Nancy Lenehan se permitió un minuto de júbilo cuando miró desde el Tiger Moth de Mervyn Lovesey y vio el clipper de la Pan American flotando majestuosamente en las aguas serenas del estuario del Shannon.
Las probabilidades estaban en su contra, pero había atrapado a su hermano y malogrado su plan, al menos en parte. Hay que levantarse muy temprano para ganarle la partida a Nancy Lenehan, pensó, en un raro momento de autoalabanza.
Peter iba a llevarse el susto de su vida cuando la viera.
Mientras el pequeño aeroplano amarillo volaba en círculos y Mervyn buscaba un sitio para aterrizar, Nancy empezó a sentirse tensa al pensar en el inminente enfrentamiento con su hermano. Aún le costaba creer que la hubiera engañado y traicionado sin el menor escrúpulo. ¿Cómo pudo hacerlo? Cuando eran niños, se bañaban juntos. Ella le había puesto rodilleras, explicado cómo se hacían los niños, y siempre le había dado un trozo de su chicle. Ella había guardado sus secretos, pero le había revelado los suyos. Cuando se hicieron mayores, Nancy alimentó el ego de su hermano, procurando no avergonzarle nunca por ser mucho más inteligente que él, a pesar de que era una mujer.
Siempre había cuidado de él. Y cuando papá murió, permitió que Peter se convirtiera en presidente de la empresa. Esto le había costado muy caro. No sólo había reprimido sus ambiciones para dejarle paso; al mismo tiempo, había frustrado un incipiente romance, porque Nat Ridgeway, el brazo derecho de papá, había renunciado cuando Peter se hizo cargo del negocio. Ya nunca sabría en qué habría desembocado aquel romance, porque Nat Ridgeway se había casado.
Su amigo y abogado, Patrick MacBride, la había aconsejado que no cediera a Peter la presidencia, pero ella había hecho caso omiso de su consejo, actuando contra sus propios intereses, porque sabía lo herido que se sentiría Peter cuando la gente pensara que no daba la talla de su padre. Cuando recordaba todo cuanto había hecho por él, y pensaba a continuación en los engaños y mentiras de Peter, le daban ganas de llorar de rabia y resentimiento.
Estaba desesperadamente impaciente por encontrarle, plantarse frente a él y mirarle a los ojos. Quería saber cómo reaccionaría y qué le diría.
También se encontraba ansiosa por presentar batalla. Alcanzar a Peter sólo era el primer paso. Tenía que subir al avión de entrada, pero si iba lleno tendría que convencer a alguien para que le vendiera su billete, utilizar sus encantos para persuadir al capitán, o incluso emplear el soborno. Luego, cuando llegara a Boston, debería convencer a los accionistas menores, a su tía Tilly y a Danny Riley, el viejo abogado de su padre, de que se negaran a vender sus acciones a Nat Ridgeway. Estaba segura de poder conseguirlo, pero Peter no se rendiría sin presentar batalla, y Nat Ridgeway era un oponente formidable.
Mervyn posó el avión en el terreno de una granja cercana a la aldea. En una sorprendente demostración de buenos modales, ayudó a Nancy a bajar a tierra. Cuando pisó por segunda vez suelo irlandés, Nancy pensó en su padre, quien, si bien no paraba de hablar del viejo país, jamás lo había visitado. Lástima. Le habría gustado saber que sus hijos habían pasado por Irlanda, pero saber que su hijo había arruinado la empresa a la que había dedicado toda su vida le habría partido el corazón. Mejor que no estuviera vivo para verlo.
Mervyn aseguró el aparato con una cuerda. Nancy se alegró de dejarlo atrás. Aunque era bonito, casi la había matado. Aún se estremecía cada vez que recordaba el descenso hacia el acantilado. No tenía la intención de meterse en un avión pequeño nunca más.
Caminaron a buen paso hacia el pueblo, siguiendo a una carreta tirada por caballos que iba cargada de patatas. Nancy percibió que Mervyn experimentaba una mezcla de triunfo y temor. Como a ella, le habían engañado y traicionado, y no había querido resignarse. Y, al igual que ella, su mayor satisfacción provenía de frustrar las expectativas de aquellos que habían conspirado contra él. A los dos todavía les esperaba el auténtico reto.
Una única calle atravesaba Foynes. Hacia la mitad se encontraron con un grupo de personas bien vestidas que sólo podían ser pasajeros del clipper: daba la impresión de que pasearan por el set que no les correspondía de un estudio cinematográfico.
—Estoy buscando a la señora Diana Lovesey —dijo Mervyn, acercándose a ellos—. Creo que viaja a bordo del clipper.
—¡Ya lo creo! —exclamó una mujer, que Nancy reconoció como la estrella de cine Lulu Bell. El tono de su voz sugería que la señora Lovesey no le caía bien. Nancy volvió a preguntarse cómo sería la mujer de Mervyn.
—La señora Lovesey y su… ¿acompañante?, entraron en un bar que hay siguiendo la calle —explicó Lulu Bell.
