8

Nancy Lenehan esperaba presa de impaciencia mientras ponían a punto el bonito aeroplano amarillo de Mervyn Lovesey. Estaba dando las últimas instrucciones al hombre del traje de tweed, que aparentaba ser el capataz de la fábrica que pertenecía a Mervyn. Nancy dedujo que tenía problemas con los sindicatos y que se avecinaba la huelga.

—Doy trabajo a diecisiete fabricantes de herramientas dijo a Nancy, cuando hubo terminado y cada uno de ellos es un puñetero individualista.

—¿Qué fabrica? —preguntó la mujer.

—Ventiladores. —Señaló el avión—. Hélices de avión y de barco, cosas así. Cualquier cosa que tenga curvas complicadas. La parte mecánica no presenta problemas, pero sí el factor humano. —Sonrió con condescendencia—. Supongo que: no está interesada en los problemas de las relaciones industriales.

—Pues sí —contestó Nancy—. Yo también dirijo una fábrica.

El hombre se quedó sorprendido.

—¿De qué tipo?

Fabrico cinco mil setecientos pares de zapatos al día.

Sus palabras le impresionaron, pero también debió pensar que, en parte, le había engañado, a juzgar por su respuesta.

—La felicito —dijo, en un tono que sugería una mezcla de burla y admiración. Nancy adivinó que su negocio era mucho más modesto que el de él.

—Quizá debería decir que fabricaba zapatos —dijo, y un sabor a bilis acudió a su boca cuando lo admitió—. Mi hermano intenta vender el negocio a mis espaldas. Por eso he de alcanzar el clipper —añadió, dirigiendo una mirada ansiosa al aeroplano.

—Lo hará —le aseguró Mervyn—. Gracias a mi Tiger Moth llegaremos con una hora de sobra.

Ella deseó con todo su corazón que estuviera en lo cierto.

—Todo listo, señor Lovesey —dijo el mecánico, después de saltar del avión.

Lovesey miró a Nancy.

—Consíguele un casco —dijo al mecánico—. No puede volar con ese ridículo sombrerito.

Esta vuelta a sus bruscos modales anteriores sorprendió a Nancy. Le gustaba hablar con ella mientras no tenía otra cosa que hacer, pero en cuanto aparecía algo importante perdía su interés por ella. No estaba acostumbrada a que los hombres la trataran así. Sin ser arrebatadora, era lo bastante atractiva para que los hombres se fijaran en ella, y poseía un cierto aire autoritario. Los hombres solían tratarla con aire protector, pero sin llegar ni mucho menos a la desenvoltura de Lovesey. Sin embargo, no iba a protestar. Aguantaría cosas peores que la grosería con tal de atrapar a su traicionero hermano.

El matrimonio Lovesey despertaba su curiosidad. «Persigo a mi esposa», había dicho, una admisión sorprendentemente sincera. No le extrañaba que una mujer quisiera huir de él. Era muy apuesto, pero también egocéntrico e insensible. Por eso resultaba muy extraño que corriera detrás de su mujer. Aparentaba excesivo orgullo. En opinión de Nancy, era de los que se habrían limitado a decir: «Que se vaya a la mierda». Quizá le había juzgado mal.

Se preguntó cómo sería su mujer. ¿Sería bonita, sensual, egoísta, mimada? ¿Una ratita asustada? Pronto lo averiguaría…, si llegaban a tiempo de alcanzar el clipper.

El mecánico le trajo un casco y se lo puso. Lovesey subió a bordo.

—Échale una mano, ¿quieres? —gritó.

El mecánico, más galante que su patrón, la ayudó a ponerse la chaqueta.

—Allí arriba hace frío, aunque brille el sol —dijo.

La ayudó a subir y Nancy se encajó en el asiento posterior. El mecánico le pasó el maletín, que Nancy colocó bajo sus pies.

Cuando el motor arrancó, se dio cuenta, con un estremecimiento de nerviosismo, que iba a volar con un completo extraño.

Al fin y al cabo, Mervyn Lovesey podía ser un piloto incompetente, poco experto, a los mandos de un avión mal revisado. Hasta cabía la posibilidad de que se dedicara a la trata de blancas y se propusiera venderla a un burdel turco. No, era demasiado vieja para eso. De todos modos, carecía de motivos para confiar en Lovesey. Sólo sabía que era inglés y tenía un aeroplano.

