Diana Lovesey pisó el muelle de Foynes y se sintió patéticamente agradecida por notar suelo firme bajo los pies.
Estaba triste, pero serena. Había tomado una decisión: no volvería al clipper, no volaría a Estados Unidos y no se casaría con Mark Alder.
Sus rodillas temblaban, y por un momento temió que iba a caerse, pero la sensación desapareció y caminó hacia el puesto de aduanas.
Enlazó su brazo con el de Mark. Se lo diría en cuanto estuvieran solos. Le rompería el corazón, pensó con una punzada de pena; la quería muchísimo. Sin embargo, era demasiado tarde para pensar en eso.
La mayoría de los pasajeros ya habían desembarcado. Las excepciones era la extraña pareja sentada cerca de Diana, el apuesto Frank Gordon y el calvo Ollis Field; se habían quedado a bordo. Lulu Bell no había parado de hablar con Mark. Diana no le hacía caso. Ya no estaba enfadada con Lulu. La mujer era entrometida e insoportable, pero había conseguido que Diana comprendiera la verdad de su situación.
Pasaron por la aduana y salieron del muelle. Se encontraban en el extremo oeste de un pueblo compuesto de una sola calle. Un rebaño de vacas cruzaba la calle, y tuvieron que esperar a que los animales se alejaran.
Diana oyó un comentario de la princesa Lavinia.
—¿Por qué nos han traído a este villorrio?
—La acompañaré al edificio de la terminal, princesa —dijo Davy, el mozo. Señaló un edificio de grandes dimensiones, que recordaba una posada antigua, con las paredes cubiertas de enredaderas—. Hay un bar muy confortable, llamado la «Taberna de la señora Walsh», donde sirven un whisky irlandés excelente.
Cuando las vacas terminaron de pasar, varios pasajeros siguieron a Davy hasta la «Taberna de la señora Walsh».
—Vamos a dar un paseo por el pueblo —dijo Diana a Mark.
Quería estar a solas con él lo antes posible. Él sonrió, accediendo a su propuesta. Sin embargo, otros pasajeros tuvieron la misma idea, entre ellos Lulu, y una pequeña multitud se puso a recorrer la calle principal de Foynes.
Había una estación de tren, una oficina de correos y una iglesia, seguidas de dos hileras de casas, construidas con piedra gris; los techos eran de pizarra. Algunas casas tenían tienda en la fachada. Vieron varios carritos tirados por ponys en la calle, pero un solo vehículo motorizado. Los habitantes del pueblo, vestidos con prendas de tweed o hechas en casa, miraban con ojos desorbitados a los visitantes, ataviados con sedas y pieles, y Diana experimentó la sensación de que estaba desfilando en una procesión. Foynes aún no se había acostumbrado a ser un lugar de paso donde se detenía la élite rica y privilegiada del mundo.
Ansiaba que el grupo se dispersara, pero nadie se alejaba un milímetro, como exploradores temerosos de extraviarse. Empezó a sentirse atrapada. El tiempo pasaba.
—Entremos ahí —dijo, cuando pasaron junto a otro bar.
—Qué gran idea —replicó al instante Lulu—. En Foynes no hay nada que ver.
Diana estaba hasta el gorro de Lulu.
—Me gustaría hablar con Mark a solas —dijo, malhumorada.
Mark se mostró turbado.
—¡Cariño! —protestó.
—No te preocupes —contestó Lulu de inmediato—. Seguiremos paseando y dejaremos solos a los amantes. Ya encontraremos otro bar, si es que no conozco mal Irlanda.
Habló en tono alegre, pero sus ojos no sonreían.
—Lo siento, Lulu —dijo Mark.
—No tienes por qué —contestó la actriz con jovialidad. Diana no quería que Mark se disculpara en su nombre.
Giró sobre sus talones y entró en el edificio, obligándole a seguirla.
