Manhattan
Jueves
1
Jack el Reparador despertó con luz en los ojos, un ruido sordo en los oídos y la espalda dolorida.
Se había dormido en el sofá del dormitorio de invitados donde tenía el lector de DVD y el televisor. Volvió la cabeza hacia el aparato. Un enervante estampado a cuadros zumbaba en la pantalla de metro ochenta, y junto a ella el aparato de aire acondicionado, que ocupaba la mitad derecha de la ventana doble, funcionaba a plena potencia para mantener la estancia a veintiún grados.
Se puso en pie con un gruñido y apagó el televisor. El siseo de ruido blanco cesó. Se inclinó y se tocó las puntas de los pies, luego se irguió y giró la cintura. La espalda le estaba matando. Aquel sofá estaba hecho para sentarse, no para dormir.
Se dirigió al lector y extrajo el disco. Se había quedado dormido durante los títulos de crédito finales de la versión de Frankenstein de 1931, la primera parte del festival sobre James Whale de Jack el Reparador.
Pobre Henry Frankenstein, pensó, guardando el disco en su caja. Pese a todas las evidencias en contra, pese a la opinión de cuantos le rodeaban, Henry estaba seguro de su cordura.
Jack encontró la ranura adecuada en la estantería de la pared, guardó la película dentro y extrajo su vecina: La novia de Frankenstein, la segunda parte de su festival de James Whale privado.
Una mirada por la ventana le reveló el paisaje habitual: una playa arenosa, un tranquilo océano azul y bañistas tendidos. Estaba cansado de aquella vista. Especialmente desde que algunos de los ladrillos habían empezado a asomar. Había pintado la escena tres años antes sobre la pared lisa frente a las ventanas de los dos dormitorios.
Tiempo suficiente. La escena de playa ya no le interesaba. Tal vez sería mejor una selva tropical. Con montones de aves, reptiles y animales ocultos entre el follaje. Sí: una selva tropical. Archivó la idea. Tendría que buscar a alguien capaz de hacerle justicia.
Empezó a sonar el teléfono en el salón. ¿Quién podía ser? Había cambiado el número un par de meses atrás, y sólo lo tenían unas pocas personas. No se molestó en levantar el auricular. El contestador automático se encargaría de ello.
—Producciones Pinocho… Ahora mismo no estoy, pero si…
Una voz de mujer empezó a hablar sobre la suya, en tono impaciente.
—Coge el teléfono si estás ahí, Jack. De lo contrario, llamaré más tarde.
«¡Gia!»
Jack estuvo a punto de tropezar con sus propios pies en su precipitación por llegar al teléfono.
—¿Gia? ¿Eres tú?
—Sí, soy yo. —Su voz sonaba inexpresiva, casi resentida.
—¡Gia! ¡Ha pasado mucho tiempo!
—Dos meses. Una eternidad. —Tuvo que sentarse—. Me alegro mucho de que me llames.
—No es lo que piensas, Jack.
—¿Qué quieres decir?
—No llamo por mí. Si de mí dependiera, no lo hubiera hecho. Pero Nellie me lo pidió.
Su júbilo se desvaneció, pero siguió hablando.
—¿Quién es Nellie? —El nombre no le decía nada.
—Nellie Paton. Seguro que te acuerdas de Nellie y Grace, las dos señoras inglesas.
—Oh, sí. ¿Cómo iba a olvidarlas? Ellas nos presentaron.
—Yo he conseguido perdonarlas.
Jack lo dejó pasar sin decir nada.
—¿Cuál es el problema?
—Grace ha desaparecido. Nadie la ha visto desde que se acostó el lunes por la noche.
Recordaba a Grace Westphalen: una inglesa muy remilgada y correcta que se acercaba a los setenta. No era de las que huían con un hombre.
—¿La policía ha…?
—Por supuesto. Pero Nellie me ha pedido que te llamara por si querías ayudar. De modo que te he llamado.
—¿Quiere que vaya?
—Sí. Si quieres.
—¿Estarás tú allí?
Ella lanzó un suspiro exasperado.
—Sí. ¿Vas a venir o no?
—Estoy de camino.
—Mejor que esperes. El patrullero que estuvo aquí dijo que esta mañana vendría un detective del departamento.
—Oh. —Aquello no era bueno.
—Pensé que eso te retendría.
Tampoco hacía falta que empleara aquel tono de satisfacción.
—Estaré allí después de comer.
—¿Sabes la dirección?
—Sé que es una casa amarilla en la plaza Sutton. No hay más que una.
—Le diré a Nellie que te espere. —Y colgó.
Jack soltó el auricular y lo depositó en su base.
Vería a Gia aquel mismo día. Ella le había llamado. No había sido amable, y había dicho que llamaba en nombre de otra persona… pero le había llamado. Era más de lo que había hecho desde que se separaron. No pudo evitar alegrarse.
Recorrió la habitación principal de su apartamento en el tercer piso, que hacía las veces de sala de estar y comedor. Él encontraba la estancia inmensamente confortable, pero pocos visitantes compartían su entusiasmo. Su mejor amigo, Abe Grossman, en un arranque de generosidad, había descrito la habitación como «claustrofóbica». Cuando Abe estaba de mal humor, decía que aquel lugar hacía que la casa de la familia Addams pareciera decorada al estilo Bauhaus.
Las paredes estaban llenas de posters de películas antiguas y estanterías abarrotadas de los maravillosos artículos que Jack encontraba en tiendas olvidadas de segunda mano durante sus paseos por la ciudad. Se abrió paso a través de una colección de antiguos muebles de roble victorianos que dejaban poco espacio para nada más: un aparador de dos metros de madera esculpida, un secreter plegable, un sofá hundido de respaldo alto, una enorme mesa de comer con las patas terminadas en garras, y dos mesitas pequeñas, también con las patas en forma de garras de ave aferrando una esfera de cristal. Y su favorito: un gran sillón orejero.
Llegó al baño e inició el odioso ritual matutino de lavarse. Mientras se pasaba la cuchilla por las mejillas y garganta, volvió a considerar la idea de una barba. Su rostro no estaba mal. Ojos castaños y cabello castaño oscuro con un flequillo tal vez demasiado largo sobre la frente. Una nariz ni grande ni pequeña. Sonrió a su imagen en el espejo. No era una mueca del todo horrible, ni lo que se solía llamar una sonrisa estúpida. Los dientes podrían haber sido más blancos y regulares, y los labios tendían a ser demasiado finos, pero no estaba mal. Un rostro inofensivo. Y, por añadidura, un cuerpo delgado, musculoso y de un metro ochenta acompañaba al rostro sin cargo extra.
¿Qué tenía de malo, entonces?
Su sonrisa flaqueó.
«Pregunta a Gia. Seguro que sabe todo lo que tengo de malo».
Pero todo aquello empezaría a cambiar a partir de aquel día.
Tras una ducha rápida, se vistió, comió un par de cuencos de cereales con cacao, se abrochó la cartuchera al tobillo y deslizó dentro la pistola del cuarenta y cinco más pequeña del mundo, una Semmerling modelo LM-4. Sabía que la cartuchera le provocaría calor en la pierna, pero nunca salía desarmado. Su paz mental compensaría cualquier incomodidad física.
Atisbo por la mirilla de la puerta principal, y giró el pomo central, mientras desbloqueaba los cuatro cerrojos en las partes superior e inferior y en ambos lados. El calor del pasillo del tercer piso le golpeó en el umbral. Llevaba vaqueros Levi’s y una camisa ligera de manga corta. Se alegraba de no haberse puesto camiseta. La humedad del pasillo se abrió camino entre sus ropas y se derramó sobre su piel mientras se dirigía a la calle.
Jack se detuvo un instante en la escalera. Un sol enfurruñado brillaba a través de la neblina sobre el tejado del Museo de Historia Natural, a su derecha calle abajo. El aire húmedo flotaba inmóvil sobre el pavimento. Podía verlo, olerlo y saborearlo… y parecía, olía y sabía a sucio. Polvo, hollín y pelusas mezcladas con monóxido de carbono y tal vez un toque de manteca rancia procedente del contenedor de basuras en la esquina del callejón.
¡Ah! El Upper West Side en agosto.
Avanzó por la acera y pasó junto a la hilera de edificios de piedra arenisca que formaban su calle. Por el camino, sacó su Tracfone; marcó el número de su oficina, y luego un código de cuatro dígitos. Se oyó una voz grabada (no la de Jack), recitando el mensaje familiar:
—Soy Jack el Reparador. Ahora estoy trabajando, pero al oír la señal deje su nombre y número, y una breve idea de la naturaleza de su problema. Me pondré en contacto con usted lo antes posible.
Después de la señal, una voz de mujer empezó a hablar sobre un problema con el temporizador de su secadora. Otro zumbido, y un hombre le solicitó información sobre cómo arreglar una batidora. Jack ignoró los teléfonos que le dejaron; no tenía intención de llamarles. Pero ¿cómo habían conseguido su número? Había restringido su nombre a las páginas blancas (con una dirección incorrecta, por supuesto) para reducir las llamadas de reparación de electrodomésticos, pero la gente conseguía encontrarle de todos modos.
La tercera y última voz era única: de tono suave y palabras bruscas y rápidas, con un toque de Gran Bretaña pero ciertamente no británica. Jack conocía a un par de pakistaníes que hablaban de aquel modo. El hombre estaba evidentemente alterado, y sus palabras sonaban vacilantes.
—Señor Jack, mi abuela… recibió una paliza terrible anoche. Debo hablar con usted inmediatamente. Es terriblemente importante.
Luego daba su nombre y un teléfono donde podía localizarle.
Jack devolvería aquella llamada, aunque tendría que rechazar el trabajo. Tenía intención de dedicar todo su tiempo al problema de Gia. Y a Gia. Aquella podía ser su última oportunidad con ella.
Marcó el número. La voz brusca le respondió en mitad de la segunda llamada.
—Sí.
—¿Señor Bahkti? Soy Jack. Ha llamado usted a mi oficina durante la noche y…
De repente, el señor Bahkti se mostró muy cauteloso.
—Esta no es la misma voz que la del contestador automático.
Muy observador, pensó Jack. La voz del contestador pertenecía a Abe Grossman. Jack nunca usaba su propia voz en el teléfono de la oficina. Pero la mayoría de gente no se daba cuenta.
—Una grabación antigua —le dijo Jack.
—Ah. Bien, entonces. Debo verle inmediatamente, señor Jack. Es un asunto de la máxima importancia. Cuestión de vida o muerte.
—No lo sé, señor Bahkti. Yo…
—¡Tiene que hacerlo! ¡No puede negarse!
Una nueva nota había aparecido en la voz. Aquel hombre no estaba acostumbrado a las negativas. Un tono que nunca había funcionado con Jack.
—No me entiende. Mi tiempo ya está ocupado con otro…
—¡Señor Jack! ¿Acaso sus otros asuntos son cruciales para la vida de una mujer? ¿No puede dejarlos por poco tiempo? Mi abuela fue golpeada sin piedad en las calles de su ciudad. Necesita una ayuda que yo no puedo darle. De modo que acudo a usted.
Jack sabía lo que estaba haciendo el señor Bahkti. Creía que podía manipular a Jack. Se sintió algo molesto, pero estaba habituado a ello, y decidió escucharle.
Bahkti ya había empezado su narración.
—Su coche… un coche americano, podría añadir… se averió anoche. Y cuando ella…
—Guárdelo para más tarde —le dijo Jack, alegrándose de interrumpirle para variar.
—¿Se reunirá conmigo en el hospital? Está en Saint Clare…
—No. Nuestra primera reunión será donde yo diga. Siempre conozco a todos mis clientes en mi territorio. Sin excepciones.
—Muy bien —dijo Bahkti de mala gana—. Pero debemos vernos enseguida. Hay muy poco tiempo.
Jack le dio la dirección del bar de Julio, a pocas manzanas del lugar donde se encontraba. Consultó su reloj.
—Falta poco para las diez. Quiero que esté allí a las diez y media en punto.
—¿Media hora? ¡No sé si podré estar allí para entonces!
¡Bien! A Jack le gustaba dar a los clientes el mínimo tiempo posible para prepararse para la primera reunión.
—Diez y media. Le daré diez minutos de margen. Si pasa más tiempo, me marcharé.
—Diez y media —dijo el señor Bahkti, y colgó.
Jack se sintió molesto. Había deseado ser el primero en colgar.
Descendió por la avenida Columbus, manteniéndose en la sombra del lado derecho. Algunas tiendas abrían justo entonces, pero la mayoría llevaban horas funcionando.
El bar de Julio estaba abierto. Pero Julio casi nunca cerraba. Jack sabía que los primeros clientes entraban pocos minutos después de que Julio abriera las puertas a las seis de la mañana. Algunos salían entonces del trabajo y se detenían para tomar una cerveza y unos huevos y sentarse un rato; otros se quedaban junto a la barra y devoraban algo rápidamente antes de empezar el trabajo del día. Y también había otros que se pasaban la mayor parte del día en la fresca oscuridad.
—¡Jacko! —gritó Julio desde detrás de la barra. Estaba en pie, pero sólo asomaban su cabeza y la parte superior de su torso.
No se dieron la mano. Se conocían demasiado bien y se veían demasiado a menudo para ello. Eran amigos desde hacía muchos años, desde que Julio empezó a sospechar que su hermana Rosa sufría agresiones de su esposo. Había sido un asunto delicado. Jack lo había arreglado. Desde entonces, el hombrecillo se encargaba de estudiar a los clientes de Jack. Pues Julio poseía un talento, un olfato, una especie de sexto sentido para distinguir a los agentes de la autoridad. Gran parte de la energía de Jack se dedicaba a evitarlos; su forma de vida dependía de ello. Además, en el trabajo de Jack resultaba a menudo necesario enfurecer a otras personas al defender los intereses de sus clientes. De modo que Julio vigilaba a los furiosos. Hasta el momento, Julio nunca le había fallado.
—¿Cerveza o negocios?
—¿Antes del mediodía? ¿Tú qué crees?
La observación hizo que Jack se ganara una breve mirada rencorosa de un anciano sudoroso sentado frente a un vaso de whisky.
Julio salió de detrás de la barra y siguió a Jack a un reservado de la parte trasera mientras se secaba las manos. Sus sesiones diarias de pesas y gimnasia le habían conseguido unos brazos y hombros grandes y musculosos. Llevaba el cabello ondulado bien engrasado, tenía la piel morena y el bigote le trazaba una línea de lápiz a lo largo del labio superior.
—¿Cuántos y cuándo?
—Uno. Diez y media. —Jack se deslizó en el último reservado y se sentó mirando a la puerta. La salida trasera estaba a dos pasos de distancia—. Se llama Bahkti. Su acento es como de Pakistán o algún lugar parecido.
—Un hombre de color.
—Más color que tú, sin duda.
—Entendido. ¿Un café?
—Claro.
Jack pensó que vería a Gia más tarde aquel mismo día. Un pensamiento agradable. Se verían, se tocarían, y Gia recordaría lo que habían vivido, y tal vez… sólo tal vez… comprendería que no era tan mal tipo después de todo. Empezó a silbar entre dientes.
Julio le dirigió una mirada extraña mientras regresaba con una cafetera, una taza y el Daily News de la mañana.
—¿Por qué estás de tan buen humor?
—¿Por qué no?
—Llevas dos meses insoportable.
Jack no se había dado cuenta de que era tan transparente.
—Es personal.
Julio se encogió de hombros y le sirvió una taza de café. Jack se lo tomó solo mientras esperaba. Nunca le habían gustado los primeros encuentros con un cliente. Siempre existía la posibilidad de que no fuera un cliente, sino alguien que buscara un ajuste de cuentas. Se levantó y comprobó la puerta trasera para asegurarse de que no estaba cerrada con llave.
Entraron dos trabajadores de Con Ed en su pausa para el café. Lo tomaron claro, dorado y espumoso, servido en vasos altos de cristal, mientras miraban el televisor sobre la barra. Había un tipo entrevistando a tres profesores transexuales; en la pantalla, todo el mundo tenía el cabello verdoso y la tez de color calabaza. Julio sirvió una segunda ronda a los hombres de Con Ed. Luego salió de detrás de la barra y tomó asiento junto a la puerta.
Jack echó un vistazo al periódico. El titular era «¿Dónde están los mendigos?». La prensa estaba dedicando mucho espacio a la rápida y misteriosa disminución de la población marginada de la ciudad durante los últimos meses.
A las diez y treinta y dos entró el señor Bahkti. No había duda de que era él. Llevaba una chaqueta azul marino estilo Nehru. Su piel oscura parecía mezclarse con su ropa. Durante un instante, después de que la puerta se cerrara tras de él, todo lo que Jack pudo ver fueron un par de ojos que flotaban en el aire al otro extremo de la oscura taberna.
Julio se le acercó inmediatamente. Se intercambiaron unas palabras, y Jack observó que el recién llegado se estremecía cuando Julio se apoyó en él. Parecía furioso mientras Julio avanzaba hacia Jack encogiéndose de hombros.
—Está limpio —dijo mientras se acercaba al reservado de Jack—. Limpio pero raro.
—¿Qué has leído en él?
—Es precisamente eso. No he leído nada. Está muy encerrado en sí mismo. Ese tipo no provoca nada. Sólo escalofríos.
—¿Qué?
—Hay algo en él que me da escalofríos, colega. No quisiera tenerlo como enemigo. Será mejor que te asegures de que puedes complacerle antes de aceptar el caso.
Jack tamborileó sobre la mesa con los dedos. La reacción de Julio le intranquilizaba. Al hombrecillo le encantaba presumir de valentía. Debía de haber percibido algo realmente inquietante en el señor Bahkti para mencionarlo siquiera.
—¿Qué le has hecho para enfurecerle? —preguntó Jack.
—Nada especial. Simplemente se ha puesto muy nervioso cuando le he tocado «accidentalmente». No le ha gustado nada. ¿Quieres dejarlo?
Jack vaciló, jugando con la idea de marcharse. Después de todo, probablemente tendría que rechazar el caso. Pero había accedido a reunirse con él, y el hombre había llegado a tiempo.
—Hazle pasar y acabemos con esto.
Julio indicó el reservado a Bahkti y regresó a su puesto detrás de la barra.
Bahkti avanzó hacia Jack con un caminar suave y elegante que exudaba confianza y seguridad en sí mismo. Estaba en la mitad del pasillo cuando Jack se dio cuenta de que su brazo izquierdo estaba amputado a la altura del hombro. Pero no había ninguna manga izquierda recogida; la chaqueta había sido cortada sin ella. Era un hombre alto; Jack calculó que media un metro noventa, y era delgado pero robusto. Bien entrado en la cuarentena, tal vez llegaba a los cincuenta. Su nariz era larga; llevaba una barba bien cuidada y terminada en punta sobre la barbilla. La parte visible de su boca era ancha y de labios finos. El blanco de sus ojos castaño oscuro casi relucía en la oscuridad de su rostro, haciendo que Jack pensara en John Barrymore en Svengali.
Se detuvo junto al banco y miró a Jack, estudiándole con igual intensidad.
2
A Kusum Bahkti no le gustaba aquel bar llamado Julio, que apestaba a licor y carne de vacuno asada y estaba lleno de gente de las castas inferiores. Ciertamente, era uno de los lugares más repugnantes que había tenido la desgracia de visitar en aquella ciudad repugnante. Sin duda, su karma se estaba ensuciando sólo por estar allí.
Y aquel hombre de aspecto ordinario sentado frente a él no podía ser el que estaba buscando. Parecía un americano cualquiera, el hijo de cualquier hombre, alguien con quien uno podía cruzarse en cualquier lugar de la ciudad sin percatarse siquiera. Parecía demasiado normal, demasiado ordinario, demasiado cotidiano para proporcionar los servicios de los que habían hablado a Kusum.
Si estuviera en casa…
Sí. Si estuviera en casa, en Bengala, en Calcuta, lo tendría todo bajo control. Mil hombres estarían peinando la ciudad en busca del agresor. Le encontrarían, y le harían gemir y maldecir la hora de su nacimiento antes de enviarle a la otra vida.
Pero en América, Kusum se veía reducido a un suplicante impotente, en pie ante aquel extraño, pidiendo su ayuda. Se sintió asqueado.
—¿Es usted el que busco? —preguntó.
—Depende de lo que busque —dijo el hombre.
