Nancy Lenehan había encontrado la solución a su problema mientras volaba siguiendo la costa canadiense en el hidroavión alquilado.
Quería derrotar a su hermano, pero también deseaba escapar de los planes trazados por su padre para dirigir su vida. Quería estar con Mervyn, pero tenía miedo de que si abandonaba «Black’s Boots» y se iba a Inglaterra, se convertiría en una aburrida ama de casa como Diana.
Nat Ridgeway había dicho que pensaba hacerle una importante oferta a cambio de la empresa y darle un empleo en «General Textiles». Mientras pensaba en sus palabras había recordado que «General Textiles» poseía varias fábricas en Europa, sobre todo en Inglaterra, y Ridgeway no podría visitarlas hasta que concluyera la guerra, que podía durar años. Por lo tanto, Nancy iba a ofrecerse como directora para Europa de «General Textiles». Así podría estar con Mervyn y continuar trabajando.
La solución era muy clara. La única pega era que Europa estaba en guerra y corría el riesgo de morir.
Estaba reflexionando sobre esta lejana pero escalofriante posibilidad cuando Mervyn se volvió y le indicó por señas que mirase por la ventana: el clipper flotaba sobre el mar.
Mervyn intentó conectar por radio con el clipper, pero no obtuvo respuesta. Nancy se olvidó de sus problemas cuando el Ganso voló en círculos alrededor del avión. ¿Qué había pasado? ¿Estaba ilesa la gente que viajaba a bordo? El avión no parecía haber sufrido daños, pero no se veían señales de vida.
—Hemos de bajar a ver si necesitan ayuda —gritó Mervyn, haciéndose oír por encima del rugido del motor.
Nancy asintió vigorosamente con la cabeza.
—Abróchate el cinturón. El oleaje dificultará el amaraje.
Nancy obedeció y miró por la ventana. La mar estaba picada y las olas eran enormes. Ned, el piloto, condujo el avión en línea paralela a la cresta de las olas. El casco tocó agua sobre el lomo de una ola, y el hidroavión cabalgó sobre ella como un aficionado al surf de Hawai. No fue tan duro como Nancy temía.
Una lancha motora estaba amarrada al morro del clipper. Un hombre vestido con mono y una gorra apareció en el puente y les hizo señas. Quería que el Ganso abordara junto a la lancha, supuso Nancy. La puerta de proa del clipper estaba abierta, de manera que entrarían por allí. Nancy enseguida supo por qué. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y resultaría difícil entrar por la puerta habitual.
Ned dirigió el hidroavión hacia la lancha. Nancy imaginó que, con esta mar, era una maniobra difícil. Sin embargo, el Ganso era un monoplano con las alas situadas a bastante altura, que quedaban por encima de la superestructura de la lancha, y podrían deslizarse a su lado. El casco del avión golpeaba contra la fila de neumáticos colocados en el costado de la barca. El hombre que estaba en cubierta había amarrado al avión la proa y la popa de su embarcación.
Mientras Ned cortaba el motor del hidroavión, Mervyn abrió la puerta y soltó la pasarela.
—He de quedarme en el avión —dijo Ned a Mervyn—. Será mejor que vaya usted a ver qué pasa.
—Yo también voy —dijo Nancy.
Como el hidroavión estaba amarrado a la lancha, ambas embarcaciones se mecían al unísono sobre las olas, y la pasarela no se movía en exceso. Mervyn fue el primero en desembarcar y tendió la mano a Nancy.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Mervyn al hombre de la lancha.
—Tuvieron problemas con el combustible y se vieron obligados a amarrar.
—No pude conectar por radio con ellos.
El hombre se encogió de hombros.
—Será mejor que suba a bordo.
Pasar de la lancha al clipper exigía un pequeño salto desde la cubierta de la lancha a la plataforma facilitada por la puerta de proa abierta. Mervyn abrió la marcha. Nancy se quitó los zapatos, los guardó en la chaqueta y le siguió. Estaba un poco nerviosa, pero saltó con facilidad.
En el compartimento de proa vio a un joven que no reconoció.
—¿Qué ha sucedido aquí? —preguntó Mervyn.
—Un aterrizaje de emergencia —contestó el joven—. Estábamos pescando y presenciamos la maniobra.
—¿Qué le pasa a la radio?
—No lo sé.
Nancy decidió que el joven no era muy inteligente. Mervyn debió pensar lo mismo, a juzgar por sus siguientes palabras.
