Nancy Lenehan estaba sentada en el malecón, en el extremo que limitaba con la orilla, frente a la terminal aérea. El edificio recordaba una casa de la playa, con macetas de flores en las ventanas y toldos sobre éstas. Sin embargo, una antena de radio que se alzaba detrás de la casa y una torre de observación que sobresalía del tejado revelaban su auténtico cometido.
Mervyn Lovesey estaba sentado a su lado, en otra tumbona de lona a rayas. El agua lamía el malecón, provocando un sonido calmante, y Nancy cerró los ojos. No había dormido mucho. Una leve sonrisa se insinuó en las comisuras de su boca, al recordar cómo se habían comportado Mervyn y ella por la noche. Se alegró de no haber llegado hasta el final con él. Demasiado rápido. Ahora, ya tenía algo en qué pensar.
Shediac era un pueblo pesquero y un lugar de veraneo. Al oeste del malecón se abría una bahía iluminada por el sol, en la que flotaban varios langosteros, algunos yates y dos aviones, el clipper y un pequeño hidroavión. Al este había una amplia playa arenosa que parecía extenderse a lo largo de varios kilómetros, y casi todos los pasajeros del clipper estaban sentados entre las dunas o paseaban por la orilla.
La paz se vio alterada por dos coches de la policía que irrumpieron en el malecón con aparatosos chirridos de neumáticos, vomitando siete u ocho policías. Entraron a toda prisa en el edificio.
—Da la impresión de que vienen a detener a alguien —murmuró Nancy a Mervyn.
—Me preguntó a quién —dijo él, asintiendo con la cabeza.
—¿A Frankie Gordino, quizá?
—No pueden… Ya está detenido.
Salieron del edificio pocos momentos después. Tres subieron a bordo del clipper, dos se encaminaron a la playa y dos siguieron la carretera, como si buscaran a alguien.
—¿A quién persigue la policía? —preguntó Nancy, cuando se acercó un tripulante del clipper.
El hombre vaciló como si no supiera si debía revelar algo; después, se encogió de hombros.
—El tipo se hace llamar Harry Vandenpost, pero no es su nombre verdadero.
Nancy frunció el ceño.
—Es el chico que se sienta con la familia Oxenford. Tenía la impresión de que Margaret Oxenford estaba perdiendo la cabeza por él.
—Sí —corroboró Mervyn—. ¿Ha bajado del avión? No le he visto.
—No estoy segura.
—Me pareció un vivales.
—¿De veras? —Nancy le había tomado por un joven de buena familia—. Tiene buenos modales.
—Exactamente.
Nancy insinuó una sonrisa; era muy típico de Mervyn detestar a los hombres educados.
—Creo que Margaret estaba muy interesada en él. Confío en que no sufra.
—Los padres se sentirán tranquilizados, supongo.
Sólo que a Nancy no le agradaban los padres de Margaret. Mervyn y ella habían presenciado el desagradable comportamiento de lord Oxenford en el comedor del clipper. Personas como él se merecían todo cuanto les pasaba. Sin embargo, en el caso de que Margaret se hubiera prendado de un personaje impresentable, Nancy sentiría pena por ella.
—No soy lo que suele llamarse un tipo impulsivo —dijo Mervyn.
Nancy se puso en guardia.
—Sólo hace unas horas que te conocí —prosiguió él—, pero estoy completamente seguro de que deseo conocerte hasta el fin de mis días.
¡No puedes estar seguro, idiota!, pensó Nancy, pero no por ello dejaba de estar satisfecha. No dijo nada.
—He estado pensando que, al llegar a Nueva York, tú te quedarías y yo volvería a Manchester, pero no quiero hacerlo.
Nancy sonrió. Eran las palabras que quería escuchar. Le acarició la mano.
—Estoy muy contenta —dijo.
—¿De veras? —Mervyn se inclinó hacia adelante—. El problema es que pronto resultará casi imposible cruzar el Atlántico, a excepción de los buques militares.
Nancy asintió con la cabeza. Ella también había meditado sobre el problema, aunque no en profundidad, pero estaba segura de que encontrarían una solución si se empeñaban.
—Si nos separamos ahora —continuó Mervyn—, puede que pasen años, literalmente, antes de que nos veamos de nuevo. No puedo aceptarlo.
—Estoy de acuerdo contigo.
—¿Volverás a Inglaterra conmigo? —preguntó Mervyn. La sonrisa de Nancy se esfumó de su boca.
—¿Qué?
—Regresa conmigo. Múdate a un hotel, si quieres, compra una casa, un piso…, lo que sea.
Una enorme irritación se apoderó de Nancy. Apretó los dientes e intentó mantener la calma.
—Has perdido el juicio —dijo con desdén. Apartó la vista. Una amarga decepción la embargaba.
Mervyn pareció herido y desconcertado por su reacción.
—¿Qué pasa?
—Tengo una casa, dos hijos y un negocio de muchos millones. ¿Te atreves a pedirme que me vaya a vivir a un hotel de Manchester?
