Eddie Deakin, el mecánico de vuelo, pensaba en el clipper como en una gigantesca burbuja de jabón, hermosa y frágil, que debía ser conducida con todo cuidado sobre el mar, mientras la gente acomodada en su interior se olvidaba alegremente de cuán delgada era la película que les separaba de la rugiente noche.
El viaje era más peligroso de lo que imaginaban, pues la tecnología del aparato era reciente, y el cielo nocturno que cubría el Atlántico era un territorio inexplorado, plagado de peligros inesperados. No obstante, Eddie siempre pensaba con orgullo que la habilidad del capitán, la dedicación de la tripulación y la fiabilidad de la ingeniería norteamericana les conduciría a casa sanos y salvos.
En este viaje, sin embargo, se sentía enfermo de miedo.
Había un Tom Luther en la lista de pasajeros. Eddie observó el embarque de los pasajeros por la ventana del compartimento de pilotaje, preguntándose cuál de ellos era el responsable del secuestro de Carol-Ann, aunque no pudo adivinarlo, por supuesto: formaban el grupo habitual de magnates, estrellas de cine y aristócratas bien vestidos y alimentados.
Durante un rato, mientras se preparaba el despegue, consiguió apartar su mente de Carol-Ann y concentrarse en su trabajo: verificar los instrumentos, poner a punto los cuatro enormes motores radiales, calentarlos, ajustar la mezcla de combustible y los alerones, y controlar la velocidad de los motores durante el despegue. En cuanto el avión alcanzó la altitud de crucero, sus tareas se reducían. Tenía que sincronizar la velocidad de los motores, regular la temperatura de los mismos y regular la mezcla de combustible; después su trabajo consistía sobre todo en vigilar el funcionamiento de los motores. Y su mente comenzó a divagar de nuevo.
Le poseía una necesidad desesperada e irracional de saber cómo iba vestida Carol-Ann. Se sentiría más aliviado si pudiera imaginarla abrigada con su chaqueta de lana, bien abotonada y ceñida con cinturón, y botas de lluvia, no porque hiciera frío (era septiembre), sino porque disimularía mejor las formas de su cuerpo. Sin embargo, lo más probable es que llevara el vestido sin mangas de color espliego que a él tanto le gustaba, y que se amoldaba como un guante a su exuberante figura. Estaría encerrada durante las siguientes veinticuatro horas con una pandilla de brutos, y el pensamiento de lo que podía suceder si empezaban a beber le sumía en una agonía dolorosísima.
¿Qué demonios querían de él?
Confió en que el resto de la tripulación no se diera cuenta del estado en que se hallaba. Por fortuna, cada uno se concentraba en su tarea concreta, y no estaban apretujados como en la mayoría de los aviones. La cabina de pilotaje del Boeing 314 era muy grande. La carlinga, muy espaciosa, tan sólo ocupaba una parte. El capitán Baker y el copiloto Johnny Dott estaban sentados en asientos elevados, codo con codo, ante sus controles; entre ellos había un hueco con una trampilla, que daba acceso al compartimento de proa, situado en el morro del avión. Por la noche, contaban con unas gruesas cortinas que podían correr para que las luces del resto de la cabina no disminuyeran su visión nocturna.
Esa sección por sí sola más grande que la mayoría de compartimentos de pilotaje, pero el resto de la cabina de vuelo del clipper era más que generosa. Casi todo el lado de babor estaba ocupado por una mesa de dos metros de largo, ante la cual se encontraba el piloto Jack Ashford, inclinado sobre sus cartas de navegación. Además, contaban con una pequeña mesa de conferencias, donde se sentaba el capitán cuando no pilotaba el avión. Junto a la mesa del capitán había una compuerta oval que conducía al interior del ala por un angosto pasadizo; era una característica especial del clipper poder acceder a los motores en pleno vuelo mediante este pasadizo, y Eddie podía realizar tareas de mantenimiento o reparaciones sencillas, como arreglar una fuga de combustible, sin necesidad de que el avión aterrizara.
A estribor, justo detrás del asiento del copiloto, estaba la escalera que conducía a la cubierta de pasajeros. A continuación, se hallaba el cubículo del operador de la radio, donde Ben Thompson se sentaba, inclinado hacia adelante. Detrás de Ben se sentaba Eddie, de costado, ante una pared compuesta de cuadrantes y una batería de palancas. Un poco a su derecha se encontraba la compuerta oval que daba paso al pasadizo del ala de estribor. En la parte posterior del compartimento de pilotaje, una puerta se abría al compartimento de carga.
El conjunto medía en total seis metros de largo y tres de anchura, y permitía caminar erguido en toda su extensión. Alfombrado, a prueba de ruidos y decorado con tela verde pálido en las paredes y asientos de piel marrón, era el compartimento de pilotaje más lujoso jamás construido. Cuando Eddie lo vio por primera vez, pensó que se trataba de una broma.
