—Oh. Eso lo explica.
Permaneció allí mirándola, deseoso de tenderle la mano y hacer que ella la tomara como solía hacer, sabiendo que le daría la espalda si lo hacía. Se fijó en la copa de champán medio vacía en su mano y en el brillo de sus ojos. Se preguntó cuántas copas habría tomado. Nunca le había sentado muy bien el alcohol.
—¿Qué has estado haciendo? —dijo ella, interrumpiendo el incómodo silencio.
Sí. Definitivamente, había bebido demasiado. Tenía la voz levemente alterada.
—¿Has matado a alguien últimamente?
«Oh, fantástico. Allá vamos».
Trató de adoptar un tono tranquilizador. No quería discutir.
—He estado leyendo, probando algunos videojuegos…
—¿Cuáles? ¿Hitman? ¿Grand Theft Auto?
—… y viendo películas.
—Un festival de Harry el Sucio, supongo.
—Estás muy guapa —dijo él, negándose a permitir que lo irritara y tratando de desviar el tema hacia Gia. No mentía. El vestido negro le sentaba muy bien. Hacía que su cabello rubio y ojos azules parecieran resplandecer.
—Tú tampoco estás mal.
—Es mi traje de Fred Astaire. Siempre había deseado ponerme uno de estos. ¿Te gusta?
Gia asintió.
—¿Es tan incómodo como parece?
—Más aún. No sé cómo nadie podía bailar claque vestido así. El cuello me está ahogando.
—No es tu estilo, en cualquier caso.
—Tienes razón. —Jack prefería pasar desapercibido. Le encantaba que nadie se fijara en él—. Pero esta noche he querido hacer algo especial. No quería dejar pasar la oportunidad de ser Fred Astaire, sólo por una vez.
—No sabes bailar, y nadie confundiría a tu acompañante con Ginger Rogers.
—Pero puedo soñar, ¿no?
—¿Quién es ella?
Jack estudió a Gia de cerca. ¿Había detectado algo de celos? ¿Era posible?
—Es… —Pasó la mirada por la habitación hasta localizar a Kusum—… la hermana de ese hombre.
—¿Es ella el «asunto personal» con que lo ayudaste?
—¿Oh? —dijo él con una sonrisa lenta—. ¿Has estado preguntando por mí?
Gia apartó los ojos.
—Burkes ha mencionado tu nombre. No yo.
—¿Sabes una cosa, Gia? —dijo Jack, sabiendo que no debía hacerlo pero incapaz de resistirse—. Estás muy guapa cuando te pones celosa.
Gia enrojeció, y sus ojos relampaguearon.
—¡No seas absurdo!
Se volvió y se alejó.
Muy típico, pensó Jack. No quería tener nada que ver con él, pero tampoco quería verle con nadie más.
Miró a su alrededor buscando a Kolabati, que no era en absoluto típica, y la encontró al lado de su hermano, que parecía hacer todo lo posible por ignorar su presencia. Mientras se acercaba a la silenciosa pareja, Jack se maravilló por el modo en que el vestido de Kolabati se ceñía a su cuerpo. El tejido de gasa, de un blanco deslumbrante, serpenteaba sobre su hombro derecho para envolverle los pechos como un vendaje. Llevaba el hombro izquierdo completamente desnudo, revelando su piel oscura y sin mácula a la admiración de todos. Y había muchos admiradores.
—Hola, señor Bahkti —dijo, entregando su copa a Kolabati.
Kusum miró al champán, luego a Kolabati, y dirigió una sonrisa gélida a Jack.
—¿Puedo felicitarle por la decadencia de su atuendo?
—Gracias. Sabía que no estaba de moda, pero me atrae lo decadente. ¿Cómo está su abuela?
—Físicamente bien, pero me temo que sufre de trastornos mentales.
—Está muy bien —dijo Kolabati, fulminando a su hermano con la mirada—. He tenido noticias hace poco, y está muy bien. —Luego sonrió dulcemente—. Oh, por cierto, querido Kusum, Jack me ha preguntado hoy por la hierba durba. ¿Puedes decirle algo sobre ella?
Jack vio que Kusum se tensaba. Sabía que Kolabati se había sobresaltado cuando se lo había preguntado por teléfono aquel mismo día. ¿Qué significaba la durba para aquellos dos?
Aún sonriendo, Kolabati se alejó mientras Kusum le miraba.
—¿Qué deseaba saber?
—Nada en particular. Excepto que… ¿puede usarse como laxante?
El rostro de Kusum permaneció impasible.
—Tiene muchos usos, pero nunca he oído que lo recomienden para el estreñimiento. ¿Por qué lo pregunta?
—Por curiosidad. Una anciana que conozco dijo que estaba usando un compuesto con extracto de durba.
—Me sorprende. Creí que no había durba en América. ¿Dónde lo compró?
Jack estudiaba el rostro de Kusum. Había algo en él… Algo que no podía definir.
—No lo sé. Ahora mismo está de viaje. Se lo preguntaré cuando regrese.
