Diana Lovesey estaba furiosa con Mervyn, su marido, por subir al clipper en Foynes. Su persecución la ponía en una situación violentísima, y tenía miedo de que la gente considerase cómica la situación. Lo más importante era que no quería la oportunidad de cambiar de opinión que él le ofrecía. Había tomado una decisión y Mervyn se había negado a aceptarla como definitiva; ese detalle hacía flaquear su determinación. Ahora, debería tomar la decisión una y otra vez, porque él continuaría pidiéndole que la reconsiderase. En definitiva, había logrado amargarle el vuelo. Se suponía que iba a ser el viaje de su vida, un periplo romántico con su amante. Sin embargo, la embriagadora sensación de libertad que había experimentado cuando despegaron de Southampton se había desvanecido. Ya no extraía ningún placer del vuelo, el lujoso avión, la compañía elegante o la sofisticada comida. Tenía miedo de tocar a Mark, de besarle la mejilla, acariciarle el brazo o cogerle la mano, por si Mervyn pasaba por el compartimento en aquel momento y la sorprendía. No sabía muy bien dónde estaba sentado Mervyn, pero temía verlo a cada instante.
El desarrollo de los acontecimientos había abatido por completo a Mark. Después de que Diana rechazara a Mervyn en Foynes, Mark se había mostrado animado, afectuoso y optimista, hablando de California, bromeando y besándola siempre que tenía oportunidad, como solía comportarse. Después, había presenciado con horror la subida a bordo de su rival. Ahora, era como un globo deshinchado. Se sentó en silencio a su lado, ojeando desconsoladamente revistas sin leer ni una palabra. Diana comprendía que se sintiera deprimido. Ya había cambiado de opinión una vez acerca de huir con él; con Mervyn a bordo, ¿cómo podía estar seguro de que no volvería a cambiar?
Para colmo, había estallado una tormenta, y el avión se bamboleaba como un coche que corriera campo a través. Cada dos por tres pasaba un pasajero, pálido como la cera, en dirección al lavabo. Se rumoreaba que el tiempo iba a empeorar. Diana se alegró de que su disgusto le hubiera impedido cenar.
Tenía ganas de saber dónde estaba sentado Mervyn. Si lo supiera, tal vez dejaría de temer que se materializara de un momento a otro. Decidió ir al lavabo de señoras y buscarle por el camino.
Ella estaba en el compartimento número 4. Echó un rápido vistazo al número 3, pero no vio a Mervyn. Dio la vuelta, en dirección a popa, agarrándose a todo lo que podía para no caer. Atravesó el número 5 y comprobó que allí tampoco estaba. Era el último compartimento grande. El tocador de señoras, en el lado de estribor, ocupaba casi todo el 6, y sólo dejaba sitio para dos personas en el lado de babor. Estos asientos estaban ocupados por dos hombres de negocios. No eran unos asientos muy atractivos, pensó Diana. No resultaba divertido pagar tanto dinero para ir sentado durante todo el vuelo junto al lavabo de señoras. Después del número 6 sólo había la suite nupcial. Mervyn iría sentado en los compartimentos de delante, el 1 o el 2, a menos que estuviera jugando a las cartas en el salón principal.
Entró en el tocador y había dos taburetes frente al espejo, ocupado uno por una mujer con la que Diana aún no había hablado. Cuando cerró la puerta a su espalda, el avión pareció que se zambullía, y Diana casi perdió el equilibrio. Avanzó tambaleándose hasta derrumbarse sobre el taburete vacante.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la otra mujer.
—Sí, gracias. No me gustan nada estas sacudidas.
—Ni a mí. Alguien ha dicho que va a empeorar. Nos espera una gran tempestad.
Las turbulencias disminuyeron. Diana abrió el bolso y empezó a cepillarse el cabello.
—Usted es la señora Lovesey, ¿verdad? —preguntó la mujer.
—Sí. Llámeme Diana.
—Soy Nancy Lenehan. —La mujer vaciló, y adoptó una expresión extraña—. Subí al avión en Foynes. Vine desde Liverpool con tu…, con el señor Lovesey.