Ahora, sin embargo, sólo veía las espaldas encorvadas los rostros concentrados de sus compañeros, y pensó aliviado en que no se habían dado cuenta del pánico que le embargaba.
Desesperado por entender por qué estaba viviendo aquella pesadilla, quería concederle al ignoto señor Luther la oportunidad de darse a conocer. Después del despegue, se ausentó para poder pasar por la cabina de los pasajeros.
No se le ocurrió ningún motivo de peso, y adujo la primera tontería que se le ocurrió.
—Voy a echar un vistazo a los cables que controlan la compensación del timón —masculló en dirección al navegante, bajando a toda prisa por la escalera.
Si alguien le preguntaba por qué se le había ocurrido llevar a cabo dicha comprobación en aquel preciso momento respondería: «Una intuición».
Recorrió sin prisa la cabina de los pasajeros. Nicky y Davy servían cócteles y aperitivos. Los pasajeros, muy tranquilos, conversaban en diversos idiomas. Ya se había iniciado una partida de cartas en el salón principal. Eddie vio algunos rostros conocidos, pero estaba demasiado distraído para pensar en los nombres de los famosos. Miró a varios pasajeros, confiando en que alguno se presentaría como Tom Luther, pero nadie le dirigió la palabra.
Llegó a la parte posterior del avión y subió la escalerilla fija a la pared, situada junto a la puerta que daba acceso al «Tocador de señoras». Conducía a una trampilla practicada en el techo que se abría a un espacio vacío de la cola. Podría haber llegado al mismo sitio a través de los compartimentos del equipaje habilitados en la cubierta superior.
Verificó los cables de control del timón a toda prisa, cerró la escotilla y descendió por la escalerilla. Un chico de catorce o quince observó su aparición con sumo interés. Eddie se obligó a sonreír.
—¿Puedo ver el compartimento de pilotaje? —preguntó el muchacho, esperanzado.
—Claro que sí —respondió Eddie como un autómata.
No quería que nadie le molestara en este preciso instante, pero la tripulación de este avión debía ser amable con los pasajeros, y la distracción apartaría a Carol-Ann de su mente, siquiera por unos instantes.
—¡Fantástico, gracias!
—Apaláncate en tu asiento un minuto y enseguida voy a buscarte.
Una expresión de sorpresa cruzó un instante por el rostro del muchacho; después, asintió y se marchó corriendo.
«Un modismo de Nueva Inglaterra o del mecánico», pensó.
Eddie caminó con mucha mayor lentitud por el pasillo, esperando que alguien se le acercara, pero no fue así, y supuso que el hombre aprovecharía una ocasión más discreta. Hubiera preguntado a los mozos quién era el señor Luther, pero se habrían preguntado por qué quería saberlo, y no deseaba despertar su curiosidad.
El muchacho ocupaba el compartimento número 2, cerca de la parte delantera, con su familia.
—De acuerdo, chaval, vamos a ello —dijo Eddie, sonriendo a sus padres, que le saludaron con marcada frialdad. Una chica de largo cabello rojizo (tal vez su hermana) le dedicó una cordial sonrisa, y su corazón se aceleró un poco: era bonita cuando sonreía.
—¿Cómo te llamas? —preguntó al muchacho, mientras subían la escalera de caracol.
—Percy Oxenford.
—Soy Eddie Deakin, el mecánico de vuelo.
Llegaron al final de la escalera.
—La mayoría de los compartimentos de pilotaje no son tan bonitos como éste —dijo Eddie, obligándose a ser amable.
—¿Cómo son?
—Desnudos, fríos y ruidosos, con salientes afilados que se te clavan cada vez que te das la vuelta.
—¿Qué hace el mecánico de vuelo?
—Me ocupo de los motores, de que funcionen hasta llegar a Estados Unidos.
—¿Para qué sirven todas esas palancas y cuadrantes?
—Veamos… Estas palancas controlan la velocidad de las hélices, la temperatura del motor y la mezcla de carburante. Hay un juego completo para cada uno de los cuatro motores. —Se dio cuenta de que sus explicaciones eran un poco vagas y de que el chico era muy inteligente. Hizo un esfuerzo por ser más específico—. Siéntate en mi silla —dijo. Percy obedeció con gran entusiasmo—. Fíjate en este cuadrante. Nos indica que la temperatura máxima del motor número 2 es de 205 grados centígrados. Se aproxima demasiado al máximo permitido, que son 232 grados en pleno vuelo. La bajaremos un poco.
—¿Y cómo lo hace?
—Coge la palanca y bájala un poco… Vale ya. Acabas de abrir unos dos centímetros la cubierta del alerón para que penetre un poco más de aire frío, y dentro de unos momentos verás que la temperatura baja. ¿Has estudiado física?
—Voy a un colegio retrógrado —dijo Percy—. Estudiamos mucho latín y griego, pero no nos dedicamos mucho a las ciencias.