—Tírelo si lo tiene, amigo mío —dijo Kusum gravemente—. Hay algunos preparados a base de durba que tienen efectos secundarios indeseables. Tírelo. —Antes de que Jack pudiera decir nada, Kusum le dirigió una de sus pequeñas inclinaciones—. Disculpe. Debo hablar con unas cuantas personas antes de que acabe la noche.
¿Efectos secundarios indeseables? ¿Qué diablos significaba eso?
Jack recorrió la habitación. Volvió a ver a Gia, pero ella esquivó su mirada. Finalmente sucedió lo inevitable: se encontró con Nellie Paton. Vio el dolor tras su sonrisa, y de repente se sintió absurdo con su esmoquin pasado de moda. Aquella mujer le había pedido que le ayudara a encontrar a su hermana desaparecida, y allí estaba él, disfrazado de gigoló.
—Gia me ha dicho que no ha hecho ningún progreso —dijo ella en voz baja tras un breve saludo.
—Lo estoy intentando. Me gustaría tener más indicios. Estoy haciendo lo que…
—Ya lo sé, querido —dijo Nellie, palmeándole la mano—. Me dijo la verdad. No hizo promesas, y me advirtió de que tal vez no podría hacer más de lo que ya ha hecho la policía. Sólo necesito saber que alguien sigue buscando.
—Lo estoy haciendo. —Extendió los brazos—. Tal vez no lo parezca, pero la estoy buscando.
—¡Oh, tonterías! —dijo ella con una sonrisa—. Todo el mundo necesita un descanso. Y ciertamente, parece haber venido bien acompañado.
Jack se volvió hacia donde miraba Nellie, y vio que Kolabati se acercaba. Presentó a las dos mujeres.
—¡Oh, he conocido a su hermano esta noche! —dijo Nellie—. Un hombre encantador.
—Cuando quiere serlo, sí —replicó Kolabati—. Por cierto, ¿alguno de los dos le ha visto últimamente?
Nellie asintió.
—Le he visto marcharse hace unos diez minutos.
Kolabati dijo una palabra entre dientes. Jack no hablaba el idioma, pero reconocía una maldición cuando la oía.
—¿Ocurre algo?
Ella le sonrió sólo con los labios.
—Nada en absoluto. Sólo quería preguntarle algo antes de que se fuera.
—Hablando de marcharse —dijo Nellie—. Creo que es una buena idea. Discúlpenme. Voy a buscar a Gia. —Se alejó.
Jack miró a Kolabati.
—No es mala idea. ¿Has tenido suficientes diplomáticos para una noche?
—Para más de una noche.
—¿Adónde vamos?
—¿Qué tal tu apartamento? A menos que tengas una idea mejor.
A Jack no se le ocurrió ninguna.
11
Kolabati se había pasado casi toda la velada devanándose el cerebro en busca de un modo de hablar del tema con Jack. Tenía que averiguar lo de la durba. ¿Dónde había oído hablar de ella? ¿Tenía algo en el apartamento? Tenía que saberlo.
Se decidió por un ataque frontal. En cuanto llegaron al apartamento, le preguntó:
—¿Dónde está la durba?
—No tengo —dijo Jack mientras se quitaba la chaqueta y la colgaba en una percha.
Kolabati pasó la vista por la habitación. No vio ninguna maceta.
—Tienes que tener algo.
—De veras, no tengo.
—Entonces, ¿por qué me has preguntado por ella hoy por teléfono?
—Te he dicho…
—La verdad, Jack. —Kolabati vio que iba a ser difícil sacarle una respuesta sincera. Pero tenía que saberlo—. Por favor. Es importante.
Jack la hizo esperar mientras se aflojaba la corbata y el cuello de la camisa. Pareció alegrarse de librarse de aquellas prendas. La miró a los ojos. Por un momento, Kolabati pensó que iba a decirle la verdad. En lugar de ello, le respondió con otra pregunta.
—¿Por qué quieres saberlo?
—Dímelo, Jack.
—¿Por qué es tan importante?
Ella se mordió el labio. Tenía que decirle algo.
—Preparada de cierta manera puede ser peligrosa.
—Peligrosa… ¿cómo?
—Por favor, Jack. Déjame ver lo que tienes, y te diré si debes preocuparte por algo.
—Tu hermano también me ha advertido sobre la durba.
—¿De veras? —Aún no podía creer que Kusum no tuviera nada que ver con aquello. Pero había advertido a Jack—. ¿Qué te ha dicho?
—Ha mencionado los efectos. Efectos secundarios «indeseables». Pero no ha dicho cuáles podían ser. Esperaba que tal vez tú…
—¡Jack! ¿Por qué estás jugando conmigo?
Estaba realmente preocupada por él. Asustada por él. Tal vez finalmente Jack se dio cuenta. La miró fijamente y se encogió de hombros.
Se dirigió al gran aparador victoriano, tomó una botella de un pequeño cajón oculto entre los grabados y se lo llevó a Kolabati. Instintivamente, ella alargó la mano. Jack apartó el frasco y sacudió la cabeza mientras desenroscaba el tapón.
