15

El clipper se aproximaba al punto de no retorno.

Eddie Deakin, distraído, nervioso, inquieto, se reintegro a sus tareas a las diez de la noche, hora de Inglaterra. El sol ya les había ganado la delantera, dejando al aparato en tinieblas. El tiempo también había cambiado. La lluvia azotaba las ventanas, las nubes ocultaban las estrellas y vientos veleidosos abofeteaban al poderoso avión sin demostrar el menor respeto, agitando a los pasajeros.

El tiempo solía ser peor a menor altitud, pero pese a ello el capitán Baker volaba casi al nivel del mar. Estaba «cazando el viento», buscando una altitud en que el viento del oeste, que soplaba de cara, fuera menos violento.

Eddie estaba preocupado por la poca cantidad de combustible que quedaba. Se sentó en su puesto y empezó a calcular la distancia que el avión podía recorrer con el combustible contenido en los depósitos. Puesto que el tiempo era algo peor de lo previsto, los motores habrían consumido más carburante del que habían pensado. Si no quedaba suficiente para llegar a Terranova, deberían regresar antes de sobrepasar el punto de no retorno.

¿Qué le pasaría entonces a Carol-Ann?

Tom Luther lo había planeado todo con sumo cuidado, y habría tenido en cuenta la posibilidad de que el clipper se retrasara. Tendría alguna forma de ponerse en contacto con sus compinches, para confirmar o alterar la hora de la cita.

Pero si el avión regresaba, Carol-Ann seguiría en manos de los secuestradores durante veinticuatro horas más, como mínimo.

Durante la mayor parte de su período de descanso, Eddie se había quedado sentado en el compartimento de delante, removiéndose en el asiento y mirando por la ventana. Ni siquiera había intentado dormir, sabiendo que le resultaría imposible. Imágenes de Carol-Ann le habían atormentado constantemente: Carol-Ann llorando, atada, o cubierta de moretes; Carol-Ann asustada, suplicante, histérica, desesperada. Cada cinco minutos deseaba descargar su puño contra el fuselaje, y luchaba sin cesar contra el impulso de subir corriendo la escalera y preguntar a su sustituto, Mickey Finn, cuánto combustible se había consumido.

Su aturdimiento le había llevado a provocar a Tom Luther en el comedor. Se había comportado como un idiota. La mala suerte les había destinado a la misma mesa. Después, Jack Ashford, el navegante, había leído la cartilla a Eddie, y éste se había dado cuenta de lo estúpido que había sido. Ahora, Jack sabía que algo ocurría entre Eddie y Luther. Eddie se había negado a proporcionar más detalles a Jack, y éste lo había aceptado…, por ahora. Eddie se había jurado mentalmente proceder con más cautela. Si el capitán Baker llegaba tan sólo a sospechar que estaban chantajeando a su mecánico, abortaría el vuelo, y Eddie ya no podría ayudar a Carol-Ann. Una preocupación más sobre sus espaldas.

Durante el segundo turno de cena había quedado olvidada la actitud de Eddie hacia Tom Luther, en la excitación de la pelea entre Mervyn Lovesey y lord Oxenford. Eddie no la había presenciado, pues se encontraba en el compartimento delantero, sumido en sus preocupaciones, pero los camareros se lo habían contado todo al poco rato. Eddie opinaba que Oxenford era un animal al que convenía bajar los humos, tal como había hecho el capitán Baker. Eddie sentía pena por el muchacho, Percy, que había sido criado por un padre semejante.

El tercer turno terminaría dentro de escasos minutos, y la cubierta de pasajeros no tardaría en apaciguarse. Los mayores se irían a la cama. Los demás permanecerían sentados un par de horas, notando las sacudidas, demasiado excitados o nerviosos para dormir. Después, uno a uno, sucumbirían al horario dictado por la naturaleza y se retirarían. Algunos irreductibles iniciarían una timba en el salón principal y continuarían bebiendo, pero sería la típica sesión tranquila de copas y juego que en muy raras ocasiones producía problemas.