—Iré a hablar con el capitán —dijo, impaciente.
—Vaya por ahí. Todos están reunidos en el comedor.
El muchacho no iba vestido de la forma más adecuada para pescar: zapatos de dos tonos y corbata amarilla. Nancy siguió a Mervyn escaleras arriba hasta llegar a la cubierta de vuelo, que se encontraba desierta. Eso explicaba por qué Mervyn no había podido conectar por radio con el clipper, pero ¿por qué estaban todos en el comedor? Era muy extraño que toda la tripulación hubiera abandonado la cubierta de vuelo.
El nerviosismo se apoderó de ella a medida que bajaban hacia la cubierta de pasajeros. Mervyn entró en el compartimento número 2 y se detuvo de repente.
Nancy vio que el señor Membury yacía en el suelo, en medio de un charco de sangre. Se llevó la mano a la boca para ahogar un grito de horror.
—Santo Dios, ¿qué ha pasado aquí? —exclamó Mervyn—. Sigan avanzando —dijo desde atrás el joven de la corbata amarilla. Su voz había adoptado un tono áspero. Nancy se volvió y vio que empuñaba una pistola.
—¿Usted lo mató? —preguntó, encolerizada.
—¡Cierre su jodida boca y siga avanzando!
Entraron en el comedor.
Había tres hombres armados más en la sala: un hombre grande vestido con un traje a rayas que parecía estar al mando, un hombrecillo de rostro vil que estaba detrás de la esposa de Mervyn, acariciándole los pechos, lo cual provocó que Mervyn maldijera por lo bajo, y el señor Luther, uno de los pasajeros. Apuntaba con su pistola a otro pasajero, el profesor Hartmann. El capitán y el mecánico también se encontraban presentes, con aspecto de desolación. Varios pasajeros estaban sentados a las mesas, pero la mayoría de los platos y vasos habían caído al suelo, rompiéndose en mil pedazos. Nancy se fijó en Margaret Oxenford, pálida y asustada. Recordó de repente la conversación en que había asegurado a Margaret que la gente normal no debía preocuparse por los gángsteres, porque sólo actuaban en los barrios bajos. Qué estupidez.
El señor Luther habló.
—Los dioses están de mi parte, Lovesey. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor de Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.
Mervyn le dirigió una dura mirada, pero no dijo nada. El hombre del traje a rayas intervino.
—Démonos prisa, antes de que la Marina se impaciente y venga a investigar. Kid, encárgate de Lovesey. Su novia se quedará aquí.
—Muy bien, Vinnie.
Nancy no estaba muy segura de lo que estaba pasando, pero sabía que no quería quedarse. Si Mervyn tenía problemas, prefería estar a su lado. Sólo que nadie se había interesado por sus preferencias.
El hombre llamado Vincini continuó dando instrucciones.
—Luther, encárgate del comedor de salchichas. Nancy se preguntó por qué se llevaban a Carl Hartmann.
Había dado por sentado que todo tenía relación con Frankie Gordino, pero no se le veía por ninguna parte.
—Joe, trae a la rubia —dijo Vincini.
El hombrecillo apuntó con la pistola al busto de Diana Lovesey.
—Vamos —dijo.
Ella no se movió.
Nancy estaba horrorizada. ¿Por qué secuestraban a Diana? Tenía la horrible sensación de saber la respuesta.
Joe hundió el cañón de la pistola en el suave pecho de Diana, y la mujer lanzó un gemido de dolor.
—Un momento —dijo Mervyn.
Todos le miraron.
—Muy bien, les sacaré de aquí, pero con una condición.
—Cierre el pico y mueva el culo —replicó Vincini—. No puede poner ninguna condición.
Mervyn abrió los brazos.
—Pues dispare —dijo.
Nancy lanzó un chillido de miedo. Eran la clase de hombres que dispararían sobre cualquiera que les desafiara. ¿Es que Mervyn no lo comprendía?
Se produjo un momento de silencio.
—¿Qué condición? —preguntó Luther.
Mervyn señaló a Diana.
—Ella se queda.
Joe dirigió a Mervyn una mirada asesina.
—No le necesitamos, pedazo de mierda —contestó Vincini—. Tenemos a un montón de pilotos de la Pan American… Cualquiera pilotará el hidroavión tan bien como usted.
—Y cualquiera le pondrá la misma condición —contestó Mervyn—. Pregúnteles…, si le queda tiempo.
