Cuando el clipper inició el descenso hacia la bahía de Shediac, en el golfo de San Lorenzo, Harry se estaba replanteando el robo de las joyas de lady Oxenford.
Margaret había debilitado su determinación. Dormir con ella en una cama del Waldorf Astoria, despertar y pedir que les subieran el desayuno a la habitación valía más que las joyas. Por otra parte, también deseaba ir a Boston con ella y vivir en un piso, ayudarla a ser una persona independiente y llegar a conocerla en profundidad. La excitación de Margaret era contagiosa, y Harry compartía su emocionada anticipación de la vida en común que les aguardaba.
Pero todo eso cambiaría si robaba a su madre.
Shediac era la última escala antes de Nueva York. Debía tomar una decisión cuanto antes. Sería su última oportunidad de introducirse en la bodega.
Se preguntó otra vez si existía alguna forma de quedarse con Margaret y con las joyas. En primer lugar, ¿sabría ella que las había robado? Lady Oxenford descubriría su ausencia cuando abriera el baúl, probablemente en el Waldorf, pero nadie sabría si las joyas habían sido robadas en el avión, o antes, o después. Margaret sabía que Harry era un ladrón, y sospecharía de él. Si él lo negaba, ¿le creería? Tal vez.
Y luego, ¿qué? ¡Vivirían como pobres en Boston mientras guardaba en el banco cien mil dólares! No sería por mucho tiempo. Margaret encontraría alguna manera de volver a Inglaterra y alistarse en el ejército, y él iría a Canadá para ser piloto de caza. La guerra se prolongaría uno o dos años, quizá más. Cuando terminara, regresaría para sacar el dinero del banco y comprar la casa de campo, y tal vez Margaret fuera a vivir con él…, y entonces sabría de dónde había salido el dinero.
Pasara lo que pasara, tarde o temprano se lo diría. Pero quizá sería mejor tarde que temprano.
Tendría que darle alguna excusa por quedarse a bordo del avión en Shediac. No podía decirle que se encontraba mal, porque ella querría hacerle compañía, y lo estropearía todo. Debía procurar que bajara a tierra y le dejara solo.
La miró. Estaba abrochándose el cinturón de seguridad sobre el estómago. En su imaginación la recreó desnuda, en la misma postura, sus pechos desnudos bañados por la luz que penetraba por las ventanas, una mata de vello castaño brotando de entre sus muslos, sus largas piernas estiradas sobre el suelo. ¿No era una idiotez perderla por un puñado de rubíes?, pensó.
Claro que se no se trataba de un puñado de rubíes, sino del conjunto Delhi, valorado en cien de los grandes, suficiente para que Harry se convirtiera en lo que siempre había deseado ser: un caballero.
De todos modos, jugueteó con la idea de contárselo ahora. «Voy a robar las joyas de tu madre, ¿te importa?» Tal vez respondiera: «Buena idea, la vieja vaca no ha hecho nada para merecerlas». No, Margaret no reaccionaría de esta forma. Se consideraba radical, y creía en la redistribución de la riqueza, pero todo en teoría. Se sentiría conmovida en lo más hondo si él desposeía a su familia de alguna de sus pertenencias. Se lo tomaría como algo personal, y sus sentimientos hacia él cambiarían.
Ella le miró y sonrió.
Él le devolvió la sonrisa con una sensación de culpabilidad y desvió la vista hacia la ventana.
El avión descendía hacia una bahía en forma de herradura; se veían algunos pueblos diseminados a lo largo de su orilla. Más allá de los pueblos se extendían tierras de cultivo. Cuando se aproximaron más, Harry distinguió una línea férrea que serpenteaba entre los pueblos y desembocaba en un largo malecón. Cerca del malecón estaban amarrados varios buques de diferente tamaño y un pequeño hidroavión. Al este del malecón se extendían kilómetros de playas arenosas, y entre las dunas surgían algunas casetas de veraneo. Harry pensó que sería maravilloso poseer una casa de veraneo a la orilla de la playa en un lugar como éste. Bueno, si eso es lo que quiero, eso tendré, se dijo. ¡Voy a ser rico!