—Primero huele.
Lo sostuvo bajo su nariz. A la primera aspiración, Kolabati creyó que las rodillas iban a flaquearle. ¡Elixir de rakoshi! Trató de agarrar el frasco, pero Jack fue más rápido y lo sostuvo fuera de su alcance. ¡Tenía que quitárselo!
—Dámelo, Jack. —Le temblaba la voz a causa del terror que sentía por él.
—¿Por qué?
Kolabati suspiró profundamente y empezó a caminar en torno a la habitación. «¡Piensa!»
—¿Quién te lo dio? Y por favor, no me preguntes por qué quiero saberlo. Sólo respóndeme.
—De acuerdo. Respuesta: nadie.
Ella le miró, furiosa.
—Volveré a formular la pregunta. ¿Dónde lo conseguiste?
—En el tocador de una anciana que desapareció entre el lunes por la noche y el martes por la mañana, y de la que no se ha sabido nada desde entonces.
¡De modo que el elixir no era para Jack! Lo había obtenido de segunda mano. Empezó a relajarse.
—¿Bebiste algo?
—No.
Aquello no tenía sentido. Un rakosh había estado allí aquella noche. Estaba segura de ello. El elixir debió atraerlo. Se estremeció ante lo que podía haber ocurrido si Jack se hubiera encontrado allí solo.
—Debiste beber.
Jack frunció el ceño.
—Oh, sí… Lo probé. Sólo una gota.
Ella se le acercó, sintiendo una opresión en el pecho.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—¿Y hoy?
—Nada. No es exactamente un refresco.
Alivio.
—No debes permitir que una sola gota de esto toque tus labios de nuevo… ni los de nadie más.
—¿Por qué no?
—¡Tíralo al retrete! ¡Échalo a la alcantarilla! ¡Lo que sea! ¡Pero no dejes que vuelva a entrar en tu cuerpo!
—¿Qué tiene de malo?
Jack estaba enfadándose visiblemente. Kolabati sabía que quería respuestas, y no podía decirle la verdad sin que él la creyera loca. Dijo lo primero que se le pasó por la cabeza.
—Es un veneno mortal. Tuviste suerte de tomar sólo una pequeña cantidad. Algo más, y hubieras…
—No es cierto —dijo él, levantando el frasco aún destapado—. Lo he hecho analizar hoy. No hay ninguna toxina.
Kolabati se maldijo por no haber deducido que lo habría hecho analizar. ¿Cómo si no habría podido saber que contenía durba?
—Es venenoso en otro sentido —dijo, improvisando de cualquier manera, sabiendo que Jack no iba a creerla. ¡Si hubiera sido capaz de mentir como Kusum! Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de frustración—. ¡Oh, Jack, por favor, escúchame! ¡No quiero que te ocurra nada! ¡Confía en mí!
—Confiaré en ti si me dices lo que ocurre. Encuentro esto entre las posesiones de una mujer desaparecida, y tú me dices que es peligroso, pero no quieres decir cómo ni por qué. ¿Qué está pasando?
—¡No sé qué está pasando! De veras. ¡Todo lo que puedo decirte es que a quien beba este líquido le ocurrirá algo horrible!
—¿En serio? —Jack contempló la botella en su mano, y luego miró a Kolabati.
«¡Créeme! ¡Por favor, créeme!»
Sin previo aviso, Jack se acercó la botella a la boca.
—¡No! —Kolabati saltó hacia él, gritando.
Demasiado tarde. Vio que su garganta se movía. Había tragado algo de líquido.
—¡Idiota!
Se enfureció contra su propia estupidez. ¡Ella era la idiota! No había pensado con claridad. De haberlo hecho, hubiera comprendido la inevitabilidad de lo que acababa de ocurrir. Después de su hermano, Jack era el hombre más inflexible que había conocido. Sabiéndolo, ¿cómo podía haber pensado que le daría el elixir sin una explicación completa de lo que era? Cualquier estúpido hubiera previsto que Jack precipitaría los acontecimientos de aquella manera. Los mismos motivos que hacían que se sintiera atraída por Jack podían haberle condenado.
Y se sentía muy atraída por él. Con un sobresalto, descubrió la verdadera profundidad de sus sentimientos al verle tragar el elixir de rakoshi. Había tenido una buena cantidad de amantes. Habían entrado y salido de su vida en Bengala, en Europa, en Washington. Pero Jack era especial. La hacía sentirse completa. Tenía algo que los demás no poseían: una pureza (¿era aquella la palabra adecuada?) que deseaba para sí. Quería estar con él, quedarse con él, hacerlo suyo.
Pero antes tenía que encontrar el modo de mantenerlo con vida aquella noche.
12
La promesa estaba hecha… La promesa debía ser cumplida… La promesa estaba hecha…
Kusum repetía las palabras una y otra vez en su mente.