Nancy comprendió que los gángsteres no conocían la presencia de otro piloto a bordo del Ganso, aunque prácticamente daba lo mismo.
—Suéltala —dijo Luther a Joe.
El hombrecillo enrojeció de ira.
—Coño, ¿por qué…?
—¡Suéltala! —gritó Luther—. ¡Te pagué para que me ayudaras a secuestrar a Hartmann, no para violar mujeres!
—Tiene razón, Joe —intervino Vincini—. Ya conseguirás otra puta más tarde.
—Vale, vale —dijo Joe.
Diana empezó a llorar de alivio.
—¡Nos estamos retrasando! —gritó Vincini—. ¡Vámonos de aquí!
Nancy se preguntó si volvería a ver a Mervyn.
Escucharon un bocinazo El patrón de la lancha intentaba llamar su atención.
El que llamaban Kid gritó desde el compartimento contiguo.
—¡Dios mío, jefe, mire por la ventana!
Harry Marks había quedado sin sentido cuando el clipper se posó sobre las aguas. Del primer rebote salió disparado de cabeza contra las maletas amontonadas. Después, mientras se incorporaba a gatas, el avión se desplomó sobre el mar y él se precipitó contra la pared opuesta, golpeándose en la cabeza y perdiendo el conocimiento.
Cuando se despertó, se preguntó qué estaba pasando.
Sabía que no habían llegado a Port Washington; sólo habían transcurrido dos horas y la última etapa duraba cinco. Se trataba de una escala no prevista, y tenía toda la pinta de ser un amaraje de emergencia.
Se incorporó, dolorido. Ahora sabía por qué los aviones llevaban cinturones de seguridad. Sangraba por la nariz, la cabeza le dolía mucho y tenía magulladuras por todas partes, aunque no se había roto ningún hueso. Se secó la nariz con el pañuelo y se consideró afortunado.
En la bodega del equipaje no había ventanas, por supuesto, y no podía averiguar lo que ocurría. Permaneció sentado un rato y se concentró en escuchar. Los motores se habían parado, y el silencio era absoluto.
Después, oyó un disparo.
Armas de fuego significaban gángsteres, y si había gángsteres a bordo, venían a por Frank Gordino. Además, un tiroteo equivalía a confusión y pánico, y Harry tal vez pudiera escapar en aquellas circunstancias.
Tenía que echar un vistazo.
Abrió la puerta apenas. No vio a nadie.
Salió al pasillo y se encaminó a la puerta que conducía a la cubierta del vuelo. Se detuvo y escuchó. No oyó nada. Abrió la puerta con sigilo y se asomó.
La cubierta de vuelo estaba vacía.
Avanzó de puntillas y subió por la escalera. Distinguió voces masculinas enzarzadas en una discusión, pero no consiguió captar las palabras.
La escotilla de la carlinga estaba abierta. Se asomó y vio que entraba luz del día en el compartimento de proa. Se acercó y comprobó que la puerta de proa estaba abierta.
Se irguió y miró por la ventana, hasta ver una lancha motora amarrada al morro del avión. Había un hombre en la cubierta, con botas de goma y una gorra.
Harry comprendió que la escapatoria era muy posible.
Ante él había una lancha rápida, que podía conducirle a un lugar solitario de la costa. Por lo visto, a bordo sólo había un hombre. Tenía que existir un medio de desembarazarse de él y apoderarse de la barca.
Oyó un paso justo detrás de él. Se giró en redondo, con el corazón latiendo a toda velocidad.
Era Percy Oxenford.
El chico estaba de pie en el umbral de la puerta de atrás, con el aspecto de estar tan conmocionado como Harry.
—¿Dónde te habías escondido? —preguntó Percy al cabo de un instante.
—Da igual —contestó Harry—. ¿Qué pasa ahí abajo?
—El señor Luther es un nazi que quiere devolver al profesor Hartmann a Alemania. Ha contratado a unos gángsteres para que le ayudaran, y les ha entregado un maletín que contiene cien mil dólares.
—¡Demonios! —exclamó Harry, olvidando su acento norteamericano.
—Y han matado al señor Membury, que era un guardaespaldas de Scotland Yard.
De modo que no iba tan desencaminado.
—¿Tu hermana está bien?
—De momento, pero quieren llevarse a la señora Lovesey porque es muy guapa… Espero que no se fijen en Margaret…
—Caray, que lío —dijo Harry.