El avión se posó sobre el agua con suavidad. La tensión de Harry disminuyó. Ya era un viajero aéreo experimentado.
—¿Qué hora es, Percy? —preguntó.
—Once de la mañana, hora local. Llevamos una hora de retraso.
—¿Cuánto tiempo nos quedaremos aquí?
—Una hora.
En Shediac se estaba experimentando un nuevo método de atraque. Los pasajeros no eran transportados a tierra mediante una lancha, sino que se acercaba un barco parecido a un langostero y remolcaba el avión. Se ataban guindalezas a ambos extremos del aparato y se sujetaba a un muelle flotante conectado con el malecón mediante una pasarela.
Esta invención solucionó un problema de Harry. En las escalas previas, donde los pasajeros habían sido conducidos a tierra en una lancha, sólo existía una posibilidad de llegar a la orilla. Harry había pensado en una excusa para quedarse a bordo durante toda la escala sin permitir que Margaret se quedara con él. Ahora, sin embargo, podía dejar que Margaret bajara a tierra, diciéndole que le seguiría al cabo de unos minutos, impidiendo así que insistiera en quedarse con él.
Un mozo abrió la puerta y los pasajeros empezaron a ponerse las chaquetas y los sombreros. Todos los Oxenford se levantaron, como también Clive Membury, que apenas había pronunciado palabra durante todo el viaje, a excepción, recordó Harry, de una animada conversación con el barón Gabon. Se preguntó de qué habrían hablado. Apartó el pensamiento de su mente, impaciente, y se concentró en sus propios problemas.
—Ya te alcanzaré —susurró al oído de Margaret, mientras los Oxenford salían. Después, se dirigió al lavabo de caballeros.
Se peinó y se lavó las manos, por hacer algo. La ventana se había roto por la noche, y habían encajado una sólida pantalla en el marco. Oyó que la tripulación bajaba la escalera y pasaba por delante de la puerta. Consultó su reloj y decidió esperar otros dos minutos.
Supuso que casi todo el mundo habría bajado. Muchos estaban demasiado dormidos en Botwood, pero ahora querían estirar las piernas y respirar aire fresco. Ollis Field y su prisionero se quedarían a bordo, por supuesto. Sin embargo, sería extraño que Membury fuera a tierra, si se suponía que también vigilaba a Frankie. El hombre del chaleco rojo vino aún intrigaba a Harry.
Las mujeres de la limpieza subirían a bordo casi de inmediato. Se concentró en la escucha: no captó el menor sonido al otro lado de la puerta. La abrió unos centímetros y miró. Todo despejado. Salió con cautela.
La cocina estaba desierta. Echó un vistazo al compartimento número 2: vacío. Divisó la espalda de una mujer que manejaba una escoba en el salón. Sin más vacilaciones, subió la escalera.
Lo hizo con sigilo, para que nadie advirtiera su presencia. Se detuvo en la curva de la escalera y escrutó el suelo de la cabina de vuelo. No había nadie. Iba a continuar cuando un par de piernas uniformadas se hicieron visibles, alejándose de él. Harry se ocultó en la esquina, y después se asomó. Era Mickey Finn, el ayudante del mecánico, que ya le había sorprendido la última vez. El hombre se detuvo en el puesto del mecánico y se dio la vuelta. Harry retiró la cabeza de nuevo, preguntándose a dónde se dirigía el tripulante. ¿Bajaría por la escalera? Harry escuchó con atención. Los pasos recorrieron la cubierta de vuelo y enmudecieron. Harry recordó que la última vez había visto a Mickey en el compartimento de proa, manipulando el ancla. ¿Ocurría lo mismo ahora? Tenía que aprovechar la coyuntura.
