Bengala Occidental, India
Viernes, 24 de julio de 1857
El svamin Jaggernath y su caravana de mulas iban a aparecer en cualquier momento.
La tensión oprimía al capitán sir Albert Westphalen como una serpiente. Si no conseguía obtener el equivalente a cincuenta mil libras esterlinas con aquella acción, tendría que reconsiderar su regreso a Inglaterra. Sólo le aguardarían allí la desgracia y la pobreza.
Él y sus hombres estaban agazapados tras una elevación cubierta de hierba, aproximadamente tres kilómetros al noroeste de Bharangpur. La lluvia había cesado a mediodía, pero había más en camino. El monzón de verano había llegado a Bengala, trayendo consigo la lluvia de todo el año en el espacio de pocos meses. Westphalen contempló la gran extensión de verde que el mes anterior había sido un desierto árido. La India era una tierra impredecible.
Mientras aguardaba junto a su caballo, Westphalen rememoró las últimas cuatro semanas. No había estado ocioso. Ni mucho menos. Había dedicado gran parte de cada día a interrogar a todos los ingleses de Bharangpur respecto a lo que sabían sobre la religión hindú en general y sobre el Templo de las Colinas en particular. Y cuando hubo agotado los recursos de sus compatriotas, acudió a los hindúes locales que tenían un dominio decente del inglés. Le dijeron más de lo que quería saber sobre el hinduismo, y casi nada sobre el templo.
Pero sí aprendió mucho sobre Kali. Era muy popular en Bengala; incluso el nombre de la mayor ciudad de la región, Calcuta, era la versión inglesa de Kalighata, el enorme templo dedicado a ella. La Diosa Negra. No era una deidad reconfortante. Se la conocía como Madre Noche, la devoradora de todo, la destructora de todo, incluso de Shiva, su consorte, sobre cuyo cadáver se la representaba en muchas de las imágenes que Westphalen había visto. Sacrificios de sangre, generalmente cabras y aves, eran ofrecidos a Kali regularmente en muchos templos, pero había oído susurros sobre otros sacrificios… sacrificios humanos.
Nadie en Bharangpur había visto nunca el Templo de las Colinas, ni conocía a nadie que lo hubiera visto. Pero Westphalen averiguó que de vez en cuando un buscador de curiosidades o un peregrino se aventuraba en las colinas para encontrar el templo. Algunos seguían a Jaggernath a discreta distancia, otros buscaban su propio camino. Los pocos que regresaban decían que su búsqueda había sido infructuosa, y contaban historias de seres extraños que se movían por las colinas durante la noche, siempre fuera del alcance de la luz, pero siempre presentes, observando. Respecto a los demás, se daba por sentado que los peregrinos de corazón puro eran aceptados en la orden del templo, y que los aventureros y simples curiosos se convertían en alimento de los rakoshi que custodiaban el templo y su tesoro. Un coronel que estaba a punto de empezar su tercera década en la India le aseguró que un rakosh era un demonio devorador de carne, el equivalente bengalí al Hombre del Saco de los ingleses, usado para asustar a los niños.
Westphalen no dudaba de que el templo estaría protegido, pero por centinelas humanos, no demonios. Los guardas no le detendrían. No era un viajero solitario vagando sin rumbo por las colinas; era un oficial británico al mando de seis lanceros armados con el nuevo rifle ligero Enfield.
Mientras permanecía junto a su montura, Westphalen recorrió con un dedo la caja de su Enfield. Aquel simple artefacto de madera y acero había sido el detonante de la rebelión de los cipayos.
Todo a causa de un cartucho que no entraba bien.