—Conseguí escabullirme por la trampilla cercana al lavabo de señoras.
—¿Para qué?
—Quiero la pistola del agente Field. Vi cómo el capitán Baker se la confiscaba.
Percy abrió el cajón de la mesa de mapas. Dentro había un pesado revolver de cañón corto, el tipo de arma que los agentes del FBI llevaban bajo la chaqueta.
—Es lo que me figuraba —dijo Percy—. Un Colt Detective Special del 38.
Lo cogió, abriéndolo con pericia y haciendo girar el tambor.
Harry meneó la cabeza.
—No me parece una gran idea. Sólo conseguirás que te maten.
Cogió el revólver, lo devolvió a su sitio y cerró el cajón.
Se oyó un potente ruido. Harry y Percy miraron por la ventana y vieron que un hidroavión volaba en círculos alrededor del clipper. ¿Quién coño era? Al cabo de un momento, empezó a descender. Se posó sobre el agua, cabalgando sobre una ola, y se acercó al clipper.
—Y ahora, ¿qué? —dijo Harry. Se volvió. Percy había desaparecido. El cajón estaba abierto.
—Mierda —masculló Harry.
Atravesó la puerta de atrás. Dejó atrás las bodegas, pasó bajo la cúpula del navegante, cruzó un compartimento de techo bajo y se asomó a una segunda puerta.
Percy reptaba por un pasadizo que se hacía más bajo y angosto a medida que se aproximaba a la cola. La estructura del avión estaba al desnudo. Se veían puntales y remaches, y una serie de cables corrían por el suelo. Se trataba de un hueco superfluo situado sobre la mitad posterior de la cubierta de pasajeros. Se veía luz al final, y Percy se coló por un agujero cuadrado. Harry recordó haberse fijado en una escalerilla sujeta a la pared, junto al lavabo de señoras, con una trampilla encima.
Ya no podía detener a Percy. Era demasiado tarde.
Margaret le había dicho que todos los miembros de la familia sabían disparar, pero el chico desconocía todo acerca de los gángsteres. Si se interponía en su camino le matarían como a un perro. Harry apreciaba al muchacho, pero estaba más preocupado por Margaret. Harry no quería que presenciara la muerte de su hermano. ¿Qué mierda podía hacer?
Volvió a la cubierta de vuelo y miró por la ventana. El hidroavión estaba amarrando a la lancha. O los tripulantes del hidroavión subirían a bordo del clipper, o viceversa. En cualquier caso, alguien no tardaría en pasar por la cabina de vuelo. Harry debía desaparecer por unos momentos. Se refugió la puerta trasera, dejando un resquicio para observar qué pasaba.
Alguien subió desde la cubierta de pasajeros y se dirigió al compartimiento de proa. Pocos minutos después, dos o tres personas regresaron por el mismo camino. Harry oyó que bajaban por la escalera, y luego salió.
¿Traían ayuda, o refuerzos para los gángsteres?
Subió por la escalera. Al llegar arriba vaciló. Decidió arriesgarse y avanzar un poco más.
Llegó a la curva de la escalera, desde la que pudo ver la cocina. Estaba desierta. ¿Qué haría ahora si el marinero de la lancha decidía subir a bordo del clipper? Le oiré llegar, pensó Harry, y me deslizaré al lavabo de caballeros. Siguió bajando paso a paso, deteniéndose y escuchando en cada peldaño. Cuando llegó al último oyó una voz. Era la de Tom Luther, de acento norteamericano culto con un leve matiz europeo.
—Los dioses están de mi parte, Lovesey —estaba diciendo—. Ha llegado en un hidroavión justo cuando necesitábamos uno. Usted nos conducirá a mí, al señor Vincini y a nuestros socios por sobre el guardacostas de la Marina que el traidor Eddie Deakin llamó para que nos tendiera una trampa.
Ya tenía respuesta a la pregunta. El hidroavión permitiría que Luther se escapara con Hartmann.
Harry bajó por la escalera. La idea del pobre Hartmann en manos de los nazis era sobrecogedora, pero Harry no iba a hacer nada por impedirlo. No era un héroe. Sin embargo, el joven Percy Oxenford cometería una estupidez de un momento a otro. Harry no podía quedarse al margen y permitir que el hermano de Margaret resultara muerto. Debía anticiparse y realizar alguna maniobra de diversión y frustrar los propósitos de los gángsteres, por el bien de Margaret.
