Lo ultimo que vio Harry Marks de Europa fue un faro blanco, que se erguía con orgullo en la orilla norte de la desembocadura del Shannon, mientras el océano Atlántico azotaba con furia la base del acantilado. La tierra desapareció de vista a los pocos minutos, lo único que se veía en todas direcciones era el mar infinito.
Cuando llegue a Estados Unidos seré rico, pensó.
Estar tan cerca del famoso conjunto Delhi le creaba una excitación casi sexual. En algún lugar del avión, a pocos metros de donde estaba sentado, había una fortuna en joyas. Sus dedos ardían en deseos de tocarlas.
Un perista le daría cien mil dólares, como mínimo, por unas piedras preciosas valoradas en un millón. Se compraría un bonito piso y un coche, pensó, o quizá una casa en el campo con pista de tenis. Aunque tal vez debería invertir las ganancias y vivir de los intereses. ¡Seria un pisaverde y viviría de rentas!
Claro que antes debía apoderarse del botín.
Como lady Oxenford no llevaba ninguna joya, sólo podían estar guardadas en dos sitios: en el equipaje de la cabina, en el mismo compartimento, o en las maletas consignadas en la bodega. Si fueran mías, no me separaría mucho de ellas, pensó Harry: las guardaría en el bolso de mano. Me daría miedo perderlas de vista. De todos modos, era imposible saber lo que opinaba al respeto la dama.
Primero, registraría la bolsa. Estaba bajo el asiento de lady Oxenford, una cara maleta de piel color vino tinto con remates metálicos. Se preguntó cómo lograría abrirla. Tal vez tendría una oportunidad durante la noche, mientras todo el mundo dormía.
Ya encontraría una forma. Seria arriesgado: robar era juego peligroso, pero siempre se salía con la suya, hasta cuando las circunstancias se torcían. Fijaos en mí, pensó; ayer me pillaron con las manos en la masa, con unos gemelos robados en el bolsillo de los pantalones; pasé la noche en la cárcel y ahora estoy a bordo del clipper, rumbo a Nueva York. ¿Suerte? ¡Aún es poco!
Una vez le habían contado un chiste sobre un hombre que se tiraba desde un décimo piso, y al pasar frente al quinto gritaba «De momento, todo va bien». Ése no era él.
Nicky, el mozo, trajo el menú de la cena y le ofreció una copa. No necesitaba beber, pero pidió una copa de champan porque parecía lo más adecuado. Esto es vida, Harry, se dijo. Su excitación por hallarse en el avión más lujoso del mundo corría pareja con su nerviosismo por volar sobre el océano pero, a medida que el champán obraba efecto, la excitación ganó la partida.
Le sorprendió ver que el menú estaba en inglés. ¿Acaso sabían los norteamericanos que los menús sofisticados se escribían en francés? Quizá eran demasiado sensatos para escribir menús en un idioma extranjero. Tuvo la sensación de que Estados Unidos iba a gustarle.
El comedor sólo tenía capacidad para catorce personas, de forma que la cena se serviría en tres turnos, explicó mozo.
—¿A qué hora le apetece cenar, señor Vandenpost? ¿A las seis, a las siete y media o a las nueve?
Esta puede ser mi oportunidad, pensó Harry. Si los Oxenford cenaran antes o después que él, se quedaría solo en compartimento, pero ¿que turno elegirían? Harry maldijo mentalmente al mozo por escogerle a él en primer lugar. Un mozo inglés se habría dirigido primero a los nobles, pero ese democrático norteamericano debía guiarse por los número: de los asientos. Tendría que adivinar el turno de los Oxenford.
—Déjeme ver —dijo, para ganar tiempo.
Por su experiencia, sabía que los ricos solían comer tarde. Un trabajador desayunaba a las siete, almorzaba a mediodía y cenaba a las cinco, pero un noble desayunaba a las nueve, almorzaba a las dos y cenaba a las ocho y media. Los Oxenford cenarían tarde. Harry se inclinó por el primer turno.
—Estoy hambriento —dijo—. Cenaré a las seis.
El mozo se volvió hacia los Oxenford, y Harry contuvo el aliento.
—Me parece que a las nueve —dijo lord Oxenford. Harry reprimió una sonrisa de satisfacción.
—Percy no querrá esperar tanto —intervino lady Oxenford—. Cenemos antes.
Muy bien, pensó inquieto Harry, pero no demasiado temprano, por el amor de Dios.
—A las siete y media, pues —concedió lord Oxenford. Harry se sintió invadido de placer. Se había acercado un paso más al conjunto Delhi.
El mozo se volvió hacia el pasajero sentado frente a Harry, el tipo del chaleco rojo vino que tenía pinta de policía.
Les había dicho que se llamaba Clive Membury. Di a las siete y media, pensó Harry, y déjame solo en el compartimento. Sin embargo, Membury no tenía hambre y eligió el turno de las nueve.
