14

Margaret estaba muy animada. Ya se había olvidado de que no quería ir a Estados Unidos. ¡Apenas podía creer que había trabado amistad con un verdadero ladrón! En circunstancias normales, si alguien le hubiera dicho «Soy un ladrón» no le habría creído, pero, en el caso de Harry, sabía que era cierto, porque le había conocido en una comisaría de policía: y había visto cómo le acusaban.

Siempre la había fascinado la gente que vivía al margen del orden establecido: delincuentes, bohemios, anarquistas prostitutas y vagabundos. Parecían tan libres… Claro que su libertad no les permitía pedir champán, viajar en avión a Nueva York o enviar a sus hijos a la universidad; no era tan ingenua como para desconocer las desventajas de ser un paria. Sin embargo, la gente como Harry nunca se plegaba a las órdenes de nadie, y eso le parecía maravilloso. Soñaba con ser una guerrillera, vivir en las colinas, ponerse pantalones, llevar un rifle, robar comida, dormir al raso y no planchar nunca la ropa.

Nunca había conocido gente de ésa, o bien no la reconocía cuando se topaba con ella. ¿Acaso no se había sentado en un portal de «la calle más depravada de Londres», sin dar se cuenta de que la iban a tomar por una prostituta? Parecía un acontecimiento lejanísimo, aunque había tenido lugar anoche.

Conocer a Harry era lo más interesante que le había pasado desde hacía tiempo inmemorial. Representaba toda aquello que Margaret siempre había deseado. ¡Podía hacer lo que le daba la gana! Por la mañana había decidido ir a Estados Unidos y por la tarde ya estaba de camino. Si le apetecía bailar toda la noche y dormir todo el día, lo hacía. Comía y bebía cuanto quería, cuando tenía ganas, en el Ritz, en una taberna o a bordo del clipper de la Pan American. Ingresaba en el partido Comunista y se marchaba sin dar explicaciones a nadie. Cuando necesitaba dinero, se lo quitaba a gente que poseía más del que merecía. ¡Era un alma libre por completo!

Tenía muchas ganas de saber más cosas acerca de él, y le sabía mal perder el tiempo cenando sin su compañía.

En el comedor había tres o cuatro mesas. El barón Gabon y Carl Hartmann se hallaban en la mesa vecina. Papá les había dirigido una mirada iracunda cuando entraron, tal vez porque eran judíos. Ollis Field y Frank Gordon compartían la mesa. Frank Gordon era un joven algo mayor que Harry, un tipo apuesto, pero cuya boca delataba cierta brutalidad oculta. Ollis Field era un hombre mayor, de aspecto extenuado, completamente calvo. Los dos hombres habían levantado ciertos comentarios por quedarse en el avión mientras todo el mundo bajaba en Foynes.

Lulu Bell y la princesa Lavinia, que se quejaba en voz alta del exceso de sal que arruinaba la salsa del cóctel de gambas, ocupaban la tercera mesa. Las acompañaban dos personas que habían subido en Foynes, el señor Lovesey y la señora Lenehan. Percy decía que compartían la suite nupcial, aunque no estaban casados. Sorprendió a Margaret que la Pan American permitiera semejante escándalo. Tal vez suavizaban las normas debido a la cantidad de gente que intentaba con desesperación trasladarse a Estados Unidos.

Percy se sentó a cenar tocado con un casquete negro judío. Margaret rió. ¿De dónde demonios habría sacado aquello? Papá se lo quitó de la cabeza de un manotazo, enfurecido.

—¡Idiota! —aulló.

El rostro de mamá no había alterado su expresión desde que dejara de llorar por la partida de Elizabeth.

—Creo que es espantosamente temprano para cenar —murmuró vagamente.

—Son las siete y media —dijo papá.

—¿Por qué no oscurece?