Concibió una idea al ver una cuerda atada a un puntal en el compartimento de proa.
De pronto, se le ocurrió la forma de llevar a cabo la maniobra de diversión, y tal vez desembarazarse de un gángster al mismo tiempo.
En primer lugar, debía desatar las cuerdas y dejar la lancha a la deriva.
Pasó por la escotilla y bajó por la escalera.
Su corazón latía a toda velocidad. Estaba asustado.
No pensó en lo que diría si alguien le sorprendía. Improvisaría algo, como siempre.
Cruzó el compartimento. Tal como imaginaba, la cuerda partía de la lancha.
Alcanzó el puntal, desató el nudo y dejó caer la cuerda al suelo.
Miró afuera y vio que una segunda cuerda unía la proa de la lancha con el morro del clipper. Mierda. Tendría que salir a la plataforma para llegar a ella, y eso significaba que podían verle.
Pero ya había pasado el momento de dar marcha atrás. Y debía darse prisa. Percy se iba a meter en la guarida del león, como Daniel.
Salió a la plataforma. La cuerda estaba atada a un cabrestante que sobresalía del morro del aparato. La soltó a toda prisa.
Oyó un grito procedente de la lancha.
—Oiga, ¿qué está haciendo?
No levantó la vista. Confiaba en que el tipo estuviera desarmado.
Desanudó la cuerda del cabrestante y la tiró al mar.
—¡Oiga, usted!
Se volvió. El patrón de la lancha gritaba desde cubierta. No iba armado, gracias a Dios. El hombre asió su extremo de la cuerda y tiró. La cuerda surgió del compartimento de proa y cayó al agua.
El patrón se introdujo en la timonera y encendió el motor.
El siguiente paso era más peligroso.
Los gángsteres sólo tardarían unos segundos en observar que su lancha iba a la deriva, lo cual provocaría estupor y alarma. Uno de ellos saldría a investigar para amarrar la lancha de nuevo. Y entonces…
Harry estaba demasiado asustado para pensar en lo que haría entonces.
Subió a toda prisa por la escalerilla, atravesó la cubierta de vuelo y se ocultó en las bodegas.
Sabía que era mortalmente peligroso jugar con gángsteres de esta manera, y notó un sudor frío al pensar en lo que le harían si llegaban a cogerle.
Durante un largo minuto no ocurrió nada. Venga, pensó, daos prisa y mirad por la ventana. Vuestra lancha navega a la deriva… Tenéis que daros cuenta antes de que pierda el valor.
Por fin, volvió a oír pasos, pasos pesados, apresurados, que subían por la escalerilla y atravesaban la cabina de vuelo. Para su decepción, daba la impresión de que eran dos hombres. No había calculado que debería enfrentarse a dos.
Cuando juzgó que habían entrado en el compartimento de proa, asomó la cabeza. No se veía a nadie. Atravesó la cabina y miró por la escotilla. Dos hombres armados con pistolas miraban al exterior desde la puerta de proa. Aunque no hubieran llevado pistolas, Harry habría adivinado que eran delincuentes por sus ropas llamativas. Uno era un tipejo feo de aspecto desagradable; el otro era muy joven, de unos dieciocho años.
Quizá debería esconderme otra vez, pensó.
El patrón se hallaba maniobrando la lancha, y el hidroavión continuaba amarrado al costado. Los dos gangsters deberían amarrar de nuevo la lancha al clipper, y no podrían hacerlo empuñando sus armas. Harry esperó ese momento.
El patrón gritó algo que Harry no entendió. Pocos momentos después, los gangsters guardaron las pistolas en los bolsillos y salieron a la plataforma.
Harry, con el corazón en un puño, bajó por la escalerilla y entró en el compartimento de proa.
Los hombres intentaban atrapar una cuerda que el patrón les lanzaba, completamente distraídos, y al principio no le vieron.
Se dirigió de puntillas al otro extremo del compartimento.
Cuando se encontraba a medio camino, el joven asió la cuerda. El pequeñajo se volvió un poco… y vio a Harry. Hundió la mano en el bolsillo y sacó la pistola justo cuando Harry se precipitaba contra él.
Harry se sintió seguro de que iba a morir. Desesperado, sin pensarlo dos veces, se agachó, asió al hombre por el tobillo y lo levantó.
El hombrecillo se tambaleó, a punto de caer, soltó la pistola y se agarró a su compañero para no perder el equilibrio.
