19

Nancy Lenehan consideraba perturbador estar acostada en una habitación que compartía con un completo desconocido.

Como Mervyn Lovesey le había asegurado, la suite nupcial tenía literas, a pesar de su nombre. Sin embargo, no había logrado que la puerta estuviera abierta de forma permanente, por culpa de la tempestad; por más que se esforzaba, la puerta se cerraba una y otra vez, hasta que ambos llegaron a la conclusión de que era menos embarazoso dejarla cerrada que hacer equilibrios para mantenerla abierta.

Nancy había hecho lo posible por seguir de pie. Estuvo tentada de instalarse en el salón durante toda la noche, pero era un lugar incómodamente masculino, lleno de humo de cigarrillos, aroma a whisky y las carcajadas y maldiciones de los jugadores. Tuvo la sensación de que todos la miraban. Al final, no le quedó otra solución que irse a la cama.

Apagaron las luces y se metieron en sus literas. Nancy se tendió con los ojos cerrados, pero no tenía sueño. La copa de coñac que el joven Harry Marks le había conseguido no sirvió de gran ayuda. Estaba tan despejada como si fueran las nueve de la mañana.

Intuía que también Mervyn seguía despierto. Oía todos sus movimientos en la litera de arriba. Al contrario que las demás, las de la suite nupcial carecían de cortinas, y sólo la oscuridad le procuraba cierta privacidad.

Mientras yacía despierta pensó en Margaret Oxenford, tan joven e ingenua, tan insegura e idealista. Presentía que bajo la superficie vacilante de Margaret bullía una gran pasión, y se identificaba con ella en ese sentido. También Nancy se había peleado con sus padres o, al menos, con su madre. Mamá quería que se casara con un chico perteneciente a una antigua familia de Boston, pero Nancy se enamoró a los dieciséis años de Sean Lenehan, un estudiante de Medicina cuyo padre, ¡horror!, era el capataz de la fábrica de papá. Mamá libró una dura campaña contra Sean durante meses, relatando espantosas habladurías acerca de él y otras chicas, vertiendo calumnias sobre sus padres, enfermando y atrincherándose en su lecho sólo para volver a levantarse y sermonear a su hija por su egoísmo e ingratitud. Nancy sufrió durante el proceso, pero se mantuvo firme, y al final se casó con Sean y le amó con todo su corazón hasta el día en que murió.

Margaret carecía de la fortaleza de Nancy. «Tal vez he sido un poco ruda con ella», pensó, diciéndole que si no estaba de acuerdo con su padre se marchara de casa. Sin embargo, daba la impresión de necesitar que alguien le aconsejara dejar de gimotear y comportarse como una persona adulta. ¡A su edad yo ya tenía dos hijos!

Le había ofrecido ayuda práctica, tanto como consejos sensatos. Confiaba en poder cumplir su promesa y proporcionarle un empleo a Margaret.

Todo dependía de Danny Riley, el antiguo réprobo que controlaba el equilibrio del poder en la batalla contra su hermano. El problema volvió a preocupar a Nancy. ¿Se habría puesto Mac en comunicación con Danny? De ser así, ¿cómo habría digerido la historia de que se iba a investigar uno de sus antiguos delitos? ¿Sospecharía que se trataba de un montaje para presionarle, o estaría asustado? Dio vueltas en la cama mientras pasaba revista a todas las preguntas sin respuesta. Ojalá pudiera hablar con Mac en la siguiente escala, Botwood, en Terranova. Quizá podría desvelar parte de la intriga.

El avión no paraba de saltar y oscilar, aumentando el nerviosismo y la inquietud de Nancy, y los movimientos empeoraron al cabo de una o dos horas. Nunca había tenido miedo en un avión, pero, por otra parte, jamás había vivido la experiencia de una tormenta tan fuerte. Se aferró a los bordes de la litera cuando el viento zarandeó el poderoso aparato. Se había enfrentado sola a muchas cosas desde la muerte de su marido, y se dijo que no debía desfallecer, pero la idea de que las alas se rompieran o los motores quedaran destruidos, precipitándoles al mar, la aterrorizaba. Cerró los ojos con fuerza y mordió la almohada. De pronto, dio la impresión de que el avión caía en picado. Esperó a que el descenso terminara, pero siguió y siguió. No pudo reprimir un sollozo de miedo. Por fin, se oyó un golpe sordo y el avión pareció enderezarse.

Un momento después, sintió la mano de Mervyn sobre su hombro.

—Sólo es una tormenta —dijo, con su preciso acento británico—. Las he vivido peores. No hay nada que temer.

Ella encontró su mano y la aferró con desesperación. Mervyn se sentó en el borde de la litera y le acarició el pelo durante los momentos en que el avión se mantuvo estable. Nancy continuaba asustada, pero el contacto de otra mano la ayudó a sentirse mejor.

No supo cuánto rato permanecieron así. Por fin, la tormenta se apaciguó. Recobró sus energías y soltó la mano de Mervyn. No sabía qué decir. Por suerte, el hombre se levantó y salió de la habitación.

Nancy encendió la luz y saltó de la cama. Se irguió temblorosa, cubrió su salto de cama negro con una bata de seda azul y se sentó ante el tocador. Se cepilló el pelo, lo cual siempre la serenaba. Estaba violenta por haberle cogido la mano. Se había olvidado del decoro, agradeciendo que alguien la consolara, pero ahora se sentía extraña. La aliviaba el hecho de que él lo fuera lo bastante sensible para dejarla sola durante unos minutos.

