Margaret se despertó pensando: «Hoy he de hablar con papá».
Tardó un momento en recordar lo que debía decirle, que no viviría con ellos en Connecticut, que iba a marcharse, buscar un alojamiento y conseguir un empleo.
Estaba segura de que se armaría un follón de mucho cuidado.
Una nauseabunda sensación de miedo y vergüenza se abatió sobre ella. La sensación era familiar. Se reproducía siempre que intentaba enfrentarse a papá. Tengo diecinueve años, pensó; soy una mujer. Anoche hice el amor apasionadamente con un hombre maravilloso. ¿Por qué he de estar asustada de mi padre?
Siempre había sido así, hasta donde alcanzaban sus recuerdos. Nunca había comprendido por qué su padre estaba tan decidido a encerrarla en una jaula. Lo mismo había sucedido con Elizabeth, mas no con Percy. Daba la impresión de que consideraba a sus hijas adornos inútiles. Siempre se había enfurecido cuando habían querido hacer algo práctico, como aprender a nadar, construir una casa en un árbol o ir en bicicleta. No le importaba lo que gastaban en ropa, pero no permitiría que abrieran una cuenta en una librería.
La perspectiva de la derrota no era lo único que la detenía. Era la forma en que la rechazaba, la ira y el desprecio, las burlas y la rabia ciega.
Había intentado a menudo utilizar el engaño, pero pocas veces funcionó. La aterrorizaba que oyera los arañazos del gatito rescatado del desván, o la sorprendiera jugando con los niños «impresentables» del pueblo, o registrara su habitación y descubriera su ejemplar de Las vicisitudes de Evangelina, de Elinor Glyn. Los placeres prohibidos llegaban a perder todo su encanto.
Sólo había logrado oponerse a su voluntad con la ayuda de terceros. Mónica la había introducido en los placeres sexuales, sin que él se enterase. Percy la había ayudado a disparar, y Digby, el chófer, a conducir. Ahora, tal vez Harry Marks y Nancy Lenehan la ayudaran a conquistar la independencia.
Ya se sentía diferente. Notaba un dolor agradable en los músculos como si hubiera pasado todo un día trabajando al aire libre. Durante seis años se había considerado un objeto provisto de bultos desgarbados y cabello repelente, pero de pronto descubría que le gustaba su cuerpo. En opinión de Harry, era maravilloso.
Captó débiles sonidos en el exterior. Supuso que los pasajeros se estaban levantando. Asomó la cabeza. Nicky, el camarero gordo, estaba transformando en otomanas las literas en que papá y mamá habían dormido, después de encargarse de las ocupadas por Harry y el señor Membury. Harry estaba sentado, ya vestido, y miraba por la ventana con aire pensativo.
Cerró las cortinas a toda prisa antes de que él pudiera verla, dominada por una repentina timidez. Qué curioso: horas antes habían compartido la mayor intimidad posible entre dos personas, pero ahora se sentía rara.
Se preguntó dónde estarían los demás. Percy habría ido a tierra. Papá, probablemente, le habría imitado; solía despertarse temprano. Mamá era incapaz de hacer cualquier cosa por las mañanas; estaría en el lavabo de señoras. El señor Membury había desaparecido.
Margaret miró por la ventana. Era de día. El avión había anclado cerca de un pueblo, rodeado por un bosque de pinos. Todo se veía muy tranquilo.
Se tendió de nuevo, disfrutando de la intimidad, saboreando los recuerdos de la noche, recreando los detalles y archivándolos como fotografías en un álbum. Tenia la sensación de que había perdido la virginidad aquella noche. Los coitos con Ian habían sido muy apresurados, difíciles y fugaces, y se había sentido como una niña que, desobedeciendo a su padres, imitaba un juego de adultos. Aquella noche, Harry y ella se habían comportado como auténticos adultos, extrayendo placer de sus cuerpos. Habían sido discretos, pero no furtivos, tímidos pero no mojigatos, vacilantes pero no desmañados. Se había sentido como una mujer de verdad. Quiero más, pensó, mucho más, y se abrazó, con la sensación de ser muy perversa.