Era absurdo pero cierto. Los cartuchos de los Enfield, como los demás cartuchos, llegaban envueltos en papel satinado, que tenía que abrirse con un mordisco para ser empleado. Pero, al contrario que con el rifle Brown Bess, más pesado, que los cipayos habían utilizado durante cuarenta años, el cartucho Enfield tenía que engrasarse para encajar en el barril. No hubo ningún problema hasta que empezaron a correr rumores de que la grasa era una mezcla de cerdo y res. Los soldados musulmanes se negaron a morder nada que contuviera cerdo, y los hindúes no querían contaminarse con grasa de vacuno. La tensión entre los oficiales británicos y los soldados cipayos había crecido durante meses, hasta culminar el diez de mayo, sólo once semanas atrás, cuando los cipayos se amotinaron en Meerut, cometiendo atrocidades contra la población blanca. El motín se había extendido como un incendio forestal por todo el norte de la India, y el territorio no había sido el mismo desde entonces.
Westphalen había detestado el Enfield por ponerle en peligro durante lo que hubiera debido ser un servicio seguro y pacífico. Pero aquel día lo acarició casi con ternura. De no haber sido por la rebelión, tal vez seguiría en Fuerte William, ignorante de la existencia del Templo de las Colinas y la promesa de salvación que representaba para él y el nombre de los Westphalen.
—Lo veo, señor —dijo un recluta llamado Watts.
Westphalen se dirigió al lugar donde Watts estaba tumbado contra la pendiente, y tomó los prismáticos. Tras reenfocarlos para suplir su miopía, distinguió al hombrecillo con sus mulas, dirigiéndose a buen paso hacia el norte.
—Esperaremos a que haya llegado a las colinas, y luego le seguiremos. Manténganse ocultos hasta entonces.
Con el suelo reblandecido por las lluvias del monzón, Westphalen no anticipaba ningún problema para seguir a Jaggernath y sus mulas. Quería contar con el elemento sorpresa cuando entrara en el templo, pero no era una necesidad absoluta. De un modo u otro iba a encontrar el Templo de las Colinas. Algunas historias decían que estaba hecho de oro puro. Westphalen no lo creía ni por un momento; el oro no servía para construir edificios. Otras historias afirmaban que el templo albergaba vasijas llenas de piedras preciosas. Westphalen se hubiera reído también de aquello de no haber visto el rubí que Jaggernath había entregado a MacDougal el mes anterior simplemente por no tocar las provisiones en los lomos de sus mulas.
Si el templo contenía algo de valor, Westphalen tenía intención de encontrarlo… y de hacerlo suyo, todo o en parte.
Miró a los hombres que había traído consigo: Tooke, Watts, Russell, Hunter, Lang y Malleson. Había estudiado cuidadosamente sus hojas de servicio en busca de individuos con las cualidades que requería. Detestaba tener que mezclarse con gente de aquella calaña. Eran peores que plebeyos. Eran los hombres más duros que había podido encontrar, la hez de la guarnición de Bharangpur, los soldados más borrachos y menos escrupulosos bajo su mando.
Dos semanas atrás había empezado a hacer comentarios a su teniente respecto a supuestos rumores sobre un campamento rebelde en las colinas. Durante los últimos días había mencionado ciertos informes de inteligencia que confirmaban los rumores, diciendo que se creía que los rebeldes recibían asistencia de una orden religiosa en las colinas. Y justo el día anterior había empezado a elegir hombres para acompañarle en «una breve misión de reconocimiento». El teniente había insistido en dirigir la patrulla, pero Westphalen lo había impedido.
Durante todo el tiempo, Westphalen se había quejado sin cesar de encontrarse tan lejos del combate, de tener que dejar para otros la gloria de aplastar la rebelión mientras él estaba atrapado en el norte de Bengala, entre aburridas tareas administrativas. Su actuación había funcionado. La suposición común entre los oficiales y suboficiales de la guarnición de Bharangpur era que el capitán sir Albert Westphalen no iba a permitir que un destino lejos de las líneas de batalla le impidiera ganar una condecoración o dos: tal vez incluso había puesto los ojos en la recientemente creada Cruz Victoria.
