27

Cuando los dos motores de babor se detuvieron al mismo tiempo, la suerte de Eddie quedó sentenciada.

Hasta aquel momento podía haber cambiado de idea. El avión habría seguido volando, nadie sabría lo que había planeado. Pero ahora, pasara lo que pasara, todo saldría a la luz. Nunca volvería a volar, excepto quizá como pasajero. Su carrera habría terminado. Combatió la furia que amenazaba con poseerle. Debía conservar la frialdad y cumplir su encargo. Después, pensaría en los bastardos que habían arruinado su vida.

El avión debería realizar un amaraje de emergencia. Los secuestradores subirían a bordo y rescatarían a Frankie Gordino. Después, podía pasar cualquier cosa. ¿Saldría indemne Carol-Ann? ¿Tendería la Marina una emboscada a los gángsteres cuando se dirigieran hacia la orilla? ¿Iría Eddie a la cárcel por su participación en el complot? Era un prisionero del destino, pero se contentaba con estrechar a Carol-Ann entre sus brazos, sana y salva.

Un momento después de que los motores se detuvieran, la voz del capitán Baker sonó por los altavoces.

—¿Qué demonios sucede?

Eddie tenía la garganta seca por la tensión y tuvo que tragar saliva dos veces para poder contestar.

—Aún no lo sé.

Claro que lo sabía. Los motores se habían detenido porque carecían de combustible: él había cortado el suministro.

El clipper contaba con seis depósitos de combustible. Dos pequeños depósitos alimentadores situados en las alas abastecían los motores. Casi todo el carburante se guardaba en dos enormes depósitos de reserva ubicados en los hidroestabilizadores, las alas rechonchas sobre las que caminaban los pasajeros para bajar del avión.

El combustible podía vaciarse de los depósitos de reserva, pero no por Eddie, porque el control se hallaba en el puesto del segundo piloto. Sin embargo, Eddie podía bombear carburante desde los tanques de reserva a las alas y viceversa. La operación era controlada mediante dos grandes ruedas de mano que se encontraban a la derecha del panel de instrumentos del mecánico. El avión sobrevolaba la bahía de Fundy, a unos ocho kilómetros del lugar de encuentro, y los depósitos de las alas se habían quedado sin combustible durante los últimos minutos. El depósito de estribor tenía combustible para unos cuantos kilómetros más. El depósito de babor estaba seco, y los motores se habían parado.

Sería muy fácil bombear carburante desde los depósitos de reserva, por supuesto. Sin embargo, mientras el avión hacía escala en Shediac, Eddie había subido a bordo y manipulado las ruedas de mano, moviendo los cuadrantes de forma que cuando indicaran «Bombeo» estuvieran desconectados, y al revés. En este momento, los cuadrantes indicaban que estaba intentando alimentar los depósitos de las alas, cuando en realidad no ocurría nada.

Había utilizado la estratagema de los cuadrantes cambiados durante la primera parte del vuelo, desde luego; otro mecánico lo habría descubierto y se preguntaría qué demonios sucedía. Eddie se había preocupado cada segundo de que su ayudante, Mickey Finn, libre de servicio, estuviera arriba, pero no había tardado en dormirse por completo en el compartimento número 1, como Eddie esperaba. En esta fase del largo viaje, la tripulación libre de servicio siempre se dormía.

Había vivido dos desagradables momentos en Shediac. El primero, cuando la policía anunció que sabía el nombre del cómplice de Frankie Gordino que viajaba a bordo. Eddie supuso que hablaban de Luther; pensó por un momento que el juego había terminado y se devanó los sesos, imaginando otra forma de rescatar a Carol-Ann. Después, nombraron a Harry Vandenpost, y Eddie casi dio saltos de alegría. No tenía ni idea de quién era Vandenpost, quien se trataba, por lo visto, de un cordial joven norteamericano de familia rica que viajaba con pasaporte falso. Agradeció que el hombre distrajera la atención sobre Luther. La policía no prosiguió su búsqueda, Luther pasó inadvertido y el plan continuó adelante.

Pero el cúmulo de incidentes había sido demasiado para el capitán Baker. Mientras Eddie todavía se recobraba del susto, Baker había lanzado una bomba. El hecho de un cómplice viajara a bordo significaba que alguien se tomaba muy en serio el rescate de Gordino, dijo, y quería que el delincuente bajara del avión. Eso también habría arruinado los planes de Eddie.

Se produjo un tenso enfrentamiento entre Ollis Field, el agente del FBI, y Baker, pues aquel amenazó al capitán con denunciarle por obstrucción a la justicia. Al final, Baker había llamado a la Pan American de Nueva York, responsabilizando a la compañía del problema. La línea aérea había decidido que Gordino siguiera a bordo del aparato. Eddie experimentó un gran alivio de nuevo.

Había recibido otra buena noticia en Shediac. Un críptico pero obvio mensaje de Steve Appleby había confirmado que un guardacostas de la Marina estadounidense patrullaría la costa sobre la que descendería el clipper. Se mantendría oculto hasta el amaraje, e interceptaría posteriormente a cualquier barco que entrara en contacto con el hidroavión.

Eso bastaba para Eddie. Sabiendo que los gangsters serían detenidos después, tomó las precauciones necesarias para que el plan se desarrollara sin el menor problema.

Ahora, su misión casi estaba concluida. El avión no se hallaba lejos del lugar de la cita y sólo volaba con dos motores.

El capitán Baker se plantó al lado de Eddie en un abrir y cerrar de ojos. Al principio, Eddie no dijo nada. Conectó con mano temblorosa el alimentador de los motores, a fin de que el depósito del ala de estribor distribuyera combustible a todos los motores, y volvió a poner en marcha los motores de babor.

—El depósito del ala de babor se ha secado y no puedo llenarlo —dijo a continuación.

—¿Por qué? —preguntó el capitán.

Eddie señaló las ruedas de mano.

—He conectado las bombas, pero no ocurre nada —indicó, sintiéndose como un traidor.

