Capítulo 2

Bharangpur, Bengala Occidental, India

Miércoles, 24 de junio de 1857

Todo había salido mal. ¡Absolutamente todo había salido mal!

El capitán sir Albert Westphalen de los Fusileros Europeos Bengalíes estaba a la sombra de un toldo entre dos puestos de mercado y bebía agua fresca de una jarra recién sacada de un pozo. Era un verdadero alivio estar protegido del ataque directo del sol hindú, pero no podía escapar a su resplandor. Rebotaba en la arena de la calle, en las paredes blancas estucadas de los edificios, incluso en las pieles pálidas de aquellas desagradables reses jorobadas que vagabundeaban libremente por el mercado. El resplandor perforaba sus ojos hasta el mismo centro de su cerebro. Deseo ardientemente poder derramar el contenido de la jarra sobre su cabeza y dejar que el agua le corriera por todo el cuerpo.

Pero no. Era un caballero vestido con el uniforme del ejército de Su Majestad y rodeado de paganos. No podía hacer algo tan poco digno. De modo que continuó en la sombra, con su salacot en la cabeza, su uniforme ocre apestoso y húmedo en las axilas y abrochado hasta la garganta, y fingió que el calor no le incomodaba. Ignoró el sudor que le empapaba el escaso cabello bajo el sombrero, deslizándose por su rostro, aferrándose al bigote oscuro que tan cuidadosamente había recortado y encerado aquella mañana, y concentrándose en gotas en su barbilla para caer sobre su casaca.

Ojalá hubiera algo de brisa. O mejor aún, lluvia. Pero nada de ello llegaría antes de un mes. Había oído decir que cuando el monzón de verano empezara a soplar del suroeste en julio habría lluvia en abundancia. Hasta entonces, los hombres tendrían que asarse.

Podría ser peor.

Podría haber sido enviado con los demás a recuperar Meerut y Delhi de los rebeldes: marchas forzadas junto a la cuenca del Ganges con todo el uniforme y equipo, para enfrentarse a hordas de cipayos enloquecidos que blandían sus talwar ensangrentados y gritaban «¡Din! ¡Din! ¡Din!».

Se estremeció. «Todo eso no es para mí, muchísimas gracias».

Por suerte, la rebelión no había llegado tan al este, al menos no en proporciones apreciables. A Westphalen le parecía muy bien. Tenía la intención de mantenerse tan alejado de los rebeldes como pudiera. Sabía por los registros del regimiento que había veinte mil soldados británicos estacionados en el subcontinente. ¿Y si los incontables millones de habitantes de la India decidían sublevarse y acabar con el dominio inglés? Era una pesadilla recurrente.

Y la Compañía de Indias Orientales dejaría de existir. Westphalen sabía que esa la verdadera razón de que el ejército estuviera allí: proteger los intereses de la «Compañía John».

Había jurado luchar por la Corona y lo haría (hasta cierto punto), pero que le colgaran si estaba dispuesto a morir luchando por una caterva de comerciantes de té. Después de todo, era un caballero, y había aceptado el destino en la India sólo para evitar la catástrofe financiera que amenazaba sus propiedades. Y tal vez para hacer algunos contactos durante su tiempo de servicio. Se había procurado un trabajo seguro, puramente administrativo.

Todo ello formaba parte de un plan. Tenía que conseguir tiempo para recuperar sus considerables pérdidas en el juego (cualquier observador hubiera dicho que eran unas pérdidas increíbles para un hombre que apenas llegaba a los cuarenta) y luego regresar a casa y pagar sus deudas. Hizo una mueca al pensar en la enorme cantidad de dinero que había dilapidado desde que heredara el título de baronet tras la muerte de su padre.

Pero su suerte había seguido siendo igual de mala al otro extremo del mundo. Había habido años de paz en la India antes de su llegada, algún problema aquí y allá, pero nada serio. El dominio británico de la India parecía totalmente seguro. Pero sabía que la disensión y el descontento entre los reclutas nativos burbujeaba bajo la superficie, al parecer esperando su llegada. No llevaba allí ni un año, y ¿qué había ocurrido? ¡Los cipayos se habían rebelado!

No era justo.

«Pero podría ser peor, Albert, viejo amigo», se dijo por milésima vez aquel día. «Podría ser peor».