Nancy había volado tres veces, pero siempre en aviones grandes de cabinas cerradas. Nunca había subido a un biplano pasado de moda. Era como volar en un coche descapotable. El avión aceleró por la pista. El rugido del motor martilleó sus oídos y el viento abofeteó sus orejeras.

El avión de pasajeros en el que Nancy había volado se había elevado con suavidad, pero éste subió de golpe, como un caballo de carreras que saltara una valla. Después, Lovesey lo ladeó con tal brusquedad que Nancy se agarró con todas sus fuerzas, temerosa de caer, a pesar del cinturón de seguridad. ¿Tendría aquel hombre permiso de piloto?

Lovesey enderezó el avión, que se elevó con gran rapidez. Su vuelo parecía más comprensible y menos milagroso que el de un gran avión de pasajeros. Nancy veía las alas, respiraba el aire, oía el aullido del pequeño motor y lo sentía planear, sentía la hélice bombeando aire y el viento alzando las anchas alas de tela, como se sentía una cometa al sujetar el hilo. Tal sensación no existía en un avión cerrado.

Sin embargo, percibir la lucha del pequeño aeroplano por volar le causaba una sensación molesta en el estómago. Las alas eran simples objetos frágiles de madera y lona; la hélice podía atorarse, romperse o desprenderse; el viento a favor podía cambiar y soplar en contra; cabía la posibilidad de encontrar niebla, rayos o tormentas.

Todo esto parecía improbable, no obstante, mientras el avión ascendía hacia el sol y su morro apuntaba con gallardía en dirección a Irlanda. Nancy experimentaba la sensación de cabalgar a lomos de una gigantesca libélula amarilla. Era aterrador pero divertido, como la noria de un parque de atracciones.

Pronto dejaron atrás la costa de Inglaterra. Nancy se permitió un breve momento de triunfo cuando se desviaron hacia el oeste sobre las aguas. Peter no tardaría en subir a bordo del clipper, felicitándose por haber engañado a su astuta hermana mayor, pero su júbilo sería prematuro, pensó ella con airada satisfacción. Aún no la conocía bien. Se llevaría un susto tremendo cuando la viera llegar a Foynes. Estaba ansiosa por contemplar la expresión de su rostro.

Aunque alcanzara a Peter, le quedaba una dura batalla por delante. Para derrotarle no bastaba presentarse en la junta de accionistas. Debería convencer a tía Tilly y a Danny Riley de que la mejor alternativa era retener sus acciones y apoyarla.

Quería explicar la vil conducta de Peter a todos, para que se enterasen de que habían mentido y conspirado contra su hermana. Quería aplastarle y mortificarle, revelando a todos que era un ser rastrero. Sin embargo, tras un momento de reflexión, llegó a la conclusión de que no era una decisión inteligente. Si se mostraba furiosa y resentida, pensarían que se oponía a la fusión por motivos emocionales. Tenía que hablar con calma y frialdad sobre los proyectos de futuro, y actuar como si su desacuerdo con Peter fuera un mero asunto de negocios. Todos sabían que ella manejaba los negocios mejor que su hermano.

En cualquier caso, su argumento era muy sensato. El precio que les ofrecían por sus acciones se basaba en los beneficios de «Black’s», que eran bajos por culpa de la mala gestión de Peter. Nancy sospechaba que obtendrían más cerrando la fábrica y vendiendo todas las tiendas. Aunque lo mejor sería reestructurar la fábrica de acuerdo con su plan para que volviera a rendir beneficios.

Había otro motivo para esperar: la guerra. La guerra beneficiaba, en general, a los negocios, sobre todo a las empresas como «Black’s», que suministraban artículos a los militares. Era posible que los Estados Unidos no intervinieran en la guerra, pero se acumularían las existencias como medida de precaución. Los beneficios, por tanto, aumentarían de todos modos. Por eso Nat Ridgeway quería comprar la empresa.

Meditó sobre la situación mientras cruzaban el mar de Irlanda, recitando su discurso mentalmente. Ensayó frases fundamentales, articulándolas en voz alta, confiando en que el viento borrara las palabras antes de que llegaran a los oídos de Mervyn Lovesey, cubiertos por el casco, a un metro de distancia de ella.

Se quedó tan absorta en su discurso que no advirtió el primer fallo del motor.

—La guerra de Europa duplicará el valor de esta empresa en doce meses —recitó—. Si los Estados Unidos entran en guerra, el precio se volverá a doblar…

La segunda vez que ocurrió, se despertó de su ensueño.

