Capítulo 3

Manhattan

Viernes

1

Jack despertó poco antes de las diez, sintiéndose exhausto.

Había llegado a casa eufórico tras el éxito de la noche anterior, pero la alegría había desaparecido rápidamente. El apartamento seguía pareciéndole vacío. Peor aún: él mismo se sentía vacío. Se había bebido rápidamente dos cervezas, había escondido la segunda mitad de sus honorarios bajo el tablón de cedro y luego se había acostado.

Tras un par de horas de sueño, sin embargo, se había encontrado despierto sin razón aparente. Una hora de dar vueltas entre las sábanas no le sirvió de nada, de modo que renunció y se puso a ver el final de La novia de Frankenstein. Cuando el pequeño avión de la Universal rodeó el mundo y dijo «Fin», volvió a caer en dos horas de sueño inquieto.

Se obligó a salir de la cama y tomar una ducha para despertarse. Para desayunar, terminó los cereales de cacao y empezó una caja de azucarados. Mientras se afeitaba, vio que el termómetro del exterior de la ventana de su dormitorio marcaba 31 grados a la sombra. Por tanto, se vistió con pantalón y una camisa de manga corta, y se sentó junto al teléfono. Tenía que hacer dos llamadas: una a Gia y la otra al hospital. Decidió dejar a Gia para el final.

La centralita del hospital le informó que el teléfono había sido desconectado en el número de habitación que les dio, y que no había ninguna señora Bahkti en la lista de pacientes. El corazón le dio un vuelco. ¡Maldición! Aunque sólo había hablado unos minutos con la anciana, la noticia de su muerte le dolió. Era tan absurda… Al menos había podido devolverle el collar antes de que falleciera. Pidió a la operadora que le pasara con el despacho de enfermeras del piso de la anciana. Pronto estuvo hablando con Marta.

—¿Cuándo murió la señora Bahkti?

—Por lo que yo sé, no murió.

Un destello de esperanza.

—¿La trasladaron a otra planta?

—No. Ha sido durante el cambio de turno. Su nieto y su nieta…

—¿Nieta?

—No te gustaría, Jack; no es rubia. En cualquier caso, han venido al despacho en el cambio de turno de esta mañana mientras recibíamos los informes, y nos han dado las gracias por la atención que habíamos dedicado a su abuela. Han dicho que a partir de ahora la cuidarían ellos. Y se han marchado. Cuando hemos entrado a ver cómo estaba, se había ido.

Jack se apartó el auricular de la oreja y lo miró con una mueca antes de replicar.

—¿Cómo la han sacado? Desde luego, no podía caminar.

Casi pudo sentir cómo Marta se encogía de hombros al otro lado de la línea.

—No lo sé. Pero me han dicho que el tipo manco actuaba de forma muy extraña al final del turno, y que no ha consentido que nadie la viera durante las últimas horas.

—¿Por qué se lo han permitido? —Sin motivo aparente, Jack estaba irritado, sintiéndose como un pariente protector—. Esa anciana necesitaba toda la ayuda que pudiera recibir. No se puede permitir que nadie interfiera de ese modo, ni siquiera su nieto. Deberíais haber llamado a seguridad y hacer que…

—Cálmate, Jack —dijo Marta, con un toque autoritario en la voz—. Yo no estaba aquí entonces.

—Sí. Claro. Lo siento. Es sólo que…

—Además, por lo que me han dicho, este lugar se convirtió en un zoo anoche después de que un paciente del quinto norte se escapara por la ventana. Todos los empleados de seguridad estaban concentrados allí. Algo muy raro. Un tipo con las dos manos escayoladas rompe la ventana de su habitación, y de algún modo consigue bajar por la pared y escapar.

Jack sintió que su espina dorsal se tensaba.

—¿Escayoladas? ¿Las dos manos?

—Sí. Ingresó en urgencias anoche con fracturas múltiples. Nadie entiende cómo pudo bajar por la pared, especialmente porque debió cortarse de mala manera al salir por la ventana. Pero no se había estrellado contra el pavimento, de modo que debió conseguirlo.

—¿Por qué la ventana? ¿Estaba bajo arresto, o algo parecido?

—Eso es lo realmente raro. Habría podido salir por la puerta principal si hubiera querido. En cualquier caso, pensamos que los nietos sacaron del hospital a la señora Bahkti durante la conmoción.

—¿Qué aspecto tenía el tipo que salió por la ventana? ¿Llevaba un parche en el ojo izquierdo? —Jack contuvo la respiración mientras esperaba la respuesta.

—No tengo ni idea, Jack. ¿Le conoces? Podría buscarte su nombre.

—Gracias, Marta, pero eso no me serviría. No importa.

Tras despedirse, colgó el auricular y se quedó mirando al suelo. En su mente, veía a Kusum colarse en una habitación del hospital, agarrar a un joven con un parche de gasa sobre el ojo izquierdo y las manos escayoladas, y arrojarlo por la ventana. Pero Jack no podía creerlo. Sabía que a Kusum le hubiera gustado hacerlo, pero no podía imaginar a un manco capaz de todo aquello. Especialmente si estaba ocupado sacando a su abuela del hospital.

Irritado, apartó aquellas imágenes y se concentró en el otro problema: la desaparición de Grace Westphalen. No tenía ningún indicio más que la botella de fluido vegetal sin etiqueta, y sólo la vaga intuición de que de algún modo estaba relacionada con el caso. No confiaba en las intuiciones, pero decidió hacer caso a aquella a falta de algo mejor.

Tomó la botella del aparador de roble, donde la había dejado la noche anterior, y desenroscó el tapón. El olor era desconocido, pero definitivamente vegetal. Se puso una gota en la yema de un dedo y lo probó. No estaba malo. Lo único que cabía hacer era analizarlo y averiguar de dónde venía. Tal vez, por alguna coincidencia, estaba relacionado con lo que le hubiera ocurrido a Grace.

Volvió a tomar el teléfono, con la intención de llamar a Gia, y lo soltó. No podría soportar oír el hielo de su voz. Todavía no. Necesitaba hacer algo más antes: llamar a aquel chiflado hindú manco y averiguar qué había hecho con la anciana. Marcó el número que Kusum le había dejado en el contestador automático de su oficina el día anterior.

Respondió una mujer, de voz suave y sin acento, casi líquida. Le dijo que Kusum había salido.

—¿Cuándo volverá?

—Esta noche. ¿Es… es usted Jack?

—Uh, sí. —Estaba sorprendido y desconcertado—. ¿Cómo lo ha sabido?

Su risa era musical.

—Kusum dijo que probablemente llamaría. Soy Kolabati, su hermana. Estaba a punto de llamar a su oficina. Quiero conocerle, Jack el Reparador.

—¡Y yo quiero saber dónde está su abuela!

—De camino a la India —dijo ella en tono ligero—, donde será tratada por nuestros doctores.

Jack se sintió aliviado, pero seguía molesto.

—Eso podía haberse hecho sin necesidad de sacarla a hurtadillas por la puerta trasera, o lo que fuera que hiciesen.

—Cierto. Pero no conoce usted a mi hermano. Siempre hace las cosas a su manera. Justo como usted, por lo que me ha dicho. Me gusta eso en un hombre. ¿Cuándo podemos vernos?

Algo en su voz hizo que la preocupación por la abuela desapareciera. Después de todo, la anciana estaba en manos de médicos.

—¿Estará mucho tiempo en Estados Unidos? —preguntó, para ganar tiempo.

Tenía la norma de que, cuando acababa un trabajo, lo dejaba atrás por completo. Pero también tenía el impulso de ver cómo era el rostro que acompañaba a aquella voz seductora. Y, bien pensado, su cliente no era aquella mujer, sino su hermano.

«Jack, tendrías que haber sido abogado».

—Vivo en Washington DC. Vine a toda prisa en cuanto supe lo de mi abuela. ¿Sabe dónde está el Waldorf?

—He oído hablar de él.

—¿Por qué no nos vemos a las seis en el Peacock Alley?

«Creo que me están pidiendo una cita. Bueno, ¿y por qué no?»

—De acuerdo. ¿Cómo la reconoceré?

—Vestiré de blanco.

—Nos vemos a las seis.

Colgó, extrañado por su inconsciencia. Las citas a ciegas no eran su estilo.

Se dispuso a empezar la parte más difícil: llamar a Gia.

Marcó el número de Nellie. Exactamente después de dos timbres, Eunice respondió con un «Residencia Paton» y llamó a Gia al teléfono a petición de Jack, que aguardó con una curiosa mezcla de miedo y anticipación.

—¿Hola? —Su voz era fría, profesional.

—¿Cómo fueron las cosas anoche?

—¡Eso no es asunto tuyo, Jack! —dijo ella, levantando la voz con indignación—. ¿Qué derecho tienes a entrometerte en…?

—¡Hey! —dijo él—. ¡Sólo quiero saber si ha habido alguna nota de rescate, o llamada telefónica, o alguna noticia de Grace! ¿Qué diablos te pasa?

—Oh… Lo siento. Nada. Nada en absoluto. Nellie está muy hundida. ¿Tienes alguna buena noticia que pueda contarle?

—Me temo que no.

—¿Estás haciendo algo?

—Sí.

—¿Qué?

—Cosas de detectives. Ya sabes, buscar pistas, seguir rastros… Ese tipo de cosas.

Gia no respondió. Su silencio fue bastante elocuente. Y tenía razón; las bromas estaban fuera de lugar.

—No tengo gran cosa con que trabajar, Gia, pero haré lo que pueda.

—Supongo que no podemos pedirte más —dijo ella al fin, con la voz tan fría como siempre.