También hizo hincapié en que no deseaba personal de apoyo. Sería una simple misión de exploración, sin animales de carga ni bhistis; cada soldado llevaría su propia comida y agua.
Westphalen regresó junto a su caballo. Oró fervientemente para que su plan tuviera éxito, y juró a Dios que, si las cosas salían como esperaba, no tocaría otra carta ni volvería a tirar los dados en toda su vida.
Su plan tenía que funcionar. De lo contrario, el gran castillo que había sido el hogar de su familia desde el siglo XI sería vendido para pagar sus deudas de juego. Sus despilfarros quedarían expuestos ante sus iguales, su reputación sería la de un bribón, el nombre de Westphalen sería arrastrado por el polvo, habría plebeyos paseando por su hogar ancestral… Era mejor quedarse allí, en el lado equivocado del mundo, antes que enfrentarse a una desgracia de tal magnitud.
Volvió a ascender por la colina y tomó los prismáticos de Watts. Jaggernath estaba casi en las colinas. Westphalen había decidido darle media hora de ventaja. Eran las cuatro y quince. Pese al cielo nublado y lo tardío de la hora, aún quedaba mucho rato de luz.
A las cuatro y treinta y cinco, Westphalen no pudo esperar más. Los últimos veinte minutos se habían arrastrado con lentitud sádica. Hizo montar a los hombres y los condujo a paso lento detrás de Jaggernath.
Como había esperado, el rastro era fácil de seguir. Sin otro tráfico en aquellas colinas, el suelo húmedo presentaba evidencias inconfundibles del paso de seis mulas. El rastro avanzaba en zigzag en torno a las ásperas elevaciones de roca parda y amarillenta que caracterizaban a las colinas de la región.
Westphalen se contenía con dificultad, luchando contra el impulso de espolear a su montura.
Paciencia; la paciencia era lo más importante aquel día.
El rastro seguía avanzando, siempre hacia arriba. La hierba desapareció, dejando roca desnuda en todas direcciones; no vieron más viajeros, ni casas o cabañas, ni signos de presencia humana.
Westphalen se maravilló por la resistencia del hombre que se había perdido de vista delante de él. Comprendió por qué nadie en Bharangpur había podido decirle cómo llegar al templo. El camino era una quebrada profunda y rocosa, cuyas paredes se elevaban en ocasiones hasta tres metros y medio o más, y tan estrecho que tenía que guiar a los hombres en fila india, tan tortuoso y oscuro, y con tantas ramificaciones desviándose en todas direcciones, que dudaba de haber podido encontrar el rumbo ni siquiera con un mapa.
La luz empezaba a decaer cuando vio el muro. Estaba guiando a su caballo en torno a una de las pronunciadas curvas del camino, preguntándose cómo iban a seguir el rastro cuando cayera la noche, cuando levantó la vista y vio que la quebrada se abría bruscamente en un pequeño cañón. Inmediatamente retrocedió e indicó a sus hombres que se detuvieran. Entregó las riendas a Watts y atisbo cautelosamente en torno al borde de un saliente de roca.
El muro estaba a doscientos metros de distancia, y ocupaba toda la anchura del cañón. Parecía tener unos tres metros de altura, y estaba construido de piedra negra, con una simple puerta en el centro. La puerta estaba abierta a la noche.
—Han dejado la puerta abierta para nosotros, señor —dijo Tooke junto a él. Se había acercado para observar por su cuenta.
Westphalen se volvió bruscamente para dirigirle una mirada furiosa.
—¡Vuelva con los demás!
—¿Es que no vamos a entrar?
—¡Cuándo yo dé la orden y no antes!