El rugido continuado se alteró un momento, como el sonido de un grifo atascado. Se normalizó, volvió a cambiar y adoptó un tono diferente, un sonido entrecortada más débil, que puso muy nerviosa a Nancy.

El avión empezó a perder altura.

—¿Qué sucede? —chilló Nancy, pero no hubo respuesta.

Lovesey no la oía, o estaba demasiado ocupado para contestar. El tono del motor cambió de nuevo, aumentando de intensidad, como si recibiera más combustible, y el avión se ladeó.

Nancy estaba frenética. ¿Qué pasaba? ¿Era un problema serio? Tuvo ganas de ver la cara de Lovesey, pero continuaba mirando con determinación al frente.

El sonido del motor ya no era constante. A veces, parecía recuperar su anterior rugido gutural; después, temblaba y oscilaba. Nancy, asustada, miró hacia delante, intentando distinguir alguna alteración en el giro de la hélice, pero no observó ninguno. Sin embargo, cada vez que el motor tartamudeaba, el avión perdía un poco más de altura.

Nancy ya no podía soportar la tensión. Se desabrochó el cinturón de seguridad, se inclinó hacia adelante y apoyó la mano en el hombro de Lovesey. Éste volvió la cabeza.

—¿Qué pasa? —gritó en su oído Nancy.

—¡No lo sé!

Ella estaba demasiado asustada para aceptarlo.

—¿Qué sucede? —insistió.

—Creo que no funciona un cilindro del motor.

—¿Cuántos cilindros tiene?

—Cuatro.

El avión sufrió otra brusca bajada. Nancy se sentó a toda prisa y volvió a abrocharse el cinturón. Sabía conducir, y tenía la idea de que un coche continuaba funcionando aunque fallara un cilindro. Sin embargo, su Cadillac tenía doce. ¿Podía volar un avión con tres de los cuatro cilindros? La duda la torturaba.

Estaban perdiendo altura sin cesar. Nancy supuso que el avión podía volar con tres cilindros, pero no durante mucho rato. ¿Cuánto tardarían en caer al mar? Escrutó la lejanía y, para su alivio, vio tierra delante. Incapaz de contenerse, se desabrochó el cinturón de nuevo y habló a Lovesey.

—¿Podremos llegar a tierra?

—¡No lo sé!

—¡Usted no sabe nada! —gritó Nancy. El miedo convirtió su grito en un chillido. Se obligó a serenarse—. ¿Cuáles cree que son nuestras posibilidades?

—¡Cierre el pico y déjeme concentrarme!

Nancy se sentó. Voy a morir, pensó; combatió el pánico y trató de pensar con calma. Menos mal que he criado a los chicos antes de que esto ocurriera, se dijo. Será un duro golpe para ellos, sobre todo después de perder a su padre en un accidente de automóvil, pero son hombres, grandes y fuertes, y nunca les faltará dinero. Lo superarán.

Ojalá hubiera tenido otro amante, Ha pasado…, ¿cuánto tiempo? ¡Diez años! No es extraño que me haya acostumbrado. Para el caso, igual podría ser una monja. Tenía que haberme acostado con Nat Ridgeway; lo habría hecho bien.

Se había citado un par de veces con un hombre nuevo, justo antes de partir hacia Europa, un contable soltero de su edad, pero no deseó haberse acostado con él. Era amable pero débil, como casi todos los hombres que conocía. Intuían su fortaleza y deseaban que cuidara de ellos. ¡Pero yo quiero que alguien cuide de mí!, pensó.

Si sobrevivo a ésta, juro que tendré otro amante antes de morir.

Comprendió que Peter iba a ganar. Qué vergüenza. El negocio era todo cuanto le quedaba de su padre, y ahora sería absorbido y desaparecería en la masa amorfa de «General Textiles». Papá había trabajado duro toda su vida para levantar esa compañía, y a Peter le habían bastado cinco años de indolencia y egoísmo para hundirla.