—¿Qué te parecería comer juntos hoy?

—No, Jack.

—¿Cenar, entonces?

—Jack… —La pausa fue larga, y terminó en un suspiro—. Ciñamos nuestra relación a los negocios, ¿de acuerdo? Sólo negocios. Nada ha cambiado. Si quieres comer para hablar de algo, ve a comer con Nellie. Es posible que la acompañe, pero no cuentes con ello. ¿Capisce?

—Sí.

Luchó contra el impulso de arrancar el teléfono de la pared y arrojarlo contra la ventana más cercana. Pero se obligó a seguir sentado, despedirse educadamente, colgar y dejar el teléfono suavemente sobre la mesa, donde tenía que estar.

Consiguió apartar a Gia de sus pensamientos. Tenía cosas que hacer.

2

Gia colgó el teléfono y se apoyó en la pared. Casi se había puesto en ridículo cuando Jack le había preguntado cómo habían ido las cosas anoche. Repentinamente, tuvo una visión de Jack siguiéndolos a ella y a Carl hasta el restaurante y desde el restaurante a casa de Carl.

Habían hecho el amor por primera vez la noche anterior. Ella no había deseado que la relación llegara tan lejos tan pronto. Se había prometido a sí misma ir despacio, negarse a correr o a dejarse llevar. Después de todo, sólo tenía que ver lo que había ocurrido con Jack. Pero la noche anterior había cambiado de opinión. La tensión había ido creciendo en su interior desde que había visto a Jack, hasta que le pareció que iba a estrangularla. Necesitaba a alguien. Y Carl estaba allí. Y la deseaba mucho.

En el pasado, había rechazado amablemente todas las invitaciones de ir a su casa. Pero la noche anterior había aceptado. Todo había ido bien. La vista de la ciudad desde sus ventanas había sido increíble, el brandy suave y ardiente en su garganta, la luz del dormitorio tan suave que había hecho resplandecer su piel cuando él la desvistió, haciéndola sentirse hermosa.

Carl era un buen amante, paciente, hábil, gentil y considerado.

Pero no había ocurrido nada. Había fingido un orgasmo simultáneo con el de él. No le gustaba haberlo hecho, pero le había parecido apropiado en aquel momento. Carl lo había hecho todo bien. No era culpa suya si Gia no se había acercado siquiera a la liberación que necesitaba.

Todo por culpa de Jack.

Volver a verle la había tensado tanto que no habría podido disfrutar de Carl la noche anterior aunque hubiera sido el mejor amante del mundo. Y ciertamente era mejor que Jack.

No, aquello no era cierto. Jack era bueno. Muy bueno. Había habido ocasiones en que se habían pasado toda la noche…

Sonó el timbre de la puerta principal. Como Gia pasaba por su lado, la abrió.

Era un mensajero de parte de Carl que venía a recoger el trabajo del que ella le había hablado la noche anterior. Y traía algo para ella: un ramo de crisantemos y rosas. Entregó el trabajo al mensajero y abrió el sobre de la tarjeta cuando la puerta se hubo cerrado. «Te llamaré esta noche». Un bonito detalle. Carl estaba en todo. Lástima que…

—¡Qué bonitas flores!

Gia reaccionó al oír la voz de Nellie.

—Sí, ¿verdad? Son de Carl. El que ha llamado era Jack, por cierto. Quería saber si hemos tenido alguna noticia.

—¿Ha averiguado algo?

Gia sacudió la cabeza, compadecida de la ansiedad casi infantil en el rostro de la anciana.

—Nos lo dirá en cuanto haya algún cambio.

—Ha ocurrido algo horrible. Lo sé.

—No sabes nada de eso —dijo Gia, rodeando los hombros de Nellie con un brazo—. Probablemente, todo esto es un gran malentendido.

—Eso espero. De verdad. —Miró a Gia—. ¿Quieres hacerme un favor, querida? Llama a la representación y transmite mis excusas. No asistiré a la recepción de mañana por la noche.

—Deberías ir.

—No. No sería apropiado.

—No seas tonta. Grace querría que fueras. Y además, necesitas cambiar de aires. No has salido de casa en toda la semana.

—¿Y si ella llama?

—Eunice está aquí para tomar cualquier mensaje.

—Pero salir a divertirme…

—Creí que me habías dicho que nunca te divertías en esos lugares.

Nellie sonrió, y Gia se alegró de verlo.

—Cierto, muy cierto. Bueno, supongo que tienes razón, entonces. Tal vez tendría que ir. Pero sólo con una condición.

—¿Cuál?

—Que tú vayas conmigo.

A Gia le sorprendió la petición. Lo último que quería hacer un sábado por la noche era estar en una sala llena de diplomáticos de la ONU.

—No. De veras, no podría…

—¡Claro que puedes!

—Pero Vicky está…

—Eunice estará aquí.

Gia se estrujó el cerebro buscando excusas. Tenía que haber algún modo de escapar de aquello.

—No tengo nada que ponerme.

—Iremos a comprar algo.

—¡Ni hablar!

Nellie sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los labios.

—Entonces yo tampoco iré.

Gia hizo lo posible por dirigir una mirada furiosa a Nellie, pero sólo consiguió mantener la expresión unos segundos antes de sonreír.

—De acuerdo, vieja chantajista…

—No me gusta que me llamen vieja.

—Iré contigo, pero buscaré algo mío que ponerme.

—Vendrás conmigo mañana por la tarde y cargarás un vestido a mi cuenta. Si tienes que acompañarme, debes tener ropa apropiada. Y esto es todo lo que diré sobre este asunto. Saldremos después de comer.

Con aquellas palabras, se volvió y echó a andar hacia la biblioteca. Gia la observó con una mezcla de afecto e irritación. Una vez más, había sido derrotada por la anciana londinense.

3

Jack entró por la puerta principal del Waldorf a las seis en punto y subió las escaleras hacia el bullicioso vestíbulo. Pese a un día caótico, había conseguido llegar a tiempo.

Había llevado a analizar el contenido de la botella encontrada en la habitación de Grace, y luego había salido a la calle para hablar con todos los personajes de mala reputación que conocía… y conocía a más de los que podía contar. Nadie había oído hablar de una anciana rica secuestrada.

Al llegar la tarde estaba empapado de sudor y se sentía sucio por todo el cuerpo. Se había duchado, afeitado, vestido y tomado un taxi hasta Park Avenue.

Jack nunca había tenido motivos para ir al Waldorf, de modo que no sabía qué esperar del Peacock Alley, donde Kolabati deseaba encontrarse con él. Para ir sobre seguro, había invertido en un traje ligero color crema, con una camisa rosada y una corbata con estampado de cachemira que combinaban con él, o al menos así lo había afirmado el vendedor. Al principio pensó que estaba exagerando, y luego pensó que era difícil ir demasiado elegante en el Waldorf. A juzgar por su breve conversación con Kolabati, le pareció que ella iría de punta en blanco.

Jack estudió las visiones y sonidos del vestíbulo mientras lo cruzaba. Todas las razas, todas las nacionalidades, todas las edades, formas y tamaños se movían por el vestíbulo o permanecían sentadas. A su izquierda, tras una barandilla baja y un arco, había gente bebiendo sentada en pequeñas mesas. Se acercó y vio un pequeño letrero ovalado que decía «Peacock Alley».

Miró a su alrededor. Si el vestíbulo del Waldorf fuera una acera, el Peacock Alley sería la terraza de un café en plena calle, pero con aire acondicionado, sin moscas ni humos. No vio a nadie en las mesas exteriores que correspondiera a su imagen de Kolabati. Estudió a la clientela. Todo el mundo parecía rico y relajado. Jack se sentía fuera de su elemento. Aquel no era su escenario. Se sentía expuesto. Tal vez todo aquello era un error…

—¿Una mesa, señor?

Un maître de mediana edad estaba junto a su hombro, mirándolo con expectación. Su acento era francés, tal vez con un toque de Brooklyn.

—Creo que sí. No estoy seguro. Tengo que encontrarme con alguien. Lleva un vestido blanco y…

Los ojos del hombre se iluminaron.

—¡Está aquí! ¡Venga!

Jack le siguió hasta la parte trasera, preguntándose cómo podría estar tan seguro aquel hombre de estar hablando con la persona correcta. Pasaron junto a una serie de reservados, cada uno con un sofá y sillones tapizados en torno a una mesa de cóctel, como pequeños salones en hilera. Los cuadros de la pared se sumaban al ambiente cálido y agradable. Entraron en un ala del edificio y se acercaban al final cuando Jack la vio.

Entonces supo por qué el maître no había vacilado, por qué no era posible que hubiera un error. Aquella era la Mujer de Blanco. Podía haber sido la única mujer de la habitación.

Estaba sentada a solas en un diván contra la pared de detrás, sin zapatos y con las piernas recogidas de lado como si estuviera en casa escuchando música; música clásica, o tal vez un raga. Un vaso de vino, medio lleno de un líquido ámbar claro, se movía suavemente en su mano. Tenía un fuerte parecido con Kusum, pero era más joven, tal vez en torno a los treinta. Poseía unos ojos brillantes, oscuros, grandes y almendrados, pómulos anchos, una nariz fina con un hoyuelo sobre la fosa nasal izquierda, que tal vez había sido perforada para incrustar una joya, y una piel suave e inmaculada de color moka. Su cabello también era oscuro, casi negro, partido en el medio y rizado en los costados, en torno a sus orejas y en la punta de la nuca. Un peinado anticuado, pero que curiosamente parecía apropiado para ella. Tenía los labios gruesos y pintados de un rojo brillante. Y todo lo que tenía de oscuro quedaba realzado por la blancura de su vestido.

