17

Margaret Oxenford estaba enfadada y avergonzada. Tenía la certeza de que los demás pasajeros la miraban y pensaban en la espantosa escena del comedor, dando por sentado que compartía las horribles ideas de su padre. Tenía miedo de mirarles a la cara.

Harry Marks había rescatado los restos de su dignidad. Se había comportado con inteligencia y comprensión al entrar, apartarle la silla y ofrecerle el brazo al salir; un gesto insignificante, casi tonto, pero para ella había representado un mundo de diferencia.

De todos modos, sólo le quedaba un vestigio de autoestima, y hervía de resentimiento hacia su padre, por ponerla en una situación tan vergonzosa.

Un frío silencio reinaba en el compartimento dos horas después de la cena. Cuando el tiempo empeoró, mamá y papá se retiraron para cambiarse.

—Vamos a disculparnos —dijo Percy, sorprendiéndola. Su primer pensamiento fue que sólo serviría para aumentar su embarazo y humillación.

—Creo que me falta valor —contestó.

—Bastará con acercarnos al barón Gabon y al profesor Hartmann y decirles que sentimos mucho la grosería de papá.

La idea de mitigar en parte la ofensa de su padre era muy tentadora. Después, se sentiría mejor.

—Papá se enfurecerá —dijo.

—No tiene por qué saberlo, pero no me importa si se enfada. Creo que se ha pasado. Ya no le tengo miedo.

Margaret se preguntó si era sincero. Percy, cuando era pequeño, siempre decía que no tenía miedo, cuando en realidad estaba aterrorizado. Pero ya no era un niño pequeño.

La idea de que Percy hubiera escapado al control de su padre la preocupaba un poco. Sólo papá podía refrenar a Percy. Sin nadie que reprimiera sus travesuras, ¿qué haría?

—Vamos —la animó Percy—. Hagámoslo ahora. Están en el compartimento número 3. Lo he verificado.

Margaret continuaba vacilando. Pensar en acercarse al hombre que papá había insultado de aquella manera le ponía los pelos de punta. Podía herirles todavía más. Tal vez prefirieran olvidar el incidente lo antes posible, pero quizá se estuvieran preguntando cuánta gente estaba de acuerdo en secreto con papá. Era más importante oponerse a los prejuicios raciales, ¿no?

Margaret decidió acceder. Solía dar muestras de su carácter pusilánime, y siempre se arrepentía. Se levantó, cogiéndose el brazo del asiento para mantener el equilibrio, pues el avión no paraba de sacudirse.

—Muy bien —dijo—. Vamos a disculparnos.

Temblaba un poco de temor, pero la inestabilidad del avión disimulaba sus estremecimientos. Cruzó el salón principal y entró en el compartimento número 3.

Gabon y Hartmann estaban en el lado de babor frente a frente. Hartmann se hallaba absorto en un libro, con su largo y delgado cuerpo curvado, la cabeza inclinada y la nariz ganchuda apuntando a una página llena de cálculos matemáticos. Gabon, aburrido en apariencia, no hacía nada, y fue el primero en verles. Cuando Margaret se detuvo a su lado, aferrándose al respaldo del asiento para no caer, se puso rígido y les miró con hostilidad.

—Hemos venido a disculparnos —se apresuró a explicar Margaret.

—Su valentía me sorprende —dijo Gabon. Hablaba un inglés perfecto, con un acento francés casi inexistente.

No era la reacción que Margaret había esperado, pero no por ello se desanimó.

—Lamento muchísimo lo sucedido, y mi hermano también. Admiro mucho al profesor Hartmann, como dije antes.

Hartmann levantó la cabeza del libro y asintió. Gabon continuaba airado.

—Es demasiado fácil para gente como ustedes pedir disculpas —dijo. Margaret miró al suelo, deseando no haber venido—. Alemania está llena de gente rica y educada que «lamenta muchísimo» lo que está sucediendo allí, pero ¿qué hacen? ¿Qué hacen ustedes?

Margaret enrojeció. No sabía qué decir o hacer.

—Basta, Philippe —intervino Hartmann—. ¿No ves que son jóvenes? —Miró a Margaret—. Acepto sus disculpas, y le doy las gracias.

—Oh, Dios mío —exclamó ella—. ¿He hecho algo que no debía?

—En absoluto —contestó Hartmann—. Ha mejorado un poco las cosas, y se lo agradezco. Mi amigo el barón está terriblemente disgustado, pero creo que al final adoptará también mi punto de vista.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Margaret, abatida. Hartmann asintió con la cabeza.

Margaret se dio la vuelta.

—Lo siento muchísimo —dijo Percy, siguiendo a su hermana.

Regresaron a su compartimento. Davy, el mozo, estaba preparando las literas. Harry había desaparecido, seguramente en el lavabo de caballeros. Margaret decidió acostarse. Cogió la bolsa y se dirigió al lavabo de señoras para cambiarse. Mamá salía en aquel momento, espléndida con su bata color castaño.

—Buenas noches, querida —dijo.

Margaret pasó por su lado sin hablar.

El lavabo estaba abarrotado. Margaret se puso a toda prisa el camisón de algodón y el albornoz. Su indumentaria parecía poco elegante entre las sedas de colores brillantes y las cachemiras de las demás mujeres, pero no le importó. Disculparse, a fin de cuentas, no la había tranquilizado, porque los comentarios del barón Gabon eran muy ciertos. Era demasiado fácil pedir perdón y no hacer nada acerca del problema.

Cuando regresó al compartimento, papá y mamá estaban en la cama, tras las cortinas cerradas, y un ronquido apagado surgía de la litera de papá. La de Margaret aún no estaba hecha, y decidió esperar en el salón.

Sabía muy bien que sólo existía una solución a su problema. Tenía que dejar a sus padres y vivir sola. Estaba más decidida que nunca a hacerlo, pero aún no había resuelto los problemas prácticos de dinero, trabajo y alojamiento.

La señora Lenehan, la atractiva mujer que había subido en Foynes, se sentó a su lado, luciendo una bata azul vivo que cubría un salto de cama negro.

—He venido a tomar un coñac, pero el camarero parece muy ocupado —dijo. No aparentaba una gran decepción. Agitó la mano en dirección a los demás pasajeros—. Parece una fiesta en que el pijama sea la prenda obligatoria, o una orgía de medianoche en el dormitorio… Todo el mundo en deshabillé. ¿No te parece?

Margaret nunca había asistido a una fiesta en pijama ni dormido en un dormitorio universitario.

—Me parece muy extraño. Hace que parezcamos una gran familia.

La señora Lenehan se abrochó el cinturón de seguridad. Tenía ganas de charlar.