A veces, todavía echaba de menos a su padre. Era un hombre tan hábil… Siempre que surgía un problema, ya se tratase de una grave crisis financiera, como la Depresión, o de un pequeño problema familiar, como el escaso rendimiento de uno de los muchachos en la escuela, papá daba con la manera más positiva de afrontarlo. Era muy bueno para las cosas mecánicas, y la gente que manufacturaba las grandes máquinas que se usaban en la fabricación del calzado solían consultarle antes de dar el visto bueno a un diseño. Nancy entendía perfectamente el proceso de producción, pero era más experta en predecir los estilos que el mercado esperaba, y desde que se había hecho cargo de la fábrica, los beneficios procedían en mayor medida del calzado femenino que del masculino. Nunca se había sentido eclipsada por su padre, como le había ocurrido a Peter; ella simplemente le echaba de menos.

De pronto, la idea de que iba a morir le resultó ridícula e irreal. Sería igual que si cayera el telón antes de que acabara la obra, mientras el protagonista se hallaba en mitad de un monólogo; no era así como ocurrían las cosas. Durante un rato se sintió irracionalmente animada, con la seguridad de que viviría.

El avión seguía perdiendo altura, pero la costa de Irlanda se acercaba con rapidez. Pronto podría divisar los campos color esmeralda y las pardas ciénagas. Aquí es donde se originó la familia Black, pensó con un leve estremecimiento.

Justo delante de ella, la cabeza y los hombros de Mervyn Lovesey comenzaron a moverse, como si estuviera luchando con los controles; el ánimo de Nancy cambió de nuevo, y se puso a rezar. La habían educado en el catolicismo, pero no había ido a misa desde que Sean muriera; de hecho, la última vez que había pisado una iglesia fue en su funeral. No sabía muy bien si era creyente o no, pero rezaba con fervor, pensando que, al fin y al cabo, no tenía nada que perder. Musitó un padrenuestro, y le pidió a Dios que la salvara para poder cuidar de Hugh al menos hasta que contrajera matrimonio y se hubiera establecido; y a fin de poder ver a sus nietos; y porque quería remodelar el negocio y seguir dando empleo a aquellos hombres y mujeres y hacer buenos zapatos para la gente corriente; y porque anhelaba disfrutar de un poco de felicidad. De repente era consciente de que había vivido entregada al trabajo durante demasiado tiempo.

Ahora podía ver las blancas cimas de las olas. Los borrosos contornos de la costa que se aproximaba se definieron, mostrando las líneas del oleaje, la playa, el acantilado, el campo verde. Con un escalofrío, se preguntó si sería capaz de nadar hasta la orilla en caso de que el avión cayera al agua. Se consideraba una buena nadadora, pero dar brazadas alegremente de un extremo a otro de la piscina era muy distinto de sobrevivir en el mar agitado. El agua estaría tan fría como para helar los huesos. ¿Cuál era la palabra que se usaba cuando alguien moría de frío? Entumecimiento. El avión de la señora Lenehan se precipitó en el mar de Irlanda y ella murió de entumecimiento, diría el Globe de Boston. Se estremeció dentro de su abrigo de cachemira.

Si el aparato se estrellaba, probablemente no viviría lo suficiente como para comprobar la temperatura del agua. Se preguntó si volaban muy rápido. Lovesey le había dicho que la velocidad de crucero era de unos ciento cincuenta kilómetros, pero ahora era bastante inferior. Pongamos que iban a ochenta. Sean se había estrellado a ochenta kilómetros por hora y había muerto. No, no tenía sentido especular cuán lejos podría llegar nadando.

La costa estaba más cerca. Tal vez sus plegarias habían sido escuchadas, se dijo; quizá el avión lograría aterrizar después de todo. No había habido más alteraciones en el ruido del motor: seguía emitiendo su desigual y agudo carraspeo, con un toque de furia, como el vengativo zumbido de una avispa herida. Pensó con preocupación en dónde aterrizarían, caso de conseguirlo. ¿Podía posarse un avión en una playa arenosa? ¿Y en una playa rocosa? Un avión podía aterrizar en un campo, si no era demasiado irregular. ¿Y en una turbera?

No tardaría en averiguarlo.

La costa se encontraba ahora a medio kilómetro de distancia. Vio que la playa era rocosa y el oleaje bravío. La playa parecía muy escarpada, comprobó con terror: estaba sembrada de guijarros dentados. Un acantilado de poca altura descendía hasta un páramo, en el que pastaban algunas ovejas. Examinó el páramo. Parecía llano. No había setos, y crecían algunos árboles. Quizá fuera posible aterrizar allí. No sabía si confiar en ello o prepararse para la muerte.