—¡Oh! —Diana enrojeció—. No me di cuenta de que venía acompañado.
—Me ayudó a salir de un buen lío. Yo necesitaba alcanzar este avión, pero me encontraba atrapada en Liverpool, sin ningún medio de llegar a tiempo a Southampton, así que fui al aeródromo y le pedí que me trajera.
—Me alegro por ti, pero me resulta muy violento.
—No entiendo por qué estás violenta. Debe ser bonito enamorar locamente a dos hombres. Yo ni siquiera tengo uno. Diana la miró por el espejo. Más que hermosa, era atractiva, de facciones regulares y cabello oscuro, vestida con traje rojo muy elegante y una blusa de seda gris. Proyectaba un aire de confianza y energía. No me extraña que Mervyn te trajera, pensó Diana; eres su tipo.
—¿Fue educado contigo? —preguntó.
—No mucho —contestó Nancy, con una sonrisa triste.
—Lo siento. Su punto fuerte no son los buenos modales. Diana sacó el lápiz de labios.
—Ya le estaba bastante agradecida por traerme. —Nancy se sonó delicadamente con un pañuelo. Diana observó que lucía una alianza—. Es un poco brusco, pero creo que es un hombre estupendo. He cenado con él. Me hace reír. Y es terriblemente apuesto.
—Es un hombre estupendo —reconoció Diana—, pero es arrogante como una duquesa y carece de paciencia. Yo le saco de sus casillas, porque dudo, cambio de opinión y no siempre digo lo que pienso.
Nancy se pasó un peine por el cabello, espeso y oscuro, y Diana se preguntó si se lo teñía para disimular mechas grises.
—Da la impresión de que hará lo imposible por recuperarte —dijo Nancy.
—Puro orgullo —contestó Diana—. Es porque otro hombre me ha robado. Mervyn es competitivo. Si le hubiera dejado para ir a vivir a casa de mi hermana, ni tan sólo se habría inmutado.
Nancy rió.
—Da la impresión de que no le concedes la menor posibilidad.
—Ni la más mínima.
De repente, a Diana se le pasaron las ganas de continuar hablando con Nancy. Sentía una hostilidad incontenible. Guardó el maquillaje y el peine y se levantó. Sonrió para disimular su repentina sensación de malestar.
—Voy a ver si consigo llegar a gatas hasta mi asiento —dijo.
—Buena suerte.
Cuando salió del tocador, entraron Lulu Bell y la princesa Lavinia. Al llegar al compartimento, Davy, el mozo, estaba convirtiendo sus asientos en una litera doble. A Diana le intrigaba saber cómo un asiento normal podía transformarse en dos camas. Se sentó y observó.
Primero, quitó los almohadones y sacó los apoyabrazos de sus huecos. Se inclinó sobre el marco del asiento, tiró hacia abajo de dos aletas fijas en la pared a la altura del pecho y dejó al descubierto unos ganchos. Inclinándose más, soltó una correa y alzó un marco plano. Lo colgó de los ganchos, de manera que formara la base de la litera superior. El lado externo encajó en una ranura practicada en la pared lateral. Diana estaba pensando que no parecía muy resistente, cuando Davy cogió dos puntales de aspecto fuerte y los fijó a los marcos superior e inferior, formando los pilares de la cama. La estructura ya parecía más sólida.
Colocó los almohadones del asiento sobre la cama de abajo y utilizó los del respaldo a modo de colchón de la cama superior. Sacó de debajo del asiento sábanas y mantas de color azul pálido e hizo las camas con movimientos rápidos y precisos.
El aspecto de las literas era confortable, pero muy poco íntimo. No obstante, Davy liberó una cortina azul oscuro, ganchos incluidos, y la colgó de una moldura en el techo, que Diana había considerado un simple elemento decorativo. Aseguró la cortina a los marcos de las literas con pernos. Dejó una abertura triangular, como la entrada a una tienda de campaña, para que el ocupante pudiera entrar. Por fin desdobló una pequeña escalerilla y la dispuso para poder subir a la litera de arriba.