El local era oscuro y frío. Había una barra alta, con botellas y barricas detrás. La sala, que tenía el suelo de tablas, albergaba unas pocas mesas y sillas de madera. Dos ancianos sentados en un rincón miraron a Diana. Llevaba una chaquetilla de seda rojo-anaranjada sobre el vestido de lunares. Se sintió como una princesa en una casa de empeños.
Una mujer menuda cubierta con un delantal apareció detrás del mostrador.
—Un coñac, por favor —pidió Diana. Quería armarse de valor. Se sentó a una mesa.
Mark entró…, probablemente después de haber presentado sus excusas a Lulu, pensó Diana con amargura. Tomó asiento a su lado.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Mark.
—Estoy harta de Lulu.
—¿Por qué fuiste tan grosera?
—No fui grosera. Sólo dije que quería hablar contigo a solas.
—¿No se te ocurrió una manera más diplomática de decirlo?
—Creo que esa mujer es inmune a las indirectas.
Mark parecía molesto y a la defensiva.
—Bueno, pues estás equivocada. Es una persona muy sensible, aunque aparente lo contrario.
—De todos modos, da igual,
—¿Cómo que da igual? ¡Has ofendido a una de mis amistades más antiguas!
La camarera trajo el coñac de Diana. Lo bebió a toda prisa para fortalecer el ánimo. Mark pidió una jarra de Guinness.
—Da igual porque he cambiado de opinión sobre todos nuestros proyectos, y no pienso ir a Estados Unidos contigo —replicó Diana.
Mark palideció.
—No lo dirás en serio.
—He estado pensando. No quiero ir. Volveré con Mervyn…, si me deja.
Estaba segura de que no se opondría.
—Tú no le quieres. Me lo dijiste. Y sé que es verdad.
—¿Qué sabes tú? Nunca has estado casado.
Una expresión dolida apareció en el rostro de Mark. Diana se enterneció y apoyó una mano en su rodilla.
—Tienes razón, no quiero a Mervyn como te quiero a ti. —Se sintió avergonzada de sí misma, y apartó la mano—. Pero no está bien.
—He prestado demasiada atención a Lulu —confesó Mark, arrepentido—. Lo siento, cariño. Perdóname. Creo que me he enrollado tanto con ella porque hacía mucho tiempo que no la veía. No te he hecho caso. Ésta es nuestra gran aventura, y me he olvidado durante una hora. Perdóname, por favor.
Se mostraba tierno cuando comprendía que se había equivocado; su expresión apenada recordaba la de un colegial. Diana se obligó a recordar lo que había sentido una hora antes.
—No se trata sólo de Lulu —dijo—. Creo que mi comportamiento ha sido imprudente.
La camarera trajo la bebida de Mark, pero éste no la tocó.
—He dejado todo lo que tenía —prosiguió Diana—. Casa, marido, amigos y país. Voy a cruzar el Atlántico en avión, que es muy peligroso. Y viajo hacia un país desconocido en el que no tengo amigos, dinero ni nada.
Mark parecía abatido.
—Dios mío, ahora me doy cuenta de lo que hecho. Te he abandonado cuando te sentías más vulnerable. Nena, soy un capullo redomado. Te prometo que nunca volverá a suceder.
Tal vez cumpliera su promesa, y tal vez no. Era cariñoso, pero también descuidado. Ceñirse a un plan no era su estilo. Ahora era sincero, pero ¿recordaría su juramento la próxima vez que se encontrara con una vieja amistad? Su actitud despreocupada ante la vida fue lo primero que cautivó a Diana; y ahora, irónicamente, comprendía que esa actitud le hacía poco digno de confianza. En cambio, si algo se podía decir en favor de Mervyn, era lo contrario: buenas o malas, sus costumbres nunca se alteraban.
—Creo que no puedo confiar en ti —dijo Diana.
—¿Cuándo te he decepcionado? —preguntó él, algo irritado.
A ella no se le ocurrió ningún ejemplo.
—De todos modos, lo harás.
—Lo importante es que tú quieres dejar atrás todo eso. Eres infeliz con tu marido, tu país está en guerra y estás hasta la coronilla de tu hogar y de tus amistades… Tú me lo has dicho.