El avión amarillo, que continuaba perdiendo altura, aguantó con firmeza. Nancy olió el aroma salado del mar. Lo mejor sería caer al agua, pensó con temor, que tratar de aterrizar en aquella playa. Aquellas piedras afiladas desgarrarían en pedazos el pequeño avión… y a ella también.

Confió en que su muerte fuera rápida.

Cuando la orilla se hallaba a unos cien metros de distancia, comprendió que el avión no se iba a estrellar en la playa: aún volaba a demasiada altura. Lovesey se dirigía hacia el prado que coronaba el acantilado. ¿Conseguiría llegar? Daba la impresión de que se encontraban al mismo nivel que la cumbre del acantilado, y seguían perdiendo altura. Iban a empotrarse en el acantilado. Quiso cerrar los ojos, pero no se atrevió, sino que contempló como hipnotizada el acantilado que se precipitaba hacia ella.

El motor aullaba como un animal enfermo. El viento arrojaba espuma de mar a la cara de Nancy. Las ovejas del acantilado se dispersaron en todas direcciones cuando el avión se lanzó hacia ellas. Nancy se aferró al borde de la carlinga con tanta fuerza que se hizo daño en las manos. Tenía la impresión de que el acantilado se acercaba a toda velocidad. Vamos a chocar, pensó; esto es el fin. Entonces, una ráfaga de viento elevó una pizca el avión, y Nancy creyó que estaban a salvo, pero volvió a caer. El borde del acantilado iba a arrancar las pequeñas ruedas amarillas. Cuando faltaba una fracción de segundo para el impacto, cerró los ojos y chilló.

Por un momento, no sucedió nada.

Después, se produjo una sacudida y Nancy salió despedida hacia adelante, aunque el cinturón de seguridad la retuvo. Por un instante, pensó que iba a morir. Entonces, notó que el avión volvía a subir. Dejó de gritar y abrió los ojos.

Seguían en el aire, a medio metro de la hierba. El avión tocó tierra, y esta vez no se elevó. Nancy sufrió terribles sacudidas mientras se deslizaban sobre el terreno desigual. Vio que se dirigían hacia unas zarzas, y comprendió que aún podían chocar. Luego, Lovesey hizo algo y el avión giró, evitando el peligro. Las sacudidas cesaron; estaban frenando. Nancy apenas podía creer que seguía con vida. El avión se detuvo.

El alivio la agitó como si sufriera un ataque. No paraba de temblar. Dio vía libre a los estremecimientos, notó que la histeria se iba a apoderar de ella y la reprimió. Se terminó, dijo en voz alta. Se terminó, se terminó, estoy a salvo.

Lovesey se levantó y saltó del asiento con una caja de herramientas en la mano. Sin mirarla, bajó a tierra y caminó hasta la parte delantera del avión. Abrió la capota y examinó el motor.

Ni siquiera me ha preguntado si estoy bien, pensó Nancy.

Por extraño que fuera, la rudeza de Lovesey la calmó. Miró a su alrededor. Las ovejas habían regresado a pastar, como si no hubiera ocurrido nada. Ahora que el motor estaba silencioso, oyó las olas romper en la playa. El sol brillaba, pero sentía el viento frío y húmedo lamiendo su mejilla.

Se quedó inmóvil unos instantes, y después, cuando estuvo segura de que sus piernas la sostendrían, se levantó y bajó del avión. Puso pie en suelo irlandés por primera vez en su vida, y la emoción casi le arrancó lágrimas. De aquí nos marchamos hace muchísimos años, pensó. Oprimidos por los ingleses, perseguidos por los protestantes, condenados a morir de hambre por la enfermedad de la patata, nos apretujamos en barcos de madera y zarpamos de nuestra tierra natal hacia un mundo nuevo.

Y es una manera muy irlandesa de volver, pensó con una sonrisa. Casi muero al aterrizar.

Basta de sentimentalismos. Estaba viva. ¿Llegaría a tiempo de alcanzar el clipper? Consultó su reloj. Eran las dos y cuarto. El clipper acababa de despegar de Southampton. Podría llegar a Foynes a tiempo si este avión volvía a volar, y si tenía el valor de subir otra vez.

Se encaminó a la parte delantera del avión. Lovesey utilizaba una llave inglesa grande para soltar un tornillo.

—¿Lo arreglará? —preguntó Nancy.

El hombre no levantó la vista.

—No lo sé.

—¿Cuál es el problema?

—No lo sé.