El collar fue la pista principal, sin embargo. Si Jack albergaba la más mínima duda sobre su identidad, el collar de hierro plateado con las dos piedras amarillas la disipó de inmediato.

Ella le tendió una mano desde su asiento.

—Me alegro de verle, Jack.

Su voz era intensa y oscura, igual que ella; y su sonrisa, blanca y regular, cortaba la respiración. Se inclinó hacia delante, y sus pechos se hincharon contra la fina tela de su vestido, que adoptó la forma del diminuto bulto del pezón en el centro de cada uno. No parecía tener ni una sombra de duda sobre quién era él.

—Señorita Bahkti —dijo, tomando su mano. Sus uñas, como sus labios, estaban pintadas de rojo intenso, y su piel oscura era suave y lisa como el marfil pulido. La mente de Jack pareció quedar en blanco. Tenía que decir algo más—. Veo que usted no ha perdido el collar.

Aquello estaba bien dicho, ¿no?

—Oh, no. ¡El mío se queda donde está! —Le soltó la mano y palmeó un cojín junto a ella—. Venga y siéntese. Tenemos mucho de que hablar.

De cerca, sus ojos eran sabios e intensos, como si hubiera absorbido todas las maravillas de su raza y su cultura inmemorial.

El maître no llamó a un camarero, sino que permaneció inmóvil mientras Jack ocupaba su lugar junto a Kolabati. Era posible que fuera un hombre muy paciente, pero Jack observó que no apartaba los ojos de ella.

—¿El señor desea beber algo? —dijo, cuando Jack se hubo sentado.

Jack miró el vaso de Kolabati.

—¿Qué es eso?

—Kir.

Quería una cerveza, pero aquello era el Waldorf.

—Tomaré uno de esos.

Ella se echó a reír.

—¡No sea tonto! Apuesto algo a que prefiere la cerveza.

—Bueno, sí. Pero sólo de dos clases.

—¿Cuáles?

—La nacional y la extranjera.

Ella volvió a reír.

—Tome una extranjera.

—De acuerdo. Una Corona, sin limón.

Lo que realmente quería era una Rolling Rock.

—Muy bien. —El maître se marchó al fin.

—¿Cómo sabe que me gusta la cerveza? —La seguridad con que ella lo había dicho le había intranquilizado.

—Una suposición afortunada. Estaba segura de que el kir no le gustaría. —Lo estudió de cerca—. De modo que usted es el hombre que recuperó el collar. Era una tarea que parecía imposible, pero usted lo consiguió. Tengo con usted una deuda de gratitud eterna.

—Sólo era un collar.

—Un collar muy importante.

—Es posible, pero no es como si hubiera salvado la vida de su abuela o algo parecido.

—Tal vez sí. Tal vez el retorno del collar le dio la fuerza y la esperanza necesarias para seguir viviendo. Era muy importante para ella. Toda nuestra familia los lleva, todos nosotros. Nunca estamos sin ellos.

—¿Nunca?

—Nunca.

Aquellos Bahkti estaban llenos de excentricidades.

Llegó la Corona, traída por el mismo maître, que le sirvió el primer vaso, se entretuvo un instante y luego se alejó de evidente mala gana.

—Supongo que se da cuenta —dijo Kolabati mientras Jack tomaba un sorbo— de que ha ganado dos amigos para siempre en las últimas veinticuatro horas: mi hermano y yo.

—¿Y su abuela?

—Ella también, por supuesto. No tome nuestra gratitud a la ligera, Jack. Ni la mía, ni especialmente la de mi hermano. Kusum nunca olvida un favor ni una ofensa.

—¿Y qué hace su hermano en la ONU?

Jack detestaba la charla banal. Quería averiguarlo todo sobre Kolabati, pero no deseaba parecer demasiado interesado.

—No estoy segura. Un cargo sin importancia. —Debió fijarse en la expresión desconcertada de Jack—. Sí, ya sé que no parece un hombre que se conforme con un cargo de poca importancia. Créame, no lo es. En la India, su nombre es conocido en todas las provincias.

—¿Por qué?

—Es el líder de un nuevo movimiento fundamentalista hindú. Él y muchos otros creen que la India y el hinduismo se han occidentalizado demasiado. Quiere regresar a las antiguas costumbres. Ha conseguido un número sorprendente de seguidores durante estos años, y también una influencia política considerable.

—Suena como la derecha cristiana de aquí. ¿Quién es? ¿El Oral Roberts de la India?

Kolabati se puso seria.

—Tal vez más que eso. Su dedicación a la causa puede dar miedo en ocasiones. Algunos temían su rápido ascenso al poder, y por eso todo el mundo se sorprendió el año pasado cuando solicitó de repente un puesto diplomático en la embajada de Londres. Se le concedió de inmediato; sin duda el gobierno se alegró de verlo salir del país. Hace poco lo trasladaron aquí, a la ONU, de nuevo a petición propia. Estoy segura de que sus seguidores y adversarios en nuestro país están desconcertados, pero conozco a mi hermano. Me apuesto algo a que está consiguiendo la experiencia internacional necesaria para volver a casa y convertirse en un candidato creíble a un cargo político importante. Pero basta de hablar de Kusum…

Jack sintió la mano de Kolabati contra su pecho, empujándolo contra los cojines.

—Póngase cómodo ahora —dijo ella, clavándole los ojos oscuros—, y hábleme de usted. Quiero saberlo todo, especialmente cómo se convirtió en Jack el Reparador.

Jack tomó otro trago de cerveza y se obligó a hacer una pausa. Sintió el repentino impulso de contárselo todo, de revelarle todo su pasado. Aquello le asustó. Nunca se lo había contado a nadie, excepto a Abe. ¿Por qué Kolabati? Tal vez porque ella ya sabía algo sobre él; tal vez porque se mostraba tan efusiva en su gratitud por haber conseguido lo «imposible» y haber recuperado el collar de su abuela.

Contarlo todo era impensable, pero decir una parte de verdad no le haría ningún daño. La pregunta era: ¿qué contar, qué suprimir?

—Simplemente ocurrió.

—Tuvo que haber una primera vez. Empiece por ahí. Cuéntemelo.

Se acomodó en los cojines y ajustó su postura hasta que el bulto de la Glock en su cartuchera quedó alojado en la curva de su espalda, y empezó a hablarle del señor Canelli, el primer cliente de Jack el Reparador.

4

El verano llegaba a su fin. Tenía diecisiete años, y todavía residía en Johnson, Nueva Jersey, una pequeña ciudad casi rural en el condado de Burlington. Su padre trabajaba por entonces como contable, y su madre aún vivía. Su hermana Kate estaba en la facultad de medicina del estado de Nueva Jersey, y su hermano Tom acababa de licenciarse en derecho en Seton Hall.

En la esquina de su calle vivía el señor Vito Canelli, un viudo jubilado. Desde que el suelo se deshelaba hasta que volvía a helarse, trabajaba en su patio. Especialmente en el césped. Lo sembraba y fertilizaba cada par de semanas, y lo regaba a diario. El señor Canelli tenía el césped más verde del condado. Normalmente estaba inmaculado. Las únicas veces que no lo estaba era cuando alguien lo pisaba, cortando la esquina al girar a la derecha desde la 541 hacia la calle de Jack. Las primeras veces fueron probablemente accidentes, pero más tarde algunos de los chicos con más tendencia al vandalismo de la zona empezaron a convertirlo en un hábito. Conducir por encima del césped del «viejo chiflado» llegó a ser un ritual de las noches de viernes y sábados. Finalmente, el viejo señor Canelli instaló una valla blanca de un metro de altura que pareció acabar con la costumbre. O eso creía él.

Era temprano. Jack caminaba por la acera tirando de la máquina cortacésped de la familia. Durante los últimos veranos había ganado dinero haciendo trabajos de jardinería y cortando malas hierbas por la ciudad. Le gustaba el trabajo, y le gustaba aún más el hecho de que podía combinar los horarios como deseara.

Cuando llegó a la altura del patio del señor Canelli se detuvo con la boca abierta.

La valla estaba en el suelo, destrozada y esparcida por todo el césped en incontables astillas blancas. Los pequeños arbustos ornamentales que florecían con distintos colores cada primavera (manzanos enanos, cornejos) estaban partidos a treinta centímetros por encima del suelo. Los tejos y enebros estaban aplastados y hundidos en el suelo. Los flamencos rosados de yeso de los que todo el mundo se burlaba estaban hechos añicos y reducidos a polvo. Y el césped… No sólo había marcas de neumáticos encima, sino surcos largos y anchos de hasta quince centímetros de profundidad. Quienquiera que hubiera hecho aquello no se había contentado simplemente con conducir sobre el césped y aplastar un poco la hierba; había derrapado y hecho girar el coche o coches hasta dejar todo el césped destrozado.

Cuando Jack se acercó para mirar más de cerca, vio una figura en pie en la esquina de la casa, contemplando las ruinas. Era el señor Canelli. Tenía los hombros hundidos y temblorosos. El sol relucía sobre las lágrimas de sus mejillas. Jack sabía poco sobre el señor Canelli. Era un hombre silencioso que no molestaba a nadie. No tenía esposa, ni hijos o nietos. Todo lo que tenía era su patio, su afición, su obra de arte, el centro de lo que le quedaba de vida. Por sus pequeños trabajos de jardinería en la ciudad, Jack sabía cuánto esfuerzo requería un patio como aquel. Ningún hombre debería tener que ver el fruto de su trabajo destruido caprichosamente. Ningún hombre de aquella edad debería verse reducido a permanecer en pie llorando en su propio patio.