Kusum observó que el americano tenía dificultades para apartar la mirada de su hombro izquierdo mutilado.
—Se hace llamar Jack el Reparador.
—El nombre no fue idea mía. —El hombre separó los brazos—. Pero aquí estoy.
No podía ser él.
—Tal vez he cometido un error.
—Tal vez —dijo el americano.
Parecía absorto, y completamente ajeno a Kusum o al problema que pudiera tener.
Kusum empezó a volverse, decidiendo que era constitucionalmente incapaz de pedir ayuda a un extraño, especialmente a aquel extraño, y luego cambió de opinión.
Por Kali, no tenía elección.
Se sentó frente a Jack el Reparador.
—Soy Kusum Bahkti.
—Jack Nelson. —El americano le tendió la mano derecha.
Kusum no podía estrecharla, pero no quería insultar a aquel hombre. Le necesitaba.
—Señor Nelson…
—Jack, por favor.
—Muy bien… Jack. —Le resultaba incómoda aquella informalidad en un primer encuentro—. Mis disculpas. No me gusta que me toquen. Un prejuicio oriental.
Jack se miró la mano, como si buscara suciedad.
—No pretendo ofenderle…
—Olvídelo. ¿Quién le dio mi número?
—Hay poco tiempo… Jack. —Necesitó un esfuerzo consciente para emplear el nombre de pila—. Y debo insistir…
—Yo siempre insisto en saber de dónde proceden mis clientes. ¿Quién?
—Muy bien. El señor Burkes, de la representación británica en las Naciones Unidas.
Burkes había respondido a la llamada frenética de Kusum aquella mañana y le había contado lo bien que el tal Jack había resuelto un problema delicado para la representación británica unos años atrás.
Jack asintió.
—Conozco a Burkes. ¿Trabaja en la ONU?
Kusum apretó el puño y consiguió soportar el interrogatorio.
—Sí.
—Supongo que los delegados pakistaníes son muy amigos de los británicos.
Kusum se sintió como si le hubieran abofeteado en el rostro. Prácticamente saltó de su asiento.
—¿Me está insultando? ¡No soy uno de esos musulmanes…! —Se contuvo. Probablemente era un error inocente. Los americanos ignoraban los hechos más básicos—. Soy de Bengala, miembro de la delegación de la India. Soy hindú. Pakistán, que antes era la región india del Punjab, es un país musulmán.
La distinción pareció perderse completamente para Jack.
—Como quiera. Casi todo lo que sé de la India lo aprendí a base de ver Gunga Din cien veces. De modo que hábleme de su abuela.
Kusum se sintió momentáneamente desconcertado. ¿Acaso Gunga Din no era un poema? ¿Cómo podía verse un poema? Dejó a un lado su confusión.
—Comprenda bien —dijo, ahuyentando con aire ausente a una mosca que se había aficionado a su rostro— que si este fuera mi país resolvería el asunto a mi manera.
—Así me lo ha dicho por teléfono. ¿Dónde está ella ahora?
—En el hospital de Saint Clare, en la Decimoquinta Oeste…
—Sé dónde está. ¿Qué le ocurrió?
—Su coche se averió a primera hora de la mañana. Mientras el chófer le iba a buscar un taxi, cometió la estupidez de salir del coche. Fue asaltada y golpeada. Si no hubiera pasado un coche de policía, la habrían matado.
—Me temo que esas cosas suceden continuamente.
Una observación indiferente, la de un residente en la ciudad acostumbrado a reservar su compasión para los amigos personales que se convertían en víctimas. Pero Kusum detectó un destello de emoción en sus ojos que le dijo que tal vez podría llegar al corazón de aquel hombre.
—Sí, para gran vergüenza de su ciudad.
—¿Es que nunca asaltan a nadie en las calles de Bombay o Calcuta?
Kusum se encogió de hombros y volvió a ahuyentar a la mosca.
—Lo que ocurre entre los miembros de las castas inferiores no tiene importancia. En mi país, incluso el vagabundo más desesperado se lo pensaría muchas veces antes de atreverse a poner la mano sobre alguien de la casta de mi abuela.
Algo en su comentario pareció molestar a Jack.
—¿No es maravillosa la democracia? —dijo el americano con expresión agria.
Kusum frunció el ceño, disimulando su desesperación. Aquello no iba a funcionar. Percibía un antagonismo instintivo entre él y Jack el Reparador.
—Creo que he cometido un error. El señor Burkes le recomendó efusivamente, pero no creo que sea capaz de encargarse de este caso. Su actitud es irrespetuosa…
—¿Qué se puede esperar de un tipo que creció viendo los dibujos animados de Bugs Bunny?
—… y tampoco parece tener los recursos físicos para llevar a cabo lo que tengo en mente.
Jack sonrió, como acostumbrado a aquella reacción. Tenía los codos sobre la mesa, y las manos plegadas frente a él. Sin el más mínimo aviso, su mano derecha cruzó la mesa hacia el rostro de Kusum. Kusum se preparó para el golpe y se dispuso a atacar con los pies.
El golpe nunca se produjo. La mano de Jack pasó a un milímetro de la cara de Kusum y atrapó a la mosca en el aire, justo delante de su nariz. Jack se dirigió a una puerta cercana y soltó al insecto en el fétido aire de un callejón trasero.
Era rápido, pensó Kusum. Extremadamente rápido. Y había algo aún más importante. No había matado a la mosca.
Tal vez aquel era su hombre, después de todo.
3
Jack regresó a su asiento y estudió al hindú. A favor de Kusum, había que decir que no se había estremecido. O sus reflejos eran extremadamente lentos, o tenía cables de cobre en lugar de nervios. Y Jack opinaba que los reflejos de Kusum debían de ser muy buenos.
Un tanto para cada uno, pensó. Se preguntó cómo habría perdido el brazo.
—Probablemente será inútil —dijo Jack—. Encontrar a un atracador en particular en esta ciudad es como hurgar en un nido de avispas en busca de la que te ha picado. Si su abuela pudo ver lo suficiente del atracador para identificarle, debería ir a la policía y…
—¡Nada de policía! —dijo rápidamente Kusum.
Aquellas eran las palabras que Jack esperaba oír. Si la policía intervenía, Jack no lo haría.
—Es posible que la policía lo encontrara tarde o temprano —continuó Kusum—, pero tardarían mucho tiempo. El asunto es de la máxima urgencia. Mi abuela se está muriendo. Por eso he recurrido a medios no oficiales.
—No entiendo nada.
—Le robaron el collar. Es una herencia familiar de valor incalculable. Debe recuperarlo.
—Pero ha dicho que se está muriendo…
—¡Antes de que muera! ¡Debe recuperarlo antes de que muera!
—Imposible. No puedo.
Diplomático de la ONU o no, era evidente que el tipo estaba chiflado. Sería inútil tratar de explicarle lo difícil que sería simplemente encontrar al atracador. Después, averiguar el nombre de su vendedor, encontrarlo y esperar que no hubiera retirado ya las piedras preciosas del collar y fundido el oro… Aquello estaba más allá de toda posibilidad. Sacudió la cabeza.
—No puede hacerse.
—¡Tiene que hacerlo! Hay que encontrar a ese hombre. Ella le arañó los ojos. ¡Tiene que haber un modo de encontrar su rastro!
—Eso es un trabajo para la policía.
—¡La policía tardará demasiado tiempo! ¡Tiene que recuperar el collar esta noche!
—No puedo.
—¡Tiene que hacerlo!
—Las posibilidades de encontrar el collar son…
—¡Inténtelo! ¡Por favor!
La voz de Kusum se quebró en aquella última palabra, como si la hubiera arrancado a duras penas de una parte de su alma poco frecuentada. Jack percibió hasta qué punto le había resultado difícil al hindú pronunciarla. Tenía delante a un hombre extremadamente orgulloso suplicando su ayuda.
—De acuerdo. Esto es lo que haré: deje que hable con su abuela. Deje que vea con qué podría trabajar.
—No será necesario.
—Claro que será necesario. Ella es la única que sabe qué aspecto tiene el hombre.
¿Acaso trataba de impedirle hablar con su abuela?
Kusum parecía incómodo.
—Está muy alterada. Incoherente. Desbarra. No quiero que tenga que hablar con un extraño.
Jack no dijo nada. Se limitó a mirar fijamente a Kusum y esperar. Finalmente, el hindú cedió.
—Le llevaré hasta allí inmediatamente.
Jack dejó que Kusum le precediera hacia la puerta delantera. Al salir, saludó con la mano a Julio, que estaba colgando su famoso cartel de «Comida gratis: 5 dólares». Justo debajo del de «Cerveza gratis: mañana».
Tomaron un taxi en la avenida Columbus y se dirigieron al centro.
—Respecto a mis honorarios… —dijo Jack, una vez en el asiento trasero del taxi.
Una leve sonrisa de superioridad curvó los finos labios de Kusum.
—¿Dinero? ¿Acaso no es un defensor de los oprimidos, un cruzado por la justicia?
—La justicia no paga las facturas. Mi casero prefiere el efectivo. Y yo también.
—¡Ah! ¡Un capitalista!
Si se suponía que aquel comentario tenía que molestar a Jack, no lo consiguió.
—La simple palabra «capitalista» es muy pobre. Si no le importa, prefiero que me llamen «cerdo capitalista» o, como mínimo, «lacayo capitalista». Espero que Burkes no le dijera que hago esto por la bondad de mi corazón.
—No. Mencionó sus honorarios para la representación británica. Unos honorarios muy altos. Y en efectivo.
—No acepto cheques ni crédito, y no me tomo a la ligera el peligro físico, especialmente cuando puedo ser yo la víctima.
—Entonces aquí está mi oferta… Jack. Sólo por intentarlo, le pagaré por adelantado la mitad de lo que le pagaron los británicos. Si devuelve el collar a mi abuela antes de su muerte, le pagaré la otra mitad.
Aquello iba a ser difícil de rechazar. La misión para los británicos había incluido amenazas terroristas. Había sido compleja, en ocasiones peligrosa, y le había llevado mucho tiempo. Normalmente hubiera pedido a Kusum una simple fracción de aquella cantidad. Pero Kusum parecía dispuesto y capaz de pagar el honorario completo. Y si Jack conseguía recuperar el collar, sería un auténtico milagro, y se habría merecido hasta el último penique.
—Me parece bien —dijo, sin hacer ninguna pausa—. Si acepto el trabajo.
4
Jack siguió a Kusum por los pasillos de Saint Clare hasta que llegaron a una habitación privada donde una enfermera privada se afanaba junto a la cama. La habitación estaba a oscuras, con las cortinas cerradas, y sólo una pequeña lámpara en un rincón arrojaba una débil luz sobre la cama. La dama bajo las sábanas era anciana. Su cabello blanco enmarcaba un rostro oscuro que era una masa de arrugas: unas manos nudosas apretaban la sábana sobre su pecho. Sus ojos estaban llenos de terror. Su respiración entrecortada y el zumbido del ventilador junto a la ventana eran los únicos sonidos en la habitación.
Jack se situó al pie de la cama y sintió que el familiar cosquilleo de ira se esparcía por su pecho y extremidades. Pese a todo lo que había visto y hecho, todavía tenía que aprender a no tomarse aquellas cosas personalmente. Una mujer anciana e indefensa, apaleada. Sintió ganas de romper algo.
—Pregúntele qué aspecto tenía.
Kusum dijo algo en hindú junto a la cabecera de la cama. La mujer replicó en el mismo idioma lenta y dolorosamente, con una voz áspera e irregular.
—Dice que tenía el mismo aspecto que usted, pero más joven —dijo Kusum—, y con el cabello más claro.
—¿Corto o largo?
Otro intercambio, y luego:
—Corto. Muy corto.
—¿Algo más?
La mujer arañó el aire con los dedos flexionados mientras respondía.
—Sus ojos —dijo Kusum—. Le arañó el ojo izquierdo antes de que la dejara inconsciente.
«Bien hecho, abuelita».
Jack dirigió una sonrisa tranquilizadora a la anciana, y se volvió hacia Kusum.
—Le veré en el pasillo.
No quería hablar delante de la enfermera privada.
Una vez junto a la puerta, Jack dirigió una mirada a la zona de enfermeras y le pareció ver un rostro familiar. Se acercó para ver más de cerca a la espectacular rubia (la enfermera de las fantasías de cualquier hombre) que escribía sobre un diagrama. Sí, era Marta. Habían tenido una historia tiempo atrás, durante los años anteriores a Gia.
Ella le saludó con un abrazo y un beso amistoso. Hablaron sobre los viejos tiempos durante un rato, y luego Jack le preguntó por la señora Bahkti.
—Decae rápidamente —dijo Marta—. Ha empeorado visiblemente desde mi llegada. Probablemente sobrevivirá a este turno, pero me sorprendería que estuviera aquí mañana. ¿La conoces?
—Voy a hacer un trabajo para su nieto.
Como la mayoría de las personas con las que Jack alternaba en sociedad (y no había muchas), Marta creía que Jack era «consultor de seguridad».
Vio que Kusum salía de la habitación.
—Allí está. Te veré luego.
Jack condujo a Kusum junto a una ventana al final del pasillo, donde no podrían oírles los pacientes ni el personal del hospital.
—Muy bien —le dijo—. Lo intentaré. Pero no le prometo nada más que hacer todo lo posible.
Jack quería dejar las cosas claras con aquel lunático.
Kusum suspiró y murmuró lo que parecía una pequeña oración.
—No se puede pedir más a ningún hombre. Pero si no ha encontrado el collar mañana por la mañana, será demasiado tarde. A partir de entonces, el collar tendrá una importancia secundaria. Pero quiero que siga buscando al atracador. Y cuando le encuentre, quiero que lo mate.
Jack se tensó por dentro, pero sonrió y sacudió la cabeza. Aquel hombre creía que era una especie de matón a sueldo.
—No hago esas cosas.
Los ojos de Kusum dijeron que no le creía.
—Muy bien. En lugar de ello, quiero que me lo traiga, y yo…
—Trabajaré para usted hasta mañana por la mañana —dijo Jack—. Haré todo lo que pueda hasta entonces. Después, haga lo que quiera.
La furia invadió el rostro de Kusum.
«No estás acostumbrado a que te digan que no, ¿verdad?»
—¿Cuándo empezará?
—Esta noche.
Kusum metió la mano en el interior de su chaqueta y extrajo un grueso sobre.
—Aquí está la mitad del pago. Le esperaré aquí con la otra mitad por si vuelve con el collar.
Sintiendo algo más que un poco de culpabilidad por aceptar tanto dinero por una misión con tan pocas probabilidades de éxito, Jack dobló el sobre y se lo guardó en el bolsillo trasero izquierdo.
—Le pagaré diez mil más si le mata —añadió Kusum.
Jack se echó a reír para mantener el tono cordial, pero volvió a sacudir la cabeza.
—No. Pero una cosa más: ¿no cree que me sería útil saber cómo es el collar?
—¡Por supuesto! —Kusum se abrió el cuello de la chaqueta para revelar una pesada cadena de unos cuarenta centímetros de longitud. Sus eslabones tenían forma de media luna, y todos estaban grabados con una escritura de aspecto extraño. Centradas a ambos lados del collar había dos piedras elípticas de un amarillo brillante y aspecto de topacio con centros negros.
Jack extendió la mano, pero Kusum sacudió la cabeza.
—Todos los miembros de mi familia llevan un collar como este. Nunca nos lo quitamos. Por eso es tan importante que mi abuela recupere el suyo.
Jack estudió el collar. Le inquietaba. No podía decir por qué, pero desde su espina dorsal y lo más profundo de sus entrañas una sensación primitiva le envió una señal de alarma. Las dos piedras parecían ojos. El metal era plateado, pero no era plata.
—¿De qué está hecho?
—De hierro.
Jack lo estudió de cerca. Sí, había un toque de óxido en los bordes de un par de eslabones.
—¿Quién iba a querer un collar de hierro?
—Un estúpido que pensara que era de plata.
Jack asintió. Por primera vez desde que hablara con Kusum aquella mañana, le pareció que podía haber una pequeña posibilidad (muy pequeña) de recuperar el collar. Una pieza de plata estaría ya vendida para entonces, y escondida o convertida en un pequeño lingote. Pero una herencia de familia como aquella, sin ningún valor intrínseco…
—Aquí tiene una foto —dijo Kusum, tendiéndole una Polaroid del collar—. Tengo a unos cuantos amigos buscando en las tiendas de empeño de su ciudad.
—¿Cuánto tiempo le queda? —preguntó.
Kusum se abrochó lentamente. Su expresión era amarga.
—Doce horas, según dicen los médicos. Tal vez quince.
«Fantástico. Tal vez consiga encontrar también al juez Crater en ese tiempo».
—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted?
—Aquí. Lo buscará, ¿verdad?
Los ojos castaño oscuro de Kusum se clavaron en los suyos. Parecía estudiar la parte trasera del cerebro de Jack.
—Le he dicho que lo haría.
—Y yo le creo. Tráigame el collar en cuanto lo encuentre.
—Por supuesto. En cuanto lo encuentre.
Por supuesto. Se alejó preguntándose por qué había accedido a ayudar a un extraño cuando la tía de Gia le necesitaba.
La historia de siempre: Jack el imbécil.
¡Maldición!
5
De nuevo en la oscurecida habitación del hospital, Kusum regresó inmediatamente junto a la cabecera de la cama y le acercó una silla. Tomó la mano marchita que yacía sobre el edredón y la estudió. La piel estaba fría y seca como el papel: no parecía haber más que huesos debajo. Y no tenía fuerza en absoluto.
Le invadió una gran tristeza.
Kusum levantó la vista y vio la súplica en los ojos de ella. Y el miedo. Hizo lo posible por ocultar su propio pánico.
—Kusum —dijo ella en bengalí, con la voz dolorosamente débil—. Me estoy muriendo.
Kusum lo sabía. Y le estaba destrozando por dentro.
—El americano lo recuperará para ti —dijo suavemente—. Me han dicho que es muy bueno.
Burkes había dicho que era «increíblemente bueno». Kusum odiaba a todos los británicos por principio, pero tenía que admitir que Burkes no era imbécil. Pero ¿qué importaba lo que hubiera dicho Burkes? Era una tarea imposible. Jack había tenido la honestidad suficiente para decirlo. ¡Pero Kusum tenía que intentar algo! Incluso ante la certeza del fracaso, tenía que intentarlo.
Apretó un puño. ¿Por qué tenía que ocurrir aquello? ¿Y precisamente en aquel momento? ¡Cómo despreciaba aquel país y a su gente vacía y superficial! Pero el tal Jack parecía distinto. No era una masa de fragmentos mal ensamblados como sus compatriotas. Kusum había percibido cierta integridad en su interior. Jack el Reparador no era barato, pero el dinero no significaba nada. Saber que había alguien buscando ahí fuera le reconfortaba.
Palmeó la mano inerte.
—Lo recuperará.
Ella no pareció oírle.
—Me estoy muriendo.
6
El dinero era un bulto contra su nalga izquierda mientras Jack recorría la media manzana en dirección oeste hasta la Décima Avenida y se desviaba hacia el centro. Su mano no dejaba de moverse hacia el bolsillo, metiendo y sacando repetidamente el pulgar para asegurarse de que el sobre seguía allí. El problema era qué hacer con el dinero. En aquellas ocasiones casi deseaba tener una cuenta bancaria, pero el personal insistía en pedir el número de la seguridad social a cualquiera que abriera una cuenta.
Suspiró. Aquel era uno de los mayores inconvenientes de vivir en una zona indefinida. Si uno no tenía número de seguridad social, carecía de acceso a muchas cosas. No se podía conservar un empleo regular, ni vender o comprar acciones, ni solicitar un préstamo, ni poseer una casa, ni siquiera rellenar el formulario para un seguro médico. La lista seguía y seguía.
Con el pulgar metido en el bolsillo trasero izquierdo, Jack se detuvo frente a un destartalado edificio de oficinas. Había alquilado allí un cubículo de tres por cuatro metros, el más pequeño que pudo encontrar. Nunca había conocido al agente, ni a nadie relacionado con la oficina. Lo prefería de ese modo.
Tomó el desvencijado ascensor Otis con su suelo de goma hasta el piso cuarto y bajó. El pasillo estaba vacío. La oficina de Jack era la 412. Pasó dos veces frente a la puerta antes de sacar la llave y entrar.