—¡Si no quieres, no! —exclamó Mervyn, indignado—. Vive conmigo, si así lo deseas.
—Soy una viuda respetable, con una buena posición social… ¡No pienso vivir como una mantenida!
—Escucha, creo que nos casaremos. Estoy seguro, pero no espero que lo aceptes al cabo de tan pocas horas de conocernos, ¿verdad?
—Ésa no es la cuestión, Mervyn —dijo Nancy, aunque en cierto modo sí lo era—. Me importan un bledo los arreglos que tengas en mente, pero me molesta tu presunción de que voy a dejarlo todo para seguirte a Inglaterra.
—¿Y cómo estaremos juntos?
—¿Por qué no me has hecho esa pregunta, en lugar de empezar por la respuesta?
—Porque sólo hay una respuesta.
—Hay tres: puedo trasladarme a Inglaterra, tú puedes trasladarte a Estados Unidos, o podemos trasladarnos los dos a otro lugar, por ejemplo, las Bermudas.
Mervyn estaba perplejo.
—Pero mi país está en guerra. He de unirme al combate. Puede que sea demasiado mayor para el servicio activo, pero la Fuerza Aérea necesita hélices a miles, y yo sé más sobre fabricar hélices que cualquier otro de mis compatriotas. Me necesitan.
Todo lo que Mervyn decía sólo servía para empeorar la situación.
—¿Y por qué das por sentado que mi país no me necesita? Yo fabrico botas para los soldados, y cuando Estados Unidos intervenga en esta guerra, habrá muchos más soldados que necesiten buenas botas.
—Pero yo tengo un negocio en Manchester.
—Y yo tengo un negocio en Boston…, mucho más importante, a propósito.
—¡No es lo mismo para una mujer!
—¡Claro que es lo mismo, idiota!
Se arrepintió al instante de haberle insultado. Una expresión de furia apareció en el rostro de Mervyn: le había ofendido mortalmente. Mervyn se levantó de la tumbona. Nancy quiso decir algo para impedir que se marchara, pero las palabras precisas no acudieron a su mente, y Mervyn ya se había ido al cabo de un momento.
—Maldita sea —masculló Nancy.
Esta furiosa con él y furiosa con ella misma. No quería ahuyentarle; ¡le gustaba! Había aprendido muchos años antes que los enfrentamientos directos no eran la mejor manera de tratar con los hombres; aceptaban ser agredidos por otro miembro de su sexo, pero no por una mujer. Siempre había suavizado su espíritu combativo cuando se trataba de negocios. Conseguía lo que deseaba manipulando a la gente, con palabras medidas, sin peleas. Había olvidado por un momento todo eso y peleado con el hombre más atractivo que había conocido en diez años.
Qué idiota soy, pensó. Sé que es orgulloso, y además me gusta que lo sea, es una faceta más de su energía. Es duro, pero no ha reprimido todas sus emociones, como la mayoría de los hombres duros. Acuérdate de cómo siguió al pendón de su mujer por medio mundo. Acuérdate de cómo defendió a los judíos cuando lord Oxenford perdió los papeles en el comedor. Recuerda cómo te besó…
Lo más irónico es que se sentía muy dispuesta a plantearse un cambio en su vida.
Lo que Danny Riley le había contado sobre su padre había arrojado nueva luz sobre toda la historia. Siempre había pensado que Peter y ella discutían porque la consideraba más inteligente que él. Sin embargo, ese tipo de rivalidad solía desaparecer en la adolescencia. Sus propios hijos, que se habían peleado como gato y perro durante casi veinte años, eran ahora los mejores amigos del mundo y se profesaban una lealtad a toda prueba. Por el contrario, la hostilidad entre Peter y ella se había mantenida viva hasta la madurez, y ahora comprendía que el responsable era papá.
Papá había dicho a Nancy que iba a ser su sucesora, y que Peter trabajaría bajo sus órdenes, al tiempo que aseguraba a Peter lo contrario. Por lo tanto, ambos habían creído que iban a dirigir la empresa. Sin embargo, todo se remontaba a mucho tiempo atrás. Papá siempre se negó a marcar normas precisas o a definir las áreas de responsabilidad. Compraba juguetes para que ambos los compartieran, y luego se negaba a solventar las inevitables disputas. Cuando tuvieron edad de conducir, compró un coche para que ambos lo disfrutaran: habían peleado por ese motivo durante años.
La estrategia de papá había sido positiva para Nancy; se había convertido en una mujer inteligente y de voluntad férrea. Por el contrario, Peter había terminado débil, pusilánime y rencoroso. Ahora, el más fuerte de los dos iba a tomar el control de la empresa, de acuerdo con el plan de papá.
Y eso era lo que molestaba a Nancy: todo de acuerdo con el plan de papá. Saber que todo cuanto hacía había sido previsto por otra persona aguaba el sabor de la victoria. Toda su vida le parecía ahora un deber escolar preparado por su padre. Había logrado matrícula de honor, pero cuarenta años era una edad excesiva para estar en el colegio. Albergaba un violento deseo de fijar ella misma sus propias metas, y también de vivir su vida.