Los instrumentos de Eddie no mostraban flujo de combustible o presión de combustible entre los depósitos de reserva y los depósitos de alimentación, pero en la parte posterior de la cabina había cuatro ventanillas para comprobar que el depósito circulara por los tubos. El capitán Baker miró por cada una de ellas.

—¡Nada! —exclamó—. ¿Cuánto combustible queda en el depósito del ala de estribor?

—Está casi vacío… Unos pocos kilómetros.

—¿Cómo es posible que no se haya dado cuenta? —preguntó, enfurecido.

—Pensé que estábamos bombeando —dijo Eddie débilmente.

Era una respuesta inadecuada, y el capitán estaba furioso.

—¿Cómo podrían funcionar las dos bombas al mismo tiempo?

—No lo sé, pero contamos con una bomba de mano, gracias a Dios.

Eddie asió la manija cercana a su mesa y empezó a manipular la bomba de mano. Sólo se empleaba cuando el mecánico vaciaba agua de los depósitos de carburante en pleno vuelo. Lo había hecho nada más despegar de Shediac, y había omitido a propósito volver a conectar la válvula que permitía al agua caer al mar. Como resultado, sus vigorosos movimientos de bombeo no llenaban los depósitos de las alas, sino que expulsaban el combustible.

El capitán no lo sabía, por supuesto, pero veía que el combustible no fluía.

—¡No funciona! —gritó—. ¡No entiendo cómo pueden fallar las tres bombas al mismo tiempo!

Eddie examinó sus cuadrantes.

—El depósito del ala de estribor está casi vacío —dijo—. Si no amaramos pronto, nos desplomaremos como un saco.

—Todo el mundo preparado para amaraje de emergencia —dijo el capitán. Apuntó con un dedo a Eddie—. No me gusta cómo trabaja, Deakin. No confío en usted.

Eddie se sintió destrozado. Tenía buenos motivos para mentir a su capitán, pero eso no impedía que se detestara.

Toda su vida había sido honrado con la gente, y despreciaba a los hombres que utilizaban engaños y añagazas. Ahora estaba actuando de esa manera despreciable. Al final lo comprenderás, capitán, pensó, pero tuvo ganas de decirlo en voz alta.

El capitán se volvió hacia el puesto del navegante y se inclinó sobre el mapa. Jack Ashford, el navegante, dirigió una mirada de sorpresa a Eddie. Después, puso un dedo sobre el mapa y dijo al capitán:

—Estamos aquí.

Todo el plan dependía de que el clipper descendiera en el canal que separaba la costa de la isla Grand Manan. Los gángsteres confiaban en ello, y también Eddie. Sin embargo, cuando se producían emergencias, la gente hacía cosas raras. Eddie decidió que si Baker elegía, irracionalmente, otro lugar, hablaría para exponer las ventajas del canal. Baker sospecharía, pero vería la lógica de la elección y, en todo caso, sería él quién se comportaría de manera extraña si amaraba en otro sitio.

Sin embargo, no hizo falta que interviniera.

—Aquí, en este canal —dijo Baker, al cabo de un momento—. Ahí descenderemos.

Eddie se volvió para que nadie viera su expresión de triunfo. Se había acercado un paso más a Carol-Ann.

Mientras llevaban a cabo los preparativos para el amaraje de emergencia, Eddie miró por la ventana y escrutó el mar. Vio un pequeño barco, parecido a un pesquero deportivo, moviéndose sobre el oleaje. La mar estaba picada. El amaraje sería brusco.

Oyó una voz que paralizó su corazón.

—¿Cuál es la emergencia?

Era Mickey Finn, que subía por la escalera para investigar.

Eddie le miró, horrorizado. Mickey descubriría en menos de un minuto que la válvula situada sobre la rueda de mano no había sido conectada de nuevo. Eddie tenía que deshacerse de él a toda prisa.

Pero el capitán Baker hizo el trabajo por él.

—¡Largo de aquí, Mickey! —ordenó—. ¡Los tripulantes libres de servicio han de estar sujetos con el cinturón de seguridad durante un amaraje de emergencia, no paseando por el avión y haciendo preguntas estúpidas!

Mickey se marchó como espoleado por un rayo, y Eddie respiró con mayor facilidad.

El avión perdió altura rápidamente. Baker quería encontrarse cerca del agua en caso de que el combustible se agotara antes de lo esperado.

Giraron hacia el oeste para no sobrevolar la isla; si se quedaban sin combustible sobre tierra, todos morirían. Pocos momentos después se hallaron sobre el canal.

Eddie calculó que las olas medían alrededor de un metro veinte. La altura crítica del oleaje se estimaba en unos noventa centímetros; sobrepasado este límite, resultaba peligroso para el clipper amarar. Eddie apretó los dientes. Baker era un buen piloto, pero todo dependería de la suerte.

El avión descendió a toda velocidad. Eddie notó que el casco rozaba la cresta de una gigantesca ola. Siguieron volando durante uno o dos segundos y volvieron a tocar agua. El impacto fue más violento esta vez, y su estómago se revolvió cuando rebotaron hacia arriba.

Eddie temía por su vida. Así se estrellaban los hidroaviones.

Aunque el avión seguía en el aire, el impacto había reducido la velocidad, y se encontraba a una altitud muy baja. En lugar de deslizarse por el agua sin hundirse demasiado, chocaría con violencia. Era la diferencia entre zambullirse y darse una panzada, sólo que el estómago del avión, de fino aluminio, podía romperse como una bolsa de papel.

Se quedó inmóvil, esperando el impacto. El avión golpeó el agua con un estrépito terrorífico que se trasmitió a lo largo de su columna vertebral. El agua cubrió las ventanas. Eddie salió lanzado hacia el lado izquierdo, pero consiguió aferrarse a su asiento. El operador de radio, que estaba sentado mirando hacia adelante, se golpeó la cabeza con el micrófono. Eddie pensó que el avión iba a romperse en mil pedazos. Si un ala se sumergía, todo habría terminado.