Westphalen vio que el soldado regresaba de mala gana a su puesto. Sólo llevaban unas horas fuera de la guarnición, y la disciplina empezaba a dar señales de romperse. No era nada inesperado con hombres semejantes. Todos habían oído las historias sobre el Templo de las Colinas. Uno no podía pasar más de una semana en los cuarteles de Bharangpur sin oírlas. Westphalen estaba seguro de que no había un solo hombre entre ellos que no hubiera usado la esperanza de quedarse con algo de valor del templo como incentivo para seguir avanzando. Habían llegado a su destino, y querían saber si las historias eran ciertas. El saqueador que había en su interior empezaba a salir a la superficie, como algo podrido en el fondo de un estanque. Casi podía percibir el hedor repugnante de su avaricia.
«¿Y yo?», pensó tristemente Westphalen. «¿Apesto tanto como ellos?»
Volvió a mirar hacia el cañón. Tras el muro, elevándose por encima de él, distinguió la oscura silueta del templo. Los detalles se perdían entre las largas sombras; todo lo que podía ver era una vaga forma como de cúpula, con un chapitel en la parte superior.
Mientras observaba, la puerta de la pared se cerró con un golpe que reverberó en las montañas rocosas, haciendo que los caballos retrocedieran y que su propio corazón diera un vuelco.
De repente todo quedó en tinieblas. ¿Por qué no tendría la India el largo crepúsculo de Inglaterra? Allí la noche caía como un telón.
¿Qué hacer a continuación? No había pensado que el trayecto hasta el templo fuera a durar tanto, no había contado con la oscuridad ni con un cañón amurallado. Pero ¿por qué vacilar? Sabía que no había rebeldes en el templo; aquello era una ficción que había inventado. Probablemente sólo habría unos cuantos sacerdotes hindúes. ¿Por qué no escalar la muralla y acabar con aquello?
No… No quería hacerlo. No encontraba ningún motivo racional para su vacilación, pero algo en su interior le aconsejaba esperar al sol.
—Esperaremos hasta mañana.
Los hombres se miraron unos a otros, murmurando. Westphalen buscó el modo de mantenerlos a raya. No sabía disparar ni manejar la lanza tan bien como ellos, y llevaba menos de dos meses al mando de la guarnición, en absoluto tiempo suficiente para ganarse su confianza como oficial. Su único recurso era demostrar que su inteligencia era superior. Y aquello no debía representar ningún problema. Después de todo, sólo eran plebeyos.
Decidió aislar al más ruidoso de los protestones.
—¿Tiene usted algún problema con mi decisión, señor Tooke? Si es así, por favor hable libremente. Este no es momento de formalidades.
—Disculpe, señor —dijo el recluta, mientras saludaba con cortesía exagerada—, pero pensábamos que les atacaríamos de inmediato. Falta mucho para que amanezca, y estamos ansiosos de empezar la batalla. ¿No tengo razón, muchachos?
Hubo murmullos de aprobación.
Westphalen se sentó cómodamente en una roca antes de hablar, tomándose su tiempo.
«Espero que esto funcione».
—Muy bien, señor Tooke —dijo, manteniendo la tensión creciente fuera de su voz—. Tiene usted mi permiso para dirigir un asalto inmediato contra el templo. —Cuando los hombres empezaron a tomar los rifles, Westphalen añadió—: Por supuesto, es usted consciente de que los rebeldes ocultos en el interior llevan allí varias semanas, y conocen bien el templo y sus terrenos. Aquellos de ustedes que nunca hayan estado al otro lado de ese muro se perderán en la oscuridad.
Vio que los hombres se detenían y se miraban. Westphalen suspiró de alivio. Si podía asestar el golpe de gracia, volvería a estar al mando.
—¿Atacará, señor Tooke?
Tras una larga pausa, Tooke dijo:
—Creo que esperaremos a la mañana, señor.
Westphalen se golpeó los muslos con las manos y se puso en pie.
—¡Bien! Con la sorpresa y la luz del día de nuestro lado, derrotaremos a los rebeldes sin problemas. Si todo va bien, estarán de regreso en sus barracones mañana por la noche a esta misma hora.
«Si todo va bien», pensó, «ninguno de vosotros llegará a mañana por la noche».