—¿Puede indicarme dónde está el despacho de billetes? —preguntó Nancy.
—¡Si alguna vez me dan el papel de guía de turismo, no necesitaré ensayar! —dijo Lulu, y los pasajeros rieron.—El edificio de las líneas aéreas está al final de la calle, pasada la estación de tren y frente al puerto.
Nancy le dio las gracias y continuó andando. Mervyn ya se había adelantado, y tuvo que correr para alcanzarle. Sin embargo, se detuvo de repente cuando divisó a dos hombres que subían por la calle, enzarzados en una animada conversación. Nancy les miró con curiosidad, preguntándose por qué se había parado Mervyn. Uno era un petimetre de cabello plateado, que vestía un traje negro y un chaleco color gris gaviota, un pasajero del clipper, sin duda. El otro era un espantajo alto y flaco, con el cabello tan corto que parecía calvo y la expresión de alguien que acaba de despertar de una pesadilla. Mervyn se dirigió hacia el espantajo.
—Usted es el profesor Hartmann, ¿verdad? —dijo.
La reacción del hombre fue de absoluto sobresalto. Retrocedió un paso y alzó las manos, como si pensara que le iba a atacar.
—No pasa nada, Carl —dijo su compañero.
—Me sentiría muy honrado de estrechar su mano, señor —dijo Mervyn.
Hartmann bajó los brazos, aunque todavía parecía a la defensiva. Se dieron la mano.
El comportamiento de Mervyn sorprendió a Nancy. Había pensado que Mervyn Lovesey no aceptaba la superioridad de nadie en el mundo, pero ahora actuaba como un colegial que le pidiera el autógrafo a una estrella de béisbol.
—Me alegro de ver que consiguió escapar —continuó Mervyn—. Todos temimos lo peor cuando desapareció. Por cierto, me llamo Mervyn Lovesey.
—Le presentó a mi amigo el barón Gabon —dijo Hartmann—, que me ayudó a escapar.
Mervyn estrechó la mano de Gabon.
—No les molestaré más —dijo—. Bon voyage, caballeros.
Hartmann ha de ser alguien muy especial, pensó Nancy, para haber apartado a Mervyn, siquiera por unos momentos, de la obsesiva persecución de su mujer.
—¿Quién es? —preguntó, mientras caminaban por la calle.
—El profesor Carl Hartmann, el físico más importante de mundo —respondió Mervyn—. Está trabajando en la desintegración del átomo. Tuvo problemas con los nazis por culpa de sus ideas políticas, y todo el mundo pensó que había muerto.
—¿Cómo es que le conoce?
—Yo estudié física en la universidad. Pensé en dedicarme a la investigación, pero no tengo la paciencia necesaria. Sin embargo, me mantengo informado sobre los avances. Se han producido sorprendentes descubrimientos en ese campo durante los últimos diez años.
—¿Por ejemplo?
—Una austríaca, otra refugiada del nazismo, por cierto, llamada Lise Meitner, que trabaja en Copenhague, consiguió dividir el átomo de uranio en dos átomos más pequeños, bario y criptón.
—Pensaba que los átomos eran indivisibles.
—Como todos, hasta hace poco. Lo más sorprendente es que, cuando ocurre, se produce una potentísima explosión; por eso están tan interesados los militares. Si llegan a controlar el proceso, podrán fabricar la bomba más destructiva jamás conocida.
Nancy miró al hombre asustado y harapiento de mirada enloquecida.
—Me sorprende que le permitan deambular sin vigilancia —comentó.
Estoy seguro de que le vigilan —dijo Mervyn—. Fíjese en ese tipo.
Nancy siguió la dirección que Mervyn había indicado con un cabeceo y miró al otro lado de la calle. Otro pasajero del clipper paseaba sin compañía, un hombre alto, corpulento, ataviado con un sombrero hongo, traje gris y chaleco rojo vivo.
—¿Cree que es su guardaespaldas?
Mervyn se encogió de hombros.
—Tiene pinta de policía. Es posible que Hartmann no lo sepa, pero yo diría que tiene un ángel guardián como la copa de un pino.
Nancy no pensaba que Mervyn fuera tan observador.
—Me parece que éste es el bar —dijo Mervyn, pasando de lo cósmico a lo mundano sin pestañear. Se paró frente a la puerta.
—Buena suerte —le deseó Nancy.
Lo decía de todo corazón. De una forma curiosa, había llegado a apreciarle, a pesar de sus groseros modales. Mervyn sonrió.
—Gracias. Le deseo lo mismo.
Entró en el local y Nancy continuó andando por la calle.
Al final, al otro lado de la carretera que salía del puerto, había un edificio casi oculto bajo las enredaderas, más grande que cualquier otra estructura del pueblo. Nancy se encontró en el interior con una oficina improvisada y un joven apuesto vestido con el uniforme de la Pan American. La miró con cierto brillo en los ojos, a pesar de que sería unos quince años más joven que ella.