La impotencia del señor Canelli desató algo en el interior de Jack. Había perdido los estribos otras veces, pero la rabia que sintió en aquel momento bordeaba la locura. Tenía la mandíbula tan apretada que le dolían los dientes; todo el cuerpo le temblaba mientras se le tensaban los músculos. Tenía una idea clara de quién había hecho aquello, y podría confirmar sus sospechas sin dificultad. Tuvo que luchar contra un impulso salvaje de ir en su busca y hacer pasar la máquina cortacésped sobre sus caras unas cuantas veces.

La razón salió victoriosa. No tenía sentido acabar en la cárcel mientras ellos hacían el papel de desdichadas víctimas.

Jack necesitaba otra solución. Y entonces, mientras seguía allí en pie, la idea acudió completa a su cabeza. Llevaba años haciendo reparaciones por la ciudad, pero nunca nada formal. Aquello sería distinto.

Se acercó al señor Canelli y le dijo:

—Puedo arreglárselo.

El anciano se secó la cara con un pañuelo y le dirigió una mirada furiosa.

—Arreglarlo. ¿Para qué? ¿Para que tú y tus amigos podáis volverlo a destruir?

—Lo arreglaré para que nunca vuelva a ocurrir.

El señor Canelli lo miró durante largo rato sin hablar y luego dijo:

—Pasa. Cuéntame cómo lo harías.

Jack no le dio todos los detalles, sólo una lista de los materiales que necesitaría. Añadió cincuenta dólares en concepto de mano de obra. El señor Canelli accedió, pero dijo que se guardaría los cincuenta dólares hasta ver los resultados. Se estrecharon las manos y tomaron un vasito de vino tinto casero para sellar el trato.

Jack empezó al día siguiente. Compró tres docenas de tejos pequeños y los plantó con un metro de separación a lo largo del perímetro de la esquina, mientras el señor Canelli iniciaba los trabajos de restauración en su césped.

Hablaron mientras trabajaban. Jack descubrió que los daños habían sido causados por un coche pequeño y bajo de color claro y una furgoneta oscura. El señor Canelli no había podido ver las matrículas. Había llamado a la policía, pero los vándalos habían desaparecido mucho antes de que llegaran los agentes locales. Los había llamado otras veces, pero los incidentes eran tan aislados y, hasta aquel momento, de tan poca importancia, que no se habían tomado sus quejas demasiado en serio.

El siguiente paso fue conseguir tres docenas de fragmentos de tubería de un metro y medio de longitud y quince centímetros de grosor y esconderlos en el garaje del señor Canelli. Usaron un pico para postes para abrir un agujero de noventa centímetros directamente detrás de cada tejo. Una noche, Jack y el señor Canelli mezclaron un par de bolsas de cemento en el garaje y llenaron cada uno de los fragmentos de tubería. Tres días después, de nuevo protegidos por la oscuridad, las tuberías llenas de cemento fueron insertadas en los agujeros detrás de los tejos, y la tierra aplanada de nuevo a su alrededor. Cada arbusto tenía unos treinta o cuarenta centímetros de columna de cemento improvisada oculta entre las ramas.

La valla blanca fue reconstruida en torno al jardín, y el señor Canelli continuó trabajando para restaurar su césped. Lo único que le quedaba por hacer a Jack era esperar.

Tardó cierto tiempo. Pasó el mes de agosto. Pasó el Día del Trabajo, y el curso empezó de nuevo. La tercera semana de septiembre, el señor Canelli tenía el patio arreglado. La nueva hierba había germinado y crecía satisfactoriamente.

Y aquello, aparentemente, era lo que estaban esperando.

El sonido de las sirenas despertó a Jack a la una y media de la madrugada de un domingo. Había luces rojas resplandeciendo en la esquina junto a la casa del señor Canelli. Jack se puso unos vaqueros y corrió hacia el lugar.

Dos ambulancias se estaban marchando cuando llegó al extremo de la manzana. Justo ante él una furgoneta blanca yacía volcada junto al bordillo. El olor a gasolina llenaba el aire. A la luz de una farola, Jack vio que los bajos del vehículo estaban destrozados más allá de toda reparación: la suspensión frontal izquierda se había soltado; el suelo estaba desgarrado, revelando una barra de dirección torcida; el diferencial estaba desplazado, y el depósito de gasolina perdía líquido. Había un camión de bomberos cerca, preparado para rociar toda la zona.

Se acercó a la parte frontal de la casa del señor Canelli, donde un Camaro amarillo había chocado delante del patio. El parabrisas estaba cubierto de una telaraña de grietas, y de los bordes del capó levantado brotaba humo. Un rápido vistazo bajo el capó reveló un radiador perforado, un eje frontal torcido y un motor roto.

El señor Canelli estaba en los escalones delanteros. Indicó a Jack que se acercara y le puso un billete de cincuenta dólares en la mano.

Jack se quedó junto a él y observó hasta que ambos vehículos hubieron sido remolcados y la calle rociada, hasta que tanto el camión de bomberos como los coches de policía hubieron desaparecido. Se sentía exultante. Le parecía que podía saltar de los escalones y volar en torno al patio si lo deseaba. No recordaba haberse sentido nunca tan bien. Nada que se pudiera fumar, ingerir o inyectar le daría nunca una satisfacción parecida.

Estaba enganchado.

5

Una hora, tres Coronas y dos kir más tarde, Jack se dio cuenta de que había contado mucho más de lo que había sido su intención. Había pasado de hablar del señor Canelli a describir algunos de sus trabajos de reparación más interesantes. Kolabati pareció disfrutar con todos ellos, especialmente aquellos en los que se había esmerado particularmente para que el castigo fuera apropiado a la falta.

Una combinación de factores le había aflojado la lengua. En primer lugar, estaba la sensación de intimidad. Él y Kolabati parecían tener el extremo de aquella ala del Peacock Alley para ellos solos. Las docenas de conversaciones que tenían lugar en el ala se mezclaban en un tono bajo y susurrante que les rodeaba, enmascarando sus palabras y haciéndolas indistinguibles de las demás.

Pero sobre todo… Kolabati estaba tan interesada, tan pendiente de lo que él tenía que contar, que siguió hablando, diciendo cualquier cosa para mantener aquella expresión fascinada en sus ojos. Le habló como no había hablado a nadie que pudiera recordar, excepto tal vez a Abe, que había aprendido mucho sobre él a lo largo de los años, y que había visto ocurrir gran parte de todo aquello. Kolabati estaba recibiendo una gran dosis en una sola sesión.

Durante la narración, Jack observó su reacción, temeroso de ahuyentarla como había ocurrido con Gia. Pero, evidentemente, Kolabati no era como Gia. Sus ojos prácticamente resplandecían de entusiasmo y… admiración.

Sin embargo, llegó el momento de callarse. Había dicho suficiente. Permanecieron un momento en silencio, jugando con sus vasos vacíos. Jack estaba a punto de preguntarle si quería otra ronda cuando ella se volvió hacia él.

—No pagas impuestos, ¿verdad?

La pregunta le sobresaltó. Inquieto, se preguntó cómo lo sabría.

—¿Por qué lo dices?

—Siento que eres un exiliado por elección. ¿Tengo razón?

—Un exiliado por elección. Me gusta.

—Decirme que te gusta no es lo mismo que responder a mi pregunta.

—Me considero a mí mismo una especie de estado soberano. No reconozco otros gobiernos dentro de mis fronteras.

—Pero te has exiliado de más cosas que el gobierno. Vives y trabajas completamente fuera de la sociedad. ¿Por qué?

—No soy un intelectual. No puedo dar un manifiesto cuidadosamente razonado. Simplemente, así es como quiero vivir.

Sus ojos se clavaron en él.

—No acepto eso. Algo te hizo cortar los lazos con la sociedad. ¿Qué fue?

Aquella mujer era increíble. Parecía que podía ver en su mente y leer todos sus secretos. Sí, un incidente había provocado que se aislara del resto de la sociedad «civilizada». Pero no podía contárselo. Se sentía cómodo con Kolabati, pero no iba a confesar un asesinato.

—Prefiero no decirlo.

Ella le estudió.

—¿Tus padres están vivos?

Jack sintió que se le agarrotaban las entrañas.

—Sólo mi padre.

—Comprendo. ¿Tu madre murió por causas naturales?

«¡Puede leer mentes! ¡Es la única explicación!»

—No. Y no quiero decir nada más.

—Muy bien. Pero ocurriera lo que ocurriera para que llegaras a ser lo que eres, estoy segura de que fue algo honorable.

Su confianza en él le halagó y le inquietó al mismo tiempo. Deseó cambiar de tema.

—¿Tienes hambre?

—¡Estoy famélica!

—¿Te gustaría ir a algún lugar en particular? Conozco algunos restaurantes hindúes…

Ella arqueó las cejas.

—Si fuera china, ¿me ofrecerías rollitos de primavera? ¿Acaso voy vestida con un sari?

No. Aquel vestido blanco y ceñido parecía salido de la tienda de un diseñador parisino.

—¿Francés, entonces?

—Viví un tiempo en Francia. Por favor. Ahora vivo en América. Quiero comida americana. Quiero gambas.

—Conozco un lugar fantástico para comer marisco en la Ochenta y Seis Oeste. Voy allí muchas veces. Sobre todo porque, cuando se trata de comida, tiende a impresionarme más la cantidad que la calidad.

—Bien. ¿Sabes el camino?