El olor era siempre el mismo: seco y polvoriento. Los suelos y repisas estaban cubiertos de polvo. Bolas de polvo se amontonaban en los rincones. Una telaraña abandonada cubría la esquina superior de la única ventana; fuera de servicio.
Nada de muebles. La monótona extensión de suelo estaba interrumpida sólo por la media docena de sobres que habían sido introducidos por el buzón de la puerta, la funda de una antigua máquina de escribir IBM de vinilo y los cables que iban desde ella al teléfono y a los enchufes en la pared de la izquierda.
Jack recogió el correo. Tres sobres eran facturas, todas dirigidas a Jack Finch, inquilino de la oficina. El resto pertenecían al Ocupante. Se dirigió a la funda de la máquina de escribir y la levantó. El contestador automático de debajo parecía en buen estado. Mientras se agachaba junto a ella, la máquina sonó y Jack oyó la voz de Abe dando el saludo familiar en nombre de Jack el Reparador, seguido por una voz de hombre quejándose de un secador eléctrico que no secaba.
Volvió a poner la funda y regresó a la puerta. Una rápida ojeada le reveló a dos secretarias de la empresa importadora de zapatos del otro extremo del pasillo en pie junto al ascensor. Jack aguardó a que la puerta se cerrara tras ellas. Cerró la oficina y corrió hacia la escalera. Sus mejillas se hincharon de alivio mientras empezaba a descender los desgastados escalones. Odiaba ir a aquel lugar, y procuraba hacerlo a intervalos irregulares y a horas intempestivas del día. No quería que su rostro pudiera relacionarse de ningún modo con Jack el Reparador, pero había facturas que pagar, facturas que no deseaba que llegaran a su apartamento. Y visitar la oficina a horas intempestivas del día o la noche le parecía más seguro que tener un apartado de correos.
Lo más probable era que nada de aquello fuera necesario. Posiblemente no existía nadie que quisiera ajustar las cuentas a Jack el Reparador. Siempre tenía cuidado de mantenerse en segundo término cuando arreglaba cosas. Sólo sus clientes le veían.
Pero siempre existía la posibilidad. Y mientras la posibilidad existiera, se aseguraría de ser muy difícil de encontrar.
Con el pulgar de nuevo metido en su importante bolsillo, Jack se perdió en la aglomeración de la hora punta, disfrutando del anonimato de la multitud. Giró al este por la Cuarenta y Dos y se dirigió a la oficina de correos de fachada de ladrillo entre la Octava y Novena avenidas. Allí pagó tres giros postales, dos por cantidades despreciables para las facturas del teléfono y la electricidad, y la tercera por una cifra que consideraba escandalosa teniendo en cuenta la superficie de la oficina que estaba alquilando. Las firmó como Jack Finch y las envió. Mientras salía, se le ocurrió usar el efectivo para pagar también el alquiler de su apartamento. Volvió dentro y adquirió un cuarto giro postal, que rellenó a nombre de su casero, y lo firmó como Jack Berger.
Recorrió un breve trecho, pasando junto a un edificio modernista y el de la autoridad portuaria, cruzó la Octava Avenida, y se encontró en la Disneylandia del norte. Recordaba cuando Times Square y sus alrededores eran la Ciudad del Vicio, un festival interminable de personajes que hubieran avergonzado a Tod Browning. Jack nunca dejaba pasar la oportunidad de pasear por la zona. Era un observador de las personas, y en ningún lugar existía una variedad tan única de Homo sapiens viciosus como en Times Square.
La manzana de enfrente había sido la Avenida de la Explotación, un entoldado casi continuo de cines baratos anunciando sexo triple X, películas importadas de artes marciales o de sangre y vísceras al estilo descarnado de Emeril Lagasse. Se podía pasear por allí bajo la lluvia sin mojarse apenas. Entre los cines había tiendas de pornografía en agujeros de las paredes, escaleras que subían hacia «estudios de fotografía» y salas de baile, los omnipresentes restaurantes Nedick’s o puestos de bebidas Orange Julius, y diversas tiendas perpetuamente al borde de la bancarrota… o así lo afirmaban en los letreros de sus escaparates. Mezclados entre los clientes de aquellos venerables establecimientos había prostitutas y marginados de ambos sexos, además de una sorprendente variedad de criaturas de sexo ambiguo que probablemente habían parecido niños cuando eran pequeños.
Todo había desaparecido, sustituido por nuevos teatros con licencia y tiendas de marca. Donald no hubiera tenido ningún problema en llevar allí a Juanito, Jorgito y Jaimito.
Jack cruzó Broadway por detrás del edificio que había dado nombre a la plaza, y giró hacia el norte por la Séptima Avenida. Montados sobre mesas a lo largo de la acera había tableros de ajedrez y backgammon donde un par de tipos jugaban contra cualquiera por unos dólares. Más adelante había partidas de monte sobre cajas de cartón. Había carritos vendiendo kebab, perritos calientes de Sabrett, frutos secos y nueces, pretzels gigantes y zumo de naranja recién exprimido. Los olores se mezclaban en el aire con los sonidos y visiones. Todas las tiendas de discos de la Séptima anunciaban el último grupo de moda, Polio, haciendo sonar en la acera fragmentos de su álbum debut. Jack esperó al semáforo en la Cuarenta y Seis junto a un portorriqueño con un equipo de sonido gigantesco al hombro que emitía un ritmo de salsa a un volumen que probablemente hubiera causado esterilidad en la mayor parte de los pequeños mamíferos, mientras chicas vestidas con tops que dejaban las cinturas al descubierto y pantalones cortos de gimnasia satinados que revelaban una suave media luna de nalga asomando por cada pernera patinaban por entre el tráfico con pequeños auriculares en las orejas y iPods abrochados a la cintura.
Inmóvil entre el tumulto había un gran hombre negro ciego con un cartel sobre el pecho, un perro a sus pies y un vaso en la mano. Jack dejó caer algunas monedas en el vaso al pasar.
Había algo en Nueva York que conmovía a Jack. Amaba su sordidez, su color, la gloria y tosquedad de su arquitectura. No podía imaginar vivir en ninguna otra parte.
Al llegar a la Quince, giró al este hacia Municipal Coins. Se detuvo ante el edificio y echó una breve ojeada a la chatarra expuesta bajo el cartel rojo y blanco de «Compramos oro» (moldes de prueba, billetes confederados y similares) y entró.
Monte le vio al instante.
—¡Señor O΄Neil! ¿Cómo está?
—Bien. Llámame Jack, ¿recuerdas?
—¡Por supuesto! —dijo Monte, sonriendo—. Siempre tan informal. —Era bajo, delgado y calvo, con los brazos flacos y la nariz grande. Parecía un mosquito—. ¡Me alegro de volver a verle!
Claro que se alegraba de volver a verle. Jack sabía que probablemente era el mejor cliente de Monte. Su relación había empezado años atrás, después de que Abe le aconsejara comprar oro. En concreto, krugerrands.
«¡Es totalmente anónimo!», había dicho Abe, reservando su argumento más persuasivo para el final. «¡Tan anónimo como comprar una barra de pan!»
De modo que había comprado monedas a cambio de efectivo, y las había vendido a cambio de más efectivo. Se suponía que tenía que comunicar sus beneficios a Hacienda, pero Hacienda no sabía que existía y él no deseaba molestarles con la información.
Jack había estado comprando y vendiendo oro desde entonces, y se disponía a comprar más. Pensaba que el mercado numismático estaba en depresión, de modo que también invertía en monedas raras. Era posible que su precio no subiera en muchos años, pero compraba con miras a largo plazo. Para su jubilación… si sobrevivía para disfrutarla.
—Creo que tengo algo que le gustará —estaba diciendo Monte—. Una de las mejores piezas de medio dólar de Barber que he visto.
—¿De qué año?
—De 1901.
A continuación vino el imprescindible regateo sobre la calidad de la acuñación, marcas, taras y similares. Cuando Jack salió de la tienda tenía el medio dólar de Barber y una prueba de cuarto de dólar de 1909, también de Barber, cuidadosamente envueltos y guardados en el bolsillo delantero izquierdo con un cilindro de krugerrands. En el otro bolsillo delantero llevaba unos cien dólares en efectivo. Se sentía mucho más relajado al regresar al centro que durante el camino de ida.
Ya podía dedicar su mente a Gia. Se preguntó si Vicky estaría con ella. Probablemente. No quería llegar con las manos vacías. Se detuvo en una tienda de regalos y encontró lo que buscaba: un montón de pequeñas esferas peludas, algo menores que pelotas de golf, cada una con dos pequeñas antenas, piececitos planos y grandes ojos redondos: Rascals. A Vicky le gustaban los Rascals casi tanto como las naranjas. Le encantaba la expresión de su rostro cuando le metía la mano en el bolsillo y encontraba un regalo.
Escogió un Rascal naranja y regresó a casa.
7
Su comida fue una lata de cerveza Red Hook y un cilindro de Pringles estilo campestre en el frescor de su apartamento. Sabía que hubiera debido estar en la azotea haciendo sus ejercicios diarios, pero también sabía cuál sería la temperatura allí arriba.
Más tarde.
Jack detestaba sus ejercicios gimnásticos, y se agarraba a cualquier excusa para posponerlos. Nunca se saltaba un día, pero nunca dejaba pasar la oportunidad de dejarlos para más adelante.
Mientras bebía una segunda Red Hook se dirigió al armario de cedro junto al baño para guardar sus nuevas adquisiciones. El aire del interior olía fuertemente a madera. Apartó un trozo de moldura de la base de una pared lateral y retiró uno de los tablones de cedro. Tras el tablón estaban las tuberías del agua del baño, todas con su cobertura aislante. Pegadas a la cobertura como adornos de un árbol de navidad había docenas de monedas raras. Jack encontró lugares vacíos para las últimas.
Volvió a poner en su sitio el tablón y la moldura, y retrocedió para inspeccionar su obra. Un buen escondite. Más accesible que una caja de seguridad en un banco. Mejor que una caja fuerte en la pared. Los ladrones modernos empleaban detectores de metal con los que podían encontrar una caja en pocos minutos, y forzarla o llevársela. Pero un detector de metales allí sólo confirmaría que había tuberías tras la pared del baño.
La única preocupación de Jack era el fuego.
Sabía que un psiquiatra podría celebrar un festival con él, diagnosticándole paranoia de un tipo u otro. Pero Jack tenía una teoría mejor: cuando uno vivía en una ciudad con altos índices de delincuencia, trabajaba en un oficio que tendía a hacer que la gente se enfadara violentamente con uno, y además carecía de seguro de protección de los ahorros, una cautela extremada en la rutina diaria no era un síntoma de enfermedad mental, sino algo necesario para la supervivencia.
Estaba terminando la segunda cerveza cuando sonó el teléfono. ¿De nuevo Gia? Escuchó el saludo de las Producciones Pinocho, y luego la voz de su padre empezando a dejarle un mensaje. Levantó el auricular y lo interrumpió.
—Hola, papá.
—¿Es que nunca desconectas esa cosa, Jack?
—¿El contestador automático? Acababa de llegar. ¿Qué sucede?
—Sólo quería recordarte lo del domingo.
¿El domingo? ¿Qué diablos era…?
—¿Te refieres al partido de tenis? ¿Cómo iba a olvidarlo?
—No sería la primera vez.
Jack hizo una mueca.
—Ya te lo expliqué, papá. Me vi envuelto en algo que no podía dejar.
—Bueno, espero que no vuelva a ocurrir. —El tono de su padre decía que no podía imaginar qué podía ser tan importante en el negocio de reparación de electrodomésticos para tener a un hombre atado el día entero—. Nos he inscrito en el partido de padres e hijos.
—Estaré allí el domingo por la mañana a primera hora.
—Bien. Te veré entonces.
—Lo estoy deseando.
Menuda mentira, pensó al colgar.
Jack temía ver a su padre, incluso para algo tan simple como un partido de tenis. Pero seguía aceptando la invitación ocasional de ir a Nueva Jersey y sumergirse en la desaprobación paternal. No era masoquismo lo que le obligaba a regresar, era el deber. Y el amor, un amor que había permanecido callado durante años. Después de todo, no era culpa de su padre creer que su hijo había desperdiciado su educación y no llegaría a ninguna parte. Su padre no sabía a qué se dedicaba realmente su hijo.
Jack volvió a conectar el contestador y se puso unos pantalones pardos de tela ligera. No se hubiera sentido bien vestido con vaqueros en la plaza Sutton.
Decidió caminar. Tomó la avenida Columbus hasta la rotonda, y luego recorrió Central Park sur, pasando junto al Saint Moritz y bajo la ornamentada marquesina de hierro de la entrada al parque del Plaza, mientras se distraía contando árabes y observando a los turistas ricos entrar y salir de los hoteles de moda. Continuó hacia el este por la Cincuenta y Nueve en dirección al distrito de las rentas estratosféricas.
Empezaba a sudar, pero apenas se dio cuenta. La perspectiva de volver a ver a Gia le tenía casi aturdido.
Imágenes, fragmentos del pasado, pasaban por su mente mientras caminaba. La gran sonrisa de Gia, sus ojos azules, el modo en que su rostro se arrugaba al reír, el sonido de voz, el tacto de su piel… Todo le había sido denegado durante los dos últimos meses.
Recordaba sus primeros sentimientos hacia ella…
Con casi todas las demás mujeres de su vida, la parte más significativa de la relación para ambos había sido explorada en la cama. Con Gia había sido distinto. Deseaba conocerla. En las demás había pensado sólo cuando no tenía nada mejor en que pensar. Gia, por otra parte, tenía la desagradable costumbre de irrumpir en sus pensamientos en los momentos más inoportunos. Había deseado cocinar con ella, comer con ella, ver películas con ella, escuchar música con ella, estar con ella. Se había descubierto deseando meterse en el coche y conducir hasta su apartamento sólo para asegurarse de que seguía allí. Odiaba hablar por teléfono, pero se encontraba llamándola con cualquier excusa. Estaba enamorado, y le encantaba.
Durante casi un año, había sido un regalo despertar cada mañana, sabiendo que probablemente la vería en algún momento durante el día. Tan agradable…
Otras imágenes tomaron protagonismo sin desearlo. La expresión de Gia al descubrir la verdad sobre él, el dolor, y algo peor: el miedo. Saber que Gia podía pensar siquiera por un instante que él podía hacerle daño, o permitir que alguien se lo hiciera, había sido la peor herida de todas. Nada de lo que había dicho o tratado de decir la había hecho cambiar de opinión.
Pero tenía otra oportunidad. Y no iba a desperdiciarla.
8
—Llega tarde, ¿verdad, mamá?
Gia DiLauro apoyó las manos en los hombros de su hija mientras observaban la calle junto a la ventana del salón principal. Vicky casi temblaba de emoción.
—No del todo. Casi, pero no del todo.
—Espero que no se le olvide.
—No se le olvidará. Estoy segura de que no. —Aunque ella hubiera deseado que lo olvidara.
Habían pasado dos meses desde que había dejado a Jack. Se estaba adaptando. A veces podía pasar un día entero sin pensar en él. Había retomado su vida donde la había dejado. Incluso había otra persona que empezaba a cobrar importancia.
¿Por qué no podía el pasado permanecer olvidado? Como su exmarido, por ejemplo. Después de su divorcio, Gia había deseado cortar todo el contacto con la familia Westphalen, llegando incluso al extremo de cambiarse de nuevo el nombre y volver a usar el de soltera. Pero las tías de Richard lo habían hecho imposible. Adoraban a Vicky y usaban todos los pretextos imaginables para atraer a Gia y su sobrina a la plaza Sutton. Gia se había resistido al principio, pero su genuino afecto por Vicky, sus insistentes súplicas y el hecho de que no se hacían ilusiones respecto a su sobrino («un bribón sin educación ni principios», como solía describirle Nellie tras el tercer vaso de jerez) acabaron por hacerla cambiar de opinión. El número ocho de la plaza Sutton se había convertido en una especie de segundo hogar.
Las tías habían llegado al extremo de instalar un columpio y una casita de madera en el diminuto patio trasero sólo para Vicky.
De modo que cuando Nellie la había llamado presa del pánico tras descubrir la desaparición de Grace el martes por la mañana, Gia había acudido enseguida. Y se había quedado allí desde entonces.
Grace Westphalen. Una anciana muy dulce. Gia no podía imaginar que nadie quisiera hacerle daño, y no había llegado ninguna petición de rescate. ¿Dónde estaba, pues? Gia estaba asustada y desconcertada por la desaparición, y también preocupada por Nellie, de quien sabía que sufría terriblemente tras su estoica fachada. Sólo su amor a Nellie y su preocupación por Grace la habían hecho acceder a llamar a Jack aquella mañana. Aunque Jack no iba a ser de gran ayuda. Por lo que había averiguado sobre él, podía decir sin miedo a equivocarse que aquel no era su tipo de trabajo. Pero Nellie estaba desesperada, y era lo mínimo que Gia podía hacer para tranquilizarla.
La propia Gia estaba en la ventana para hacer compañía a Vicky (la pobre niña llevaba ya una hora mirando), pero había cierta sensación innegable de anticipación en su interior. No era amor. No podía ser amor.
¿Qué era entonces?
Probablemente un sentimiento residual, como una mancha en la ventana que no hubiera sido bien secada tras hacer la limpieza. ¿Qué otra cosa podía esperar? Sólo habían pasado dos meses desde la ruptura, y sus sentimientos por Jack hasta entonces habían sido intensos, como si compensaran lo que había faltado en su matrimonio fracasado.
«Jack es el único», se había dicho a sí misma. «Jack será para siempre».
No quería pensar en aquella terrible tarde. Había contenido el recuerdo durante todo el día, pero con Jack a punto de llegar en cualquier momento, no pudo evitar que todo regresara a su mente…
Estaba limpiando el apartamento de Jack. Un gesto amistoso. Jack se negaba a contratar a una señora de la limpieza, y normalmente se encargaba él mismo. Pero, en opinión de Gia, los hábitos caseros de Jack dejaban mucho que desear, de modo que decidió sorprenderle dando un baldeo general a todo el apartamento. Quería hacer algo por él. Jack siempre hacía pequeñas cosas por ella, pero era tan reservado que a Gia le resultaba difícil devolverle el favor. De modo que tomó «prestada» una llave extra de su apartamento y entró en él un día mientras Jack estaba ausente.
Sabía que Jack era un excéntrico que trabajaba en periodos y horarios irregulares como consultor de seguridad (fuera lo que fuera lo que significaba aquello) y que vivía en un apartamento de tres habitaciones abarrotado de artefactos tan extraños que le habían provocado ataques de vértigo tras las primeras visitas. Sus últimas adquisiciones (un tazón original para batidos de Annie la Huerfanita y la insignia oficial de cadete espacial de Tom Corbett) estaban sobre la mesa redonda. Había otra cosa curiosa en su apartamento: aquellos horribles muebles viejos. Y estaba loco por el cine; películas viejas, nuevas, buenas, malas. Era el único hombre que conocía que no tenía tarjeta de crédito o débito. Tenía tal aversión por firmar con su nombre que ni tan sólo poseía un talonario de cheques. Lo pagaba todo en efectivo.
Las tareas de limpieza continuaron sin problemas hasta que encontró el panel suelto en la parte trasera del antiguo secreter de roble. Lo había estado puliendo con aceite de limón para resaltar el grano y hacer relucir la madera. A Jack le encantaba el roble, y ella estaba aprendiendo también a apreciar su carácter. El panel giró al tocarlo.
Algo relucía en la oscuridad del interior. Con curiosidad, Gia alargó la mano, y tocó un metal frío y engrasado. Extrajo el objeto y se sobresaltó al percibir su peso y su color azul maligno. Una pistola.
Bueno, había mucha gente en la ciudad que tenía pistolas. Para protegerse. No había nada extraño en ello.
Volvió a mirar la abertura. Había otras cosas relucientes en el interior. Empezó a sacarlas. A medida que cada pistola salía del escondite, Gia tenía que luchar contra el pinchazo creciente en la boca de su estómago, mientras se decía que Jack probablemente era sólo un coleccionista. Después de todo, no había dos pistolas parecidas entre la docena de armas. Pero ¿y el resto de los objetos? ¿Las cajas de balas, las dagas, los nudillos de acero y otras cosas de aspecto mortífero que nunca había visto antes? Entre las armas había tres permisos de conducir y diversas formas de identificación, todas con nombres diferentes.