Eddie pensó que el latín y el griego no ayudarían mucho a Inglaterra a ganar la guerra, pero no lo expresó en voz alta.
—¿Qué hacen los demás?
—Bueno, el miembro más importante es el navegante, Jack Ashford, sentado a la mesa de mapas. —Jack, un hombre de cabello oscuro, ojos azules y facciones regulares, levantó la vista y sonrió. Eddie prosiguió—. Ha de calcular donde estamos, cosa difícil en mitad del Atlántico. Tiene una cúpula de observación, entre los compartimentos de carga, y mide la posición de las estrellas con un sextante.
—Es un octante de burbuja, en realidad —puntualizó Jack.
—¿Qué es eso?
Jack le enseñó el instrumento.
—La burbuja te dice cuando el octante está ajustado. Identificas una estrella, miras por la lente y ajustas el ángulo de la lente hasta que la estrella aparenta alinearse con el horizonte. Lees el ángulo de la lente aquí, miras en el libro de tablas y averiguas tu posición.
—Parece fácil —dijo Percy.
—Sólo en teoría —rió Jack—. Uno de los problemas de esta ruta es que podemos volar entre nubes durante todo el viaje, sin ver nunca una estrella.
—De todos modos, conociendo el punto de partida y continuando en la misma dirección, es difícil equivocarse.
—A eso se le llama navegar a ojo. Sin embargo, es posible equivocarse, porque el viento de costado te desvía.
—¿Y puede calcular cuánto?
—Podemos hacer algo mejor. Hay una pequeña trampilla en el ala, por la cual lanzo una bengala al agua y observo su trayectoria. Si se mantiene en línea con la cola del avión, significa que no nos desviamos, pero si parece moverse a un lado o a otro, es que sí.
—Parece un poco rudimentario.
Jack volvió a reír.
—Y lo es. Si tengo mala suerte, no veo ni una estrella en toda la travesía y calculo mal nuestra posición, podemos desviarnos cientos de kilómetros o más de nuestra ruta.
—¿Y qué sucede entonces?
—Nos enteramos en cuanto penetramos en el radio de un faro o una emisora de radio, y corregimos nuestra trayectoria.
Eddie observó la curiosidad y comprensión que se reflejaban en el inteligente rostro juvenil. Un día, pensó, le explicaré estas cosas a mi hijo. Eso le llevó a pensar en Carol-Ann, y el recuerdo hinchó de dolor su corazón. Si el invisible señor Luther hiciera acto de aparición, Eddie se sentiría mejor. Cuando averiguara las intenciones de aquellos hombres comprendería al menos por qué le estaba ocurriendo algo tan espantoso.
—¿Puedo ver el interior del ala? —preguntó Percy.
—Claro —contestó Eddie.
Abrió la escotilla que daba al ala de estribor. El rugido de los enormes motores se oyó al instante con mucha mayor potencia; olía a aceite caliente. En el interior del ala había un pequeño y angosto pasadizo. Detrás de cada uno de los dos motores había un cubículo para el mecánico, lo bastante alto para que un hombre se mantuviera de pie. Los interioristas de la Pan American no se habían adentrado en este espacio, que consistía en un mundo utilitario de puntales y remaches, cables y tubos.
—La mayoría de las cubiertas de vuelo son así —gritó Eddie.
—¿Puedo entrar?
Eddie meneó la cabeza y cerró la puerta.
—Los pasajeros no pueden pasar de este punto. Lo siento.
—Te enseñaré mi cúpula de observación —dijo Jack.
Condujo a Percy a la parte posterior de la cubierta de vuelo. Eddie examinó los cuadrantes, de los que habían hecho caso omiso durante los últimos minutos. Todo iba bien.
El encargado de la radio, Ben Thompson, recitó las condiciones de Foynes.
—Viento del oeste, veintidós nudos, mar picada.
Un momento después, en el tablero de Eddie se apagó la luz situada sobre la palabra «Vuelo» y se encendió la de «Amaraje».
—Motores preparados para el aterrizaje —anunció, después de echar un vistazo a los cuadrantes de temperatura. La comprobación era necesaria, porque los motores de alta compresión podían resultar dañados por una desaceleración demasiado brusca.
Eddie abrió la puerta que conducía a la parte trasera del avión. Había un estrecho pasillo, con bodegas de carga a cada lado, y una cúpula sobre el pasillo, a la que se accedía por una escalerilla. Percy estaba de pie en la escalerilla, mirando por el octante. Detrás de las bodegas de carga había un espacio que, en teoría, albergaba las camas de la tripulación, pero no se había amueblado; cuando la tripulación descansaba, lo hacía en el compartimento número 1. Al final de esta sección, una compuerta conducía al espacio de cola donde corrían los cables de control.
—Vamos a amarar, Jack —gritó Eddie.
—Es hora de que vuelvas a tu asiento jovencito —dijo Jack.