Pasó un segundo, y luego otro. Desde la cubierta de vuelo se oían los gritos de los aterrorizados pasajeros. El avión volvió a elevarse, saliendo en parte del agua y avanzando a rastras. Después, se hundió de nuevo, y Eddie salió disparado contra un lado.

Sin embargo, el avión se estabilizó, y Eddie empezó a confiar en que saldrían bien librados. Las ventanas quedaron limpias y logró ver el mar. Los motores continuaban rugiendo; no se habían sumergido.

La velocidad del avión fue disminuyendo. Eddie se sintió cada vez más a salvo, hasta que el avión se quedó quieto, mecido por las olas.

—Jesús, ha sido más difícil de lo que creía —oyó que decía el capitán por sus auriculares, y el resto de la tripulación estalló en carcajadas de alivio.

Eddie se levantó y miró por todas las ventanas, buscando el barco. El sol brillaba, pero divisó nubes de lluvia en el cielo. La visibilidad era buena, pero no distinguió ningún barco. Quizá la lancha se hallaba detrás del clipper, para que no la vieran.

Se sentó y cortó los motores. El operador de radio transmitió un SOS.

—Bajaré a tranquilizar a los pasajeros —dijo el capitán.

El operador de radio recibió una respuesta a su llamada, y Eddie confió en que procediera de los que venían a rescatar a Gordino.

No pudo esperar a averiguarlo. Se dirigió hacia la proa, abrió la escotilla de la cabina y bajó al compartimento de proa. La escotilla se abría hacia abajo, formando una plataforma. Eddie salió y permaneció de pie sobre ella. Tuvo que sujetarse al marco de la puerta para conservar el equilibrio. Las olas saltaban sobre los hidroestabilizadores, y algunas llegaron a mojar sus pies. El sol se ocultaba tras las nubes de vez en cuando, y soplaba una fuerte brisa. Examinó con minuciosidad el casco y las alas, pero no observó el menor desperfecto. El gran aparato había sobrevivido sin sufrir ningún daño.

Soltó el ancla y escudriñó el mar, buscando un barco. ¿Dónde estaban los compinches de Luther? ¿Y si algo iba mal, y si no aparecían? Entonces, divisó por fin en la distancia una lancha motora. Su corazón desfalleció. ¿Era la que esperaba? ¿Iría Carol-Ann a bordo? Le preocupó la idea de que se tratara de otra embarcación, atraída por la curiosidad, y que podía entorpecer todo el proceso.

Se acercaba a gran velocidad, cabalgando sobre las olas. Eddie, después de soltar el ancla y comprobar los posibles daños, debía volver a su puesto en la cubierta de vuelo, pero era incapaz de moverse. Contemplaba la lancha como hipnotizado a medida que aumentaba de tamaño. Era una lancha grande, con la cabina del timonel cubierta. Sabía que corría a unos veinticinco o treinta nudos, pero se le antojaba penosamente lenta. Distinguió unas cuantas figuras en la cubierta. Las contó: cuatro. Se fijó en que una era mucha más pequeña que las otras. El grupo fue configurándose como tres hombres vestidos con trajes oscuros y una mujer ataviada con una chaqueta azul. Carol-Ann tenía una chaqueta azul.

Pensó que era ella, pero no estaba seguro. Tenía el pelo rubio y era menuda, como ella. Estaba algo apartada de los demás. Los cuatro se apoyaban en la barandilla y miraban en dirección al clipper. La espera resultaba insoportable. Entonces, el sol surgió de detrás de una nube y la mujer levantó la mano para protegerse los ojos. El gesto pulsó las fibras más sensibles del corazón de Eddie, y supo que era su mujer.

—Carol-Ann —gritó.

Una oleada de excitación se apoderó de él, y olvidó por un momento los peligros a los que ambos se enfrentaban, dando rienda suelta a la alegría de verla otra vez. Agitó los brazos, ebrio de dicha.

—¡Carol-Ann! —chilló—. ¡Carol-Ann!

Ella no podía oírle, por supuesto, pero sí podía verle. Demostró sorpresa, vaciló como si no estuviera segura de que era él y luego respondió a su saludo, primero con timidez y después con energía.

Si podía moverse así, significaba que se encontraba bien, y se sintió débil como un niño, lleno de alivio y gratitud. Recordó que aún faltaba mucho por hacer. Saludó por última vez y regresó de mala gana al interior del avión. Apareció en la cubierta de vuelo justo cuando el capitán subía de la cubierta de pasajeros.

—¿Algún desperfecto? —preguntó.

—Ninguno, por lo que he podido comprobar.

El capitán se volvió hacia el radiotelegrafista, que le dio su informe.

—Nuestra llamada de socorro ha sido contestada por varios barcos, pero el más próximo es un barco de recreo que se acerca por babor. Quizá pueda verlo.

El capitán se acercó a la ventana y vio la lancha. Meneó la cabeza.

—No nos sirve. Han de arrastrarnos. Intente conectar con los guardacostas.

—Los pasajeros de la lancha quieren subir a bordo —dijo el radiotelegrafista.

—Ni hablar —respondió Baker. Eddie se sintió abatido. ¡Tenían que subir a bordo!—. Es demasiado peligroso —siguió el capitán—. No quiero un barco amarrado al avión. Podría dañar el casco, y si intentamos trasladar a la gente con este oleaje, seguro que alguien se cae al agua. Dígales que agradecemos su oferta, pero que no pueden ayudarnos.

Eddie no se esperaba esto. Disfrazó con una expresión de indiferencia su angustia. ¡A la mierda los desperfectos del avión! ¡La banda de Luther ha de subir a bordo! aunque lo pasarían mal sin ayuda desde el interior.

Aun con ayuda, sería una pesadilla tratar de entrar por las puertas normales. Las olas saltaban por encima de los hidroestabilizadores, y llegaban a mitad de las puertas. Nadie podía mantenerse de pie sobre los hidroestabilizadores sin sujetarse a una cuerda, y el agua entraría en el comedor mientras la puerta estuviera abierta. Esto nunca le había pasado a Eddie, porque el clipper solía aterrizar en aguas tranquilas.