—Hasta la coronilla, pero no asustada.
—No tienes por qué estar asustada. Estados Unidos es como Inglaterra. La gente habla el mismo idioma, va a ver las mismas películas, escucha las mismas orquestas de jazz. Te va a encantar. Yo cuidaré de ti, te lo prometo.
Ojalá pudiera creerle, pensó Diana.
—Y no te olvides de otra cosa —siguió Mark—. Hijos.
La palabra llegó al fondo de su corazón. Deseaba con toda su alma tener un hijo, y Mervyn se oponía radicalmente. Mark sería un buen padre, cariñoso, alegre y tierno. Se sintió confusa, y su decisión se tambaleó. Al fin y al cabo, tal vez debería rendirse. ¿Qué significaban para ella el hogar y la seguridad si no podía tener una familia?
¿Y si Mark la abandonaba antes de llegar a California? ¿Y si otra Lulu aparecía en Reno, justo después del divorcio, y Mark se fugaba con ella? Diana se quedaría sin marido, sin hijos, sin dinero y sin hogar.
Deseó haber reflexionado más antes de decirle sí. En lugar de echarle los brazos al cuello y acceder a todo, tendría que haber pensado en el futuro, sin descuidar el menor detalle. Tendría que haberle pedido una especie de seguridad, aunque sólo hubiera sido un billete de vuelta por si las cosas se torcían. Claro que eso le habría ofendido y, en cualquier caso, se necesitaría algo más que un billete para cruzar el Atlántico, ahora que la guerra había estallado.
No sé lo que tendría que haber hecho, pensó abatida, pero ya es demasiado tarde para arrepentirse. He tomado mi decisión y no quiero que me disuada.
Mark le cogió las manos. Ella estaba demasiado triste para apartarlas.
—Puesto que has cambiado de opinión una vez, hazlo otra vez —dijo, en tono persuasivo—. Ven conmigo, casémonos y tengamos hijos. Viviremos en una casa a pie de playa, y nuestros críos chapotearán en las olas. Serán rubios y bronceados, y crecerán jugando al tenis, practicando el surfing y pedaleando en bicicletas. ¿Cuántos niños quieres? ¿Dos? ¿Tres? ¿Seis?
Pero Diana había superado su momento de debilidad.
—No está bien, Mark. Voy a volver a casa.
Leyó en los ojos de Mark que ahora le creía. Intercambiaron una mirada de tristeza. Durante un rato, los dos guardaron silencio.
Entonces, Mervyn entró.
Diana no daba crédito a sus ojos. Le miró como si fuera un fantasma. ¡No podía estar aquí, era imposible!
—De modo que os he cazado —dijo, con su familiar voz de barítono.
Emociones contradictorias se apoderaron de Diana. Estaba consternada, conmovida, asustada, aliviada, turbada y avergonzada. Se dio cuenta de que su marido observaba sus manos entrelazadas con las de otro hombre. Se soltó de Mark con brusquedad.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ocurre? —preguntó Mark.
Mervyn se acercó a la mesa y se quedó de pie con los brazos en jarras, observándoles.
—¿Quién demonios es este pelmazo? —preguntó Mark.
—Mervyn dijo Diana con voz débil.
—¡Caramba!
—Mervy…, ¿cómo has llegado aquí? —preguntó Diana.
—Volando —respondió él, con su concisión habitual. Diana reparó en que llevaba una chaqueta de cuero y sostenía un casco bajo el brazo.
—Pero…, ¿cómo supiste dónde estábamos?
—En tu carta me decías que te marchabas en avión a Estados Unidos, y sólo hay una forma de hacerlo —replicó Mervyn, con una nota triunfal en la voz.
Ella se dio cuenta de que su marido estaba complacido consigo mismo por haber descubierto dónde se hallaba y haberla interceptado, contra todo pronóstico. Nunca había imaginado que podría alcanzarla en su aeroplano; ni siquiera había pasado por su mente. Una oleada de gratitud por su hazaña la invadió.