Eddie intuyó que Percy no era demasiado bueno. Aunque obedecía todas sus indicaciones, en sus ojos aleteaba un brillo travieso. De momento, sin embargo, se portaba a las mil maravillas, y bajó sin rechistar a la cubierta de pasajeros.
El tono del motor cambió y el avión empezó a perder altura. La tripulación procedió en forma automática a efectuar la rutina perfectamente coordinada del amaraje. Eddie tenía ganas de contar a los demás lo que le estaba pasando. Se sentía solo y desesperado. Eran sus amigos y compañeros; existía una confianza mutua entre todos; habían cruzado el Atlántico juntos; quería explicarles su situación y pedirles consejo. Pero era demasiado peligroso.
Se irguió y miró por la ventana. Divisó una pequeña ciudad y supuso que se trataba de Limerick. En las afueras de la ciudad, en la orilla norte del estuario del Shanon, se estaba construyendo un gran aeropuerto, en el que aterrizarían aviones e hidroaviones. Hasta que estuviera terminado, los hidroaviones se posaban en el lado sur del estuario, al abrigo de una pequeña isla, cerca de un pueblo llamado Foynes.
Se dirigían hacia el noroeste, de modo que el capitán Baker tuvo que girar cuarenta y cinco grados el aparato para efectuar el amaraje, zambulléndose en el viento del oeste. Una lancha del pueblo estaría patrullando la zona, vigilando los pecios flotantes que pudieran dañar el avión. El barco de reabastecimiento de combustible, cargado con barriles de veinticuatro litros, estaría dispuesto, y habría una multitud de curiosos en la orilla, atraídos por el milagro de que un barco pudiera volar.
Ben Thomas estaba hablando por el micrófono de la radio. Desde una distancia superior a pocos kilómetros tenía que utilizar el código morse, pero ya se encontraban lo bastante cerca para comunicarse mediante la radio. Eddie no distinguía las palabras, pero dedujo del tono tranquilo y relajado que todo marchaba bien.
Perdían altura sin cesar. Eddie vigiló sus cuadrantes y efectuó algunos ajustes ocasionales. Una de sus tareas más importantes era sincronizar la velocidad de los motores, un trabajo que exigía mayor atención cuando el piloto realizaba frecuentes cambios de velocidad.
Amarar en una mar serena casi no se notaba. En condiciones ideales, el casco del clipper se hundía en el agua como una cuchara en la nata. Eddie, concentrado en su panel de instrumentos, no se daba cuenta muchas veces de que el barco se había posado hasta que llevaba en el agua varios segundos. Sin embargo, el mar estaba picado hoy, una circunstancia adversa en cualquier lugar que se eligiera para descender.
El punto más bajo del casco, que se llamaba estribo, fue el primero en tocar, y se produjeron una serie de ruidos sordos mientras cortaba la cresta de las olas. Apenas duraron uno o dos segundos; luego, el gigantesco aparato se hundió unos centímetros más y surcó la superficie. Eddie consideraba que los aviones convencionales aterrizaban con más brusquedad, pues en ocasiones rebotaban varias veces. Muy poca espuma salió proyectada hacia las ventanas de la cubierta de vuelo, que ocupaba el nivel superior. El piloto disminuyó la velocidad al instante y el avión empezó a detenerse. El avión volvía a ser un barco.
Eddie miró por la ventana mientras se deslizaban hacia el amarradero. A un lado estaba la isla, baja y desnuda; distinguió una casita blanca y algunas ovejas. Al otro se hallaba la tierra firme. Vio un muelle de hormigón, con un barco de pesca grande amarrado, varios depósitos para almacenar combustible de enorme tamaño y una serie de casas grises diseminadas. Esto era Foynes.
Al contrario que Southampton, Foynes no contaba con un muelle construido a propósito para hidroaviones; el clipper amarraría en el estuario y los pasajeros serían conducidos a tierra en lanchas. Amarrar era responsabilidad del mecánico.
Eddie se arrodilló entre los asientos de los dos pilotos y abrió la compuerta que conducía al compartimento de proa. Descendió por la escalerilla al espacio vacío. Se introdujo en el morro del avión, abrió otra escotilla y asomó la cabeza al exterior. El aire era fresco y salado; inhaló una profunda bocanada.
Una lancha se acercó. Alguien saludó con la mano a Eddie. El hombre sujetaba una cuerda atada a una boya. Tiró la cuerda al agua.
Había un cabrestante plegable en el morro del hidroavión. Eddie lo alzó, asegurándolo, cogió un bichero de dentro y lo utilizó para levantar la cuerda que flotaba en el agua. Ató la cuerda al cabrestante y el avión quedó amarrado. Miró al parabrisas que había detrás de él y alzó los pulgares en dirección al capitán Baker.
Ya se aproximaba otra lancha para recoger a los pasajeros y a la tripulación.