El joven trastabilló y soltó la cuerda. Los dos oscilaron por un instante. Harry aún sujetaba el tobillo de Joe, y tiró de él.
Los dos hombres cayeron de la plataforma al revuelto mar. Harry lanzó un alarido de triunfo.
Se hundieron bajo las olas, emergieron y se debatieron en el oleaje. Harry adivinó que ninguno de los dos sabía nadar.
No esperó a ver cuál era su suerte. Debía saber lo que había ocurrido en la cubierta de pasajeros. Atravesó corriendo el compartimento de proa, subió por la escalerilla, desembocó en la cabina de vuelo y se dirigió de puntillas hacia la escalera.
Se detuvo al pie para escuchar.
Margaret podía oír los latidos de su corazón.
Resonaban en sus oídos como timbales, rítmicos e insistentes, con tal potencia que le parecía imposible que los demás pasajeros no los oyeran.
Estaba más asustada que en ningún otro momento de su vida, y avergonzada de ello.
La había asustado el amaraje de emergencia, la súbita aparición de las pistolas, la desconcertante forma con que personajes como Frankie Gordino, el señor Luther y el mecánico intercambiaban sus papeles, y la brutalidad indiferente de aquellos estúpidos matones, vestidos con sus espantosos trajes, y, sobre todo, porque el silencioso señor Membury yacía muerto en el suelo.
Estaba demasiado asustada para moverse, y esto también la avergonzaba.
Había hablado durante años de que quería luchar contra el fascismo, y ahora se había presentado su oportunidad. Delante de sus propias narices, un fascista estaba secuestrando a Carl Hartmann para devolverle a Alemania. Pero no podía hacer nada porque el terror la paralizaba.
En cualquier caso, tal vez no podía hacer nada; tal vez sólo lograría que la matasen. Pero debía intentarlo, y siempre había dicho que arriesgaría su vida por la causa y por la memoria de Ian.
Comprendió que su padre no se había equivocado al mofarse de sus pretensiones de valentía. Su heroísmo sólo residía en la imaginación. Su sueño de servir como correo motorizado en el campo de batalla era pura fantasía. Al oír el primer disparo se escondería debajo de un seto. En medio de un peligro real, no servía para nada. Se quedó sentada, absolutamente inmóvil, mientras el corazón aporreaba sus oídos.
No había pronunciado una palabra desde que el clipper se había posado sobre las aguas, los pistoleros subieron a bordo, y Nancy y el señor Lovesey llegaron en el hidroavión. No dijo nada cuando el llamado Kid vio que la lancha se alejaba, y el que se llamaba Vincini envió a Kid y a Joe a recuperarla.
Pero lanzó un chillido cuando vio que Kid y Joe se estaban ahogando.
Tenía la vista clavada en la ventana, sin ver otra cosa que olas, cuando los dos hombres aparecieron ante sus ojos. Kid intentaba mantenerse a flote, pero Joe se aferraba a la espalda de su amigo, empujándole hacia abajo mientras trataba de salvarse. Era una escena horrible.
Cuando gritó, el señor Luther corrió hacia la ventana.
—¡Han caído al agua! —gritó como un histérico.
—¿Quién? —preguntó Vincini—. ¿Kid y Joe?
—Sí.
El patrón de la lancha arrojó una cuerda, pero los hombres que se ahogaban no la vieron. Joe manoteaba como un poseso, presa del pánico, sumergiendo a Kid.
—¡Haga algo! —dijo Luther, también muy asustado.
—¿Qué? —preguntó Vincini—. No podemos hacer nada. ¡Esos bastardos chiflados ni siquiera saben cómo salvarse!
Los dos hombres se hallaban cerca del hidroestabilizador. Si hubieran mantenido la calma, habrían trepado a él, pero ni tan siquiera lo vieron.
La cabeza de Kid se hundió y no volvió a salir.
Joe perdió contacto con Kid y tragó una bocanada de agua. Margaret oyó un chillido ronco, amortiguado por las paredes a prueba de ruidos del clipper. La cabeza de Joe se hundió, emergió y desapareció por última vez.
Margaret se estremeció. Los dos habían muerto.
—¿Cómo ha ocurrido esto? —preguntó Luther—. ¿Cómo han caído?
—Quizá les empujaron —insinuó Vincini.
—¿Quién?
—Quizá haya alguien más en este jodido avión. ¡Harry!, pensó Margaret.