Qué pena, pensó Harry. Membury se quedaría en el compartimento mientras los Oxenford cenaban, Quizá se ausentaría unos minutos. Era un tipo nervioso, que no paraba quieto. Si no se marchaba de buen grado, Harry tendría que imaginar una manera de deshacerse de él. Habría sido fácil de no encontrarse a bordo de un avión. Harry le habría dicho que se requería su presencia en otra habitación, que le llamaban por teléfono, o que había una mujer desnuda en la calle. Aquí, sería más difícil.
—Señor Vandenpost —dijo el mozo—, el mecánico y el navegante compartirán su mesa, si le parece bien.
—Desde luego —asintió Harry. Le gustaría hablar con algún miembro de la tripulación.
Lord Oxenford pidió otro whisky. Era un hombre sediento, como decían los irlandeses. Su esposa estaba pálida y silenciosa. Tenía un libro sobre el regazo, pero no pasaba las páginas. Parecía deprimida.
El joven Percy se marchó a charlar con los tripulantes que estaban de descanso y Margaret se sentó al lado de Harry.
Éste captó su perfume y lo identificó como «Tosca». Margaret se había quitado la chaqueta, y Harry observó que había heredado la figura de su madre: era muy alta, de hombros cuadrados, busto abundante y largas piernas. Su ropa, de buena calidad pero sencilla, no le hacía justicia. Harry la imaginó ataviada con un vestido de noche largo muy escotado, cabello rojo recogido y el largo cuello blanco enmarcado pendientes de esmeraldas talladas por Louis Cartier en período indio… Estaría deslumbrante. Resultaba obvio ella no se veía así. Ser una aristócrata acaudalada la molestaba; por eso vestía como la mujer de un vicario.
Era una chica formidable, y Harry estaba un poco intimidado, pero adivinaba su punto vulnerable, que le parecía encantador. Por más encantadora que sea, Harry, recuerda que es un peligro para ti y que necesitas cultivar su amistad. Le preguntó si ya había volado en alguna ocasión anterior
—Sólo a París, con mamá —respondió ella.
Sólo a París, con mamá, meditó Harry, admirado. Su madre jamás iría a París o volaría en avión.
—¿Cómo se siente uno al disfrutar de un privilegio tan grande? —preguntó Harry.
—Odiaba aquellos viajes a París. Tenía que tomar el té con aburridos ingleses, cuando lo que me apetecía en realidad era ir a restaurantes llenos de humo donde tocaban orquestas de jazz.
—Mi madre solía llevarme a Margate. Yo chapoteaba en el mar, y comíamos helados y pescado con patatas fritas.
Recordó de repente que no debía hablar de estas cosas y una oleada de pánico le invadió. Debería farfullar vaguedades sobre un internado y una lejana casa de campo, como siempre que se veía forzado a hablar de su infancia con chicas de la alta sociedad, pero Margaret conocía su secreto: el zumbido de los motores impedía que nadie más escuchara sus palabras. En cualquier caso, cuando se sorprendió diciendo la verdad, se sintió como si, tras haberse lanzado desde el avión, estuviera aguardando a que el paracaídas se abriera.
—Nosotros nunca hemos ido a la playa —dijo Margaret con tristeza—. Sólo la gente vulgar va a bañarse al mar. Mi hermana y yo envidiábamos a los niños pobres. Podían hacer lo que les apetecía.
Harry apreció la ironía de la situación. Aquí tenía una prueba más de que había nacido afortunado: los niños ricos, que circulaban en enormes coches negros, llevaban chaquetas con cuello de terciopelo y comían carne cada día, habían envidiado su libertad y su pescado con patatas fritas.
—Me acuerdo de los olores —prosiguió Margaret—. El olor de una pastelería a la hora de comer, el olor de la maquinaria engrasada cuando pasas cerca de una feria ambulante, el acogedor olor a cerveza y tabaco que se nota al abrirse la puerta de una taberna en una noche de invierno. La gente siempre parecía divertirse en esos sitios. Nunca he entrado en una taberna.
—No se ha perdido gran cosa —dijo Harry, a quien no le gustaban las tabernas—. En el Ritz se come mejor.
—Cada uno prefiere la forma de vida del otro —observó Margaret.
—Pero yo he probado las dos —puntualizó Harry—. Sé cuál es la mejor.
La joven meditó durante unos instantes.
—¿Qué espera lograr en la vida? —preguntó de repente.
Era una pregunta muy peculiar.
—Divertirme.
—No, en serio.
—¿Qué quiere decir «en serio»?
—Todo el mundo quiere divertirse. ¿Qué vas a hacer?
—Lo que hago ahora.
Harry, guiado por un impulso, decidió revelarle algo que nunca había contado a nadie.
—¿Has leído El ladrón aficionado, de Hornung? —Margaret negó con la cabeza—. Va de un ladrón de guante blanco que fuma cigarrillos turcos, viste prendas exquisitas, consigue que le inviten a casas y roba las joyas de los propietarios. Yo quiero ser como él.