Estaba sentado en su camarote con el Gita abierto sobre el regazo. Había dejado de leerlo. El barco se balanceaba suavemente, en silencio a excepción de los sonidos familiares procedentes de la bodega principal. Apenas los oía. Los pensamientos corrían por su mente como un torrente salvaje. La mujer a la que había conocido aquella noche, Nellie Paton. Sabía su nombre de soltera: Westphalen. Una anciana dulce e inofensiva con pasión por el chocolate, preocupada por su hermana desaparecida, sin saber que su preocupación era totalmente inútil, y que haría mejor preocupándose por sí misma. Pues sus días podían contarse con los dedos de una sola mano. Tal vez con un solo dedo.
Y la mujer rubia, que no era una Westphalen, pero sí la madre de una. Madre de una niña que pronto sería la última Westphalen. Madre de una niña que debía morir.
«¿Estoy cuerdo?»
Cuando pensaba en el viaje que había emprendido, en la destrucción que ya había causado, se estremecía. Y sólo había hecho la mitad. Richard Westphalen había sido el primero. Le había sacrificado a los rakoshi durante su estancia en la embajada de Londres. Recordaba al querido Richard: sus ojos dilatados por el miedo, su llanto, sus gemidos, sus súplicas mientras se estremecía ante los rakoshi y respondía con todo detalle a todas las preguntas de Kusum sobre sus tías y su hija en los Estados Unidos. Recordaba lo lastimeramente que Richard Westphalen había suplicado por su vida, ofreciendo cualquier cosa (incluso a su pareja de aquel momento) a cambio de que se le permitiera vivir.
Richard Westphalen no había muerto con honor, y su karma llevaría aquella mancha durante muchas reencarnaciones.
El placer que Kusum había sentido al entregar al aterrado Richard Westphalen a los rakoshi le había preocupado. Estaba cumpliendo con su deber. No hubiera debido disfrutar con ello. Pero en aquel momento había pensado que si los tres Westphalen restantes eran criaturas tan desagradables como Richard, cumplir su promesa sería un servicio a la humanidad.
Las cosas salieron de un modo distinto. La anciana, Grace Westphalen, estaba hecha de un material más duro. Se había defendido bien antes de desmayarse. Kusum la había entregado inconsciente a los rakoshi.
Pero Richard y Grace habían sido extraños para Kusum. Sólo les había visto desde lejos antes de los sacrificios. Había investigado sus hábitos personales y estudiado sus rutinas, pero nunca se les había acercado ni hablado con ellos.
Aquella noche había estado a medio metro de Nellie Paton, hablando de bombones con ella. La había encontrado agradable, generosa y sencilla. Pero debía morir por obra suya.
Kusum se frotó los ojos con el puño, obligándose a pensar en las perlas que había visto en torno al cuello de Nellie, las joyas en sus dedos, la lujosa casa que poseía, la riqueza que tenía a su disposición, todo ello adquirido al terrible precio de la muerte y destrucción de su familia. Que Nellie Paton ignorara el origen de su riqueza era algo secundario.
La promesa estaba hecha…
Y el camino hacia el verdadero karma pasaba por cumplir aquella promesa. Aunque había fracasado durante su vida, podía arreglarlo todo siendo fiel a su primera promesa, su vrata. La Diosa le había susurrado durante la noche. Kali le había mostrado el camino.
Kusum pensó en el precio que habían pagado otros (o que pronto pagarían) por la purificación de su karma. Que estuviera contaminado no era culpa de nadie más que suya. Había tomado libremente los votos de Brahmacharya, y durante muchos años había llevado una vida de castidad y abstinencia sexual. Hasta que…
Su mente trató de esquivar el recuerdo de los días que acabaron con su vida como Brahmachari. Los pecados (patakas) manchaban todas las vidas. Pero él había cometido un mahapataka, contaminando su karma por completo. Era un golpe catastrófico en su búsqueda del moksha, la liberación de la rueda kármica. Significaba que sufriría enormemente, y volvería a nacer como un hombre de casta baja. Porque había traicionado su voto de Brahmacharya del modo más abominable.
Pero no traicionaría el vrata hecho a su padre. Aunque había transcurrido más de un siglo desde el crimen, todos los descendientes de sir Albert Westphalen debían morir por ello. Sólo quedaban dos.
Se oyó un nuevo sonido abajo. La Madre arañaba la escotilla. Había captado el Rastro y quería cazar.
Se incorporó y se dirigió a la puerta del camarote, pero se detuvo y vaciló. Sabía que la Paton había recibido los bombones. Antes de salir de Londres había inyectado en cada uno de ellos unas gotas del elixir, y había dejado el paquete envuelto y con la dirección escrita al cuidado de una secretaria, con órdenes de no enviarlo hasta recibir instrucciones. Y había llegado. Todo sería perfecto.
De no ser por Jack.
Era obvio que Jack conocía a los Westphalen. Una coincidencia sorprendente, pero tampoco increíble cuando uno consideraba que tanto los Westphalen como Kusum conocían a Jack a través de Burkes, de la representación británica. Y, al parecer, Jack se había hecho con la botella de elixir que Kusum se había encargado de que Grace Westphalen recibiera el fin de semana anterior. ¿Había sido simple casualidad que escogiera aquella botella en particular para investigarla? Por lo poco que Kusum sabía de Jack, lo dudaba.