Volvió con una botella de coñac y dos copas. Las llenó y pasó una a Nancy. Ésta sostuvo la copa en una mano y se agarró al tocador con la otra: el avión seguía sacudiéndose.

Su desazón habría sido mayor de no llevar Mervyn aquel cómico camisón. Estaba ridículo, y él lo sabía, pero se comportaba con tanta dignidad como si se paseara con su traje de chaqueta cruzada, lo cual acentuaba aún más la faceta divertida de la situación. Era un hombre que no temía el ridículo. A ella le gustó la forma en que llevaba el camisón.

Nancy sorbió su coñac. El cálido licor contribuyó a tranquilizarla, y bebió un poco más.

—Ha ocurrido algo extraño —comentó Mervyn—. Cuando iba al lavabo de caballeros, salió otro pasajero, con el aspecto de estar muerto de miedo. Al entrar, vi que la ventana estaba rota, y de pie en medio del lavabo se hallaba el mecánico, con aire de culpabilidad. Me contó la increíble historia de que un pedazo de hielo había chocado contra el cristal, pero a mí me dio la impresión de que los dos hombres se habían peleado.

Nancy le agradeció que hablara de algo, en lugar de quedarse sentados en silencio, pensando en que se habían cogido de la mano.

—¿Quién es el mecánico? —preguntó.

—Un tipo atractivo, más o menos de mi estatura, cabello rubio.

—Ya sé quién es. ¿Y el pasajero?

—No sé cómo se llama. Un hombre de negocios, que viaja solo, vestido con un traje gris claro.

Mervyn se levantó y sirvió más coñac.

La bata de Nancy sólo la cubría hasta las rodillas, y se sentía casi desnuda con los tobillos y los pies al descubierto. Recordó de nuevo que Mervyn perseguía frenéticamente a su adorada esposa, y que no tenía ojos para nadie más. Ni siquiera se daría cuenta si veía a Nancy desnuda de pies a cabeza. Estrecharle la mano había sido un gesto puramente amistoso de un ser humano a otro, así de sencillo. Una voz cínica le dijo, desde el fondo de su mente, que coger la mano del marido de otra mujer pocas veces era sencillo y nunca puro, pero no hizo caso.

—¿Tu mujer aún está enfadada contigo? —preguntó, por decir algo.

—Como un gato con un ratón —respondió Mervyn.

Nancy sonrió al recordar la escena que había encontrado en la suite cuando volvió a cambiarse: la mujer de Mervyn chillaba a su marido, y el amante la chillaba a ella, mientras Nancy observaba desde la puerta. Diana y Mark se habían callado al instante y abandonado la habitación, con aspecto avergonzado, para continuar su trifulca en otra parte. Nancy se había abstenido de hacer comentarios porque no quería que Mervyn pensara que se reía de su situación. Sin embargo, no tuvo reparos en formularle preguntas personales: las circunstancias habían forzado la intimidad entre ellos.

—¿Volverá contigo?

—No lo sé. Ese tipo que va con ella… Creo que es un lechuguino, pero tal vez sea eso lo que ella desee.

Nancy asintió con la cabeza. Los dos hombres, Mark y Mervyn, no podían ser más diferentes. Mervyn era alto y dominante, moreno, bien parecido y rudo. Mark era mucho más blando, de ojos color avellana y pecoso, con una expresión irónica permanente en su cara redonda.

—No me gustan los hombres de aspecto juvenil, pero a su manera es atractivo —dijo.

En realidad, estaba pensando: si Mervyn fuera mi marido, no lo cambiaría por Mark, pero sobre gustos no hay nada escrito.

—Sí. Al principio, pensé que Diana se estaba portando como una idiota, pero ahora que le he conocido no estoy tan seguro. —Mervyn se quedó pensativo unos instantes, y después cambió de tema—. ¿Y tú? ¿Vas a presentar batalla a tu hermano?

—Creo que he descubierto su punto débil —dijo Nancy con sombría satisfacción, pensando en Danny Riley—. Estoy en ello.

Mervyn sonrió.

—Cuando miras de esa forma, creo que prefiero tenerte por amiga antes que por enemiga.

—Es por mi padre. Yo le quería con locura, y la empresa es lo único que me queda de él. Es como un monumento en su memoria, y aún más, porque lleva la impronta de su personalidad hasta en el menor detalle.

—¿Cómo era?

—Uno de esos hombres al que nadie olvida jamás. Era alto, de cabello negro y voz potente, y sabías en cuanto le veías que era un hombre enérgico. Sabía el nombre de todos sus empleados, si sus esposas enfermaban y si sus hijos salían adelante en el colegio. Pagó la educación de incontables hijos de obreros, que ahora son abogados o contables; sabía ganarse la lealtad de la gente. En ese sentido era anticuado…, paternalista. Tenía el mejor cerebro para los negocios que he conocido. En plena Depresión, cuando las fábricas cerraban a lo largo y ancho de Nueva Inglaterra, seguíamos contratando trabajadores, porque nuestras ventas subían. Comprendió el poder de la publicidad antes que ningún fabricante de zapatos, y lo utilizó con brillantez. Le interesaba la psicología, cómo motivar a la gente. Tenía la habilidad de arrojar luz sobre cualquier problema que le presentaras. Le echo de menos cada día. Le echo de menos casi tanto como a mi marido. —De repente, la ira se apoderó de ella—. Y no me quedaré cruzada de brazos, viendo a mi inútil hermano destruir el trabajo de toda su vida. —Se removió inquieta en el asiento al recordar sus angustias—. Estoy intentando presionar a un accionista, pero no sabré si he tenido éxito hasta…