Eddie consultó ansiosamente el consumo de combustible en la gráfica que llamaban curva de Howgozit. La línea roja que indicaba el consumo real se hallaba bastante por encima de la línea que indicaba la previsión, trazada a lápiz. Era casi inevitable, puesto que había falseado la previsión, pero la diferencia era mayor de la que esperaba, a causa del tiempo.

Su preocupación aumentó a medida que calculaba la distancia posible a recorrer por el avión en relación con el combustible restante. Cuando realizó los cálculos en base a tres motores, un sistema al que obligaban las normas de seguridad, descubrió que no quedaba combustible suficiente para llegar a Terranova.

Tendría que haberlo dicho de inmediato al capitán, pero no lo hizo.

La diferencia era muy pequeña: con cuatro motores había suficiente combustible. Además, la situación podía cambiar en el curso de las dos horas siguientes. Cabía la posibilidad de que los vientos fueran más suaves de lo previsto, y el avión consumiría menos carburante del calculado, llegando a su destino sin contratiempos. Y, en cualquier caso, si ocurría lo peor, podían cambiar de ruta y atravesar la tormenta, acortando distancias. El único daño que sufrirían los pasajeros serían las sacudidas.

Ben Thompson, el operador de radio, que se hallaba a su izquierda, estaba transmitiendo un mensaje en código Morse, inclinando su cabeza calva sobre la consola. Eddie, confiando en que se tratara de un parte meteorológico más favorable, se puso detrás de él y leyó por encima de su hombro.

El mensaje le sorprendió y desconcertó.

Era del FBI e iba dirigido a alguien llamado Ollis Field.

Decía:

LA OFICINA HA RECIBIDO UNA INFORMACIÓN QUE INDICA
QUE EN EL AVIÓN PUEDEN VIAJAR CÓMPLICES DE CONOCIDOS CRIMINALES.
TOME PRECAUCIONES ESPECIALES RESPECTO AL PRISIONERO.

¿Qué significaba? ¿Tenía relación con el secuestro de Carol-Ann? Por un momento, a Eddie le dio vueltas la cabeza. Ben arrancó la página del cuaderno.

—¡Capitán! —gritó—. Será mejor que eche un vistazo a esto.

Jack Ashford levantó la vista, alertado por el tono perentorio del radiotelegrafista. Eddie cogió el mensaje, se lo enseñó a Jack y lo pasó al capitán Baker, que estaba comiendo filete con puré de patatas servidos en una bandeja dispuesta en la mesa de conferencias, situada en la parte posterior de la cabina.

El semblante del capitán se ensombreció a medida que leía.

—Esto no me gusta —dijo—. Ollis Field debe de ser un agente del fbi.

—¿Es un pasajero? —preguntó Eddie.

—Sí. Ya me había parecido un poco raro. Un tipo vulgar, en nada parecido al típico pasajero del clipper. Se quedó a bordo durante la escala en Foynes.

Eddie no se había dado cuenta, pero el navegante sí.

—Creo que sé a quién se refiere —dijo Jack, rascándose la barbilla—. Un calvorotas. Va con un tío más joven, vestido como un figurín. Hacen una pareja bastante rara.

—El chico debe de ser el prisionero —dijo el capitán—. Me parece que se llama Frank Gordon.

La mente de Eddie trabajaba a toda velocidad.

—Por eso se quedaron a bordo en Foynes: el hombre del FBI no quiere dar a su prisionero la menor oportunidad de escapar.

El capitán asintió con aire sombrío.

—A Gordon lo habrán extraditado de Inglaterra…, y no se consigue una orden de extradición por robar en las tiendas. Ese chico debe ser un criminal peligroso. ¡Y lo han metido en este avión sin decírmelo!

—Me pregunto qué habrá hecho —dijo Ben, el operador de radio.

—Frank Gordon —musitó Jack—. Me suena. Esperad un momento… ¡Apuesto a que es Frankie Gordino!