De hecho, se hallaba en el momento idóneo para discutir sin prejuicios con Mervyn acerca de su futuro común, pero él la había ofendido al suponer que lo dejaría todo y le seguiría al otro extremo del mundo; en lugar de hablar con él, le había gritado.
No esperaba que se pusiera de rodillas y le propusiera matrimonio, claro, pero…
En el fondo de su corazón, creía que debería haberle propuesto matrimonio. Al fin y al cabo, ella no era una bohemia; era una mujer norteamericana, procedente de una familia católica, y si un hombre quería relacionarse con ella, sólo había una forma legítima de hacerlo, y se llamaba matrimonio. Si era incapaz de pedírselo, tampoco debía pedirle otra cosa.
Suspiró. Todo era muy indignante, pero ella le había ahuyentado. Quizá el enfado no fuera permanente. Lo deseaba con todo su corazón. Ahora que corría el peligro de perder a Mervyn, se daba cuenta de lo mucho que le deseaba.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de otro hombre al que en una ocasión había ahuyentado: Nat Ridgeway.
Se quedó de pie frente a ella, se quitó el sombrero y dijo:
—Por lo visto, me has derrotado… de nuevo.
Ella le miró con atención durante un momento. Nunca podría haber fundado y levantado una empresa como papá lo había hecho: carecía del empuje y la visión. Sin embargo, dirigía con suma habilidad una gran organización: era inteligente, trabajador y duro.
—Si te sirve de consuelo, Nat —dijo Nancy—, sé que cometí una equivocación hace cinco años.
—¿Una equivocación comercial, o personal? —preguntó él; el tono de su voz traicionó cierto resentimiento agazapado.
—Comercial —replicó ella. La despedida de Nat había finalizado un romance que acababa de empezar, pero no quería hablar del tema—. Te felicito por tu matrimonio. He visto una foto de tu mujer. Es muy bonita.
Falso: era atractiva, como máximo.
—Gracias, pero volviendo a los negocios, me ha sorprendido que hayas acudido al chantaje para lograr tus propósitos.
—No se trata de una fiesta, sino de una fusión. Me lo dijiste ayer.
—Touché. —Nat vaciló—. ¿Puedo sentarme?
Su formalidad la impacientó.
—Coño, claro. Trabajamos juntos durante años, y salimos unas semanas. No tienes que pedirme permiso para sentarte, Nat.
—Gracias —sonrió el hombre. Giró la tumbona de Mervyn para poder mirarla—. Intenté apoderarme de «Black’s» sin tu ayuda. Fue una tontería, y fracasé. Debería haberlo pensado dos veces.
—No hay duda. —Consideró la respuesta algo hostil—. Ni tampoco rencor.
—Me alegro de que digas eso… porque aún quiero comprar tu empresa.
Nancy se quedó estupefacta. Había corrido el peligro de subestimarle. ¡No bajes la guardia!, se dijo.
—¿Qué tienes en mente?
—Voy a intentarlo otra vez. Haré una oferta mejor la próxima vez, por supuesto. Pero lo más importante es que quiero tu apoyo…, antes y después de la fusión. Quiero hacer un trato contigo, para que te conviertas después en directora de «General Textiles» y firmes un contrato por cinco años.
Nancy no se esperaba eso, y tampoco sabía qué pensar. Hizo una pregunta para ganar tiempo.
—¿Un contrato? ¿Para hacer qué?
—Para dirigir «Black’s Boots» como división de «General Textiles».
—Perdería mi independencia. Sería una empleada.
—Dependiendo de cómo se estructurase el acuerdo, podrías ser accionista. Y mientras obtengas beneficios, gozarás de toda la independencia que quieras… No me entrometo en las divisiones rentables, pero si pierdes dinero, entonces sí, perderás tu independencia. Despido a los perdedores. —Meneó la cabeza—. Pero tú no fracasarás.
La primera idea de Nancy fue rechazar la oferta. Por más que le dorase la píldora, lo que él quería era arrebatarle la empresa. Sin embargo, comprendió que la negativa instantánea era lo que papá habría deseado, y había decidido dejar de vivir conforme al programa de papá. De todos modos, tenía que contestar algo, pero con evasivas.
—Tal vez me interese.
—Con esto me basta. —Nat se levantó—. Piensa en ello y medita sobre el tipo de acuerdo que te resultará menos violento. No te ofrezco un cheque en blanco, pero quiero que comprendas que haré lo posible por complacerte.
No dejaba de ser, en cierta forma, divertido, pensó Nancy. La técnica de Nat era persuasiva. Había aprendido mucho sobre el arte de negociar en los últimos años. Nat desvió la vista hacia el malecón.
—Creo que tu hermano quiere hablar contigo —dijo.