Subió en silencio.
En cuanto hubo ascendido lo suficiente miró hacia la proa. Por lo visto, había acertado: la escotilla estaba abierta y Mickey no se veía por parte alguna. Harry no se paró a mirar con más atención, sino que atravesó a toda prisa la cubierta de vuelo y se introdujo en la zona de las bodegas. Cerró la puerta a su espalda con sigilo y volvió a respirar.
La última vez había registrado la bodega de estribor. Ahora, probaría en la de babor.
Supo al instante que estaba de suerte. Vio en medio de la bodega un enorme baúl, forrado de piel verde y dorada, con brillantes esquineras de metal. Estaba seguro de que pertenecía a lady Oxenford. Consultó la etiqueta: no llevaba ningún nombre, pero la dirección era The Manor, Oxenford, Berkshire.
—Bingo —dijo en voz baja.
Lo aseguraba un simple candado, que abrió con su navaja. Aparte del candado, contaba con seis cierres de metal que no estaban cerrados con llave. Los soltó todos.
El baúl estaba pensado para ser utilizado como guardarropa en el camarote de un transatlántico. Harry lo puso vertical y lo abrió. Se dividía en dos espaciosos compartimentos. A un lado había una barra con perchas, de las que colgaban trajes y chaquetas, con un pequeño hueco para zapatos en el fondo. El otro contenía seis cajones.
Harry registró primero los cajones. Estaban hechos de madera liviana recubierta de piel y forrados de terciopelo. Lady Oxenford tenía blusas de seda, jerseys de cachemira, ropa interior de encaje y cinturones de piel de cocodrilo.
En la otra parte, la parte superior del baúl se alzaba como una tapa, y se sacaba la barra para poder coger con más facilidad los vestidos. Harry palpó cada prenda y los costados del baúl.
Por fin, abrió el compartimento de los zapatos. Sólo contenía zapatos.
Estaba abatido. Confiaba ciegamente en que la mujer se habría llevado sus joyas, pero tal vez existía alguna equivocación en su razonamiento.
Era demasiado pronto para abandonar las esperanzas.
Su primer impulso fue registrar el resto del equipaje de los Oxenford, pero prefirió reflexionar. Si tuviera que transportar joyas de incalculable valor en un equipaje consignado, pensó, intentaría esconderlas en alguna parte. Y sería más fácil ocultarlas en un baúl que en una maleta de tamaño normal.
Decidió mirar otra vez.
Empezó con el compartimento de las perchas. Deslizó una mano por dentro del baúl y otra por fuera, intentando calcular el espesor de los lados; si detectaba algo anormal, significaría que había un compartimento secreto. No encontró nada extraño. Se volvió hacia el otro lado y sacó los cajones por completo…
Y encontró el escondrijo.
Su corazón latió a mayor velocidad.
En la parte posterior del baúl habían pegado con esparadrapo un gran sobre de papel manila y una cartera de piel.
—Aficionados —dijo, meneando la cabeza.
Empezó a quitar el esparadrapo con creciente excitación. El primer objeto en soltarse fue el sobre. Daba la impresión de que sólo contenía un fajo de papeles, pero Harry lo abrió por si acaso. En su interior había unas cincuenta hojas de papel grueso, impresas por un lado. Harry tardó un rato en decidir qué eran, pero al final se decantó por bonos al portador, valorados en cien mil dólares cada uno.
Cincuenta equivalían a cinco millones de dólares, o sea, un millón de libras.
Harry se sentó, contemplando los bonos. Un millón de libras. Casi sobrepasaba la imaginación.
Harry sabía por qué los había encontrado aquí. El gobierno británico había promulgado normas de emergencia sobre el control de divisas, a fin de impedir que el dinero saliera de la nación. Oxenford sacaba de contrabando sus bonos, lo cual constituía un delito, por supuesto.
Es tan ladrón como yo, pensó Harry con ironía.