¿Cómo subirían a bordo?

Tendrían que entrar por la escotilla de proa.

—Les he dicho que no pueden subir —informó el radiotelegrafista—, pero no parece que me hayan oído.

Eddie miró por la ventana. La lancha estaba dando vueltas alrededor del avión.

—No les haga caso —dijo el capitán.

Eddie se levantó y se dirigió a la escalerilla que descendía al compartimento de proa.

—¿A dónde va? —preguntó el capitán Baker con sequedad—. Necesito verificar el ancla —respondió Eddie de forma vaga, y continuó sin esperar la respuesta.

—Es el último viaje de ese tío —oyó que decía Baker. Yo lo sabía, pensó, desolado.

Salió a la plataforma. La lancha se encontraba a unos diez o doce metros del morro del clipper. Vio a Carol-Ann, apoyada en la barandilla. Llevaba un vestido viejo y zapatos de tacón bajo, los que utilizaba para estar por casa. Se había echado su mejor chaqueta sobre los hombros cuando la secuestraron. Ya podía distinguir su rostro. Parecía pálida y agotada. Una rabia sorda bulló en el interior de Eddie. Me las pagarán, pensó.

Alzó el cabrestante plegable, gesticuló en dirección a la lancha, señalando el cabrestante y fingiendo que lanzaba una cuerda. Tuvo que repetirlo varias veces antes de que los hombres de la lancha le entendieran. Adivinó que no eran marineros experimentados. Parecían fuera de lugar en la embarcación, con sus trajes de chaqueta cruzada y sujetándose los sombreros de fieltro para que el viento no se los arrebatara. El tipo que manejaba el timón, tal vez el patrón de la lancha, estaba ocupado en sus controles, intentando que la lancha no zozobrara. Por fin, uno de los hombres dio a entender que había comprendido con un ademán y lanzó una cuerda.

No era muy ducho, y Eddie sólo consiguió cogerla a la cuarta intentona.

La aseguró al cabrestante. Los hombres de la lancha acercaron su embarcación al avión. La barca, que era mucho más ligera, se balanceaba mucho más en el oleaje. Amarrar la lancha al avión, iba a convertirse en una tarea difícil y peligrosa.

De pronto, escuchó la voz de Mickey Finn detrás de él.

—Eddie, ¿qué coño estás haciendo?

Se giró en redondo. Mickey se hallaba en el compartimento de proa, mirándole con una expresión de preocupación en su rostro franco y cubierto de pecas.

—¡No te entrometas, Mickey! —gritó Eddie—. ¡Si lo haces, alguien saldrá malherido, te lo advierto!

Mickey parecía asustado.

—Muy bien, muy bien, lo que tú digas.

Retrocedió hacia la cubierta de vuelo, pensando que Eddie se había vuelto loco, tal como demostraba su expresión.

Eddie miró hacia la lancha. Ya estaba muy cerca. Contempló a los tres hombres. Uno era muy joven; no tendría más de dieciocho años. Otro era mayor, pero bajo y delgado, y un cigarrillo colgaba de la esquina de su boca. El tercero, vestido con un traje negro a rayas blancas, daba la impresión de estar al mando.

Iban a necesitar dos cuerdas para asegurar la lancha, decidió Eddie. Se llevó las manos a la boca para que actuaran como un megáfono y gritó:

—¡Lancen otra cuerda!

El hombre del traje a rayas cogió otra cuerda de la proa, cercana a la que ya estaban utilizando. No serviría de nada: necesitaban una en cada extremo de la lancha, a fin de formar un triángulo.

—¡No, ésa no! —chilló Eddie—. ¡Tírenme una cuerda desde la popa!

El hombre comprendió el mensaje.

Esta vez, Eddie se apoderó de la cuerda a la primera. La introdujo en el interior del avión, atándola a un puntal.

La lancha se aproximó con mayor rapidez, gracias a que un hombre tiraba de cada cuerda. De repente, los motores enmudecieron y un hombre cubierto con un mono salió de la timonera y se encargó de la tarea. Se trataba de un marinero, sin lugar a dudas.

Eddie oyó otra voz a su espalda, procedente del compartimento de proa. Era el capitán Baker.

—¡Deakin, está desobedeciendo una orden directa! —aulló.

Eddie no le hizo caso y rezó para que tardara unos segundos más en intervenir. La lancha ya se encontraba lo más cerca posible. El patrón ató las cuerdas a los puntales de la cubierta, tensándolas lo suficiente para que la lancha se meciera al compás de las olas. Los gangsters deberían esperar hasta que el oleaje permitiera que la cubierta se situara al nivel de la plataforma. Después, saltarían de una a otra. Utilizarían la cuerda que unía la popa de la lancha con el compartimento de proa para conservar el equilibrio.

—¡Deakin! —ladró Baker—. ¡Vuelva aquí!

El marinero abrió una puerta practicada en la barandilla y el gángster del traje a rayas se dispuso a saltar. Eddie notó que el capitán Baker le agarraba por la chaqueta desde atrás. El gángster comprendió lo que estaba pasando y deslizó su mano en el interior de la chaqueta.

La peor pesadilla de Eddie consistía en que uno de sus compañeros de tripulación decidiera comportarse como un héroe y le mataran. Ojalá hubiera podido contarles que Steve Appleby iba a enviar un guardacostas, pero temía que, sin darse cuenta, alguno de ellos pusiera sobre aviso a los gangsters. Por lo tanto, debía esforzarse por controlar la situación.

—¡Capitán, no se entrometa! —gritó, volviéndose hacia Baker—. ¡Estos bastardos llevan pistolas!

Baker se mostró sorprendido. Miró al gángster, y luego se escabulló. Eddie se giró en redondo y vio que el hombre del traje a rayas guardaba una pistola en el bolsillo de la chaqueta. Jesús, ojalá pueda impedir que empiecen a disparar sobre la gente, pensó, presa del pánico. Si alguien muere, será por culpa mía.