Nancy se volvió y vio que Peter se acercaba. Nat se caló el sombreo y se marchó. Parecía un movimiento de pinza. Nancy contempló con rencor a Peter. La había engañado y traicionado, y no tenía ganas de hablar con él. Habría preferido reflexionar sobre la sorprendente oferta de Nat Ridgeway, ver si encajaba en las nuevas perspectivas de su vida, pero Peter no le dio tiempo. Se plantó frente a ella, ladeó la cabeza de una forma que le recordó a Nancy cuando era niño, y dijo:
—¿Podemos hablar?
—Lo dudo.
—Quiero disculparme.
—Te arrepientes de tu traición, ahora que has fracasado.
—Me gustaría hacer las paces.
Hoy, todo el mundo quiere hacer tratos conmigo, pensó con sarcasmo.
—¿Cómo piensas reparar lo que me has hecho?
—No podré —contestó de inmediato—. Nunca. —Se dejó caer en la tumbona que había ocupado Nat—. Cuando leí tu informe, me sentí como un idiota. Decías que yo no podía dirigir el negocio, que no era como mi padre, que mi hermana lo hacía mejor que yo, y me sentí muy avergonzado, porque en el fondo de mi corazón sabía que era verdad.
«Bueno, es un progreso», pensó ella.
—Me enfurecí, Nan, ésa es la pura verdad.
De niños, se llamaban Nan y Peter, y la utilización de aquel diminutivo de la infancia le puso un nudo en la garganta.
—Tengo la impresión de que no sabía lo que hacía —siguió Peter.
Nancy meneó la cabeza. Era la típica excusa de su hermano.
—Sabías muy bien lo que hacías —respondió, con más tristeza que irritación.
Un grupo de personas se detuvo ante la puerta del edificio de la compañía aérea, hablando en voz alta. Peter les dirigió una mirada colérica.
—¿Quieres venir a dar un paseo conmigo por la playa? —preguntó.
Nancy suspiró. Al fin y al cabo, era su hermano pequeño. Se levantó.
Él le dedicó una sonrisa radiante.
Caminaron hacia el extremo del malecón que limitaba con la parte de tierra, cruzaron la vía del tren y bajaron hacia la playa. Nancy se quitó los zapatos de tacón alto y caminó sobre la arena en medias. La brisa agitó el pelo rubio de Peter y Nancy observó, sorprendida, que comenzaba a ralear en las sienes. Se preguntó por qué no se había dado cuenta antes, y comprendió que se peinaba de forma que no se notara. Se sintió vieja.
No había nadie cerca, pero Peter siguió en silencio durante un rato, hasta que Nancy habló por fin.
—Danny Riley me dijo algo muy extraño. Según él, papá planeó todo para que tú y yo nos peleáramos.
Peter frunció el ceño.
—¿Por qué iba a hacerlo?
—Para endurecernos.
Peter lanzó una áspera carcajada.
—¿Lo crees?
—Sí.
—Supongo que yo también.
—He decidido que no viviré el resto de mis días obedeciendo al capricho de papá.
Peter asintió con la cabeza.
—¿Qué significa eso? —preguntó.
—Aún no lo sé. Tal vez acepte la oferta de Nat y fusione nuestra empresa con la suya.
—Ya no es «nuestra» empresa, Nan. Es tuya.
Ella le miró con atención. ¿Era sincero? Se creyó mezquina por mostrarse tan suspicaz. Decidió concederle el beneficio de la duda.
—He comprendido que no sirvo para los negocios —prosiguió Peter con aparente sinceridad—. Voy a dejarlo en manos de gente capacitada como tú.
—¿Y qué vas a hacer?
—Tal vez compre esa casa. —Pasaban frente a una atractiva casita pintada de blanco, con postigos verdes—. Tendré mucho tiempo libre para ir de vacaciones.
Nancy experimentó cierta compasión por él.
—Es una casa bonita —dijo—. ¿Está en venta?
—Hay un cartel al otro lado. Estuve antes fisgoneando. Ven a ver.
Rodearon la casa. La puerta y los postigos estaban cerrados, y no pudieron ver las habitaciones, pero su aspecto era espléndido desde fuera. Tenía una amplia terraza con una hamaca, una pista de tenis en el jardín y un pequeño edificio sin ventanas al otro lado. Nancy supuso que en él guardaban la barca.
—Podrías comprarte una barca —dijo. A Peter siempre le había gustado navegar.
Una puerta lateral del cobertizo estaba abierta. Peter entró. Nancy le oyó exclamar:
—¡Santo Dios!
Nancy cruzó el umbral y escudriñó la oscuridad.
—¿Qué pasa? —preguntó, nerviosa—. Peter, ¿estás bien?
Peter apareció por detrás y le agarró el brazo. Una repulsiva sonrisa de triunfo se dibujó por una fracción de segundo en su cara, y Nancy supo que había cometido una terrible equivocación. Él le retorció el brazo con violencia, obligándola a adentrarse en el cobertizo. Tropezó, gritó, dejó caer los zapatos y el bolso, y se derrumbó sobre el polvoriento suelo.