Mervyn se sentó frente a ellos.
—Tráigame un whisky irlandés doble —pidió a la camarera.
Mark levantó su cerveza y bebió con nerviosismo. Diana le miró. Al principio, pareció intimidado por Mervyn, pero ahora había comprendido que Mervyn no se iba a enzarzar en una pelea a puñetazo limpio. Su expresión reflejaba inquietud. Acercó la silla a la mesa unos centímetros, como para distanciarse de Diana. Quizá se sentía avergonzado por el hecho de haber sido descubiertos cogidos de las manos.
Diana bebió un poco de coñac para procurarse fuerzas. Mervyn la contemplaba con fijeza. Su expresión de perplejidad y dolor casi la había impulsado a echarle los brazos al cuello. Había recorrido una enorme distancia sin saber qué clase de recibimiento encontraría. Alargó la mano y le tocó el brazo, como para darle ánimos.
Ante su sorpresa, Mervyn pareció incómodo y lanzó una mirada de preocupación a Mark, como desconcertado por el hecho de que su mujer le tocara en presencia de su amante. Le sirvieron el whisky y lo bebió de un trago. Mark parecía herido, y volvió a acercar la silla a la mesa.
Diana estaba confusa. Nunca se había encontrado en una situación semejante. Los dos la amaban. Se había acostado con ambos…, y ambos lo sabían. Era insoportablemente embarazoso. Quería consolar a los dos, pero tenía miedo de hacerlo. Se reclinó en su silla, a la defensiva, alejándose de ellos.
—No quería hacerte daño, Mervyn —dijo.
Él la miró con dureza.
—Te creo.
—Tú… ¿comprendes lo que ha ocurrido?
—Como soy un alma sencilla, capto lo esencial —respondió su marido con sarcasmo—. Te has largado con tu querido. —Miró a Mark y se inclinó hacia adelante, como dispuesto a agredirle—. Un norteamericano, por lo que veo, el típico calzonazos que te permitirá hacer lo que te dé la gana.
Mark se apoyó contra el respaldo de la silla y no dijo nada, pero contempló a Mervyn con atención. Mark no era un camorrista. Tampoco parecía ofendido, sino sólo intrigado. Mervyn había sido un personaje importante en la vida de Mark, aunque jamás se habían visto. Mark debía haberse consumido de curiosidad durante todos estos meses acerca del hombre con el que Diana dormía cada noche. Ahora que le estaba descubriendo, se sentía fascinado. Mervyn, al contrario, no mostraba el menor interés por Mark.
Diana contempló a los dos hombres. No podían ser más diferentes. Mervyn era alto, agresivo, nervioso, áspero; Mark era bajo, pulcro, vivaz, liberal. Se le ocurrió que Mark tal vez utilizaría esta escena para alguno de sus guiones.
Los ojos de Diana se llenaron de lágrimas. Sacó un pañuelo y se sonó.
—Sé que he sido imprudente —musitó.
—¡Imprudente! —estalló Mervyn, burlándose de la inadecuada palabra—. Te has portado como una imbécil.
Diana parpadeó. Su menosprecio siempre le llegaba al alma, pero esta vez se lo merecía.
La camarera y los dos viejos del rincón seguían la conversación con indisimulado interés.
—¿Puedes traerme un bocadillo de jamón, cielo? —dijo Mervyn a la camarera.
—Con mucho gusto —respondió ella. Mervyn siempre caía bien a las camareras.
—Es que… En los últimos tiempos me sentía muy desdichada —dijo Diana—. Sólo buscaba un poco de felicidad.
—¡Buscabas un poco de felicidad! En Estados Unidos…, donde no tienes amigos, parientes ni casa… ¿Dónde está tu sentido común?
Diana agradecía su llegada, pero deseaba que se mostrara más amable. Sintió la mano de Mark sobre su hombro.
—No le escuches —dijo en voz baja—. ¿Por qué no vas a ser feliz? No es malo.