—Supongo que es imposible comportarse con formalidad vestido para ir a dormir. Hasta Frankie Gordino estaba guapo con su pijama rojo, ¿verdad?

Al principio, Margaret no supo muy bien a quién se refería. Después, recordó que Percy había escuchado una agria discusión entre el capitán y el agente del fbi.

—¿Es el prisionero?

—Sí.

—¿No le tienes miedo?

—Creo que no. No va a hacerme ningún daño.

—Pero la gente dice que es un asesino, y cosas todavía peores.

—Siempre habrá crímenes en los bajos fondos. Quita de en medio a Gordino y otro se encargará de los asesinatos. Yo le dejaría allí. El juego y la prostitución han existido desde que Dios era un crío, y si tiene que haber crimen, mejor que esté organizado.

Estas afirmaciones resultaban bastante chocantes. Tal vez la atmósfera reinante en el avión invitaba a la sinceridad. Margaret imaginó que la señora Lenehan no hablaría así si hubiera hombres presentes: las mujeres eran más realistas cuando no había hombres delante. Fuera cual fuera el motivo, Margaret estaba fascinada.

—¿No sería mejor que el crimen estuviera desorganizado? —preguntó.

—Por supuesto que no. Si está organizado, está contenido. Cada banda posee su propio territorio, y no lo abandona. No roban a la gente de la Quinta Avenida y no exigen al club Harvard que les pague protección. No hay de qué preocuparse.

Margaret consideró excesivo esto último.

—¿Y la gente que se arruina en el juego? ¿Y esas chicas desgraciadas que arruinan su salud?

—No he querido decir que no me preocupe por esa gente —dijo la señora Lenehan. Margaret la miró con fijeza a la cara, preguntándose si era sincera—. Escucha, yo fabrico zapatos. —Margaret pareció sorprenderse—. Así me gano la vida. Soy propietaria de una fábrica de zapatos. Mis zapatos de hombre son baratos, y duran cinco o diez años. Es posible comprar zapatos aún más baratos, pero no son buenos; tienen suelas de cartón que se estropean al cabo de unas diez semanas. Y, lo creas o no, algunas personas compran las de cartón. Bien, creo que yo he cumplido mi deber fabricando zapatos buenos. Si la gente es lo bastante imbécil como para comprar zapatos malos, yo no puedo hacer nada. Y si la gente es lo bastante imbécil como para dilapidar su dinero en el juego, cuando ni siquiera puede comprar un filete para comer, tampoco es mi problema.

—¿Has sido pobre alguna vez? —preguntó Margaret. La señora Lenehan rió.

—Una pregunta muy aguda. No, nunca, de modo que tal vez debería callarme. Mi abuelo hacía botas a mano y mi padre abrió la fábrica que yo dirijo ahora. No sé nada sobre la vida en los barrios bajos. ¿Y tú?

—No mucho, pero creo que existen motivos por los que la gente juega, roba y vende su cuerpo. No sólo son imbéciles. Son las víctimas de un sistema cruel.

—Supongo que debes ser comunista —dijo la señora Lenehan, sin hostilidad.

—Socialista —corrigió Margaret.

—Me parece bien —fue la sorprendente respuesta de la señora Lenehan—. Es posible que cambies de ideas más adelante, a todo el mundo le pasa a medida que se hace mayor, pero si se carece de ideales, ¿qué se puede mejorar? No soy cínica. Creo que se aprende de la experiencia, pero hay que aferrarse a los ideales. Me pregunto por qué te estaré predicando de esta manera. Tal vez porque hoy cumplo cuarenta años.

—Felicidades.

Margaret solía rebelarse cuando la gente decía que sus ideas cambiarían cuando se hiciera mayor. Implicaba un tono de superioridad, y esas personas lo decían por lo general, cuando habían perdido en una discusión y no querían admitirlo. Sin embargo, la señora Lenehan era diferente.

—¿Cuáles son tus ideales? —preguntó Margaret.

—Me conformo con fabricar buenos zapatos —sonrió con humildad—. No es un gran ideal, pero para mí es importante. Mi vida ha sido agradable. Vivo en una casa bonita, mis hijos van a colegios caros, gasto una fortuna en ropa. ¿Y por qué me lo puedo permitir? Porque fabrico zapatos buenos. Si fabricara zapatos de cartón, pensaría que soy una ladrona. Sería tan mala como Frankie.

—Un punto de vista bastante socialista —indicó Margaret, sonriendo.

—En realidad, adopté los ideales de mi padre —dijo la señora Lenehan, en tono reflexivo—. ¿De dónde has sacado tus ideales? De tu padre no, desde luego.

Margaret enrojeció.

—Te han hablado de la escena ocurrida durante la cena.

—Estaba presente.

—He de alejarme de mis padres.

—¿Qué te lo impide?

—Sólo tengo diecinueve años.

—¿Y qué? —dijo la señora Lenehan, con cierta sorna—. ¡Hay gente que se va de casa a los diez!

—Lo intenté. Me metí en un lío y la policía me cogió.

—Te rindes con mucha facilidad.

Margaret quería demostrar a la señora Lenehan que no se trataba de falta de valentía.

—No tengo dinero, no sé hacer nada. Nunca recibí una educación adecuada. No sé qué hacer para ganarme la vida.

—Cariño, te diriges a los Estados Unidos. La mayoría de la gente ha llegado a ese país con mucho menos que tú, y alguna ya es millonaria. Sabes leer y escribir en inglés, eres agradable, inteligente, bonita… No te costará mucho encontrar trabajo. Yo te contrataré.

El corazón le dio un vuelco. Un momento antes, detestaba la actitud poco comprensiva de la señora Lenehan. Ahora, le estaba dando una oportunidad.

—¿De veras? ¿De veras vas a contratarme?

—Claro.

—¿Y qué haré?

La señora Lenehan reflexionó unos instantes.

—Te pondré en la oficina de ventas; pegarás sellos, irás a por café, contestarás al teléfono, tratarás con amabilidad a los clientes. Si demuestras tu utilidad, pronto serás ascendida a subdirectora de ventas.

—¿En qué consiste eso?

—En hacer lo mismo por más dinero.

A Margaret le parecía un sueño imposible.

—Dios mío, un trabajo de verdad en una oficina de verdad —dijo, en tono soñador.

La señora Lenehan rió.

—¡Casi todo el mundo piensa que es una lata!

—Para mí, representa una aventura.

—Al principio, quizá.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Margaret con solemnidad—. Si me presento en tu oficina dentro de una semana, ¿me darás un empleo?

La señora Lenehan aparentó sorpresa.

—Santo Dios, hablas muy en serio, ¿verdad? Pensaba que estábamos hablando en teoría.

Margaret notó una opresión en el corazón.