Rememoró la imagen de Harry que acababa de ver, sentado junto a la ventana con una camisa azul cielo y aquel aspecto pensativo en su hermoso rostro. De repente, experimentó el deseo de besarle. Se incorporó, se puso la bata, abrió las cortinas y dijo:
—Buenos días, Harry.
Harry volvió la cabeza, con la expresión de haber sido sorprendido haciendo algo malo. ¿En qué estarías pensando? reflexionó ella. La miró a los ojos y sonrió. Margaret sonríe a su vez, sin poder parar. Intercambiaron una estúpida sonrisa durante un largo minuto. Por fin, Margaret bajó la vista y se levantó.
—Buenos días, lady Margaret —dijo el camarero—. ¿Le apetece una taza de café?
—No, gracias, Nicky.
Debía estar hecha un adefesio, y tenía prisa por sentarse ante un espejo y cepillarse el pelo. Se sentía desnuda. Estaba desnuda, considerando que Harry se había afeitado, lucía una camisa limpia y tenía el aspecto radiante de una manzana madura.
Sin embargo, aún deseaba besarle.
Se calzó las zapatillas, recordando lo indiscreta que había sido al dejarlas junto a la litera de Harry, para recuperarlas una fracción de segundo antes de que su padre se fijara en ellas. Deslizó los brazos en las mangas de la bata y observó que los ojos de Harry miraban hipnóticamente sus pechos. No le importó; le gustaba que le mirara los pechos. Se ató el cinturón y se pasó los dedos por el pelo.
Nicky terminó su trabajo. Margaret esperaba que saliera del compartimento para poder besar a Harry, pero no fue sí.
—¿Puedo hacer ya su litera? —preguntó el mozo.
—Desde luego —respondió ella, decepcionada. Se preguntó cuánto tiempo debería esperar para volver a besar a Harry. Recogió su bolsa de aseo, dirigió una mirada de pesar a Harry y salió.
El otro mozo, Davy, estaba disponiendo el bufet del desayuno en el comedor. Margaret robó una fresa al pasar, con la sensación de estar cometiendo un pecado. Recorrió todo el avión. La mayoría de las literas ya habían sido convertidas en asientos, y algunas personas bebían café con aspecto soñoliento. Vio que el señor Membury mantenía una animada conversación con el barón Gabon, y se preguntó de qué tema hablarían con tanto entusiasmo aquella dispar pareja. Faltaba algo, y al cabo de unos momentos comprendió de qué se trataba: no había periódicos de la mañana.
Entró en el lavabo de señoras. Mamá estaba sentada ante el tocador. De pronto, Margaret experimentó una abrumadora sensación de culpabilidad. ¿Cómo pude hacer aquellas cosas, estando mamá a pocos pasos de distancia?, pensó. El rubor cubrió sus mejillas.
—Buenos días, mamá —se obligó a decir. Para su sorpresa, su voz sonó muy normal.
—Buenos días, querida. Tienes la cara un poco roja. ¿Has dormido bien?
—Muy bien —dijo Margaret, y su rubor aumentó de intensidad—. Me siento culpable porque he robado una fresa del bufet —añadió en un momento de inspiración. Entró en el water para huir. Cuando salió, llenó la pila del lavabo con agua y se frotó la cara vigorosamente.
Lamentó tener que ponerse el vestido que había llevado el día anterior. Hubiera preferido cambiar. Se aplicó abundante colonia. Harry había dicho que le gustaba. Incluso había sabido que era «Tosca». Era el primer hombre que conocía capaz de identificar perfumes.