Sintió el estómago agarrotado al sentarse para contemplar la colección. Trató de decirse que eran cosas que Jack necesitaba en su trabajo como consultor de seguridad, pero en su interior sabía que gran parte de lo que tenía ante ella era ilegal. Aunque tuviera permisos para todas las armas, era imposible que todos los documentos fueran legales.
Gia seguía sentada allí cuando él regresó de una de sus misteriosas tareas. En su rostro apareció una mirada sorprendida y culpable al ver lo que ella había encontrado.
—¿Quién eres? —le dijo ella, apartándose cuando Jack se arrodilló a su lado.
—Soy Jack. Me conoces.
—¿De veras? Ni siquiera sé si tu nombre es Jack. —Podía sentir el terror creciendo en su interior. Su voz se elevó una octava—. ¿Quién eres y qué haces con todo esto?
Él le explicó una historia embarullada sobre una especie de reparador que se dedicaba a «arreglar cosas». Alguien que, a cambio de dinero, recuperaba propiedades robadas o ajustaba cuentas para la gente cuando la policía, los tribunales o los canales habituales de compensación les habían fallado.
—Pero todas esas pistolas, cuchillos y cosas… ¡son para hacer daño a la gente!
Él asintió.
—A veces no hay más remedio.
Gia tuvo visiones de Jack disparando contra alguien, apuñalándolo o azotándolo hasta matarlo. Si alguien le hubiera contado aquello sobre el hombre al que amaba, se habría echado a reír y se habría marchado. Pero las armas estaban frente a ella. ¡Y el propio Jack se lo estaba diciendo!
—¡Entonces no eres más que un matón a sueldo!
Jack enrojeció.
—Trabajo bajo mis propias condiciones, exclusivamente. Y nunca hago nada a nadie que ellos no hayan hecho antes a otra persona. Iba a decírtelo cuando pensara…
—¡Pero haces daño a la gente!
—A veces.
¡Aquello se estaba convirtiendo en una pesadilla!
—¿Y a eso dedicas tu vida?
—Es mi trabajo.
—¿Disfrutas haciendo daño a la gente?
Él apartó la mirada. Y aquella fue respuesta suficiente. Se sintió como si le hubiera clavado uno de aquellos cuchillos en el corazón.
—¿Te busca la policía?
—No —dijo él con un cierto tono de orgullo—. Ni siquiera saben que existo. Tampoco lo sabe el estado de Nueva York, ni Hacienda, ni el resto del gobierno de los Estados Unidos.
Gina se levantó y se rodeó el cuerpo con los brazos. De repente, sintió frío. No quería hacer aquella pregunta, pero no tenía más remedio.
—¿Y matar? ¿Has matado a alguien alguna vez?
—Gia… —Él se levantó y avanzó hacia ella, pero Gia retrocedió.
—¡Respóndeme, Jack! ¿Alguna vez has matado a alguien?
—Ha ocurrido. Pero eso no significa que me gane la vida con ello.
Gia pensó que iba a vomitar. ¡El hombre al que amaba era un asesino!
—¡Pero has matado!
—Sólo cuando no había otra opción. Sólo cuando era necesario.
—¿Quieres decir que sólo cuando iban a matarte a ti? ¿Elegir entre matar o morir?
«Por favor, di que sí. ¡Por favor!»
Él apartó de nuevo la mirada.
—Más o menos.
El mundo pareció deshacerse. Presa de la histeria, Gia echó a correr. Corrió hacia la puerta, escaleras abajo, corrió hacia un taxi que la llevó a su casa, donde se encogió en un rincón de su apartamento mientras escuchaba cómo el teléfono sonaba y sonaba. Lo descolgó del auricular cuando Vicky regresó del colegio, y desde entonces apenas había hablado con Jack.
—Apártate ya de la ventana. Te avisaré cuando llegue.
—¡No, mamá! ¡Quiero verle!
—Muy bien, pero cuando llegue no quiero que empieces a correr por aquí y hacer ruido. Simplemente dile hola con educación, y luego sal a jugar a tu casita. ¿Comprendido?
—¿Es él? —Vicky empezó a saltar—. ¿Es él?
Gia miró por la ventana, se echó a reír y tiró de las trenzas de su hija.
—Ni siquiera se le parece.
Gia se alejó de la ventana y luego regresó, resignada a permanecer vigilando junto a Vicky. Jack parecía ocupar una zona ciega en la valoración de Vicky sobre la gente, normalmente muy incisiva. Claro que Jack también había engañado a Gia.
Al parecer, Jack engañaba a todo el mundo.
9
Si Jack hubiera podido elegir un lugar de Manhattan donde vivir, habría escogido la plaza Sutton, la media manzana de edificios de precio estratosférico en el extremo este de la calle Cincuenta y Ocho, frente a Sutton Place, contra una baja pared de piedra que daba a una terraza de ladrillos hundida con vistas al río East. Ningún edificio alto de viviendas u oficinas, sólo hermosas casitas de cuatro pisos junto a la acera, todas con fachadas de ladrillo, algunas con los ladrillos al descubierto y otras pintadas de colores pastel. Había postigos de madera junto a las ventanas y las puertas principales. Algunas de las casas hasta tenían patios traseros. Una vecindad de Bentley y Rolls Royce, chóferes con librea y niñeras de uniforme blanco. Y una manzana al norte, irguiéndose sobre todo ello como un guardián protector, se alzaba la elegante y sorprendentemente delicada curva del puente de Queensboro.
Recordaba bien aquel lugar. Había estado allí antes. Había conocido a las tías de Gia durante su trabajo para la representación británica. Le habían invitado a una pequeña reunión en su casa. No había deseado ir, pero Burkes le había convencido. Aquella tarde había cambiado su vida. Había conocido a Gia.
Oyó una voz infantil que gritaba al cruzar la plaza Sutton.
—¡Jack, Jack, Jack!
Con las trenzas oscuras al viento y los brazos tendidos, una niña menuda con grandes ojos azules y un diente menos apareció en la puerta principal y echó a correr por la acera. Saltó en el aire con el descuidado abandono de una niña de siete años que no alberga la más mínima duda de que será levantada en el aire y obligada a girar.
Y eso fue exactamente lo que hizo Jack. Luego la apretó contra su pecho mientras ella le rodeaba el cuello con sus bracitos.
—¿Dónde has estado, Jack? —le dijo al oído—. ¿Dónde has estado todo este tiempo?
La respuesta de Jack quedó bloqueada por un nudo en su garganta del tamaño de una manzana. Sorprendido por la intensidad de sus sentimientos, sólo pudo estrecharla más fuerte.
¡Vicky!
Se había pasado todo aquel tiempo echando de menos a Gia, sin darse cuenta de hasta qué punto añoraba a la pequeña. Durante la mayor parte del año que él y Vicky habían pasado juntos, Jack la había visto casi todos los días, convirtiéndose en uno de los focos principales de su ilimitada cantidad de afecto. Perder a Vicky había contribuido mucho más de lo que hubiera imaginado al vacío que le había invadido durante los dos últimos meses.
«Te quiero, pequeña».
No había sabido hasta qué punto hasta aquel mismo instante. Por encima del hombro de Vicky pudo ver a Gia de pie en la puerta de la casa, con el rostro muy serio. Se volvió para ocultar las lágrimas que habían aparecido en sus ojos.
—Me estás apretando muy fuerte, Jack.
La dejó en el suelo.
—Sí. Lo siento, Vicky.
Se aclaró la garganta, se recobró, la tomó de la mano y se acercó a la puerta principal y a Gia.
Tenía buen aspecto. Diablos, estaba guapísima con su camiseta azul claro y vaqueros. Tenía el cabello rubio y corto; llamarlo rubio era decir que el sol brillaba. Relucía, resplandecía. Ojos azules como un cielo invernal tras la desaparición de las nubes de nieve. Una boca grande y fuerte, capaz de producir una sonrisa amplia y deslumbrante. Hombros altos, pechos altos, piel clara con las mejillas sonrosadas. Aún le resultaba imposible creer que fuera italiana.
10
Gia controló su enfado. Había dicho a Vicky que no hiciera ruido, pero al ver a Jack cruzar la calle había salido disparada por la puerta antes de que Gia pudiera detenerla. Quería castigar a Vicky por desobedecerla, pero sabía que no lo haría. Vicky amaba a Jack.
Tenía el mismo aspecto de siempre. Su cabello castaño era algo más largo, y parecía haber perdido algo de peso desde la última vez que lo había visto, pero no había grandes diferencias. Poseía la misma vitalidad que parecía hacer vibrar el aire a su alrededor, la misma gracia felina en sus movimientos, los mismos ojos castaños y cálidos, la misma sonrisa torcida. La sonrisa era algo forzada en aquel momento, y su rostro estaba sofocado. Parecía acalorado.
—Hola —dijo Jack al llegar al escalón superior. Tenía la voz ronca.
Inclinó su rostro hacia ella. Gia deseó apartarse, pero decidió aparentar indiferencia. Se mostraría fría y distante. Él ya no significaba nada. Aceptó un beso en la mejilla.
—Entra —dijo, haciendo lo posible por hablar en tono inexpresivo. Le pareció que lo había conseguido. Pero el roce de sus labios contra su mejilla despertó antiguos sentimientos no deseados, y supo que su rostro estaba enrojeciendo. Maldición. Se volvió—. Tía Nellie te está esperando.
—Tienes buen aspecto —dijo él, mirándola fijamente. Aún tenía la mano de Vicky apretada en la suya.
—Gracias. Tú también. —Nunca se había sentido de aquel modo, pero al pensar en lo que sabía sobre Jack, la visión de él dando la mano a su hija le provocó un escalofrío. Tenía que alejar a Vicky de él—. Cariño, ¿por qué no vas fuera a jugar con tu casita mientras Jack, yo y tía Nellie hablamos de cosas de mayores?
—¡Quiero quedarme con Jack!
Gia empezó a hablar, pero Jack levantó una mano.
—Lo primero que haremos —dijo a Vicky mientras la acompañaba hasta el salón—, es cerrar bien la puerta. Puede que este sea un barrio rico, pero aún no han puesto aire acondicionado en las calles. —Cerró la puerta y se agachó frente a la niña—. Escucha, Vicky. Tu madre tiene razón. Tenemos que hablar de cosas de mayores, y hemos de empezar ya. Pero te avisaré en cuanto hayamos terminado.
—¿Podré enseñarte la casita?
—Claro.
—¡Bien! Y la señora Jelliroll quiere conocerte. Le he hablado mucho de ti.
—Fantástico. Yo también quiero conocerla. Pero antes… —se señaló el bolsillo de la camisa—, mira qué hay aquí.
Vicky metió la mano y sacó una bola de pelo naranja.
—¡Un Rascal! —gritó—. ¡Oh, bien!
Le besó y echó a correr hacia la parte trasera.
—¿Quién o qué es la señora Jelliroll? —preguntó a Gia mientras se ponía en pie.
—Una muñeca nueva —dijo Gia con toda la brusquedad de que fue capaz—. Jack, yo… quiero que te mantengas alejado de ella.
Gia le miró a los ojos y supo que le había hecho mucho daño. Pero su boca sonreía.
—No he abusado de ningún niño en toda la semana.
—No me refería a eso…
—Soy una mala influencia, ¿verdad?
—Ya hemos hablado de eso y no quiero empezar otra vez. Vicky estaba muy unida a ti. Empezaba a acostumbrarse a no verte. Ahora has regresado y no quiero que crea que las cosas van a volver a ser como antes.
—No fui yo quien quiso dejarlo.
—No importa. El resultado es el mismo. Ella sufrió mucho.
—Yo también.
—Jack —suspiró Gia, sintiéndose muy cansada—, esta conversación es absurda.
—Para mí no, Gia. Estoy loco por esa niña. Hubo un tiempo en que tuve la esperanza de ser su padre.
La carcajada de Gia sonó áspera y amarga en sus propios oídos.
—No hemos sabido nada de su padre verdadero en más de un año, y tú no serías una gran mejora. Vicky necesita a una persona real como padre. Alguien que viva en el mundo real. Alguien con apellido… ¿Recuerdas siquiera el tuyo? ¿El que tenías cuando te bautizaron? Jack, tú… tú no existes.
Él alargó una mano y le tocó el brazo. Gia sintió un cosquilleo en la piel.
—Soy tan real como tú.
—¡Ya sabes a qué me refiero! —dijo Gia, desasiéndose. Las palabras brotaban de modo involuntario—. ¿Qué clase de padre podrías ser tú? ¿Y qué clase de esposo?
Sabía que estaba siendo dura con él, pero lo merecía. El rostro de Jack se endureció.
—Muy bien, señora DiLauro. ¿Pasamos a los negocios? Después de todo, no me he invitado solo.
—Tampoco te he invitado yo. Fue idea de Nellie. Yo sólo he actuado como mensajera. «Pide a ese amigo tuyo, ese tal Jack, que nos ayude». Traté de decirle que ya no eras mi amigo, pero ella insistió. Recordaba que habías trabajado con el señor Burkes.
—Fue entonces cuando nos conocimos.
—Y empezó la larga lista de engaños. El señor Burkes te describió como «consultor» o «solucionador de problemas».
La expresión de Jack era agria.
—Pero a ti se te ocurrió una descripción mejor, ¿no es así? «Matón».
Gia se sorprendió al oír el dolor en la voz de Jack al pronunciar la palabra. Sí, le había llamado así la última vez que se habían visto. Le había hecho daño y se había alegrado de ello. Pero no la alegraba saber que todavía sangraba por aquella herida. Se volvió.
—Nellie te está esperando.
11
Con una mezcla de dolor y frustración en su interior, Jack siguió a Gia por el pasillo. Durante meses había albergado la débil esperanza de que en algún momento conseguiría que ella lo entendiera. Pero comprendió entonces con terrible certeza que aquello nunca sucedería. Gia había sido una mujer cálida y apasionada que lo había amado, y sin querer él la había vuelto de hielo.
Estudió los paneles de nogal, los retratos en las paredes y cualquier otra cosa para evitar observarla mientras caminaba frente a él. Luego cruzaron un par de puertas correderas y entraron en la biblioteca. Los paneles oscuros continuaban desde el pasillo, rodeando montones de muebles oscuros y sillas tapizadas de terciopelo con protecciones en los brazos. Alfombras persas en el suelo, cuadros impresionistas en las paredes, una Sony Trinitron en un rincón.
Había conocido a Gia en aquella habitación.
Tía Nellie estaba sentada en un sillón junto a la chimenea vacía. Una mujer rellena y de cabello blanco que se acercaba a los setenta, ataviada con un vestido largo y oscuro, un pequeño broche de diamantes y un collar de perlas corto. Una mujer acostumbrada a la riqueza y que se sentía cómoda rodeada de lujo. Pero cuando entraron se enderezó y obligó a su rostro a adoptar una expresión agradable, esbozando una sonrisa que le borró un buen número de años.
—Señor Jeffers —dijo, levantándose. Su acento era fuertemente británico. No al estilo de Hugh Grant, sino más bien como un Alfred Hitchcock enflaquecido—. Ha sido muy amable al venir.
—Me alegro de volver a verla, señora Paton. Pero llámeme simplemente Jack.
—Sólo si usted me llama Nellie. ¿Quiere un poco de té?
—Helado, si no le importa.
—En absoluto. —Hizo sonar una campanita que había sobre una mesita, y apareció una doncella uniformada—. Tres tés helados, Eunice.
La doncella asintió y salió. Siguió un silencio incómodo, durante el cual Nellie pareció perdida en sus pensamientos.
—¿En qué puedo ayudarla, Nellie?
—¿Qué? —Pareció sobresaltada—. Oh, lo siento mucho. Estaba pensando en mi hermana, Grace. Como estoy segura de que le habrá contado Gia, ya lleva tres días desaparecida. Desapareció entre el lunes por la noche y el martes por la mañana. La policía ha venido varias veces y no ha encontrado signos de violencia, y tampoco ha habido petición de rescate. Simplemente la han archivado como persona desaparecida, pero yo estoy segura de que le ha ocurrido algo. No descansaré hasta que la encuentre.
El corazón de Jack se conmovió y deseó ayudarla, pero…
—No suelo trabajar con personas desaparecidas.
—Sí, Gia dijo que este no es su trabajo habitual —Jack miró a Gia, y esta esquivó su mirada—, pero ya no sé qué hacer. La policía no puede ayudarnos. Estoy segura de que en Inglaterra tendríamos más cooperación de Scotland Yard que la que hemos tenido de la policía de Nueva York. Simplemente no se toman en serio la desaparición de Grace. Sé que usted y Gia estaban muy unidos, y recordé que Eddie Burkes había mencionado que su ayuda había sido muy valiosa para la representación. Nunca me dijo para qué le habían necesitado, pero parecía muy entusiasta.
Jack empezaba a considerar seriamente hacer una llamada a «Eddie» (por difícil que fuera imaginar a alguien llamando «Eddie» al jefe de seguridad de la representación británica) y decirle que cerrara la boca. Jack siempre agradecía las referencias, y era agradable saber que había impresionado al hombre, pero Burkes empezaba a mencionar su nombre con demasiada frecuencia.
—Me halaga su confianza, pero…
—Sean cuales sean sus honorarios habituales, estaré encantada de pagarlos.
—Es más una cuestión de capacidad que de dinero. Simplemente, no creo que sea el hombre adecuado para este trabajo.
—Pero usted es detective, ¿no?
—En cierto modo. —Era mentira. No era una especie de detective; era un reparador. Podía sentir los ojos de Gia clavados en él—. El problema es que no tengo licencia de detective, de modo que no puedo tener contacto con la policía. No pueden saber que estoy implicado en este caso. No lo aprobarían.
El rostro de Nellie se iluminó.
—Entonces nos ayudará.
La esperanza en su expresión le puso las palabras en los labios.
—Haré lo que pueda. Y en cuanto al pago, haremos que dependa del éxito. Si no llego a ninguna parte, no habrá honorarios.
—¡Pero su tiempo tiene valor, mi querido amigo!
—Estoy de acuerdo, pero buscar a la tía Grace de Vicky es un caso especial.
Nellie asintió.
—Entonces puede considerarse contratado bajo sus condiciones.
Jack se obligó a sonreír. No esperaba tener éxito encontrando a Grace, pero haría todo lo posible. Aunque sólo fuera porque el trabajo le mantendría en contacto con Gia. No iba a abandonar aún.
Llegó el té helado y Jack lo sorbió con deleite. No era un Lipton ni un Nestea, sino que estaba recién elaborado a partir de una mezcla inglesa.
—Hábleme de su hermana —dijo, cuando la doncella se hubo marchado.
Nellie se reclinó en el respaldo y empezó a hablar en voz baja, desviándose un poco de vez en cuando, pero ciñéndose a los hechos principales. Lentamente apareció la imagen. Al contrario que Nellie, la desaparecida Grace Westphalen nunca se había casado. Después de que el esposo de Nellie muriera a causa de una bomba del IRA en Londres, las dos hermanas, cada una con un tercio de la fortuna de los Westphalen, se trasladaron a Estados Unidos. A excepción de breves viajes a Inglaterra, ambas habían vivido en el East Side de Manhattan desde entonces. Y ambas seguían leales a la reina. Durante todos aquellos años, la idea de convertirse en ciudadanas americanas nunca había cruzado por sus mentes. Como era natural, entraron en contacto con la pequeña comunidad británica de Manhattan, que consistía sobre todo en expatriados ricos y gente relacionada con el consulado británico y la representación ante las Naciones Unidas («una colonia en las Colonias», como les gustaba llamarse a sí mismos), y disfrutaban de una activa vida social. Raramente tenían contacto con americanos. Era casi como vivir en Londres.
Grace Westphalen tenía sesenta y nueve años, dos más que Nellie. Una mujer con muchos conocidos, pero pocos amigos verdaderos. Su hermana siempre había sido su mejor amiga. Ninguna excentricidad. Y ciertamente ningún enemigo.
—¿Cuándo vio a Grace por última vez? —le preguntó Jack.
—El lunes por la noche. Terminé de ver The Tonight Show, y cuando levanté la vista para decirle buenas noches, estaba tumbada en la cama, leyendo. Aquella fue la última vez que la vi. —El labio inferior de Nellie tembló por un instante, y luego la anciana recuperó el control—. Tal vez no volveré a verla.