—Entonces, ¿no vas a darme el empleo? —dijo, en tono quejumbroso—. ¿Hablabas por hablar?

—Me gustaría contratarte, pero hay un problema. Es posible que dentro de una semana me haya quedado sin trabajo. Margaret deseaba llorar.

—¿A qué te refieres?

—Mi hermano está intentando arrebatarme la empresa.

—¿Cómo va a hacerlo?

—Es complicado, y tal vez no lo consiga. Estoy oponiendo resistencia, pero no estoy segura de cómo acabará todo.

Margaret no podía creer que su oportunidad se hubiera desvanecido en cuestión de segundos.

—¡Has de ganar! —exclamó enérgicamente.

Antes de que la señora Lenehan pudiera contestar, Harry apareció, con el aspecto de un amanecer gracias al pijama rojo y la bata azul cielo. Verle calmó a Margaret. Se sentó. Margaret le presentó.

—La señora Lenehan ha venido a tomar un coñac, pero los camareros están ocupados.

Harry fingió sorpresa.

—Es posible que estén ocupados, pero aún pueden servir bebidas. —Se levantó y se asomó al compartimento siguiente—. Davy, ¿quieres hacer el favor de traer un coñac a la señora Lenehan?

—¡Eso está hecho, señor Vandenpost! —fue la respuesta del mozo. Harry tenía la habilidad de lograr que la gente se plegara a sus deseos.

Volvió a sentarse.

—No he podido por menos que fijarme en sus pendientes, señora Lenehan. Son absolutamente maravillosos.

—Gracias —sonrió la mujer, muy complacida en apariencia por el cumplido.

Margaret los observó con más atención. Cada pendiente consistía en una única perla introducida en un enrejado hecho de alambres de oro y diminutos diamantes. Eran de una elegancia exquisita. Deseó llevar ella también alguna joya que despertara el interés de Harry.

—¿Los compró en Estados Unidos? —preguntó el joven.

—Sí, son de Paul Flato.

Harry asintió con la cabeza.

—Pero yo diría que fueron diseñados por Fulco di Verdura.

—No lo sé —repuso la señora Lenehan—. No es frecuente encontrar a un hombre joven interesado en las joyas. Margaret tuvo ganas de decir «Sólo le interesa robarlas, así que vaya con cuidado», pero estaba impresionada por su conocimiento de la materia. Siempre se fijaba en las mejores piezas, y solía saber quién las había diseñado.

Davy trajo el coñac de la señora Lenehan. Conseguía caminar sin tambalearse, pese a las bruscas sacudidas del avión.

Nancy cogió la copa y se levantó.

—Creo que voy a dormir.

—Buena suerte —dijo Margaret, pensando en el contencioso de la señora Lenehan con su hermano. Si lo ganaba, contrataría a Margaret, tal como había prometido.

—Gracias. Buenas noches.

—¿De qué estabais hablando? —preguntó Harry, un poco celoso.

Margaret no sabía si contarle la oferta de Nancy. La perspectiva era emocionante, pero existía un problema, y no podía pedirle a Harry que compartiera su alborozo. Decidió ocultarlo por el momento.

—Empezamos hablando de Frankie Gordino —dijo—. Nancy cree que hay que dejar en paz a la gente de su calaña. Se limitan a organizar cosas como el juego y la… prostitución.., que sólo hacen daño a la gente que se mezcla en ellas.

Se ruborizó levemente; nunca había pronunciado en voz alta la palabra «prostitución».

Harry parecía pensativo.

—No todas las prostitutas son voluntarias —dijo al cabo de un minuto—. A algunas se las obliga. ¿Has oído hablar de la trata de blancas?

—¿Qué quiere decir eso?

Margaret había visto la expresión en los periódicos, y había imaginado vagamente que las muchachas eran secuestradas y enviadas a Estambul para servir como criadas. Qué tonta era.

—No hay tanta como dicen los periódicos —siguió Harry—. En Londres sólo hay un tratante de blancas. Se llama Benny de Malta, porque es de Malta.

Margaret estaba estupefacta. ¡Pensar que todo aquello ocurría ante sus propias narices!

—¡Me podría haber pasado a mí!

—Sí, aquella noche que huiste de casa. Es la típica situación que Benny aprovecha. Una chica sola, sin dinero ni sitio donde dormir. Te invitaría a una cena excelente y te ofrecería un empleo en una compañía de baile que partiría hacia París por la mañana, y tú pensarías que ese hombre era tu salvación. La compañía de baile resultaría ser un espectáculo de desnudos, pero no lo averiguarías hasta quedar atrapada en París sin dinero ni forma de volver a casa; tu situación, en la fila de atrás y menearías el trasero lo mejor que pudieras.

Margaret se imaginó en aquella situación y comprendió que haría exactamente eso.

—Una noche —prosiguió Harry—, te pedirían que «fueras amable» con un corredor de bolsa borracho, y en caso de negarte te sujetarían para que él gozara de ti. —Margaret cerró los ojos, asqueada y asustada al pensar en lo que podría haberle sucedido—. Al día siguiente te irías, pero ¿a dónde? Aunque tuvieras unos francos, no bastarían para volver a casa. Y empezarías a meditar lo que dirías a tu familia cuando llegaras. ¿La verdad? Jamás. De modo que volverías al alojamiento, con las demás chicas, que al menos te tratarían con cordialidad y comprensión. Después, empezarías a pensar que si lo has hecho una vez, puedes hacerlo dos, y con el siguiente agente de bolsa te lo tomarías con más calma. Antes de que te dieras cuenta, sólo pensarías en las propinas que los clientes te dejarían por la mañana en la mesilla de noche.

Margaret se estremeció.

—Es lo más horrible que he oído en mi vida —dijo.

—Por eso creo que no se debe dejar en paz a Frankie Gordino.

Se quedaron en silencio uno o dos minutos.

—Me pregunto qué relación existe entre Frankie Gordino, y Clive Membury —dijo Harry después, meditabundo.

—¿Existe alguna?

—Bueno, Percy dice que Membury lleva una pistola. A mí ya me había parecido que era un policía.

—¿De veras? ¿Por qué?

—El chaleco rojo. Es lo que un policía pensaría apropiado para pasar por un playboy.

—Quizá colabore en la custodia de Frankie Gordino.

—¿Por qué? Gordino es un malhechor norteamericano que vuela camino a una cárcel norteamericana. Se halla fuera de territorio británico y bajo custodia del fbi. No se me ocurre por qué Scotland Yard enviaría a alguien para colaborar en su vigilancia, sobre todo teniendo en cuenta el precio del billete.

Margaret bajó la voz.

—¿Es posible que te siga a ti?

—¿A Estados Unidos? ¿En el clipper? ¿Con una pistola? ¿Por un par de gemelos?