—¡Peter! —gritó furiosa. Escuchó tres rápidos pasos, el ruido de la puerta al cerrarse, y se hizo la oscuridad más absoluta—. ¿Peter? —gritó, asustada. Se puso en pie. La puerta recibió un golpe, como si la estuvieran atrancando—. ¡Peter! —chilló—. ¡Di algo!
No hubo respuesta.
Un terror histérico estranguló su garganta y quiso gritar de miedo. Se llevó la mano a la boca y se mordió el nudillo del pulgar. Al cabo de unos instantes, el pánico empezó a desaparecer.
De pie en la oscuridad, ciega y desorientada, comprendió que Peter lo había planeado todo desde el principio: había descubierto la casa vacía, con su providencial cobertizo para la barca, la había atraído con engaños hacia ella, encerrándola en el interior, a fin de que perdiera el avión y no llegara a tiempo de votar en la junta de accionistas. Su arrepentimiento, sus disculpas, su decisión de abandonar los negocios, su dolorosa sinceridad, todo había sido falso de principio a fin. Había evocado cínicamente su niñez para ablandarla. Nancy había confiado en él una vez más; él la había traicionado una vez más. Era más que suficiente para provocar su llanto.
Se mordió el labio y consideró la situación. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra distinguió una línea de luz por debajo de la puerta. Se acercó, extendiendo las manos hacia adelante. Llegó a la puerta, palpó la pared a ambos lados y encontró un interruptor. Lo conectó y la luz iluminó el cobertizo. Asió el tirador e intentó abrirla, sin la menor esperanza. Ni siquiera se movió: Peter la había atrancado bien. Aplicó el hombro a la hoja y empujó con todas sus fuerzas, pero la puerta resistió.
Los codos y las rodillas le dolían a causa de la caída, y se había roto las medias.
—Cerdo —masculló al ausente Peter.
Se puso los zapatos, recogió el bolso y miró a su alrededor. Un gran velero acomodado sobre una plataforma provista de ruedas ocupaba casi todo el espacio. El mástil estaba sujeto a un gancho del techo, y las velas se veían dobladas pulcramente sobre la cubierta. Había una amplia puerta en la parte delantera del cobertizo. Nancy la examinó y descubrió, como sospechaba, que estaba bien cerrada.
La casa se hallaba algo apartada de la playa, pero cabía la posibilidad de que los pasajeros del clipper, u otra persona, pasaran por delante. Nancy respiró hondo y gritó con toda la potencia de su voz «¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO!». Decidió pedir auxilio a intervalos de un minuto, para no enronquecer.
Tanto la puerta principal como la lateral eran sólidas y estaban bien encajadas en el marco, pero tal vez pudiera forzarlas con una palanca o algo por el estilo. Paseó la vista en torno suyo. El propietario era un hombre ordenado: no guardaba útiles de jardinería en el cobertizo de la barca. No había palas ni rastrillos.
Volvió a pedir auxilio, y después trepó a la cubierta del velero, buscando alguna herramienta. Localizó varios armarios, todos cerrados con llave por el celoso propietario. Escrutó el cobertizo desde la cubierta, pero no descubrió nada nuevo.
—;Mierda, mierda, mierda! —exclamó.
Se sentó en el puente y meditó, desalentada. Hacía mucho frío en el cobertizo, y se alegró de llevar la chaqueta de cachemira. Continuó pidiendo ayuda cada minuto, pero, a medida que transcurría el tiempo, sus esperanzas disminuían. Los pasajeros ya estarían a bordo del clipper. El aparato no tardaría en despegar, abandonándola a su suerte.
Se sorprendió al comprender que perder la empresa era la última de sus preocupaciones. ¿Y si nadie se acercaba al cobertizo en una semana? Podía morir aquí. El pánico se apoderó de ella y empezó a chillar sin cesar. Captó una nota de histeria en su voz, lo cual la asustó todavía más.
Se cansó al cabo de un rato, y el agotamiento la serenó. Peter era malvado, pero no un criminal; no dejaría que muriera. Lo más probable era que telefoneara anónimamente al departamento de policía de Shediac para que la liberaran. Pero no hasta después de la junta de accionistas, por supuesto. Nancy se dijo que estaba a salvo, pero su inquietud era extrema. ¿Y si Peter era peor de lo que pensaba? ¿Y si se olvidaba? ¿Qué ocurriría si caía enfermo o sufría un accidente? ¿Quién la salvaría, en ese caso?
Oyó el rugido de los potentes motores del clipper atronando la bahía. El pánico dejó paso a una desesperación total. La habían traicionado y derrotado, y también había perdido a Mervyn, que ahora se encontraría a bordo del avión, esperando el momento del despegue. Tal vez se preguntara, distraído, qué le había pasado, pero como la última palabra que Nancy le había dirigido era «idiota», se imaginaría que había terminado con él.