—En Inglaterra ya ha oscurecido —intervino Percy—, pero nos encontramos a cuatrocientos cincuenta kilómetros de la costa irlandesa. Seguimos la ruta del sol.

—Pero acabará oscureciendo.

—Alrededor de las nueve, diría yo.

—Bien —concluyó mamá.

—¿Os dais cuenta de que si fuéramos a la rapidez suficiente alcanzaríamos al sol y nunca oscurecería? —dijo Percy.

—No existe la menor posibilidad de que el hombre invente aviones tan rápidos —replicó lord Oxenford, en tono condescendiente.

Nicky, el camarero, trajo el primer plato.

—Yo no quiero, gracias —dijo Percy—. Los judíos no comemos gambas.

El camarero le dirigió una mirada de asombro, pero no dijo nada. Papá enrojeció.

Margaret se apresuró a cambiar de tema.

—¿Cuándo haremos la próxima escala, Percy?

Su hermano siempre sabía estas cosas.

—Se tardan dieciséis horas y media en llegar a Botwood —dijo—. Deberíamos llegar a las nueve de la mañana, según el horario inglés de verano.

—¿Qué hora será allí?

—Cuenta tres horas y media menos que la hora de Greenwich.

—¿Tres horas y media? —se extrañó Margaret—. No sabía que existían diferencias tan extravagantes.

—Y Botwood también aprovecha la luz solar, como Inglaterra, lo cual quiere decir que aterrizaremos hacia las cinco y media de la mañana, hora local.

—No podré despertarme —dijo mamá, con voz cansada.

—Ya lo creo que sí —se obstinó Percy—. Tendrás la sensación de que son las nueve de la mañana.

—Los chicos saben mucho de los adelantos técnicos —murmuró mamá.

Irritaba a Margaret cuando fingía ser estúpida. Creía que no era femenino comprender los detalles técnicos. «A los hombres no les gustan las chicas demasiado listas, querida», había repetido en más de una ocasión a Margaret. Ésta ya no discutía con ella, pero tampoco le creía. En su opinión, sólo los hombres estúpidos pensaban de esa manera.

A los hombres inteligentes les gustaban las chicas inteligentes.

Se dio cuenta de que en la mesa vecina se hablaba en voz algo más alta. El barón Gabon y Carl Hartmann estaban discutiendo, mientras sus compañeros de cena les contemplaban en perplejo silencio. Margaret recordó que Gabon y Hartmann no habían parado de discutir desde que se sentaron a la mesa. No era sorprendente; debía de ser difícil hablar de trivialidades con uno de los cerebros más brillantes del mundo. Captó la palabra «Palestina». Debían de estar discutiendo sobre el sionismo. Dirigió una mirada nerviosa a su padre. Él también escuchaba, y su expresión denotaba mal humor.

—Vamos a atravesar una tormenta —dijo Margaret, antes de que su padre pudiera hablar—. El avión se moverá un poco.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Percy.

En su voz se transparentaban los celos; el experto en detalles aeronáuticos era él, no Margaret.

—Me lo ha dicho Harry.

—¿Y cómo lo supo?

—Cenó con el mecánico y el navegante.

—No estoy asustado —afirmó Percy, en un tono que sugería todo lo contrario.

A Margaret no le había ocurrido preocuparse por la tempestad. Resultaría incómoda, pero no existía auténtico peligro, ¿verdad?

Papá vació su copa y pidió más vino al camarero, con cierta irritación. ¿Le asustaba la tempestad? Margaret había observado que bebía más de lo normal. Tenía la cara colorada y los ojos vidriosos. ¿Estaba nervioso? Tal vez seguía disgustado por la partida de Elizabeth.

—Margaret, deberías hablar más con ese silencioso señor Membury —dijo mamá.

Margaret se sorprendió.

—¿Por qué? Da la impresión de que prefiere estar solo.

—Yo diría que es pura timidez.

No era propio de mamá apenarse por las personas tímidas, sobre todo si eran, como el señor Membury, miembros de la clase media.