Harry nunca había robado bonos. ¿Podría cambiarlos por dinero en metálico? Eran pagaderos al portador, como anunciaba claramente cada uno, aunque también tenían un número individual, de manera que pudieran ser identificados. ¿Denunciaría Oxenford el robo? Eso significaría admitir que los había sacado de contrabando, pero ya imaginaría una mentira para encubrir su delito.
Era demasiado peligroso. Harry carecía de experiencia en ese campo. Si intentaba cambiar los bonos, le atraparían. Los dejó a un lado de mala gana.
El otro objeto escondido era la cartera de piel, similar a la utilizada por los hombres, pero algo más grande. Harry la despegó.
Parecía una cartera para guardar joyas.
Se cerraba con una cremallera. La abrió.
Delante de sus ojos, sobre el forro de terciopelo negro, estaba el conjunto Delhi.
Daba la impresión de que brillaba en la penumbra de la bodega como los vitrales de una catedral. El rojo profundo de los rubíes alternaba con los destellos arcoirisados de los diamantes. Las piedras eran enormes, exquisitamente cortadas y perfectamente aparejadas, dispuesta cada una sobre una base de oro y rodeadas de delicados pétalos dorados. Harry estaba anonadado.
Cogió el collar con solemnidad y dejó que las piedras se deslizaran entre sus dedos como agua de colores. Era extraño que algo pudiera combinar un aspecto tan cálido con un tacto tan frío, pensó. Era la joya más hermosa que jamás había sostenido en sus manos, tal vez la más hermosa que se había creado.
Iba a cambiar su vida.
Dejó el collar al cabo de uno o dos minutos y examinó el resto del juego. El brazalete era igual que el collar; alternaba rubíes y diamantes, aunque las piedras eran, en proporción, más pequeñas. Los pendientes eran particularmente delicados; cada uno tenía un rubí a modo de botón, y el colgante consistía en una serie de diminutos diamantes y rubíes engarzados en una cadena de oro; cada piedra era una versión en miniatura de la misma montura en forma de pétalo dorado.
Harry imaginó el juego sobre el cuerpo de Margaret. El rojo y el dorado resaltarían de una manera asombrosa sobre su piel pálida. Me gustaría verla cubierta sólo con esto, pensó, y experimentó al instante una potente erección.
No estaba seguro de cuanto tiempo llevaba sentado en el suelo, contemplando las piedras preciosas, cuando oyó que alguien se acercaba.
El primer pensamiento que cruzó por su mente fue que se trataba del ayudante del mecánico, pero los pasos sonaban de forma diferente: impertinentes, agresivos, autoritarios…, oficiales.
El temor le embargó de súbito, su estómago se encogió, apretó los dientes y cerró los puños.
Los pasos se acercaron a toda velocidad. Harry empujó los cajones, devolvió a su sitio el sobre de los bonos y cerró el baúl. Estaba escondiendo el conjunto Delhi en el bolsillo cuando la puerta de la bodega se abrió.
Se agazapó detrás del baúl.
Siguió un largo momento de silencio. Experimentó la horrorosa sensación de haber procedido con excesiva lentitud, de que el tío le había visto. Captó el sonido de una respiración apresurada, como si un hombre gordo hubiera subido por la escalera corriendo. ¿Entraría el tipo a echar un vistazo, o qué? Harry contuvo el aliento. La puerta se cerró.
¿Había salido el hombre? Harry aguzó el oído. Ya no escuchó la respiración. Se puso en pie poco a poco y asomó la cabeza. El hombre se había ido.
Suspiró de alivio.
¿Qué estaba pasando?
Sospechaba que aquellos pasos pesados y aquella respiración agitada pertenecían a un policía. ¿O tal vez a un inspector de aduanas? Quizá se trataba de una simple comprobación de rutina.