—Quiero comprar un billete para Nueva York —dijo Nancy.
El joven se quedó sorprendido e intrigado.
—¡Caramba! No solemos vender billetes aquí… De hecho, no tenemos.
No parecía un problema serio. Nancy sonrió; una sonrisa siempre ayudaba a superar obstáculos burocráticos triviales.
—Bueno, un billete es un simple trozo de papel —dijo. Si yo le pago la tarifa, supongo que me dejará subir al avión, ¿verdad?
El joven sonrió. Nancy supuso que, si estaba en sus manos, accedería a la petición.
—Pues sí, pero el avión va lleno.
—¡Maldición! —masculló Nancy. Se sintió vencida. ¿Había pasado tantas vicisitudes para nada? Aún no estaba dispuesta a tirar la toalla—. Tiene que haber algo. No necesito una cama. Dormiré en el asiento. Me conformaría con una de las plazas reservadas a los tripulantes.
—No puede comprar una plaza de tripulante. Lo único que queda libre es la suite nupcial.
—¿Puedo quedármela? —preguntó Nancy, esperanzada.
—Caramba, ni siquiera sé lo que vale…
—Pero podría averiguarlo, ¿verdad?
—Imagino que debe costar, como mínimo, el doble de la tarifa normal, que serían unos setecientos cincuenta pavos sólo de ida, pero es posible que sea más cara.
A Nancy le daba igual que costara siete mil dólares.
—Le daré un cheque en blanco —dijo.
—Necesita muchísimo coger ese avión, ¿no?
—He de estar en Nueva York mañana. Es… muy importante.
No consiguió encontrar palabras para explicar lo importante que era.
—Vamos a consultarlo con el capitán —dijo el empleado—. Sígame, señora.
Nancy, mientras caminaba detrás de él, se preguntó si habría malgastado sus esfuerzos con alguien carente de autoridad para tomar una decisión.
El muchacho la condujo a una oficina en el piso superior. Había seis o siete tripulantes del clipper en mangas de camisa, fumando y bebiendo café mientras estudiaban mapas y predicciones meteorológicas. El joven la presentó al capitán Marvin Baker. Cuando el apuesto capitán le estrechó la mano, Nancy experimentó la curiosa sensación de que iba a tomarle el pulso, porque sus ademanes eran los típicos de un médico de cabecera.
—Capitán —explicó el joven—, la señorita Lenehan necesita trasladarse a Nueva York con la máxima urgencia, y está dispuesta a pagar el precio de la suite nupcial. ¿Podemos aceptarla?
Nancy aguardó ansiosamente la respuesta, pero el capitán formuló otra pregunta.
—¿Viaja su esposo con usted, señora Lenehan?
Nancy agitó sus pestañas, una maniobra muy útil siempre que necesitaba persuadir a un hombre de hacer algo.
—Soy viuda, capitán.
—Lo siento. ¿Lleva equipaje?
—Sólo este maletín.
—Estaremos encantados de que viaje con nosotros a Nueva York, señora Lenehan —dijo el capitán.
—Gracias a Dios —exclamó Nancy—. No sabe lo importante que es para mí.
Sintió que las rodillas le flaqueaban por un momento. Se sentó en la silla más próxima. La molestaba mucho revelar sus sentimientos. Para disimular, rebuscó en su bolso y sacó el talonario. Firmó un talón en blanco con mano temblorosa y se lo dio al empleado.
Había llegado el momento de enfrentarse con Peter.
—He visto algunos pasajeros en el pueblo —dijo—. ¿Dónde están los demás?
—La mayoría han ido a la «Taberna de la señora Walsh» —indicó el joven—. Es un bar que hay en este edificio. Se entra por la parte de al lado.
Nancy se levantó. Los temblores habían desaparecido.
—Les estoy muy agradecida —dijo.
—Ha sido un placer ayudarla.
Nancy se marchó.
Mientras cerraba la puerta, oyó que los hombres comentaban entre sí, y adivinó que estarían realizando observaciones procaces sobre la atractiva viuda que podía permitirse el lujo de firmar talones en blanco.
Salió al exterior. La tarde era agradable, el sol no calentaba en exceso y el aire transportaba el aroma salado del mar. Ahora, debería buscar a su hermano desleal.
Rodeó el edificio y entró en el bar.
Era el tipo de lugar al que nunca iba: oscuro, pequeño amueblado con tosquedad, muy masculino. Había sido pensado para servir cerveza a pescadores y granjeros, pero ahora estaba lleno de millonarios que bebían combinados. La atmósfera estaba cargada y se hablaba a voz en grito en varios idiomas; daba la impresión de que los pasajeros creían encontrarse en una fiesta. ¿Eran imaginaciones suyas, o detectaba cierta nota de histeria en las carcajadas? ¿Servía el jolgorio para disimular el nerviosismo que provocaba el largo vuelo sobre el océano?
Examinó las caras y localizó la de Peter.
El no reparó en su hermana.