Eddie cerró la compuerta y volvió a la cubierta de vuelo. El capitán Baker y Ben, el encargado de la radio, continuaban en sus puestos, pero Johnny, el copiloto, estaba apoyado en la mesa de mapas, charlando con Jack. Eddie se sentó en su cubículo y apagó los motores. Cuando todo estuvo en orden, se puso la chaqueta negra del uniforme y una gorra blanca. La tripulación bajó la escalera, atravesó el compartimento de pasajeros número 2, entró en el salón, salió al exterior y abordó la lancha. El ayudante de Eddie, Mickey Finn, se quedó a supervisar el reaprovisionamiento de combustible.
El sol brillaba, pero soplaba una brisa fría que olía a sal. Eddie observó a los pasajeros que subían a la lancha, preguntándose de nuevo cuál era Tom Luther. Reconoció un rostro de mujer y recordó, con cierta sorpresa, que la había visto haciendo el amor con un conde francés en Una espía en París: era Lulu Bell, la estrella de cine. Charlaba animadamente con un individuo que llevaba una chaqueta cruzada. ¿Sería Tom Luther? Les acompañaba una hermosa mujer, ataviada con un vestido de lunares, que parecía muy desdichada. Reconoció otras caras, pero la mayor parte del pasaje consistía en hombres trajeados y tocados con sombreros y mujeres ricas que exhibían abrigos de pieles.
Si Luther tardaba en identificarse, Eddie le buscaría y a la mierda la discreción, decidió. Ya no podía soportar la espera.
La lancha se alejó del clipper en dirección a tierra. Eddie miró hacia la orilla, pensando en su mujer. Imaginó el momento en que los hombres irrumpían en su casa. Carol-Ann estaría comiendo huevos, preparando el café o vistiéndose para ir a trabajar. ¿Y si la habían sorprendido en la bañera? A Eddie le fascinaba mirarla en la bañera. Se recogía el pelo, dejando al descubierto su largo cuello, y yacía en el agua, frotándose con la esponja sus miembros bronceados. A ella le gustaba que se sentara en el borde y le hablara. Hasta que la había conocido, Eddie pensaba que estas cosas sólo sucedían en las fantasías eróticas. Pero ahora, tres hombres tocados con sombreros de fieltro, que irrumpían por sorpresa y se apoderaban de ella, contaminaban esta imagen…
Pensar en el miedo que se habría apoderado de ella mientras la secuestraban casi enloquecía a Eddie. Sintió que la cabeza le daba vueltas y tuvo que concentrarse para no caer de la lancha. La impotencia total en que se encontraba agudizaba la gravedad de su situación. Carol-Ann se hallaba en peligro y él no podía hacer nada por ayudarla. Se dio cuenta de que cerraba los puños espasmódicamente, y se forzó a evitarlo.
La lancha llegó a la orilla y amarró a un pontón flotante unido al muelle mediante una pasarela. La tripulación ayudó a los pasajeros a desembarcar y les siguió hacia la aduana.
Las formalidades duraron poco. Los pasajeros se dispersaron por el pueblo. Al otro lado de la carretera había una antigua fonda que casi siempre estaba ocupada por el personal de la línea aérea. La tripulación se encaminó hacia ella.
Eddie fue el último en salir, y un pasajero le abordó cuando salía de la aduana.
—¿Es usted el mecánico?
Eddie se puso en tensión. El pasajero era un hombre de unos treinta y cinco años, más bajo que él, pero corpulento y musculoso. Llevaba un traje gris claro, una corbata con alfiler y un sombrero de fieltro gris.
—Sí, soy Eddie Deakin —contestó.
—Me llamo Tom Luther.
Una neblina roja empañó la visión de Eddie y la cólera le dominó al instante. Agarró a Tom Luther por las solapas, le sacudió y le arrojó contra la pared de la aduana.
—¿Qué le habéis hecho a Carol-Ann? —masculló.
La sorpresa de Luther era mayúscula; esperaba encontrar a una víctima atemorizada y sumisa. Eddie le sacudió hasta que sus dientes castañetearon.
—Maldito hijo de puta, ¿dónde está mi mujer?
Luther no tardó en recobrarse del susto. La expresión de estupor desapareció de su rostro. Se libró de la presa de Eddie con un veloz y enérgico movimiento, lanzando su puño hacia adelante. Eddie lo esquivó y le golpeó dos veces en el estómago. Luther expulsó aire como un neumático y se dobló en dos. Era fuerte, pero no estaba en forma. Eddie procedió a estrangularle metódicamente.
Luther le miró con ojos desorbitados por el terror.
Al cabo de un momento, Eddie se dio cuenta de que estaba matando al hombre.
Aflojó su presa y acabó soltándole. Luther se derrumbó contra la pared, jadeando en busca de aire, y se llevó la mano a la garganta.
El funcionario de la aduana irlandesa asomó la cabeza alertado por el estruendo.
—¿Qué pasa?
Luther se incorporó con un esfuerzo.
—Me he caído, pero estoy bien —balbució.
El aduanero se inclinó y recogió el sombrero de Luther. Le dirigió una mirada de curiosidad mientras se lo entregaba, pero no dijo nada más y entró en la oficina.