Diana miró con temor a Mervyn, asustada de ofenderle aún más. Quizá la iba a repudiar. Sería sumamente humillante que la rechazara delante de Mark (y mientras la horrible Lulu Bell estuviera cerca). Era capaz: solía obrar así. Ojalá no la hubiera seguido. Significaba que debería tomar una decisión sin más tardanza. Si hubiera contado con más tiempo, Diana habría curado su orgullo herido. Esto era demasiado precipitado. Diana levantó la jarra y la acercó a sus labios, pero la dejó sobre la mesa sin tocarla.
—No me apetece —dijo.
—Supuse que querrías una taza de té —dijo Mark.
Eso era justo lo que ella deseaba.
—Sí, me encantaría.
Mark se aproximó a la barra y pidió el té.
Mervyn nunca lo habría hecho; según su forma de pensar, eran las mujeres quienes pedían el té. Dedicó a Mark una mirada de despreció.
—¿Ése es mi fallo? —preguntó a Diana, irritado—. No irte a buscar el té, ¿verdad? Además de traer el dinero a casa, quieres que haga de criada.
Le trajeron el bocadillo, pero no comió.
Diana no supo qué contestarle.
—No hace falta que armes una trifulca.
—¿No? ¿Qué mejor momento que ahora? Te largas con este patán, sin despedirte, dejándome una estúpida nota…
Sacó un trozo de papel del bolsillo de la chaqueta y Diana reconoció su carta. Enrojeció, humillada. Había derramado lágrimas sobre aquella nota; ¿cómo podía exhibirla en un bar? Se apartó de él, resentida.
Trajeron el té y Mark cogió la tetera.
—¿Desea que un patán le sirva una taza de té? —preguntó a Mervyn.
Los dos irlandeses del rincón estallaron en carcajadas, pero Mervyn no alteró la expresión y calló.
Diana empezó a sentirse irritada con él.
—Puede que sea una necia, Mervyn, pero tengo derecho a ser feliz.
Él apuntó un dedo acusador en dirección a su mujer.
—Hiciste un juramento cuando te casaste conmigo y no tienes derecho a dejarme.
La frustración alimentó el furor de Diana. Mervyn era inflexible, y explicarle algo era como hablar con una piedra. ¿Por qué no podía ser razonable? ¿Por qué estaba siempre tan seguro de que él tenía razón y los demás se equivocaban?
De pronto, se dio cuenta de que conocía muy bien esta sensación. La había experimentado una vez a la semana, como mínimo, durante cinco años. En las últimas horas, a causa del pánico que la había invadido en el avión, había olvidado lo horrible que era, la desdicha que le producía. Ahora, todo aquello se reproducía de nuevo, como el horror de una pesadilla recordada.
—Ella puede hacer lo que le plazca, Mervyn —dijo Mark—.
No puedes obligarla a nada. Es una mujer adulta. Si quiere volver contigo a casa, lo hará; si quiere ir a Estados Unidos y casarse conmigo, también lo hará.
Mervyn descargó un puñetazo sobre la mesa.
—¡No va a casarse con usted, porque ya está casada conmigo!
—Puede obtener el divorcio.
—¿Alegando qué?
—En Nevada no hace falta alegar nada.
Mervyn dirigió su mirada encolerizada a Diana.
—No te irás a Nevada. Volverás a Manchester conmigo. Diana miró a Mark. Él sonrió.
—No has de obedecer a nadie —dijo Mark—. Haz lo que quieras.
—Ponte la chaqueta —ordenó Mervyn.
Mervyn, con su manera desatinada, había devuelto a Diana el sentido común. Ahora comprendía que su miedo a volar y su angustia acerca de vivir en Estados Unidos eran preocupaciones nimias comparada con la pregunta más importante de todas: ¿con quién quería vivir? Amaba a Mark, y Mark la amaba a ella, y todas las demás consideraciones eran marginales. Una tremenda sensación de alivio se derramó sobre ella cuando tomó la decisión y la anunció a los dos hombres que la querían. Contuvo la respiración.
—Lo siento, Mervyn —dijo. Me voy con Mark.