No terminó la frase. El avión fue atrapado por la turbulencia más violenta hasta el momento y se sacudió como un caballo salvaje. Nancy dejó caer la copa y se aferró al tocador con ambas manos. Mervyn intentó sujetarse con los pies, pero no pudo, y cayó al suelo cuando el avión se inclinó a un lado, golpeándose contra la mesita de café.

El avión se estabilizó. Nancy extendió la mano para ayudar a Mervyn.

—¿Estás bien? —preguntó.

Entonces, el avión osciló de nuevo. Nancy resbaló, perdió el apoyo y se desplomó sobre Mervyn.

Al cabo de un momento, Mervyn lanzó una carcajada.

Nancy tenía miedo de que se hubiera hecho daño, pero ella pesaba poco y él era muy grande. Estaba tendida sobre él, y los dos dibujaban una X en la alfombra color terracota. El avión se enderezó. Nancy se irguió y le miró. ¿Estaba histérico, o sólo divertido?

—Debemos parecer un par de tontos —dijo Mervyn, y volvió a reír.

Su risa era contagiosa. Por un momento, Nancy olvidó las tensiones acumuladas de las últimas veinticuatro horas: la traición de su hermano, el amago de colisión con el avión de Mervyn, su embarazosa situación en la suite matrimonial, la desagradable discusión acerca de los judíos en el comedor, su estupor ante la cólera de la esposa de Mervyn, el miedo a la tormenta. De pronto se dio cuenta de que había algo muy cómico en estar sentada en el suelo, vestida con ropa de cama, en compañía de un extraño, mientras el avión se agitaba salvajemente. Ella también se puso a reír.

El siguiente bandazo del avión les arrojó a uno en brazos del otro. Se encontró presa entre los brazos de Mervyn, sin dejar de reír. Se miraron.

De repente, ella le besó.

Su sorpresa fue mayúscula. Jamás había cruzado por su cabeza la idea de besarle. Ni siquiera estaba segura de si le gustaba. Se le antojó un impulso insólito.

El se quedó estupefacto, pero lo superó enseguida y le devolvió el beso con entusiasmo. No vaciló ni un momento; se inflamó en un abrir y cerrar de ojos.

Al cabo de unos instantes, ella le apartó, jadeando.

—¿Qué ha pasado? —fue su estúpida pregunta.

—Me has besado —replicó él, con aspecto complacido.

—No era mi intención.

—Me alegro de que lo hicieras, de todos modos —dijo Mervyn, y volvió a besarla.

Ella quería rechazarle, pero Mervyn la abrazaba con mucha fuerza y la voluntad de ella flaqueó. Notó que él deslizaba la mano por debajo de su bata, y se puso rígida, por temor a que sus pechos pequeños le decepcionaran. Su gran mano se cerró sobre su pecho redondo y diminuto, y Mervyn emitió un sonido gutural. Las yemas de sus dedos buscaron el pezón, y Nancy volvió a sentir preocupación: sus pezones eran enormes, pues había dado de mamar a sus hijos. Pechos pequeños y pezones grandes. Se consideraba peculiar, casi deforme, pero Mervyn no demostró desagrado, sino todo lo contrario. La acarició con sorprendente suavidad, y ella se abandonó a las deliciosas sensaciones. Había pasado mucho tiempo desde la última vez.

¿Qué estoy haciendo?, pensó de súbito. Soy una viuda respetable, y estoy revolcándome por el suelo de un avión con un hombre al que conocí ayer. ¿Qué me ha pasado?

—¡Basta! —exclamó en tono perentorio. Se apartó, reincorporándose. El salto de cama dejaba al descubierto sus rodillas. Mervyn acarició su muslo desnudo—. Basta —repitió, apartándole la mano.

—Como quieras —dijo Mervyn, muy a regañadientes—, pero si cambias de opinión, estaré preparado.

Nancy echó un vistazo al bulto que su erección formaba en el camisón. Desvió la vista al instante.

—Ha sido culpa mía —dijo, aún jadeante por los besos—, pero fue una equivocación. Sé que estoy actuando como una calientabraguetas. Perdona.

—No te disculpes. Es lo más agradable que me ha pasado en muchos años.

—Pero quieres a tu mujer, ¿verdad? —le espetó ella. Mervyn se encogió.

—Eso pensaba. Ahora estoy un poco confuso, si quieres que te diga la verdad.

Así se sentía Nancy exactamente: confusa. Después de diez años de soltería, descubría que se moría de ganas de abrazar a un hombre al que apenas conocía.

Pero le conozco, pensó. Le conozco muy bien. He recorrido un largo camino con él y nos hemos confesado nuestras penas. Sé que es áspero, arrogante y orgulloso, pero también apasionado, leal y fuerte. Me gusta a pesar de sus defectos. Le respeto. Es terriblemente atractivo, aunque lleve un camisón a rayas. Y me cogió la mano cuando estaba asustada. Sería maravilloso tener a alguien que me cogiera la mano siempre que estuviera asustada.