Eddie miró a su alrededor. Nadie había presenciado la refriega. Los pasajeros y la tripulación habían desaparecido tras la pequeña estación de tren.
Luther se caló el sombrero.
—Si mete la pata, nos matarán a los dos, igual que a su maldita esposa, imbécil —dijo con voz ronca.
La referencia a Carol-Ann enfureció de nuevo a Eddie, que levantó el puño para golpear a Luther, pero éste alzó un brazo para protegerse.
—Cálmese, ¿quiere? ¡Así no la recuperará! ¿No se da cuenta de que me necesita?
Eddie se daba cuenta a la perfección, pero había perdido la razón durante unos momentos. Retrocedió un paso y examinó al hombre. Luther se expresaba como un hombre culto y sus ropas eran caras. Lucía un erizado bigote rubio y sus ojos claros centelleaban de odio. Eddie no lamentaba haberle golpeado. Necesitaba descargar su angustia sobre algo, y Luther era el blanco perfecto.
—¿Qué quiere que haga, hijo de la gran puta?
Luther introdujo la mano en la chaqueta. Eddie pensó por un momento que sacaría una pistola, pero Luther extrajo una postal y se la tendió.
Eddie la miró. Era una foto de Bangor (Maine).
—¿Qué coño significa esto?
—Déle la vuelta —dijo Luther.
En el reverso estaba escrito:
44.70 N, 67.00 O.
—¿Qué son estos números? ¿Coordenadas? —preguntó Eddie.
—Sí. En ese punto deberá posar el avión. Eddie le miró, perplejo.
—¿Posar el avión? —repitió estúpidamente.
—Sí.
—¿Es eso lo que quieren que haga? ¿Sólo eso?
—Posar el avión en ese punto.
—¿Por qué?
—Porque usted quiere recuperar a su bonita esposa.
—¿Dónde está eso?
—Cerca de la costa de Maine.
La gente daba por sentado que un hidroavión podría amarar en cualquier sitio, pero, en realidad, necesitaba una mar serena. Para mayor seguridad, la Pan American no autorizaba el amarraje sobre olas que superasen el metro de altura. Si el avión llegaba a posarse sobre un mar embravecido, el resultado sería su destrucción.
—Un hidroavión no puede amarrar en pleno mar… —dijo Eddie.
—Lo sabemos. El lugar está protegido.
—Eso no significa…
—Compruébelo usted mismo. El amarraje es posible. Lo he verificado.
Lo dijo con tanta seguridad que Eddie le creyó. Sin embargo, había algunos cabos sueltos.
—¿Qué debo hacer para tomar la decisión? No soy el capitán.
—Lo hemos planeado todo con mucho cuidado. En teoría, el capitán podría dar la orden, pero ¿con qué excusa? Usted es el mecánico, puede conseguir que algo se estropee.
—¿Quieren que estrelle el avión?
—No se lo aconsejo: yo viajaré a bordo. Estropee algo para que el capitán se vea forzado a realizar un amaraje de emergencia. —Tocó la postal con un dedo manicurado—. Justo aquí.
No cabía duda de que el mecánico podía crear un problema que obligara a amarrar, pero resultaba difícil controlar una emergencia, y a Eddie, en principio, no se le ocurría cómo provocar un amaraje improvisado en un punto concreto.
—No es tan fácil…
—Ya sé que no es fácil, Eddie, pero también sé que es posible. Lo he comprobado.
¿A quién había solicitado consejo? ¿Quién era?
—¿Quién coño es usted?
—Ahórrese las preguntas.
Al principio, Eddie había amenazado a este hombre, pero ahora se habían girado las tornas, y estaba atemorizado. Luther era un miembro de la despiadada pandilla que había planificado todo esto al detalle. Habían decidido que Eddie sería su instrumento; habían secuestrado a Carol-Ann; la tenían en su poder.
Guardó la postal en la chaqueta del uniforme y se dio la vuelta.
—¿Lo hará, pues? —preguntó Luther, nervioso. Eddie sostuvo la mirada de Luther durante un largo momento y se alejó sin responder.
Se había comportado con rudeza, pero estaba abatido. ¿Por qué hacían esto? Había sospechado al principio que los alemanes querían secuestrar un Boeing 314 para copiarlo, pero esa teoría improbable ya estaba descartada por completo, porque los alemanes se habrían apoderado del avión en Europa, no en Maine.
El hecho de que hubieran elegido un punto muy concreto para que el avión amarara constituía una pista. Sugería que un barco les estaría esperando. ¿Para qué? ¿Quería Luther introducir de contrabando algo o alguien en Estados Unidos? ¿Una maleta llena de opio, un bazooka, un agitador comunista, un espía nazi? La persona o la cosa tendrían que ser muy importantes para tomarse tantas molestias.