Eddie recordó haber leído artículos sobre Frankie Gordino en los periódicos. Era un matón de una banda radicada en Nueva Inglaterra. El delito por el que era reclamado estaba relacionado con el propietario de un club nocturno que se había negado a pagar protección. Gordino había irrumpido en el club, disparado al propietario en el estómago, violado a la novia del hombre e incendiado el local. El tipo murió, pero la novia escapó de las llamas e identificó a Gordino en fotografías.

—No tardaremos en averiguar si es él —dijo Baker—. Eddie, hazme un favor, ve a buscar a Ollis Field y pídele que suba a verme.

—Hecho.

Eddie se puso la gorra y la chaqueta del uniforme y bajó por la escalera, dándole vueltas en la cabeza a este nueve acontecimiento. Estaba seguro de que existía alguna relación entre Frankie Gordino y la gente que había raptado a Carol-Ann, y trató frenéticamente de adivinarla, sin el menor éxito. Echó un vistazo a la cocina, donde un camarero estaba llenando una jarra de café.

—Davy —preguntó—, ¿dónde está el señor Ollis Field? —Compartimento número 4, lado de babor, mirando hacia la cola.

Eddie avanzó por el pasillo, manteniendo el equilibrio sobre el suelo movedizo gracias a la práctica. Observó el aspecto compungido de la familia Oxenford en el compartimento número 2. El último turno estaba a punto de finalizar en el comedor; el café se derramaba sobre los platillos mientras la tempestad azotaba al avión. Pasó por el número 3 y llegó al 4.

En el asiento de babor que miraba a la cola estaba sentado un hombre calvo de unos cuarenta años. Parecía medio dormido, fumaba un cigarrillo y miraba por la ventana a la oscuridad que reinaba en el exterior. No respondía a la imagen que se había forjado Eddie de un agente del fbi. No se imaginaba a este hombre irrumpiendo en una habitación lle na de contrabandistas de licor, revólver en mano.

Frente a Field se hallaba un hombre joven, mucho mejor vestido, con la complexión de un atleta retirado que está engordando. Debía de ser Gordino. Tenía la cara mofletuda mohína de un niño mimado. ¿Seria capaz de dispararle a un hombre en el estómago?, se preguntó Eddie. Sí, creo que si.

—¿Señor Field? —preguntó Eddie al hombre mayor.

—Sí.

—El capitán querría hablar con usted, si dispone de un momento.

Field arrugó el entrecejo por un momento y adoptó a continuación una expresión resignada. Había adivinado que su secreto ya no era tal, y estaba irritado, pero su expresión también delataba que, en el fondo, le daba igual.

—Por supuesto —contestó.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero fijado a la pared, se desabrochó el cinturón de seguridad y se puso en pie.

—Sígame, por favor —dijo Eddie.

Al volver por el compartimento número 3, Eddie vio a Tom Luther, y sus miradas se cruzaron. En aquel instante, Eddie tuvo una inspiración.

La misión de Tom Luther era rescatar a Frankie Gordino Se quedó tan conmocionado por la revelación que dejó de andar, y Ollis Field tropezó con él.

Luther le miró con el pánico reflejado en sus ojos, temiendo que Eddie fuera a hacer algo que diera al traste con su juego.

—Perdone —dijo Eddie a Field, y siguió caminando,

Todo se estaba aclarando, Frankie Gordino se había visto obligado a huir de Estados Unidos, pero el fbi le había seguido la pista hasta Inglaterra, consiguiendo la extradición. Se había decidido devolverle al país por vía aérea, pero sus cómplices lo habían descubierto. Su propósito era sacar del avión a Gordino antes de llegar a Estados Unidos,

Y aquí entraba Eddie. Obligaría al clipper a posarse sobre el mar, cerca de la costa de Maine. Una lancha rápida estaría esperando. Sacarían a Gordino del clipper y escaparían en la lancha, Pocos minutos después desembarcaría en algún lugar seguro, seguramente al otro lado de la frontera con Canadá. Un coche le aguardaría para conducirle a un escondite. Lograría burlar a la justicia… gracias a Eddie Deakin.