Había recaído en su estado de ánimo taciturno.

—Pensaba que usted era ingeniero —dijo Nancy, exasperada.

Sus palabras le ofendieron.

—Estudié matemáticas y física —explicó, mirándola—. Mi especialidad es la resistencia al aire de curvas complejas. ¡No soy un jodido mecánico!

—Pues tal vez debería ir a buscar un mecánico.

—No hay ninguno en esta jodida Irlanda. Este país aún vive en la Edad de Piedra.

—¡Gracias a la brutalidad de los ingleses, que sojuzga al pueblo desde hace muchos siglos!

El hombre sacó la cabeza del motor y se irguió.

—¿Por qué cojones nos hemos metido en política?

—Ni siquiera me ha preguntado todavía si estoy bien. —Es obvio que está bien.

—¡Casi me ha matado!

—Le he salvado la vida.

Aquel hombre era imposible.

Nancy escudriñó el horizonte. A medio kilómetro se distinguía la línea de un seto o un muro que tal vez bordearía una carretera, y algo más allá vio varios tejados de paja arracimados. Quizá podría conseguir un coche y llegar a Foynes.

—¿Dónde estamos? —preguntó—. ¡Y no me diga que no lo sabe!

Él sonrió. Era la segunda o tercera vez que la sorprendía, al demostrar que no tenía tan mala leche como aparentaba.

—Creo que estamos a pocos kilómetros de Dublín. Nancy decidió que no se iba a quedar para verle manipular el motor.

—Voy a pedir ayuda.

—El le miró los pies.

—No llegará muy lejos con esos zapatos.

Voy a darle una lección, pensó Nancy, irritada. Se levantó la falda y se quitó las medias a toda prisa. Lovesey la miró, asombrado y sonrojado. Nancy se despojó también de los zapatos. Le gustó que perdiera la compostura.

—No tardaré mucho —dijo, guardando los zapatos en los bolsillos de la chaqueta y alejándose descalza.

Cuando estuvo a unos metros de distancia, Nancy se permitió una amplia sonrisa. Le había dejado sin habla. Le estaba bien por sentirse tan superior.

El placer de haberle vencido no tardó en disiparse. La humedad, el frío y la suciedad empezaron a torturar sus pies. Las casas estaban más lejos de lo que había pensado. Ni siquiera sabía qué iba a hacer cuando llegara. Supuso que intentaría trasladarse en coche a Dublín. Lovesey debía tener razón sobre la escasez de mecánicos en Irlanda.

Le costó veinte minutos llegar a las casas. Detrás de la primera encontró a una mujer menuda calzada con zuecos, que cavaba en un huerto.

—Hola —saludó Nancy.

La mujer levantó la vista y lanzó un grito de miedo.

—Mi avión ha sufrido un accidente —explicó Nancy.

La mujer la miró como si viniera de otro mundo.

Nancy imaginó que su aspecto era de lo más extravagante, descalza y con una chaqueta de cachemira. Lo cierto era que, para una campesina ocupada en su jardín, un extraterrestre resultaría mucho menos sorprendente que una mujer recién salida de un avión. La mujer extendió un brazo vacilante y tocó la chaqueta de Nancy. Ésta se sintió turbada: la mujer la trataba como a una diosa.

—Soy irlandesa dijo Nancy, esforzándose por parecer más humana.

La mujer sonrió y meneó la cabeza, como diciendo «no me puedes engañar».

—Necesito ir en coche a Dublín.

La mujer, considerando más sensatas estas palabras, habló por fin.

Por lo visto, pensaba que apariciones como Nancy sólo podían proceder de una gran ciudad.

El hecho de que utilizara el inglés tranquilizó a Nancy; había temido que la mujer sólo hablara gaélico.

—¿Está muy lejos?

—Con un buen caballo, llegaría en una hora y media —dijo la mujer, con una cadencia musical.

Horrible perspectiva. El clipper despegaría dentro de dos horas de Foynes, al otro lado del país.

—¿Alguien del pueblo tiene coche?

—No.

—Maldita sea.

—Pero el herrero tiene una moto.

—¡Será suficiente!

En Dublín podría conseguir un coche que la llevara a Foynes. No sabía si Foynes estaba muy lejos, o cuanto tiempo se tardaba en llegar, pero pensó que debía intentarlo.

—¿Dónde está el herrero?

—Yo la acompañaré.

La mujer hundió su pala en la tierra.