Se dirigió a la puerta y la abrió unos centímetros. Oyó voces ahogadas procedentes de la cabina de vuelo, pero parecía que afuera no había nadie. Salió y se pegó a la puerta de la cabina de vuelo. Estaba entreabierta, y oyó dos voces masculinas.
—Ese tío no está en el avión.
—Tiene que estar. No ha bajado.
Harry reconoció los acentos como canadienses. ¿De quién estaban hablando?
—Quizá salió después que los demás.
—¿Y a dónde ha ido? No se ha localizado en ninguna parte. ¿Se habría escapado Frankie Gordino?, se preguntó Harry.
—¿Quién es, en cualquier caso?
—Dicen que es un «socio» del gángster que va en el avión.
Por lo tanto, Gordino no había huido, pero alguien de su banda viajaba a bordo, había sido descubierto y se había dado a la fuga. ¿Cuál de los, en apariencia, respetables viajeros era?
—Ser socio no es ningún delito, ¿verdad?
—No, pero viaja con pasaporte falso.
Un escalofrío recorrió a Harry. Él también viajaba con pasaporte falso. ¿No le estarían buscando a él?
—Bien, ¿qué hacemos ahora?
—Informar al sargento Morris.
Al cabo de un momento, el espantoso pensamiento de que le buscaban a él cruzó por la mente de Harry. Si la policía había averiguado, o adivinado, que un pasajero pensaba rescatar a Gordino, verificaría la lista de los pasajeros, y no tardaría en descubrir que Harry Vandenpost había denunciado el robo de su pasaporte en Londres dos años antes, y entonces bastaría con llamar a su casa para descubrir que no se encontraba en el clipper de la Pan American, sino sentado en la cocina comiendo cereales y leyendo el periódico de la mañana, o algo por el estilo. Sabiendo que Harry era un impostor, darían por sentado que era él quien pretendía liberar a Gordino.
No, se dijo, no precipites las conclusiones. Tal vez exista otra explicación.
Una tercera voz se unió a la conversación.
—¿A quién estáis buscando, muchachos?
Parecía el ayudante del mecánico, Mickey Finn.
—El tipo utiliza el nombre de Harry Vandenpost, pero no es él.
Ya estaba claro. Harry experimentó una viva conmoción. Le habían descubierto. La visión de la casa de campo con pista de tenis se desvaneció como una foto antigua, y en su lugar apareció un Londres tenebroso, un tribunal, una celda y después, por fin, un barracón del ejército. La peor suerte de la que había oído hablar.
—Sabéis, le encontré husmeando por aquí mientras hacíamos escala en Botwood —dijo Mickey Finn.
—Bueno, ahora no está aquí.
—¿Estáis seguros?
Métete la lengua en el culo, Mickey, pensó Harry.
—Hemos mirado por todas partes.
—¿Habéis registrado los controles mecánicos?
—¿Dónde están?
—En las alas.
—Sí, miramos en las alas.
—¿Llegasteis hasta el final? Es posible esconderse sin ser visto desde la cabina.
—Será mejor que volvamos a mirar.
Estos dos policías parecían un poco tontos, pensó Harry.
Era dudoso que su sargento confiara mucho en ellos. Si tenía algo de sentido común ordenaría un nuevo registro del avión. Y la próxima vez mirarían detrás del baúl. ¿Dónde podía esconderse Harry?
Había varios escondrijos, pero la tripulación conocería su existencia. Un registro a fondo debería incluir el compartimento de proa, los lavabos, las alas y el angosto hueco de la cola. Cualquier otro lugar que Harry fuera capaz de encontrar sería conocido por la tripulación.
Estaba atrapado.
¿Podría huir? Tal vez tuviera la oportunidad de salir a hurtadillas del avión y huir a lo largo de la playa. Una oportunidad remota, pero era mejor que rendirse. Pero, aun en el caso de que pudiera llegar a la aldea sin ser visto, ¿a dónde iría? Su facilidad de palabra le sacaría de cualquier apuro en una ciudad, pero tenía la sensación de que se encontraba muy lejos de una. En pleno campo, estaba perdido. Necesitaba multitudes, callejones, estaciones de tren y tiendas. Suponía que Canadá era un país enorme, compuesto en su mayoría de árboles.