Se volvió hacia Mark y Diana con su leve sonrisa complacida, como si hubiera ejecutado un truco de magia.
—Avísenme cuando estén preparados y terminaré de arreglarlo —dijo.
—¿No hará mucho calor ahí dentro? —preguntó Diana.
—Cada litera cuenta con su propio ventilador. Si miran hacia arriba, lo verán.
Diana levantó la vista y vio una rejilla provista de una palanca para abrirla y cerrarla.
—Tienen también su propia ventanilla, luz eléctrica, colgador para la ropa y un estante —continuó Davy—. Si necesitan algo, aprieten este botón y acudiré.
Mientras estaba trabajando, los dos pasajeros de babor, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field, habían cogido sus bolsas y marchado hacia el lavabo de caballeros. Davy empezó a preparar las literas del otro lado, que requería un proceso algo diferente. El pasillo no estaba en el centro del avión, sino más cercano a babor, y en este lado sólo había un par de literas, dispuestas más a lo largo que a lo ancho del avión.
La princesa Lavinia regresó con un salto de cama azul marino, largo hasta los pies, ribeteado de encaje azul, y con un turbante a juego. Su rostro era una máscara de dignidad petrificada; era obvio que consideraba dolorosamente indigno aparecer en público de aquella guisa. Contempló la litera con pavor.
—Moriré de claustrofobia —gimió.
Nadie le hizo caso. Se quitó las zapatillas de seda y se introdujo en la litera inferior. Cerró la cortina y la ajustó bien, sin decir buenas noches.
Un momento después, Lulu Bell hizo acto de aparición con un ligero conjunto de gasa rosa que apenas disimulaba sus encantos. Desde el incidente de Foynes, su comportamiento con Diana y Mark se había ceñido a las reglas estrictas de cortesía, pero ahora parecía haber olvidado de repente el pique.
—¿A que no adivináis lo que me han contado sobre nuestro compañeros? —dijo, sentándose junto a ellos y apuntando con el pulgar a los asientos que ocupaban a Field y Gordon.
—¿Qué te han dicho. Lulu? —preguntó Mark, lanzando una nerviosa mirada a Diana.
—!El señor Field es un agente del fbi!
No era tan sorprendente, pensó, Diana. Un agente del fbi no era más que un policía.
—!Y Frank Gordon es su prisionero! —añadió Lulu.
—¿Quién te ha contado esto? —preguntó Mark, escéptico.
—En el lavabo de señoras sólo se habla de eso.
—Eso no significa que sea verdad, Lulu.
—¡Sabía que no me creerías! Ese chico escuchó una discusión entre Field y el capitán del barco. El capitán estaba muy cabreado porque el fbi no avisó a la Pan American de que había un criminal peligroso a bordo. Se produjo un auténtico enfrentamiento y, al final, la tripulación le quito la pistola al señor Field.
Diana recordó que había pensado en Field como la carabina de Gordon.
—¿Qué ha hecho ese tal Frank?
—Es un gángster. Mató a un tío, y violó a una chica y prendió fuego a un club nocturno.
A Diana le costaba creerlo. ¡Ella misma había conversado con aquel hombre! No era muy refinado, ciertamente, pero era guapo y vestía bien, y había flirteado con ella sin pasarse. Era fácil imaginarlo como un timador, un evasor de impuestos, o mezclado en juegos ilegales, pero le parecía imposible que hubiera matado gente a sangre fría. Lulu era una persona excitable, capaz de creerse cualquier cosa.
—Resulta difícil de creer —dijo Mark.
—Me rindo —dijo Lulu, con un ademán desdeñoso—. No tenéis sentido de la aventura. —Se puso en pie—. Me voy la cama. Si empieza a violar gente, despertadme.
Trepó por la escalerilla y se deslizó en la litera de arriba. Corrió las cortinas, se asomó y habló a Diana.