Se cepilló el pelo sin prisa. Era su atributo más bello y necesitaba acentuar su perfección. Tendría que preocuparme más de mi aspecto, pensó. No le había prestado mucha atención hasta hoy, pero de repente parecía haber adquirido una gran importancia. Debería utilizar vestidos que realcen mi figura, y zapatos bonitos que destaquen mis piernas largas, y colores a juego con el pelo rojo y los ojos verdes. El vestido que llevaba, de un color rojo ladrillo, era impecable, aunque holgado y algo deforme. Al mirarse en el espejo, pensó que necesitaba hombreras y un cinturón. Mamá no permitiría que se maquillara, por supuesto, de modo que debería conformarse con su tez pálida. Al menos, tenía bonitos dientes.
—Ya estoy —dijo, alegre.
Mamá no se había movido ni un centímetro.
—Supongo que vas a volver a charlar con el señor Vandenpost.
—Supongo que sí, considerando que no hay nadie más en el compartimento y que tú continúas acicalándote.
—No seas descarada. Tiene algo de judío.
Bueno, no está circuncidado, pensó Margaret, y casi lo dije en voz alta por pura malicia, pero, en cambio, empezó a reír. Mamá se ofendió.
—No sé qué te hace tanta gracia. Has de saber que no permitiré que vuelvas a ver a ese joven en cuanto bajemos del avión.
—Te alegrará saber que me importa un pimiento.
Era cierto: iba a abandonar a sus padres, y le daba igual tener permiso o no.
Mamá le dirigió una mirada suspicaz.
—¿Por qué me da la impresión de que no eres sincera.
—Porque los tiranos nunca confían en nadie.
Pensó que era una buena frase de despedida y se encaminó hacia la puerta, pero mamá la retuvo.
—No te vayas, querida —dijo, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
¿Quería decir «No te vayas de la habitación» o «no abandones a la familia»? ¿Habría adivinado las intenciones de Margaret? Siempre había sido intuitiva. Margaret no dijo nada.
—Ya he perdido a Elizabeth. No soportaría perderte a ti también.
—¡Pero es culpa de papá! —estalló Margaret, y de repente deseó llorar—. ¿No puedes impedir que se comporte de esa forma tan horrible?
—¿No crees que lo intento?
Margaret se quedó petrificada; su madre jamás había admitido ni un defecto de papá.
—No aguanto su forma de ser —dijo, abatida.
—Podrías tratar de no provocarle —respondió mamá.
—Plegarme a sus deseos en todo momento, quieres decir.
—¿Por qué no? Sólo hasta que te cases.
—Si tú le plantaras cara tal vez cambiaría.
Mamá sacudió la cabeza con tristeza.
—No puedo ponerme de tu lado y contra él, querida. Es mi marido.
—¡Pero está equivocado!
—Da igual. Ya lo comprenderás cuando estés casada. Margaret se sintió acorralada.
—Eso no es justo.
—No falta mucho. Te pido que le aguantes un tiempo más. En cuanto cumplas veintiún años será diferente, te lo prometo, incluso si no te has casado. Sé que es duro, pero no quiero que seas expulsada de la familia, como la pobre Elizabeth…
Margaret sabía que se sentiría tan afligida como mamá si se distanciaban.
—No quiero ni una cosa ni otra, mamá —dijo.
Avanzó un paso hacia el taburete. Mamá abrió los brazos. Se abrazaron de una forma desmañada, Margaret de pie y mamá sentada.
—Prométeme que no discutirás con él —pidió mamá. Su voz era tan triste que Margaret deseó de todo corazón prometerlo, pero algo la retuvo, y se limitó a responder:
—Lo intentaré, mamá, te lo aseguro.
Mamá la soltó y la miró. Margaret leyó resignación en su rostro.
—Gracias, de todas maneras —dijo mamá.
No había nada más que hablar.
Margaret salió.
Harry estaba de pie cuando Margaret entró en el compartimento. Se sentía tan desolada que perdió todo sentido del decoro y le echó los brazos al cuello. Al cabo de un momento de estupefacto asombro, él la abrazó y besó su cabeza. El estado de ánimo de Margaret mejoró al instante.