Como si Mervyn hubiera leído su mente, volvió a tocarle la mano. Esta vez la giró y besó su palma. Le puso la piel de gallina. Al cabo de unos momentos, la atrajo hacia sí y la besó en la boca.

—No hagas eso —susurró ella—. Si empezamos otra vez no podré parar.

—Tengo miedo de que si paramos ahora no volvamos a empezar jamás —murmuró él, con voz ronca de pasión.

Ella presintió la formidable pasión que alentaba en Mervyn, apenas contenida, y eso atizó más la llama de su deseo. Se había citado demasiadas veces con hombres débiles y obsequiosos que deseaban proporcionarle seguridad, hombres que se rendían con excesiva facilidad cuando ella rechazaba sus requerimientos. Mervyn iba a ser insistente, muy insistente. La deseaba, y la deseaba ahora. Ella anhelaba entregarse.

Sintió su mano bajo el salto de cama; sus dedos acariciaron la suave piel de la parte interna del muslo. Nancy cerró los ojos y, casi de forma involuntaria, abrió las piernas. Ésa era toda la invitación que él necesitaba. Un momento después, la mano encontró su sexo, y ella gimió. Nadie le había hecho esto desde que su marido murió. Este pensamiento la abrumó de tristeza. Oh, Sean, te echo de menos, pensó, nunca me permitiré reconocer cuánto te echo de menos. No se había sentido muy apenada desde el funeral. Las lágrimas desbordaron sus párpados cerrados y resbalaron sobre su rostro. Mervyn la besó y saboreó sus lágrimas.

—¿Qué pasa? —murmuró.

Nancy abrió los ojos. Vio su rostro, borroso a causa de las lágrimas, hermoso y preocupado; vio también el salto de cama recogido alrededor de su cintura, y la mano de Mervyn entre sus muslos. Cogió su muñeca y le apartó la mano con suavidad, pero también con firmeza.

—No te enfades, por favor —suplicó.

—No me enfadaré, pero dime que te pasa.

—Nadie me ha tocado ahí desde que Sean murió, y eso me ha hecho pensar en él.

—Tu marido.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Cuánto hace?

—Diez años.

—Mucho tiempo.

—Soy fiel. —Le dirigió una sonrisa velada por las lágrimas—. Como tú.

Mervyn suspiró.

—Tienes razón. Me he casado dos veces, y ésta es la primera vez que estoy a punto de ser infiel. Estaba pensando en Diana y ese tío.

—¿Estamos locos?

—Tal vez. Deberíamos dejar de pensar en el pasado, vivir el momento, preocuparnos sólo del presente inmediato.

—Quizá tengas razón —dijo ella, besándole de nuevo.

El avión se bamboleó como si hubiera chocado con algo. Se dieron un golpe en la cara y las luces parpadearon. El aparato se sacudió y osciló. Nancy dejó de pensar en besos y se aferró a Mervyn para conservar el equilibrio.

Cuando la turbulencia se apaciguó un poco, Nancy vio que el labio de Mervyn sangraba.

—Me has mordido —dijo él, con una sonrisa burlona.

—Lo siento.

—Yo no. Confío en que me deje una cicatriz.

Ella le abrazó con fuerza, invadida por un oleada de ternura.

Se tendieron juntos en el suelo mientras la tormenta rugía a su alrededor. Mervyn aprovechó la tregua siguiente para decir:

—Intentemos llegar a la litera… Estaremos más cómodos que sobre esta alfombra.

Nancy asintió. Gatearon por el suelo hasta trepar a la litera de ella. Mervyn se tendió a su lado. La rodeó con sus brazos y Nancy se apretó contra su camisón.

Cada vez que las turbulencias empeoraba, ella le abrazaba con fuerza, como un marinero atado a un mástil. Cuando los movimientos se suavizaban, aflojaba su presa, y él la acariciaba.

En algún momento, Nancy se sumió en un sueño profundo.

La despertó una llamada a la puerta y una voz que gritó:

—¡Mozo!

Abrió los ojos y se dio cuenta de que yacía en brazos de Mervyn.

—Oh, Dios mío —exclamó, presa del pánico. Se incorporó y miró frenéticamente a su alrededor.

Mervyn apoyó la mano en su hombro para tranquilizarla.

—Espere un momento, mozo —respondió, en tono autoritario.

—Tómese su tiempo, señor —dijo una voz asustada.

Mervyn saltó de la cama, se puso en pie y cubrió a Nancy con las mantas. Ella le dirigió una mirada de gratitud y se dio la vuelta, fingiendo que dormía, para no tener que mirar al mozo.

Oyó que Mervyn abría la puerta y el mozo entraba.

—¡Buenos días! —saludó, risueño. Nancy olió el aroma a café recién hecho—. Son las nueve y media de la mañana, hora de Inglaterra, las cuatro y media de la madrugada en Nueva York, y las seis en punto en Terranova.

—¿Ha dicho que son las nueve y media en Inglaterra, pero las seis en punto de Terranova? —se extrañó Mervyn—. ¿Van tres horas y media retrasados con respecto a Inglaterra?

—En efecto, señor.