¿Era posible? ¿Seguiría Harry a bordo? ¿Se habría escondido en algún sitio, mientras la policía le buscaba, y salido tras el amaraje de emergencia? ¿Habría empujado Harry a dos gángsteres?
Después, pensó en su hermano. Percy había desaparecido después de que la lancha amarrara junto al clipper. Margaret había imaginado que estaría en el lavabo de caballeros y habría preferido quedarse donde no le vieran. Pero no era típico de él. Siempre se metía en líos. Sabía que había descubierto una manera extraoficial de subir al puente de vuelo. ¿Qué estaría planeando?
—¡El plan se está yendo al carajo! —exclamó Luther—. ¿Qué vamos a hacer?
—Nos iremos en la barca, tal como habíamos planeado: usted, yo, el devorador de salchichas y el dinero —contestó Vincini—. Si alguien se entromete, métale una bala en el estómago. Tranquilícese y vámonos.
Margaret tenía el funesto presentimiento de que se toparían con Percy en la escalera, y sería él quien recibiría un tiro en el estómago.
Entonces, justo cuando los tres hombres salían del comedor, oyó la voz de Percy, procedente de la parte posterior del avión.
—¡Quietos ahí! —gritó a pleno pulmón.
Margaret, asombrada, vio que empuñaba una pistola… y apuntaba directamente a Vincini.
Era un revólver de cañón corto, y Margaret adivinó al instante que debía ser el Colt confiscado al agente del FBI. Percy lo sostenía frente a él, con el brazo recto, como si estuviera apuntando a un blanco.
Vincini se volvió poco a poco.
Margaret se sentía orgullosa de Percy, aunque al mismo tiempo temía por su vida.
El comedor se encontraba abarrotado. Detrás de Vincini, muy cerca de donde Margaret estaba sentada, Luther apoyaba su pistola en la cabeza de Hartmann. Nancy, Mervyn y Diana Lovesey, el mecánico y el capitán se hallaban de pie al otro lado del compartimento. Y la mayoría de los asientos estaban ocupados.
Vincini contempló a Percy durante un largo momento.
—Lárgate de aquí, chaval —dijo por fin.
—Tire el arma —replicó Percy, con su voz aflautada de adolescente.
Vincini reaccionó con sorprendente celeridad. Se agachó a un lado y levantó la pistola. Se produjo un disparo. La detonación ensordeció a Margaret. Oyó un chillido lejano y comprendió que se trataba de su propia voz. Ignoraba quién había disparado a quién. Percy aparentaba estar ileso. Después, Vincini se tambaleó y cayó; un chorro de sangre brotaba de su pecho. Dejó caer la maleta y ésta se abrió, esparciendo su contenido. La sangre manchó los fajos de billetes.
Percy tiró la pistola y miró, horrorizado, al hombre que había matado. Parecía al borde de las lágrimas.
Todo el mundo miró a Luther, el último de la banda, y la única persona que todavía empuñaba un arma.
Carl Hartmann se liberó de la presa de Luther con un repentino movimiento y se arrojó al suelo. La idea de que Hartmann resultara asesinado aterró a Margaret; luego pensó que Luther mataría a Percy, pero lo que en realidad ocurrió la pilló totalmente desprevenida.
Luther se apoderó de ella.
La sacó del asiento y la sostuvo frente a él, apoyando la pistola en su sien, tal como había hecho antes con Hartmann. Todo el mundo permaneció inmóvil.
Margaret estaba demasiado aterrorizada para hablar, incluso para gritar. El cañón de la pistola se hundía dolorosamente en su sien. Luther estaba temblando, tan asustado como ella.
—Hartmann, vaya hacia la puerta de proa. Suba a la lancha. Haga lo que le digo o mataré a la chica.
De pronto, Margaret notó que una terrorífica calma descendía sobre ella. Comprendió, con espantosa claridad, la astucia de Luther. Si se hubiera limitado a apuntar a Hartmann, éste habría dicho: «Máteme. Prefiero morir que regresar a Alemania». Pero ahora, su vida estaba en juego. Hartmann podía estar dispuesto a sacrificar su vida, pero no la de una joven.
Hartmann se levantó lentamente.
Todo dependía de ella, comprendió Margaret con lógica fría e implacable. Podía salvar a Hartmann sacrificando su vida. No es justo, pensó, no esperaba esto, no estoy preparada, no puedo hacerlo.
Miró a su padre. Parecía horrorizado.