Nancy la siguió. Nancy vio con horror que la carretera era un simple sendero embarrado: una moto no podría correr más que un caballo sobre esta superficie.

Pensó en otra dificultad mientras caminaba por la aldea. Una moto sólo aceptaba un pasajero. Había planeado volver al avión y recoger a Lovesey, en caso de conseguir un coche, pero sólo uno de ellos podría montarse en la moto…, a menos que el propietario se la vendiera. Entonces, Lovesey conduciría y Nancy iría de paquete. Y después, pensó excitada, se dirigirían a Foynes.

Anduvieron hacia la última casa y se acercaron a un taller de una sola vertiente, situado a un lado… y las últimas esperanzas de Nancy se desvanecieron al instante: las piezas de la moto estaban desparramadas por tierra y el herrero trabajaba con ellas.

—Mierda —dijo Nancy.

La mujer habló en gaélico con el herrero. Éste miró a Nancy con una pizca de diversión. Era muy joven, de cabello negro y ojos azules, a la manera irlandesa, y exhibía un poblado bigote. Asintió con la cabeza, como dando a entender que comprendía la situación.

—¿Dónde está su aeroplano? —preguntó a Nancy.

—A un kilómetro de distancia, más o menos.

—Tal vez debería echarle un vistazo.

—¿Sabe algo de aviones? —preguntó ella con escepticismo.

El joven se encogió de hombros.

—Los motores son motores.

Ella imaginó que si podía desmontar una moto, también podría reparar un motor de avión.

—Sin embargo, yo diría que quizá sea demasiado tarde —añadió el herrero.

Nancy frunció el ceño, y entonces oyó lo que él ya había percibido: el sonido de un aeroplano. ¿Sería el Tiger Moth? Corrió afuera y escudriñó el cielo. El pequeño avión amarillo volaba a baja altura sobre la aldea.

Lovesey lo había arreglado… ¡y había despegado sin esperarla!

Miró hacia arriba, incrédula. ¿Cómo podía hacerle esto? ¡También se llevaba su maletín!

El avión pasó rozando la aldea, como para burlarse de ella. Nancy agitó el puño en dirección al aparato. Lovesey la saludó y se alejó.

El avión empezó a disminuir de tamaño. El herrero y la campesina estaban de pie detrás de ella.

—Se marcha sin usted —comentó el joven.

—Es un monstruo sin entrañas.

—¿Es su marido?

—¡Por supuesto que no!

—Supongo que, para el caso, es lo mismo.

Nancy se sintió desfallecer. Hoy la habían traicionado dos hombres. ¿Había algo en ella que no funcionaba?, se preguntó.

Pensó que lo mejor sería rendirse. Ya no podría alcanzar el clipper. Peter vendería la empresa a Nat Ridgeway, y ése sería el final.

El avión se inclinó y giró. Lovesey ponía rumbo hacia Foynes, supuso ella. Alcanzaría a su esposa fugitiva. Nancy deseó que se negara a volver con él.

Inesperadamente, el avión continuó girando. Cuando apuntó hacia la aldea, se enderezó. ¿Qué estaba haciendo ese hombre?

Seguía la carretera embarrada, perdiendo altura. ¿Por qué regresaba? A medida que el avión se aproximaba, Nancy se empezó a preguntar si iba a aterrizar. ¿Fallaba de nuevo el motor?

El pequeño avión tocó la carretera embarrada y avanzó rebotando hacía las tres personas que se hallaban frente a la casa del herrero.

Nancy casi se desmayó de alivió. ¡Regresaba a buscarla! El avión frenó delante de ella. Mervyn gritó algo que Nancy no entendió.

—¿Qué? —chilló ella.

Lovesey, impaciente, le indicó por señas que se acercara. Nancy corrió hacia el avión.

—¿A qué está esperando? —gritó Lovesey, inclinándose hacia ella—. ¡Suba!

Nancy consultó el reloj. Eran las tres menos cuarto. Todavía podían llegar a Foynes a tiempo. El optimismo volvió a invadirla. ¡Aún no estoy acabada!, pensó.

El joven herrero se acercó. Le brillaban los ojos.

—Permítame ayudarla —gritó.

Hizo un asiento con las manos enlazadas. Nancy apoyó su pie desnudo, cubierto de barro, y él la izó. Se dejó caer en el asiento.

El avión se elevó al instante.

Pocos segundos después estaban en el aire.