Ella le miró durante un momento, hirviendo de cólera. Sus mejillas enrojecieron de furor. Notó una imperiosa necesidad de abofetearle, pero reprimió su ira. No iba a revelar lo disgustada que estaba. Lo más inteligente era proceder con frialdad.
Estaba sentado en un rincón acompañado por Nat Ridgeway. Otra conmoción. Nancy sabía que Nat había ido a París para asistir a los desfiles de modas, pero no había pensado que regresaría en el mismo vuelo de Peter. Ojalá no estuviera. La presencia de un antiguo amorío sólo contribuía a complicar las cosas. Debería olvidar que una vez le había, besado. Apartó el pensamiento de su mente.
Nancy se abrió paso entre la multitud y avanzó hacia su mesa. Nat fue el primero en levantar la vista. Su rostro expresó sobresalto y culpabilidad, lo cual satisfizo en cierta manera a Nancy. Al darse cuenta de su expresión, Peter también, alzó la mirada.
Nancy le miró a los ojos.
Peter palideció y empezó a levantarse de la silla.
—¡Dios mío! —exclamó. Parecía muerto de miedo.
—¿Por qué estás tan asustado, Peter? —preguntó Nancy con desdén.
El tragó saliva y se hundió en la silla.
—Pagaste un billete en el SS Oriana, sabiendo que no ibas a utilizarlo; fuiste a Liverpool conmigo y te inscribiste en el hotel Adelphi, a pesar de que no ibas a quedarte; ¡y todo porque tenías miedo de decirme que ibas a coger el clipper! Peter la miró, pálido y en silencio.
Nancy no tenía intención de pronunciar un discurso, pero las palabras acudieron a su boca.
—¡Ayer te escabulliste del hotel y te marchaste a toda prisa a Southampton, confiando en que yo no lo descubriría! —Se inclinó sobre la mesa, y Peter reculó—. ¿De qué estás tan asustado? ¡No voy a morderte!
Peter se encogió al escuchar la última palabra, como si Nancy fuera a hacerlo.
Nancy no se había molestado en bajar la voz. Las personas de las mesas cercanas se habían callado. Peter miró a su alrededor con expresión preocupada.
—No me extraña que te sientas como un imbécil. ¡Después de todo lo que he hecho por ti! ¡Te he protegido durante todos estos años, ocultando tus estúpidas equivocaciones, permitiendo que accedieras a la presidencia de la compañía a pesar de que no eres capaz ni de organizar una tómbola de caridad! ¡Y después de todo esto, has intentado robarme el negocio! ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿No te sientes como una rata inmunda?
Peter enrojeció hasta la raíz de los cabellos.
—Nunca me has protegido; sólo has mirado por ti —protestó su hermano—. Siempre quisiste ser el jefe, pero no conseguiste el puesto. Lo conseguí yo, y desde entonces has conspirado para arrebatármelo.
Era un análisis tan injusto que Nancy dudó entre reír, llorar o escupirle en la cara.
—He conspirado desde entonces para que conservaras la presidencia, idiota.
Peter sacó unos papeles del bolsillo con un además ampuloso.
—¿Así?
Nancy reconoció su informe.
—Ya lo creo —replicó—. Este plan es la única manera de que conserves el puesto.
—¡Mientras tú te haces con el control! Me di cuenta enseguida. —La miró con aire desafiante—. Por eso preparé mi propio plan.
—Que no ha funcionado —dijo Nancy, en tono triunfal—. Tengo una plaza en el avión y vuelvo para asistir a la junta de accionistas. —Por primera vez, se dirigió a Nat Ridgeway—. Creo que seguirás sin controlar «Black’s Boots», Nat.
—No estés tan segura —dijo Peter.
Nancy le miró. Se mostraba petulantemente agresivo. ¿Se habría guardado un as en la manga? No era tan listo.
—Cada uno de nosotros posee un cuarenta por ciento, Peter. Tía Tilly y Danny Riley, el resto. Siempre han seguido mis instrucciones. Me conocen y te conocen. Yo gano dinero y tú lo pierdes, y ellos lo saben, aunque te respetan en memoria de papá. Votarán lo que yo les diga.
—Riley votará por mí —insistió Peter.
Su tozudez consiguió preocuparla.
—¿Por qué va a votar por ti, cuando prácticamente has arruinado la empresa? —preguntó, malhumorada, pero no estaba tan segura como intentaba aparentar.
Peter captó su nerviosismo.
—Ahora soy yo el que te ha asustado, ¿verdad? —rió.
Por desgracia, tenía razón. La preocupación de Nancy aumentó. Peter no parecía tan derrotado como debería. Debía averiguar si sus fanfarronadas se basaban en algo concreto.
—Creo que estás diciendo tonterías —se burló Nancy.
—No, te equivocas.
Si continuaba azuzándole, se sentiría obligado a demostrarle que estaba en lo cierto.
—Siempre finges guardar un as en la manga, pero al final resulta que no hay nada.
—Riley me lo ha prometido.
—Riley es tan de fiar como una serpiente de cascabel —replicó ella.