No habría problemas si conseguía llegar a Nueva York. Pero ¿dónde se escondería en el ínterin?
Oyó que los policías salían de las alas. Para mayor seguridad, retrocedió al interior de la bodega…
Y se encontró de narices ante la solución de su problema. Se escondería en el baúl de lady Oxenford.
¿Cabría dentro? Eso pensaba. Debía medir metro y medio de alto, sesenta centímetros de ancho y otros tantos de fondo; vacío, cabían dos personas en su interior. No estaba vacío, claro: tendría que hacerse sitio sacando algunas prendas de ropa. ¿Qué haría con ellas? No podía dejarlas tiradas alrededor. Las amontonaría en su maleta, que llevaba bastante vacía.
Debía darse prisa.
Se arrastró sobre el equipaje amontonado y se apoderó de su maleta. La abrió a toda prisa y embutió en su interior las chaquetas y vestidos de lady Oxenford. Tuvo que sentarse sobre la tapa para volver a cerrarla.
Ya podía meterse en el baúl. Se podía cerrar desde dentro con razonable facilidad. ¿Podría respirar cuando estuviera cerrado? No se quedaría mucho tiempo; a pesar del reducido espacio, sobreviviría.
¿Observarían los policías que los cierres estaban sueltos? Tal vez. ¿Podría cerrarlos desde dentro? Parecía difícil. Reflexionó sobre el problema durante unos instantes. Si practicaba agujeros en el baúl cerca de los cierres, tal vez lograría introducir la navaja y manipular los cierres. Y esos mismos agujeros le proporcionarían aire.
Sacó la navaja. El baúl estaba hecho de madera recubierta de piel. Sobre la piel había dibujadas flores de color dorado. Como todas las navajas, contaba con un utensilio puntiagudo para extraer piedras de los cascos de los caballos. Apoyó la punta sobre una de las flores y empujó. Penetró en la piel con suma facilidad, pero la madera era más dura. Tiró adelante y atrás. La madera medía unos seis milímetros de espesor, calculó. Le costó un par de minutos perforarla.
Sacó la punta. La configuración del dibujo impedía que el agujero se viera.
Se metió en el baúl. Comprobó con alivio que podía abrir y cerrar el cierre desde el interior.
Había dos cierres en la parte superior y tres en el costado. Trabajó primero en los de arriba, porque eran los más visibles. Cuando terminó, volvió a escuchar pasos.
Entró en el baúl y lo cerró.
Esta vez no le resultó tan fácil manipular los cierres, porque debía proceder con las piernas dobladas, pero lo logró al final.
Se sintió terriblemente incómodo pasados uno o dos minutos. Se retorció y dobló, sin éxito. Tendría que padecer.
Su respiración resonaba. Los ruidos procedentes del exterior llegaban ahogados. Sin embargo, oyó pasos ante la puerta de la bodega, tal vez porque no había alfombra y el puente transmitía las vibraciones. Calculó que había tres personas afuera, como mínimo. No oyó que se abriera o cerrara la puerta, pero captó una pisada mucho más próxima y supo que alguien había entrado en la bodega.
De pronto, se oyó una voz a su derecha.
—No entiendo cómo es posible que ese bastardo se nos haya escapado.
No mires los cierres laterales, por favor, suplicó Harry, atemorizado.
Alguien golpeó la parte superior del baúl. Harry contuvo la respiración. Tal vez el tipo había apoyado el codo encima, pensó.
Alguien habló desde cierta distancia.
—No, no está en el avión —replicó el hombre—. Hemos buscado por todas partes.