Jack miró a Gia.
—¿Ningún signo de violencia?
—Yo llegué aquí el martes a última hora —dijo Gia encogiéndose de hombros—. Pero sé que la policía no pudo descifrar cómo consiguió salir Grace sin hacer saltar la alarma.
—¿Tienen alarma en el edificio?
—¿Alarma? Oh, se refiere al sistema antirrobo. Sí. Y estaba encendido, al menos en el piso de abajo. Hemos tenido tantas falsas alarmas en los últimos años, sin embargo, que hicimos que lo desconectarán en los pisos superiores.
—¿Qué clase de falsas alarmas?
—Bueno, a veces lo olvidábamos y nos levantábamos por la noche para abrir una ventana. El estruendo es aterrador. De modo que ahora, cuando conectamos el sistema, sólo se activan las puertas y ventanas de abajo.
—Lo que significa que Grace no pudo salir por las puertas o ventanas de abajo sin hacer saltar la alarma… —Se le ocurrió una idea—. Espere. Todos esos sistemas tienen algún retraso, para que puedan armarlos y salir por la puerta sin dispararla. Eso debió ser lo que ella hizo. Simplemente, salió caminando.
—Pero su llave de la alarma sigue arriba, en su tocador. Y toda su ropa está en el armario.
—¿Puedo verla?
—Desde luego, acompáñeme y eche un vistazo —dijo Nellie, levantándose.
Todos se dirigieron arriba.
A Jack la pequeña habitación, femenina y llena de encajes, le resultó sofocante. Todo parecía ser rosa, o tener adornos de encaje, o ambas cosas a la vez.
El par de puertas acristaladas al otro extremo de la habitación llamaron su atención de inmediato. Las abrió y se encontró en un pequeño balcón bordeado por una barandilla de hierro forjado que llegaba hasta la cintura y que daba al patio trasero. Cuatro metros más abajo había un jardín de rosas. En un rincón sombreado estaba la casita de juguete que había mencionado Vicky; parecía demasiado pesada para haber sido arrastrada hasta debajo de la ventana, y hubiera aplastado todos los rosales. Cualquiera que deseara trepar hasta allí arriba tenía que traer consigo una escalera o ser un saltador increíble.
—¿La policía encontró alguna huella en el suelo ahí abajo?
Nellie negó con la cabeza.
—Pensaron que alguien podía haber usado una escalera, pero no había marcas. El suelo está duro y reseco por falta de lluvia.
La doncella, Eunice, apareció en la puerta.
—El teléfono, señora.
Nellie se excusó y dejó a Jack y Gia solos en la habitación.
—Un misterio de puertas cerradas —dijo—. Me siento como Sherlock Holmes.
Se arrodilló y examinó la alfombra en busca de manchas de tierra, pero no encontró ninguna. Miró bajo la cama; sólo había un par de zapatillas.
—¿Qué estás haciendo?
—Busco pistas. Se supone que soy detective, ¿recuerdas?
—No creo que la desaparición de una mujer sea un asunto de broma —dijo Gia, y el hielo había vuelto a su voz con Nellie fuera de la habitación.
—No estoy bromeando, ni lo tomo a la ligera. Pero tienes que admitir que todo este asunto tiene el aire de un misterio de salón británico. Me refiero a que o bien tía Grace encargó una llave extra para la alarma y se marchó en la noche vestida con su camisón (apostaría a que era rosado y de encaje), o saltó por este pequeño balcón con el mismo camisón, o alguien trepó por la pared, la dejó inconsciente y se la llevó sin hacer ningún ruido. Nada de lo cual parece plausible.
Gia parecía estar escuchando. Era algo, al menos.
Se dirigió al tocador y observó las docenas de botellas de perfume; algunos nombres le resultaban familiares, la mayoría no. Entró en el baño privado, donde se enfrentó a otra hilera de botellas: Metamucil, leche de magnesia Phillips, Haley, Pericolace, Surfak, ExLas y otras. Había otra botella a un lado. Jack la tomó. Era de cristal transparente, con un fluido verde y espeso en su interior. El tapón era metálico y de rosca, esmaltado de blanco. Sólo le hacía falta una etiqueta de Smirnoff, y hubiera podido ser una botella de vodka de las servidas en los vuelos comerciales.
—¿Sabes qué es esto?
—Pregunta a Nellie.
Jack desenroscó el tapón y olfateó. Por lo menos, estaba seguro de una cosa: no era perfume. El olor era de hierbas, y no particularmente agradable.
Cuando Nellie regresó, parecía tener dificultades cada vez mayores para ocultar su ansiedad.
—Era la policía. He llamado hace poco al detective que se encarga del caso, y me acaba de decir que no tienen nada nuevo sobre Grace.
Jack le tendió la botella.
—¿Qué es esto?
Nellie lo examinó, desconcertada por un instante, y luego su rostro se aclaró.
—Oh, sí. Grace lo compró el lunes. No estoy segura de dónde, pero dijo que era un producto nuevo con el que hacían pruebas, y le habían dado una muestra gratuita.
—Pero ¿para qué sirve?
—Es un físico.
—¿Perdón?
—Un físico. Un catártico. Un laxante. Grace estaba muy preocupada (obsesionada, se podría decir) con la regularidad de sus intestinos. Ha tenido ese problema durante toda su vida.
Jack volvió a tomar la botella. Había algo que le intrigaba en aquel frasco sin etiqueta entre todas las demás marcas.
—¿Puedo quedármelo?
—Por supuesto.
Miró a su alrededor otro rato, más por cubrir las apariencias que por otra cosa. No tenía la más remota idea de cómo iba a empezar a buscar a Grace Westphalen.
—Por favor, recuerde hacer dos cosas —dijo a Nellie mientras empezaba a bajar las escaleras—. Manténgame informado de cualquier indicio que descubra la policía, y no diga una palabra sobre mi intervención en el caso.
—Muy bien. Pero ¿por dónde va a empezar?
Él sonrió de modo tranquilizador, o eso esperaba.
—Ya he empezado. He de pensar un poco y luego empezar a buscar.
Palpó la botella en su bolsillo. Había algo en ella…
Dejaron a Nellie en el segundo piso, contemplando la habitación vacía de su hermana. Vicky entró corriendo en la cocina cuando Jack llegó al último escalón. Llevaba un gajo de naranja en la mano extendida.
—¡Haz la boca de naranja! ¡Haz la boca de naranja!
Él se echó a reír, encantado de que la niña lo hubiera recordado.
—¡Claro!
Se metió el gajo de naranja en la boca y apretó los dientes tras la piel. Entonces dirigió a Vicky una gran sonrisa naranja. Ella aplaudió y se echó a reír.
—¿A que Jack es divertido, mamá? ¿A que es el más divertido?
—Es graciosísimo, Vicky.
Jack se sacó el gajo de naranja de la boca.
—¿Dónde está esa muñeca que querías presentarme?
Vicky se golpeó dramáticamente un lado de la cabeza.
—¡La señora Jelliroll! Está ahí fuera. Iré a…
—Jack no tiene tiempo, cariño —dijo Gia desde detrás de él.
Él le guiñó un ojo.
—Tal vez en la próxima visita, ¿de acuerdo?
Vicky sonrió y Jack observó que un segundo diente empezaba a llenar el agujero dejado por el diente de leche desaparecido.
—De acuerdo. ¿Volverás pronto, Jack?
—Muy pronto, Vicks.
La tomó en brazos y la llevó hasta la puerta, donde la dejó en el suelo y la besó.
—Hasta pronto. —Levantó la mirada hacia Gia—. Hasta pronto a ti también.
Ella tiró de Vicky hacia sus piernas.
—Sí.
Mientras Jack descendía los escalones, le pareció que la puerta se cerraba con una fuerza innecesaria.
12
Vicky arrastró a Gia hasta la ventana y juntas vieron a Jack perderse de vista.
—¿Encontrará a tía Grace, verdad?
—Ha dicho que lo intentará.
—Lo conseguirá.
—Por favor, no te hagas muchas ilusiones, cariño. —Se arrodilló junto a Vicky y la rodeó con los brazos—. Es posible que nunca la encontremos.
Sintió que Vicky se tensaba y deseó no haberlo dicho, deseó no haberlo pensado. Grace tenía que estar sana y salva.
—Jack la encontrará. Jack puede hacer cualquier cosa.
—No, Vicky. No puede. De verdad, no puede. —Gia se sentía dividida entre sus deseos de que Jack fracasara y de que Grace regresara a casa; entre el deseo de ver a Jack rebajado ante los ojos de Vicky y el impulso de proteger a su hija del dolor de la decepción.
—¿Por qué ya no le quieres, mamá?
La pregunta tomó a Gia por sorpresa.
—¿Quién ha dicho que antes le quisiera?
—Lo dijiste tú —dijo Vicky, volviéndose y mirando a su madre. Sus inocentes ojos azules se clavaron en los de Gia—. ¿No te acuerdas?
—Bueno, tal vez le quería un poco, pero ya no.
«Es cierto. Ya no le quiero. Nunca le quise. En realidad, no».
—¿Por qué no?
—A veces las cosas no funcionan.
—¿Como os pasó a ti y a papá?
—Hum…
Durante los dos años y medio que llevaba divorciada de Richard, Gia había leído todos los artículos de revistas que pudo encontrar sobre cómo explicar la ruptura de un matrimonio a un niño pequeño. Había toda clase de respuestas reconfortantes que dar, respuestas que eran satisfactorias cuando el padre seguía apareciendo durante los cumpleaños, vacaciones y fines de semana. Pero ¿qué decir a una niña cuyo padre no sólo había abandonado la ciudad sino también el continente antes de que cumpliera los cinco años? ¿Cómo explicar a una niña que a su padre no le importaba un comino? Tal vez Vicky lo sabía. Tal vez aquel era el motivo de que estuviera tan encariñada con Jack, que nunca desperdiciaba la oportunidad de darle un abrazo o hacerle un pequeño regalo, que hablaba con ella y la trataba como a una persona real.
—¿Quieres a Carl? —dijo Vicky con expresión de repugnancia. Al parecer, había renunciado a obtener respuesta a su anterior pregunta, y lo estaba intentando con una nueva.
—No. No hace tanto tiempo que nos conocemos.
—Es asqueroso.
—En realidad, es muy agradable. Sólo tienes que acostumbrarte a él.
—Da asco, mamá. Asco.
Gia se echó a reír y tiró de las trenzas de Vicky. Carl actuaba como cualquier hombre poco acostumbrado a los niños. Se sentía incómodo con Vicky; cuando no estaba tenso, parecía condescendiente. Había sido incapaz de romper el hielo, pero lo estaba intentando.
Carl era un ejecutivo de TBWA, Chist y Day. Brillante, ingenioso, sofisticado. Un hombre civilizado. No como Jack. No se parecía en absoluto a Jack. Se habían conocido en la agencia, cuando ella había entregado unos dibujos para uno de sus clientes. A continuación habían venido las llamadas telefónicas, flores y cenas. Algo estaba empezando. Ciertamente, no era todavía amor, pero sí una relación agradable. Carl era lo que solía llamarse «un buen partido». A Gia no le gustaba pensar en un hombre en aquellos términos; la hacía sentirse como una depredadora, y no estaba cazando marido. Tanto Richard como Jack, los dos únicos hombres en los diez últimos años de su vida, la habían decepcionado profundamente. De modo que mantenía a Carl a distancia por el momento.
Sin embargo… había ciertas cosas a tener en cuenta. Sin haber podido hablar con Richard durante más de un año, el dinero era un problema constante. Gia no quería limosna, pero algo de dinero para Vicky de vez en cuando la hubiera ayudado. Richard le había enviado algunos cheques tras su precipitado regreso a Inglaterra… en libras esterlinas, para hacerle las cosas más difíciles. Y no es que él tuviera problemas financieros; controlaba una tercera parte de la fortuna de los Westphalen. Ciertamente, era lo que los que evaluaban aquellas cosas considerarían «un buen partido». Pero, como había comprobado poco después de su matrimonio, Richard tenía un largo historial de conductas impulsivas e irresponsables. Había desaparecido a finales del año anterior. Nadie sabía dónde estaba, pero nadie estaba preocupado. No era la primera vez que decidía de repente marcharse sin avisar a nadie.
De modo que Gia hacía lo posible. Era difícil encontrar trabajo regular trabajando por libre como dibujante publicitaria, pero se las arreglaba. Carl se estaba encargando de que recibiera encargos de sus clientes, y ella se lo agradecía, aunque estaba preocupada. No quería que sus decisiones sobre aquella relación se vieran influidas por la economía.
Pero necesitaba aquellos encargos. Trabajar por libre era el único modo de ganar dinero mientras hacía de padre y madre de Vicky. Quería estar en casa cuando Vicky regresara del colegio. Quería que Vicky supiera que, aunque su padre la hubiera abandonado, su madre siempre estaría allí. Pero no era fácil.
Dinero, dinero, dinero.
Todo acababa siempre en el dinero. No podía pensar en nada en particular que deseara desesperadamente comprar, nada que necesitara de veras. Simplemente quería tener lo suficiente para dejar de preocuparse todo el tiempo. Su vida cotidiana se vería enormemente simplificada si le tocaba la lotería o recibía cincuenta mil dólares en herencia de algún tío rico. Pero no había ningún tío rico aguardando entre bastidores, y Gia no tenía suficiente dinero al final de la semana para comprar lotería. Tendría que arreglárselas sola.
No era tan ingenua para pensar que todos los problemas se resolvían con dinero; sólo hacía faltar ver a Nellie, sola y triste, incapaz de recuperar a su hermana pese a todas sus riquezas. Pero un golpe de suerte hubiera ayudado de veras a Gia a dormir mejor por la noche.
Todo lo cual le recordó que tenía que pagar el alquiler. La factura la había estado esperando cuando pasó por el apartamento el día anterior. Vivir allí y hacer compañía a Nellie era un agradable cambio de paisaje; la casa era elegante, fresca, confortable. Pero le impedía trabajar. Estaba a punto de vencer el plazo de dos entregas, y necesitaba aquellos cheques. Pagar el alquiler en aquel momento iba a reducir el saldo de su cuenta hasta un nivel peligroso, pero tenía que hacerlo.
Lo mejor era buscar el talonario y terminar de una vez.
—¿Por qué no vas a la casita? —dijo a Vicky.
—Me aburro ahí fuera, mamá.
—Ya lo sé. Pero la compraron especialmente para ti, de modo que dale otra oportunidad. Dentro de un rato saldré a jugar contigo. Primero tengo que hacer una cosa.
Vicky se animó.
—¡De acuerdo! Jugaremos con la señora Jelliroll. Tú puedes ser el señor Robauvas.
—Claro. —¿Qué haría Vicky sin la señora Jelliroll?
Gia la observó correr hacia la parte trasera de la casa. A Vicky le encantaba visitar a sus tías, pero empezaba a aburrirse al cabo de un tiempo. No había nadie de su edad allí; todas sus amigas estaban en el bloque de apartamentos.
Fue a la habitación de invitados del tercer piso donde ella y Vicky habían pasado las dos últimas noches. Tal vez podría trabajar un poco. Echaba de menos la mesa de dibujo de su apartamento, pero había traído un gran cuaderno de esbozos y tenía que empezar con el diseño del papel de las bandejas para Burger-Meister.
Burger-Meister era una empresa clónica de McDonald’s, y un nuevo cliente de Carl. Había sido una empresa regional en el sur, pero se estaba preparando para pasar a nivel nacional a lo grande. Vendían el habitual surtido de hamburguesas, incluyendo su propia versión del Big Mac: la Meister Burger, de nombre vagamente fascista. Pero lo que les distinguía eran los postres. Ponían mucho esfuerzo en ofrecer una gran variedad de pastas: bollos de crema, milhojas, hojaldres y similares.
La tarea de Gia consistía en diseñar el dibujo para el papel que cubriría las bandejas usadas por los clientes para llevar la comida a las mesas. El guionista había decidido que la hoja debía ensalzar y catalogar los rápidos y maravillosos servicios ofrecidos por Burger-Meister. El director artístico había aprobado la idea: en torno a los bordes habría escenas de niños riendo, corriendo, columpiándose y deslizándose en el parque infantil, coches llenos de gente feliz en el servicio para automóviles, niños celebrando cumpleaños en la sala especial para fiestas, todas rodeando a un tipo alegre con aspecto de alcalde, el señor Burger-Meister.
Algo en aquel enfoque parecía mal a Gia. Veía en él una oportunidad perdida. Era un papel para la bandeja. Aquello significaba que la persona que lo miraba estaría ya en el Burger-Meister y ya habría hecho su pedido. No era necesario volver a invitarla a venir. ¿Por qué no tentarles con algunos de los artículos de la lista de postres? Mostrarles dibujos de batidos, galletas, bollos y hojaldres. Hacer que los niños chillaran pidiendo un postre. Era una buena idea, y la motivaba.
«Eres una rata, Gia. Hace diez años, algo así nunca se te hubiera pasado por la cabeza. Y si se te hubiera ocurrido, te habrías horrorizado».
Pero ya no era la misma chica de Ottumwa que había llegado a la gran ciudad recién salida de la escuela de arte y buscando trabajo. Desde entonces había estado casada con un inútil y enamorada de un asesino.
Empezó a dibujar postres.
Al cabo de una hora de trabajo, hizo una pausa. Con el trabajo para Burger-Meister en marcha, ya no la asustaba tanto la idea de pagar el alquiler. Sacó el talonario del bolso, pero no pudo encontrar la factura. Aquella mañana estaba sobre el tocador, pero había desaparecido.
Gia se dirigió a la escalera y gritó:
—¡Eunice! ¿Has visto un sobre encima de mi tocador esta mañana?
—No, señora —fue la débil respuesta.
Sólo quedaba una posibilidad.
13
Nellie oyó el intercambio entre Gia y Eunice.
«Aquí viene», pensó, sabiendo que Gia estallaría cuando supiera lo que había hecho Nellie con la factura.
Gia era una muchacha encantadora, pero con demasiado genio. Y tan orgullosa, reacia a aceptar ayuda material, no importaba cuántas veces se le ofreciera. Una actitud muy poco práctica. Y sin embargo, si Gia hubiera aceptado los donativos, Nellie sabía que no habría estado tan ansiosa por ofrecérselos. La resistencia de Gia a la caridad era como una bandera roja ondeando frente al rostro de Nellie, haciendo que se empeñara más aún en buscar formas de ayudar.
Preparándose para la tormenta, Nellie salió al rellano debajo del de Gia.
—Yo la he visto.
—¿Dónde está?
—La he pagado.
Gia abrió la boca de sorpresa.
—¿Qué?
Nellie se retorció las manos en una muestra de ansiedad.
—No creas que estaba husmeando, cariño. Simplemente he entrado para asegurarme de que Eunice os estaba cuidando como es debido, y la he visto sobre el tocador. Tenía que pagar unas cuantas facturas mías esta mañana, de modo que también he pagado la tuya.
Gia corrió escaleras abajo, golpeando la barandilla con la mano mientras se acercaba.
—¡Nellie, no tenías derecho!
Nellie se mantuvo firme.
—¡Tonterías! Puedo gastar mi dinero como me parezca.
—¡Lo menos que podías hacer era consultármelo antes!
—Cierto —dijo Nellie, haciendo un esfuerzo por parecer arrepentida—, pero, como sabes, soy una mujer anciana y terriblemente olvidadiza.
La frase tuvo el efecto deseado: el ceño de Gia flaqueó, luchando contra una sonrisa, y luego estalló en una carcajada.
—¡Eres tan olvidadiza como un ordenador!
—Ah, cariño —dijo Nellie acercándose a Gia y rodeándole la cintura con un brazo—. Sé que te he apartado de tu trabajo al pedirte que te quedes conmigo, y eso tiene que ser un problema para tus finanzas. Pero me gusta tanto teneros aquí a ti y a Victoria…
«Y os necesito aquí», pensó. «No podría soportar quedarme sola, con la única compañía de Eunice. Me volvería loca de dolor y preocupación».
—Especialmente Victoria. Me atrevo a decir que es lo único decente que ese sobrino mío ha hecho en toda su vida. Es tan encantadora que no puedo creer que Richard tuviera nada que ver con ella.
—Bueno, ya no tiene mucho que ver con ella. Y si todo va como yo quiero, no tendrá nada que ver con ella nunca más.