—Di la verdad, mamá. ¿A qué te refieres?

—No quiero que te pases todo el viaje hablando con el señor Vandenpost.

Ésta era, precisamente, la intención de Margaret.

—¿Y por qué no?

—Bien, es de tu edad, y no querrás darle esperanzas.

—Tal vez me apetezca darle esperanzas. Es terriblemente atractivo.

—No, querida —repuso mamá con firmeza—. Tiene algo que no acaba de convencerme.

Quería decir que no era de la alta sociedad. Como muchos extranjeros que se casaban con aristócratas, mamá era aún más presuntuosa que los ingleses.

Por lo tanto, la interpretación de Harry de joven norteamericano acaudalado no la había engañado por completo. Su olfato social era infalible.

—Pero dijiste que conocías a los Vandenpost de Filadelfia —protestó Margaret.

—En efecto, pero he reflexionado sobre ello y estoy segura de que no pertenece a esa familia.

—Puede que cultive su amistad sólo para castigar tu presuntuosidad, mamá.

—No es presuntuosidad, querida, sino educación. La presuntuosidad es vulgar.

Margaret se rindió. La armadura de superioridad con que se cubría mamá era impenetrable. Resultaba inútil razonar con ella. Margaret, sin embargo, no tenía la menor intención de obedecerla. Harry era demasiado interesante.

—Me preguntó quién es el señor Membury —dijo Percy—. Me gusta su chaleco rojo. No parece la típica persona que viaja de un lado a otro del océano.

—Supongo que es una especie de funcionario —dijo mamá.

Eso es lo que parecía, pensó Margaret. Mamá tenía buen ojo para definir a la gente.

—Lo más probable es que trabaje para las líneas aéreas —intervino papá.

—Yo diría que es un funcionario del Estado —insistió mamá.

Los camareros trajeron el plato principal. Mamá rechazó el filet mignon.

—Nunca tomo alimentos cocinados —informó a Nicky. Tráigame un poco de apio y caviar.

—Hemos de tener nuestro propio país —oyó Margaret que decía el barón Gabon—. ¡No hay otra solución!

—Pero usted mismo ha admitido que deberá ser un Estado militarizado… —replicó Carl Hartmann.

—¡Para defenderse de los vecinos hostiles!

—Y admite que deberá discriminar a los árabes en favor de los judíos, pero da la casualidad de que el fascismo es la combinación del militarismo y el racismo, precisamente aquello contra lo que usted lucha.

—No hable tan alto —advirtió Gabon, y ambos bajaron la voz.

Margaret, en circunstancias normales, se habría interesado en la discusión, por haberla sostenido en ocasiones con Ian. Los socialistas se hallaban divididos respecto a Palestina. Algunos decían que constituía la gran oportunidad de crear el Estado ideal; otros afirmaban que pertenecía a la gente que vivía allí y no podía «regalarse» a los judíos, de igual forma que no se les podía ceder Irlanda, Hong Kong o Texas. El hecho de que muchos socialistas fueran judíos complicaba el tema.

En cualquier caso, deseaba que Gabon y Hartmann se calmaran, para que su padre no les oyera.

Por desgracia, no fue así. Discutían de asuntos muy queridos por ambos. Hartmann volvió a levantar la voz.

—¡No quiero vivir en un Estado racista!

—No sabía que viajábamos con un hatajo de judíos —comentó en voz alta su padre.

Oy, vey —dijo Percy.

Margaret miró a su padre, abatida. En otros tiempos, su filosofía política había tenido cierto sentido. Cuando millones de hombres sanos se hallaban en el paro y morían de hambre, parecía valeroso proclamar que tanto el capitalismo como el socialismo habían fracasado, y que la democracia perjudicaba al hombre normal. La idea de un Estado todopoderoso al frente de la industria, bajo el liderazgo de un dictador benévolo, resultaba en parte atractiva, pero aquellos elevados ideales y atrevidos proyectos habían degenerado en esta infamia absurda. Había pensado en papá cuando encontró un ejemplar de Hamlet en la biblioteca y leyó la frase «¡Oh, qué noble mente desaprovechada!».