—Sí —dijo Jack levantándose y ofreciéndole el brazo—. Vamos, pues.

Ella se puso los zapatos y estuvo en pie y junto a él en un solo movimiento líquido. Jack arrojó algunos billetes sobre la mesa y echó a andar.

—¿No pides factura? —le preguntó Kolabati con una sonrisa maliciosa—. Estoy segura de que podrías desgravar lo de hoy.

—Uso el formulario abreviado.

Ella se echó a reír. Un sonido delicioso.

De camino hacia la entrada del Peacock Alley, Jack fue muy consciente de la cálida presión de la mano de Kolabati en el interior de su brazo y en torno a su bíceps, igual que de la atención disimulada que provocaban a su paso.

Del Peacock Alley en el Waldorf de Park Avenue al restaurante de Finn en el West Side; un shock cultural. Pero Kolabati pasó de un estrato al otro con la misma facilidad con que pasaba de plato en plato en la abarrotada barra de ensaladas, donde la atención que atraía era mucho más franca y admirativa que en el Waldorf. Parecía infinitamente adaptable, y a Jack aquello le resultaba fascinante. De hecho, todo en ella le resultaba fascinante.

Había empezado a indagar en su pasado durante el trayecto en taxi hasta el centro de la ciudad, descubriendo que ella y su hermano procedían de una familia rica de la región bengalí de la India, que Kusum había perdido el brazo de pequeño en un accidente de tren que había matado a sus padres, después de lo cual habían sido criados por la abuela a la que Jack había conocido la noche anterior. Aquello explicaba su devoción por ella. En aquel momento, Kolabati daba clases en Washington, en la Escuela Universitaria de Lingüística de Georgetown, y de vez en cuando hacía trabajos de asesoramiento para la Escuela de Diplomacia.

En el restaurante, Jack la observó mientras devoraba las gambas frías que tenía amontonadas ante ella. No las pelaba. En lugar de ello, las sumergía con piel y todo en la salsa de cóctel o en el platito de salsa rusa que había pedido, y luego las mordía hasta la cola con un fuerte crujido. Comía con un apetito que a Jack le resultó excitante. Era raro encontrar a una mujer que disfrutara de una buena comida. Estaba harto de hablar de calorías, kilos y cinturas. El recuento de calorías era para los días laborables. Cuando salía con una mujer, le gustaba ver que ella disfrutaba de la comida tanto como él. Una buena comida se convertía en un vicio compartido. Les unía en el pecado de disfrutar de una barriga llena y del hecho de saborear, masticar, tragar y beber que conducía a ella. Se convertían en cómplices de un crimen. Era tremendamente erótico.

La comida terminó.

Kolabati se reclinó en su silla y le miró fijamente. Entre ellos yacía la marmita vacía de la bullabesa de Jack, una jarra de cerveza también vacía, y las colas de docenas de gambas.

—Hemos encontrado al enemigo —dijo Jack—, y está en nosotros. Esto ha sido tan bueno como un bistec grande.

—No como carne de vacuno. Se supone que es malo para el karma.

Mientras hablaba, su mano avanzó a través de la mesa y encontró la de él. Su tacto fue electrizante; una descarga le subió por el brazo. Jack tragó saliva y trató de mantener viva la conversación. No quería dejarle ver hasta qué punto le estaba afectando.

—Karma. Es una palabra que se oye mucho. ¿Qué significa en realidad? Es como el destino, ¿no es así?

Kolabati alzó las cejas.

—No exactamente. No es fácil de explicar. Se basa en la idea de la transmigración del alma (lo que llamamos el atman) y cómo esta pasa por muchas encarnaciones o vidas sucesivas.

—Reencarnación.

Kolabati dio la vuelta a la mano de Jack y empezó a acariciarle ligeramente la palma con las uñas. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo.

—Correcto —dijo ella—. El karma es la carga de bien o mal que el atman se lleva consigo de una vida a la siguiente. No es el destino, porque cada uno es libre de determinar el bien o mal que hace en cada una de las vidas, pero por otro lado, el peso del bien o el mal en el karma determina la clase de vida en la que uno nacerá a continuación; castas altas o bajas.

—¿Y eso continua para siempre? —Jack deseó que lo que ella le hacía en la mano continuara para siempre.

—No. El atman puede ser liberado de la rueda kármica consiguiendo el estado de perfección en la vida. Eso se llama moksha. Libera al atman de más encarnaciones. Es el objetivo final de cada atman.

—¿Y comer carne de vacuno te impediría llegar al moksha? —Parecía tonto.

Kolabati pareció leer su mente de nuevo.

—No es tan extraño, en realidad. Los judíos y musulmanes tienen una sanción similar contra el cerdo. Para nosotros, la carne de vacuno poluciona el karma.

—Poluciona.

—Esa es la palabra.

—¿Te preocupa mucho tu karma?

—No tanto como debería. Ciertamente, no tanto como a Kusum. —Sus ojos se nublaron—. Está obsesionado con su karma. Su karma y Kali.

Aquello hizo sonar una cuerda disonante en el interior de Jack.

—¿Kali? ¿No era adorada por una banda de estranguladores? —Su fuente fidedigna era Gunga Din.

Los ojos de Kolabati se aclararon y le clavó las uñas en la palma, convirtiendo su placer en dolor.

—¡Esa no era Kali, sino Bhavani, un avatar menor suyo, adorada por los thugges, criminales de casta baja! ¡Kali es la Diosa Suprema!

—¡Ay! Lo siento.

Ella sonrió.

—¿Dónde vives?

—No muy lejos.

—Llévame hasta allí.

Jack vaciló, sabiendo que era una firme regla personal suya no revelar nunca a la gente dónde vivía, a menos que los hubiera tratado durante bastante tiempo. Pero ella había empezado a acariciarle la palma de nuevo.

—¿Ahora?

—Sí.

—De acuerdo.

6

Porque la muerte es segura para el que nace

Y el nacimiento es seguro para el que muere.

Por eso lo inevitable

No debe causarte dolor.

Kusum levantó la cabeza de su estudio del Bhagavad Gita. Allí estaba de nuevo. Aquel sonido procedente de abajo. Le llegaba por encima del monótono rugido de la ciudad más allá del muelle, la ciudad que nunca dormía, por encima de los ruidos nocturnos del puerto, y de los crujidos y traqueteos del barco mientras la marea acariciaba su casco de hierro y tiraba de las sogas y cables que lo mantenían anclado.

Kusum cerró el Gita y se dirigió a la puerta de su camarote. Era demasiado pronto. La Madre no podía haber captado el Rastro aún.

Salió a la pequeña cubierta que rodeaba la estructura de la popa. Los camarotes de oficiales y tripulación, la cocina, el timón y el cañón de chimenea estaban concentrados en aquella parte del barco. Miró hacia delante, a lo largo de toda la cubierta principal, una superficie plana interrumpida sólo por las dos escotillas de las bodegas principales y las cuatro grúas que se inclinaban desde el pendolón instalado entre ellas.

Su barco. Un buen barco, pero viejo. Era pequeño para un barco mercante; dos mil quinientas toneladas, sesenta metros de eslora y diez metros de anchura en la cubierta superior. Oxidado y abollado, pero se mantenía alto y firme en el agua. Su bandera era liberiana.

Kusum lo había hecho trasladar hasta allí seis meses atrás. Entonces no llevaba cargamento, sólo una barcaza de dieciocho metros de eslora remolcada a cien metros por detrás del barco durante la travesía del Atlántico desde Londres. El cable que sujetaba la barcaza se soltó la noche que el barco entró en el puerto de Nueva York. A la mañana siguiente, la barcaza fue encontrada a la deriva a dos millas de la costa. Vacía. Kusum la vendió a una empresa de recogida de basuras. La aduana de Estados Unidos inspeccionó las dos bodegas vacías y permitió atracar al barco. Kusum le había reservado un espacio en la zona cercana al muelle noventa y siete en el West Side, donde había poca actividad portuaria. Estaba amarrado con la proa contra el extremo del embarcadero. Junto a su flanco de estribor había un muelle medio podrido. La tripulación había sido pagada y despedida. Kusum había sido el único humano a bordo desde entonces.

Volvió a oír ruido de arañazos. Más insistentes.

Kusum fue abajo. El sonido creció en volumen a medida que se acercaba a las cubiertas inferiores. Frente a la sala de máquinas, llegó a una escotilla hermética y se detuvo.

La Madre quería salir. Había empezado a arañar la superficie interior de la escotilla con las garras, y continuaría haciéndolo hasta que la soltara. Kusum permaneció un rato escuchando, desconcertado. Conocía bien el sonido: arañazos largos, fuertes e irregulares, con un ritmo constante e insistente. Mostraba todos los signos de haber captado el Rastro. Estaba lista para cazar.

Aquello le desconcertó. Era demasiado pronto. Los bombones no podían haber llegado aún. Sabía precisamente cuándo los habían enviado desde Londres (un telegrama lo había confirmado), y sabía que llegarían al día siguiente como muy pronto.

¿Podría deberse a una de aquellas botellas de vino barato especialmente tratado que había estado repartiendo entre los vagabundos del centro durante los últimos seis meses? Los marginados habían servido para alimentar y entrenar a la camada mientras maduraba. Dudaba de que quedara nada del vino tratado; los intocables solían acabarse la botella a las pocas horas de recibirla.

Pero no había forma de engañar a la Madre. Había captado el Rastro y quería seguirlo.

Aunque había planeado seguir entrenando a los más listos como tripulación para el barco (en los seis meses transcurridos desde su llegada a Nueva York habían aprendido a manejar las sogas y a obedecer órdenes en la sala de máquinas), la caza tenía prioridad.