La embarcación se hallaba sobre la cresta de una ola, con la cubierta algo elevada sobre el nivel de la plataforma. El gángster asió la cuerda, vaciló y saltó sobre la plataforma. Eddie le sujetó para que no cayera.

—¿Tú eres Eddie? —preguntó el hombre.

Eddie reconoció la voz: la había oído por teléfono. Recordó cómo se llamaba el nombre: Vincini. Eddie le había insultado. Ahora lo lamentó, porque necesitaba su colaboración.

—Quiero trabajar con ustedes, Vincini —dijo—. Si quiere que no haya problemas, déjenme ayudarles.

Vincini le dirigió una dura mirada.

—Muy bien —dijo al cabo de un momento—, pero un paso en falso y está muerto.

Su tono era enérgico, práctico. No dio muestras de guardarle rencor. Sin duda, tenía demasiadas cosas en la cabeza para pensar en desaires anteriores.

—Entre y espere a que los demás suban.

—Muy bien —Vincini se volvió hacia la lancha—. Joe, tú eres el siguiente. Después, el muchacho. La chica será la última.

Entró en el compartimento de proa.

Eddie vio que el capitán Baker estaba subiendo por la escalerilla hacia la cubierta de vuelo. Vincini sacó la pistola y dijo:

—Quieto ahí.

—Obedézcale, capitán —indicó Eddie—. Estos tíos no se andan con bromas.

Baker bajó y levantó las manos.

Eddie devolvió su atención a la lancha. El tal Joe se aferraba a la barandilla de la embarcación, con el aspecto de estar muerto de miedo.

—¡No sé nadar! —chilló, con voz rasposa.

—No le hará falta —contestó Eddie, extendiendo una mano.

Joe saltó, asió su mano y entró tambaleándose en el compartimento de proa.

El jovencito era el último. Se mostraba más confiado, después de ver que los otros dos se habían trasladado al avión sin problemas.

—Yo tampoco sé nadar —dijo, sonriente. Saltó demasiado pronto, posó los pies en el mismo borde de la plataforma, perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Eddie se inclinó hacia adelante, sujetándose a la cuerda con la mano izquierda, y agarró al muchacho por el cinturón, tirando de él hasta depositarle sobre la plataforma.

—¡Caray, gracias! —dijo el chico, como si Eddie, en lugar de salvarle la vida, se hubiera limitado a echarle una mano.

Carol-Ann se encontraba de pie en la cubierta de la lancha, mirando hacia la plataforma con el temor reflejado en su cara. No era cobarde, pero Eddie adivinó que el amago de accidente del muchacho la había asustado.

—Haz lo mismo que ellos, cariño —dijo Eddie, sonriendo—. Tú puedes hacerlo.

Ella asintió y agarró la cuerda.

Eddie esperó, con el corazón en un puño. El oleaje elevó la lancha al nivel de la plataforma. Carol-Ann titubeó, perdió una oportunidad y se asustó aún más.

—No te precipites —aconsejó Eddie, hablando con una voz serena que ocultaba sus propios temores—. Salta cuando lo creas conveniente.

La lancha volvió a mecerse. Una expresión de forzada determinación apareció en el rostro de Carol-Ann. Apretó los labios y frunció el entrecejo. La lancha se alejó medio metro de la plataforma, ensanchando la separación.

—Quizá no sea el momento… —empezó Eddie, pero ya era demasiado tarde. Carol-Ann estaba tan decidida a comportarse con valentía que ya había saltado.

Ni siquiera llegó a tocar la plataforma.

Lanzó un chillido de terror y quedó colgada de la cuerda.

Sus pies patalearon en el aire. Eddie no podía hacer nada mientras la lancha se deslizaba hacia abajo por la pendiente de la ola y Carol-Ann se alejaba de la plataforma.

—¡Cógete fuerte! —gritó—. ¡Ya subirás!

Estaba dispuesto a lanzarse al mar para salvarla si fuera necesario.

Pero ella se aferró con fuerza a la cuerda y el oleaje volvió a elevarla. Cuando llegó al nivel de la plataforma, estiró una pierna, pero no logró tocarla. Eddie se arrodilló y extendió una mano. Casi perdió el equilibrio y cayó al agua, pero ni siquiera consiguió rozarle la pierna. El oleaje se la llevó de nuevo, y la joven chilló de desesperación.

—¡Colúmpiate! —gritó Eddie—. ¡Colúmpiate de un lado a otro cuando subas!

Ella le oyó. Eddie advirtió que apretaba los dientes a causa del dolor que sentía en sus brazos, pero logró columpiarse atrás y adelante mientras el oleaje elevaba la lancha. Eddie se arrodilló y alargó la mano. Carol-Ann se situó al nivel de la plataforma y se columpió con todas sus fuerzas. Eddie la agarró por el tobillo. No llevaba medias. La atrajo hacia sí y se apoderó del otro tobillo, pero sus pies aún no llegaban a la plataforma. La lancha cabalgó sobre la cresta de la ola y empezó a caer. Carol-Ann chilló. Eddie continuaba agarrándola por los tobillos. Entonces, ella soltó la cuerda.

Eddie no cedió. Cuando Carol-Ann cayó, su peso le arrastró y estuvo a punto de caer al mar, pero consiguió deslizarse sobre el estómago y permanecer en la plataforma. Carol-Ann subía y bajaba, sin soltar sus manos. En esta posición no podía elevarla, pero el mar se encargó del trabajo. La siguiente ola sumergió su cabeza, pero la alzó hacia él. Eddie soltó el tobillo que atenazaba con la mano derecha y rodeó su cintura con el brazo.

La había salvado. Descansó unos momentos.

—Ya está, nena, te he cogido —dijo, mientras ella respiraba con dificultad y farfullaba palabras entrecortadas. Después la izó hasta la plataforma.

La sostuvo con una mano mientras ella se ponía de pie, y luego la condujo al interior del avión.