Hablar demasiado de su sobrino incomodaba a Nellie. Era un bribón, una mancha en el nombre de Westphalen.
—Mucho mejor. Por cierto, no te lo había dicho, pero el año pasado cambié mi testamento para dejar a Victoria la mayor parte de mis propiedades cuando muera.
—¡Nellie…!
Nellie había esperado objeciones, y estaba preparada para ellas.
—Es una Westphalen; la última de los Westphalen, a menos que Richard vuelva a casarse y tenga otro hijo, cosa que dudo seriamente, y quiero que tenga una parte de la fortuna de los Westphalen, con maldición y todo.
—¿Maldición?
¿Cómo se le había escapado aquello? No había tenido intención de mencionarlo.
—Sólo bromeaba, cariño.
Gia pareció tener un repentino ataque de debilidad. Se apoyó en Nellie.
—Nellie, no sé qué decir, excepto que espero que pase mucho, mucho tiempo antes de que veamos nada de esa fortuna.
—¡También yo! Pero hasta entonces, por favor no me niegues el placer de ayudar de vez en cuando. Tengo mucho dinero y me quedan pocos placeres en esta vida. Victoria y tú sois dos de ellos. Cualquier cosa que pueda hacer para facilitaros las cosas…
—No somos una obra de caridad, Nellie.
—Totalmente de acuerdo. Sois de la familia. —Miró a Gia con expresión severa—. Aunque hayas decidido volver a usar tu nombre de soltera. Y como tía política, reclamo mi derecho a ayudar de vez en cuando. ¡Y no quiero oír hablar más del asunto!
Mientras lo decía, besó a Gia en la mejilla y regresó a su dormitorio. Pero en cuanto la puerta se cerró tras ella, sintió que su valiente fachada se descomponía. Cruzó la habitación tambaleándose y se sentó en la cama. Le resultaba mucho más fácil soportar el dolor de la desaparición de Grace en compañía de otros; aparentar que estaba entera y en control de sus emociones hacía que lo estuviera en realidad. Pero cuando no tenía a nadie frente a quien actuar, se desmoronaba.
«Oh, Grace, Grace, Grace. ¿Dónde puedes estar? ¿Y cuánto tiempo podré vivir sin ti?»
Su hermana había sido la mejor amiga de Nellie desde su llegada a América. Su sonrisa de labios fruncidos, su risa vacilante, el placer que le proporcionaba la copita de jerez diaria antes de la cena, incluso su enloquecedora obsesión con la regularidad de sus intestinos; Nellie lo echaba todo de menos.
«Pese a todos sus defectos y modales altaneros, es muy cariñosa y la necesito».
La idea de seguir viviendo sin Grace venció de repente a Nellie. Se echó a llorar, con unos gemidos silenciosos que nadie oiría. No podía permitir que nadie, especialmente su querida y pequeña Victoria, la viera llorar.
14
Jack no tenía ganas de cruzar la ciudad a pie, de modo que tomó un taxi. El conductor, de piel oscura y fuerte acento extranjero, hizo un par de intentos de entablar una conversación intrascendente sobre los Mets, pero las respuestas secas y bruscas procedentes del asiento trasero le hicieron callar pronto. Jack no podía recordar ningún momento de su vida en que se hubiera sentido tan abatido, ni siquiera después de la muerte de su madre. Necesitaba hablar con alguien, y no con un taxista.
Pidió que el coche le dejara frente a un pequeño negocio familiar en la esquina oeste de su apartamento: el Rincón de Nick, un lugar muy poco apetitoso con la suciedad de Nueva York permanentemente incrustada en los escaparates de cristal. Parte de la suciedad parecía haberse filtrado a través del cristal y en los comestibles expuestos detrás de él. Había cajas falsas y desteñidas de Tide, Cheerios, Gaines Burgers y similares que llevaban allí varios años y probablemente continuarían allí durante muchos más. Tanto Nick como su tienda necesitaban una buena limpieza. Sus precios hubieran avergonzado a un ejecutivo de la Exxon, pero el Rincón estaba cerca, y los productos de panadería llegaban frescos todos los días; o al menos eso decía él.
Jack tomó una caja de pastel de migas Entenmann que no parecía demasiado polvorienta, comprobó la fecha de caducidad escrita a un lado y descubrió que sería comestible hasta la semana siguiente.
—Vas a ver a Abe, ¿eh? —dijo Nick. Tenía tres barbillas, una pequeña apoyada en dos más grandes, todas ellas necesitadas de un afeitado.
—Sí. He pensado que llevaré una dosis al yonqui.
—Dile hola de mi parte.
—Claro.
Caminó hasta la avenida Amsterdam y luego hasta la tienda de Deportes Isher. Sabía que allí encontraría a Abe Grossman, su amigo y confidente durante casi tanto tiempo como él llevaba siendo Jack el Reparador. En realidad, Abe era uno de los motivos de que Jack se hubiera mudado a aquel barrio. Abe era un pesimista redomado. Por mal que estuvieran las cosas, la perspectiva de Abe siempre era peor. Era capaz de hacer que un hombre que se estuviera ahogando se sintiera afortunado.
Jack miró a través del escaparate. Un hombre calvo y con sobrepeso, de unos cincuenta años, estaba solo en el interior, sentado en un taburete tras la caja registradora, leyendo una novela de bolsillo.
La tienda era demasiado pequeña para su contenido. Había bicicletas colgadas del techo; cañas de pescar, raquetas de tenis y canastas de baloncesto cubrían las paredes, mientras que los estrechos pasillos rodeaban bancos de abdominales, porterías de hockey, escafandras de buceo, pelotas de fútbol e incontables artículos más para el fin de semana, ocultos unos bajo los otros. El inventario era una pesadilla anual.
—¿Ningún cliente? —preguntó Jack mientras sonaba la campanilla que acompañaba a la apertura de la puerta.
Abe levantó la vista por encima de las medias lunas de sus gafas de lectura.
—Ninguno. Y estoy seguro de que el recuento no cambiará a causa de tu llegada.
—Au contraire, vengo con cosas buenas en la mano y dinero en el bolsillo.
—¿Me has…? —Abe miró por encima del mostrador en dirección a la caja blanca con sus letras azules—. ¡Sí! ¿Migas? —Sus dedos le indicaron que se acercara—. Ven con papá.
Abe Grossman definía el concepto de obesidad. Llevaba demasiado peso para un cuerpo que medía menos de un metro setenta. Su cabello gris había retrocedido hasta la coronilla. Su vestuario nunca variaba: pantalón negro, camisa blanca de manga corta y una reluciente corbata negra. La corbata y la camisa eran una especie de catálogo palpable de lo que Abe había comido aquel día. Mientras Jack se acercaba al mostrador, pudo distinguir huevos revueltos, mostaza, y lo que podía ser ketchup o salsa de espaguetis.
Justo entonces sonó la campanilla de la puerta y entró un tipo corpulento vestido con una camiseta sucia y sin mangas.
—¿Tiene pelotas de béisbol? Necesito tres, y rápido.
—No tenemos pelotas de béisbol —dijo Abe sin levantar la vista. Sus ojos no se apartaron de la caja de Entenmann—. Ni de ninguna otra clase.
El hombre hizo una mueca.
—¿No tiene pelotas de béisbol? ¿Qué clase de tienda de deportes es esta?
—La que no tiene pelotas de béisbol. —Abe se quitó las gafas y dedicó al hombre una mirada amenazadora—. ¿Tengo que explicarle mi inventario?
El tipo salió, cerrando con un portazo.
Jack señaló una estantería cargada de pelotas de béisbol.
—Tienes al menos una docena ahí mismo.
Abe se encogió de hombros.
—Ya lo sé, pero entonces este pastel se sentiría solo mientras atendía a ese tipo. Un pastel de migas de Entenmann nunca debería sentirse solo.
Jack le tendió la caja.
—¿Quieres que os deje solos?
—¡Bah! —dijo Abe mientras levantaba la tapa—. Realmente sabes cómo hacer daño a un hombre. —Rompió un trozo de pastel y mordió con apetito—. Sabes que estoy a dieta. —El azúcar en polvo le manchó la corbata mientras hablaba.
—Sí, me había dado cuenta.
—¿Te mentiría yo? He reducido el consumo de hidratos de carbono… excepto los Entenmann. Están libres de hidratos. Los demás hidratos cuentan, pero los de Entenmann… dependen del momento. —Dio otro gran mordisco y habló mientras masticaba. El pastel de migas siempre le volvía loco—. ¿Te había dicho que he añadido un codicilo a mi testamento? He decidido que después de mi incineración mis cenizas sean enterradas en una caja de Entenmann. O, si no me incineran, que me entierren en un ataúd blanco con tapa de cristal y letras azules a un lado. —Levantó la caja del pastel—. Exactamente así. En cualquier caso, quiero que me entierren en una colina cubierta de hierba con vistas a la fábrica de Entenmann en Bay Shore.
Jack trató de sonreír, pero debió ser un intento fallido. Abe dejó de masticar.
—¿Qué te corroe el guderim?
—He visto a Gia hoy.
—¿Nu?
—Todo ha terminado. Ha terminado de verdad.
—¿No lo sabías?
—Lo sabía pero no quería creerlo. —Jack se obligó a hacer una pregunta cuya respuesta no estaba seguro de querer saber—. ¿Estoy loco, Abe? ¿Hay algo malo en mi cabeza por querer vivir así? ¿Hay luces de alarma en el tablero de mandos y yo no las veo?
Sin apartar los ojos del rostro de Jack, Abe dejó el trozo de pastel e hizo un intento poco entusiasta de sacudirse las migas. Sólo consiguió convertir las motas de azúcar de su corbata en grandes manchas blancas.
—¿Qué te ha hecho?
—Me ha abierto los ojos, tal vez. A veces es necesario alguien de fuera para hacer que uno se vea como realmente es.
—¿Y qué has visto?
Jack suspiró profundamente.
—Un loco.
—Eso es lo que ve ella. Pero ¿qué sabe ella? ¿Sabe lo del señor Canelli? ¿Sabe lo de tu madre? ¿Sabe cómo has llegado a estar donde estás?
—No. No se esperó a oírlo.
—¡Ahí tienes! ¿Lo ves? ¡No sabe nada! ¡No entiende nada! Y te ha cerrado la mente. No necesitas a alguien así.
—Sí la necesito.
Abe se pasó una mano por la frente, dejando un rastro blanco.
—¿Nu? ¿Es que nunca te habían dejado?
—Abe… No recuerdo haber sentido nunca lo que siento por Gia. ¡Y ella me tiene miedo!
—Teme a lo desconocido. No te conoce, de modo que te tiene miedo. Yo te conozco. ¿Acaso te tengo miedo?
—¿No me lo tienes? ¿Nunca?
—¡Nunca! —Regresó detrás del mostrador y tomó un ejemplar del New York Post. Mientras pasaba las páginas, dijo—: Mira. ¡Un niño de cinco años azotado hasta la muerte por el novio de su madre! ¡Un tipo con una navaja hirió a ocho personas en Times Square anoche y luego se perdió en el metro! ¡Encuentran un cuerpo sin cabeza ni manos en una habitación de hotel en el West Side! Y un hombre atropellado yace sangrando en la calle, la gente se le acerca, le roba y lo deja allí. ¿Y debería tener miedo de ti?
Jack se encogió de hombros, escéptico. Nada de aquello le serviría para recuperar a Gia; era lo que la había ahuyentado. Decidió terminar lo que había venido a hacer y regresar a casa.
—Necesito algo.
—¿Qué?
—Una porra. De plomo y cuero.
Abe asintió.
—¿Bastará con trescientos gramos?
—Claro.
Abe cerró con llave la puerta principal y colgó el cartel de «Regreso en unos minutos» para que fuera visible a través del cristal. Pasó junto a Jack y le condujo hacia la parte trasera, donde entraron en un armario y cerraron la puerta tras ellos. Un empujón hizo retroceder la pared trasera del armario. Abe accionó un interruptor y empezaron a bajar por una desgastada escalera de piedra. Mientras avanzaban, se encendió un cartel de neón:
ARMAS DE PRIMERA
EL DERECHO A COMPRAR ARMAS ES EL DERECHO A SER LIBRE
Jack preguntaba a menudo a Abe por qué había colgado un letrero de neón donde un anuncio no servía de nada. Abe replicaba invariablemente que toda buena tienda de armas debería tener un letrero como aquel.
—Cuando vas al fondo del asunto, Jack —estaba diciendo Abe—, lo que opine yo de ti o lo que opine Gia de ti… ¿importará mucho a largo plazo? No. Porque no habrá un largo plazo. Todo se está cayendo a pedazos. Tú lo sabes. No queda mucho tiempo antes de que la civilización se hunda por completo. Esos estúpidos islamistas sólo son la punta del iceberg. Va a empezar pronto. Los bancos empezarán a hundirse cualquier día de estos. ¿Y esa gente que cree que sus ahorros están asegurados por el Depósito Federal? ¡Bah! ¡Les espera un buen susto! ¡Espera a que quiebre el primer par de bancos, y la gente descubra que el Depósito Federal sólo tiene dinero suficiente para cubrir un pupik de las cuentas que se supone que debe asegurar! Cundirá el pánico. Y entonces el gobierno pondrá en marcha las imprentas a toda potencia para cubrir los depósitos. Y tendremos una inflación galopante, justo como en la Alemania de Weimar. Cestos llenos de…
Jack le interrumpió. Se sabía el discurso de memoria.
—Llevas diez años diciendo lo mismo, Abe. La ruina económica está a la vuelta de la esquina desde hace una década. ¿Dónde está?
—Viniendo, Jack. Viniendo. Me alegro de que mi hija sea ya adulta y no tenga deseos de casarse ni formar una familia. Me estremece pensar que un hijo o un nieto mío pudieran estar creciendo en los tiempos que se avecinan.
Jack pensó en Vicky.
—Lleno de optimismo como siempre, ¿verdad? Eres el único hombre que conozco que anima la habitación cuando se marcha.
—¿Te has convertido en humorista? Sólo intento abrirte los ojos, para que puedas tomar medidas para protegerte.
—¿Y tú? ¿Tienes algún refugio nuclear lleno de comida congelada?
Abe sacudió la cabeza.
—Tengo un sitio, pero no estoy hecho para vivir después del holocausto. Y soy demasiado viejo para aprender.
Accionó otro interruptor al pie de las escaleras, encendiendo las luces del techo.
El sótano estaba tan abarrotado como el piso de arriba, sólo que allí no había artículos deportivos. Las paredes y suelo estaban cubiertos por todos los tipos de armas imaginables: navajas, garrotes, espadas, nudillos de acero, y un completo despliegue de armas de fuego, desde derringers a bazookas.
Abe se dirigió a una caja de cartón y empezó a rebuscar en su interior.
—¿La quieres del tipo normal o trenzado?
—Trenzado.
Abe le lanzó algo metido en una bolsa con cremallera. Jack la abrió y tomó el objeto. La porra estaba hecha de tiras finas de cuero tejidas en torno a un peso de plomo: el tejido se apretaba y terminaba en punta en un asa firme de la que pendía una correa para pasar por la muñeca. Jack se la probó y la blandió unas cuantas veces. La flexibilidad le permitía incorporar la muñeca en el movimiento, una característica que podía ser muy útil en distancias cortas.
Permaneció contemplando la porra.
Aquel era el tipo de objeto que había asustado a Gia. La blandió una vez más, con más fuerza, golpeando el borde de una gran caja de madera; se oyó un fuerte golpe y volaron las astillas.
—Servirá. ¿Cuánto?
—Veinte.
Jack se llevó una mano al bolsillo.
—Antes valían quince.
—De eso hace años. Una como esta te durará toda la vida.
—A veces pierdo cosas. —Le entregó un billete de veinte dólares y se guardó la porra en el bolsillo.
—¿Necesitas algo más, ya que estamos aquí?
Jack hizo inventario mental de sus armas y municiones.
—No. Estoy bien equipado.
—Bien. Entonces vamos arriba a comer algo de pastel y charlar. Parece que necesitas hablar un poco.
—Gracias, Abe —dijo Jack, empezando a subir las escaleras—, pero he de hacer algunas cosas antes de que oscurezca, de modo que lo dejaremos para otro día.
—Eres demasiado reservado. Te lo he dicho otras veces. Se supone que somos amigos, de modo que hablemos. ¿O es que ya no confías en mí?
—Confío ciegamente en ti. Es sólo que…
—¿Qué?
—Ya nos veremos, Abe.
15
Pasaban de las seis cuando Jack regresó a su apartamento. Con las persianas bajas, la penumbra del salón se adecuaba a su estado de ánimo.
Había comprobado las llamadas en su oficina; no había ninguna de importancia. El contestador del apartamento tampoco tenía mensajes esperando.
Llevaba un carrito de compra de dos ruedas, y en su interior una bolsa de papel llena de ropa vieja, ropa de mujer. Apoyó el carrito en una esquina, se desnudó y se puso una camiseta y pantalón corto. Era hora de hacer ejercicio. No lo deseaba (se sentía física y emocionalmente agotado), pero aquel era el único aspecto de su rutina diaria que se había prometido a sí mismo no ignorar nunca. Su vida dependía de ello.
Cerró el apartamento y subió las escaleras a la carrera.
El sol había hecho ya sus estragos y empezaba a descender por el cielo, pero la azotea seguía siendo un infierno. Su superficie negra mantendría el calor del día hasta bien entrada la noche. Jack miró al oeste, en dirección a la neblina que enrojecía el sol poniente. En un día claro, se podía ver Nueva Jersey desde allí. Si uno quería. Abe le había dicho una vez que si uno moría en pecado, su alma iba a Nueva Jersey.
La azotea estaba llena. No de gente, de cosas. El huerto de tomates de Appleton estaba en el rincón sureste; había subido la tierra a peso en bolsas de veinticinco kilos. Harry Bok tenía una enorme antena de radioaficionado en el rincón noreste. Situado en el centro estaba el generador diesel que todo el mundo había contribuido a comprar tras el apagón del 2003; alineados en el lado norte, como lechones contra las tetas de su madre, había una docena de latas de combustible de siete litros. Y, por encima de todo ello, ondeando orgullosamente desde su esbelto mástil de cinco centímetros, estaba la bandera negra de Neil el Anarquista.
Jack se dirigió a la pequeña plataforma de madera que se había construido e hizo unos cuantos estiramientos. Luego empezó con la rutina. Hizo flexiones y abdominales, saltó a la comba, practicó patadas y golpes de taekwondo, siempre en movimiento, sin detenerse nunca, hasta tener el cuerpo empapado de sudor y el cabello colgando inerte en hebras mojadas en torno a cara y cuello.
Se volvió al oír pasos detrás de él.
—Hola, Jack.
—Oh, Neil. Hola. Debe de ser la hora.
—Tienes razón.
Neil se dirigió al mástil y arrió respetuosamente su bandera negra. La dobló pulcramente, se la metió bajo el brazo y se dirigió a la escalera, saludándolo con la mano al pasar. Jack se apoyó en el generador y sacudió la cabeza. Era curioso que un hombre que despreciaba las normas fuera tan puntual, pero uno podía sincronizar su reloj según las idas y venidas de Neil el Anarquista.
De nuevo en su apartamento, Jack metió en el microondas seis bollos de huevo congelados mientras tomaba una ducha rápida. Con el cabello aún mojado, abrió un tarro de salsa de pato y una lata de Diet Pepsi, y se sentó en la cocina.
El apartamento parecía vacío. No se lo había parecido aquella mañana, pero estaba demasiado silencioso. Lo trasladó todo a la habitación del televisor. La gran pantalla se encendió en mitad de una confortable escena doméstica con el marido, la mujer, dos niños y un perro. Recordó los domingos por la tarde, cuando Gia venía con Vicky, y él encendía la Playstation y enseñaba a la niña a matar monstruos o buscar tesoros. Recordó que observaba a Gia mientras ella trajinaba por el apartamento; le gustaba su modo de moverse, eficaz y atareado, como el de una persona que solucionaba cosas. Aquello le resultaba inmensamente atractivo.
No podía decir lo mismo respecto al programa familiar que llenaba la pantalla en aquel momento. Recorrió rápidamente todos los canales del dial y del cable, encontrando de todo, desde noticias y reposiciones a un grupo de parejas que caminaban atadas por las caderas, como un desfile de siameses bailando al sol de un violinista campestre.