—Cariño, comprendo por qué te enfadaste conmigo en Irlanda. Lo he estado pensando, y me parece que recibí mi merecido. Sólo fui amable con Mark. Una tontería, supongo. Estoy dispuesto a olvidarlo en cuanto tú lo hagas. Buenas noches.
Era lo más parecido a una disculpa, y Diana carecía de ánimos para rechazarla.
—Buenas noches, Lulu —dijo.
Lulu cerró la cortina.
—Fue culpa mía tanto como suya —dijo Mark—. Lo siento, nena.
Diana, a modo de respuesta, le besó.
De pronto, se sintió a gusto con él otra vez. Todo su cuerpo se relajó. Se dejó caer sobre el asiento, sin dejar de besarle. Era consciente de que el pecho de Mark se apretaba contra su pecho derecho. Era fantástico volver a experimentar deseo físico hacia él. La punta de la lengua de Mark tocó sus labios, y ella los abrió para dejarla entrar. La respiración del hombre se aceleró. Nos estamos pasando, pensó Diana. Abrió los ojos… y vio a Mervyn.
Atravesaba el compartimento en dirección a la parte delantera, y tal vez no se habría fijado en ella, pero se volvió, miró hacia atrás y se quedó petrificado, como paralizado en mitad de un movimiento. Su rostro palideció.
Diana le conocía tan bien que leyó sus pensamientos. Aunque le había dicho que estaba enamorada de Mark, era demasiado tozudo para aceptarlo, y le había sentado como una patada en el estómago verla besando a otro, casi igual que si no le hubiera avisado.
Su frente se arrugó y frunció el ceño de ira. Por una fracción de segundo, Diana pensó que iba a iniciar una pelea. Después, se dio la vuelta y continuó andando.
—¿Qué ocurre? —preguntó Mark. No había visto a Mervyn… Estaba demasiado ocupado besando a Diana. Ella decidió no contárselo.
—Alguien nos puede ver —murmuró.
Mark se apartó, a regañadientes.
Diana experimentó cierto alivio, pero enseguida se enfureció. Mervyn no tenía derecho a seguirla por todo el mundo y fruncir el ceño cada vez que ella besaba a Mark. El matrimonio no equivalía a esclavitud. Ella le había dejado, y él debía aceptarlo. Mark encendió un cigarrillo. Diana sentía la necesidad de enfrentarse con Mervyn. Quería decirle que desapareciera de su vida.
Se puso en pie.
—Voy a ver qué pasa en el salón —dijo—. Quédate a fumar. Se marchó sin esperar la respuesta.
Había comprobado que Mervyn no se sentaba en la parte de atrás, así que siguió adelante. Las turbulencias se habían suavizado lo bastante para caminar sin agarrarse a algo. Mervyn no estaba en el compartimento número 3. Los jugadores de cartas se hallaban enfrascados en una larga partida en el salón principal, con los cinturones de seguridad abrochados. Nubes de humo flotaban a su alrededor y botellas de whisky llenaban las mesas. Entró en el número 2. La familia Oxenford ocupaba todo el lado del compartimento. Todos los que viajaban en el avión sabían que lord Oxenford había insultado a Carl Hartmann, el científico, y que Mervyn Lovesey había saltado en su defensa. Mervyn tenía sus cualidades; Diana nunca lo había negado.
Llegó a la cocina. Nicky, el camarero gordo, estaba lavando platos a una velocidad tremenda, mientras su colega hacía las camas. El lavabo de los hombres estaba frente a la cocina. A continuación venía la escalera que subía a la cubierta de vuelo, y al otro lado, en el morro del avión, el compartimento número 1. Supuso que Mervyn estaba allí, pero comprobó que lo ocupaban los tripulantes que descansaban.
Subió por la escalera hasta la cubierta de vuelo. Era tan lujosa como la cubierta de pasajeros. Sin embargo, la tripulación estaba muy ocupada.
—Nos encantaría recibirla como se merece en cualquier otro momento, señora —dijo un tripulante—, pero mientras dure la tempestad tendremos que pedirle que permanezca en su asiento y se abroche el cinturón de seguridad.