Y, ciertamente, también podría ser mucho mejor. Sería mejor estar en Calcuta, en Fuerte William. No hacía mucho más fresco, pero estaba más cerca del mar. Si la India estallaba, sólo era cuestión de tomar un bote en el río Hoogly y partir hacia la seguridad de la bahía de Bengala.

Tomó otro sorbo y apoyó la espalda en la pared. No era una postura de oficial, pero en aquel momento ya no le importaba un comino. Su oficina era como un horno recién cargado de leña. La única cosa sensata que cabía hacer era quedarse allí, bajo el toldo con una jarra de agua, hasta que el sol estuviera más bajo en el cielo. Las tres en punto. Debería empezar a refrescar pronto.

Agitó la mano en el aire en torno a su rostro. Si conseguía salir vivo de la India, la única cosa que recordaría con más intensidad que el calor y la humedad serían las moscas. Estaban por todas partes, cubriéndolo todo en el mercado. Piñas, naranjas, limones, montones de arroz… Todo estaba cubierto de puntos negros que se movían, revoloteaban y planeaban para volver a posarse. Moscas arrogantes y descaradas que le aterrizaban en el rostro y remontaban el vuelo antes de que pudiera matarlas.

Aquel zumbido incesante, ¿eran los compradores regateando con los mercaderes, o eran hordas de moscas?

El olor a pan caliente llegaba hasta su nariz. La pareja del puesto al otro lado del callejón a su izquierda vendía chapati, pequeños discos de pan sin levadura que eran parte sustancial de la dieta de todos los habitantes de la India, ricos o pobres. Recordaba haberlos probado en un par de ocasiones y haberlos encontrado insípidos. Durante la última hora, la mujer había estado inclinada sobre una hoguera de estiércol, cocinando una inacabable serie de chapati sobre planchas de hierro. La temperatura del aire en torno a aquel fuego tenía que ser de cincuenta grados.

¿Cómo lo soportaba aquella gente?

Cerró los ojos y deseó un mundo libre de calor, sequía, acreedores avariciosos, oficiales superiores y cipayos rebeldes. Los mantuvo cerrados, disfrutando de la oscuridad relativa tras los párpados. Sería agradable pasar así el resto del día, apoyado allí y…

No fue un sonido lo que le hizo abrir los ojos, más bien la falta de él. La calle se había quedado totalmente en silencio. Cuando se enderezó, pudo ver que los compradores, hasta entonces atareados inspeccionando mercancías y regateando precios, desaparecían en callejones, calles laterales y portales; sin prisas, sin pánico, pero moviéndose con estudiada rapidez, como si todos ellos hubieran recordado de repente que tenían que estar en otro lugar.

Sólo quedaban los vendedores; los vendedores y sus moscas.

Intranquilo y desconfiado, Westphalen aferró la empuñadura del sable que colgaba de su cadera izquierda. Había sido entrenado en su uso, pero nunca había tenido que emplearlo para defenderse. Esperaba no tener que empezar en aquel momento.

Percibió un movimiento a su izquierda y se volvió.

Un hombre diminuto con aspecto de sapo, ataviado con el dhoti naranja de los sacerdotes, guiaba una caravana de seis mulas a paso tranquilo por el centro de la calle.

Westphalen se permitió relajarse. Sólo era una especie de svamin. Siempre había alguno presente.

Mientras Westphalen observaba, el sacerdote giró hacia el lado opuesto de la calle y detuvo sus mulas frente a un puesto de quesos. No se movió de su sitio frente a la caravana, no miró a derecha e izquierda. Simplemente esperó. El vendedor de quesos reunió rápidamente algunos de los bloques y bolas más grandes y se los presentó al hombrecillo, que inclinó la cabeza unos grados tras dirigir una rápida mirada a la ofrenda. El mercader los metió en un saco atado al lomo de una de las mulas, y regresó a su puesto.

Ni una rupia había cambiado de manos.

Westphalen siguió observando, cada vez más sorprendido.

La parada siguiente fue en el lado de la calle donde estaba Westphalen, en el puesto de chapati junto a él. El marido mostró al sacerdote un cesto lleno para que lo inspeccionara. Otro movimiento de cabeza, y los chapati también fueron depositados sobre el lomo de una mula.

De nuevo, no hubo intercambio de dinero, ni preguntas sobre la calidad de los productos. Westphalen nunca había visto nada parecido. Aquellos vendedores hubieran regateado con sus madres por el precio del desayuno.