Definitivamente, era el momento de la segunda parte del festival de James Whale particular de Jack el Reparador. El punto culminante de la carrera como director de Whale, La novia de Frankenstein, estaba a punto de empezar.
16
—«Crees que estoy loco. Tal vez lo esté. Pero escucha, Henry Frankenstein. Mientras tú rebuscabas en tus tumbas, cosiendo tejidos muertos, yo, mi querido alumno, busqué el material del origen de la vida…»
Ernest Thesiger como el doctor Praetorius (la mejor actuación de su carrera) estaba sermoneando a su antiguo alumno. La película iba por la mitad, pero era hora de irse. La retomaría donde la había dejado antes de acostarse. Una lástima. Le encantaba aquella película. Especialmente la música: la mejor de Franz Waxman. ¿Quién hubiera pensado que, avanzada su carrera, el creador de aquella pieza majestuosa y conmovedora acabaría escribiendo la música de bodrios como Regreso a Peyton Place? Algunas personas nunca recibían el reconocimiento merecido.
Se puso una camiseta de D12; a continuación, la cartuchera del hombro con la pequeña Semmerling bajo el brazo; luego una camisa ancha de manga corta, seguida por un par de vaqueros cortados y zapatillas de deporte, sin calcetines. Cuando lo hubo cargado todo en el carrito de la compra y estuvo listo para salir, la oscuridad había tomado la ciudad.
Descendió por la avenida Amsterdam hasta el lugar donde la abuela de Bahkti había sido atacada la noche anterior, encontró un callejón desierto y se deslizó entre las sombras. Había preferido no salir del apartamento vestido de mujer; sus vecinos ya le consideraban más que un poco extraño, y aquel era un lugar para cambiarse tan bueno como cualquier otro.
En primer lugar se quitó la camisa. Luego metió la mano en la bolsa y sacó el vestido, de buena calidad pero pasado de moda y necesitado de plancha. Se lo puso sobre la camiseta y la cartuchera, seguido de una peluca gris y unos zapatos negros sin tacón. No quería parecer una mendiga; una marginada no atraería al tipo de hombre que Jack buscaba. Quería un aspecto de dignidad venida a menos. Los neoyorquinos veían mujeres como aquella continuamente, entre los sesenta y los ochenta años. Eran todas iguales. Caminaban encorvadas, no tanto por un reblandecimiento de las vértebras como por el peso de la vida misma, su centro de gravedad desplazado hacia delante, normalmente mirando hacia abajo, o, si llevaban la cabeza alta, sin mirar nunca a nadie a los ojos. La palabra clave para referirse a ellas era «solas». Eran blancos irresistibles.
Y Jack iba a ser una de ellas aquella noche. Como incentivo, se deslizó un anillo de diamantes falsos de buena calidad en el cuarto dedo de la mano izquierda. No podía permitir que nadie lo observara de cerca, pero estaba seguro de que el tipo de hombre que buscaba distinguiría el brillo de aquel anillo a dos manzanas de distancia. Y como toque final, un grueso rollo de billetes, sobre todo de un dólar, apretados contra su piel bajo una de las correas de la cartuchera del hombro.
Jack metió las zapatillas deportivas y la porra en la bolsa de papel, en el bolsillo superior del pequeño carrito. Se miró en un escaparate. Bueno, nunca haría carrera como travesti. Luego echó a andar lentamente por la acera, arrastrando el carrito detrás de él.
Hora de trabajar.
17
Gia se encontró pensando en Jack, e irritada por ello. Estaba sentada a una diminuta mesa frente a Carl, un hombre atractivo, educado, ingenioso e inteligente que parecía muy interesado en ella. Se encontraban en un restaurante pequeño y caro por debajo del nivel de la calle en el Upper East Side. La decoración era escasa y limpia, el vino blanco, seco y frío, y la cocina de diseño. Jack hubiera debido estar a varios kilómetros de sus pensamientos, pero allí estaba, agazapado en la mesa entre los dos.
No dejaba de recordar el sonido de su voz en el contestador automático aquella mañana… «Producciones Pinocho. En este momento estoy fuera…», despertando otros recuerdos del pasado…
Como la ocasión en que le había preguntado por qué su contestador empezaba siempre con «Producciones Pinocho», cuando no existía semejante empresa. «Claro que existe», había contestado él, levantándose de un salto y girando sobre sí mismo. «Mira: sin cuerdas». Ella no había entendido las implicaciones en aquel momento.
Y luego descubrir que las cosas que había estado comprando en tiendas de segunda mano eran una colección de arte de Vernon Grant. Lo descubrió el día en que Jack regaló a Vicky un ejemplar de Flibbity Gibbit. Gia había conocido el trabajo comercial de Grant durante sus días de estudiante de arte (era el creador de los Snap, Crackle y Pop de Kellogg’s), y solía inspirarse en él de vez en cuando cada vez que un encargo exigía algo de inspiración mágica. Se había sentido como si hubiera encontrado una verdadera alma gemela al descubrir que Jack era fan de Vernon Grant. Y Vicky… Vicky conservaba como un tesoro su Flibbity Gibbit, y durante un tiempo su expresión favorita había sido «¡Wowie-kee-flowie!».
Se irguió en la silla. «¡Fuera, maldito Jack! ¡Fuera, he dicho!» Tenía que empezar a responder a Carl con algo más que monosílabos.
Le contó su idea de pasar el tema de las bandejas de Burger-Meister de los servicios a los postres. Él se mostró efusivo en sus alabanzas, diciéndole que debería dedicarse a escribir textos además de dibujar. Y de ahí pasó a hablar de su nueva campaña para su cliente principal, la empresa de ropa infantil Wee Folk. Allí habría trabajo para Gia y tal vez la oportunidad para Vicky de ser modelo.
Pobre Carl: se había esforzado mucho con Vicky aquella noche. Como de costumbre, había fracasado miserablemente. Algunas personas nunca aprendían a hablar con los niños. Subían el volumen y articulaban con un cuidado exagerado, como si hablaran con un inmigrante medio sordo. Parecían estar leyendo textos escritos por otra persona, o como si lo que decían fuera en realidad para los otros adultos que escuchaban y no sólo para el niño. Los niños lo percibían y desconectaban.
Pero Vicky no había desconectado aquella tarde. Jack sabía cómo hablarle. Cuando le hablaba, se dirigía a Vicky y a nadie más. Existía una conexión instantánea entre ambos. Tal vez se debía a que Jack tenía mucho de niño; había una parte de él que nunca había crecido. Pero si era un niño, era un niño peligroso. Él…
¿Por qué no dejaba de entrometerse en sus pensamientos? Jack era el pasado. Carl era futuro. Tenía que concentrarse en Carl.
Vació el vaso y miró fijamente a Carl. El bueno de Carl. Gia le tendió la copa para que se la llenara de vino. Quería mucho vino aquella noche.
18
El ojo le estaba matando. Permanecía agazapado en la oscuridad del portal, observando la calle con expresión irritada. Probablemente tendría que pasar allí toda la noche a menos que apareciera algo.
La espera era lo peor. La espera y tener que esconderse. Probablemente había corrido la voz de que había que buscar a un tipo con un arañazo en el ojo. Lo que significaba que no podía salir a la calle a cazar, y no llevaba en la ciudad el tiempo suficiente como para haber conocido a alguien con quien alojarse. De modo que tenía que seguir allí sentado y esperar a que alguien viniera a él.
Todo por culpa de aquella maldita zorra.
Se palpó el parche de gasa que le cubría el ojo izquierdo e hizo una mueca ante el dolor que le provocaba la más pequeña rozadura. ¡Zorra! Había estado a punto de arrancarle un ojo la noche anterior. Pero le había dado su merecido. Le había dado una buena paliza después de aquello. Y, más tarde, en aquel mismo portal, cuando había registrado el monedero para encontrar un total de diecisiete dólares, y después de ver que el collar no era más que quincalla, había sentido el deseo de regresar y bailar sobre su cabeza, pero pensó que alguien la habría encontrado ya.
Y, para colmo de males, había tenido que gastar casi todo el botín en parches y pomadas. Estaba peor que cuando había asaltado a la zorra.
Esperaba que estuviera sufriendo. Que estuviera sufriendo mucho. Igual que él.
No debería haber venido al este. Había tenido que huir de Detroit tras perder la paciencia con una palanca con aquel tipo que estaba cambiando un neumático en la interestatal. Era más fácil perderse allí que en cualquier otro lugar, como Saginaw, por ejemplo. Pero lo malo era que no conocía a nadie.
Se reclinó en la pared y observó la calle con su ojo bueno. Una anciana de aspecto extraño caminaba con unos zapatos que parecían demasiado grandes para ella, tirando de un carrito de la compra. No era gran cosa. No valía la pena mirar más de cerca.
19
«¿A quién quiero engañar?», pensó Jack. Había recorrido todas las calles del West Side en aquella zona. Le dolía terriblemente la espalda de caminar encorvado. Si el atracador se había quedado en la vecindad, Jack habría pasado ya junto a él.
«Maldito calor, y maldito vestido, y sobre todo maldita peluca. Nunca encontraré a ese tipo».
Pero no era sólo la inutilidad de la misión de aquella noche lo que le atormentaba. La tarde le había afectado.
Jack presumía de ser un hombre de pocas ilusiones. Creía en el equilibrio de la vida, y basaba su creencia en la Ley de Jack sobre la Dinámica Social: por cada acción tenía que haber una reacción igual y opuesta. La reacción no era necesariamente automática ni inevitable; la vida no era como la termodinámica. A veces la reacción tenía que ser ayudada. Ahí era donde entraba Jack. Su trabajo era hacer que aquellas reacciones ocurrieran. Le gustaba pensar en sí mismo como una especie de catalizador.
Jack sabía que era un hombre violento. No se excusaba por ello. Había llegado a aceptarlo. Y había esperado que Gia pudiera llegar a entenderlo.
Cuando Gia le había dejado, se había convencido a sí mismo de que todo era un gran malentendido, que sólo necesitaba una oportunidad de hablar con ella y todo se arreglaría, que sólo su testarudez italiana les mantenía separados. Bien, aquella tarde había tenido su oportunidad, y era evidente que no había esperanzas de encontrar un lugar común con Gia. No quería saber nada de él.
Le daba miedo.
Aquello era lo más difícil de aceptar. La había asustado. No haciéndole daño ni traicionándola, sino simplemente dejando que supiera la verdad; dejando que supiera qué cosas arreglaba Jack el Reparador, y cómo enfocaba su trabajo, y qué herramientas utilizaba.
Uno de los dos estaba equivocado. Hasta aquella tarde, le había sido fácil creer que la equivocada era Gia. Pero ya no era tan fácil. Creía en Gia, creía en su sensibilidad, en su poder de percepción. Y ella le encontraba repulsivo.
Una especie de letargo se apoderó de su alma.
¿Y si ella tenía razón? ¿Y si no era más que un matón bien pagado que había racionalizado sus hábitos hasta creer que era uno de los buenos?
Jack se recobró. Dudar de sí mismo era algo nuevo para él. No sabía cómo reaccionar. Y tenía que reaccionar. No cambiaría su modo de vida; dudaba de poder hacerlo aunque quisiera. Llevaba demasiado tiempo fuera de la ley para encontrar de nuevo la entrada.
Había algo en el tipo sentado en el portal junto al que acababa de pasar… algo en aquel rostro en penumbra que su inconsciente había distinguido, pero no había llegado aún a su cerebro. Algo…
Jack soltó el asa del carrito, que cayó a la acera con un golpe. Al inclinarse para recogerlo, miró hacia el portal.
El tipo era joven, con el cabello corto y rubio… y llevaba un parche de gasa blanca sobre el ojo izquierdo. Jack sintió que el corazón se le aceleraba. Aquello era demasiado bueno para ser verdad. Pero allí estaba, oculto entre las sombras, sin duda consciente de que el parche le delataba. Tenía que ser él. Si no, era una coincidencia demasiado grande. Jack tenía que asegurarse.
Recogió el carrito y permaneció quieto un instante, decidiendo su próximo movimiento. Parche se había fijado en él, pero parecía indiferente. Jack tendría que cambiar aquello.
Con un grito de alegría, se inclinó y fingió recoger algo bajo la rueda del carrito. Al levantarse, volvió la espalda a la calle, manteniéndose en el campo visual de Parche, al que fingía no ver, y rebuscó en el interior de su vestido. Extrajo el rollo de billetes, se aseguró de que Parche veía bien su grosor, y fingió envolver un nuevo billete a su alrededor. Volvió a meterlo en su sujetador improvisado, y continuó su camino.
A unos treinta metros de distancia, se detuvo para ajustarse un zapato y aprovechó el momento para mirar atrás; Parche había salido de las sombras y le estaba siguiendo calle abajo. Bien. Ahora había que preparar el encuentro.
Sacó la porra de la bolsa de papel y pasó la muñeca por la correa. Luego siguió andando hasta llegar a un callejón. Sin aparentar ninguna preocupación, entró en el callejón y dejó que la oscuridad lo tragara.
Jack había avanzado tal vez siete metros sobre el sucio camino cuando oyó el sonido que sabía que llegaría: unos pasos rápidos y sigilosos acercándose por detrás. Cuando el sonido estuvo casi encima de él, se movió hacia la izquierda y apretó la espalda contra la pared. Una forma oscura pasó a toda prisa y cayó sobre el carrito.
Entre blasfemias y ruido de metal, la figura se puso en pie y le miró. Jack se sentía plenamente vivo, disfrutando de los latidos de excitación que crepitaban como relámpagos a través de su sistema nervioso, anticipando una de las mayores ventajas de su trabajo: darle a un cabrón su propia medicina.
Parche pareció vacilar. A menos que fuera muy estúpido, tenía que haberse dado cuenta de que su presa se había movido demasiado aprisa para una anciana. Jack no quería asustarlo, de modo que no se movió. Simplemente se encogió contra la pared del callejón y soltó un grito agudo que hubiera avergonzado a Una O’Connor.
Parche pegó un salto y recorrió el callejón con la mirada.
—¡Hey! ¡Cállate!
Jack volvió a gritar.
—¡Cállate, joder!
Pero Jack sólo se agazapó un poco más, apretó el asa de la porra y volvió a gritar.
—¡Muy bien, zorra! —dijo Parche entre dientes mientras se abalanzaba hacia delante—. ¡Tú lo has querido!
Jack oyó la anticipación en su voz, y pudo ver que el tipo disfrutaba apaleando a gente incapaz de defenderse. Mientras Parche se erguía sobre él con los puños levantados, Jack se enderezó y levantó la mano izquierda. Propinó a Parche un fuerte bofetón en la cara con la mano abierta que le hizo tambalearse sobre los talones.
Jack sabía lo que ocurriría a continuación, de modo que había empezado a moverse hacia la derecha mientras blandía la porra.
En efecto, en cuanto Parche recobró el equilibrio, echó a andar hacia la calle. Había cometido un gran error y lo sabía. Posiblemente creía que había tratado de atracar a un policía de paisano. Mientras corría hacia la libertad, Jack se adelantó y disparó la porra contra el cráneo de Parche. No fue un golpe fuerte, más bien un leve movimiento de muñeca, pero el sonido resultó muy satisfactorio. El cuerpo de Parche quedó inerte, pero no antes de que sus reflejos lo apartaran de Jack. La inercia lo trasladó hasta la pared opuesta. Cayó al suelo del callejón con un suspiro.
Jack se quitó la peluca y el vestido y volvió a ponerse las zapatillas de deporte. Luego se acercó a Parche y le tocó con un pie. El delincuente gimió y rodó sobre sí mismo. Parecía aturdido, de modo que Jack alargó la mano libre y le sacudió un hombro.
Sin previo aviso, el brazo de Parche se movió y trató de cortar a Jack con un cuchillo de diez centímetros que asomaba de su puño. Jack le agarró la muñeca con una mano y pinchó un punto tras la oreja izquierda de Parche, justo bajo el mastoideo. Parche gruñó de dolor. Mientras Jack aplicaba cada vez más presión, empezó a retorcerse como un pez en el anzuelo. Finalmente soltó el cuchillo.
Cuando Jack aflojó la presión, Parche saltó para recuperar el cuchillo. Jack lo estaba esperando. La porra aún colgaba de la correa de su muñeca. La agarró y golpeó el dorso de la mano de Parche, poniendo en el golpe toda la fuerza de su muñeca y gran parte de su antebrazo. El crujido de huesos fue seguido por un grito de dolor.
—¡Me la has roto! —Parche rodó sobre su vientre y luego de nuevo hacia un costado—. ¡Acabaré contigo por esto, cerdo! —Gemía, sollozaba y blasfemaba de modo incoherente, tocándose todo el tiempo la mano lesionada.
—¿Cerdo? —dijo Jack con su voz más suave—. No tendrás tanta suerte, amigo. Esto es personal.
Los gemidos cesaron. Parche trató de mirarlo en la oscuridad con su ojo bueno, con expresión preocupada. Cuando apoyó la mano buena en la pared para incorporarse, Jack levantó la porra para golpear de nuevo.
—¡No es justo, tío! —Retiró rápidamente la mano y volvió a tumbarse—. ¡No es justo!
—¿Justo? —Jack soltó la carcajada más desagradable que pudo—. ¿Es que ibas a ser justo con la anciana que creías haber atrapado aquí? No hay reglas en este callejón, amigo. Sólo estamos tú y yo. Y voy a por ti.
Vio que los ojos de Parche se abrían mucho; su tono de voz reflejaba el miedo de su rostro.
—Mira, tío. No sé qué está pasando aquí, pero tienes al hombre equivocado. Llegué de Michigan la semana pasada.
—No me interesa la semana pasada, amigo. Sólo anoche: la anciana a la que atacaste.
—¡Hey, yo no ataqué a ninguna anciana! ¡Nada de eso! —Parche se estremeció y gimió cuando Jack levantó la porra amenazadoramente—. ¡Lo juro por Dios, tío! ¡Lo juro!
Jack tuvo que reconocer que el tipo era bueno. Muy convincente.
—Te refrescaré un poco la memoria: su coche se estropeó; llevaba un collar muy pesado que parecía de plata, con dos piedras amarillas en el centro; y usó las uñas en tu ojo. —Cuando vio que la comprensión empezaba a aparecer en el ojo de Parche, sintió que su furia ascendía hacia el punto peligroso—. Ayer no estaba en el hospital, pero hoy sí. Y tú la pusiste allí. Puede morir en cualquier momento. Y si muere será culpa tuya.
—¡No, espera, tío! Escucha…
Aferró a Parche por el cabello de la parte superior de la cabeza y le golpeó el cráneo contra la pared de ladrillos.
—¡Escúchame tú! Quiero el collar. ¿Dónde lo vendiste?
—¿Venderlo? ¿Ese montón de mierda? ¡Lo tiré!
—¿Dónde?
—¡No lo sé!
—¡Recuerda! —Jack golpeó de nuevo la cabeza de Parche contra la pared para mayor énfasis.
No dejaba de ver a aquella frágil anciana muriendo en el hospital, apenas capaz de hablar a causa de la paliza que había recibido a manos de aquel desalmado. Un lugar oscuro empezaba a abrirse en su interior.
¡Cuidado! Necesitaba a Parche consciente.
—¡De acuerdo! ¡Déjame pensar!
Jack consiguió respirar lenta y profundamente. Luego respiró de nuevo.
—Piensa. Tienes treinta segundos.
No tardó tanto tiempo.
—Creí que era de plata. Pero cuando lo tuve bajo lo luz vi que no.
—¿Pretendes que crea que ni siquiera trataste de conseguir unos dólares por él?
—Yo… No me gustaba.
Jack vaciló, sin saber cómo interpretar aquello.
—¿Qué significa eso?
—No me gustaba, tío. Había algo en él que no estaba bien. Lo tiré a unos arbustos.
—Aquí no hay arbustos.
Parche se encogió.
—¡Sí que los hay! ¡Dos manzanas más abajo!
Jack tiró de él para ponerlo en pie.
—Enséñamelo.
Parche tenía razón. Entre el West End y la Duodécima Avenida, donde la calle Cincuenta y Ocho empezaba a bajar hacia el río Hudson, había un pequeño seto de alheña, como los que Jack había pasado muchos sábados por la mañana podando frente a la casa de sus padres en Jersey.