Por lo tanto, Mervyn tenía que estar en el lavabo de caballeros, pensó mientras bajaba la escalera. Aún no había averiguado dónde se sentaba.
Cuando llegó al pie de la escalera se topó con Mark. Diana le dirigió una mirada de culpabilidad.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó ella.
—Lo mismo te pregunto —replicó Mark, con una nota desagradable en su tono de voz.
—Estaba echando un vistazo.
—¿Buscabas a Mervyn?
—Mark, ¿por qué estás enfadado conmigo?
—Porque te has escapado para verle.
Nicky les interrumpió.
—¿Quieren volver a sus asientos, por favor? De momento, el vuelo no es muy agradable, pero no durará mucho,
Regresaron al compartimento. Diana se sentía como una estúpida. Había seguido a Mervyn, y Mark la había seguido a ella. Qué tontería.
Se sentaron. Antes de que pudieran continuar su conversación, Ollis Field y Frank Gordon entraron. Frank llevaba una bata de seda amarilla con un dragón en la espalda, y Field, una vieja bata de lana. Frank se quitó la bata, dejando al descubierto un pijama rojo de cinturón blanco. Se quitó las zapatillas y trepó a la litera superior.
Entonces, ante el horror de Diana, Field sacó un par de esposas plateadas del bolsillo de su bata marrón. Dijo algo a Frank en voz baja. Diana no escuchó la respuesta, pero estaba segura de que Frank protestaba. Field, no obstante, insistió, y Frank le ofreció por fin una muñeca. Field le ciñó una esposa y aseguró la otra al marco de la litera. Después, corrió la cortina y fijó los pernos.
Así pues, era cierto: Frank era un prisionero.
—Mierda —dijo Mark,
—Aún no creo que sea un asesino —susurró Diana.
—¡Espero que no! —exclamó Mark—. ¡Viajaríamos con más seguridad si hubiéramos pagado cincuenta pavos y viajáramos en el entrepuente de un carguero!
—Ojalá no le hubiera puesto las esposas. No sé cómo va a dormir ese chico encadenado a la cama. ¡Ni siquiera podrá darse la vuelta!
—Qué buena eres —dijo Mark, abrazándola—. Es probable que ese hombre sea un violador, y tú sientes pena por él porque no podrá dormir.
Diana apoyó la mano sobre su hombro. Mark le acarició el pelo. Se había enfadado con ellas apenas dos minutos antes, pero ya se le había pasado.
—Mark —dijo Diana—, ¿crees que caben dos personas en una litera?
—¿Estás asustada, cariño?
—No.
Mark la miró, confuso, pero después comprendió y sonrió.
—Me parece que sí caben…, aunque al lado, no.
—¿Al lado no?
—Parece muy estrecha.
—Bueno… —Diana bajó la voz—. Uno de los dos tendrá que ponerse encima.
—¿Prefieres ponerte tú encima? —le susurró al oído Mark. Diana rió por lo bajo.
—Creo que no me costaría mucho.
—Tendré que pensarlo —respondió Mark con voz ronca—. ¿Cuánto pesas?
—Cincuenta y un kilos y dos tetas.
—¿Nos cambiamos?
Ella se quitó el sombrero y lo dejó sobre el asiento, a su lado. Mark sacó sus maletas de debajo del asiento. La suya era una Gladstone muy usada, de color rojo oscuro, y la de ella un maletín de piel, provisto de bordes duros, con sus iniciales grabadas en letras doradas.
Diana se irguió.
—Rápido —dijo Mark, besándola.
Ella le abrazó, notando su erección.
—Dios mío —susurró—. ¿Podrás conservarla hasta que vuelvas?
—No creo, a menos que mee por la ventana. —Diana rió—. Te enseñaré un truco rápido para que se ponga dura otra vez.
—No puedo esperar —susurró Diana.
Mark cogió su maleta y salió, dirigiéndose al lavabo de caballeros, Mientras salía del compartimento, se cruzó con Mervyn. Intercambiaron una mirada, como gatos desde lados opuestos de una verja, pero no hablaron.