El otro volvió a hablar. A Harry le dolían las rodillas. ¡Idos a charlar a otro sitio, por el amor de Dios!, pensó.
—Bueno, le cazaremos de todos modos. No va a recorrer los doscientos veinticinco kilómetros que le separan de la frontera sin que nadie le vea.
¡Doscientos veinticinco kilómetros! Tardaría una semana en salvar aquella distancia. Quizá pudiera hacer autostop, pero nadie le olvidaría en estos terrenos desérticos.
Se hizo el silencio durante unos segundos. Oyó que los pasos se alejaban.
Esperó un rato, sin oír nada.
Sacó la navaja, la introdujo por un agujero y soltó el cierre.
Esta vez fue más laborioso. Le dolían tanto las rodillas que se habría desplomado de tener sitio. Se impacientó y atacó sin cesar el agujero. Una horrible claustrofobia se apoderó de él y pensó « ¡Me voy a ahogar aquí dentro!». Trató de calmarse. Al cabo de unos instantes dominó el pánico y manipuló con todo cuidado la navaja hasta trabarla en el cierre. Empujó la hoja. Alzó la anilla metálica, pero resbaló. Apretó los dientes y volvió a probar.
Esta vez, el cierre se soltó.
Repitió el proceso con los demás, lenta y penosamente.
Por fin, apartó las dos mitades del baúl y se irguió. Notó un insoportable dolor en las rodillas cuando estiró las piernas, y casi chilló. Después, se suavizó.
¿Qué iba a hacer?
No podía bajar del avión. Estaría a salvo hasta que llegaran a Nueva York, pero entonces ¿qué?
Tendría que ocultarse en el avión y escabullirse por la noche.
Quizá lo lograra. De todos modos, no le quedaba otra alternativa. Todo el mundo sabría que él había robado las joyas de lady Oxenford. Lo más importante era que Margaret también lo sabría. Y no tendría la menor oportunidad de explicárselo.
Cuanto más meditaba sobre esta posibilidad, más la detestaba.
Sabía que robar el conjunto Delhi pondría en peligro su relación con Margaret, pero siempre había imaginado que le daría una explicación convincente cuando ella se diera cuenta de lo ocurrido. Ahora, sin embargo, tal vez pasaran días antes de que se pusiera en contacto con ella, y si las cosas iban mal, si le detenían, pasarían años.
Adivinaba lo que ella pensaría. Él la había engatusado y seducido, y le había prometido que la ayudaría a encontrar un nuevo hogar. Todo había sido una vulgar estratagema para robar las joyas de su madre, plantándola a continuación. Margaret pensaría que lo único que había deseado desde el primer momento eran las joyas. Le destrozaría el corazón, y ella le odiaría y despreciaría.
La idea le afligió hasta extremos inconcebibles.
Hasta este momento no se había dado cuenta de lo mucho que Margaret había logrado cambiarle. Su amor por él era auténtico. Toda su vida era un fraude: su acento, sus modales, sus ropas, toda su forma de vivir era un disfraz. Sin embargo, Margaret se había enamorado del ladrón, del chico de clase obrera huérfano de padre, el Harry real. Era lo mejor que le había pasado en toda su vida. Si lo desechaba, su vida siempre sería como ahora, una combinación de fingimiento y falta de honradez. Margaret había conseguido que él deseara algo más. Aún confiaba en comprar la casa de campo con pista de tenis, pero no le satisfaría hasta que Margaret viviera en ella.
Suspiró. Harry ya no era un muchacho. Tal vez se estaba haciendo hombre.
Abrió el baúl de lady Oxenford. Sacó del bolsillo la cartera de piel que contenía el conjunto Delhi.
Abrió la cartera y sacó las joyas una vez más. Los rubíes brillaban como fuegos artificiales. Quizá no vuelva a verlos nunca más, pensó.
Devolvió las joyas a la cartera. Después, apesadumbrado, colocó la cartera en el baúl de lady Oxenford.