—No sabía que se empleaban medias horas. Debe complicar la vida a la gente que confecciona los horarios de las líneas aéreas. ¿Cuánto tiempo tardaremos en aterrizar?

—Dentro de treinta minutos, y sólo con un retraso de una hora, por culpa de la tormenta.

El camarero salió y cerró la puerta.

Nancy se dio la vuelta. Mervyn abrió las persianas. Era de día. Ella le miró mientras servía el café, y una serie de vívidas imágenes reprodujeron la noche pasada: Mervyn cogiéndole la mano durante la tempestad, los dos cayendo al suelo, la mano de Mervyn sobre su pecho, ella aferrada a su cuerpo mientras el avión oscilaba y se bamboleaba, la forma en que la había acariciado para que durmiera. Santo Dios, pensó, este hombre me gusta un montón.

—¿Cómo lo tomas? —preguntó Mervyn.

—Sin azúcar.

—Igual que yo.

Le tendió una taza.

Ella lo bebió, agradecida. De repente, experimentó curiosidad por saber cientos de cosas acerca de Mervyn. ¿Jugaba al tenis, iba a la ópera, le gustaba ir de compras? ¿Leía mucho? ¿Cómo se anudaba la corbata? ¿Se limpiaba él mismo los zapatos? Mientras le veía beber el café, supo que podía adivinar muchas cosas. Era probable que jugara al tenis, pero no leía muchas novelas y, desde luego, no le gustaba nada ir de compras. Debía ser un buen jugador de póquer y un mal bailarín.

—¿Qué piensas? —preguntó él—. Me miras como si te estuvieras preguntando si vale la pena proponerme un seguro de vida.

Nancy rió.

—¿Qué tipo de música te gusta?

—Carezco de oído. Cuando era un crío, antes de la guerra, el ragtime hacía furor en las salas de baile. Me gustaba el ritmo, aunque no sabía bailar mucho. ¿Y a ti?

—Oh, yo bailaba… Tenía que hacerlo. Cada sábado por la mañana iba a una escuela de baile, con un vestido blanco muy emperifollado y guantes blancos, para aprender bailes de sociedad con chicos trajeados de doce años. Mi madre pensaba que de esta manera se me abrirían las puertas de la alta sociedad de Boston. No fue así, por supuesto, pero a mí no me importó, por suerte. Me interesaba más la fábrica de papá…, para desesperación de mamá. ¿Combatiste en la Gran Guerra?

—Sí. —Una sombra cruzó por su rostro—. Estuve en Ypres, y juré que nunca permitiría que otra generación de jóvenes fuera enviada a la muerte de aquella forma. Pero no me esperaba lo de Hitler.

Ella le dirigió una mirada compasiva. Mervyn levantó la vista. Se miraron a los ojos y ella supo que también él pensaba en los besos y caricias de la noche. De repente, experimentó una intensa turbación. Desvió la vista hacia la ventana y vio tierra. Eso le recordó que cuando llegara a Botwood la esperaba una llamada telefónica que cambiaría su vida, para bien o para mal.

—¡Casi hemos llegado! —exclamó, saltando de la cama—. He de vestirme.

—Deja que salga yo primero. Será más conveniente para ti.

—De acuerdo.

Ya no estaba segura de si le quedaba alguna reputación que proteger, pero no quería expresarlo. Le miró mientras descolgaba su traje y cogía la bolsa de papel que contenía la ropa nueva que había comprado en Foynes, además del camisón: una camisa blanca, calcetines negros de lana y ropa interior gris de algodón. Vaciló en la puerta, y ella adivinó que se estaba preguntando si podía besarla de nuevo. Se acercó a él y alzó la cara.

—Gracias por cobijarme en tus brazos toda la noche —dijo.

Él se inclinó y la besó. Fue un beso suave, apoyando sus labios cerrados sobre los de ella. Permanecieron así unos momentos, y después se separaron.

Nancy abrió la puerta y Mervyn salió.

Suspiró cuando cerró la puerta a su espalda. Creo que podría enamorarme de él, pensó.

Se preguntó si volvería a ver aquel camisón.

Miró por la ventana. El avión perdía altura poco a poco. Tenía que apresurarse.

Se peinó rápidamente ante el tocador, cogió su maletín y fue al lavabo de señoras, que estaba al lado de la suite matrimonial. Lulu Bell y otra mujer estaban allí, pero la esposa de Mervyn no, por suerte. Le habría gustado bañarse, pero se conformó con lavarse la cara en el lavabo. Se puso ropa interior y una blusa azul marino limpias bajo el traje rojo. Mientras se vestía, recordó la conversación matutina con Mervyn. Pensar en él la hizo feliz, pero cierta inquietud subsistía bajo la felicidad. ¿Por qué? En cuanto se hizo la pregunta, la respuesta se abrió paso sin dificultad. Mervyn no había hablado de su mujer. Por la noche había confesado que estaba «confuso». Desde entonces, silencio. ¿Quería que Diana regresara? ¿Aún la amaba? Había dormido abrazado a Nancy toda la noche, pero eso no borraba de un plumazo un matrimonio.

¿Qué quiero yo?, se preguntó. Me encantaría volver a ver a Mervyn, desde luego, incluso mantener relaciones con él, pero ¿quiero que rompa su matrimonio por mí? ¿Cómo voy a saberlo, después de una noche de pasión no consumada?