No creía que los dos hombres hubieran escuchado el torpe comentario de papá, porque les daba la espalda y e iban absortos en la discusión.

—¿A qué hora nos iremos a dormir? —dijo, para distraer a su padre.

—Me gustaría acostarme pronto —dijo Percy.

Era una reacción inusual, pero tal vez se debía a la novedad de dormir en un avión.

—Nos iremos a la hora de siempre —dijo mamá.

—Sí, pero ¿en qué huso horario? ¿A las diez y media, horario de verano inglés, o a las diez y media de Terrario,

—¡Estados Unidos es racista! —exclamó el barón Gabon. Al igual que Francia, Inglaterra, la Unión Soviética… ¡Todos son Estados racistas!

—¡Por los clavos de Cristo! —dijo papá.

—A las nueve y media me parece bien —intervino Margaret.

Percy se dio cuenta de lo que ocurría.

—A las diez y cinco estaré más muerto que vivo —contribuyó.

Era un juego que habían practicado de niños. Mamá colaboró.

—A las diez menos cuarto desapareceré.

—Enséñame tu tatuaje a esa hora.

—Yo seré la última, y me acostaré a y veinte.

—Tu turno, papá.

Se produjo un momento de silencio. Papá había practicado el juego con ellos en los viejos tiempos, antes de que amargura y el desánimo se apoderasen de él. Su rostro se suavizó por un instante, y Margaret pensó que iba a participar.

Entonces, Carl Hartmann habló.

—¿Por qué quieres fundar otro Estado racista, pues?

Fue la gota que desborda el vaso. Papá se giró enrededor, al borde de la apoplejía.

—Esos judíos que se callen —estalló, antes de que alguien pudiera impedirlo.

Hartmann y Gabon le miraron, atónitos.

Margaret sintió que sus mejillas se teñían de rojo. Papa había hablado en voz lo bastante alta para que todo el mundo le oyera, y el comedor se sumió en un silencio absoluto. Deseó que el suelo se abriera bajo sus pies y la tragara. La idea de que la gente se fijara en ella, descubriendo que era la hija del borracho idiota y grosero sentado delante, la mortificaba. Miró a Nicky y leyó en su rostro que sentía pena por ella, lo cual aumentó su turbación.

El barón Gabon palideció. Por un momento, dio la impresión de que iba a replicar, pero luego cambió de opinión y desvió la vista. Una sonrisa torcida deformó la cara de Hartmann, y Margaret pensó que, viniendo de la Alemania nazi, el incidente le parecería nimio.

Papá aún no había terminado.

—Estamos en un compartimento de primera clase —añadió.

Margaret observaba al barón Gabon. En un intento de hacer caso omiso de papá, cogió la cuchara, pero su mano temblaba y derramó la sopa sobre su chaleco gris gaviota. Desistió y dejó la cuchara en el plato.

Esta señal visible de su aflicción conmovió a Margaret. Experimentó una gran agresividad contra su padre. Se volvió hacia él y, por una vez, reunió el coraje suficiente para decirle lo que pensaba.

—¡Has insultado groseramente a dos de los hombres más distinguidos de Europa! —gritó, furiosa.

—Querrás decir a dos de los judíos más distinguidos de Europa —replicó él.

—Acuérdate de Granny Fishbein —dijo Percy.

Papá se giró en redondo hacia su hijo y le apuntó con un dedo tembloroso.

—Basta de tonterías, ¿me oyes?

—Necesito ir al lavabo —dijo Percy, levantándose—. Me encuentro mal.

Salió del comedor.