Kusum hizo girar la rueda que retiraba los pestillos, y permaneció detrás de la escotilla cuando esta se abrió. La Madre salió, una forma humanoide de dos metros y medio de altura, ágil y enorme en la penumbra. Uno de los cachorros, medio metro más bajo pero casi igual de enorme, apareció pisándole los talones. Y luego otro.

Sin previo aviso, la Madre se volvió, siseó y arañó el aire con sus garras a menos de dos centímetros de los ojos del segundo cachorro, que se retiró de nuevo a la bodega.

Kusum cerró la escotilla y accionó la rueda. Sintió que los ojos amarillos y débilmente relucientes de la Madre pasaban sobre él sin verlo mientras se volvía y, rápida y silenciosamente, guiaba a su vástago adolescente escaleras arriba hacia la noche.

Así era como debía ser. Los rakoshi tenían que aprender a seguir el Rastro, a encontrar a la víctima escogida y regresar con ella al nido para que todos pudieran compartirla. La Madre los adiestraba uno a uno. Así había sido siempre. Así seguiría siendo.

El Rastro tenía que proceder de los bombones. No se le ocurría otra explicación. La idea le provocó un escalofrío. Aquella noche le permitiría avanzar un paso más en el cumplimiento de su juramento. Luego podría volver a la India.

De regreso a la cubierta superior, Kusum volvió a contemplar la longitud de su barco, pero en aquella ocasión su mirada se levantó por encima y más allá, hacia la vista desplegada ante él. La noche era un espléndido cosmético para aquella ciudad, en el límite de aquel país rico, vulgar y nocivo. Ocultaba la sordidez de la zona portuaria, la suciedad acumulada bajo la destartalada autopista del West Side, la basura arremolinada en el Hudson, los desnudos almacenes y los desechos humanos que se movían a su alrededor. Los niveles superiores de Manhattan se erguían por encima de todo ello, ignorándolo y desplegando una magnífica combinación de luces como lentejuelas sobre terciopelo negro.

Aquel espectáculo siempre le hacia detenerse. Era muy distinto a su patria. La madre India podría sacar provecho de las riquezas de aquel país. Su pueblo les daría un buen uso. Ciertamente, las apreciaría más que aquellos patéticos americanos, tan ricos en objetos materiales y tan pobres en espíritu, tan faltos de recursos internos. Su brillo, su resplandor, su absurda persecución de cosas como la «diversión», la «experiencia», la «identidad». Sólo una cultura como aquella podía construir una maravilla arquitectónica como la ciudad donde se encontraba y referirse a ella como a una gran pieza de fruta. No merecían aquella tierra. Eran como una horda de niños dejados a su albedrío en el bazar de Calcuta.

La idea de Calcuta le hizo anhelar el regreso.

Aquella noche, y luego una más.

Otras dos muertes, y quedaría liberado de su promesa.

Kusum regresó a su camarote a leer el Gita.

7

—Creo que he me has kamasutrado.

—Me parece que eso no es un verbo.

—Acaba de convertirse en uno.

Jack estaba tumbado de espaldas, distanciado de su cuerpo. Se sentía aturdido de cabeza para abajo. Cada fibra de nervio y músculo tenía que esforzarse simplemente para sostener sus funciones vitales.

—Creo que voy a morirme.

Kolabati se removió junto a él, desnuda a excepción de su collar de hierro.

—Has muerto. Pero te he resucitado.

—¿Así lo llamáis en la India?

Habían llegado a su apartamento tras un pacífico paseo desde el restaurante. Kolabati había abierto mucho los ojos y se había tambaleado un poco al entrar en el apartamento de Jack. Una reacción habitual. Algunos la atribuían a los artefactos y posters de películas en las paredes, otros al exceso de grabados del mobiliario victoriano, o al grano ondulado de la madera de roble.

—Tu decoración —dijo ella, apoyada en él—. Es tan… interesante.

—Colecciono cosas. Y en cuanto a los muebles, la mayoría de la gente los considera horribles, y con razón. Todos esos grabados están pasados de moda. Pero me gustan los muebles que tienen aspecto de haber sido tocados por seres humanos en uno u otro momento de su construcción, aunque fueran seres humanos de gusto dudoso.

Jack sentía intensamente la presión del cuerpo de Kolabati contra su costado. ¿Su aroma, su… perfume? No podía estar seguro. Probablemente aceite perfumado. Ella le miró y él la deseó. Y pudo ver en sus ojos el mismo deseo.

Kolabati retrocedió un paso y empezó a quitarse el vestido.

En el pasado, Jack se había sentido siempre al control durante el acto del amor. No era una decisión consciente, pero siempre había marcado el ritmo y guiado las posiciones. Aquella noche no. Con Kolabati todo fue distinto. De modo muy sutil, pero al poco rato cada uno de ellos había asumido su papel. Ella era con mucho la más ansiosa de los dos, la más insistente. Y, aunque era más joven, parecía más experimentada. Se convirtió en la directora, y él en un actor de su obra.

Y fue una buena obra. Pasión y risas. Kolabati era hábil, pero no había nada de mecánico en ella. Disfrutaba de las sensaciones, soltaba risitas e incluso carcajadas en ocasiones. Era una delicia. Sabía dónde y cómo tocarle, de modos jamás experimentados, y conducirle a cimas de la sensación que nunca había soñado. Y aunque Jack sabía que la había llevado al clímax en varias ocasiones, ella parecía insaciable.

Jack contempló el suave efecto de claroscuro que la luz de la pequeña lámpara de cristal en un rincón de la habitación creaba sobre el intenso color de su piel. Sus pechos eran perfectos, sus pezones del marrón más oscuro que hubiera visto. Con los ojos aún cerrados, Kolabati sonrió y se desperezó, con un movimiento lento y lánguido que la llevó a frotar el vello de su pubis oscuro contra el muslo de él. La mano de la mujer le recorrió el pecho, y luego descendió por su abdomen hacia la entrepierna. Jack sintió que se le tensaban los músculos abdominales.

—No es justo hacerle esto a un moribundo.

—Mientras hay vida hay esperanza.

—¿Es esta tu forma de darme las gracias por encontrar el collar? —Esperaba que no. Ya había cobrado por el collar.

Ella abrió los ojos.

—Sí… y no. Eres un hombre único en este mundo, Jack el Reparador. He viajado mucho y conocido a mucha gente. Tú destacas entre todos. Antes mi hermano era como tú, pero ha cambiado. Estás solo.

—No en este momento.

Ella sacudió la cabeza.

—Todos los hombres de honor están solos.

Honor. Aquella era la segunda vez que mencionaba el honor aquella noche. Primero en el Peacock Alley, y de nuevo allí, en su cama. Era extraño que una mujer pensara en términos de honor. Aquel era un territorio tradicionalmente masculino, aunque en los tiempos actuales la palabra raramente cruzaba los labios de hombres o mujeres.

—¿Es posible que un hombre que miente, estafa, roba y en ocasiones ejerce la violencia contra otras personas sea un hombre de honor?

Kolabati le miró a los ojos.

—Es posible si miente a los mentirosos, estafa a los estafadores, roba a los ladrones y limita la violencia a los violentos.

—¿Eso piensas?

—Sé que es así.

Un hombre honorable. Le gustaba cómo sonaba. Le gustaba el significado de la expresión. Como Jack el Reparador, había optado por seguir un camino honorable sin pretenderlo conscientemente. La autonomía había sido el motivo que le había impulsado; reducir al mínimo todos los condicionantes externos sobre su vida. Pero el honor… el honor era un condicionante interno. No se había percatado del papel que había tenido el honor a la hora de tomar decisiones.

La mano de Kolabati empezó a moverse de nuevo, y las ideas de honor se perdieron entre las oleadas de placer que le recorrieron. Le gustaba sentirse excitado de nuevo.

Había llevado una vida monacal desde que Gia le había dejado. No es que hubiera evitado el sexo de forma consciente; simplemente, había dejado de pensar en él. Habían transcurrido varias semanas antes de que se diera cuenta de lo que le había ocurrido. Había leído que era un síntoma de depresión. Tal vez. Fuera cual fuera la causa, aquella noche compensaba cualquier temporada de abstinencia, por larga que hubiera sido.

La mano de Kolabati le estimulaba suavemente, provocando respuestas en lo que había creído un pozo vacío. Empezaba a volverse hacia ella cuando captó el primer rastro del olor.

¿Qué demonios era aquello?

Olía como si una paloma se hubiera metido en el aire acondicionado y puesto un huevo podrido. O como si hubiera muerto.

Kolabati se tensó a su lado. No sabía si también lo había olido, o si algo la había asustado. Le pareció oírle decir algo en un susurro nervioso que sonó como «¡Dios mío!».

Rodó encima de él y se le agarró como un marinero ahogándose a un madero flotante.

Un aura de terror sin nombre envolvió a Jack. Percibía que algo iba terriblemente mal, pero no hubiera podido decir qué. Trató de oír algo inesperado, pero sólo le llegaron los zumbidos bajos, cada uno en clave distinta, de los aparatos de aire acondicionado en cada una de las tres habitaciones. Alargó la mano hacia la Glock de nueve milímetros que guardaba bajo el colchón, pero Kolabati le agarró con más fuerza.

—No te muevas —le susurró con una voz casi inaudible—. Quédate aquí debajo de mí y no digas una palabra.

Jack abrió la boca para hablar, pero ella le tapó los labios con los suyos. La presión de sus pechos desnudos contra el torso, sus caderas contra las de él, el cosquilleo del collar que colgaba del cuello de ella contra su garganta, las caricias de sus manos… Todo ello contribuyó a disimular el olor.