—¿Se te ocurre otra explicación?

—No.

—En cualquier caso, lo de Gordino hará olvidar el espectáculo que dio mi padre durante la cena.

—¿Por qué crees que perdió los estribos así? —preguntó Harry con curiosidad.

—No lo sé. No siempre fue así. Recuerdo que era bastante razonable cuando yo era más joven.

—He conocido a pocos fascistas… Suelen ser personas asustadas.

—¿Tú crees? —Margaret consideraba la idea sorprendente y poco plausible—. Pues parecen muy agresivos.

—Lo sé, pero por dentro están aterrorizados. Por eso les gusta desfilar arriba y abajo y llevar uniformes. Se sienten a salvo cuando forman parte de una banda. Por eso no les gusta la democracia; demasiado incierta. Se sienten más a gusto en una dictadura, pues siempre se sabe qué ocurrirá a continuación y no hay peligro de que el gobierno caiga por sorpresa.

Margaret comprendió la sensatez de aquellas aseveraciones. Asintió con aire pensativo.

—Me acuerdo, incluso antes de que el carácter se le agriara tanto, que se irritaba hasta extremos inimaginables con los comunistas, los sionistas, los sindicalistas, los independentistas irlandeses, los quintacolumnistas… Siempre había alguien decidido a someter a la nación. Si te paras a pensarlo un momento, nunca pareció muy verosímil que los sionistas sometieran a Inglaterra, ¿verdad?

—Los fascistas siempre están enfadados —sonrió Harry—.

Suele ser gente decepcionada de la vida por un motivo u otro.

—Es el caso de papá. Cuando mi abuelo murió y heredó la propiedad, descubrió que estaba en bancarrota. Vivió en la ruina hasta que se casó con mamá. Entonces, se presentó al Parlamento, pero no fue elegido. Ahora, le han expulsado de su propio país. —De pronto, se dio cuenta de que comprendía mejor a su padre. Harry era sorprendentemente perceptivo—. ¿Dónde has aprendido tantas cosas? No eres mucho mayor que yo.

Harry se encogió de hombros.

—Battersea es un sitio muy politizado. La sección más poderosa del partido Comunista en Londres, creo.

Al comprender un poco más a su padre, Margaret se sintió menos avergonzada de lo ocurrido. No tenía excusa, desde luego, pero resultaba consolador pensar en él como un hombre amargado y asustado, en lugar de un ser desquiciado y vengativo. Harry Marks era muy inteligente. Ojalá la ayudara a escapar de su familia. Se preguntó si querría volver a verla cuando llegaran a Estados Unidos.

—¿Ya sabes dónde irás a vivir? —preguntó.

—Supongo que me alojaré en Nueva York. Tengo algo de dinero y no tardaré en conseguir más.

Qué fácil parecía, dicho así. Debía ser más fácil para los hombres. Una mujer necesitaba protección.

—Nancy Lenehan me ha ofrecido un empleo —dijo ella, guiada por un impulso—, pero tal vez no pueda cumplir su promesa, porque su hermano está tratando de robarle la empresa.

Él la miró y después apartó la vista, con una inusual impresión de timidez en el rostro, como si, por una vez, se hallara inseguro.

—Bien, no me importaría, o sea, echarte una mano. Era lo que ella estaba deseando escuchar.

—¿De verás lo harás?

Daba la impresión de pensar que no podía hacer gran cosa.

—Podría ayudarte a encontrar una habitación. Qué alivio tan tremendo.

—Sería maravilloso. Nunca he buscado alojamiento, y no sabría por dónde empezar.

—Mirando en los periódicos.

—¿Cuáles?

—Todos.

—¿En los periódicos informan sobre alojamientos?

—Sacan anuncios.

—En el Times no salen anuncios de alojamientos. Era el único periódico que papá compraba.

—Los periódicos vespertinos son mejores.

Ignorar cosas tan sencillas la hacía sentirse como una tonta.

—Supongo que, al menos, podré protegerte del equivalente norteamericano de Benny de Malta.

—Estoy tan contenta. Primero, la señora Lenehan. Después, tú. Ahora sé que podré tirar adelante si tengo amigos. Te estoy tan agradecida que no sé qué decir.

Davy entró en el salón. Margaret reparó en que el avión volaba con suavidad desde hacía cinco o diez minutos.

—Miren todos por las ventanas —dijo Davy—. Dentro de unos segundos verán algo.

Margaret miró por la ventana. Harry se desabrochó el cinturón y se acercó para mirar por encima de su hombro. El avión se inclinaba a babor. Al cabo de un momento, vio que volaban a baja altura sobre un gran transatlántico, iluminado como Piccadilly Circus.

—Habrán encendido las luces en nuestro honor —dijo alguien—. Suelen navegar a oscuras desde que se declaró la guerra… Tienen miedo de los submarinos.

Margaret era consciente de la cercanía de Harry, que no la disgustaba lo más mínimo. La tripulación del clipper habría hablado por radio con la del barco, pues los pasajeros del buque se habían congregado en la cubierta, contemplando el avión y agitando las manos. Estaban tan cerca que Margaret pudo distinguir su indumentaria: los hombres llevaban chaquetas de esmoquin blancas y las mujeres trajes largos. El barco se movía con rapidez. Su proa hendía las gigantescas olas sin el menor esfuerzo y el avión pasó sobre él con suma lentitud. Fue un momento especial; Margaret se sentía hechizada. Miró a Harry y ambos intercambiaron una sonrisa, compartiendo la magia. Él apoyó su mano derecha en la cintura de la muchacha, en la parte que ocultaba el cuerpo, para que nadie lo viera. Su tacto era suave como una pluma, pero ella notó que la quemaba. Estaba excitada y confusa, pero no deseaba que apartara la mano. Al cabo de un rato, el barco fue disminuyendo de tamaño; sus luces se fueron apagando una a una, hasta extinguirse por completo. Los pasajeros del clipper volvieron a sus asientos y Harry retrocedió.

La gente fue desfilando hacia sus respectivas literas, y al final sólo quedaron en el salón los jugadores de cartas, Margaret y Harry. Margaret no sabía qué hacer. Se sentía torpe y tímida.

—Se está haciendo tarde —dijo—. Será mejor que nos vayamos a la cama.

¿Por qué lo he dicho?, pensó. ¡No quiero irme a la cama! Harry aparentó decepción.

—Creo que me iré dentro de un minuto.

Margaret se levantó.

—Muchas gracias por ofrecerme tu ayuda —dijo.

—De nada.

«¿Por qué nos comportamos con tanta formalidad?, pensó Margaret. ¡No quiero despedirme así!»

—Que duermas bien —dijo.

—Lo mismo te digo.