Su flecha acertó en la diana.
—No si recibe… un incentivo.
De modo que se trataba de eso: habían sobornado a Danny Riley. Muy preocupante. Danny Riley y corrupción eran sinónimos. ¿Qué le habría ofrecido Peter? Tenía que saberlo, a fin de frustrar el soborno u ofrecerle más.
—Bien, si tu plan se apoya en la fiabilidad de Danny Riley, no tengo por qué preocuparme —dijo Nancy, lanzando una carcajada despreciativa.
—Se apoya en la codicia de Riley —dijo Peter.
—Yo, en tu lugar, me mantendría escéptica respecto a eso —dijo Nancy dirigiéndose a Nat.
—Nat sabe que es verdad —dijo untuosamente Peter.
Estaba claro que Nat prefería guardar silencio, pero cuando los dos le miraron asintió con la cabeza, a regañadientes.
—Nat le dará a Riley un buen empleo en «General Textiles» —explicó Peter.
El golpe casi dejó sin respiración a Nancy. Nada le habría gustado más a Riley que poner el pie en la puerta de una gran empresa como «General Textiles». Para un pequeño bufete de abogados de Nueva York era la oportunidad de su vida. Por un soborno así, Riley vendería a su madre.
Las acciones de Peter sumadas a las de Riley alcanzaban el cincuenta por ciento. Las de Nancy más las de tía Tilly también llegaban al cincuenta por ciento. El voto decisivo del presidente, Peter, dirimiría el empate.
Peter comprendió que había vencido a Nancy, y se permitió una sonrisa de triunfo.
Pero Nancy no se resignaba a la derrota. Cogió una silla y se sentó. Concentró su atención en Nat Ridgeway. Había notado su desaprobación durante toda la discusión. Se preguntó si sabía que Peter había obrado a espaldas de ella. Decidió plantear la cuestión.
—Tú sabías que Peter me estaba engañando, supongo.
Él la miró, con los labios apretados, pero ella también sabía hacerlo, y se limitó a esperar, como expectante. Por fin, Nancy apartó la mirada.
—No se lo pregunté —contestó Nat—. Vuestras trifulcas familiares no son problema mío. No soy una asistenta social, sino un hombre de negocios.
Pero hubo un tiempo, pensó ella, en que me cogías la mano en los restaurantes y me besabas al despedirte; y una vez me tocaste los pechos.
—¿Eres un hombre de negocios honrado? —preguntó Nancy.
—Ya sabes que sí —replicó Nat, tenso.
—En ese caso, no accederás a que se empleen métodos fraudulentos en tu beneficio.
Nat reflexionó durante unos momentos.
—Esto no es una fiesta, sino una fusión.
Iba a añadir algo más, pero ella le interrumpió.
—Si pretendes ganar mediante la falta de honradez de mi hermano, serás tan poco honrado como él. Has cambiado desde que trabajabas para mi padre. —Se volvió hacia Peter antes de que Nat pudiera replicar—. ¿No te das cuenta de que podrías duplicar el valor de tus acciones si me dejaras llevar a cabo mi plan durante un par de años?
—Tu plan no me gusta.
—Aun sin efectuar ninguna reestructuración, los beneficios de la empresa aumentarán más por la guerra. Siempre hemos suministrado botas a los soldados… ¡Piensa en el volumen de negocio que se producirá si Estados Unidos entra, en guerra!
—Estados Unidos no intervendrán en esta guerra.
—Aun así, la guerra de Europa beneficia a los negocios. —Nancy miró a Nat—. Tú lo sabes, ¿verdad? Por eso quieres comprar nuestra empresa.
Nat calló.
—Lo mejor sería esperar —dijo Nancy a Peter—. Escúchame. ¿Me he equivocado alguna vez en estos temas? ¿Has perdido dinero alguna vez por seguir mis consejos? ¿Has ganado dinero por desoírlos?
—Lo que pasa es que no entiendes nada.
Nancy no pudo imaginar a qué se refería.
—¿Qué es lo que no entiendo?
—Por qué voy a fusionar la empresa, por qué hago todo esto.
—Muy bien. ¿Por qué?
Él la miró en silencio, y Nancy leyó la respuesta en sus ojos: Peter la odiaba.
Se quedó paralizada de la conmoción. Experimentó la sensación de haberse lanzado de cabeza contra un muro de ladrillos invisible. No quería creerlo, pero la grotesca expresión de malignidad que deformaba el rostro de su hermano era inequívoca. Siempre había existido entre ellos cierta tensión, una rivalidad natural entre hermanos, pero esto, esto era espantoso, siniestro, patológico. Jamás lo había sospechado. Su hermano pequeño Peter la odiaba.
Una debe de sentirse así, pensó, cuando el hombre con quien llevas casada veinte años te dice que se ha liado con la secretaria y que ya no te quiere.
Notaba la cabeza turbia, como si le hubieran dado un puñetazo. Le iba a costar bastante asimilar lo que acababa de descubrir.