Abrió los ojos y captó la expresión pasmada del señor Membury, que había vuelto a su asiento. Le daba igual, pero se apartó de Harry y fueron a sentarse al otro extremo del compartimento.
—Hemos de hacer planes —dijo Harry—. Tal vez sea nuestra última oportunidad de hablar en privado.
Margaret sabía que mamá volvería enseguida, y que papá y Percy regresarían con los demás pasajeros. Después, Harry y ella no encontrarían un momento de soledad. El pánico se apoderó de ella al imaginarse a ambos separándose en Port Washington para no volver a reunirse jamás.
—¡Dime donde puedo ponerme en contacto contigo!
—No lo sé… No he previsto nada, pero deja de preocuparte. Me pondré en contacto contigo. ¿En qué hotel os alojaréis?
—En el Waldorf. ¿Me telefonearás esta noche? ¡Has de hacerlo!
—Calma, claro que te llamaré. Daré el nombre de señor Marks.
El tono relajado de Harry dio a entender a Margaret que se estaba portando de una manera tonta… y un poco egoísta. Debía pensar en él tanto como en ella.
—¿Dónde pasarás la noche?
—Buscaré un hotel barato.
Una idea asaltó a Margaret.
—¿Te gustaría entrar a escondidas en mi habitación? Harry sonrió.
—¿Lo dices en serio? ¡Ya sabes que sí!
Margaret se sintió feliz por haberle complacido.
—La hubiera compartido con mi hermana, pero ahora la tendré para mí sola.
—Caramba, estoy impaciente.
Margaret sabía cuánto le gustaba a Harry la vida por todo lo alto, y deseaba hacerle feliz. ¿Qué más le apetecería?
—Pediremos que nos suban a la habitación huevos revueltos y champán.
—Querré quedarme contigo para siempre.
Esa frase devolvió a Margaret a la realidad.
—Mis padres se trasladarán a la casa de Connecticut del abuelo dentro de unos días. Entonces, tendré que encontrar un sitio donde vivir.
—Lo buscaremos juntos. Quizá alquilemos habitaciones en el mismo edificio, o algo así.
—¿De veras?
Margaret experimentó un estremecimiento de dicha. ¡Alquilarían habitaciones en el mismo edificio! Exactamente lo que ella deseaba. Había temido que él se entusiasmara y quisiera casarse con ella, o que se negara a verla de nuevo. Sin embargo, la propuesta era ideal: estaría cerca de él y le iría conociendo mejor, sin tomar decisiones alocadas y apresuradas. Y podría acostarse con él. Pero había un problema.
—Si trabajo para Nancy Lenehan, viviré en Boston.
—Es posible que yo también vaya a Boston.
—¿De veras?
Apenas daba crédito a sus oídos.
—Es un lugar tan bueno como otro cualquiera. ¿Dónde está?
—En Nueva Inglaterra.
—¿Es como la vieja Inglaterra?
—Bueno, me han dicho que la gente es muy presuntuosa.
—Será como estar en casa.
—¿Qué clase de piso tendremos? —preguntó ella, excitada—. Quiero decir, ¿de cuántas habitaciones y todo eso? Harry sonrió.
—No tendrás más de una habitación, y te costará mucho poder pagarla. Si se parece en algo a lo que hay en Inglaterra, tendrá muebles baratos y una ventana. Con suerte, tendrá un hornillo de gas o un calentador portátil para que prepares café. Compartirás el cuarto de baño con los demás inquilinos de la casa.
—¿Y la cocina?
Harry meneó la cabeza.
—No podrás permitirte una cocina. Sólo comerás caliente a mediodía. Cuando vuelvas a casa, tomarás una taza de té y un trozo de pastel, o una tostada si tienes una estufa eléctrica.
Sabía que la estaba intentando preparar para una realidad que él consideraba desagradable, pero a Margaret se le antojaba todo maravillosamente romántico. Pensar que podría preparar té y tostadas, siempre que le apeteciera, en una pequeña habitación para ella sola, sin padres que la molestaran y criados gruñones… Sonaba de fábula.