Margaret hizo ademán de marcharse, pero no se decidió.

—Has dicho en serio que me ibas a ayudar, ¿verdad? No me decepcionarás.

El rostro de Harry se suavizó y le dirigió una mirada casi amorosa.

—No te decepcionaré, Margaret. Te lo prometo.

De pronto, la joven sintió que le quería muchísimo. Guiada por un impulso, sin pararse a pensar, se inclinó y le beso, Sólo rozó los labios con los de él, pero cuando se tocaron experimentó una oleada de deseo que recorrió su cuerpo como una corriente eléctrica. Se irguió de inmediato, sorprendida por su acto y sus sensaciones. Por un momento, se miraron a los ojos. Después, Margaret pasó al compartimento siguiente.

Las rodillas le fallaban. Miró a su alrededor y vio que el señor Membury ocupaba la litera superior de babor, dejando la de abajo libre para Harry. Percy también había elegido una litera superior. Se introdujo en la que había debajo de Percy y sujetó la cortina.

Le he besado, pensó, y fue estupendo.

Se deslizó bajo la sábana y apagó la luz. Era como estar en una tienda de campaña, cálida y confortable. Miró por la ventana, pero no se veía nada interesante; sólo nubes y lluvia. Aun así, resultaba excitante. Recordó aquella vez en que Elizabeth y ella habían obtenido permiso para plantar una tienda en el jardín y dormir allí, cuando eran niñas y el calor impregnaba las noches de verano. Siempre pensaba que la excitación le impediría pegar ojo, pero al instante siguiente era de día y la cocinera se presentaba en la puerta de la tienda con una bandeja de té y tostadas.

Se preguntó dónde estaría Elizabeth en este momento.

Mientras pensaba, se oyó un golpe suave en la cortina.

Al principio, pensó que lo había imaginado porque estaba pensando en la cocinera, pero se repitió de nuevo, un sonido como el producido por una uña, tap, tap, tap. Vaciló, se levantó, apoyándose sobre el codo y se cubrió con la sábana hasta el cuello.

Tap, tap, tap.

Abrió un poco la cortina y vio a Harry.

—¿Qué pasa? —susurró, aunque creía saberlo.

—Quiero besarte otra vez —susurró él.

Margaret se sintió complacida y aterrorizada al mismo tiempo.

—¡No seas tonto!

—Por favor.

—¡Vete!

—Nadie nos verá.

Era una pequeña ofensiva, pero muy tentadora. Recordó la descarga eléctrica del primer beso y deseó otro. Casi involuntariamente, abrió un poco más la cortina. Harry asomó la cabeza y le dirigió una mirada suplicante. Era irresistible. Ella le besó en la boca. Olía a pasta de dientes. Ella pensaba en un beso rápido, como el de antes, pero Harry tenía otras ideas. Le mordisqueó el labio inferior. Margaret lo encontró excitante. Abrió la boca de forma instintiva, y sintió que la lengua de Harry acariciaba sus labios secos. Ian nunca había hecho eso. Era una sensación rara, pero agradable. Sintiéndose muy depravada, unió su lengua con la de él. Harry empezó a respirar con rapidez. De pronto, Percy se removió en la litera de arriba, recordándole dónde estaba. El pánico se apoderó de ella; ¿cómo podía hacer esto? ¡Estaba besando en público a un hombre al que apenas conocía! Si papá lo veía, se armaría un follón de mucho cuidado. Se apartó, jadeante. Harry introdujo más la cabeza, con la intención de volver a besarla, pero ella se lo impidió.

—Déjame entrar —dijo él.

—¡No seas ridículo! —susurró Margaret.

—Por favor.

Esto era imposible. Ni siquiera estaba tentada, sino asustada.

—No, no, no —se resistió.

Harry parecía abatido.

Ella se enterneció.

—Eres el hombre más agradable que he conocido en mucho tiempo, tal vez el que más; pero no hasta ese punto. Vete a la cama.

Harry comprendió que lo decía en serio. Sonrió con algo de tristeza. Intentó decir algo, pero Margaret cerró la cortina antes de que pudiera.

Ella escuchó con atención y creyó oír sus pasos al alejarse.

Cerró la luz y se acostó, respirando con fuerza. Oh, Dios mío, pensó, ha sido como un sueño. Sonrió en la oscuridad, reviviendo el beso. Le habría apetecido mucho continuar. Se acarició con suavidad mientras pensaba en lo ocurrido.

Su mente retrocedió hasta su primer amante, Mónica, una prima que se instaló en su casa el verano que Margaret cumplió trece años. Mónica tenía dieciséis, era rubia y bonita, y parecía saberlo todo. Margaret la adoró desde el primer momento.

Vivía en Francia, y tal vez por esta causa, o quizá porque sus padres eran más tolerantes que los de Margaret, Mónica se paseaba desnuda con toda naturalidad por los dormitorios y el cuarto de baño situados en el ala de los niños. Margaret nunca había visto a una persona mayor desnuda, y se quedó fascinada por los grandes pechos de Mónica y la mata de vello color miel que florecía entre sus piernas; en aquel tiempo, tenía el busto muy pequeño y unos pocos pelos en el pubis.

Pero Mónica había seducido en primer lugar a Elizabeth, la fea y dominante Elizabeth, ¡que hasta tenía granos en la barbilla! Margaret las había oído murmurar y besarse por las noches, y se había sentido en rápida sucesión perpleja, irritada, celosa y, por fin, envidiosa. Se dio cuenta del profundo afecto que Mónica deparaba a Elizabeth. Se sintió herida y excluida por las fugaces miradas que intercambiaban y el roce, en apariencia accidental, de sus manos cuando caminaban por el bosque o se sentaban a tomar el té.

Un día que Elizabeth fue a Londres con mamá por algún motivo, Margaret sorprendió a Mónica en el baño. Yacía en el agua caliente con los ojos cerrados, acariciándose entre las piernas. Oyó a Margaret, parpadeó, pero no interrumpió su actividad, y Margaret fue testigo, asustada pero fascinada, de cómo se masturbaba hasta alcanzar el orgasmo.

Mónica acudió aquella noche a la cama de Margaret, desechando a Elizabeth, pero ésta montó en cólera y amenazó con contarlo todo, de manera que acabaron compartiéndola, como esposa y amante en un triángulo de celos. La culpa y las mentiras pesaron sobre Margaret todo aquel verano, pero el intenso afecto y el placer físico recién descubierto eran demasiado maravillosos para dar marcha atrás. Todo terminó cuando Mónica volvió a Francia en septiembre.