—No digas tonterías, por favor —repicó ella con brusquedad.
Harry se sintió un poco herido. Margaret era brutalmente directa cuando pensaba que alguien decía estupideces. Sólo que esto no eran estupideces, sino el sueño de su vida. Ahora que le había abierto su corazón, experimentaba la necesidad de convencerla de que estaba diciendo la verdad.
—No son tonterías —contestó.
—No puedes pasarte la vida robando. Acabarás envejeciendo en la cárcel. Hasta Robbin Hood se casó y se estableció al final. ¿Qué es lo que realmente te gusta?
Harry, en circunstancias normales, habría respondido a esta pregunta con una lista de delicatessen: un piso, un coche, chicas, fiestas, trajes de Savile Row y joyas hermosas. Sin embargo, sabía que ella se burlaría. Lamentaba su actitud, pero también era cierto que sus ambiciones no eran tan materialistas y, ante su sorpresa, se descubrió confesándole cosas que jamás había admitido.
—Me gustaría vivir en una gran casa de campo con las paredes cubiertas de hiedra —dijo.
Calló. De pronto, las emociones le dominaban. Se sintió turbado, pero, por algún motivo que desconocía, tenía muchas ganas de contarle todo esto.
—Una casa en el campo con pista de tenis, caballerizas y rododendros bordeando el camino particular —prosiguió. La recreó en su mente, y se le antojó el lugar más seguro y cómodo del mundo—. Me gustaría pasear por los jardines con botas marrones y un traje de tweed, hablando con los jardineros y los mozos de cuadra, y todos pensarían que yo era un auténtico caballero. Invertiría todo mi dinero en negocios sólidos como una roca y nunca gastaría ni la mitad de la renta. Al llegar el verano, celebraría fiestas en los jardines, con fresas y nata. Y tendría cinco hijas tan bonitas como su madre.
—¡Cinco! —rió Margaret—. ¡Será mejor que te cases con una mujer fuerte! —De repente, se puso seria—. Es un sueño precioso —dijo—. Espero que se convierta en realidad.
Harry se sentía muy cercano a ella, como si pudiera pedirle cualquier cosa.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿También tienes un sueño?
—Quiero participar en la guerra. Voy a alistarme en el STA.
Aún sonaba extraño que las mujeres se alistasen en el ejército, pero a estas alturas ya era moneda corriente.
—¿Qué harías?
—Conducir. Necesitan mujeres para entregar mensajes y conducir ambulancias.
—Será peligroso.
—Lo sé, pero no me importa. Quiero participar en la lucha. Es nuestra última oportunidad de detener el fascismo.
Apretó la mandíbula, y un brillo indómito apareció en sus ojos. Harry pensó que era terriblemente valiente.
—Pareces muy decidida.
—Tenía un… amigo al que los fascistas mataron en España, y quiero terminar el trabajo que él empezó.
Su expresión reflejaba tristeza.
—¿Le amabas? —preguntó Harry, guiado por un impulso. Margaret asintió con la cabeza.
Harry advirtió que estaba a punto de llorar. Acarició su brazo, a modo de consuelo.
—¿Aún le amas?
—Siempre le querré un poco. —La voz de la joven se redujo a un susurro—. Se llamaba Ian.
Harry sintió un nudo en la garganta. Deseó estrecharla en sus brazos y consolarla, y lo hubiera hecho de no ser por la presencia de su padre que, sentado al final del compartimento, bebía whisky y leía el Times. Tuvo que contentarse con apretarle discretamente la mano. Ella le dedicó una sonrisa de gratitud, como si comprendiera.
—La cena está servida, señor Vandenpost —anunció el mozo.
Harry se sorprendió de que ya fuesen las seis. Lamentó interrumpir su conversación con Margaret.
Ella leyó su mente.
—Tendremos mucho tiempo para hablar —dijo—. Pasaremos juntos las próximas veinticuatro horas.
—Cierto. —Harry sonrió y volvió a acariciarle la mano—. Hasta luego —murmuró.
Recordó que había empezado a cultivar su amistad a fin de manipularla. Había terminado contándole todos sus secretos. Margaret tenía una manera de dar al traste con sus planes que le preocupaba. Lo peor era que le gustaba.
Entró en el siguiente compartimento. Se sorprendió un poco al ver que lo habían transformado por completo; en lugar de un salón, ahora era un comedor. Había tres mesas de cuatro comensales, y dos más pequeñas auxiliares. Tenía todo el aspecto de un buen restaurante, con manteles y servilletas de hilo y vajilla de porcelana color hueso, adornada con el símbolo azul de la Pan American. Observó que el dibujo reproducido en el papel pintado de esta zona era un mapamundi y el mismo símbolo alado de la Pan American.
El mozo le indicó que tomara asiento frente a un hombre bajo y robusto, vestido con un traje gris claro que Harry le envidió. La aguja de corbata tenía una perla auténtica de buen tamaño. Harry se presentó.