Margaret se dio cuenta de que tanto ella como Percy se habían rebelado contra papá, y que éste había sido incapaz de remediarlo. Un acontecimiento memorable.

Papá bajó la voz y habló con Margaret.

—¡Recuerda que ésta es la clase de gentuza que nos ha expulsado de nuestro hogar —siseó, y volvió a levantar la voz—. Si quieren viajar con nosotros, deberían aprenden comportarse.

—¡Basta! —intervino una voz nueva.

Margaret miró al otro lado del comedor. Quien había hablado era Mervyn Lovesey, el hombre que había embarcado en Foynes. Estaba de pie. Los camareros, Nicky y Davy, se habían quedado petrificados, con aspecto aterrorizado. Lovesey atravesó el comedor y se detuvo ante la mesa de Oxenford, con aire amenazador. Era un hombre alto y autoritario entrado en la cuarentena, de espeso cabello gris, cejas negras y rasgos bien dibujados. Llevaba un traje caro, pero hablaba con acento de Lancashire.

—Le agradeceré que se calle sus puntos de vista —el en voz baja y tono amenazador.

—No es de su maldita incumbencia… —empezó papá.

—Sí que lo es —dijo Lovesey.

Margaret vio que Nicky se marchaba a toda prisa, y supuso que iba a pedir ayuda a la cubierta de vuelo.

—Tal vez no quiera saberlo —continuó Lovesey—, pero el profesor Hartmann es el físico más importante del mundo.

—No me importa lo que sea…

—No, a usted no, pero a mí sí. Y considero sus opinión tan ofensivas como un olor desagradable.

—Diré lo que me dé la gana —insistió papá, empezar a levantarse.

Lovesey le retuvo, apoyando una fuerte mano sobre hombro.

—Hemos declarado la guerra a la gente como usted.

—Lárguese, ¿quiere? —replicó papá, con voz débil.

—Me largaré cuando usted cierre el pico.

—Llamaré al capitán…

—No es necesario —dijo otra voz, y el capitán Baker apareció, con aspecto sereno y autoritario al mismo tiempo, estoy aquí. Señor Lovesey, ¿quiere hacer el favor de volver a su asiento? Le quedaré muy agradecido.

—Sí, me sentaré, pero no escucharé callado a un patán borracho que hace bajar la voz y llama judío al científico europeo más eminente.

—Señor Lovesey, por favor.

Lovesey regresó a su sitio.

El capitán se volvió hacia papá.

—Es posible que no le haya escuchado bien, lord Oxenford. Estoy seguro de que usted no llamaría a otro pasajero con la palabra que el señor Lovesey acaba de mencionar. Margaret rezó para que papá aceptara esta salida digna, pero, ante su decepción, replicó con mayor beligerancia.

—¡Le llamé judío porque es lo que es! —gritó.

—¡Basta, papá! —gritó Margaret.

—Debo pedirle que no utilice esa palabra mientras viaje a bordo de mi avión —dijo el capitán.

—¿Es que le avergüenza ser judío? —preguntó papá con desdén.

Margaret observó que el capitán Baker empezaba a irritarse.

—Éste es un avión norteamericano, señor, y nos regimos por patrones de conducta norteamericanos. Insisto en que deje de insultar a los demás pasajeros, y le advierto que tengo autoridad para ordenar a la policía local de nuestra próxima escala que le detenga y le encierre en prisión. Le convendría saber que en esos casos, aunque muy infrecuentes, las líneas aéreas siempre presentan cargos.

La amenaza de encarcelamiento impresionó a papá. Guardó silencio por un momento. Margaret se sentía muy humillada. Aunque había intentado parar a su padre y protestado contra su conducta, estaba avergonzada. Su grosería recaía sobre ella: era su hija. Sepultó la cara entre las manos. No podía aguantarlo más.

—Volveré a mi compartimento —dijo su padre.

Margaret levantó la vista. Papá se puso en pie y se volvió hacia mamá.