Después de Mónica, acostarse con Ian constituyó un duro golpe. El muchacho se había comportado con torpeza e ineptitud. Margaret comprendió que un joven como él no sabía casi nada sobre el cuerpo de una mujer, y era incapaz de proporcionarle tanto placer como Mónica. Sin embargo, pronto superó el desagrado inicial. Ian la amaba con tal desesperación que su pasión suplía su inexperiencia.

Como siempre, pensar en Ian avivó sus deseos de llorar. Ojalá le hubiera hecho el amor con más dedicación y frecuencia. Se había resistido mucho al principio, aunque lo deseaba tanto como él. Ian se lo pidió durante meses seguidos, hasta que ella accedió por fin. Después de la primera vez, aunque Margaret deseaba hacerlo de nuevo, opuso algunas dificultades. No quería hacer el amor en su dormitorio por si alguien descubría la puerta cerrada con llave y se preguntaba la razón; le daba miedo hacerlo al aire libre, aunque conocía muchos escondites en los bosques que rodeaban su casa; y temía utilizar los pisos de sus amistades por temor a ganarse mala reputación. En el fondo, el auténtico obstáculo era el terror a la reacción de su padre si llegaba a enterarse.

Desgarrada entre el deseo y la angustia, siempre había hecho el amor, a escondidas, deprisa y devorada por la sensación de culpa. Sólo lo hicieron tres veces antes de que él se fuera a España. Ella había imaginado que tenían todo el tiempo por delante. Luego, Ian resultó muerto, y la noticia trajo aparejada la espantosa comprensión de que jamás volvería a tocar su cuerpo. Pensó que su corazón iba a estallar, destrozado por el frenesí de su llanto. Había pensado que pasarían el resto de sus vidas aprendiendo a darse mutua felicidad; pero nunca volvió a verle.

Ahora, deseaba haberse entregado a él sin ambages desde el primer momento, haciendo el amor a la menor oportunidad. Sus temores parecían espantosamente triviales, ahora que Ian estaba enterrado en una polvorienta ladera de Cataluña.

De repente, pensó que tal vez estuviera cometiendo el mismo error.

Deseaba a Harry Marks. Todo su cuerpo clamaba por él. Era el único hombre que había despertado estas sensaciones desde Ian. Sin embargo, ella le había rechazado. ¿Por qué? Porque tenía miedo. Porque estaba en un avión, porque las literas eran pequeñas, porque alguien podía oírles, porque su padre se encontraba cerca, porque sería horrible que les sorprendieran.

¿Volvía a hacer gala de aquella cobardía aborrecible?

¿Y si el avión se estrella?, pensó. Viajaban en uno de los primeros vuelos transatlánticos. Se hallaban a mitad de camino entre Europa y América, a cientos de kilómetros de tierra en cualquier dirección; si algo fallaba, todos morirían en cuestión de minutos. Y su último pensamiento sería para arrepentirse de no haber hecho el amor con Harry Marks.

El avión no se iba a estrellar, pero igualmente podía ser su última oportunidad. No tenía ni idea de lo que ocurriría cuando llegaran a Estados Unidos. Pensaba alistarse en las Fuerzas Armadas lo antes posible, y Harry había comentado que quería llegar a ser piloto de las Reales Fuerzas Aéreas de Canadá. Tal vez muriera en combate, como Ian. ¿Qué importaba su reputación, quién iba a preocuparse de la ira paterna, si la vida era tan breve? Casi deseó haber dejado entrar a Harry.

¿Lo intentaría de nuevo? Era poco probable. Le había rechazado con firmeza. Cualquier chico que hiciera caso omiso de un rechazo como aquel sería un auténtico pelmazo. Harry había insistido y empleado lisonjas, pero no era terco como una mula. No se lo volvería a pedir esta noche.

Qué tonta soy, pensó. Ahora estaría conmigo; sólo tenía que decir «sí». Se abrazó, imaginando que era Harry quien la abrazaba. En su imaginación, alargó una mano y acarició vacilante la cadera desnuda de Harry. Tendría vello rubio rizado en los muslos, pensó.

Decidió levantarse para ir al lavabo de señoras. Quizá Harry tuviera la misma idea, en ese preciso momento, para pedir una copa al camarero, o lo que fuera. Deslizó los brazos en la bata, desató las cortinas y se incorporó. La litera de Harry tenía las cortinas bien atadas. Se calzó las zapatillas y se levantó.

Casi todo el mundo se había acostado. Se asomó a la cocina: estaba vacía. Los camareros también necesitaban dormir, claro. Estarían en el compartimento número 1, con la tripulación libre de servicio. Tomó la dirección contraria y entró en el salón. Los trasnochadores, todos hombres, continuaban jugando al póker. Había una botella de whisky sobre la mesa, de la que se iban sirviendo. Margaret siguió hacia la parte trasera, oscilando de un lado a otro al compás del avión. El piso ascendía hacia la cola, y había peldaños entre los compartimentos. Dos o tres personas estaban leyendo, con las cortinas abiertas, pero casi todos los cubículos estaban cerrados y silenciosos.

El tocador de señoras estaba vacío. Margaret se sentó frente al espejo y se miró. Le resultaba chocante que un hombre considerara deseable a esta mujer. Su rostro era bastante vulgar, la piel muy pálida, los ojos de un curioso tono verde. Lo mejor era el cabello, pensaba en ocasiones; era largo y liso, de un color broncíneo refulgente. Los hombres solían fijarse en ese pelo.

¿Qué habría pensado Harry de su cuerpo, si le hubiera dejado entrar? Los grandes pechos le habrían encendido, trayéndole a la memoria la maternidad, ubres de vaca o cualquier cosa similar. Le habían dicho que a los hombres les gustaban pequeños, bien formados, del mismo tamaño que las copas de champán que se servían en las fiestas. Los míos no caben en una copa de champán, pensó con timidez.

Le habría gustado ser menuda, como las modelos de Vogue, pero parecía una bailarina española. Siempre que se ponía un vestido de baile debía llevar corsé debajo, de lo contrario sus pechos se desbordaban. Sin embargo, Ian había adorado su cuerpo. Decía que las modelos parecían muñecas. «Eres una mujer de verdad», le había dicho una tarde, en la antigua ala que se había utilizado como cuarto de los niños, mientras le besaba el cuello y le acariciaba los dos pechos a la vez por debajo del jersey de cachemira. A Margaret le habían gustado sus pechos en aquella época.

El avión se adentró en una zona de turbulencias, y tuvo que aferrarse al borde del tocador para no caer del taburete. Antes de morir, pensó morbosamente, me gustaría que me acariciaran los pechos otra vez.

Cuando el avión se estabilizó volvió a su compartimiento. Todos los cubículos tenían las cortinas cerradas. Se quedó de pie un momento, deseando que Harry abriera la cortina, pero no ocurrió. Miró en ambas direcciones del pasillo. No se veía un alma.