—Tom Luther —dijo el hombre, estrechándole la mano. Harry observó que sus gemelos hacían juego con la aguja. Un hombre que gastaba dinero en joyas.
Harry se sentó y desdobló la servilleta. El acento de Luther era norteamericano, aunque matizado por cierta entonación europea.
—¿De dónde eres, Tom? —preguntó Harry.
—De Providence, Rhode Island. ¿Y tú?
—De Filadelfia. —Harry tenía una necesidad extrema de saber dónde estaba Filadelfia—. Pero he vivido un poco en todas partes. Mi padre se dedicaba a los seguros.
Luther asintió con cortesía, pero sin demostrar mucho interés, lo cual complació a Harry. No deseaba que le hicieran preguntas sobre sus orígenes; era demasiado fácil cometer un desliz.
Los dos tripulantes llegaron y se presentaron. Eddie Deakin, el mecánico, era un tipo ancho de pecho y cabello color arena, de rostro agradable. Harry intuyó que le habría gustado desanudarse la corbata y quitarse la chaqueta del uniforme. Jack Ashford, el navegante, tenía el cabello oscuro, la barbilla caída, un hombre preciso y metódico que daba la impresión de haber nacido con el uniforme.
En cuanto se sentaron, Harry notó que una corriente de hostilidad se establecía entre Eddie y Luther. Muy interesante.
La cena empezó con un cóctel de gambas. Los dos tripulantes bebieron café. Harry pidió una copa de vino blanco seco y Tom Luther ordenó un martini.
Harry todavía pensaba en Margaret Oxenford y en el novio que había muerto en España. Miró por la ventana, preguntándose hasta qué punto continuaba enamorada del muchacho. Un año era mucho tiempo, sobre todo a su edad.
—Hasta el momento, el tiempo está a nuestro favor —comentó Jack Ashford, siguiendo la dirección de su mirada. Harry observó que el cielo estaba despejado y que el sol brillaba sobre las alas.
—¿Cómo suele ser? —preguntó.
—A veces, llueve sin parar desde Irlanda a Terranova —contestó Jack—. Tenemos granizo, nieve, hielo, truenos y rayos.
Harry recordó algo que había leído.
—¿No es peligroso el hielo?
—Planeamos nuestra ruta con la idea de evitar temperaturas bajo cero. En cualquier caso, el avión va equipado con botas de goma anticongelantes.
—¿Botas?
—Simples protectores de goma que recubren las alas la cola en los puntos propensos a helarse.
—¿Cuál es la predicción para el resto del viaje? Jack vaciló un momento, y Harry comprendió que se arrepentía de haber mencionado el tiempo.
—Hay una tempestad en el Atlántico —dijo.
—¿Fuerte?
—En el centro es fuerte, pero nos limitaremos a rozarla; espero.
No parecía muy convencido.
—¿Qué se nota en una tempestad? —preguntó Tom Luther. Sonreía, enseñando los dientes, pero Harry leyó el miedo en sus ojos azules.
—Se mueve un poco —dijo Jack.
No dio más explicaciones, pero Eddie, el mecánico, respondió a la pregunta de Tom Luther.
—Es como intentar cabalgar sobre un caballo salvaje. Luther palideció. Jack miró a Eddie con el ceño fruncido, desaprobando su falta de tacto.
El siguiente plato era sopa de tortuga. Nicky y Davy, los dos mozos, servían a los comensales. Nicky era gordo; Davy pequeño. En opinión de Harry, ambos eran homosexuales, o «musicales», como diría la camarilla de Noel Coward. A Harry le gustaba su eficacia informal.
El mecánico parecía preocupado. Harry le estudió con disimulo. Su rostro franco y bondadoso desmentía que fuere un tipo taciturno.
—¿Quién se encarga del avión mientras tú comes, Eddie, preguntó Harry, en un intento de sonsacarle algo.
—Mi ayudante, Mickey Finn, realiza el trabajo —contestó Eddie. Hablaba en tono distendido, pero no sonreía—. La tripulación se compone de nueve personas, sin contar a los dos camareros. Todos, excepto el capitán, trabajan en turnos alternos de cuatro horas. Jack y yo hemos trabajado desde que despegamos de Southampton a las dos de la tarde, así que paramos a las seis, hace escasos minutos.
—¿Y el capitán? —preguntó Tom Luther con ansiedad—. ¿Toma pastillas para mantenerse despierto?
—Duerme cuando le es posible —dijo Eddie—. Creo que se tomará un buen descanso cuando rebasemos el punto de no retorno.
—¿Quiere decir que volaremos por el cielo mientras el capitán duerme? —preguntó Luther, en un tono de voz excesivamente agudo.
—Claro —sonrió Eddie.
Luther parecía aterrorizado. Harry intentó apaciguar los ánimos.
—¿Cuál es el punto de no retorno?