Carol-Ann, sollozando, se derrumbó en sus brazos. Eddie apretó la cabeza chorreante contra su pecho. Tenía ganas de llorar, pero se contuvo. Los tres gángsteres y el capitán Baker le miraban expectantes, pero siguió sin hacerles caso varios segundos más. Abrazó a Carol-Ann con fuerza cuando ella se puso a temblar.

—¿Te encuentras bien, cariño? —preguntó por fin—. ¿Te han hecho daño estos canallas?

Ella meneó la cabeza.

—Creo que estoy bien —balbució, mientras sus dientes castañeteaban.

Eddie levantó la vista y miró al capitán Baker. Éste les contempló con estupor.

—Dios mío, empiezo a comprender ésta…

—Basta de cháchara. Hay mucho que hacer —interrumpió Vincini.

Eddie soltó a Carol-Ann.

—Muy bien. Creo que antes deberíamos hablar con la tripulación, serenarla y lograr que no se entrometa. Después, les conduciré hasta el hombre que buscan. ¿De acuerdo?

—Sí, pero démonos prisa.

—Síganme.

Eddie se encaminó a la escalerilla y subió por ella. Salió a la cubierta de vuelo y se puso a hablar al instante, aprovechando los pocos segundos que había sacado de ventaja a Vincini.

—Escuchad, chicos, que nadie intente hacerse el héroe, por favor, no es necesario. Espero que me comprendáis. —No podía arriesgarse más. Un momento después, Carol-Ann, el capitán Baker y los tres malhechores surgieron por la escotilla—. Mantened todos la calma y haced lo que os digan —continuó Eddie—. No quiero disparos, no quiero que nadie resulte herido. El capitán os dirá lo mismo. —Miró a Baker.

—Exactamente, muchachos. No deis motivos a estos tipos para utilizar sus armas.

Eddie miró a Vincini.

—Muy bien, adelante. Capitán, venga con nosotros para tranquilizar a los pasajeros, por favor. Después, que Joe y Kid conduzcan a los tripulantes al compartimento número 1.

Vincini mostró su aprobación con un cabeceo.

—Carol Ann, ¿quieres ir con la tripulación, cariño?

—Sí.

Eddie se sintió mejor. Estaría lejos de las pistolas, y podría explicar a sus compañeros de tripulación por qué había ayudado a los gángsteres.

—¿Quiere esconder su pistola? —preguntó Eddie a Vincini—. Asustará a los pasajeros…

—Que te den por el culo. Vamos.

Eddie se encogió de hombros. Al menos, lo había intentado.

Les guió hasta la cubierta de pasajeros. Muchos conversaban en voz alta, otros reían con cierta nota de histeria y una mujer sollozaba. Todos estaban sentados, y los dos mozos realizaban heroicos esfuerzos para aparentar calma y normalidad.

Eddie recorrió el avión. Vajilla y vasos rotos sembraban el suelo del comedor; de todos modos, no se había derramado mucha comida, porque la comida casi había terminado, y todo el mundo estaba tomando café. La gente se calló cuando reparó en la pistola de Vincini.

—Les pido disculpas, damas y caballeros —iba diciendo el capitán Baker, que caminaba detrás de Vincini—, pero sigan sentados, mantengan la calma y todo terminará en breve plazo.

Hablaba con tal aplomo que hasta Eddie se sintió más aliviado.

Atravesó el compartimento número 3 y entró en el número 4. Ollis Field y Frankie Gordino estaban sentados codo con codo. Ya está, pensó Eddie; voy a dejar en libertad a un criminal. Apartó el pensamiento, señaló a Gordino y dijo:

—Aquí tiene a su hombre.

Ollis Field se puso en pie.

—Soy el agente del FBI Tommy McArdle —dijo—. Frankie Gordino cruzó el Atlántico en un barco que llegó ayer a Nueva York, y ahora está encerrado en la cárcel de Providence, Rhode Island.

—¡Por los clavos de Cristo! —estalló Eddie. Estaba atónito—. ¡Un señuelo! ¡He sufrido tanto por un asqueroso señuelo!

A la postre, no iba a dejar en libertad a un asesino, pero no podía sentirse contento porque temía la reacción de los gangsters. Miró con temor a Vincini.

—Gordino nos importa un rábano —dijo Vincini—. ¿Dónde está el devorador de salchichas?

Eddie le miró, sin habla. ¿No querían a Gordino? ¿Qué significaba eso? ¿Quién era el devorador de salchichas?

La voz de Tom Luther sonó desde el compartimento número 3.

—Está aquí, Vincini. Ya le tengo.

Luther estaba en el umbral, apuntando con una pistola a la cabeza de Carl Hartmann.

Eddie no salía de su asombro. ¿Por qué demonios quería secuestrar a Carl Hartmann la banda de Patriarca?

—¿Por qué les interesa un científico?

—No sólo es un científico —dijo Luther—. Es un físico nuclear.

—¿Son ustedes nazis?

—Oh, no —explicó Vincini—. Sólo hacemos un trabajo para ellos. De hecho, somos demócratas. —Lanzó una ronca carcajada.

—Yo no soy demócrata —replicó con frialdad Luther—. Estoy orgulloso de ser miembro del Deutsch-Amerikaner Bund.

Eddie había oído hablar del Bund; era una supuesta sociedad de amistad germano-norteamericana, pero la habían fundado los nazis.

—Estos hombres son simples mercenarios —prosiguió Luther—. Recibí un mensaje personal del propio Führer, solicitando mi ayuda para capturar a un científico fugado y devolverle a Alemania. —Eddie comprendió que Luther estaba orgulloso de tal honor. Era el acontecimiento más importante de su vida—. Pagué a esta gente para que me ayudara. Ahora, llevaré de vuelta a Alemania al profesor Hartmann, donde el Tercer Reich requiere su presencia.

Eddie miró a Hartmann. El hombre estaba muerto de miedo. Un abrumador sentimiento de culpa embargó a Eddie. Obligarían a Hartmann a regresar a la Alemania nazi, todo por culpa de Eddie.