Se quedó inmóvil mientras se aplicaba lápiz de labios y miró su cara en el espejo. Corta, Nancy, se dijo. Ya sabes la verdad. Quieres a este hombre. Es el primero del que te enamoras en diez años. Ya tienes cuarenta y un día y acabas de conocer al Hombre Perfecto. Deja de hacer niñerías y empieza a seducirle.

Se puso perfume Pink Clover y salió del lavabo. Cuando salio vio a Nat Ridgeway y a su hermano Peter, cuyos asientos se hallaban situados junto al lavabo de señoras.

—Buenos días, Nancy —saludó Nat.

Nancy recordó al instante lo que había sentido por este hombre cinco años antes. Sí, pensó, con el tiempo me habría enamorado de él, pero no hubo tiempo. Y tal vez tuve suerte; tal vez él deseaba más a «Black’s Boots» que a mí. Al fin y al cabo, todavía intenta apoderarse de la empresa, pero no de mí. Le saludó con un cortés movimiento de cabeza y entró en su suite.

Habían desmontado las literas, transformándolas otra vez en una otomana. Mervyn estaba sentado, afeitado y vestido con su traje gris y la camisa blanca.

—Mira por la ventana —dijo—. Casi hemos llegado.

Nancy miró y vio tierra. Volaban a escasa altura sobre un espeso bosque de pinos, atravesado por ríos plateados. Mientras miraba, los árboles dieron paso al agua, no a las aguas profundas y oscuras del Atlántico, sino a un sereno estuario gris. Al otro lado se veía un puerto y un puñado de edificios de madera, coronados por una iglesia.

El avión descendió con gran rapidez. Nancy y Mervyn se quedaron sentados con los cinturones abrochados, cogidos de la mano. Nancy casi no notó el impacto cuando el casco hendió la superficie del río, y no estuvo segura de que habían amarado hasta unos instantes después, cuando la espuma cubrió la ventana.

—Bueno —dijo ella—, ya he cruzado el Atlántico.

—Sí. Muy pocos pueden decir lo mismo.

Nancy no se sentía muy animada. Se había pasado la mitad del viaje preocupada por su negocio, la otra mitad cogiendo la mano del marido de otra. Sólo había pensado en el vuelo cuando el tiempo empeoró y se asustó. ¿Qué les diría a los chicos? Querrían saber todos los detalles. Ni siquiera sabía a qué velocidad volaba el avión. Resolvió averiguar ese tipo de cosas antes que llegaran a Nueva York.

Cuando el avión se detuvo, una lancha se acercó. Nancy se puso la chaquetilla, y Mervyn su chaqueta de cuero. La mitad de pasajeros habían decidido salir a estirar las piernas. Los demás seguían acostados, encerrados tras las cortinas azules de sus literas.

Atravesaron el salón principal, caminaron sobre el hidroestabilizador y abordaron la lancha. El aire olía a mar y a madera nueva; habría una serrería en las cercanías. Cerca del malecón del clipper se había parado una barcaza que llevaba escrito en un lado Servicio Aéreo Shell. Hombres cubiertos con monos blancos procedían a llenar los depósitos del avión. En el puerto también había dos enormes cargueros. Las aguas debían ser profundas.

La mujer de Mervyn y su amante se hallaban entre los que habían decidido ir a tierra. Diana miró a Nancy cuando la lancha se dirigió hacia la orilla. Nancy se sintió incómoda y evitó mirarla a la cara, aunque era mucho menos culpable que Diana; al fin y al cabo, Diana había cometido adulterio.

Llegaron a tierra gracias a un muelle flotante, una pasarela y un desembarcadero. A pesar de la hora temprana, se había congregado una pequeña multitud de curiosos. Al final del desembarcadero estaban los edificios de la Pan American, uno grande y dos pequeños, hechos de madera pintada de verde, con adornos de un tono pardo-rojizo. Junto a los edificios se extendía un campo, donde pastaban algunas vacas.

Los pasajeros entraron en el edificio grande y enseñaron su pasaporte a un dormido empleado. Nancy observó que los habitantes de Terranova hablaban de prisa, con un acento más canadiense que irlandés. Había una sala de espera, pero no sedujo a nadie, y todos los pasajeros decidieron explorar el pueblo.

Nancy estaba impaciente por hablar con Patrick MacBride. Iba a pedir un teléfono cuando la llamaron por los altavoces del edificio. Se identificó a un joven ataviado con el uniforme de la Pan American.

—La llaman por teléfono, señora.

El corazón le dio un vuelco.

—¿Dónde está el teléfono? —preguntó, mirando a su alrededor.

—En la oficina de telégrafos de la calle Wireless. Está a un kilómetro de distancia.

¡Un kilómetro de distancia! Apenas podía contener su impaciencia.

—¡Démonos prisa, antes de que la comunicación se corte! ¿Tiene un coche?

El empleado la miró tan sorprendido como si le hubiera pedido una nave espacial.

—No, señora.

—Pues iremos a pie. Enséñeme el camino.

Nancy y Mervyn salieron del edificio, precedidos por el mensajero. Subieron una colina y siguieron una carretera de tierra sin cunetas. Ovejas sueltas pastaban por los bordes. Nancy dio gracias por sus cómodos zapatos…, fabricados por «Black’s», evidentemente. ¿Seguiría siendo suya la empresa mañana por la noche? Patrick MacBride estaba a punto de decírselo. La espera era insoportable.