—Controlamos nuestras reservas de combustible incesantemente. Cuando no nos queda el suficiente para regresar Foynes, significa que hemos rebasado el punto de no retorno. Eddie hablaba con contundencia, y Harry comprendió, si el menor asomo de duda que pretendía asustar a Tom Luther.
El navegante intervino en la conversación, con ánimo conciliatorio.
—En este momento, nos queda el combustible suficiente para llegar a nuestro destino o volver a Inglaterra.
—¿Y si no queda el suficiente para llegar a uno u otro punto? —se interesó Luther.
Eddie se inclinó hacia adelante dibujó una sonrisa desprovista por completo de humor.
—Confíe en mí, señor Luther —dijo.
—Una circunstancia imposible —se apresuró a afirmar el navegante—. Regresaríamos a Foynes antes de que ocurriera. Para mayor seguridad, basamos todos nuestros cálculo en tres motores, en lugar de cuatro, por si acaso uno se avería.
Jack intentaba que Luther recuperara la confianza, pero hablar de motores averiados sólo sirvió para que el hombre se asustara más. Intentó sorber un poco de sopa, pero su mano tembló y el líquido se derramó sobre su corbata.
Eddie, satisfecho en apariencia, se sumió en el silencio. Jack trató de mantener viva la conversación, y Harry procuró echarle una mano, pero se respiraba un ambiente extraño. Harry se preguntó qué coño ocurría entre Eddie y Luther.
El comedor no tardó en llenarse. La hermosa mujer del vestido a topos se sentó en la mesa de al lado, con su acompañante de la chaqueta azul. Harry había averiguado que eran Diana Lovesey y Mark Adler. Margaret debería vestirse como la señora Lovesey, pensó Harry; su aspecto mejoraría aún más. Sin embargo, la señora Lovesey no parecía feliz; de hecho, parecía desdichada en grado sumo.
El servicio era rápido y la comida buena. El plato principal consistía en filet mignon con espárragos a la holandesa y puré de patatas. El filete era el doble de grande que en cualquier restaurante inglés. Harry no lo terminó, y rechazó otra copa de vino. Quería estar en forma. Iba a robar el conjunto Delhi. La idea le excitaba, pero también le atemorizaba. Sería el mayor golpe de su vida, y podía ser el último, si así lo decidía. Podría comprarse aquella casa de campo cubierta de hiedra con pista de tenis.
Después del filete sirvieron una ensalada, lo cual sorprendió a Harry. En los restaurantes elegantes de Londres no solían servir ensalada, y mucho menos después del plato fuerte.
Melocotones melba, café y repostería variada llegaron en rápida sucesión. Eddie, al darse cuenta de que su comportamiento dejaba mucho que desear, hizo un esfuerzo por entablar conversación.
—¿Puedo preguntarle cuál es el objeto de su viaje, señor Vandenpost?
—Yo diría que prefiero mantenerme bien lejos de Hitler —respondió—. Al menos, hasta que Estados Unidos entre en guerra.
—¿Cree que eso ocurrirá? —preguntó Eddie, escéptico.
—Ya pasó la última vez.
—No tenemos nada contra los nazis —intervino Tom Luther—. Están en contra de los comunistas, también.
Jack asintió en silencio.
Harry se quedó estupefacto. En Inglaterra, todo el mundo pensaba que Estados Unidos entraría en guerra, pero no sucedía lo mismo en esta mesa. Quizá los ingleses se estaban engañando, pensó con pesimismo, Quizá no se iba a recibir ninguna ayuda de Estados Unidos. Malas noticias para mamá, que se había quedado en Londres.
—Creo que deberíamos plantar cara a los nazis —dijo Eddie, con cierta agresividad—. Son como gángsteres —añadió mirando a Luther—. A gente de esa calaña hay que exterminarla, como a ratas.
Jack se levantó con brusquedad. Su semblante expresaba preocupación.
—Si hemos terminado, Eddie, sería mejor que descansáramos un poco —dijo.
Eddie aparentó sorpresa ante esta repentina declaración pero al cabo de un momento asintió, y los dos tripulantes se marcharon.
—Ese ingeniero es un poco rudo —dijo Harry.
—¿De veras? —contestó Luther—. No me he dado cuenta.
Mentiroso de mierda, pensó Harry. !Te ha llamado gangster en la cara!
Luther pidió un coñac. Harry se preguntó si, en realidad, era un gángster. Los que Harry conocía en Londres eran mucho más ostentosos, cargados de anillos abrigos de pieles zapatos de dos colores. Luther parecía un hombre de negocios millonario, dedicado a envasar carne, construir barcos algo así.
—¿Cómo te ganas la vida, Tom? —preguntó Harry, obedeciendo a un impulso.
—Tengo negocios en Rhode Island.
Como la respuesta no era muy alentadora, Harry se levantó al cabo de unos momentos, se despidió y salió.
Cuando entró en su compartimento, lord Oxenford, le preguntó con brusquedad:
—¿Está buena la cena?