Se había comportado de forma arrogante al dar por sentado que le seguiría a Inglaterra, pero, siendo realista, cualquier hombre supondría lo mismo, y ella se lo había tomado a la tremenda. Se habían separado con malos modos y nunca volvería a verle. Y la muerte la rondaba.
El ruido de los lejanos motores aumentó de intensidad. El clipper estaba despegando. El estruendo persistió durante uno o dos minutos, y después empezó a disminuir cuando, pensó Nancy, el avión ganó altura. Ya está, concluyó: he perdido mi negocio y he perdido a Mervyn, y es probable que muera de hambre en este cobertizo. No, no moriría de hambre, sino de sed, sometida a una espantosa agonía…
Notó que una lágrima se deslizaba por su mejilla y la secó con el puño de la chaqueta. Tenía que serenarse. Ha de existir una forma de salir de aquí. Se preguntó si podría utilizar el mástil a modo de ariete. Subió al barco. No, el mástil era demasiado pesado para que una sola persona lo manejara. ¿Podría practicar un agujero en la puerta? Recordó historias acerca de prisioneros encerrados en mazmorras medievales que arañaban las piedras con sus uñas año tras año, en un vano intento de escapar. A ella no le quedaban años, y necesitaba algo más fuerte que las uñas. Rebuscó en su bolso. Tenía un pequeño peine de marfil, una barra de carmín rojo brillante casi gastada, una polvera barata que los chicos le habían regalado cuando cumplió treinta años, un pañuelo bordado, el talonario, un billete de cinco libras, varios de cincuenta dólares y una pluma de oro: nada útil. Pensó en sus ropas. Llevaba un cinturón de piel de cocodrilo con una hebilla chapada en oro. La punta de la hebilla quizá sirviera para rascar la madera que rodeaba la cerradura. Sería un trabajo largo, pero tenía todo el tiempo del mundo.
Bajó del barco y localizó la cerradura de la gran puerta principal. La madera era sólida, pero tal vez no sería preciso practicar un agujero de parte a parte; cabía la posibilidad de que se partiera si hacía una hendidura bastante profunda. Volvió a gritar pidiendo ayuda. Nadie respondió.
Se quitó el cinturón. Como la falda no iba a sostenerse, se la quitó, la dobló y la dejó sobre la regala del velero. Aunque nadie podía verla, se alegraba de llevar unas bonitas bragas adornadas con encaje y unas ligas a juego.
Practicó una marca cuadrada alrededor de la cerradura, y después empezó a ahondarla. El metal de la hebilla no era muy fuerte, y la punta se dobló al cabo de un rato. No obstante, prosiguió su tarea, parando a cada minuto, más o menos, para gritar. Poco a poco, la marca se transformó en una hendidura. El suelo quedó sembrado de astillas.
La madera de la puerta era suave, quizá a causa de la humedad. Aumentó el ritmo y pensó que no tardaría en poder salir.
Cuando más esperanzada se sentía, la punta se rompió.
La recogió del suelo e intentó continuar, pero la punta separada de la hebilla resultaba difícil de manejar. Si hacía el agujero más profundo resbalaría de sus dedos, y si raspaba con suavidad la hendidura no prosperaría. Después de que se le cayera cinco o seis veces, derramó lágrimas de rabia y golpeó inútilmente la puerta con los puños.
—¿Quién está ahí? —gritó una voz.
Nancy calló y dejó de golpear la puerta. ¿Había oído bien?
—¡Hola! ¡Socorro! —chilló.
—Nancy, ¿eres tú?
Su corazón dio un vuelco. La voz tenía acento inglés, y ella la reconoció.
—¡Mervyn! ¡Gracias a Dios!
—Te estaba buscando. ¿Qué demonios te ha pasado?
—Déjame salir, ¿quieres?
La puerta se sacudió.
—Está cerrada.
—Ve por el lado.
—Enseguida.
Nancy cruzó el cobertizo y se acercó a la puerta lateral.
—Está atrancada —oyó que decía Mervyn—. Espera un momento.
Se dio cuenta de que iba en medias y bragas, y cubrió su desnudez con la chaqueta. La puerta se abrió al cabo de un momento, y Nancy se lanzó a los brazos de Mervyn.
—¡Pensé que iba a morir aquí! —exclamó, y se puso a llorar sin poder evitarlo.
Él la abrazó y le acarició el pelo.
—Ya pasó, ya pasó.
—Peter me encerró —sollozó.
—Imaginé que había hecho una de las suyas. Ese hermano tuyo es un auténtico hijo de puta, si quieres que te dé mi opinión.
A Nancy le traía sin cuidado Peter, porque estaba muy dichosa de ver a Mervyn. Le miró a los ojos a través de un velo de lágrimas y le besó toda la cara: los ojos, las mejillas, la nariz y, por fin, los labios. De repente, experimentó una brutal excitación. Abrió la boca y le besó con pasión. Él la rodeó con sus brazos y la apretó contra sí. Nancy se restregó contra él, hambrienta del contacto de su cuerpo. Mervyn deslizó la mano por debajo de la chaqueta, recorrió su espalda y se detuvo, sorprendido, al palpar las bragas. Retrocedió y la contempló. La chaqueta se había abierto.