Sólo podía imaginar una cosa que pudiera inspirar semejante cooperación: el miedo.

El sacerdote siguió adelante sin detenerse en el puesto de agua.

—¿Le ocurre algo a tu agua? —dijo Westphalen al vendedor agazapado en el suelo junto a él.

Como de costumbre, habló en inglés. No veía ningún motivo para aprender ninguna lengua hindú, y nunca lo había intentado. Existían catorce idiomas principales en aquel subcontinente dejado de la mano de Dios, y unos doscientos cincuenta dialectos. Una situación absurda. Las pocas palabras que había aprendido habían sido por osmosis, más que por ningún esfuerzo consciente. Después de todo, era responsabilidad de los nativos entenderle. Y la mayoría lo hacían, especialmente los vendedores.

—El templo tiene su propia agua —dijo el vendedor, sin levantar la vista.

—¿Qué templo es ese?

Westphalen quería saber qué poder tenía el sacerdote sobre aquellos mercaderes para hacerlos tan obedientes. Era una información que podía resultar útil en el futuro.

—El Templo de las Colinas.

—No sabía que hubiera un templo en las colinas.

En aquella ocasión, el vendedor de agua levantó la cabeza y le miró fijamente. Había una expresión de incredulidad en aquellos ojos oscuros, como si dijera «¿cómo es posible que no lo supieras?».

—¿Y a cuál de vuestros dioses paganos está dedicado ese templo en particular? —Sus palabras parecieron despertar ecos en el silencio que les rodeaba.

El vendedor de agua susurró:

—A Kali, la Diosa Negra.

Oh, sí. Había oído aquel nombre antes. Supuestamente, era una diosa popular en la región de Bengala. Aquellos hindúes tenían más dioses de los que uno podía contar. El hinduismo era una religión extraña. Había oído que tenía pocos dogmas, por no decir ninguno, ningún fundador y ningún líder. Verdaderamente, ¿qué clase de religión era aquella?

—Creí que su templo estaba cerca de Calcuta, en Dakshinesvar.

—Hay muchos templos dedicados a Kali —dijo el vendedor de agua—. Pero ninguno como el Templo de las Colinas.

—¿De veras? ¿Y qué tiene ese templo de especial?

—Rakoshi.

—¿Qué es eso?

Pero el vendedor de agua bajó la cabeza y se negó a responder a más preguntas. Era como si pensara que ya había dicho demasiado.

Seis semanas atrás, Westphalen no hubiera tolerado semejante insolencia. Pero seis semanas atrás, una rebelión de los cipayos hubiera sido impensable.

Tomó un último sorbo de agua, dejó caer una moneda en el regazo del silencioso vendedor, y salió a la intensa ferocidad del sol. El aire era como una ráfaga procedente de una casa en llamas. Sintió que el polvo que flotaba perpetuamente sobre la calle se mezclaba con las gotas de sudor de su rostro, dejándolo cubierto por una fina capa de barro salado.

Siguió al svamin a través del mercado, observando cómo los vendedores elegidos regalaban sus mejores artículos sin un solo murmullo de queja, como si estuvieran contentos de la oportunidad. Westphalen le siguió por casi toda Bharangpur, por sus avenidas más amplias, por sus callejones más estrechos. Y por donde pasaba el sacerdote con su caravana de mulas, la gente desaparecía cuando él se acercaba y volvía a aparecer cuando se iba.

Finalmente, cuando el sol descendía por el cielo de occidente, el sacerdote llegó a la puerta norte.

«Ya lo tenemos», pensó Westphalen.

Todos los animales de carga debían ser inspeccionados por si llevaban contrabando antes de poder salir de Bharangpur o de cualquier otra ciudad guarnicionada. El hecho de que no se hubiera informado de actividades rebeldes en ningún lugar de Bengala no importaba; era una orden general y tenía que ser cumplida.

Westphalen observó desde una distancia de unos doscientos metros. Esperaría a que el único centinela británico hubiera empezado la inspección, y entonces se acercaría como si estuviera en una patrulla rutinaria por las puertas, para averiguar algo más sobre aquel svamin y su templo de las colinas.