—¿Suelen vivir en el edificio los propietarios?
—A veces. Es mejor, porque conservan bien el lugar, aunque también meten las narices en tu vida privada. Si el propietario vive en otro sitio, el edificio se deteriora: las cañerías se rompen, la pintura se desprende, aparecen goteras en los techos…
Margaret comprendió que le quedaba muchísimo por aprender, pero nada de lo que dijera Harry iba a disuadirla; todo era demasiado estimulante. Antes de que pudiera seguir preguntando, los pasajeros y tripulantes que habían desembarcado regresaron, y mamá volvió del lavabo en aquel mismo momento, pálida pero hermosa. Fue un contrapunto a la alegría de Margaret. Al recordar su conversación con mamá, se dio cuenta de que la emoción de fugarse con Harry se mezclaría con el pesar.
No solía comer mucho por las mañanas, pero hoy se sentía famélica.
—Quiero tocino y huevos —dijo—. De hecho, un montón de ambas cosas.
Miró a Harry y comprendió que tenía tanto hambre porque le había hecho el amor durante toda la noche. Esbozó una sonrisa. Harry leyó sus pensamientos y apartó la vista a toda prisa.
El avión despegó unos minutos después. Margaret no lo consideró menos emocionante porque viviera la experiencia por tercera vez. Ya no tenía miedo.
Meditó sobre la conversación que acababa de tener con Harry. ¡Quería ir a Boston con ella! Aunque era apuesto y seductor, y habría sostenido relaciones con muchas chicas como ella, parecía quererla de una manera especial. Todo se había desarrollado muy aprisa, pero Harry se portaba con sensatez; no hacía promesas extravagantes, pero estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para quedarse con ella.
Esa decisión esfumó todas sus dudas. Hasta ahora no se había permitido pensar en un futuro compartido con Harry, pero de pronto depositó toda su confianza en él. Iba a tener cuanto deseaba: libertad, independencia y amor.
En cuanto el avión alcanzó la altura prevista se les invitó a servirse del bufet, y Margaret procedió con celeridad. Todos tomaron fresas con nata, a excepción de Percy, que prefirió cereales. Papá acompañó sus fresas con champán. Margaret también comió bollos calientes con mantequilla.
Cuando Margaret iba a volver al compartimento, vio a Nancy Lenehan, inclinada sobre las gachas. Nancy iba tan bien vestida y elegante como siempre, con una blusa azul marino en lugar de la gris que llevaba ayer. Llamó a Margaret y le dijo en voz baja:
—He recibido una llamada telefónica muy importante en Botwood. Voy a ganar. Puedes contar con un empleo. Margaret resplandeció de satisfacción.
—¡Oh, gracias!
Nancy depositó una tarjeta blanca en el plato de Margaret.
—Llámame cuando te sientas dispuesta.
—¡Lo haré! ¡Dentro de unos días! ¡Gracias!
Nancy se llevó un dedo a los labios y le guiñó un ojo.
Margaret regresó al compartimento ebria de alegría. Confiaba en que papá no hubiera visto la tarjeta; no quería que le hiciera preguntas. Por fortuna, se hallaba demasiado concentrado en el desayuno para reparar en otra cosa.
Mientras comía, Margaret comprendió que debía decírselo tarde o temprano. Mamá le había suplicado que evitara un enfrentamiento, pero era imposible. La última vez que había intentado huir no resultó. En esta ocasión anunciaría públicamente que se iba, para que todo el mundo se enterase. No lo haría en secreto, no habría excusas para llamar a la policía. Debía dejarle claro que tenía un lugar a donde ir y amigos que la apoyaban.
Y este avión era el lugar ideal para el enfrentamiento. Elizabeth lo había hecho en un tren y había resultado, porque papá se había visto obligado a refrenarse. Después, en las habitaciones del hotel, podía comportarse como le viniera en gana.