—¿Qué le ha pasado a tu falda?
Nancy rió.
—Intenté perforar la puerta con la punta de la hebilla del cinturón, y mi falda no se sostenía sin el cinturón, de modo que me la quité…
—Qué agradable sorpresa —dijo Mervyn con voz ronca. Le acarició el culo y los muslos desnudos. Nancy notó el pene erecto contra su estómago. Bajó la mano y lo acarició.
Un furioso deseo se apoderó de ambos en un instante. Ella deseaba hacer el amor de inmediato, y sabía que Mervyn sentía lo mismo. Éste se apoderó de sus pequeños pechos y Nancy jadeó. Desabrochó los botones de su bragueta e introdujo la mano. Todo el rato, en el fondo de su mente, pensaba: «Podía haber muerto, podía haber muerto», y la idea azuzaba sus desesperadas ansias de satisfacción. Encontró el pene, cerró la mano sobre él y lo sacó. Ambos jadeaban como corredores de fondo. Nancy dio un paso atrás y contempló la gran verga, presa de su pequeña mano blanca. Obedeciendo a un impulso irresistible, se inclinó y la introdujo en su boca.
Tuvo la sensación de que la llenaba por completo. Captó un olor semejante al del musgo y notó en la boca un sabor salado. Gruñó de éxtasis; había olvidado cuánto le gustaba hacer esto. Hubiera continuado chupándola horas y horas, pero Mervyn levantó la cabeza y gimió:
—Basta, antes de que estalle.
Se arrodilló frente a ella y le bajó poco a poco las bragas. Nancy se sintió avergonzada y enardecida al mismo tiempo. Mervyn le besó el vello púbico. Le bajó las bragas hasta los tobillos y Nancy acabó de quitárselas.
Mervyn se irguió y la abrazó de nuevo, y su mano se cerró por fin sobre el sexo de Nancy. Un instante después, Nancy notó que un dedo la penetraba con suma facilidad. No cesaban de besarse, lenguas y labios trabados en una frenética lucha, y sólo paraban para recuperar el aliento. Pasado un rato, Nancy se apartó y miró a su alrededor.
—¿Dónde? —preguntó.
—Pásame los brazos alrededor del cuello.
Ella obedeció. Mervyn colocó las manos debajo de sus muslos y la alzó del suelo sin el menor esfuerzo. La chaqueta de Nancy colgaba detrás de ella. Mientras Mervyn la bajaba, Nancy guió su pene hasta sus entrañas, y luego pasó las piernas alrededor de su cintura.
Se quedaron inmóviles un instante, y Nancy saboreó la sensación ausente durante tanto tiempo, la confortadora sensación de total intimidad resultante de tener a un hombre dentro de ella y fundir los dos cuerpos en uno. Era la mejor sensación del mundo, y pensó que debía estar loca por haberla relegado al olvido durante diez años.
Después, Nancy empezó a moverse, apretándose contra él y luego apartándose. Oía que Mervyn emitía sonidos guturales: pensar en el placer que le estaba proporcionando todavía la enardeció más. No sentía la menor vergüenza por estar haciendo el amor en esta postura extravagante con un hombre al que apenas conocía. Al principio, se preguntó si podría sostener su peso, pero ella era menuda y él muy grande. Mervyn aferró las nalgas de Nancy y comenzó a moverla, arriba y abajo. Nancy cerró los ojos y saboreó la sensación del pene entrando y saliendo de su interior, y del clítoris apretado contra el vientre de su amante. Se olvidó de preocuparse por su fuerza y se concentró en las sensaciones que estremecían su entrepierna.
Abrió los ojos al cabo de un rato y le miró. Deseaba decirle que le quería, pero algún centinela de su sentido común le advirtió que todavía no. En cualquier caso, así lo sentía.
—Te tengo mucho cariño —susurró.
Su mirada reveló a Nancy que él la había entendido. Mervyn murmuró su nombre y empezó a moverse con más rapidez.
Nancy volvió a cerrar los ojos y sólo pensó en las oleadas de placer que brotaban del lugar donde sus cuerpos se unían. Oyó su propia voz, como desde una gran distancia, lanzando grititos de placer cada vez que él la excavaba. Respiraba con fuerza, pero sostenía su peso sin la menor señal de cansancio. Nancy notó que él se contenía, esperándola. Pensó en la presión que se concentraba en el interior de Mervyn cada vez que ella subía y bajaba las caderas, y esa imagen la arrastró al orgasmo. Todo su cuerpo se estremeció de placer. Gritó. Nancy notó que llegaba el momento de Mervyn y le cabalgó como a un caballo salvaje hasta que ambos alcanzaron el clímax. El placer se serenó por fin, Mervyn se quedó quieto y ella se derrumbó sobre su pecho.
—Caramba —dijo él, abrazándola con fuerza—, ¿siempre te lo tomas así?