Pese al riesgo considerable que representaba Jack (sus habilidades intuitivas y su capacidad y disposición a la violencia física le convertían en un hombre muy peligroso), Kusum no deseaba que sufriera daño alguno. Tenía una deuda con él por haber devuelto el collar a tiempo. Lo que era más importante, Jack era una criatura muy rara en el mundo occidental. Kusum no quería ser responsable de su extinción. Y además, sentía cierta afinidad con aquel hombre. Percibía que Jack el Reparador era un exiliado en su propio país, igual que Kusum lo había sido en el suyo… hasta hacía muy poco. Era cierto que Kusum tenía un número cada vez mayor de seguidores en su país, y que se movía en los círculos más altos del cuerpo diplomático de la India, pero en su corazón seguía siendo un exiliado. Porque nunca formaría, ni podría formar, parte de la «nueva» India.
¡La «nueva» India! En cuanto hubiera cumplido su promesa, regresaría allí con sus rakoshi. Y entonces emprendería la tarea de transformar la «nueva» India en un país fiel a sus tradiciones.
Tenía tiempo.
Y tenía a los rakoshi.
Los arañazos de la madre sobre la escotilla se volvieron más insistentes. Tendría que dejarla cazar aquella noche. Sólo podía esperar que la Paton hubiera comido algún bombón, y que la Madre llevara hasta allí a su cachorro. Estaba seguro de que Jack tenía la botella de elixir, y de que lo había probado en algún momento del día anterior; una sola gota bastaba para atraer a un rakosh. No era probable que lo probara por segunda vez. De modo que la portadora del Rastro debía ser Nellie Paton.
Kusum sintió que le invadía la expectación mientras se dirigía abajo.
13
Estaban abrazados sobre el sofá, Jack sentado y Kolabati tumbada sobre él, con el cabello como una nube oscura sobre su rostro. Una repetición de la noche anterior, sólo que aquella vez no habían conseguido llegar al dormitorio.
Tras la primera reacción horrorizada de Kolabati al verle tragar el líquido, Jack había esperado para ver qué decía. Tomar aquel sorbo había sido un movimiento muy drástico, pero estaba harto de golpearse la cabeza contra la pared. Tal vez de aquel modo conseguiría algunas respuestas.
Pero ella no había dicho nada. En lugar de ello, había empezado a desvestirle. Cuando protestó, ella empezó a hacerle cosas con las yemas de los dedos que borraron de su mente cualquier pregunta sobre líquidos misteriosos.
Las preguntas podían esperar. Todo podía esperar.
Jack flotaba en un lánguido río de sensaciones que le conducía a un lugar desconocido. Había hecho un intento de tomar el timón pero había renunciado a ello, cediendo al conocimiento superior de Kolabati sobre las diversas corrientes y afluentes del trayecto. Si de él dependía, Kolabati podía llevarle adonde quisiera. Habían explorado nuevos territorios la primera vez, y todavía más la segunda. Jack estaba dispuesto a seguir forzando los límites. Sólo esperaba poder mantenerse a flote durante las sucesivas expediciones.
Kolabati empezaba a guiarlo hacia la siguiente aventura cuando regresó el olor; sólo un rastro, pero lo suficiente para reconocer el hedor inolvidable de la noche anterior.
Si Kolabati lo captó, ni dijo nada. Pero se apoyó en las rodillas de inmediato, y acercó sus caderas a él. Mientras se situaba a horcajadas sobre el regazo de Jack con un leve suspiro, le apretó los labios con los suyos. Era la posición más convencional que habían usado en toda la noche. Jack encontró el ritmo y empezó a moverse con ella, pero, al igual que la noche anterior cuando el olor había invadido el apartamento, percibió en Kolabati una extraña tensión que enfrió su ardor.
Y aquel olor: nauseabundo, cada vez más fuerte, llenando el aire a su alrededor. Parecía proceder de la habitación del televisor. Jack apartó la cabeza de la garganta de Kolabati, donde la había estado besando en torno al collar del hierro. Por encima de los movimientos de su hombro derecho, podía mirar hacia la oscuridad de aquella habitación. No vio nada…
Hubo un ruido.
Un chasquido, en realidad, muy parecido al zumbido que producía de vez en cuando el aparato de aire acondicionado en la habitación del televisor. Pero diferente. Un poco más sólido. Algo en él alertó a Jack. Mantuvo los ojos abiertos.
Y mientras observaba, dos pares de ojos amarillos empezaron a relucir en el exterior de la ventana de la habitación del televisor.
Tenía que ser un efecto de la luz. Entrecerró los ojos para ver mejor, pero los ojos siguieron allí. Se movían, como si buscaran algo. Uno de los dos pares se clavó en Jack por un instante. Una uña gélida pareció arañarle el corazón al mirar aquellas esferas relucientes, como si estuviera viendo la esencia misma del mal. Sintió que se encogía en el interior de Kolabati. Deseó apartarla de sí, correr al viejo secreter de roble, sacar todas las pistolas ocultas allí y dispararlas de dos en dos contra aquella ventana.