—Raptaron a mi esposa —le dijo Eddie—. ¿Qué podía hacer?

La expresión de Hartmann se transformó de inmediato.

—Lo comprendo —dijo—. En Alemania estamos acostumbrados a estas cosas. Te obligan a traicionar una lealtad por el bien de otra. Usted no tenía otra alternativa. No se culpe.

Que el hombre aún conservara arrestos para consolarle en un momento como éste dejó estupefacto a Eddie. Miró a Ollis Field.

—¿Por qué trajo un señuelo al clipper? —preguntó—. ¿Quería que la banda de Patriarca secuestrara el avión?

—De ninguna manera —contestó Field—. Nos informaron que la banda quiere matar a Gordino para impedir que cante. Iban a atentar contra su vida en cuanto pusiéramos pie en Estados Unidos. Esparcimos el rumor de que volaba en el clipper, pero le enviamos en barco. En estos momentos, la radio estará transmitiendo la noticia de que Gordino ha ingresado en prisión, y la banda sabrá que fue engañada.

—¿Por qué no protegía a Carl Hartmann?

—No sabíamos que viajaba a bordo… ¡Nadie nos lo dijo!

¿Viajaba Hartmann sin ninguna protección, o contaba con un guardaespaldas desconocido para todo el mundo?, se preguntó Eddie.

El gángster bajito llamado Joe entró en el compartimento con su pistola en la mano derecha y una botella abierta de champán en la izquierda.

—Están pacíficos como corderitos, Vinnie —dijo—. Kid se ha quedado en el comedor, para cubrir la parte delantera del avión desde allí.

—¿Y dónde está el jodido submarino? —preguntó Vincini a Luther.

—Llegará de un momento a otro, estoy seguro —respondió Luther.

¡Un submarino! ¡Luther se había citado con un submarino frente a la costa de Maine! Eddie miró por las ventanas, esperando verlo surgir de las aguas como una ballena de acero, pero sólo divisó olas.

—Bien, ya hemos cumplido nuestra parte —dijo Vincini—. Denos el dinero.

Luther retrocedió hacia su asiento, sin dejar de apuntar a Hartmann, cogió un maletín y lo entregó a Vincini. Éste lo abrió. Estaba repleto de fajos de billetes.

—Cien mil dólares en billetes de veinte —dijo Luther.

—Lo comprobaré —replicó Vincini. Guardó la pistola y se sentó con el maletín sobre las rodillas.

—Tardará años en… —empezó Luther.

—¿Cree que nací ayer? —repuso Vincini, en un tono de infinita paciencia—. Comprobaré dos fajos y después contaré cuántos fajos hay. Ya lo he hecho otras veces.

Todo el mundo miró a Vincini mientras contaba el dinero, la princesa Lavinia, Lulu Bell, Mark Alder, Diana Lovesey, Ollis Field y el presunto Frankie Gordino. Joe reconoció a Lulu Bell.

—Oiga, ¿no sale usted en las películas?

Lulu Bell desvió la vista, sin hacerle caso. Joe bebió directamente de la botella, y después se la ofreció a Diana Lovesey. Ésta palideció y se apartó de él.

—Estoy de acuerdo, no es tan bueno como dicen —comentó Joe, y derramó champagne sobre su vestido a topos crema y rojo.

Diana lanzó un grito de angustia y rechazó las manos del hombre. La tela mojada se pegó a su piel, resaltando la turgencia de sus pechos.

Eddie se sintió consternado. Incidentes como éste podían degenerar en actos violentos.

—¡Basta! —dijo.

Joe no le hizo caso.

—Vaya tetas —dijo, con una sonrisa lasciva. Dejó caer la botella y aferró un pecho de Diana, apretándolo. Ella chilló.

—¡No la toques, mamarracho…! —gritó Mark, forcejeando con el cinturón de seguridad.

El gángster le golpeó en la boca con la pistola, efectuando un movimiento sorprendentemente veloz. Brotó sangre de los labios de Mark.

—¡Vincini, por el amor de Dios, deténgale! —gritó Eddie.

—Joder, si a una tía como ésta no le han tocado aún las tetas a su edad, ya es hora —dijo Vincini.

Joe hundió la cara entre los pechos de Diana, que se debatía en el asiento, intentando soltarse el cinturón.

Mark se desabrochó el cinturón, pero Joe volvió a golpearle antes de que consiguiera ponerse de pie. Esta vez, la culata de su pistola le alcanzó cerca del ojo. Joe utilizó su puño derecho para hundirlo en el estómago de Mark, asestándole otro golpe en la cara con la pistola. La sangre de sus heridas cegó a Mark. Varias mujeres empezaron a chillar.

Eddie ya no pudo soportarlo más. Estaba decidido a evitar el derramamiento de sangre. Cuando Joe iba a golpear a Mark de nuevo, Eddie, jugándose la vida, agarró al gángster por detrás y le retorció los brazos.

Joe se debatió, tratando de apuntar a Eddie, pero éste no aflojó la presa. Joe apretó el gatillo. El estruendo resultó ensordecedor en un espacio tan restringido, pero la bala se estrelló en el suelo.

Ya se había disparado el primer tiro. Eddie se quedó horrorizado, temiendo perder el control de la situación. El baño de sangre parecía inevitable.

Vincini intervino por fin.

—¡Basta, Joe! —aulló.

El hombre se inmovilizó.

Eddie le soltó.

Joe le dirigió una mirada envenenada, pero no dijo nada.

—Ya podemos marcharnos —dijo Vincini—. Tenemos el dinero.

Eddie vislumbró un rayo de esperanza. Si se marchaban ahora, no se derramaría más sangre. Idos, pensó. ¡Por el amor de Dios, idos!

—Llévate a la puta si quieres, Joe —siguió Vincini—. Yo también me la quiero tirar… Me gusta más que la huesuda mujer del mecánico.

Se levantó.

—¡No, no! —chilló Diana.