Con Parche tumbado boca abajo en el pavimento junto a sus pies, Jack metió la mano en los arbustos. Tras una breve búsqueda entre envoltorios de chicle, pañuelos de papel usados, hojas muertas y otros desechos menos identificables, encontró el collar.
Jack contempló cómo relucía débilmente a la luz de una farola cercana.
«¡Lo he conseguido! ¡Maldita sea, lo he conseguido!»
Lo levantó. Era pesado. Tenía que ser incómodo de llevar. ¿Por qué lo deseaba Kusum tan desesperadamente? Mientras lo sostenía en la mano, empezó a comprender lo que había dicho Parche sobre que algo no estaba bien. No le gustaba. Le resultaba difícil describir más claramente la sensación.
«Estás loco», pensó. «Esto no es nada más que hierro esculpido y un par de piedras que parecen topacios».
Pero apenas podía resistirse al impulso primitivo de arrojar el collar al otro lado de la calle y salir corriendo en dirección opuesta.
—¿Me dejarás ir ahora? —dijo Parche, poniéndose en pie.
Su mano izquierda había adquirido un tono azul manchado, y se había hinchado hasta el doble de su tamaño normal. La llevaba cuidadosamente apretada contra el pecho.
Jack levantó el collar.
—¿Por esto pegaste a una anciana? —dijo en voz baja, sintiendo que la rabia volvía a la superficie—. Está moribunda en un hospital porque tú querías arrancarle esto del cuello, y luego lo tiraste.
—¡Mira, tío! —dijo Parche, señalando a Jack con la mano buena—. Estás equivocado…
Jack vio aquella mano moviéndose en el aire a medio metro de él y la rabia estalló de repente. Sin previo aviso, golpeó con fuerza la mano derecha de Parche con la porra. Igual que antes, se oyó un crujido y un aullido de dolor.
Mientras Parche caía al suelo gimiendo, Jack pasó junto a él en dirección a la avenida del West End.
—A ver cómo atracas ahora a otra anciana, tipo duro.
La oscuridad de su interior empezó a retirarse. Sin mirar atrás, echó a andar hacia las zonas más pobladas de la ciudad. El collar le producía un cosquilleo desagradable en la palma de la mano.
No estaba lejos del hospital. Echó a correr. Quería librarse de aquella cosa lo antes posible.
20
El fin estaba cerca.
Kusum había enviado a la enfermera privada de servicio al pasillo, y estaba solo junto a la cabecera de la cama, sosteniendo con la suya aquella mano arrugada. La ira había menguando, igual que la frustración y la amargura. No habían desaparecido, sino que simplemente las había guardado hasta que las necesitara, dejando un vacío en su interior.
La futilidad de todo… Tantos años de vida anulados por un momento de crueldad.
No podía albergar la más mínima esperanza de recuperar el collar antes del fin. Nadie podría encontrarlo a tiempo, ni siquiera el tan recomendado Jack el Reparador. Si estaba en el karma de ella morir sin su collar, Kusum tendría que aceptarlo. Por lo menos tenía la satisfacción de saber que había hecho cuanto estaba en su poder para recuperarlo.
Una llamada a la puerta. La enfermera privada asomó la cabeza.
—¿Señor Bahkti?
Reprimió el impulso de gritar. Le hubiera ido bien gritar a alguien.
—Le dije que quería estar solo.
—Lo sé. Pero hay un hombre aquí fuera. Insiste en que le dé esto. —Tendió la mano—. Dice que usted lo está esperando.
Kusum se acercó a la puerta. No podía imaginar…
Algo colgaba de la mano de la enfermera. Parecía… ¡No era posible!
Le arrancó el collar de los dedos.
¡Era cierto! ¡Era real! ¡Lo había encontrado!
Kusum sintió deseos de cantar de alegría, o ponerse a bailar con la sorprendida enfermera. En lugar de ello, la empujó hacia el exterior y corrió hacia la cama. El cierre estaba roto, de modo que envolvió el collar en torno a la garganta de la silueta casi inerte.
—¡Todo está bien ahora! —susurró en su lengua natal—. ¡Te pondrás bien!
Salió al pasillo y vio a la enfermera.
—¿Dónde está?
Ella señaló el pasillo.
—En la oficina de enfermeras. Ni siquiera tendría que estar en este piso, pero ha sido muy insistente.
«Estoy seguro de ello».
Kusum señaló la habitación.
—Encárguese de ella.
Luego avanzó a toda prisa pasillo abajo.
Encontró a Jack vestido con un pantalón corto harapiento y dos camisas que no combinaban. Había visto vendedores mejor vestidos en el bazar de Calcuta. Estaba apoyado en el mostrador, discutiendo con una corpulenta enfermera jefe, que se volvió hacia Kusum cuando se acercó.
—Señor Bahkti, le permitimos estar en este piso a causa del estado crítico de su abuela. Pero eso no significa que sus amigos puedan entrar y salir a cualquier hora de la noche.
Kusum apenas la miró.
—No tardaremos más de un minuto. Siga con lo suyo.
Se volvió hacia Jack. Parecía acalorado, fatigado y sudoroso. Le hubiera gustado tener dos brazos para abrazar a aquel hombre, aunque probablemente olía como todos los demás habitantes de aquel país de comedores de reses. Ciertamente, era un hombre extraordinario. Kusum dio gracias a Kali por los hombres extraordinarios, fuera cual fuera su raza o sus hábitos dietéticos.
—¿Supongo que he llegado a tiempo? —dijo Jack.
—Sí. Justo a tiempo. Ahora se pondrá bien.
El americano frunció el ceño.
—¿El collar la curará?
—No, claro que no. Pero saber que lo ha recuperado la ayudará aquí dentro. —Se golpeó la sien con el índice—. Porque aquí es donde reside la verdadera curación.
—Claro —dijo Jack, y su expresión no disimulaba en absoluto su escepticismo—. Lo que usted diga.
—Supongo que desea el resto de sus honorarios.
Jack asintió.
—Me parece bien.
Kusum sacó el grueso sobre de su chaqueta y se lo tendió a Jack. Pese a su anterior convicción de que era imposible que volviera a ver el collar robado, Kusum había conservado el paquete consigo, como un gesto de esperanza y fe en la diosa a quien rezaba.
—Me gustaría que hubiera más. No sé cómo darle las gracias. Las palabras no pueden expresar hasta qué punto…
—Está bien —dijo rápidamente Jack. Las muestras de gratitud de Kusum parecían incomodarle.
Kusum también se sorprendió por la intensidad de sus propias emociones. Había renunciado a la esperanza. Había pedido a aquel hombre, un extraño, que realizara una tarea imposible… ¡y la había hecho! Detestaba las muestras de emoción, pero su habitual control sobre sus sentimientos se había evaporado desde que la enfermera le había puesto el collar en la mano.
—¿Dónde lo ha encontrado?
—He encontrado al tipo que lo robó y le he convencido de que me llevara hasta él.
—¿Le ha matado?
Jack sacudió la cabeza.
—No. Le he dicho que no lo haría. Pero no volverá a pegar a ancianas en bastante tiempo. No se preocupe. Ha recibido su pago. Lo he arreglado.
Kusum asintió en silencio, ocultando la tormenta de odio que le invadía la mente. El simple dolor no era suficiente, ni mucho menos. El hombre responsable debía pagarlo con su vida.
—Muy bien, señor Jack. Mi familia y yo tenemos con usted una deuda de gratitud. Si alguna vez necesita algo que esté en mi poder conseguirle, algo que esté en mis manos hacer, sólo tiene que pedirlo. Haremos por usted todos los esfuerzos necesarios, dentro de las posibilidades humanas —no pudo reprimir una sonrisa—, y tal vez más allá de ellas.
—Gracias —dijo Jack con una sonrisa y una leve inclinación—. Espero que no sea necesario. Creo que voy a volver a casa.
—Sí. Parece fatigado.
Pero cuando Kusum lo estudió, detectó algo más que fatiga física. Había un dolor interno que no había estado presente aquella mañana, un agotamiento espiritual. ¿Había algo fragmentando a aquel hombre? Esperaba que no. Sería una tragedia. Deseó poder preguntárselo, pero no se sentía con derecho a hacerlo.
—Que descanse.
Esperó a que el americano desapareciera en el ascensor, y regresó a la habitación. La enfermera privada le recibió en la puerta.
—¡Parece que se está reponiendo, señor Bahkti! ¡La respiración es más profunda, y la presión sanguínea ha subido!
—¡Excelente! —Las casi veinticuatro horas de tensión constante empezaban a cobrarse su factura. Ella viviría. Estaba seguro de ello—. ¿Tiene un imperdible?
La enfermera lo miró desconcertada, pero se dirigió a su bolso, que estaba en la repisa, y extrajo uno. Kusum lo usó como cierre para el collar, y se volvió de nuevo hacia la enfermera.
—Este collar no tiene que apartarse de ella por ningún motivo. ¿Está claro?
La enfermera asintió tímidamente.
—Sí, señor. Muy claro.
—Estaré en otro lugar del hospital durante un rato —dijo, dirigiéndose a la puerta—. Si me necesita, use el localizador.
Kusum tomó el ascensor hasta el primer piso y siguió las indicaciones hacia la sala de urgencias. Había averiguado que aquel era el único hospital en la zona centro del West Side. Jack había dejado entrever que había lesionado las manos del atracador. Si buscaba ayuda médica, acudiría allí.
Tomó asiento en la abarrotada sala de espera de urgencias. Había gente de todos los tamaños y razas pasando junto a él, entrando y saliendo de los consultorios y dirigiéndose al mostrador de recepción. Los olores y la compañía le resultaban desagradables, pero tenía intención de pasar unas cuantas horas allí. Era vagamente consciente de que llamaba la atención, pero estaba acostumbrado. Un hombre con un solo brazo, vestido como él y en compañía de occidentales se habituaba pronto a las miradas curiosas. Las ignoró. No eran dignas de su atención.
Menos de media hora después entró un hombre herido que llamó la atención de Kusum. Llevaba un parche en el ojo izquierdo, y tenía ambas manos hinchadas hasta el doble de su tamaño normal.
No había duda. ¡Aquel era el hombre! Kusum evitó a duras penas levantarse de un salto y atacarle. Siguió sentado, consumiéndose, mientras veía cómo una empleada de recepción le ayudaba a rellenar el cuestionario estándar, ya que no podía hacerlo con las manos inutilizadas.
Un hombre que destruía a la gente con las manos había acabado con las manos destruidas. A Kusum le gustó la poesía que había en aquello.
Se acercó al hombre. Mientras se apoyaba en el mostrador, como si quisiera hacer una pregunta a la secretaria, echó un vistazo al formulario. Daniels, Ronald, Calle 53, 359.
Kusum miró fijamente a Ronald Daniels, que estaba demasiado concentrado en terminar lo antes posible con el formulario para reparar en él. Entre las respuestas a las preguntas de la secretaria, emitía gemidos por el dolor de sus manos. Cuando le preguntaron por la causa de la lesión, dijo que el gato hidráulico había resbalado mientras cambiaba una rueda, y que el coche le había caído encima.
Sonriendo, Kusum regresó a su silla y esperó. Vio que Daniels era conducido a un consultorio, que lo llevaban a hacerle una radiografía en silla de ruedas, y de nuevo al consultorio. Tras una larga espera, Daniels volvió a salir en silla de ruedas, pero con los brazos escayolados desde la mitad de los dedos hasta los codos. Kusum le escuchó quejarse de dolor.
Otro paseo hasta el mostrador de recepción, y Kusum descubrió que el señor Daniels iba a pasar una noche ingresado en observación. Kusum disimuló su irritación. Aquello complicaría las cosas. Había albergado la esperanza de atraparlo fuera y encargarse de él personalmente. Pero conocía otro modo de ajustar las cuentas con Ronald Daniels.
Regresó a la habitación privada y recibió un informe muy favorable de la sorprendida enfermera.
—Está muy bien. Incluso me ha hablado hace un momento. ¡Qué fuerza!
—Gracias por su ayuda, señorita Wiles —dijo Kusum—. No creo que necesitemos más de sus servicios.
—Pero…
—No se preocupe. Le pagaré todo el turno de ocho horas. —Se dirigió a la repisa de la ventana, tomó su bolso y se lo entregó—. Ha hecho un trabajo magnífico. Gracias.
Ignorando sus confusas protestas, la empujó hacia la puerta y la sacó al pasillo. En cuanto estuvo seguro de que algún sentido del deber mal entendido no la obligaría a regresar, se dirigió al teléfono y llamó a la información del hospital.
—Me gustaría saber el número de habitación de un paciente —dijo, cuando la operadora le saludó—. Su nombre es Ronald Daniels. Acaba de ingresar desde urgencias.
Hubo una pausa, y luego:
—Ronald Daniels está en el ala norte, en la 547C.
Kusum colgó y se reclinó en la silla. ¿Cómo proceder? Había visto dónde estaba la sala de médicos. Tal vez podría encontrar un traje de limpieza que le permitiera moverse más libremente por el hospital.
Mientras consideraba sus opciones, sacó de su bolsillo un pequeño frasco de cristal y retiró el tapón. Respiró el familiar olor a hierbas del líquido verde del interior y volvió a taparlo.
El señor Ronald Daniels estaba sufriendo. Había pagado por su transgresión. Pero no lo suficiente. No, ni mucho menos.
21
—¡Ayúdenme!
Ron despertó sobresaltado. Acababa de dormirse.
¡Maldito viejo cabrón!
Cada vez que empezaba a dormirse, el vejestorio gritaba.
«Muy típico de mi mala suerte acabar en observación con tres carcamales». Tocó el botón de llamada con el codo. ¿Dónde estaba la jodida enfermera? Necesitaba un calmante.
El dolor era como un ser vivo que destrozaba las manos de Ron con sus dientes y le roía los brazos hasta los hombros. Sólo quería dormir, pero el dolor le mantenía despierto. El dolor y el más viejo de sus tres compañeros de habitación, el que estaba junto a la ventana y al que las enfermeras llamaban Tommy. De vez en cuando, entre sus ronquidos atronadores, soltaba un grito que hacía temblar las ventanas.
Ron volvió a accionar el botón con el codo. Como tenía los dos brazos en cabestrillos colgados de una barra superior, las enfermeras habían fijado el botón a una de las barandillas laterales. Les había pedido otro calmante una y otra vez, pero siempre le repetían la misma mierda:
—Lo sentimos, señor Daniels, pero el doctor ha dejado instrucciones de darle una dosis cada cuatro horas y nada más. Tendrá que esperar.
Señor Daniels… Estuvo a punto de sonreír. Su verdadero nombre era Ronald Daniel Symes, Ron para los amigos. Había dado a la recepcionista un nombre y dirección falsos, y le había dicho que tenía la tarjeta de la seguridad social en casa, en su cartera. Y cuando habían querido enviarle a casa, les había dicho que vivía solo y no tenía quien pudiera darle de comer ni abrirle la puerta del apartamento.
Se lo habían creído todo. De modo que ahora tenía un lugar donde alojarse, tres comidas al día y aire acondicionado, y cuando todo terminara se largaría y podían meterse la factura donde les cupiera.
Todo hubiera ido muy bien de no haber sido por el dolor.
—¡Ayúdenme!
El dolor y Tommy.
Volvió a apretar el botón. Tenían que haber pasado las cuatro horas. Necesitaba el calmante.
La puerta de la habitación se abrió y entró alguien. No era una enfermera, sino un tipo. Pero iba vestido de blanco. Tal vez un enfermero. ¡Mierda! No quería que ningún maricón viniera a lavarle en mitad de la noche.
Pero el tipo se limitó a inclinarse sobre la cama y tenderle un vasito de plástico, de los usados para dar medicamentos. Había un centímetro de líquido coloreado en el fondo.
—¿Qué es esto?
—Para el dolor. —El tipo tenía la piel oscura y una especie de acento extranjero.
—¡Quiero una inyección, payaso!
—Aún no es la hora de la inyección. Esto le ayudará a aguantar hasta entonces.
—¡Más te vale!
Ron dejó que le acercara el vaso a los labios. El sabor era extraño. Mientras tragaba, observó que al tipo le faltaba el brazo izquierdo. Apartó la cabeza.
—Y escucha —dijo, sintiendo un repentino deseo de hacer valer su importancia; después de todo era un paciente—. Di a los de ahí fuera que no quiero que entren aquí más tullidos.
En la oscuridad, a Ron le pareció distinguir una sonrisa en el rostro que tenía encima.
—Desde luego, señor Daniels. Me encargaré de que su próximo asistente esté perfectamente sano.
—Bien. Ahora lárgate, estúpido.
—Muy bien.
Ron decidió que le gustaba ser un paciente. Podía dar órdenes, y la gente tenía que hacerle caso. ¿Y por qué no? Estaba enfermo, y…
—¡Ayúdenme!
Si tan sólo hubiera podido ordenar a Tommy que se callara…
La bazofia que le había traído el tullido parecía estar ayudando con el dolor. Lo único que podía hacer era tratar de dormir.
Pensó en aquel policía cabrón que le había roto las manos. Había dicho que era un asunto personal, pero Ron reconocía a un poli cuando lo veía. Juró que encontraría a aquel sádico aunque tuviera que recorrer todas las comisarías de Nueva York hasta el invierno.
Y luego le seguiría hasta su casa. No se vengaría directamente… Ron tenía un mal presentimiento respecto a aquel tipo, y no quería estar cerca de él si alguna vez se enfadaba de veras.
Pero tal vez tenía esposa e hijos…
Ron permaneció medio dormido durante cuarenta y cinco minutos, planeando lo que haría para ajustar las cuentas al poli. Estaba a punto de caer en un sueño profundo, cayendo… cayendo al fin…
—¡Ayúdenme!
Ron se sacudió violentamente en la cama, retirando el brazo izquierdo del cabestrillo y golpeándolo contra la barandilla lateral. Un terrible chispazo de dolor se disparó hasta su hombro. Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras el aliento escapaba siseando entre sus dientes desnudos.
Cuando el dolor se redujo a un nivel más tolerable, supo lo que tenía que hacer.
El viejo cabrón tenía que desaparecer.
Ron sacó el brazo izquierdo del cabestrillo, y se levantó. El suelo estaba frío. Levantó la almohada entre las dos escayolas y se dirigió a la cama de Tommy. Todo lo que tenía que hacer era ponerla sobre la cara del viejo y apoyarse en ella. Unos minutos, y puf, no más ronquidos, no más gritos, no más Tommy.
Vio que algo se movía al otro lado de la ventana mientras pasaba por su lado. Miró más de cerca. Una sombra, como la cabeza y hombros de alguien. Alguien muy grande.
Pero estaban en el quinto piso.
Tenía que estar viendo visiones. El líquido del vaso debía ser más fuerte de lo que había pensado. Se acercó más a la ventana para ver mejor. Lo que vio allí le dejó helado durante un largo, largo instante.
Un rostro de pesadilla, peor que todas sus pesadillas combinadas. Y aquellos ojos amarillos y relucientes…
Un grito se inició en su garganta mientras retrocedía de un salto. Pero antes de que pudiera llegar a sus labios, una mano de tres dedos y acabada en garras atravesó el doble cristal y se agarró salvaje e implacablemente a su garganta. Aquella carne era áspera, fría y húmeda, casi resbaladiza, con olor a putrefacto. Distinguió un fragmento de piel oscura y lisa, extendida sobre un brazo largo, delgado y musculoso, que atravesaba el cristal roto hacia… ¿qué?
Y entonces Ron sintió una terrible presión contra su tráquea, que se estrujó contra su espina dorsal con un crujido explosivo. Arqueó la espalda y arañó los dedos que le aprisionaban, pero eran como un collar de acero. Mientras luchaba en vano por respirar, su visión se volvió borrosa. Y luego, con un movimiento suave y casi descuidado, sintió que su cuerpo era arrastrado a través de la ventana, sintió que el resto del cristal se hacía añicos a su paso, mientras los fragmentos caían o arañaban salvajemente su carne. Tuvo una leve visión aterradora de su atacante rodeado por la luna antes de que su cerebro, falto de oxígeno, tuviera la misericordia de acabar con su visión.
Y en la habitación, tras aquel último instante de ruido atronador, todo volvió a quedar en silencio. Dos de los pacientes restantes, perdidos en sus sueños químicos, se removieron en sus camas y se dieron la vuelta.
Tommy, el más cercano a la ventana, gritó «¡Ayúdenme!» y empezó a roncar de nuevo.