Toda su vida había sido pusilánime.

Pero nunca había deseado algo con tal fuerza. Agitó la cortina de Harry.

No pasó nada. Tampoco había pensado en ningún plan. No sabía qué iba a decir o hacer.

No se oía nada en el interior. Agitó la cortina de nuevo. Un instante después, Harry asomó la cabeza.

Se miraron en silencio: él, asombrado, ella, sin habla. Entonces, oyó un movimiento a su espalda.

Distinguió una mano que surgía de la litera de su padre. Iba a salir para ir al lavabo.

Sin pensarlo dos veces, Margaret empujó a Harry y se metió en la cama con él.

Mientras cerraba la cortina vio que papá salía de su cubículo. No la había visto por puro milagro, ¡gracias a Dios!

Se arrodilló al pie de la litera y miró a Harry. Estaba sentado en el otro extremo con las rodillas apoyadas en la barbilla, contemplándola a la escasa luz que se filtraba por la cortina. Parecía un niño que hubiera visto a Papá Noel bajar por la chimenea; apenas podía creer en su buena suerte. Abrió la boca para hablar, pero Margaret apoyó un dedo en sus labios para obligarle a callar.

De pronto, recordó que se había dejado fuera las zapatillas.

Llevaban bordadas sus iniciales, y cualquiera sabría a quién pertenecían. Estaban en el suelo, junto a las de Harry, como zapatos ante la puerta de una habitación de hotel, para que todo el mundo supiera que estaba durmiendo con él.

Sólo habían pasado un par de segundos. Se asomó al exterior. Papá estaba bajando por la escalerilla de la litera, dándole la espalda. Margaret extendió la mano entre las cortinas. Si se volvía ahora, todo habría terminado. Tanteó en busca de las zapatillas y las encontró. Las cogió justo cuando papá posaba sus pies sobre la alfombra. Las metió dentro en una fracción de segundo antes de que él volviera la cabeza.

En lugar de miedo, sentía excitación.

No tenía una idea muy clara de qué deseaba que ocurriera ahora. Sólo sabía que quería estar con Harry. La perspectiva de pasar la noche en su litera muriéndose de ganas por él se le antojaba intolerable. De todas formas, no iba a entregársele. Tenía muchas, muchísimas ganas, pero existían toda clase de problemas prácticos, empezando por el señor Membury, que dormía pocos centímetros encima de ellos.

Al momento siguiente se dio cuenta de que Harry, al contrario que ella, sabía muy bien lo que quería.

Se inclinó hacia adelante, colocó la mano detrás de su cabeza, la atrajo hacia sí y besó sus labios.

Tras una brevísima vacilación, Margaret decidió abandonar toda idea de resistencia y entregarse sin más a las sensaciones.

Lo había pensado durante tanto tiempo que experimentó la sensación de llevar horas haciendo el amor con él. Sin embargo, esto era real: una mano fuerte en su nuca, una boca auténtica besando la suya, una persona auténtica fundiendo su aliento con el de ella. Fue un beso lento, tierno, suave, de ensayo, y tenía conciencia de todos los detalles: los dedos de Harry removiéndole el pelo, la aspereza de su barbilla afeitada, el cálido aliento sobre su mejilla, la boca que no cesaba de moverse, los dientes que mordisqueaban sus labios y, por fin, la lengua exploradora que se apretaba contra sus labios y buscaba la suya. Entregándose a un impulso irresistible, abrió su boca.

Se separaron al cabo de un momento, jadeantes, y Harry bajó la vista hacia sus pechos. Margaret observó que la bata se había abierto, y que sus pezones empujaban el algodón del camisón. Harry los contemplaba como hipnotizado. Extendió una mano, como a cámara lenta, y acarició el pecho izquierdo con las yemas de los dedos, acariciando la sensible punta a través de la fina tela, logrando que la joven jadeara de placer.

De pronto, no soportó el hecho de estar vestida. Se despojó de la bata rápidamente. Aferró el borde del camisón, pero titubeó. Una voz en el fondo de su mente dijo: «Después de esto, no podrás volver atrás», y ella pensó «¡Estupendo!», y se quitó el camisón por encima de la cabeza, arrodillándose desnuda frente a él.

Se sentía vulnerable y tímida, pero la angustia aumentaba su excitación. Los ojos de Harry recorrieron su cuerpo. Margaret leyó en ellos adoración y deseo. Harry se retorció en el estrecho espacio y se arrodilló, inclinándose hacia adelante para acercar la cabeza a sus pechos. Margaret dudó por un momento: ¿qué pretendía hacer? Los labios de Harry rozaron sus pezones, primero uno, después el otro. Sintió que posaba la mano bajo su pecho izquierdo, primero acariciando, después sopesando, apretando suavemente a continuación. Bajó poco a poco los labios hasta llegar al pezón. Lo mordisqueó con extrema suavidad. El pezón estaba tan tumefacto que, por un momento, Margaret creyó que iba a estallar. Después, Harry empezó a chuparlo, y ella gruñó de placer.

Pasados unos instantes, deseó que hiciera lo mismo con el otro, pero era demasiado tímida para pedirlo. Sin embargo, Harry tal vez adivinó su deseo, porque lo hizo un momento después. Margaret acarició el erizado pelo de su nuca, y luego, cediendo a un impulso, aplastó la cabeza de Harry contra sus pechos. Él, en respuesta, chupó con mayor fervor.

Margaret deseaba explorar el cuerpo del joven. Cuando él descansó un momento, le apartó, desabrochándole los botones del pijama. Los dos jadeaban como corredores de fondo, pero no hablaban por temor a que les oyeran. Harry se quitó la chaqueta. No tenía pelo en el pecho. Margaret quería tenerle completamente desnudo, igual que ella. Encontró el cordón de los pantalones del pijama y, sintiéndose lasciva, lo desanudó.

Harry aparentaba vacilación y sorpresa, y Margaret experimentó la desagradable sensación de que tal vez era más atrevida que otras chicas con las que había estado. Sin embargo, se creyó en el deber de proseguir lo que había iniciado. Le empujó hasta tenderle en la cama, con la cabeza apoyada sobre la almohada, aferró la cintura de sus pantalones y tiró. Harry alzó las caderas.