Joe le desabrochó el cinturón de seguridad y la agarró por el pelo. Diana luchó con él. Mark se puso en pie, intentando secarse la sangre que cegaba sus ojos. Eddie cogió a Mark, conteniéndole.

—¡No sea suicida! —dijo—. Todo saldrá bien, se lo prometo —añadió, bajando la voz.

Deseaba decirle a Mark que un guardacostas de la Marina estadounidense interceptaría a la lancha de la banda antes de que tuvieran tiempo de hacerle algo a Diana, pero tenía miedo de que Vincini le escuchara.

—O vienes con nosotros o le meto una bala a tu amiguito entre ceja y ceja —dijo Vincini a Diana, apuntando a Mark.

Diana se quedó quieta y empezó a llorar.

—Yo iré con ustedes, Vincini —dijo Luther—. Mi submarino no ha conseguido llegar.

—Ya lo sabía —replicó Vincini—. Es imposible acercarse tanto a Estados Unidos.

Vincini no sabía nada acerca de submarinos. Eddie sabía por qué el submarino no había hecho acto de aparición. El comandante había visto el guardacostas de Steve Appleby, patrullando el canal… No debía estar muy lejos, escuchando la radio del guardacostas, confiando en que la lancha se alejaría.

La decisión de Luther de huir con los gángsteres, en lugar de aguardar al submarino, envalentonó a Eddie. La lancha de los gángsteres se dirigía hacia la trampa preparada por Steve Appleby, y si Luther y Hartmann se encontraban a bordo de la lancha, Hartmann se salvaría. Si todo terminaba sin más daños que algunos cortes en la cara de Mark Alder, Eddie se daría por satisfecho.

—Vamos —dijo Vincini—. Primero Luther, después el devorador de salchichas, después Kid, después yo, después el mecánico, al que quiero tener a mi lado hasta que salgamos de este cascarón de nuez, y luego Joe y la rubia. ¡Moveos!

Mark Alder intentó librarse de los brazos de Eddie.

—¿Quieren sujetar a este tío, o prefieren que Joe le mate? —preguntó Vincini a Ollis Field y al otro agente.

Cogieron a Mark y le inmovilizaron.

Eddie siguió a Vincini. Los pasajeros les contemplaron con los ojos abiertos de par en par mientras desfilaban por el compartimento número 3, hasta entrar en el comedor.

Cuando Vincini entró en el compartimento número 2, el señor Membury sacó una pistola y gritó:

—¡Alto! —¡Apuntó directamente a Vincini!—. ¡Todos quietos o mataré a vuestro jefe!

Eddie retrocedió un paso para apartarse de la trayectoria. Vincini palideció.

—Tranquilos, muchachos, que nadie se mueva —dijo. El que llamaban Kid se giró en redondo y disparó dos veces.

Membury se desplomó.

—¡Soplapollas, podría haberme matado! —chilló Vincini al muchacho, enfurecido.

—¿No te has fijado en su acento? —preguntó Kid—. Es inglés.

—¿Y qué cojones quieres decir con eso?

—He visto todas las películas que se han rodado, y un inglés nunca alcanza a nadie cuando dispara.

Eddie se arrodilló junto a Membury. Las balas habían entrado en su pecho. La sangre era del mismo color que el chaleco.

—¿Quién es usted? —preguntó Eddie.

—Rama Especial de Scotland Yard —musitó Membury—. Con la misión de proteger a Hartmann. —De modo que el científico no carecía de guardaespaldas, pensó Eddie—. Menudo fracaso —masculló Membury. Cerró los ojos y dejó de respirar.

Eddie maldijo por lo bajo. Se había jurado sacar a los gángsteres del avión sin que nadie muriera, y había estado muy cerca de conseguirlo. Ahora, este valiente policía había muerto.

—Qué innecesario —dijo Eddie en voz alta.

—¿Por qué estaba tan seguro de que nadie necesita ser un héroe? —oyó decir a Vincini. Levantó la vista. Vincini le miraba con suspicacia y hostilidad. Hostia puta, creo que le encantaría matarme, pensó Eddie—. ¿Sabes algo que nosotros no sepamos? —prosiguió Vincini.

Eddie no respondió, pero en aquel momento bajó corriendo por la escalera el marinero de la lancha, entrando en el compartimento.

—Oye, Vincini, acabo de enterarme por Willard…

—¡Le dije que sólo utilizara la radio en caso de emergencia!

—Es que se trata de una emergencia… Un barco de la Marina está patrullando la orilla, como si buscara a alguien.

El corazón de Eddie cesó de latir. No había pensado en esta posibilidad. La banda había dejado un centinela en la orilla, con una radio de onda corta para comunicarse con la lancha. Ahora, Vincini había descubierto la trampa.

Todo había terminado. Eddie había fracasado.

—Me has engañado —dijo Vincini a Eddie—. Bastardo, te voy a matar.

Eddie miró al capitán Baker y leyó comprensión y sorprendido respeto en su rostro.

Vincini apuntó con su pistola a Eddie.

He hecho cuanto he podido, y todo el mundo lo sabe, pensó Eddie. Ya no me importa morir.

—¡Presta atención, Vincini! —exclamó Luther—. ¿No has oído nada?

Todos guardaron silencio. Eddie oyó el sonido de otro avión.

Luther miró por la ventana.

—¡Un hidroavión va a descender!

Vincini bajó la pistola. Las rodillas de Eddie flaquearon.

Vincini miró hacia afuera, y Eddie siguió la dirección de su mirada. Vio el Grumman Goose que estaba amarrado en Shediac. Mientras lo observaba, se posó sobre una ola, inmovilizándose.

—¿Y qué? —dijo Vincini—. Si se cruzan en nuestro camino, les liquidaremos.

—¿Es que no lo entiendes? —insistió Luther, nervioso—. ¡Es nuestra vía de escape! ¡Sobrevolaremos el maldito guardacostas y escaparemos!

Vincini asintió lentamente.

—Bien pensado. Eso es lo que haremos.

Eddie comprendió que iban a huir. Había salvado su vida, pero había fracasado.