Al menos, sabía por qué le habían elegido. Si querían que el clipper efectuara un amaraje forzoso, el mecánico era su hombre. Ni el navegante ni el operador de radio podrían hacerlo, y el piloto necesitaría la cooperación de su copiloto. Sin embargo, el mecánico, sin ayuda de nadie, podía detener los motores.
Luther habría obtenido en la Pan American una lista de los mecánicos del clipper. No era muy difícil. Bastaba con allanar una oficina por la noche, o sobornar a alguna secretaria. ¿Por qué Eddie? Por algún motivo, Luther había elegido este vuelo en particular, tras examinar los nombres de los tripulantes. Después, se había preguntado cómo lograría la ayuda de Eddie, averiguando la respuesta: mediante el secuestro de su mujer.
Ayudar a estos gángsteres destrozaba el corazón de Eddie. Odiaba a los chorizos. Demasiado codiciosos para vivir como la gente normal y demasiado perezosos para trabajar, estafaban y robaban a los esforzados ciudadanos, viviendo a lo grande. Mientras otros se partían el espinazo arando y segando, o trabajando dieciocho horas al día para establecer un negocio, excavando en las minas o sudando todo el día en los altos hornos, los gángsteres se paseaban con trajes elegantes y enormes coches, sin hacer otra cosa que pegar y atemorizar a la gente. La silla eléctrica era demasiado buena para ellos.
Su padre pensaba lo mismo. Recordó lo que había comentado sobre los gamberros del colegio. «Esos chicos son malos, de acuerdo, pero no son listos». Tom Luther era malo, pero ¿era listo? «Es difícil luchar contra estos chicos, pero no lo es tanto engañarlos», afirmaba papá. Sin embargo, no sería fácil engañar a Tom Luther. Había diseñado un plan muy complejo y, hasta el momento, funcionaba a la perfección.
Eddie habría hecho casi cualquier cosa por engañar a Luther, pero éste tenía a Carol-Ann. Todo lo que Eddie intentara para frustrar los designios de Luther podía redundar en perjuicio de su mujer. No podía luchar contra ellos ni engañarles; tenía que procurar satisfacer sus exigencias.
Hirviendo de cólera, salió del puerto y cruzó la única carretera que atravesaba el pueblo de Foynes.
La terminal aérea era una antigua fonda con un patio central. Desde que el pueblo se había convertido en un importante aeropuerto de hidroaviones, la Pan American monopolizaba casi todo el edificio, aunque todavía quedaba un bar, llamado la «Taberna de la señora Walsh», restringido a una pequeña sala, con una puerta que daba a la calle. Eddie subió a la sala de operaciones, donde el capitán Marvin Baker y el primer oficial, Johnny Dott, estaban conferenciando con el jefe de estación de la Pan American. Aquí, entre tazas de café, ceniceros y montañas de mensajes radiofónicos e informes meteorológicos, tomarían la decisión final sobre la forma de realizar la larga travesía atlántica.
El factor crucial era la fuerza del viento. El viaje hacia el oeste era una lucha constante contra el viento dominante. Los pilotos cambiaban de altitud constantemente, en busca de las condiciones más favorables, un juego denominado «cazar el viento». Los vientos más suaves solían encontrarse en las altitudes inferiores, pero por debajo de un cierto punto el avión corría el peligro de chocar con un barco o, lo más probable, con un iceberg. Los vientos fuertes exigían más combustible y, en ocasiones, los vientos previstos eran tan fuertes que el clipper no podía cargar el suficiente para recorrer los tres mil doscientos kilómetros de distancia hasta Terranova. El vuelo se suspendía y los pasajeros se alojaban en un hotel hasta que el tiempo mejoraba.
Si hoy se daba esa circunstancia, ¿qué sería de Carol-Ann?
Eddie echó un vistazo a los partes meteorológicos. Los vientos eran fuertes y se había desatado una tempestad en mitad del Atlántico. Por lo tanto, deberían efectuar cálculos muy cuidadosos antes de llevar adelante el vuelo. La idea aumentó su angustia; no podía soportar quedarse atrapado en Irlanda mientras Carol-Ann se hallaba en manos de aquellos bastardos, al otro lado del océano. ¿Le darían de comer? ¿Podría acostarse en algún sitio? ¿Hacía bastante calor, dondequiera que la retuvieran?
Se acercó al mapa del Atlántico que colgaba en la pared y consultó las coordenadas que Luther le había proporcionado. Habían elegido muy bien el punto. Estaba cerca de la frontera canadiense, a una o dos millas de la costa, en un canal que separaba la costa de una isla grande, en la bahía de Fundy. Alguien con ciertos conocimientos sobre hidroaviones lo consideraría un lugar ideal para amarar. No lo era (los puertos que utilizaba el clipper estaban mucho más protegidos), pero reinaría mayor calma que en mar abierto, y el clipper podría posarse sobre el agua sin excesivos riesgos. Eddie se tranquilizó un poco: al menos, esa parte del plan saldría bien. Comprendió que tenía un papel relevante en el éxito de los propósitos de Luther. El pensamiento le dejó un gusto amargo en la boca.