Peter no sólo era idiota, mezquino o rencoroso. Se estaba perjudicando para poder arruinar a su hermana, por puro odio.
Tenía que estar un poco loco, como mínimo.
Nancy necesitaba pensar, decidió abandonar aquel bar caluroso y lleno de humo y respirar un poco de aire puro. Se levantó y salió sin despedirse.
Se sintió un poco mejor en cuanto pisó la calle, una brisa fresca soplaba desde el estuario. Cruzó la carretera y paseó por el muelle, escuchando los graznidos de las gaviotas.
El clipper flotaba a mitad del canal. Era mas grande de lo que había imaginado. Los hombres que procedían a reabastecerlo de combustible se veían diminutos en comparación con él. Sus gigantescos motores y enormes hélices se le antojaron tranquilizadores. No se pondría nerviosa en este avión, pensó, sobre todo después de sobrevivir a un viaje sobre el mar de Irlanda en un Tiger Moth de un solo motor.
¿Qué haría cuando llegara a Nueva York? Peter llevaría adelante su plan. Tras su comportamiento se agazapaban demasiados años de odio oculto. Sintió pena por él; había sido desdichado durante todo este tiempo. Pero no iba a rendirse. Debía encontrar una forma de salvar lo que le correspondía por derecho de nacimiento.
Danny Riley era el punto débil. Un hombre que podía ser sobornado por un bando también podía ser sobornado por el otro. Tal vez se le ocurriría a Nancy otra cosa que ofrecerle, algo que le impulsara a cambiar de bando. Pero costaría. La oferta de Peters, integrarse en la asesoría jurídica de General Textiles», era difícil de superar.
Quizá podría amenazarle. Sería más barato, por otra parte. Pero ¿cómo? Podía llevarse algunos negocios personales y familiares de la empresa, pero eso no era nada comparado con el nuevo negocio que Peter conseguiría de «General Textiles». Danny preferiría, antes que nada, dinero en mano, por supuesto, pero la fortuna de Nancy estaba invertida casi toda en «Black’s Boots». Podía sacar unos miles de dólares sin demasiado problema, pero Danny querría más, tal vez cien de los grandes. No lograría reunir tanto dinero a tiempo.
Mientras se encontraba absorta en sus pensamientos, alguien la llamó por su nombre. Se volvió y vio al joven empleado de la Pan American, que agitaba una mano en su dirección.
—Una llamada telefónica para usted —gritó—. Un tal señor MacBride, de Boston.
Un hálito de esperanza la invadió. Tal vez a Mac se le ocurriría algo. Conocía a Danny Riley. Los dos eran, como su padre, irlandeses de segunda generación, que pasaban todo su tiempo con otros irlandeses y contemplaban con suspicacia a los protestantes, aunque fueran irlandeses. Mac era honrado y Danny no, pero, por lo demás, eran idénticos. Papá había sido honrado, pero no le hubiera importado emplear métodos dudosos para salvar a un compatriota del viejo país.
Papá había salvado en una ocasión a Danny de la ruina, recordó mientras corría por el muelle. Sucedió unos años atrás, poco antes de que papá muriera. Danny estaba perdiendo un caso muy importante y, desesperado, abordó al juez en su club de golf y trató de sobornarle. El juez resultó incorruptible, y aconsejó a Danny que se retirara, o procuraría que le expulsaran de la profesión. Papá había mediado con el juez, convenciéndole de que se había tratado de un lapsus momentáneo. Nancy lo sabía todo: papá había confiado mucho en ella hacia el fin de su vida.
Así era Danny: marrullero, indigno de confianza, bastante estúpido, básicamente manipulable. Estaba segura de que conseguiría su apoyo.
Pero sólo le quedaban dos días.
Entró en el edificio y el joven la guió hasta el teléfono. Aplicó el oído al auricular, alegrándose de escuchar la voz familiar y afectuosa de Mac.
—¡De modo que has alcanzado el clipper! —dijo el hombre con júbilo—. ¡Ésa es mi chica!
—Participaré en la junta de accionistas…, pero la mala noticia es que, según Peter, tiene asegurado el voto de Danny.
—¿Te lo has creído?
—Sí. «General Textiles» cederá a Danny la asesoría jurídica. La voz de Mac adquirió un tono de desaliento.
—¿Estás segura de que es verdad?
—Nat Ridgeway está aquí, con él.
—¡Esa serpiente!
A Mac nunca le había caído bien Nat, y le odió cuando empezó a salir con Nancy. Aunque Mac estaba felizmente casado, se ponía celoso de todos los que mostraban un interés romántico en Nancy.
—Lo siento por «General Textiles», si Danny se va a encargar de la parte legal.
—Supongo que le adjudicarán el personal de menor categoría. Mac, ¿es legal que le ofrezcan este incentivo?
—Probablemente no, pero sería difícil demostrar que se trata de un delito.
—Eso significa que tengo problemas.
—Creo que sí. Lo siento, Nancy.