¿Cuándo se lo diría? Cuanto antes mejor: estaría en mejor disposición de ánimo después del desayuno, repleto de champán y comida. Más tarde, con algunas copas de más, se mostraría irascible.
—Voy a buscar más cereales —dijo Percy, levantándose.
—Siéntate —ordenó papá—. Ahora traen el tocino. Ya has comido bastante de esa basura.
Por alguna razón, era contrario a los cereales.
—Aún tengo hambre —insistió Percy y, ante el estupor de Margaret, se marchó.
Papá estaba confuso. Percy nunca le había desafiado abiertamente. Mamá se limitó a contemplar la escena. Todo el mundo aguardaba el regreso de Percy. Volvió con un cuenco lleno de cereales. Se sentó y empezó a comer.
—Te he dicho que no tomaras más —habló papá.
—No es tu estómago —replicó Percy, sin dejar de comer.
Dio la impresión de que papá iba a levantarse, pero Nicky salió en aquel momento de la cocina y le ofreció un plato de salchichas, tocino y huevos escalfados. Por un momento, Margaret pensó que papá arrojaría el plato sobre Percy, pero estaba demasiado hambriento.
—Tráigame un poco de mostaza inglesa —dijo, cogiendo el cuchillo y el tenedor.
—Me temo que no hay mostaza, señor.
—¿Que no hay mostaza? —exclamó papá, furioso—. ¿Cómo voy a comer salchichas sin mostaza?
Nicky parecía asustado.
—Lo siento, señor… Nadie había pedido. Me aseguraré de llevar en el próximo vuelo.
—Eso no me sirve de mucho, ¿verdad?
—Supongo que no. Lo siento.
Papá gruñó y se puso a comer. Había desahogado su rabia sobre el mozo, y Percy se había salido con la suya. Margaret estaba asombrada. Jamás había ocurrido algo semejante.
Nicky le trajo huevos con tocino, que Margaret devoró con fruición. ¿Era posible que papá se estuviera ablandando? El fin de sus esperanzas políticas, el estallido de la guerra, el exilio y la rebelión de su hija mayor se habían combinado para aplastar su ego y debilitar su voluntad.
Nunca se presentaría un momento mejor para decírselo.
Acabó de desayunar y esperó a que los demás terminaran. Después, aguardó a que el mozo se llevara los platos, y luego a que papá consiguiera más café. Por último, ya no hubo demora posible.
Se trasladó al asiento situado en mitad de la otomana, al lado de mamá y casi enfrente de papá. Respiró hondo y se lanzó.
—He de decirte algo, papá, y espero que no te enfades.
—Oh, no… —murmuró mamá.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó papá.
—Tengo diecinueve años y no he trabajado en toda mi vida. Ya es hora de que lo haga.
—¿Por qué, por el amor de Dios? —preguntó mama.
—Quiero ser independiente.
—Hay millones de chicas trabajando en fábricas y oficinas que darían los ojos por estar en tu lugar —apuntó mama.
—Lo sé, mamá.
Margaret también sabía que mamá discutía con ella para mantener a papá al margen. Sin embargo, la argucia no funcionaría mucho rato.
Mamá la sorprendió al capitular casi de inmediato.
—Bien, supongo que si tu decisión es firme, el abuelo tal vez te consiga un empleo con alguno de sus conocidos…
—Ya tengo un empleo.
La declaración pilló a mamá por sorpresa.
—¿En Estados Unidos? ¿Cómo es posible?
Margaret decidió no mencionar a Nancy Lenehan; podrían hablar con ella y estropearlo todo.
—Todo está arreglado —dijo, sin explicar nada más.
—¿Qué tipo de empleo?
—Ayudante en el departamento de ventas de una fábrica de zapatos.
—Oh, por el amor de Dios, no seas ridícula.
Margaret se mordió el labio. ¿Por qué era mamá tan desdeñosa?