Harry la había encontrado excelente, pero la gente de la alta sociedad jamás ensalzaba la comida.
—No está mal —dijo, sin comprometerse—, hay un vino del Rin muy aceptable.
Oxenford gruñó y se sumergió de nuevo en lectura de su periódico. Nadie es más grosero que un noble grosero, pensó Harry.
Margaret sonrió, contenta de volver verle.
—¿Qué te ha parecido, en realidad? —preguntó, murmurando en tono conspirador.
—Deliciosa —respondió él, y ambos rieron.
Margaret cambiaba cuando reía. Sus mejillas se teñían de un tono rosáceo y abría la boca, exhibiendo dos filas de dientes impecables. Su cabello se agitaba, y Harry consideraba erótica la nota gutural de sus carcajadas. Deseó acariciarla, estaba a punto de hacerlo, pero divisó por el rabillo del ojo a Clive Membury, sentado frente a él, y refrenó el pulso, sin saber bien por qué.
—Hay una tempestad sobre el Atlántico —dijo.
—¿Significa eso que lo vamos a pasar mal.?
—Sí. Intentarán bordearla, pero aún así será un viaje agitado.
Era difícil hablar con ella porque los camareros no cesaban de pasar por el medio, llevando platos al comedor y volviendo con la vajilla utilizada. El hecho de que tan sólo dos hombres se encargaran de cocinar y servir tantas cosas impresionó a Harry.
Cogió un ejemplar de Life que Margaret ya había terminado de leer y pasó las páginas, mientras esperaba con impaciencia a que los Oxenford fueran a cenar. No había traído libros ni revistas; la lectura no le apasionaba. Le gustaba ojear por encima un periódico, pero sus distracciones favoritas eran la radio y el cine.
Por fin: avisaron a los Oxenford de que era su turno de cenar, y Harry se quedó a solas con Clive Membury. El hombre había pasado la primera etapa del viaje en el salón, jugando a las cartas, pero ahora que el salón se había transformado en comedor no se movía de su asiento, En algún momento irá al lavabo, pensó Harry.
Se preguntó una vez más si Membury era policía y, de ser así, qué hacía a bordo del clipper. Si seguía a un sospechoso, el delito debía ser muy grave para que la policía inglesa desembolsara el importe del billete. De todos modos, tal vez era una de esas personas que ahorraban durante años para realizar el viaje de sus sueños, un crucero por el Nilo o la ruta del Orient Express. Tal vez era un fanático de la aviación que tan sólo aspiraba a experimentar el gran vuelo transatlántico. En este caso, confío en que lo disfrute, pensó Harry. Noventa machacantes es mucho dinero para un poli.
La paciencia no era el punto fuerte de Harry. Después de que transcurriera media hora sin que Membury se moviere, de su sitio, decidió tomar medidas.
—¿Ha visto la cubierta de vuelo, señor Membury?
—No.
—Por lo visto, es impresionante. Dicen que es tan grande como el interior de un Douglas DC-3, que es un avión de medidas muy respetables.
—Vaya, vaya.
A Membury le traía sin cuidado. Por lo tanto, no era un fanático de la aviación.
—Deberíamos echarle un vistazo.
Harry detuvo a Nicky, que pasaba con una sopera llena de sopa de tortuga.
—¿Se puede visitar la cubierta de vuelo?
—¡Sí, señor, desde luego!
—¿Va bien ahora?
—Estupendamente, señor Vandenpost. No vamos a despegar ni aterrizar, la tripulación no está cambiando de turno y el tiempo se mantiene sereno. No podría haber elegido un momento mejor.
Harry confiaba en que la respuesta sería ésa. Se levantó y miró con aire expectante a Membury.
—¿Vamos?
Dio la impresión de que Membury iba a negarse. No era un tipo fácil de persuadir. Por otra parte, parecía grosero negarse a visitar la cubierta de vuelo; tal vez Membury no desearía mostrarse desagradable. Al cabo de unos momentos, se puso en pie.
—Desde luego —dijo.
Harry abrió la marcha. Pasó frente a la cocina y el lavabo de caballeros, giró a la derecha y subió por la escalera de caracol. Emergió en la cubierta de vuelo, seguido de Membury.
Harry miró a su alrededor. No se parecía en nada a la imagen que se había formado de la carlinga de un avión. Limpia, silenciosa y cómoda, recordaba más una oficina de cualquier edificio moderno. Los compañeros de mesa de Harry, el mecánico y el navegante, no estaban presentes, por supuesto, puesto que disfrutaban de su período de descanso, pero sí el capitán, sentado a una pequeña mesa situada en la parte posterior de la cabina. Levantó la vista, sonrió complacido y saludó.
—Buenas noches, caballeros. ¿Les apetece echar un vistazo?
—Ya lo creo —contestó Harry—, pero me he dejado la cámara. ¿Se pueden hacer fotografías?
—Sin el menor problema.
—Vuelvo enseguida.