—¿Vamos, querida?

Mamá se puso en pie. Papá le apartó la silla. Margaret experimentó la sensación de que todos los ojos estaban clavados en ella.

Harry apareció de repente, como surgido de la nada. Apoyó sus manos sobre el respaldo de la silla de Margaret.

—Lady Margaret —dijo, con una leve reverencia. Ella se levantó, profundamente agradecida por este gesto de apoyo.

Mamá se alejó de la mesa, impertérrita, la cabeza erguida. Papá la siguió.

Harry ofreció su brazo a Margaret. Era un pequeño detalle, pero significó mucho para ella. Aunque había enrojecido de pies a cabeza, consiguió salir del salón con dignidad.

Un rumor de conversaciones se desató en cuanto entró el compartimento.

Harry la guió hasta su asiento.

—Has sido muy amable —dijo Margaret de todo corazón—. No sé cómo darte las gracias.

—Oí el jaleo desde aquí. Imaginé que lo estabas pasando fatal.

—Nunca me había sentido tan humillada.

Papá, sin embargo, aún no se había rendido.

—¡Esos idiotas se arrepentirán un día! —dijo. Mamá sentó en su rincón y le miró, inexpresiva—. Van a perder e guerra, acuérdate de mis palabras.

—Basta, papá, por favor —dijo Margaret.

Por fortuna, el único testigo del discurso fue Harry; el señor Membury había desaparecido.

Papá no le hizo caso.

—¡El ejército alemán barrerá Inglaterra como un maremoto! ¿Sabes lo que ocurrirá después? Hitler instaurará un gobierno fascista, por supuesto.

De repente, una luz extraña brilló en sus ojos. Dios mio, parece que se haya vuelto loco, pensó Margaret. Mi padre está perdiendo la razón. El hombre bajó la voz, y una expresión astuta acudió a su rostro.

—Un gobierno fascista inglés, por supuesto —continuo ¡Y necesitará un fascista inglés al frente!

—Oh, Dios mío —exclamó Margaret. Comprendió, desesperada, lo que estaba pensando.

Papá pensaba que Hitler le nombraría dictador de Inglaterra.

Pensaba que Inglaterra iba a ser conquistada, y que Hitler le haría regresar de su exilio para que fuera el líder del gobierno títere.

—Y cuando haya un primer ministro fascista en Londres, ¡bailarán a un son muy diferente! —concluyó papá con aire de triunfo, como si hubiera ganado alguna discusión.

Harry miraba estupefacto a papá.

—¿Se imagina…? ¿Espera que Hitler le confíe a usted…?

—¿Quién sabe? —dijo papá—. Debería ser alguien sin la menor relación con la administración derrotada. Si me llamaran a cumplir… mi deber para con mi país…, empezando desde cero, sin recriminaciones…

Harry parecía demasiado conmocionado para decir nada.

Margaret se encontraba sumida en la desesperación. Tenía que huir de papá. Ya no podía aguantarle. Se estremeció al recordar el resultado ignominioso de su último intento de huida, pero no iba a permitir que un fracaso la descorazonara. Debía intentarlo de nuevo.

Esta vez sería diferente. El ejemplo de Elizabeth la iluminaría. Elaboraría con toda minuciosidad el plan. Se aseguraría de contar con dinero, amigos y un sitio donde dormir.

Esta vez saldría bien.

Percy salió del lavabo de caballeros. Se había perdido casi todo el drama, pero cuando apareció, sin embargo, dio la impresión de que había vivido su propio drama. Tenía la cara encendida y parecía muy excitado.

—¡No os lo podéis ni imaginar! —anunció al compartimento en general—. Acabo de ver al señor Membury en el lavabo… Tenía la chaqueta desabrochada y se estaba introduciendo los faldones de la camisa en los pantalones… ¡y lleva una pistolera debajo de la chaqueta, con pistola y todo!