Pero no podía moverse. Un terror como nunca había sentido le aferró en una garra sudorosa y lo clavó al sofá. Lo ajeno de aquellos ojos y la maldad pura que contenían le paralizaban.
Kolabati tenía que saber que algo iba mal. Era imposible que no lo supiera. Ella apartó un poco la cabeza y le miró.
—¿Qué ves? —Tenía los ojos muy abiertos y la voz apenas audible.
—Ojos —dijo Jack—. Ojos amarillos. Dos pares.
Ella contuvo la respiración.
—¿En la otra habitación?
—Al otro lado de la ventana.
—No te muevas, no digas ni una palabra.
—Pero…
—Hazlo por los dos. Por favor.
Jack no se movió ni habló. Miró el rostro de Kolabati, tratando de descifrarlo. Ella estaba asustada, pero no pudo leer nada más. ¿Por qué no la había afectado la idea de unos ojos que los observaban a través de una ventana del tercer piso donde no había escalera de incendios?
Volvió a mirar por encima del hombro de Kolabati. Los ojos seguían allí, todavía buscando algo. ¿Qué? Parecían confusos. Incluso cuando le miraban directamente, no parecían verle. Su mirada se deslizaba sobre Jack, fluía a su alrededor, pasaba a través de él.
«¡Esto es una locura! ¿Por qué estoy aquí sentado?»
Estaba furioso consigo mismo por ceder tan fácilmente al temor a lo desconocido. Había algún tipo de animal allí fuera; dos animales. Nada con lo que no pudiera enfrentarse.
Cuando Jack empezó a levantar a Kolabati, ella emitió un gritito. Le rodeó el cuello con los brazos en un fuerte apretón, y le clavó las rodillas en las caderas.
—¡No te muevas! —Su voz era un siseo frenético.
—Deja que me levante.
Trató de zafarse, pero Kolabati se volvió y le hizo caer sobre ella. La situación podía haber sido cómica, de no haber sido por el verdadero terror en su rostro.
—¡No me dejes!
—Voy a ver qué hay ahí fuera.
—¡No! ¡Si valoras tu vida, te quedarás donde estás!
Aquello empezaba a sonar como una película mala.
—¡Vamos! ¿Qué hay ahí fuera?
—Es mejor que nunca lo sepas.
Aquello fue demasiado. Trató de desasirse de Kolabati, suave pero firmemente. Ella protestaba sin cesar y se negaba a soltarle el cuello. ¿Se había vuelto loca? ¿Qué le sucedía?
Finalmente logró ponerse en pie, con Kolabati todavía agarrada a él, y tuvo que arrastrarla hasta la puerta de la habitación contigua.
Los ojos habían desaparecido.
Jack se tambaleó hasta la ventana. No había nada. Ni tampoco pudo ver nada en la oscuridad del callejón de abajo. Se volvió, dentro del círculo de los brazos de Kolabati.
—¿Qué había ahí fuera?
La expresión de Kolabati se había vuelto encantadora e inocente.
—Tú mismo lo has visto: nada.
Le soltó y regresó al salón, completamente inconsciente de su desnudez. Jack contempló el balanceo de sus caderas recortadas por la luz mientras se alejaba. Había ocurrido algo, y Kolabati sabía qué era. Pero Jack no sabía cómo conseguir que se lo dijera. No había conseguido averiguar nada sobre el tónico de Grace… y luego aquello.
—¿De qué tenías tanto miedo? —preguntó, siguiéndola.
—No tenía miedo. —Kolabati empezó a ponerse la ropa interior. Jack imitó sus palabras:
—«Si valoras tu vida» y todo eso que has dicho. ¡Tenías miedo! ¿De qué?
—Jack, te quiero mucho —dijo ella con una voz que no acababa de sonar tan despreocupada como sin duda pretendía—, pero a veces eres un poco tonto. Era sólo un juego.
Jack comprendió que era inútil insistir. Ella no tenía intención de decirle nada. La observó mientras acababa de vestirse (no tardó mucho, pues no llevaba demasiada ropa), con una sensación de déjà vu. ¿No habían interpretado aquella escena la noche anterior?
—¿Te vas?
—Sí, tengo que…
—Ir a ver a tu hermano.
Ella le miró.
—¿Cómo lo has sabido?
—Pura suerte.
Kolabati se le acercó y le rodeó el cuello con los brazos.
—Siento tener que irme corriendo otra vez. —Le besó—. ¿Podemos vernos mañana?
—Estaré fuera de la ciudad.
—¿El lunes, entonces?
Consiguió evitar decir que sí.
—No lo sé. No me gusta demasiado nuestra rutina: venimos aquí, hacemos el amor, la habitación se llena de mal olor, tú te tensas y te pegas a mí como una segunda piel, el olor desaparece y tú te marchas.