Vio que el sacerdote se detenía en la puerta y hablaba con un centinela que llevaba un Enfield colgado al hombro. Parecían viejos amigos. Al cabo de unos momentos, sin inspección ni detención, el sacerdote siguió su camino cruzando la puerta, pero no antes de que Westphalen le viera dejar algo en la mano del centinela en un movimiento rapidísimo. Si Westphalen hubiera parpadeado, no lo habría visto.

El sacerdote y sus mulas estaban al otro lado de la muralla y de camino hacia las colinas del noroeste cuando Westphalen llegó a la puerta.

—¡Entrégueme su rifle, soldado!

El centinela saludó, se descolgó el Enfield del hombro y se lo entregó a Westphalen sin más preguntas. Westphalen le conocía. Su nombre era MacDougal, un recluta joven, de rostro colorado, buen luchador y buen bebedor, como casi todos los demás Fusileros Europeos Bengalíes. Durante sus tres semanas como comandante de la guarnición de Bharangpur, Westphalen había llegado a considerarlo un buen soldado.

—¡Le pongo bajo arresto por negligencia en el servicio!

MacDougal palideció.

—Señor, yo…

—¡Y por aceptar un soborno!

—¡He intentado devolvérselo, señor!

Westphalen se echó a reír. ¡Aquel soldado debía pensar que era ciego, además de estúpido!

—¡Claro que sí! ¡Igual que ha inspeccionado concienzudamente sus mulas!

—El viejo Jaggernath sólo lleva provisiones a su templo, señor. Llevo aquí dos años, capitán, y ha venido todos los meses, como un reloj, a cada luna nueva. Sólo lleva comida a las colinas, señor.

—Tiene que ser inspeccionado como todo el mundo.

MacDougal lanzó una mirada a la caravana de mulas que se alejaba.

—Jaggernath dijo que no les gusta que toquen su comida. Sólo los de su religión.

—¡Pues es una lástima! Y supongo que le ha dejado pasar por la bondad de su corazón, ¿no? —Westphalen se estaba enfureciendo cada vez más por la insolencia del soldado—. Vacíe los bolsillos y veamos cuántas piezas de plata han sido necesarias para hacerle traicionar a sus camaradas.

El color regresó repentinamente al rostro de MacDougal.

—¡Nunca traicionaría a mis camaradas!

Por algún motivo, Westphalen le creyó. Pero ya no podía dejar pasar el asunto.

—¡Vacíe sus bolsillos!

MacDougal vació sólo uno: de su bolsillo derecho extrajo una piedra pequeña y rugosa, de color rojizo claro. Westphalen contuvo un jadeo.

—Démela.

La contempló a la luz del sol poniente. Había visto muchas piedras sin cortar mientas convertía gradualmente los artículos de valor de la familia en dinero para apaciguar a sus acreedores más insistentes. Aquello era un rubí en bruto. Era diminuto, pero bien pulido podía valer cien libras. Le temblaron las manos. Si aquello era lo que el sacerdote daba a un centinela como recompensa insignificante por no tocar la comida del templo…

—¿Dónde está ese templo?

—No lo sé, señor. —MacDougal le estaba observando atentamente, probablemente en busca de un modo de evitar los cargos de negligencia—. Y nunca he podido averiguarlo. Los habitantes de la ciudad no lo saben, ni parecen querer saberlo. Se supone que el Templo de las Colinas está lleno de joyas y protegido por demonios.

Westphalen gruñó. Más basura pagana. Pero la piedra en sus manos era genuina. Y la manera descuidada con la que había sido entregada a MacDougal indicaba que podía haber muchas más en el lugar de donde procedía.

De muy mala gana, devolvió el rubí a MacDougal. Su apuesta iba a ser mucho más alta. De modo que tenía que aparentar que el dinero no le preocupaba en absoluto.

—Supongo que no ha pasado nada. Venda eso y reparta el dinero entre los hombres. Y a partes iguales, ¿me oye?

MacDougal parecía a punto de desmayarse de sorpresa y alivio, pero consiguió saludar bruscamente.

—¡Sí, señor!

Westphalen le devolvió el Enfield y se alejó, sabiendo que a ojos de MacDougal era el comandante más justo y generoso que había conocido. Westphalen deseaba que los reclutas tuvieran aquella opinión.

Tenía planes para MacDougal, y para cualquier otro soldado que llevara unos cuantos años en Bharangpur.

El capitán sir Albert Westphalen había decidido encontrar aquel Templo en las Colinas. Era posible que contuviera la respuesta a todos sus problemas financieros.