—No es ridículo. Estoy orgullosa de mí. He conseguido un trabajo sin necesitar tu ayuda, la de papá o la del abuelo, sólo por mis méritos.
Quizá no estaba describiendo con exactitud lo sucedido, pero Margaret empezaba a ponerse a la defensiva.
—¿Dónde está esa fábrica? —preguntó mamá.
Papá intervino por primera vez.
—No puede trabajar en una fábrica, y punto.
—Trabajaré en la oficina de ventas, no en la fábrica —dijo Margaret—. Y está en Boston.
—Eso lo soluciona todo —afirmó mamá—. No vivirás en Boston, sino en Stamford.
—No, mamá, ni hablar, viviré en Boston.
Madre abrió la boca para hablar, pero volvió a cerrarla, comprendiendo al fin que se enfrentaba con algo que no podía descartar tan fácilmente. Permaneció en silencio unos instantes.
—¿Qué quieres decirnos? —dijo luego.
—Sólo que os dejo y me voy a Boston, viviré en un piso; de alquiler y trabajaré.
—Oh, qué increíble estupidez.
—No seas tan despreciativa —se enfureció Margaret. Mamá se acobardó al captar su tono airado, y Margaret se arrepintió al instante.
—Me limito a hacer lo mismo que muchas chicas de mi edad —siguió Margaret, más calmada.
—Chicas de tu edad, tal vez, pero chicas de tu clase, no.
—¿Cuál es la diferencia?
—No tiene sentido que trabajes por cinco dólares a la semana y vivas en un apartamento que le costará a tu padre cien dólares al mes.
—No quiero que papá me pague el apartamento.
—¿Y dónde vivirás?
—Ya te lo he dicho, en un piso de alquiler.
—¡En una inmundicia! Pero ¿por qué?
—Ahorraré dinero hasta tener suficiente para comprar un billete a Inglaterra, y volveré para alistarme en el SAT.
—No tienes ni idea de lo que estás diciendo —intervino papá por segunda vez.
Margaret se sintió herida.
—¿Qué es lo que ignoro, papá?
—No, no… —trató de interrumpirles mamá.
Margaret impidió que continuara.
—Ya sé que tendré que hacer recados, preparar café y responder al teléfono de la oficina. Sé que viviré en una habitación con un hornillo de gas y que compartiré el cuarto de baño con los demás inquilinos. Sé que no me gustará ser pobre, pero me encantará ser libre.
—No sabes nada de nada —replicó él, desdeñoso—. ¿Libre? ¿Tú? Serás como una cría de conejo suelta en una perrera. Voy a decirte lo que no sabes, muchacha: no sabes que te han mimado y consentido toda la vida. Ni siquiera has ido al colegio…
Aquella injusticia arrancó lágrimas de sus ojos y provocó que contraatacara.
—Yo quise ir al colegio —protestó—, ¡pero tú no me dejaste!
Su padre hizo caso omiso de la interrupción.
—Te han lavado la ropa y preparado la comida, acompañado en coche a donde te daba la gana ir, venían niñas a casa para que jugaran contigo, y nunca te has preguntado cómo era posible todo eso…
—¡Claro que sí!
—¡Y ahora quieres vivir sola! ¿Sabes cuánto vale una barra de pan?
—Pronto lo averiguaré.
—No sabes lavarte ni las bragas. Nunca has subido a un autobús. Nunca has dormido sola en una casa. No sabes poner a punto un despertador, disponer una ratonera, lavar platos, cocer un huevo… ¿Sabrías cocer un huevo? ¿Sabes cómo se hace?
—¿Y de quién es la culpa? —sollozó Margaret.
Él continuó, implacable, convertido su rostro en una máscara de desprecio y cólera.
—¿De qué vas a servir en una oficina? No puedes preparar el té… ¡porque no sabes cómo se hace! En tu vida has visto un archivador. Nunca te has quedado en un sitio de nueve de la mañana a cinco de la tarde. Te aburrirás y saldrás pitando. No durarás ni una semana.