Bajó las escaleras corriendo, complacido consigo mismo pero tenso. Se había desembarazado de Membury por un rato, pero tendría que proceder al registro con gran velocidad.
Volvió al compartimento. Había un camarero en la cocina y otro en el comedor. Le habría gustado esperar a que los dos estuvieran ocupados sirviendo las mesas, sin pasar por el compartimento, pero no tenía tiempo. Debería correr el riesgo de que le interrumpieran.
Sacó la bolsa de lady Oxenford de debajo del asiento. Era demasiado grande y pesada para utilizarla como bolsa de mano, pero alguien la cargaría por ella. La colocó sobre el asiento y la abrió. No estaba cerrada con llave. Una mala señal, pues la mujer no era tan inocente como para dejar joyas de valor incalculable en una bolsa tan vulnerable.
De todos modos, la registró a toda prisa, vigilando por el rabillo del ojo la irrupción de alguien. Encontró perfumes y maquillajes, un conjunto de cepillo y peine de plata, una bata de color castaño, un camisón, unas zapatillas de exquisita confección, ropa interior de seda color melocotón, medias, una bolsa de aseo que contenía un cepillo de dientes y los consabidos artículos de tocador y un libro de poemas de Blake…, pero ninguna joya.
Harry maldijo en silencio. Había pensado que éste era el escondite más probable. Ahora, empezaba a desconfiar de toda su teoría.
El registro había durado unos escasos veinte segundo Cerró la bolsa a toda prisa y la deslizó debajo del asiento. Se preguntó si la mujer habría pedido a su marido que llevara las joyas.
Miró la bolsa guardada bajo el asiento de lord Oxenford. Los camareros seguían ocupados. Decidió probar suerte.
Tiró de la bolsa, parecida a una maleta, pero de piel. La parte superior se abría mediante una cremallera, provista de un pequeño candado. Harry siempre llevaba encima una navaja para casos como éste. La utilizó para soltar el candado y descorrió la cremallera.
Mientras registraba el contenido, Davy, el camarero bajo salió de la cocina, cargado con una bandeja de bebidas. Harry levantó la vista y sonrió. Davy miró la bolsa. Harry contuvo el aliento y sostuvo su sonrisa petrificada. El camarero entró en el comedor. Había dado por supuesto que la bolsa era de Harry.
Harry respiró de nuevo. Era un experto en apaciguarla sospechas, pero cada vez que lo hacía se moría de miedo.
La bolsa de Oxenford contenía el equivalente masculino de lo que su mujer llevaba: útiles de afeitado, brillantina, u pijama a rayas, ropa interior de franela y una biografía de Napoleón. Harry cerró la cremallera y aseguró el candado. Oxenford descubriría que estaba roto y se preguntaría que había ocurrido. Si sospechaba, comprobaría si faltaba algo, al ver que todo seguía en su sitio, imaginaría que el candado, era defectuoso.
Harry devolvió la bolsa a su lugar.
Lo había conseguido, pero estaba tan cerca como antes del conjunto Delhi.
No parecía probable que los hijos transportaran las joyas, pero, a regañadientes, decidió registrar su equipaje.
Si lord Oxenford había decidido emplear la astucia, escondiendo las joyas en el equipaje de sus hijos, habría elegido a Percy, quien se habría sentido encantado de participar en la estratagema, antes que a Margaret, más propensa a llevar la contraria a su padre.
Las cosas de Percy estaban guardadas con tal cuidado que sólo un criado podía ser el responsable. Ningún crío normal de quince años doblaba sus pijamas y los envolvía con papel de seda. Su bolsa de aseo contenía un cepillo de dientes nuevo y un tubo de pasta dentífrica sin estrenar. Había un juego de ajedrez en miniatura, unos cuantos tebeos y un paquete de galletas de chocolate, detalle de una cocinera o criada que le apreciaba, imaginó Harry. Examinó el interior del juego de ajedrez, los tebeos y abrió el paquete de galletas, sin encontrar las joyas.
Mientras colocaba la bolsa en su sitio, un pasajero pasó en dirección al lavabo de caballeros. Harry no le hizo caso.
Se negaba a creer que lady Oxenford hubiera dejado el conjunto Delhi en un país que corría el peligro de ser invadido y conquistado dentro de escasas semanas. Sin embargo, hasta el momento no tenía pruebas de que lo llevara con ella. Si no estaba en la bolsa de Margaret, tenía que hallarse en el equipaje consignado. Sería difícil comprobarlo. ¿Era posible introducirse en una bodega mientras el avión volaba? La otra alternativa consistía en seguir a los Oxenford hasta su hotel de Nueva York…
El capitán y Clive Membury se estarían preguntando por qué tardaba tanto en volver con la cámara.