Mientras guiaba a Field hacia la cubierta de vuelo, Eddie experimentó un gran alivio al comprender por fin lo que estaba ocurriendo, aunque al mismo tiempo se sintió horrorizado de que, para salvar a su mujer, debía ayudar a un criminal a obtener la libertad.

—Capitán, éste es el señor Field —dijo.

El capitán Baker se había puesto la chaqueta del uniforme y estaba sentado tras la mesa de conferencias con el radiomensaje en las manos. Se habían llevado la bandeja de la cena. La gorra cubría su cabello rubio, proporcionándole un aire de autoridad. Miró a Field, pero no le invitó a tomar asiento.

—He recibido un mensaje para usted… del fbi —dijo. Field extendió la mano, pero Baker no le entregó el papel.

—¿Es usted agente del fbi? —preguntó el capitán.

—Sí.

—¿Y está cumpliendo una misión en este momento?

—Sí.

—¿De qué se trata, señor Field?

—Creo que no necesita saberlo, capitán. Déme el mensaje, por favor. Dijo que iba dirigido a mí, no a usted.

—Soy el capitán de esta nave, y soy yo quien decido si necesito saber de qué asunto se trata. No discuta conmigo, señor Field. Limítese a cumplir mis órdenes.

Eddie examinó a Field. Era un hombre cansado y pálido de cabello ralo grisáceo y acuosos ojos azules. Era alto, y en otros tiempos debió de ser corpulento, pero sus carnes se habían aflojado y redondeado. Eddie juzgó que era más arrogante que valiente, y su opinión se confirmó cuando Field se plegó de inmediato a la energía del capitán.

—Escolto a un preso extraditado a los Estados Unidos donde será juzgado —dijo—. Se llama Frank Gordon.

—¿Conocido también como Frankie Gordino?

—Exacto.

—Quiero expresarle mi protesta, señor, por traer a bordo a un criminal peligroso sin informarme.

—Si sabe el auténtico nombre de ese individuo, también sabrá cómo se gana la vida. Trabaja para Raymond Patriarca, responsable de robos a mano armada, extorsión, usura, juego ilegal y prostitución, desde Rhode Island hasta Maine. Ray Patriarca ha sido declarado Enemigo Público Número Uno por la Junta de Seguridad Ciudadana de Providence. Gordino es lo que nosotros llamamos un matón: aterroriza, tortura y asesina a gente cumpliendo órdenes de Patriarca. Por razones de seguridad, no le alertamos sobre su llegada.

—Su seguridad no vale una mierda, Field.

Baker estaba enfadado de verdad. Eddie nunca le había oído soltar tacos delante de un pasajero.

—La banda de Patriarca lo sabe todo —añadió, tendiéndole el mensaje.

Field lo leyó y palideció.

—¿Cómo coño lo averiguaron? —murmuró.

—Tendré que preguntar qué pasajeros son «cómplices de conocidos criminales» —dijo el capitán—. ¿Ha reconocido a alguno a bordo?

—Por supuesto que no —replicó Field, irritado—. En tal caso, habría alertado de inmediato a la Oficina.

—Si identificamos a esas personas, las bajaré del avión en la próxima escala.

Yo sé quiénes son, pensó Eddie: Tom Luther… y yo.

—Envíe por radio a la Oficina la lista completa de pasajeros y tripulantes —indicó Field—. Investigarán todos los nombres.

Un estremecimiento de angustia recorrió a Eddie. ¿Corría Tom Luther el peligro de ser descubierto en el curso de esa investigación? Eso lo echaría todo por tierra. ¿Era un conocido criminal? ¿Se llamaba Tom Luther en realidad? Si utilizaba un nombre falso, también llevaría un pasaporte falso, pero esa eventualidad no representaba ningún problema, siempre que se hubiera conchabado con delincuentes de primera. ¿Habría tomado esa precaución? Todo cuanto habían hecho hasta el momento estaba perfectamente organizado.