Estaba expresando las preocupaciones secretas de Margaret, por eso la joven se sentía tan abatida. En el fondo de su corazón, tenía miedo de que él estuviera en lo cierto: sería incapaz de vivir sola, la despedirían del trabajo. Aquella voz implacablemente burlona, que predecía sin el menor asomo de duda la realización de sus peores temores, estaba destruyendo sus sueños, al igual que el mar destruye un castillo de arena. Margaret se puso a llorar y las lágrimas resbalaron sobre su cara.
—Esto es demasiado… —oyó que Harry decía.
—Déjalo que siga —dijo.
Harry no podía luchar por ella en esta batalla: era entre ella y su padre.
Papá continuó su diatriba, el rostro purpúreo, agitando el dedo, elevando cada más el tono de voz.
—Boston no es como el pueblo de Oxenford, ya lo sabes. La gente allí no se ayuda mutuamente. Te pondrás enferma y médicos que ni siquiera han terminado la carrera te envenenarán. Caseros judíos te robarán hasta el último centavo y negros zarrapastrosos te violarán. En cuanto a tu idea de alistarte en el ejército…
—Miles de chicas se han alistado en el SAT —dijo Margaret, pero su voz se había reducido a un débil susurro.
—Pero no son chicas como tú. Chicas duras, tal vez, acostumbradas a levantarse temprano y a barrer suelos, pero no adolescentes mimadas. Dios quiera que no te encuentres en algún tipo de peligro… ¡Te convertirás en gelatina!
Recordó su penosa reacción durante el apagón —asustada indefensa y presa del pánico— y se sintió abrumada de vergüenza. Él tenía razón, se convertiría en gelatina. Pero no siempre sería timorata y débil. Papá había hecho lo posible por transformarla en un ser dependiente e inepto, pero ella estaba firmemente decidida a forjar su propia personalidad y mantuvo viva aquella llama de esperanza, a pesar de que las embestidas de papá minaban sus defensas.
Él apuntó un dedo hacia ella, con los ojos a punto de salírsele de las órbitas.
—No durarás ni una semana en una oficina, y no durarías ni un día en el SAT —persistió—. Eres demasiado blanda. Se reclinó en el asiento, con aspecto satisfecho.
Harry se sentó al lado de Margaret. Sacó un pañuelo de hilo y le secó las mejillas con ternura.
—En cuanto a usted, joven petimetre… —dijo papá.
Harry se levantó de su asiento como impulsado por un resorte y se precipitó hacia papá. Margaret se quedó sin aliento, pensando que iba a producirse una pelea.
—No se atreva a hablarme de esa manera —dijo Harry—. No soy una chica. Soy un hombre hecho y derecho, y si me insulta le aplastaré su cabezota.
Papá se sumió en el silencio.
Harry dio la espalda a papá y volvió a sentarse al lado de Margaret.
Margaret estaba disgustada, pero en el fondo de su corazón palpitaba una sensación de triunfo. Le había dicho que se marchaba. Él se había enfurecido y mofado, consiguiendo que llorara, pero no había logrado disuadirla: Margaret persistía en su idea de marcharse.
Sin embargo, había conseguido alentar una duda. A Margaret le preocupaba mucho carecer del coraje necesario para llevar adelante sus planes, temerosa de que la angustia la paralizase en el último momento. Papá había avivado esa duda con sus burlas y desprecios. Margaret nunca había hecho nada valeroso en su vida; ¿lo haría ahora? Sí, lo haré, pensó. No soy tan blanda, y lo voy a demostrar.
Papá la había desanimado, pero sin conseguir que cambiara de idea. Sin embargo, no era probable que ya se hubiera rendido. Miró por encima del hombro de Harry. Papá tenía la vista dirigida hacia la ventana, con una expresión maligna en el rostro. Elizabeth le había desafiado, pero él la había expulsado del seno de la familia, a la cual quizá no volvería a ver.
¿Qué horrible venganza estaría maquinando para Margaret?