Diana se sorprendió al ver a Mervyn ataviado con un camisón de franela gruesa a rayas marrones.
—¿De dónde demonios has sacado eso? —preguntó, sin dar crédito a sus ojos.
—Ríe, ríe —replicó él—. Es lo único que pude encontrar en Foynes. La tienda del pueblo jamás había oído hablar de pijamas de seda. No sabían si yo era maricón o un capullo.
—Bueno, a tu amiga la señora Lenehan no le vas a gustar con ese disfraz.
¿Por qué he dicho esto?, se preguntó Diana.
—Creo que no le gusto de ninguna manera —contestó Mervyn, malhumorado, y salió del compartimento.
El mozo entró.
—Davy, ¿quieres hacernos las camas, por favor?
—Ahora mismo, señora.
—Gracias.
Diana cogió su maleta y salió.
Mientras atravesaba el compartimento número 5, se preguntó dónde dormiría Mervyn. No habían preparado aún ninguna litera, ni tampoco el número 6. Sin embargo, había desaparecido. Diana pensó de repente que debía estar en la suite nupcial. Un momento después, se dio cuenta de que no había visto sentada a la señora Lenehan en ningún sitio, después de haber recorrido el avión de punta a punta. Se quedó ante el lavabo de señoras, con el maletín en la mano, paralizada por la sorpresa. Era inaudito ¡Mervyn y la señora Lenehan tenían que compartir la suite nupcial!
Las líneas aéreas no lo permitirían, por descontado, quizá la señora Lenehan ya se había acostado, oculta tras la cortina de alguna litera.
Tenía que averiguarlo.
Se detuvo ante la puerta de la suite nupcial y vaciló un momento.
Después, aferró el tirador y abrió la puerta.
La suite tenía el mismo tamaño de un compartimento normal, con una alfombra de color terracota, paredes beige y el tapizado azul con el mismo dibujo formado por estrellas que había en el salón principal. Al final de la habitación había un par de literas, con un sofá y una mesilla de café a un lado, y un taburete, un tocador y un espejo al otro. Había una ventana a cada lado.
Mervyn se hallaba de pie en el centro de la habitación, sorprendido por su aparición. La señora Lenehan no se veía por parte alguna, pero su chaqueta de cachemira gris estaba tirada sobre el sofá.
Diana cerró la puerta de golpe a su espalda.
—¿Cómo puedes hacerme esto? —preguntó.
—¿Hacerte qué?
Una buena pregunta, pensó Diana. ¿Por qué estaba tan furiosa?
—¡Todo el mundo se enterará de que has pasado la noche con ella!
—No me quedó otra elección —protestó Mervyn—. No había otra plaza.
—¿No te das cuenta de que la gente se reirá de nosotros? ¡Ya es bastante horrible que me hayas seguido!
—¿Qué más me da? Todo el mundo se ríe de un tío cuya esposa se larga con otro individuo.
—¡Pero lo estás empeorando! Tendrías que haber aceptado la situación tal como era.
—A estas alturas, ya deberías conocerme.
—Y te conozco… Por eso intenté evitar que me siguieras.
Mervyn se encogió de hombros.
—Bien, pues fracasaste. No eres lo bastante lista como para engañarme.
—y tú no eres lo bastante listo como para rendirte con elegancia!
—Nunca he pretendido ser elegante.
—¿Qué clase de puta es esa tía? Está casada… ¡He visto su anillo!
—Es viuda. En cualquier caso, ¿con qué derecho te das esos aires de superioridad? Tú sí que estás casada, y vas a pasar la noche con tu querido,
—Al menos, dormiremos en literas separadas en un compartimento público, mientras que tú te pegas el lote en una suite nupcial —contestó Diana, reprimiendo una punzada de culpabilidad al recordar lo que iba a hacer con Mark en la litera.
—Pero yo no mantengo relaciones con la señora Lenehan —replicó Mervyn, en tono exasperado—. En cambio, tú no has parado de follar con ese playboy durante todo el verano, ¿verdad?