Surgió la mata de vello rubio oscuro en la base de su estómago. Ella bajó aún más el algodón rojo, y respingó cuando su pene se irguió en libertad, como el mástil de una bandera. Lo contempló, fascinada. La piel se tensaba sobre las venas y el extremo estaba hinchado como un tulipán azul. Harry se quedó quieto, intuyendo que así lo deseaba ella. No obstante, el que Margaret lo mirara de aquella forma pareció excitarle, porque su respiración adquirió un tono gutural. Margaret sintió el impulso, por curiosidad y alguna otra emoción, de tocarlo. Su mano avanzó, movida por una fuerza irresistible. Harry emitió un leve gruñido cuando comprendió lo que ella iba a hacer. Margaret vaciló en el último instante. Su mano pálida titubeó junto al tumefacto pene. Harry lanzó una especie de gemido. Después, suspirando, Margaret se apoderó del miembro, y sus esbeltos dedos envolvieron la gruesa vara. La piel estaba caliente al tacto, y suave, pero cuando la apretó un poco, a lo cual reaccionó Harry con un jadeo, descubrió que era dura como un hueso. Margaret miró a Harry. Su rostro estaba encendido de deseo y su respiración se había acelerado aún más. Experimentó un enorme deseo de darle placer. Empezó a acariciarle el pene con un movimiento que Ian le había enseñado: hacia abajo con fuerza y hacia arriba con suavidad.

El efecto la sorprendió. Harry gimió, cerró los ojos y apretó las rodillas. Después, cuando ella repitió la caricia por segunda vez, el joven se agitó convulsivamente, su rostro se transformó en una mueca y semen blanco brotó del extremo de su pene. Estupefacta y embelesada, Margaret continuó agitando el miembro, y cada vez salía más semen. Un deseo incontenible se apoderó de la muchacha: sus pechos se endurecieron, la garganta se le secó y notó que un reguero de humedad mojaba la parte interna de sus muslos. Por fin, tras la quinta o sexta caricia, todo terminó. Los músculos de Harry se relajaron, su rostro adoptó una expresión más serena y su cabeza se derrumbó de costado sobre la almohada.

Margaret se tendió a su lado.

Harry parecía avergonzado.

—Lo siento —susurró.

—¡No debes sentirlo! —replicó ella—. Fue increíble. Nunca lo había hecho. Me he sentido muy bien.

Harry se quedó sorprendido.

—¿Te ha gustado?

Margaret estaba demasiado avergonzada para decir sí en voz alta, y se limitó a asentir con la cabeza.

—Pero yo no… —dijo Harry—. Quiero decir, tú no has…

Margaret calló. Harry podía hacer algo por ella, pero tenía miedo de pedírselo.

Él se puso de costado para que pudieran verse la caras

—Quizá dentro de unos minutos…

No puedo esperar unos minutos, pensó ella. ¿Por qué no, puedo pedirle que haga lo que yo he hecho por él? Cogió su mano y la apretó, pero continuaba sin poder pedir lo que deseaba. Cerró los ojos y llevó la mano de Harry hasta su entrepierna. Acercó la boca a su oreja y susurró:

—Con suavidad.

Harry comprendió. Su mano se movió, explorando. Ella estaba húmeda. Deslizó los dedos con suma facilidad entre sus labios. Ella le rodeó el cuello con los brazos y le aferró con fuerza. Los dedos de Harry se movieron en su interior. Ella quiso gritar: «¡Ahí no, más arriba!», pero él, como si leyera sus pensamientos, deslizó el dedo hacia el punto más sensible. Ella se sintió transportada al séptimo cielo. Espasmos de placer sacudieron su cuerpo. Se estremeció como una posesa, y mordió el brazo de Harry para reprimir sus gritos Harry detuvo sus movimientos, pero ella se frotó contra su mano y las sensaciones no disminuyeron.

Una vez aplacado el placer, Harry volvió a mover el dedo y otro orgasmo tan intenso como el primero sacudió a Margaret.

Después, la sensibilidad del punto se hizo insostenible, y Harry apartó la mano.

Al cabo de un momento, Harry se deshizo del abrazo y frotó el hombro que ella había mordido.

—Lo siento —dijo ella, sin aliento—. ¿Te duele?

—Ya lo creo —murmuró, y ambos rieron por lo bajo. Intentar reprimir sus carcajadas fue peor, y se pasaron uno o dos minutos sofocados.

—Tu cuerpo es maravilloso…, maravilloso —dijo él cuando se calmaron.

—Y el tuyo también —contestó ella con fervor. Harry no le creyó.

—Te lo digo en serio.

—¡Y yo también! —exclamó Margaret.

Nunca olvidaría su pene tumefacto irguiéndose de la mata de cabello dorado. Recorrió su estómago con la mano, buscándolo, y lo encontró recostado contra su muslo como una manguera, ni tieso ni encogido. La piel era sedosa. Experimentó el deseo de besarlo, y su propia depravación la sorprendió.

En lugar de ello, besó el hombro que le había mordido. A pesar de la oscuridad, vio las marcas de sus dientes. Iba a salirle un buen cardenal.

—Lo siento —musitó, en voz demasiado baja para que él la oyera. La embargó una gran tristeza por haber dañado aquella piel perfecta, después de que su cuerpo le hubiera proporcionado tanto placer. Besó el morete de nuevo.

Se quedaron inmóviles de agotamiento y placer, y no tardaron en adormecerse. Margaret creyó escuchar todo el rato el zumbido de los motores, como si estuviera soñando con aviones. En una ocasión oyó pasos que atravesaban el compartimento y regresaban unos minutos después, pero estaba demasiado feliz para que despertaran su curiosidad.

El avión voló durante un rato sin sacudidas y se sumió en un sueño profundo.

Se despertó sobresaltada. ¿Ya era de día? ¿Se habría levantado todo el mundo? ¿La verían todos saliendo de la litera de Harry? Su corazón latió con violencia.

—¿Qué pasa? —susurró él.

—¿Qué hora es?

—Noche cerrada.

Tenía razón. Nadie se movía fuera, las luces de la cabilla estaban apagadas y no se veía ni rastro de luz del día por la ventana. Podía salir sin peligro.

—He de volver a mi litera ahora mismo, antes de que descubran —dijo, presa del nerviosismo. Empezó a buscar sus zapatillas, pero no pudo encontrarlas.

Harry apoyó una mano en su hombro.

—Tranquila —susurró—. Tenemos horas por delante.

—Pero estoy preocupada por papá…

Calló. ¿Por qué estaba tan preocupada? Contuvo el aliento y miró a Harry. Cuando sus ojos se encontraron en la semioscuridad, ella recordó lo que había ocurrido antes de que se durmieran, y adivinó que él estaba pensando en lo mimo. Intercambiaron una sonrisa, una sabia e íntima sonrisa de amantes.

De pronto, sus preocupaciones se esfumaron. Aún no era necesario que se marchara. Quería quedarse aquí, luego lo haría. Había mucho tiempo.

Harry se apretó contra ella, y Margaret notó su pene erecto.

—No te vayas aún —musitó Harry. Ella suspiró de felicidad.

—Muy bien, no me iré —dijo, y empezó a besarle.