Kolabati volvió a besarle, y Jack sintió que empezaba a responderle. Aquella mujer hindú sabía lo que hacía.
—No volverá a ocurrir, te lo prometo.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Simplemente lo estoy —dijo ella con una sonrisa.
Jack la acompañó a la puerta y echó la llave detrás de ella. Todavía desnudo, se dirigió a la ventana de la habitación del televisor y permaneció contemplando la oscuridad. La escena de la playa era apenas visible en la pared al otro lado del callejón. Nada se movía, no había ojos brillantes. No estaba loco ni tomaba drogas. Había habido algo; dos algos allí fuera aquella noche. Dos pares de ojos amarillos habían estado observando el interior. Había algo familiar en aquellos ojos, pero no consiguió establecer la conexión. No se esforzó. Llegaría tarde o temprano.
Su atención se desvió a la repisa del exterior de la ventana, donde vio tres largos arañazos blancos sobre el cemento. Estaba seguro de que no los había visto antes. Se sentía desconcertado e inquieto, furioso y frustrado, y… ¿qué podía hacer? Kolabati se había ido.
Se dirigió a la otra habitación en busca de una cerveza. De camino, echó un vistazo al estante del gran aparador donde había dejado la botella del líquido vegetal después de tomar el trago.
Había desaparecido.
14
Kolabati avanzaba a toda prisa hacia el este. Jack vivía en una zona residencial con árboles cerca del bordillo y coches aparcados a ambos lados de la calle. Era agradable de día, pero por la noche… Demasiadas sombras inescrutables, demasiados escondites oscuros. No temía a los rakoshi, al menos mientras llevara el collar. Temía a los humanos. Y con razón. Sólo había que ver lo que había ocurrido el miércoles por la noche porque un delincuente había creído que un collar de hierro y topacios parecía valioso.
Se relajó al llegar al oeste de Central Park. Allí había mucho tráfico, pese a lo tardío de la hora, y las farolas de sodio sobre la calle hacían que el mismo aire pareciera resplandecer. Junto a ella pasaron varios taxis vacíos. No les hizo caso. Tenía algo que hacer antes de llamar a uno.
Kolabati avanzó junto al bordillo hasta encontrar una tapa de alcantarilla. Metió la mano en su bolso y extrajo la botella de elixir de rakoshi. No le había gustado robársela a Jack, porque tendría que inventar una explicación convincente más tarde. Pero le hubiera robado una y otra vez para mantenerlo a salvo.
Desenroscó el tapón y vertió la mezcla verde en la alcantarilla, aguardando hasta que cayó la última gota.
Suspiró de alivio. Jack estaba a salvo. Ningún otro rakosh vendría a por él.
Percibió a alguien detrás de ella y se volvió. Había una anciana a unos cuatro metros de distancia que la había visto inclinarse sobre la alcantarilla. Una vieja entrometida. A Kolabati le parecieron repugnantes sus arrugas y su postura encorvada. Nunca quería ser tan vieja.
Kolabati se irguió, volvió a tapar la botella y la guardó en el bolso. La guardaría para Kusum.
«Sí, querido hermano», pensó con decisión. «No sé cómo ni con qué objetivos, pero sé que estás implicado en esto. Y pronto tendré las respuestas».
15
Kusum estaba en la sala de máquinas en la popa de su barco, y todas las células de su cuerpo vibraban al ritmo de las monstruosidades de diesel que tenía a cada lado. El zumbido, el rugido, el estrépito de dos motores gemelos capaces de generar una potencia total de casi 3.000 caballos le martilleaban los tímpanos. Un hombre podía morir gritando allí abajo, en las entrañas del barco, y en la cubierta superior directamente encima nadie podría oírlo; con los motores en marcha, ni siquiera se oiría a sí mismo.
Las entrañas del barco: un nombre apropiado. Tuberías como masas de intestinos cruzaban el aire, a lo largo de las paredes, bajo las pasarelas, en vertical, en horizontal, en diagonal.
Los motores estaban calientes. Hora de llamar a la tripulación.
La docena de rakoshi que había estado entrenando para manejar el barco habían trabajado bien, pero quería mantenerlos alerta. Quería poder hacerse a la mar en poco tiempo. Esperaba que la necesidad no surgiera, pero los acontecimientos de los últimos días le habían aconsejado no dar nada por descontado. Aquella noche había aumentado su intranquilidad.
Estaba de mal humor al salir de la sala de máquinas. De nuevo la Madre y su cachorro habían regresado con las manos vacías. Aquello sólo podía significar una cosa. Jack había vuelto a probar el elixir, y Kolabati había estado allí para protegerle… con su cuerpo.
La idea llenaba a Kusum de desesperación. Kolabati se estaba destruyendo. Había pasado demasiado tiempo entre occidentales. Ya había absorbido su modo de vestir. ¿Qué otras costumbres repugnantes habría adoptado? Tenía que encontrar el modo de salvarla de sí misma.