—Gracias, viejo amigo. Tú me aconsejaste que no permitiera a Peter ser el jefe.
—Desde luego.
Ya estaba bien de llorar sobre la leche derramada, decidió Nancy. Adoptó un tono más distendido.
—Escucha, si nosotros dependiéramos de Danny, estaríamos preocupados, ¿verdad?
—Ya puedes apostar a que sí.
—Preocupados por que cambiara de bando, preocupados por que la oposición le ofreciera algo mejor. Bien, ¿cuál consideramos que es su precio?
—Ummm. —La línea se quedó en silencio durante unos momentos. Después, Mac habló—. No se me ocurre nada.
Nancy pensaba en Danny cuando intentó sobornar a un juez.
—¿Te acuerdas de aquella vez, cuando papá le sacó de apuros? Fue el caso Jersey Rubber.
—Claro que me acuerdo. Ahórrate los detalles por teléfono, ¿vale?
—Sí. ¿Podríamos utilizar ese caso?
—No veo cómo.
—¿Amenazándole?
—¿Con sacarlo a la luz pública?
—Sí.
—¿Tenemos pruebas?
—No. a menos que encuentre algo entre los papeles de papá.
—Los guardas tú, Nancy.
Nancy guardaba en el sótano de su casa de Boston varias cajas de cartón con recuerdos personales de su padre.
—Nunca los he examinado.
—Y ahora ya no hay tiempo.
—Pero podríamos darle el pego.
—No te entiendo.
—Estaba pensando en voz alta. Aguántame un minuto más. Podríamos hacerle creer a Danny que hay algo, o podría haber algo, entre los viejos papeles de papá, algo que sacaría de nuevo a la luz aquel turbio asunto.
—No veo cómo…
—Escucha, Mac, tengo una idea —dijo Nancy, alzando tono de voz al entrever nuevas posibilidades—. Supón que el Colegio de Abogados, o quien sea, decidiera abrir una investigación sobre el caso Jersey Rubber.
—¿Por qué iban a hacerlo?
—Porque alguien les dice que fue amañado.
—Muy bien. Y después, ¿qué?
Nancy empezaba a creer que tenía entre manos los ingredientes de un buen plan.
—¿Qué pasaría si el Colegio se enterase de que había pruebas cruciales entre los papeles de papá?
—Pedirían permiso para examinarlos.
—¿Dependería de mí la decisión?
—Una investigación normal del Colegio, sí. En el caso que se procediera a una investigación criminal serias citada a declarar, y no te quedaría otra elección.
Un plan se estaba formando en la mente de Nancy con tanta rapidez que no encontraba las palabras para explicar lo en voz alta. Ni siquiera se atrevía a confiar en que funcionara.
—Escucha, quiero que llames a Danny —le apremio—. Hazle la siguiente pregunta…
—Espera, que cojo un lápiz. Bien, adelante.
—Pregúntale esto: si el Colegio de Abogados abriera una investigación sobre el caso Jersey Rubber, ¿querría que yo aportara los documentos de papá?
Mac se quedó estupefacto.
—Tú crees que se negará.
—¡Creo que se morirá de miedo, Mac; El no sabe lo que papá guardó: notas, diarios, cartas, podría ser cualquier cosa.
—Empiezo a ver por dónde vas —dijo. Mac, y Nancy captó en su voz una nota de esperanza—. Danny pensaría que tienes en tu poder algo que él desea…
—Me pedirá que le proteja, como hizo papá. Me pedirá que niegue el permiso al Colegio para examinar los documentos. Y yo accederé…, a condición de que vote contra la fusión con «General Textiles».
—Espera un momento. No abras el champan todavía. Es posible que Danny sea corrupto, pero no estúpido. ¿No sospechará que lo hemos preparado todo para presionarle?
—Claro que sí, pero no estará seguro. Y no tendrá mucho tiempo para pensar en ello.
—Sí. Nuestra única posibilidad consiste en actuar cuanto antes.
—¿Quieres probarlo?
—De acuerdo.
Nancy se sentía mucho mejor; llena de esperanza y deseosa de ganar.
—Llámame a nuestra próxima escala.
—¿Cuál es?
—Botwood, Terranova. Llegaremos dentro de diecisiete horas.
—¿Tienen teléfonos allí?
—Si hay un aeropuerto, han de tener. Tendrías que reservar la llamada por adelantado.
—De acuerdo. Que disfrutes del vuelo,
—Adiós. Mac.
Nancy colgó el teléfono. Había recuperado los ánimos. Era imposible predecir si Danny caería en la trampa, pero haber pensado en un ardid la alegraba muchísimo.
Eran las cuatro y veinte, hora de subir al avión. Salió de la habitación y pasó a otro despacho, donde Mervyn Lovesey hablaba por otro teléfono. Levantó la mano para que se detuviera en cuanto la vio. Nancy vio por la ventana que los pasajeros subían a la lancha, pero esperó un momento.
—No me molestes con estas tonterías ahora —dijo Mervyn por teléfono—. Dale a los tocapelotas lo que piden y continúa con el trabajo.