Nancy soltó una carcajada, sin aliento. Le gustaban los hombres que la hacían reír.
Por fin, Mervyn la depositó en el suelo. Ella se quedó en pie, temblorosa, apoyándose en él, durante unos minutos. Después, de mala gana, se vistió.
Se sonrieron durante mucho rato sin hablar. Después, salieron a la pálida luz del sol y caminaron lentamente por la playa en dirección al malecón.
Nancy iba preguntándose si tal vez sería su destino vivir en Inglaterra y casarse con Mervyn. Había perdido la batalla por el control de la empresa. Ya no llegaría a tiempo de participar en la Junta de accionistas. Peter ganaría la votación, derrotando a Danny Riley y a tía Tilly, y se llevaría el gato al agua. Pensó en sus hijos: ya eran independientes, no era preciso que viviera en función de sus necesidades. Además, había descubierto que Mervyn era el amante perfecto que ella necesitaba. Aún se sentía aturdida y un poco débil después del coito. ¿Y qué voy a hacer en Inglaterra?, pensó. No puedo ser un ama de casa.
Llegaron al malecón y contemplaron la bahía. Nancy se preguntó con cuánta frecuencia salían trenes del pueblo. Iba a proponer que hicieran pesquisas cuando reparó en que Mervyn miraba con insistencia algo en la distancia
—¿Que miras?
—Un Grumann Goose —respondió el, en tono pensativo.
—No veo ningún ganso.
—Aquel pequeño hidroavión se llama Grumann Goose —dijo Mervyn, señalando con el dedo—. Es muy nuevo… Los fabrican desde hace sólo dos años. Son muy veloces, más veloces que el clipper…
Nancy contempló el hidroavión. Era un monoplano de dos motores y aspecto moderno, provisto de una cabina cerrada. Comprendió lo que él estaba pensando. En un hidroavión podrían llegar a Boston a tiempo para la junta de accionistas.
—¿Podríamos alquilarlo? —preguntó, vacilante, sin atreverse a confiar.
—Eso es justo lo que estaba pensando.
—¡Vamos a preguntarlo!
Nancy se puso a correr por el malecón hacia el edificio de la línea aérea y Mervyn la siguió, alcanzándola sin dificultad gracias a sus largas zancadas. El corazón de Nancy latía violentamente. Aún podía salvar su empresa, pero reprimía su júbilo: siempre podían aparecer problemas.
Entraron en el edificio y un joven con el uniforme de la Pan American les interpeló.
—¡Oigan, han perdido el avión!
—¿Sabe a quién pertenece este pequeño hidroavión: —preguntó Nancy, sin mas preámbulos.
—¿El Ganso? Claro que sí. Al propietario de una fábrica textil llamado Alfred Southborne.
—¿Lo alquila?
—Sí, siempre que puede. ¿Quieren alquilarlo?
El corazón de Nancy dio un vuelco.
—¡Sí!
—Uno de los pilotos anda por aquí… Vino a echar un vistazo al clipper. —Retrocedió y entró en una habitación contigua—. Oye, Ned, alguien quiere alquilar tu Ganso.
Ned salió. Era un hombre risueño de unos treinta años, que llevaba una camisa con hombreras. Les saludó con un movimiento de cabeza.
—Me gustaría ayudarles, pero mi copiloto no está aquí, y el Ganso necesita dos tripulantes.
Las esperanzas de Nancy se desvanecieron.
—Yo soy piloto —dijo Mervyn.
Ned le miró con escepticismo.
—¿Ha pilotado alguna vez un hidroavión?
Nancy contuvo el aliento.
—Sí, el Supermarine —contestó Mervyn.
Nancy nunca había oído hablar del Supermarine, pero debía ser un aparato de carreras, porque Ned se quedó impresionado.
—¿Corre usted?
—Cuando era joven. Ahora sólo vuelo por placer. Tengo un Tiger Moth.
—Bueno, si ha pilotado un Supermarine no tendrá ningún problema en ser copiloto del Ganso. Y el señor Southborne estará ausente hasta mañana. ¿A dónde quiere ir.
—A Boston.
—Le costará mil dólares.
—¡No hay problema! —saltó Nancy, excitada—. Pero necesitamos marcharnos ahora mismo.
El hombre la miró con cierta sorpresa; había pensado que era el hombre quien llevaba la voz cantante.
—Saldremos dentro de pocos minutos, señora. ¿Cómo va a pagar?
—Puede elegir entre un talón nominal o pasar la factura a mi empresa en Boston, «Black’s Boots».
—¿Usted trabaja en «Black’s Boots»?
—Soy la propietaria.
—¡Oiga, yo gasto sus zapatos!
Nancy bajó la vista. El hombre calzaba el Oxford acabado en punta de 6,95 dólares, color negro, talla 9.
—¿Cómo le van? —preguntó automáticamente.
—De perlas. Son unos buenos zapatos, pero supongo que usted ya lo sabe.
—Sí —sonrió Nancy—. Son unos buenos zapatos.