Cogió la bolsa de Margaret. Parecía un regalo de cumpleaños. Se trataba de un maletín de esquinas redondeadas, hecho de suave piel color crema y provisto de hermosos adornos metálicos. Cuando lo abrió, captó su perfume, «Tosca». Encontró un camisón de algodón con florecillas bordadas, y trató de imaginarla cubierta con él. Demasiado infantil para Margaret. Su ropa interior era de algodón. Se preguntó si aún sería virgen. Había una pequeña foto enmarcada de un chico de unos veintiún años, de largo cabello oscuro y cejas negras, vestido con una toga y una muceta. El chico muerto en España, probablemente. ¿Se habría acostado con él? Harry se inclinaba por esta posibilidad, pese a las bragas de colegiala. Estaba leyendo una novela de D.H. Lawrence. Apuesto a que su madre no lo sabe, pensó Harry. Había un montoncito de pañuelos de hilo con las iniciales «M. O.» bordadas. Olían a Tosca.
Las joyas no estaban aquí. Maldición.
Harry decidió quedarse con un pañuelo perfumado como recuerdo. Justo cuando lo cogía, Davy apareció con una bandeja cargada de cuencos para sopa.
Miró a Harry y se detuvo, frunciendo el ceño. La bolsa de Margaret era muy diferente de la perteneciente a Lord Oxenford, por supuesto. Estaba claro que Harry no podía ser el dueño de ambas bolsas; por lo tanto, estaba registrando las pertenencias de otras personas.
Davy le miró por un momento, sospechando de él, pero temeroso al mismo tiempo de acusar a un pasajero.
—¿Es ésa su maleta, señor? —tartamudeó por fin. Harry le enseñó el pañuelo.
—¿Cree que me puedo sonar con esto?
Cerró la maleta y la puso en su sitio.
La expresión de Davy continuaba mostrando preocupación.
—La señorita me pidió que viniera a buscarlo —explicó Harry—. Las cosas que hacemos…
La expresión de Davy cambió a una de embarazo.
—Lo siento, señor, pero espero que comprenda…
—Me alegro de que sea tan observador —dijo Harry—. Continúe así.
Palmeó el hombro de Davy. Ahora, tendría que devolverle el maldito pañuelo a Margaret, para dar crédito a su historia. Entró en el comedor.
Estaba sentada a una mesa con sus padres y su hermano. Harry le, tendió el pañuelo.
—Se te ha caído esto —dijo.
Margaret se quedó sorprendida.
—¿De veras? ¡Gracias!
—De nada.
Se marchó a toda prisa. ¿Verificaría Davy su historia, preguntando a Margaret si había pedido a Harry que le trajera un pañuelo limpio? No era probable.
Volvió a su compartimento, pasó frente a la cocina, donde Davy estaba amontonando los platos sucios, y subió la escalera, ¿cómo demonios iba a introducirse en la bodega del equipaje? Ni siquiera sabía dónde estaba; no había visto cómo subían las maletas. Pero tenía que existir alguna forma.
El capitán Baker estaba explicando a Clive Membury cómo navegaban sobre aquel océano monótonamente igual.
—Durante la mayor parte de la travesía estamos fuera del alcance de los radiofaros, de modo que las estrellas son nuestra mejor guía…, cuando las podemos ver.
Membury miró a Harry.
—¿Y la cámara? —preguntó con brusquedad. Definitivamente un poli, pensó Harry.
—Me olvidé de ponerle carrete. Qué tonto, ¿no? —miró a su alrededor—. ¿Cómo pueden verse las estrellas desde aquí?
—Oh, el navegante sale de vez en cuando al exterior —contestó el capitán, impertérrito. Después, sonrió—. Era una broma. Hay un observatorio. Se lo enseñaré.
Abrió una puerta en el extremo posterior de la cubierta de vuelo y salió. Harry le siguió y se encontró en un angosto pasadizo. El capitán apuntó con su dedo hacia arriba.
—Ésta es la cúpula de observación —dijo.
Harry miró sin demasiado interés; su mente seguía centrada en las joyas de lady Oxenford. Había una burbuja de vidrio en el techo, y a un lado colgaba de un gancho una escalerilla plegada.
—Se sube ahí con el octante cada vez que se abre una brecha en las nubes —explicó el capitán—. También sirve como compuerta de carga del equipaje.
La atención de Harry se despertó de repente.
—¿El equipaje entra por el techo? —preguntó.
—Claro. Justo por ahí.
—¿Y adónde va a parar?
El capitán señaló las dos puertas que se abrían a cada extremo del estrecho pasadizo.
—A las bodegas del equipaje.
Harry apenas daba crédito a su suerte.
—¿Y todas las maletas están guardadas detrás de esas dos puertas?
—Sí, señor.
Harry probó una de las puertas. No estaba cerrada con llave. Miró en el interior. Las maletas y baúles de los pasajeros estaban cuidadosamente apilados y atados con cuerdas a los puntales, para que no se movieran durante el vuelo.
En algún lugar le aguardaba el conjunto Delhi, y una vida llena de lujos,
Clive Membury miró por encima del hombro de Harry.
—Fascinante —murmuró.
—Ya lo puede decir —comentó Harry.