Nancy se quedó sorprendida. Recordó que había conflictos laborales en la empresa del hombre. Daba la impresión de que se había rendido, algo insólito en él.
La persona con la que Mervyn hablaba también debió sorprenderse, porque éste dijo al cabo de un momento:
—Sí, me has entendido bien. Estoy demasiado ocupado para discutir con fabricantes de herramientas. ¡Adiós! —Colgó el teléfono—. La estaba buscando —dijo a Nancy.
—¿Tuvo éxito? —preguntó ella—. ¿Ha convencido a su mujer de que regrese?
—No, pero voy a meterla en cintura.
—Lástima. ¿Está ahí afuera?
Mervyn miró por la ventana.
—La de la chaqueta roja.
Nancy vio a una rubia de unos treinta y pocos años.
—¡Mervyn, es preciosa! —exclamó Nancy.
Estaba sorprendida. Había imaginado a la mujer de Mervyn más dura, menos hermosa, más como Bette Davis que como Carole Lombard.
—Ahora entiendo por qué no quiere perderla.
La mujer caminaba cogida del brazo de un hombre vestido con una chaqueta azul, el amante, sin duda alguna. No era, ni de lejos, tan apuesto como Mervyn. Era de estatura algo más baja de la media, y empezaba a perder pelo. Sin embargo, tenía un aspecto agradable, plácido. Nancy comprendió al instante que la mujer se había decantado por alguien totalmente opuesto a Mervyn. Sintió simpatía por Mervyn.
—Lo siento, Mervyn —dijo.
—Aún no me he rendido —respondió él—. Iré a Nueva York.
Nancy sonrió. Esto era más típico de Mervyn.
—¿Por qué no? —preguntó—. Parece la clase de mujer por la que un hombre cruzaría todo el Atlántico.
—El problema es que depende de ti —dijo Mervyn tuteándola—. El avión está completo.
—Por supuesto. ¿Cómo vas a ir? ¿Y por qué depende de mí?
—Has comprado la única plaza disponible, la suite nupcial. Hay sitio para dos personas. Te ruego que me vendas la plaza disponible.
—Mervyn —rió ella—, no puedo compartir una suite nupcial con un hombre. ¡No soy una corista, sino una viuda respetable!
—Me debes un favor —insistió él.
—¡Te debo un favor, pero no mi reputación!
El atractivo rostro de Mervyn adoptó una expresión obstinada.
—No pensaste en tu reputación cuando quisiste cruzar el mar de Irlanda conmigo.
—¡Pero aquel vuelo no implicaba que pasaríamos la noche juntos!
Tenía ganas de ayudarle; su decisión de lograr que su bella esposa regresara a su lado era conmovedora.
—Lo siento muchísimo, pero a mi edad no puedo protagonizar un escándalo público.
—Escucha. He hecho averiguaciones sobre esta suite nupcial, y no difiere mucho de las demás que hay en el avión. Hay dos camas separadas. Si dejamos la puerta abierta por la noche, estaremos en la misma situación de dos completos extraños a los que se adjudican literas contiguas.
—¡Piensa en lo que dirá la gente!
—¿Por quién vas a preocuparte? No tienes marido que pueda ofenderse, y tus padres han muerto. ¿A quién le importa lo que hagas?
Nancy pensó que era muy directo cuando quería algo.
—Tengo dos hijos de veintitantos años —protestó.
—Pensarán que has echado una cana al aire.
Muy probable, pensó Nancy con tristeza.
—También me preocupa toda la sociedad de Boston. No cabe duda de que el rumor se propagará por todas partes.
—Escucha. Estabas desesperada cuando me pediste ayuda en el aeródromo. Tenías problemas y yo te salvé el culo. Ahora soy yo el que está desesperado… Lo entiendes, ¿verdad? —dijo Mervyn,
—Sí, claro.
—Tengo problemas y te pido ayuda. Es mi última oportunidad de salvar mi matrimonio. Tú puedes echarme una mano. Yo te salvé, y tú puedes salvarme. Sólo te costará un minúsculo escándalo. Nadie se ha muerto por eso. Nancy, por favor.
Nancy pensó en el «minúsculo escándalo». ¿Realmente importaba que una viuda se comportara con cierta indiscreción el día que cumplía cuarenta años? No iba a morirse: como él había dicho, y era probable que ni siquiera empañara su reputación. Las matronas de Beacon Hill opinarían que era «disoluta», pero la gente de su edad admiraría su temple. Nadie se imagina que sea virgen, pensó.
Nancy contempló la expresión terca y herida de Mervyn y su corazón votó por él. A la mierda la sociedad de Boston pensó: este hombre está sufriendo. Me ayudó cuando lo necesitaba. Sin él no estaría aquí. Tiene razón. Estoy en deuda con él,
—¿Me ayudarás, Nancy? —suplicó Mervyn—. Te lo ruego. —Nancy contuvo el aliento.
—¡Sí, maldita sea! —exclamó.