Pero no aquella noche. Tenía sus propias preocupaciones. Había terminado sus plegarias nocturnas; había repetido la ofrenda de agua y sésamo que presentaba a la diosa tres veces al día… y le presentaría un sacrificio más de su gusto la noche siguiente. Estaba listo para trabajar. No habría castigo para los rakoshi aquella noche, sólo trabajo.
Kusum tomó el látigo de donde lo había dejado en la cubierta y golpeó con el mango la escotilla que conducía a la bodega principal. La Madre y los cachorros que formaban la tripulación estarían esperando al otro lado. El sonido de los motores era su señal para prepararse.
Kusum se detuvo ante los controles. Las pantallas de rayos catódicos, verde sobre negro, con sus lecturas y gráficos parpadeantes, parecían más propias de un vehículo lunar que de aquella bañera. Pero a Kusum ya le eran familiares. Durante su estancia en Londres, había informatizado casi todas las funciones del barco, incluyendo el cálculo del rumbo y la navegación. Una vez en alta mar, podía fijar su destino en el GPS, conectarlo al ordenador y dedicarse a otros asuntos. El ordenador elegiría el mejor rumbo entre las rutas de navegación estándar, dejándolo a sesenta millas de la costa de su destino, molestándolo durante el trayecto sólo en caso de que aparecieran otros barcos en la proximidad asignada.
Y todo funcionaba. En su viaje de prueba a través del Atlántico (con una tripulación humana como reserva, y los rakoshi remolcados en una barcaza) no había habido un solo fallo.
Pero el sistema sólo funcionaba en alta mar. Ningún ordenador lo sacaría del puerto de Nueva York. Podría ayudar en algo, pero Kusum tendría que hacer casi todo el trabajo, sin ayuda de remolques o pilotos. Era ilegal, por supuesto, pero no podía arriesgarse a permitir que nadie subiera a bordo, ni siquiera un práctico del puerto. Estaba seguro de que si calculaba el momento de la partida con cuidado, podría llegar a las aguas internacionales antes de que nadie pudiera detenerle. Pero si la patrulla del puerto o los guardacostas trataban de abordarle, Kusum tendría listo su propio grupo de abordaje.
El río estaba oscuro y silencioso, los muelles desiertos. Kusum comprobó sus instrumentos. Todo estaba listo para el ejercicio de aquella noche. Un solo parpadeo de las luces, y los rakoshi entraron en acción, aflojando y soltando cables y amarras. Eran ágiles e infatigables. Podían saltar al muelle desde la regala, soltar las amarras de los norayes y volver a trepar a la cubierta usando las mismas amarras. Si alguno caía al agua, no tenía importancia. Los rakoshi se sentían cómodos en el agua. De hecho, habían nadado detrás del barco en cuanto Kusum ordenó soltar la barcaza frente a Staten Island, y trepado a bordo después de que el barco hubiera anclado y sido inspeccionado por los agentes de aduanas.
La Madre avanzó hasta el centro de la escotilla delantera. Aquella era la señal de que todos los cables estaban sueltos. Kusum puso el motor marcha atrás. Las hélices gemelas de abajo empezaron a alejar la popa del muelle. El ordenador ayudaba a Kusum a hacer pequeñas correcciones para compensar las corrientes de la marea, pero casi toda la carga del trabajo descansaba sobre sus hombros. Con un carguero mayor, aquella maniobra hubiera sido imposible. Pero con aquel barco en particular, equipado como estaba y con Kusum al timón, era factible. Kusum había necesitado muchos intentos a lo largo de los meses, muchos golpes contra el muelle y uno o dos momentos de tensión en los que había llegado a creer que había perdido todo el control del barco antes de aprender. Pero ya era una rutina.
El barco retrocedió en dirección a Nueva Jersey hasta abandonar el muelle. Dejando el motor de estribor marcha atrás, Kusum pasó el de babor a punto muerto, y luego hacia delante. El barco empezó a virar hacia el sur. Kusum había tenido que buscar durante mucho tiempo para encontrar aquel barco; pocos mercantes de aquel tamaño tenían hélices gemelas. Pero su paciencia había dado fruto. Poseía un barco capaz de virar 360 grados dentro de la longitud de su propia eslora.
Cuando la proa hubo virado noventa grados y apuntaba hacia la Batería, Kusum detuvo los motores. De haber sido el momento de zarpar, hubiera puesto rumbo a los Narrows y el océano Atlántico. ¡Ojalá hubiera podido! Si hubiera cumplido con su deber allí… De mala gana, puso el motor de estribor hacia delante y el de babor hacia atrás. La proa volvió a virar hacia el puerto. Luego alternó las marchas de ambos motores hasta que el barco volvió a ocupar su lugar. Dos parpadeos de las luces, y los rakoshi saltaron al muelle y empezaron a asegurar el barco.
Kusum se permitió una sonrisa de satisfacción. Sí, estaban listos. No pasaría mucho tiempo antes de poder abandonar aquel país obsceno para siempre.
Y Kusum se encargaría de que los rakoshi no regresaran aquella noche con las manos vacías.