El capitán Baker se encrespó.

—No creo que debamos preocuparnos por la tripulación. Field se encogió de hombros.

—Haga lo que quiera. La Oficina obtendrá los nombres de la Pan American en menos de un minuto.

Field era un hombre falto de tacto, reflexionó Eddie. ¿Enseñaba J. Edgar Hoover a sus agentes el arte de ser desagradables?

El capitán cogió las listas de pasajeros y tripulantes y se las entregó al operador de radio.

—Envía esto enseguida, Ben —dijo. Hizo una pausa—. Incluyendo a la tripulación —añadió.

Ben Thompson se sentó ante su consola y empezó a teclear el mensaje en Morse.

—Una cosa más —dijo el capitán a Field—. Debo pedirle que me entregue su arma.

Muy inteligente, pensó Eddie. No se le había ocurrido ni por un momento que Field fuera armado, pero no había otra solución, si escoltaba a un criminal peligroso.

—Me opongo… —empezó Field.

—Está prohibido a los pasajeros llevar armas de fuego. No hay excepciones a esta norma. Entrégueme su pistola.

—¿Y si me niego?

—El señor Deakin y el señor Ashford se la quitarán.

La afirmación sorprendió a Eddie, pero interpretó su papel y se acercó a Field con aire amenazador. Jack le imitó.

—Si me obliga a utilizar la fuerza —continuó Baker—, le obligaré a bajar en la próxima escala, y no le permitiré volver a bordo.

Eddie estaba impresionado por la forma en que el capitán mantenía su autoridad, a pesar de que su antagonista iba armado. Estas cosas no ocurrían en las películas, donde el hombre armado se imponía a todo el mundo.

¿Qué haría Field? El fbi no aprobaría que entregara el arma, pero por otra parte, peor sería que le expulsaran del avión.

—Escolto a un prisionero peligroso —dijo Field—. Necesito ir armado.

Eddie distinguió algo por el rabillo del ojo. La puerta situada en la parte posterior de la cabina, que conducía a la cúpula de observación y a las bodegas, estaba entreabierta y algo se movía al otro lado.

—Coja esa pistola, Eddie —dijo Baker.

Eddie introdujo la mano bajo la chaqueta de Field. El hombre no se movió. Eddie encontró la pistolera, abrió la funda y sacó la pistola. Field miraba al frente sin pestañear.

Entonces, Eddie se dirigió a la parte posterior de la cabina y abrió la puerta de par en par.

El joven Percy Oxenford estaba allí.

Eddie se sintió tranquilizado. Casi había imaginado que un miembro de la banda de Gordino esperaba agazapado con una metralleta.

—¿De dónde ha salido usted? —preguntó Baker a Percy.

—Hay una escalerilla junto al tocador de señoras —explicó Percy—. Conduce el ala del avión. Se puede reptar desde ella y salir por las bodegas del equipaje.

Eddie continuaba sosteniendo el arma de Ollis Field. La dejó sobre el armarito de mapas del navegante.

—Vuelva a su asiento, jovencito, por favor —pidió el capitán a Percy—, y no vuelva a salir de la cabina de pasajeros en lo que resta de vuelo, —Percy hizo ademán de volver sobre sus pasos—. Por ahí no —dijo Eddie—. Por la escalera.

Percy, que parecía un poco asustado, atravesó a toda prisa la cabina y se escurrió por la escalerilla.

—¿Cuánto tiempo llevaba ahí, Eddie? —preguntó capitán.

—No lo sé. Creo que lo ha oído todo.

—Ahí va nuestra esperanza de ocultar la situación a los viajeros.

Baker aparentaba preocupación, y Eddie percibió el peso de la responsabilidad que agobiaba al capitán. Éste recuperó enseguida su energía.

—Puede volver a su asiento, señor Field. Gracias por su cooperación.

Ollis Field se dio la vuelta y salió sin decirle nada.