En aquel horrible momento recordó cómo se había burlado de ella, diciendo que era demasiado blanda para combatir, que no duraría ni un día en el STA.
¿Tenía razón?
Lo único que debía hacer era moverse. Tal vez Luther la matara, pero los demás hombres saltarían sobre él al instante, y Hartmann conseguiría salvarse.
El tiempo transcurría con tanta lentitud como en una pesadilla.
Puedo hacerlo, pensó con absoluta frialdad.
Respiró hondo y pensó: «Adiós a todos».
De pronto, oyó la voz de Harry detrás de ella.
—Señor Luther, creo que su submarino acaba de llegar. Todo el mundo miró por las ventanas.
Margaret notó que la presión del cañón sobre su sien cedía una fracción de milímetro, y reparó en que Luther se distraía un momento.
Agachó la cabeza y se liberó de su presa.
Oyó un disparo, pero no sintió nada.
Todo el mundo se movió al mismo tiempo.
Eddie, el mecánico, pasó junto a ella y cayó como un árbol sobre Luther.
Margaret vio que Harry le arrebataba la pistola a Luther.
Luther se derrumbó sobre el suelo, bajo el peso de Eddie y Harry.
Margaret comprendió que aún vivía.
De repente, se sintió débil como un bebé, y se desplomó en el asiento.
Percy se lanzó hacia ella. Se abrazaron. El tiempo se había detenido.
—¿Estás bien? —se oyó preguntar.
—Creo que sí —contestó Percy, tembloroso.
—¡Eres muy valiente!
—¡Y tú también!
Sí, lo he sido, pensó. He sido valiente.
Todos los pasajeros se pusieron a gritar a la vez, hasta que el capitán Baker intervino.
—¡Cállense todos, por favor!
Margaret miró a su alrededor.
Luther seguía caído en el suelo, sujeto por Eddie y Harry. El peligro procedente del interior del aparato ya no existía. Miró afuera. El submarino flotaba en el agua como un gran tiburón gris, y sus mojados flancos de acero centelleaban a la luz del sol.
—Hay un guardacostas de la Marina en las cercanías —explicó el capitán Baker— y vamos a informarles por radio ahora mismo de la presencia del submarino. —La tripulación había entrado en el comedor desde el compartimento número 1. El capitán se dirigió al radiotelegrafista—. Ponte en contacto, Ben.
—Sí, señor, pero tenga en cuenta que el submarino puede captar nuestro mensaje y darse a la fuga.
—Tanto mejor —gruñó el capitán—. Nuestros pasajeros ya han corrido suficientes peligros.
El radiotelegrafista subió a la cubierta de vuelo.
Todo el mundo miraba al submarino, cuya escotilla seguía cerrada. Su comandante se mantenía a la espera de los acontecimientos.
—Falta un gángster por capturar —continuó Baker—, y me gustaría echarle el guante. Es el patrón de la lancha. Eddie, ve a la puerta de proa y hazle subir a bordo. Dile que Vincini le reclama.
Eddie se levantó y salió.
—Jack, coge todas estas jodidas pistolas y quítales la munición —dijo el capitán al navegante. Después, al darse cuenta de que había soltado un taco, se disculpó—. Señoras, les ruego que perdonen mi lenguaje.
Habían oído tantas palabrotas en boca de los gangsters que Margaret no pudo por menos que reír de su ingenuidad, y los demás pasajeros la secundaron. El capitán manifestó estupor al principio, pero luego comprendió el motivo de sus carcajadas y sonrió.
Las risas hicieron comprender a todos que el peligro había pasado, y algunos pasajeros empezaron a tranquilizarse. Margaret aún se sentía rara, y temblaba como si la temperatura fuera extremadamente fría.
El capitán empujó a Luther con la punta del zapato y habló a otro tripulante.
—Johnny, encierra a este tipo en el compartimento número uno y no le pierdas de vista.
Harry soltó a Luther y el tripulante se lo llevó. Harry y Margaret se miraron.
Ella había imaginado que Harry la había abandonado. Había pensado que nunca volvería a verle. Había abrigado la certidumbre de que iba a morir. De repente, se le antojaba insoportablemente maravilloso que ambos estuvieran vivos y juntos. Harry se sentó a su lado y ella le echó los brazos al cuello. Se unieron en un estrecho abrazo.
—Mira afuera —murmuró Harry en su oído al cabo de un rato.
El submarino se estaba sumergiendo poco a poco bajo las olas.
Margaret sonrió y le besó.