Al cabo de unos diez minutos llegaron a otro edificio de madera pequeño y entraron. Invitaron a Nancy a tomar asiento en una silla, frente al teléfono. Se sentó y descolgó el aparato con mano temblorosa.

—Nancy Lenehan al habla.

—Llamada desde Boston —dijo la operadora.

Se produjo una larga pausa.

—¿Nancy? ¿Eres tú? —oyó por fin.

Al contrario de lo que esperaba, no era Mac, y tardó un momento en reconocer la voz.

—¡Danny Riley! —exclamó.

—¡Nancy, tengo problemas y has de ayudarme!

Nancy apretó el teléfono con más fuerza. Parecía que su plan había funcionado. Procuró que su voz sonara serena, casi aburrida, como si la llamada la molestara.

—¿Qué clase de problemas, Danny?

—¡Me han llamado por aquel viejo caso!

¡Estupenda noticia! Mac había asustado a Danny. El pánico se aparentaba en su voz. Eso era lo que ella quería, pero fingió no saber de qué hablaba.

—¿Qué caso? ¿A qué te refieres?

—Ya lo sabes. No puedo hablar de eso por teléfono.

—Si no puedes hablar de eso por teléfono, ¿por qué me llamas?

—¡Nancy! ¡Deja de tratarme como a una mierda! ¡Te necesito!

—De acuerdo, cálmate —estaba bastante asustado. Ahora, debía utilizar su miedo para manipularle—. Dime exactamente qué ha pasado. Olvídate de nombres y direcciones. Me parece saber de qué caso estás hablando.

—Guardas todos los viejos documentos de tu padre, ¿verdad?

—Claro, en la caja fuerte de mi casa.

—Es posible que alguien te pida permiso para examinarlos.

Danny estaba contando a Nancy la historia que ella había fraguado. De momento, la trampa funcionaba a la perfección.

—No sé por qué te preocupas… —dijo Nancy, en tono desenvuelto.

—¿Cómo puedes estar segura? —la interrumpió Danny, frenético.

—No sé…

—¿Los has examinado todos?

—No, hay muchos, pero…

—Nadie sabe lo que contienen. Tendrías que haberlos quemado hace años.

—Supongo que tienes razón, pero nunca pensé… ¿Quién quiere examinarlos?

—Se trata de una investigación impulsada por el Colegio de Abogados.

—¿Les ampara la ley?

—No, pero negarme no me beneficiará.

—¿Y a mí sí?

—Tú no eres abogado. No pueden presionarte.

Nancy hizo una pausa, fingiendo vacilar, manteniéndole en vilo un momento más.

—Entonces, no hay ningún problema —dijo por fin.

—¿Te negarás al registro?

—Haré algo mejor. Lo quemaré todo mañana.

—Nancy… —Daba la impresión de que iba a llorar—. Nancy, eres una amiga de verdad.

—Ni se me hubiera ocurrido hacer otra cosa —dijo, sintiéndose hipócrita.

—Te lo agradezco muchísimo. No sé cómo darte las gracias.

—Bueno, ya que lo mencionas, sí hay algo que puedes hacer por mí. —Se mordió el labio. Era el momento crucial—. ¿Sabes por qué regreso con tantas prisas?

—No lo sé. He estado tan preocupado por lo otro… —Peter está intentando vender la empresa a mis espaldas. Se produjo un silencio al otro extremo de la línea.

—Danny, ¿sigues ahí?

—Claro que sí. ¿Tú no quieres vender la empresa?

—¡No! El precio es ridículo y me quedaré sin empleo en la nueva empresa… Claro que no quiero vender. Peter sabe que es un trato espantoso, pero lo hace para perjudicarme.

—¿Un trato espantoso? La empresa no funcionaba demasiado bien últimamente.

—Sabes por qué, ¿verdad?

—Supongo…

—Anda, dilo. Peter es un director espantoso.

—Bien…

—En lugar de permitirle que venda la empresa por cuatro chavos, ¿por qué no le despedimos? Dejadme tomar las riendas. Puedo invertir la situación, y tú lo sabes. Después, cuando ya ganemos dinero, podremos volver a pensar en vender… a un precio mucho más elevado.

—No lo sé.

—Danny, acaba de estallar una guerra en Europa y eso significa que los negocios subirán como la espuma. Venderemos zapatos con más rapidez que los fabricaremos. Si esperamos dos o tres años a vender la empresa, obtendremos el doble o el triple que ahora.

—Pero la asociación con Nat Ridgeway sería beneficiosa para mi bufete.

—Olvida lo que es beneficioso… Te estoy pidiendo que me ayudes.

—La verdad es que no sé si va en pro de tus intereses.

Maldito mentiroso, quiso decir Nancy, estás pensando en tus intereses, pero se mordió la lengua.

—Sé que es lo mejor para todos.

—Muy bien, lo pensaré.

Eso no bastaba. Tendría que enseñar sus cartas.

—Te acuerdas de los documentos de papá, ¿verdad? Contuvo el aliento.

Danny habló en voz más baja y con mayor lentitud.

—¿Qué quieres decir?

—Te pido que me ayudes a cambio de mi ayuda. Sé que eres experto en este tipo de cosas.

—Creo que lo entiendo. Suele llamársele chantaje. Nancy vaciló, pero enseguida recordó con quién estaba hablando.