Pero percibió una desesperación en ella que le impidió abandonarse a las sensaciones. Sus ojos no dejaban de abrirse y dirigirse a la ventana, a la puerta, al pasillo que pasaba junto a la habitación del televisor en dirección al salón, y de vuelta a la ventana. Sin motivo aparente, una pequeña parte de él esperaba que algo o alguien (una persona, un animal) apareciera por la puerta. Sabía que era imposible; la puerta del apartamento estaba cerrada, y las ventanas a tres pisos de altura. Una locura. Pero la sensación persistía. Y persistía.

No supo cuánto tiempo permaneció allí, tenso y agarrotado bajo Kolabati, anhelando el contacto reconfortante de una pistola en su mano. Le pareció que duraba toda la noche.

No ocurrió nada. Finalmente, el olor empezó a disminuir. Y con él, la sensación de la presencia de otro. Jack sintió que empezaba a relajarse y, finalmente, a responder a Kolabati.

Pero de repente, Kolabati pareció tener otras ideas. Saltó de la cama y se dirigió a la habitación delantera en busca de su ropa.

Jack la siguió y la vio ponerse la ropa interior con movimientos bruscos, casi frenéticos.

—¿Qué sucede?

—Tengo que volver a casa.

—¿A Washington DC? —El corazón le dio un vuelco. Todavía no. Aquella mujer le intrigaba demasiado.

—No. A casa de mi hermano. Me alojo con él.

—No lo entiendo. ¿Es por algo que he…?

Kolabati se inclinó y le besó.

—Nada que hayas hecho tú. Algo que ha hecho él.

—¿Y qué prisa hay?

—Tengo que hablar con él inmediatamente.

Dejó caer el vestido por encima de su cabeza y se puso los zapatos. Se volvió para irse, pero la puerta del apartamento la detuvo.

—¿Cómo funciona esto?

Jack hizo girar el pomo central que desbloqueaba los cuatro cerrojos, y le abrió la puerta.

—Espera a que me haya puesto algo de ropa y te buscaré un taxi.

—No tengo tiempo de esperar. Y puedo agitar el brazo tan bien como cualquiera.

—¿Volverás? —La respuesta era muy importante para él en aquel momento. No sabía por qué. Apenas la conocía.

—Sí, si puedo. —Sus ojos estaban preocupados. Por un instante le pareció detectar un toque de miedo en ellos—. Espero que sí. Realmente lo espero.

Volvió a besarlo, luego cruzó la puerta y echó a andar hacia la escalera.

Jack cerró la puerta, echó los cerrojos y se apoyó en ella. Si no hubiera estado tan exhausto por la falta de sueño y las exigencias de Kolabati durante la noche, habría intentado desentrañar el sentido de los acontecimientos de la noche.

Se dirigió a la cama. En aquella ocasión para dormir.

Pero por mucho que lo intentó, el sueño le eludió. El recuerdo del olor, el extraño comportamiento de Kolabati… No podía explicarlos. Pero lo que le preocupaba no era tanto lo que había ocurrido como la angustiosa sensación de que algo horrible había estado a punto de ocurrir.

8

Kusum despertó sobresaltado, instantáneamente alerta. Un sonido le había arrancado del sueño. Su Gita le resbaló del regazo y cayó al suelo cuando se puso en pie y se dirigió a la puerta de su camarote.

Probablemente eran la Madre y el cachorro regresando, pero era mejor asegurarse. Uno nunca sabía qué clase de escoria podía estar agazapada en el muelle. No le importaba quién pudiera subir a bordo en su ausencia; tendría que ser un ladrón o vándalo realmente obstinado, porque Kusum siempre mantenía la pasarela subida. Era necesario un mando a distancia para hacerla bajar. Pero cualquier tipo de casta baja que trepara por uno de los cables y se colara a bordo encontraría pocas cosas de valor en la superestructura. Y si se aventuraba a entrar en la bodega… Un intocable menos merodeando por las calles.

Pero cuando Kusum estaba a bordo (y suponía que pasaría allí más tiempo del que hubiera querido, con Kolabati en la ciudad), prefería ser precavido. No quería sorpresas desagradables.

La llegada de Kolabati había sido una sorpresa. La había creído en Washington. Ya le había causado un montón de problemas aquella semana, y sin duda iba a causarle más. Le conocía demasiado bien. Tendría que evitarla en lo posible. Y nunca debía averiguar nada sobre aquel barco o su cargamento.

Volvió a oír el sonido y vio dos formas oscuras inconfundibles saltar por la cubierta. Deberían haber estado cargados con su presa, pero no era así. Alarmado, Kusum corrió a cubierta. Se aseguró de llevar el collar, se quedó en un rincón y observó el paso de los rakoshi.

Primero llegó el cachorro, empujado por la Madre que lo seguía. Ambos parecían agitados. ¡Si hubieran podido hablar! Había conseguido enseñar unas cuantas palabras a los cachorros, pero se trataba de simple imitación, no de verdadero lenguaje. Nunca había sentido tanta necesidad de comunicarse con los rakoshi como aquella noche. Pero sabía que era imposible. No eran estúpidos; podían aprender a hacer tareas sencillas y a obedecer órdenes simples (¿acaso no les había entrenado para actuar como tripulación del barco?), pero sus mentes no funcionaban a un nivel que permitiera una comunicación inteligente.

¿Qué había ocurrido aquella noche? La Madre nunca le había fallado hasta entonces. Cuando captaba el Rastro, invariablemente traía consigo a la víctima elegida. Nadie más que Kusum controlaba el origen del Rastro.

Aquello no tenía sentido.

Descendió por los escalones que conducían abajo. Los dos rakoshi esperaban allí, la Madre abatida por la sensación de haber fracasado, y el cachorro inquieto, andando arriba y abajo. Kusum se deslizó junto a ellos. La Madre levantó la cabeza, vagamente consciente de su presencia, pero el cachorro se limitó a sisear y continuar su paseo, ajeno a él.

Kusum hizo girar la rueda de la escotilla y la abrió. El cachorro trató de apartarse. No le gustaba estar en el barco de hierro, y se rebelaba ante la idea de regresar a la bodega. Kusum aguardó pacientemente. Todos hacían lo mismo después de su primera salida a la ciudad. Querían estar al aire libre, lejos de la bodega de hierro que les debilitaba, entre las multitudes, donde podrían escoger sus presas entre el bien alimentado rebaño humano.

La Madre no estaba dispuesta a tolerarlo. Propinó al cachorro un brutal empujón que lo envió a los brazos de sus hermanos que le esperaban dentro. Luego le siguió.

Kusum cerró la escotilla de golpe y la aseguró. Luego golpeó el puño contra su húmeda superficie. ¿Acaso nunca acabaría con aquello? Estaba convencido de que después de aquella noche iba a estar más cerca de cumplir su juramento. Algo había salido mal. Aquello le preocupaba tanto como le enfurecía. ¿Había aparecido una nueva variable, o era culpa de los rakoshi?

¿Por qué no había víctima?

Algo era seguro, sin embargo. Tenía que haber un castigo. Siempre había sido así. Y también sería así aquella noche.

9

«¡Oh, Kusum! ¿Qué has hecho?»

Las entrañas de Kolabati se retorcían de terror mientras viajaba en el asiento trasero del taxi. El trayecto fue breve, por suerte; directamente a través de Central Park hasta un elegante edificio de piedra blanca en la Quinta Avenida.

El portero de noche no conocía a Kolabati, de modo que la detuvo. Era viejo, con el rostro convertido en una masa de arrugas. Kolabati detestaba a los ancianos. La idea de envejecer le resultaba repugnante. El portero la interrogó hasta que ella le mostró su llave y su permiso de conducir de Maryland, confirmando que su apellido era el mismo que el de Kusum. Cruzó a toda prisa el vestíbulo de mármol, junto a los modernos sillones y sillas de respaldo bajo y los poco inspirados cuadros abstractos de las paredes, hasta llegar al ascensor. Estaba abierto, esperando. Pulsó el nueve, el último piso, y aguardó con impaciencia hasta que se cerró la puerta y la cabina empezó a subir.

Kolabati se apoyó en la pared trasera y cerró los ojos.

¡Aquel olor! Había creído que el corazón le iba a estallar al reconocerlo aquella noche. Creía que lo había dejado atrás para siempre en la India.

«¡Un rakosh!»

Había habido uno frente al apartamento de Jack hacía menos de una hora. Su mente no quería hacerse a la idea, pero no había duda. Tan seguro como que la noche era oscura, tan seguro como su edad… ¡Un rakosh! La idea le producía náuseas, la debilitaba por dentro y por fuera. Y lo más aterrador de todo: el único hombre que podía ser responsable de ello (el único hombre del mundo) era su hermano.

Pero ¿por qué el apartamento de Jack?

¿Y cómo? Por la Diosa Negra, ¿cómo?

El ascensor se detuvo suavemente, las puertas se abrieron y Kolabati se dirigió directamente a la puerta marcada como 9B. Vaciló antes de insertar la llave. Aquello no iba a ser fácil. Amaba a Kusum, pero él la intimidaba. No físicamente (nunca levantaría una mano contra ella), pero sí moralmente. No había sido siempre así, pero últimamente sus aires de superioridad moral se habían vuelto impenetrables.

«Pero no esta vez», se dijo. «Esta vez se equivoca».

Dio la vuelta a la llave y entró.