Seguía preocupado por la treta que emplearía para que el avión descendiera. Podía fingir una avería en el motor, pero el clipper era capaz de volar con sólo tres motores, y tenía un ayudante, Mickey Finn, al que no engañaría durante mucho tiempo. Se devanó los sesos, pero no encontró la solución.
Conspirar contra el capitán Baker y los demás le hacía sentirse como un canalla de la peor especie. Traicionaba a gente que confiaba en él. Pero no le quedaba otra elección.
De repente, otro peligro acudió a su mente. Cabía la posibilidad de que Tom Luther no cumpliera su promesa. ¿Y por qué iba a hacerlo? ¡Era un delincuente! Aunque Eddie consiguiera que el avión amarara, igual no recuperaba a Carol-Ann.
Jack, el navegante, entró con más partes meteorológicos, y dirigió a Eddie una mirada extraña. Eddie se dio cuenta de que nadie le hablaba desde que había entrado en la habitación. Parecían evadirle; ¿habían notado su gran preocupación? Se esforzó por comportarse con normalidad.
—Intenta no perderte este viaje, Jack —dijo, repitiendo una vieja broma. No era buen actor y el chiste parecía forzado en él, pero todos rieron y el ambiente se distendió.
El capitán Baker echó un vistazo a los nuevos partes meteorológicos.
—La tempestad está empeorando —comentó.
Jack asintió con la cabeza.
—Se va a convertir en lo que Eddie llamaría un bocinazo. Siempre se burlaban de él por su dialecto de Nueva Inglaterra.
—O un pringue —respondió, fingiendo una sonrisa.
—La rodearé —dijo Baker.
Entre Baker y Johnny Dott idearon un plan de vuelo hasta Botwood (Terranova), ciñéndose al borde de la tempestad y esquivando los vientos de cara, más fuertes. Cuando terminaron, Eddie se sentó, cogió las predicciones meteorológicas y realizó sus cálculos.
Se confeccionaban previsiones sobre la dirección y la fuerza del viento a trescientos, mil doscientos, dos mil cuatrocientos y tres mil seiscientos metros de altura para cada parte del viaje. Conociendo la velocidad de crucero del avión y la fuerza del viento, Eddie podía calcular la velocidad respecto a tierra. Eso le proporcionaba el tiempo de vuelo en cada parte a la altitud más favorable. Después, utilizaba unas tablas para averiguar el consumo de combustible en aquel período de tiempo, teniendo en cuenta la carga útil del clipper. Calculaba la necesidad de combustible paso a paso en una gráfica, que la tripulación llamaba la curva Howgozit. Sumaba el total y añadía un margen de seguridad.
Después de terminar sus cálculos, comprobó consternado que la cantidad de combustible necesario para llegar a Terranova era superior a la que el clipper podía cargar.
Se quedó inmóvil unos instantes.
La diferencia era terriblemente pequeña: unos kilos de carga útil de más, unos litros de combustible de menos. Y Carol-Ann esperándole en alguna parte, muerta de miedo.
Debería decirle al capitán Baker que era preciso aplazar el despegue hasta que el tiempo mejorase, a menos que desease volar a través de la tormenta.
Sin embargo, la diferencia era ínfima.
¿Sería capaz de mentir?
En cualquier caso, existía un margen de seguridad. Si las cosas iban mal, el avión siempre podría atravesar la tormenta, en lugar de rodearla.
Odiaba la sola idea de engañar a su capitán. Siempre había sido consciente de que las vidas de los pasajeros dependían de él, y se sentía orgulloso de su meticulosa precisión.
Por otra parte, su decisión no era irrevocable. Durante todo el viaje, hora tras hora, debía comparar el consumo de combustible real con la proyección de la curva Howgozit. Si consumían más de lo previsto, bastaba con volver atrás.
Si descubrían su engaño, significaría el fin de su carrera, pero ¿qué importaba eso, cuando las vidas de su mujer y de su futuro hijo se encontraban en peligro?
Repasó sus cálculos de nuevo, pero esta vez, al consultar las tablas, cometió dos errores a posta, consignando el consumo de combustible para la carga útil inferior en la siguiente columna de cifras. Ahora, el resultado se mantenía dentro del margen de seguridad necesario.
Sin embargo, sus vacilaciones no desaparecían. Nunca le había resultado fácil mentir, y ni siquiera lo lograba en esta terrible situación.
Por fin, el capitán Baker perdió la paciencia y miró por encima del hombro a Eddie.
—Suéltalo ya, Ed… ¿Nos vamos o nos quedamos?
Eddie le enseñó los resultados amañados que había escrito y bajó la vista, sin atreverse a mirar cara a cara a su capitán. Carraspeó, presa de los nervios, esforzándose por hablar con el tono más firme y seguro.
—Por muy poco, capitán…, pero nos vamos…