—Volved al trabajo, muchachos —terminó el capitán,

La tripulación se reintegró a sus puestos. Eddie consulto sus cuadrantes de manera automática, a pesar de la confusión que se había apoderado de su mente. Observó que los depósitos de carburante instalados en las alas, y que alimentaban los motores, estaban bajando de nivel, y procedió a transferir combustible de los depósitos principales, situados en los hidroestabilizadores. Sus pensamientos, no obstante, se centraban en Frankie Gordino, que había matado a un hombre, violado a una mujer y prendido fuego a un club nocturno. Sin embargo, le habían capturado y sería castigado por sus horribles crímenes…, sólo que Eddie Deakin iba a salvarle. Gracias a Eddie, aquella chica vería salir en libertad a su violador.

Peor aún, era casi seguro que Gordino volvería a asesinar. No servía para otra cosa. Llegaría un día en que Eddie se enteraría por los periódicos de algún crimen espantoso, un asesinato por venganza, en que la víctima sería mutilada y torturada antes de morir, o tal vez un edificio incendiado, en cuyo interior mujeres y niños arderían hasta convertirse en cenizas, o una muchacha secuestrada y violada por tres hombres diferentes…, y la policía lo relacionaría con la banda de Patriarca, y Eddie pensaría. «¿Ha sido Gordino? ¿Soy el responsable de esa atrocidad? ¿Ha sufrido y muerto esa gente porque ayudé a Gordino a escapar?»

Si seguía adelante, ¿cuántos crímenes recaerían sobre su conciencia?

Pero no tenía otra elección. Carol-Ann se hallaba en poder de Ray Patriarca. Cada vez que lo pensaba, un sudor frío resbalaba sobre sus sienes. Debía protegerla, y la única forma era colaborar con Tom Luther.

Consultó su reloj: las doce de la noche.

Jack Ashford le dio la posición actual del avión, lo más aproximada posible; aún no había podido ver ni una estrella. Ben Thompson mostró los últimos partes meteorológicos; la tempestad era peligrosa. Eddie leyó un nuevo conjunto de cifras relativas a los depósitos de combustible y empezó a actualizar sus cálculos. Quizá el tiempo resolviera su dilema: si no les quedaba carburante suficiente para llegar a Terranova, tendrían que regresar, y todo concluiría. La idea tampoco le consolaba. No era fatalista. Debía hacer algo.

—¿Cómo va, Eddie? —preguntó el capitán Baker.

—Aún no he terminado —contestó.

—Ve con ojo. Estamos cerca del punto de no retorno. Eddie sintió que un reguero de sudor humedecía su mejilla. Se secó con un veloz y furtivo movimiento.

Terminó los cálculos.

El combustible que quedaba no era suficiente. Por un momento no dijo nada.

Se inclinó sobre su cuaderno y sus tablas, fingiendo que aún no había terminado. La situación era peor que cuando había iniciado su turno. Ya no quedaba bastante carburante para terminar el viaje, siguiendo la ruta que el capitán había elegido, ni siquiera con cuatro motores; el margen de seguridad había desaparecido. La única manera de lograrlo era acortar el viaje, volando a través de la tormenta en lugar de bordearla; y en ese caso, si perdían un motor, estarían acabados.

Todos los pasajeros morirían, y él también. ¿Qué sería de Carol-Ann?

—Bien, Eddie —dijo el capitán—. ¿Qué hay que hacer?

¿Podemos seguir hasta Botwood o debemos volver a Foynes? Eddie apretó los dientes. No podía soportar la idea de dejar a Carol-Ann con sus secuestradores ni un día más. Prefería arriesgarlo todo.

—¿Está preparado para cambiar de rumbo y volar a través de la tormenta?

—¿Es necesario?

—O eso, o regresar. Eddie contuvo el aliento.

—Mierda —dijo el capitán. Todos odiaban la idea de volver atrás a mitad de camino; era un chasco.

Eddie aguardó la decisión del capitán.

—A la mierda —dijo el capitán Baker—. Atravesaremos la tempestad.