—No seas tan vulgar —siseó Diana, aun a sabiendas de que tenía razón. Eso era exactamente lo que había hecho: follar con Mark en cuanto tenía la menor ocasión. Mervyn tenía razón,
—Es vulgar decirlo, pero mucho peor hacerlo —dijo él.
—Al menos, yo fui discreta… No me dediqué a exhibirme para humillarte.
—No estoy tan seguro. No creo que tarde mucho en averiguar que era la única persona de todo Manchester que ignoraba tus manejos. Los adúlteros no son tan discretos como suelen pensar.
—¡No me insultes! —protestó Diana. La palabra la avergonzaba.
—No te insulto, te defino.
—Suena despreciable —dijo Diana, apartando la vista.
—Da gracias a que ya no se lapide a los adúlteros, como en los tiempos de la Biblia.
—Es una palabra horrible.
—Tendrías que avergonzarte de los hechos, no de la palabra.
—Eres tan justo… Nunca has hecho nada malo, verdad?
—¡Contigo siempre me he portado bien!
La exasperación de Diana alcanzó su punto álgido.
—Dos esposas han huido de ti, pero tú siempre has sido la parte inocente. ¿Nunca se te ha ocurrido preguntarte en qué te habías equivocado?
Sus palabras le hirieron. Mervyn la sujetó sacudiéndola.
—Te di cuanto querías —gritó, irritado.
—Pero hiciste caso omiso de mis sentimientos —chilló Diana—. Siempre en todo momento Por eso te dejé. Apoyó las manos en el pecho de Mervyn para apartarle…
y la puerta se abrió en aquel momento, dando paso a Mark. Se quedó inmóvil, contemplándoles, vestido con el pijama
—¿Qué coño está pasando, Diana? —preguntó—. ¿Piensas pasar la noche en la suite nupcial?
Diana empujó a Mervyn, y éste la soltó.
—No, claro que no —dijo ella a Mark—. Éste es el alojamiento de la señora Lenehan… Mervyn lo comparte con ella. Mark lanzó una carcajada desdeñosa.
—Fantástico! ¡Algún día lo utilizaré para un guion!
—¡No es divertido! —protestó Diana.
—¡Pues claro que sí! ¡Este tipo persigue a su mujer como un lunático, ¿y qué hace después? ¡Liarse con la primera chica que se encuentra en su camino!
Su actitud dolió a Diana, que tampoco deseaba defender a Mervyn.
—No se han liado —puntualizó, impaciente—. Eran las únicas plazas que quedaban.
—Deberías estar contenta —dijo Mark—. Si se enamora de ella, tal vez deje de perseguirte.
—¿No comprendes que estoy abatida?
—Por supuesto, pero no entiendo por qué. Ya no quieres a Mervyn. A veces, hablas como si le odiaras. Le has abandonado. ¿Qué te importa con quién se acuesta?
—¡No lo sé, pero me importa! ¡Me siento humillada!
Mark estaba demasiado enfadado para mostrarse comprensivo.
—Hace pocas horas decidiste volver con Mervyn. Después, te enfadaste con él y cambiaste de idea. Ahora, la idea de que pueda acostarse con otra te vuelve loca.
—No me acuesto con ella —puntualizó Mervyn.
Mark no le hizo caso.
—¿Estás segura de no seguir enamorada de Mervyn —preguntó a Diana, en tono irritado.
—¡Lo que acabas de decirme es horrible!
—Lo sé, pero ¿no es verdad?
—No, no es verdad, y te odio por pensar que sí. Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas.
—Entonces, demuéstramelo. Olvídate de él y de dónde duerme.
—¡Las demostraciones nunca han sido mi fuerte! —grito Diana—. ¡Deja de ser tan lógico! ¡Esto no es el Congreso!
—¡No, desde luego que no! —dijo una voz nueva. Los tres se volvieron y vieron a Nancy Lenehan en la puerta. Una bata de seda azul resaltaba su atractivo—. De hecho, creo que ésta es mi suite. ¿Qué demonios está pasando?