El apartamento estaba oscuro y silencioso a su alrededor. Encendió la luz, revelando un enorme salón de techo bajo decorado por un profesional. Lo adivinó al momento. No había rastro de Kusum en aquella decoración. No se había molestado en personalizarla, lo que significaba que no tenía intención de permanecer allí mucho tiempo.

—¿Kusum?

Bajó dos escalones hasta la moqueta de lana del salón, y lo cruzó hacia la puerta cerrada que conducía al dormitorio de su hermano. El interior estaba oscuro y vacío.

Regresó al salón y gritó en voz más alta:

—¡Kusum!

No hubo respuesta.

¡Tenía que estar allí! ¡Tenía que encontrarle! ¡Ella era la única que podía detenerle!

Pasó junto a la puerta que daba al dormitorio que Kusum le había preparado y se dirigió a la gran ventana que daba a Central Park. La gran masa del parque estaba a oscuras, cortada a intervalos irregulares por las carreteras iluminadas, serpientes luminosas que avanzaban desde la Quinta Avenida al oeste de Central Park.

«¿Dónde estás, hermano mío, y qué estás haciendo? ¿Qué abominación has devuelto a la vida?»

10

Las dos antorchas de propano a cada lado de él estaban encendidas y emitían rugidos de llama azul en dirección al alto techo de la bodega. Kusum hizo un ajuste final en el flujo de gas de ambas; deseaba que hicieran ruido, pero no que se apagaran. Cuando se sintió satisfecho con las llamas, se desabrochó el collar y lo depositó sobre el tanque de propano en la parte trasera de la plataforma cuadrada. Se había cambiado la ropa de diario por el dhoti ceremonial rojo sangre, arreglando la prenda, parecida a un sarong, según el estilo tradicional Maharatta, con el extremo izquierdo enrollado en la pierna y el grueso de la tela concentrada en la cadera derecha, dejando sus piernas al descubierto. Tomó su látigo enrollado, y pulsó el botón de bajar con el dedo corazón.

El ascensor (una plataforma abierta con el suelo de tablones de madera) dio una sacudida y emprendió un lento descenso, a lo largo de la esquina de popa de la pared estribor de la bodega principal, en dirección a la oscuridad de abajo. No era una oscuridad total, porque Kusum mantenía las luces de emergencia encendidas todo el tiempo, pero eran tan escasas y de tan poca potencia que la iluminación que proporcionaban era más nominal que otra cosa.

Cuando el ascensor llegó al punto intermedio, oyó un ruido de movimiento abajo; los rakoshi se apartaron de debajo del ascensor, desconfiando de la plataforma descendente y del fuego que transportaba. Mientras se acercaba al suelo de la bodega y la luz de las antorchas se derramaba sobre sus ocupantes, diminutas manchas de brillo empezaron a captar y devolver el resplandor; al principio unas pocas y luego cada vez más, hasta que un centenar de ojos amarillos relucieron en la oscuridad.

Un murmullo se elevó entre los rakoshi hasta convertirse en un canto susurrado, bajo, áspero y gutural, la única palabra que eran capaces de pronunciar.

—¡Kaka-jiiiiii! ¡Kaka-jiiiiii!

Kusum desenrolló el látigo y lo hizo restallar. El sonido reverberó como un disparo por la bodega. El canto se interrumpió. Sabían que estaba furioso; permanecerían en silencio. Mientras la plataforma, con sus rugientes llamas, se acercaba más al suelo, retrocedieron un poco más. En todo el cielo y la tierra, lo único que temían era al fuego; al fuego y a su Kaka-ji.

Detuvo el ascensor a un metro o metro y medio del suelo, obteniendo así una plataforma elevada desde donde dirigirse a los rakoshi concentrados en un tosco semicírculo, justo fuera del alcance de la luz de las antorchas. Apenas eran visibles, a excepción de algún destello ocasional de un cráneo liso o un hombro abultado. Y los ojos. Todos los ojos estaban fijos en Kusum.

Empezó a hablarles en dialecto bengalí, sabiendo que podían entender muy poco de lo que les decía, pero seguro de que tarde o temprano captarían el significado. Aunque no estaba enfadado con ellos, dejó que su voz se llenara de rabia, porque esta era una parte integral de lo que vendría a continuación. No comprendía qué había fallado aquella noche, y por la confusión que había percibido en la Madre a su regreso sabía que ella tampoco lo comprendía. Algo la había hecho perder el Rastro. Algo extraordinario. Era una cazadora hábil, y Kusum estaba seguro de que lo sucedido había estado más allá de su control. Sin embargo, aquello no importaba. Era necesario guardar las formas. Era la tradición.

Dijo a los rakoshi que aquella noche no habría ceremonia, no se repartiría la carne, porque los que hubieran debido traer el sacrificio habían fallado. En lugar de la ceremonia, habría un castigo.

Se volvió y bajó el propano de las antorchas, reduciendo el charco semicircular de iluminación y haciendo que la oscuridad (y los rakoshi) se acercaran más.

Luego llamó a la Madre. Ella sabía qué hacer.

Hubo una serie de movimientos y ruidos en la oscuridad ante él cuando la Madre empujó al cachorro que la había acompañado aquella noche. Se le acercó enfurruñado, de mala gana, pero se le acercó. Porque sabía que debía hacerlo. Era la tradición.

Kusum alargó la mano hacia atrás y bajó más el propano. Los rakoshi jóvenes temían especialmente al fuego, y sería absurdo asustar a aquel. La disciplina era fundamental. Si perdía el control sobre ellos, aunque fuera por un momento, podían volverse contra él y hacerle pedazos. No podía haber un solo caso de desobediencia; un acto semejante tenía que seguir siendo impensable. Pero, para someterlos a su voluntad, no podía forzarles a actuar en exceso contra sus instintos.

Apenas podía ver a la criatura mientras avanzaba en actitud de humilde sumisión. Kusum hizo un gesto con el látigo, y la Madre obligó al cachorro a darse la vuelta, presentándole la espalda. Kusum levantó el látigo y golpeó, una, dos, tres veces y más, poniendo toda la fuerza de su cuerpo en ello, de modo que cada golpe terminara con el ruido carnoso del cuero trenzado sobre aquella carne fría y de color cobalto.

Sabía que el joven rakosh no sentía ningún dolor a causa del látigo, pero aquello importaba poco. Su propósito no era infligir dolor, sino reafirmar su posición de dominio. Los azotes eran un acto simbólico, igual que la sumisión de un rakosh al látigo era una confirmación de su lealtad y obediencia a la voluntad de Kusum, el Kaka-ji. El látigo creaba un vínculo entre ellos. Ambos ganaban fuerza con aquella acción. Con cada golpe, Kusum sentía el poder de Kali crecer en su interior. Casi podía imaginar que volvía a tener dos brazos.

A los diez azotes se detuvo. El rakosh miró a su alrededor, vio que había terminado y se perdió de nuevo entre el grupo. Sólo quedaba la Madre. Kusum hizo restallar el látigo en el aire. «Sí», pareció decirle. «Tú también».

La Madre se adelantó, le dedicó una larga mirada y luego se volvió y le presentó la espalda. Los ojos de los jóvenes rakoshi se volvieron más brillantes cuando empezaron a agitarse, removiendo los pies y entrechocando las garras.

Kusum vaciló. Los rakoshi adoraban a la Madre. Pasaban día tras día en su presencia. Ella les guiaba, ponía orden en sus vidas. Hubieran muerto por ella. Azotarla era peligroso. Pero se había establecido una jerarquía que debía ser preservada. Igual que los rakoshi obedecían a la Madre, la Madre obedecía a Kusum. Y para reafirmar la jerarquía, debía someterse al látigo. Pues ella era su lugarteniente entre los cachorros, y la responsable última de cualquier fracaso a la hora de cumplir los deseos del Kaka-ji.

Pero pese a su devoción, pese a la certeza de que ella hubiera muerto por él de buena gana, pese al vínculo indescriptible que los unía (él había empezado aquella camada con ella, cuidándola y criándola desde su nacimiento), Kusum desconfiaba de la Madre. Después de todo, era una rakosh, violencia encarnada. Castigarla era como hacer malabares con frascos de explosivos. Un error de concentración, un movimiento descuidado…

Reuniendo su coraje, Kusum blandió el látigo, haciendo restallar su extremo una vez contra el suelo, lejos de donde aguardaba la Madre, y no volvió a levantarlo. La bodega se había quedado en silencio total con aquel primer golpe. Todos permanecían callados. La Madre continuó esperando y, cuando no llegó ningún golpe, se volvió hacia el ascensor. Kusum había enrollado el látigo por entonces, una hazaña difícil para un manco, pero había decidido mucho tiempo atrás que era posible hacerlo casi todo con un solo brazo. Sostuvo el látigo un instante, y luego lo dejó caer al suelo del ascensor.

La Madre le miró con los ojos brillantes, y sus pupilas rasgadas se dilataron de adoración. No había recibido ningún azote, una proclamación pública del respeto y estima que el Kaka-ji sentía por ella. Kusum sabía que aquel era un momento de orgullo para ella, que la elevaría aún más ante los ojos de sus crías. Lo había planeado así.

Accionó el botón de subir y puso las antorchas al máximo mientras ascendía. Estaba satisfecho. Una vez más, había afirmado su posición como amo absoluto de la camada. La Madre estaba más firmemente que nunca bajo su control. Mientras la controlara, controlaría a sus crías.

El océano de ojos relucientes le observó desde abajo, sin apartarse de él en ningún momento hasta que alcanzó la parte superior de la bodega. En cuanto se perdieron de vista, Kusum tomó el collar y lo abrochó en torno a su garganta.