—Cosa que tú no has parado de hacer en toda la vida, bastardo hipócrita.

—Tocado, nena —rió Danny. Un pensamiento acudió a su mente—. No habrás impulsado esa investigación tú misma, con el fin de presionarme, ¿verdad?

Se había acercado peligrosamente a la verdad.

—Eso es lo que tú habrías hecho, lo sé, pero no responderé a más preguntas. Todo lo que necesitas saber es que si votas a mi favor mañana, te habrás salvado; de lo contrario, tendrás problemas.

Ahora le estaba amenazando, algo que él podía entender muy bien. ¿Se rendiría, o la desafiaría?

—No puedes hablarme así. Te conozco desde que llevabas pañales.

Nancy suavizó el tono.

—¿No te basta eso para ayudarme?

Se produjo una larga pausa.

—No me queda otra elección, ¿verdad? —dijo Danny por fin.

—Creo que no.

—Muy bien —aceptó a regañadientes—. Te apoyaré mañana, si te ocupas del otro asunto.

Nancy casi lloró de alivio. Lo había logrado. Había conseguido que Danny cambiara de opinión. Iba a ganar. «Black’s Boot’s» seguiría siendo suya.

—Me alegro, Danny —dijo una voz débil.

—Tu padre dijo que esto pasaría.

Nancy no comprendió el inesperado comentario.

—¿A qué te refieres?

—Tu padre quería que Peter y tú os pelearais.

Nancy captó en su voz una nota de astucia muy sospechosa. Danny detestaba rendirse a ella y quería ahondar la separación. Nancy se resistía a proporcionarle aquella satisfacción, pero la curiosidad se sobrepuso a la cautela.

—¿De qué coño hablas?

—Siempre dijo que los hijos de los ricos salían malos hombres de negocios, porque no habían pasado hambre. Estaba muy preocupado por ese motivo… Pensaba que echarías por tierra todo cuanto él había conseguido.

—Nunca me dijo nada parecido —replicó ella, suspicaz.

—Por eso arregló las cosas para que os pelearais. Te preparó para que tomaras el control después de su muerte, pero nunca te puso en el puesto, y le dijo a Peter que su trabajo consistiría en dirigir la empresa. De esta forma tendrías que enfrentarte con él, y el más fuerte vencería.

—No me lo creo —dijo Nancy, sin tanta seguridad como aparentaba. Danny estaba irritado porque había dado al traste con sus planes, y reaccionaba de manera desagradable para desahogarse. Sin embargo, eso no demostraba que estuviera mintiendo. Nancy sintió un escalofrío.

—Puedes creer lo que te dé la gana —continuó Danny—. Te estoy diciendo lo que tu padre me contó.

—¿Papá le dijo a Peter que le quería en el puesto de presidente?

—Por supuesto. Si no me crees, pregúntaselo a Peter.

—Si no te creo a ti, tampoco voy a creer a Peter.

—Nancy, te conocí cuando tenías dos días —dijo Danny, con voz cansada—. Te he conocido durante toda tu vida y la mayor parte de la mía. Eres una buena persona, de carácter fuerte, como tu padre. No quiero discutir contigo de negocios o de lo que sea. Lamento haber sacado el tema a colación.

Ahora sí que le creyó. Su voz delataba auténtico pesar, lo cual parecía demostrar que era sincero. Esta revelación la conmocionó. Se sintió débil y algo aturdida. Calló unos momentos, intentando recobrar la serenidad.

—Supongo que nos veremos en la junta de accionistas —dijo Dany.

—Muy bien.

—Adiós, Nancy.

—Adiós, Danny.

Nancy colgó.

—¡Por Dios que has estado brillante! —dijo Mervyn. Ella esbozó una sonrisa.

—Gracias.

Mervyn lanzó una carcajada.

—Me refiero a la forma en que le manejaste…, sin darle la menor oportunidad. El pobre diablo ni siquiera sabía de dónde venían los tiros…

—Cierra el pico —dijo Nancy.

Mervyn la miró como si le hubiera abofeteado.

—Como quieras —respondió, tirante.

Nancy se arrepintió al instante.

—Perdóname —dijo, acariciándole el brazo—. Al final, Danny ha dicho algo que me ha dejado de una pieza.

—¿Quieres contármelo? —preguntó Mervyn con cautela.

—Ha dicho que mi padre preparó de antemano este enfrentamiento entre Peter y yo para que el más fuerte se hiciera con el control de la empresa.

—¿Y le has creído?

—Sí, y eso es lo peor. Tal vez sea cierto. Nunca lo había pensado, pero explica muchas cosas sobre mi hermano y yo.

Mervyn cogió su mano.

—Estás apenada.

—Sí. —Nancy le acarició los escasos pelos negros que crecían sobre sus dedos—. Me siento como un personaje de película, interpretando un papel que ha sido escrito por otra persona. He sido manipulada durante años, y me duele ni siquiera estoy segura de querer ganar esta batalla contra Peter, sabiendo que fue arreglada de antemano hace mucho tiempo.

Él asintió con la cabeza, comprendiendo sus sentimientos.

—¿Qué te gustaría hacer?

Nancy supo la respuesta en cuanto Mervyn terminó de formular la pregunta.

—Me gustaría escribir yo misma el guión; eso es lo que me gustaría hacer.